Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IV ❦ Reinado de Felipe IV
Capítulo I
Situación interior del reino
De 1621 a 1626
Proclamación de Felipe.– Novedades y mudanzas en la corte.– Caída del duque de Uceda, y elevación del conde de Olivares.– Prisión y proceso del duque de Osuna.– Suplicio de don Rodrigo Calderón.– Destierro del inquisidor general Fr. Luis de Aliaga.– Muerte de los duques de Uceda y de Lerma.– Cortes de Madrid en 1621.– Notables proyectos de reforma de un procurador.– Junta de reformación de costumbres creada por el conde-duque de Olivares.– Pragmáticas y reales cédulas: medidas de utilidad pública.– Instrucción sobre materias de gobierno.– Juicio que el pueblo iba formando del conde-duque de Olivares.– Conducta de éste con los infantes don Carlos y don Fernando.– Cortes de Castilla de 1623.– Viaje del rey a Aragón.– Cortes de aragoneses, valencianos y catalanes (1626).– Quejas de los valencianos: graves dificultades para votar el servicio: fuertes contestaciones entre el rey y el brazo militar.– Despóticas intimaciones del monarca.– Agitaciones y escándalos.– Vótase el servicio.– Dificultades en las de Aragón.– Enojo del rey.– Pasa Felipe a Barcelona.– Desaire que le hacen los catalanes.– Marcha repentina de la corte.– Carta del rey a las cortes de Aragón desde Cariñena.– Excesos y desmanes de las tropas castellanas en Aragón.– Quejas de las cortes.– Rasgo de prudencia y de generosidad del rey.– Agradecimiento de los aragoneses.– Servicio que le votaron.– Regreso del rey.– Apúntanse las causas de sus necesidades, y de las del reino.
Joven de diez y seis años Felipe IV cuando por muerte de su padre fue llamado a sucederle en el trono (31 de marzo, 1621), el pueblo celebró su advenimiento con regocijo, sin otra causa ni razón y sin saber de él otra cosa sino que era otro monarca del que antes tenía; pues como dice un ingenioso escritor de aquellos días y de este suceso, «ninguna cosa despierta tanto el bullicio del pueblo como la novedad… y la mejor fiesta que hace la fortuna y con que entretiene a los vasallos es remudarlos el dominio.»
No todos sin embargo participaban de la alegría popular, señaladamente los que habían tenido el valimiento del recién difunto monarca, y sabían o recelaban que no habían de gozar de la privanza del hijo; que este era el gran negocio que preocupaba a los cortesanos y poderosos de aquel tiempo. Volvieron a la corte muchos personajes desterrados o presos por el último rey, o indultados por él en los postreros momentos de su vida. Solamente no había hallado gracia en el moribundo soberano el cardenal duque de Lerma su antiguo valido, que para este solo, entre la lista de los que habían de ser perdonados, se le cansó la vista, porque su hijo el duque de Uceda le había puesto en el último renglón.
Sin embargo, pocos momentos antes de morir el rey, había sido llamado a la corte el magnate cardenal por sus amigos; pero noticioso de ello el conde de Olivares, alcanzó una orden del príncipe en que le prescribía que no viniese, y con esta cédula despachó al consejero don Antonio de Cabrera, para que le hiciese volver si acaso estaba ya en camino. Mas conociendo el de Olivares que era anticipada autoridad y jurisdicción la que usaba el príncipe, luego que murió su padre hizo que el nuevo rey expidiera otra orden, y se despachó con ella otro correo. Innecesario fue ya este segundo mandamiento, porque bastó el primero al duque cardenal, que en efecto se hallaba ya camino de la corte, para volverse a Lerma, dando con esto ejemplo de obediencia y fidelidad a quien aún no ejercía la soberanía, por más que estuviese próximo a ello{1}.
Casi siempre al advenimiento de un nuevo soberano hay mudanza del personal de los palaciegos y en la gente que más cerca está al servicio de los príncipes, y tiene más manejo en los negocios. Y esto era más de esperar y suponer en una época en que los validos lo eran todo, y mucho más atendiendo a la madeja de intrigas que dijimos había estado devanándose en torno al lecho mortuorio del finado monarca. De contado el duque de Uceda, que suplantando al de Lerma su padre en la gracia y favor real había tenido todas las cosas en su mano, al llevar un día los papeles del ministerio de Estado al joven rey para que le ordenara lo que había de hacer de ellos, recibió por respuesta que los entregara a don Baltasar de Zúñiga, tío del conde de Olivares, que apoderado del corazón de Felipe, cuando era príncipe, desde que le hicieron gentilhombre de la cámara, era el llamado a obtener su privanza cuando llegó a ser rey. «Ya todo es mío,» había dicho viendo cercano a la muerte, y antes que falleciera Felipe III{2}; y su vaticinio no tardó en cumplirse, como ya todo el mundo en la corte lo tenía previsto. Reemplazó pues a la privanza de los duques de Lerma y de Uceda con Felipe III, la del conde de Olivares con Felipe IV. La sucesión de los príncipes se señalaba por la sucesión de los validos.
Era don Gaspar de Guzmán hijo segundo de don Enrique, segundo conde de Olivares, contador mayor de Castilla, alcaide de los alcázares de Sevilla, virrey de las dos Sicilias y embajador en Roma, donde nació el don Gaspar en 1587. Hizo sus estudios en Salamanca, en cuya universidad fue lector. Diole Felipe III una encomienda, y así unió a la toga de las escuelas el hábito militar de Calatrava. Habiendo muerto su hermano mayor, dejó el manteo para ceñir la espada. A poco tiempo por muerte de su padre heredó los títulos de familia. Su matrimonio con doña Inés de Zúñiga (1607), su prima hermana, dama de la reina doña Margarita, e hija de aquel virrey del Perú, de quien dijimos en otra parte que por su desinterés y desprendimiento había muerto tan pobre que fue menester que la audiencia de Lima le enterrara de limosna, le hacía esperar que por vía de merced a la hija de tan alto y virtuoso caballero no dejarían los reyes de otorgar a su casa la grandeza de España, objeto de su ambición, y que tuvo más parte que el amor en el afán con que solicitó aquel enlace. Mas viendo que aquella gracia se difería, e instigado a que se hiciera merecedor de ella con servicios, pretendió a los veinte y cuatro años de su edad la embajada de Roma que había desempeñado su padre, llevado más del deseo de ostentar a tan pocos años tan distinguida honra que con ánimo e intención de ir a servir aquel cargo, puesto que por no salir de España pidió licencia para retirarse a cuidar sus haciendas en Sevilla, donde hizo su casa el centro de reunión de los hombres de ingenio y de letras, a que por sus primeros estudios era grandemente inclinado, y para las cuales no carecía de disposición él mismo.
Dejamos dicho en otra parte cómo entró el don Gaspar de Guzmán de gentilhombre de la cámara del príncipe (1615), cuando el rey determinó poner casa a su hijo. Aunque el de Lerma se arrepintió pronto de haber puesto cerca del príncipe a un hombre cuya sagacidad, industria y disimulo comenzó a inspirar pronto recelos para lo futuro, y aunque con el designio de alejarle intentó seducirle renovando la especie de la embajada de Roma, la respuesta del conde fue que aceptaría la embajada, pero sin dejar el oficio de la cámara; y como al propio tiempo le sostuviera en este puesto el de Uceda, mantúvose en él el de Olivares, sin que se volviera a hablar de la embajada de Roma. A fuerza de constancia y de astucia, que la tenía para esto grande, logró el Guzmán ir conquistando el valimiento y la gracia de un príncipe que no le mostraba en los primeros años afecto ni simpatías. Estas y otras contrariedades fue venciendo con admirable perseverancia, halagando las inclinaciones y lisonjeando los caprichos del joven Felipe. De modo que cuando hubo aquella revolución y mudanza de la servidumbre del cuarto del príncipe (1618), de que en otra parte dimos ya cuenta, a pesar de los manejos que el de Lerma y los de su partido emplearon para ver de arrancarle de su lado y sustituirle con el de Lemus, él quedó vencedor en todas aquellas rivalidades e intrigas de privanza, y el duque cardenal se confirmó en el pronóstico que tenía de algunos años antes de que había de sucederle en ella un Guzmán. Acompañó después al príncipe a la jornada de Portugal, y aunque a su regreso pasó a Sevilla para ver de poner remedio al mal estado de su hacienda, como sobreviniese luego la enfermedad del rey, volvió el de Olivares a la corte llamado por su tío don Baltasar de Zúñiga, para que no desaprovechara los momentos críticos que habían de decidir de su suerte. Entonces fue cuando el príncipe le dijo: «El mal de mi padre se ha apretado; parece que no tiene ya duda su tránsito y nuestra desdicha: si Dios le lleva, conde, solo de vos he de fiar.» Y entonces fue cuando, perdida toda especie de remedio para el rey, dijo el de Olivares al de Uceda: «A esta hora todo es mío.– ¿Todo? replicó el duque.– Todo, respondió el don Gaspar, sin faltar nada.» El tiempo acreditó que el ministro favorito del nuevo rey había sido más exacto que hiperbólico en estas frases{3}.
A fin de ganar crédito con la nación y con el rey, y aparentando querer desagraviar al reino de las ofensas hechas y de los abusos cometidos por los ministros y consejeros del tercer Felipe, comenzó don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, por separar de los empleos y hacer salir de la corte, o por castigar con el destierro o la prisión a los personajes más favorecidos del duque de Uceda. Fue una de las primeras víctimas el gran don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, virrey que había sido de Sicilia y de Nápoles, que calumniado y acusado por sus enemigos de Italia y de España, según dijimos en el anterior libro, hacía más de un año que se paseaba por Madrid, merced a la protección que le dispensaba el de Uceda, bien que dando pábulo a las murmuraciones del pueblo y a la mordacidad de escritores satíricos{4}, con el boato y el lujo de carruajes y de lacayos, con el cortejo y el séquito de caballeros y capitanes napolitanos y españoles que en torno a su persona llevaba siempre aquel opulento magnate, tan dado a la magnificencia y a la ostentación. Determinó el de Olivares la prisión del de Osuna, que ejecutó don Agustín Mejía, del Consejo de Estado, con el marqués de Povar, capitán de la guardia española, cercándole la casa e intimándole la orden con las puntas de las alabardas (7 de abril, 1621). Formósele proceso, y se nombró una junta de magistrados para juzgarle por los cargos y delitos de que le habían acusado. Prendiose después a sus criados y amigos, contándose entre estos a don Francisco de Quevedo, a quien se sacó a hizo venir de la torre de Juan Abad donde se hallaba preso por la intimidad que con el duque tenía, para que prestara declaración en el proceso. Registráronse y se examinaron escrupulosamente muchos cajones de papeles con la correspondencia del duque, sin que de ellos resultara la comprobación de los delitos que se andaba buscando. Ni era fácil que resultara, siendo los crímenes que se le atribuían invención en su mayor parte de los venecianos, ansiosos de vengarse del antiguo virrey de Sicilia y de Nápoles que tanto daño había hecho a aquella república mercante, y de quien tantas humillaciones había recibido.
Muy a mal llevó el pueblo la prisión de el de Osuna; extrañaba que no se tuvieran en cuenta para descargo de sus faltas los eminentes servicios que había prestado al reino, y muchos de los grandes que antes habían preguntado «¿por qué no se le prende?» preguntaban después «¿por qué no se le suelta?» Cualidad natural del pueblo español, condolerse en la desgracia y murmurar la persecución de los grandes hombres que le han admirado con sus hechos, aunque en la prosperidad haya él mismo censurado sus faltas. El duque fue el que conllevó su infortunio con más entereza. Pero al fin, cansado de la larga duración de sus padecimientos, acabó sus días en Madrid, donde había sido trasladado, no tanto de enfermedad, como de disgusto y de ira contra sus enemigos, sin que se viese en justicia su causa. Era el gran don Pedro Girón, duque de Osuna, uno de los hombres más eminentes de su siglo, y ocupará siempre un lugar digno entre los excelentes capitanes y políticos españoles; «ministro tal, dice uno de nuestros escritores, que nunca tuvo otro más grande la corona de España.{5}»
Otro de los sucesos más ruidosos que señalaron el principio de este reinado y la política del conde de Olivares fue el memorable suplicio de don Rodrigo Calderón, marqués de Siete-Iglesias, conde de la Oliva, de quien también dimos noticia en el libro antecedente. Ya dijimos allí los delitos de que se había acusado a este hombre notable. Ninguna apelación, ninguna de las recusaciones de jueces que hizo le fue admitida{6}. El jueves 21 de octubre (1621) marchaba por las calles de Madrid, acompañado de sesenta alguaciles de corte, pregoneros y campanillas, un hombre montado en una mula, vestido con un capuz y una caperuza de bayeta negra, el cabello largo, cuello escarolado, en las manos un crucifijo, y él en el crucifijo clavados los ojos. Este hombre era el antes tan poderoso don Rodrigo Calderón, a quien llevaban al suplicio. Esta es la justicia, decía el pregón, que manda hacer el rey nuestro señor a este hombre, porque mató a otro alevosa y clandestinamente, y por otra muerte y otros delitos que del proceso resultan, por lo cual le manda degollar: quien tal hizo que tal pague. El pueblo a quien tanto se había hablado y aterrado, pintándole como enormes y atroces los delitos de don Rodrigo, al oír los términos del pregón y considerando los crímenes por que se le condenaba, pequeños en comparación de los que se le habían atribuido, compadeciose de él e hizo tales demostraciones de mirar aquella sentencia como cruel y tiránica, que si sus ruegos valieran, don Rodrigo no fuera ya ajusticiado. Se olvidó la antigua soberbia del hombre y solo se veía el infortunio; el odio se convirtió en piedad, y en el suplicio no miraba la pena del reo, sino la envidia y venganza del acusador.
Aquellas demostraciones alentaron también a don Rodrigo: «¿esta es la afrenta? dijo: esto es triunfo y gloria.» Al llegar al patíbulo sintió tal entereza y vigor de ánimo, que en su última confesión preguntó al religioso que le asistía si sería pecado de altivez despreciar tanto la muerte, y le pidió la absolución de ello. Besó los pies a su confesor, abrazó dos veces al verdugo, sentose con cierta majestad en el fatal banquillo, echó sobre el respaldo una parte del capuz, volvió reposadamente el rostro al público, dejose atar de pies y manos, inclinó su cabeza a la del verdugo como para darle el ósculo de paz, púsole el ejecutor de la justicia delante de los ojos un tafetán negro, levantó don Rodrigo la cabeza, pronunció una breve oración con voz entera y firme, y un instante después aquella cabeza que antes había sido objeto de envidias, de murmuraciones y de odios, lo fue ya solo de lástima, de admiración y de respeto del pueblo{7}.
Murió, dice un testigo que podemos llamar ocular, no solamente con brío, sino con gala, de donde vino el refrán castellano: Andar más honrado que don Rodrigo en la horca, que otros traducen: Tener más orgullo que don Rodrigo en la horca. Desnudó el verdugo su cuerpo, y sin cubierta el ataúd, y con orden que se dio para que nadie le acompañara, fue llevado a enterrar al claustro de los Carmelitas. Lloraron y elogiaron su muerte los mismos que en vida le habían zaherido; hiciéronle muchos epitafios los poetas, y con esta muerte y la del duque de Osuna no ganó nada la reputación del conde de Olivares{8}.
Así murió aquel magnate, tan murmurado en vida como reverenciado en muerte. No justificaremos la conducta de don Rodrigo en la época de su valimiento, pero sí los excesos que se le atribuían hubieran sido castigados en otros con la misma severidad, muchos magnates hubieran debido preceder a don Rodrigo Calderón en el camino del cadalso.
En conformidad al sistema que el de Olivares se propuso de ir haciendo desaparecer, con la muerte, la prisión o el destierro, todos los personajes influyentes amigos o deudos del duque de Uceda, obtuvo un mandamiento real para que saliera de la corte el inquisidor general fray Luis de Aliaga, confesor que había sido del duque de Lerma y más adelante del rey Felipe III (abril, 1621). Retirose el director de la conciencia y de la política del difunto monarca al convento de su orden en Huete, y a los pocos años murió en la ciudad de Zaragoza{9}.
El mismo duque de Uceda, so pretexto de la causa del de Osuna y de la estrechez que con él había tenido, recibió orden del rey para que se retirase a su casa y lugar, y a los pocos días (24 de abril) fueron a prenderle en su villa de Uceda un consejero de Castilla y un alcalde de corte. Reconociéronle sus papeles, y trasladáronle y le pusieron incomunicado en el castillo de Torrejón de Velasco, donde pasó a tomarle la confesión con cargos el licenciado Garci Pérez de Araciel, del Consejo real (13 de agosto). Condenáronle en veinte mil ducados y ocho años de destierro a veinte leguas de la corte; y aunque más adelante por especiales consideraciones le indultó el rey (19 de diciembre de 1622), y le confirió el cargo de virrey de Cataluña, al fin murió entre cadenas en Alcalá de Henares (31 de mayo, 1624). Tal fue el remate que tuvo el famoso duque de Uceda, mal ministro y peor hijo, y a quien por lo mismo ni siquiera tuvo compasión el pueblo en sus infortunios y calamidades.
Mucho valió al anciano cardenal duque de Lerma el capelo de que había tenido la oportunidad de investirse, para no tener un fin más desventurado, si bien tampoco le tuvo venturoso, porque desterrado por cédula real en Tordesillas, y convalecido de una enfermedad que le puso a dos dedos del sepulcro y de que estuvo ya desahuciado, alcanzó al fin su libertad por mediación del pontífice y del colegio de los cardenales{10}. Mas a poco tiempo, queriendo el rey recuperar algunas sumas que a pretexto de mercedes o remuneraciones de servicios se habían defraudado al patrimonio, y particularmente las donaciones hechas al duque de Lerma, nombró para ello jueces especiales, y dió un decreto de su mano que decía: «Por cuanto, entre otras cosas depravadas que el cardenal duque de Lerma hizo despachar en su favor con ocasión de su privanza, fue una &c.…» Las palabras de este decreto hirieron vivamente al antiguo privado de Felipe III, hízose la información y el duque cardenal fue condenado a pagar al fisco setenta y dos mil ducados anuales, con más el atraso de veinte años por las rentas y riquezas adquiridas en su ministerio. El anciano cardenal, en cuyas manos habían estado tantos años los destinos de España, no pudo resistir a este golpe y murió de pesadumbre como su hijo{11}.
Excusado es decir que por este orden y de una forma u otra fue el de Olivares abatiendo a todos los parientes, amigos y hechuras de los antiguos ministros que estaban en altos puestos, y que hizo grandes mudanzas en los consejos y tribunales, tal como la presidencia de Castilla, de que despojó a don Fernando de Acebedo, y a la cual elevó a don Francisco de Contreras, uno de sus más parciales, y uno de los jueces en la causa de Calderón.
Dio las llaves de gentiles hombres a su cuñado el marqués del Carpio y a don Luis de Haro su sobrino, la grandeza de España al conde de Monterey, cuñado suyo también, y a este tenor fue haciendo mercedes y proveyendo todos los cargos de dentro y fuera de palacio en sus parientes y particulares amigos.
De entre sus favorecidos era el que más valía su tío don Baltasar de Zúñiga, hombre íntegro, de talento, y práctico en los negocios de Estado.
A consejo de Zúñiga se atribuye el acuerdo de celebrar aquel año cortes en Madrid (1621) para ver los medios de reparar la hacienda, que las guerras y las imprudentes donaciones de los anteriores reinados tenían no solo exhausta sino empeñada, y para corregir los demás desórdenes y males que afligían al reino. Hízose en ellas una triste, pero harto verídica pintura de estos males, y acordose, después de mucha deliberación, que se ejecutara la consulta del Consejo de Castilla sobre recobrar todas las enajenaciones hechas por el capricho del duque de Lerma en el anterior reinado. Notables son la proposición y discursos que en estas cortes dirigió al rey don Mateo Lisón y Biezma, procurador por Granada. Hacíale ver la necesidad de remediar los daños de la despoblación a que había venido el reino, las costas y vejaciones que causaba a los pueblos la manera de cobrar los tributos, los inconvenientes del estanco de la pólvora, de los naipes, del solimán, del azogue y de otros muchos artículos, el daño de la introducción de tantas manufacturas extranjeras, el abandono y la falta absoluta de pagas en que se tenía a la gente de guerra de las costas y presidios, los perjuicios de tantas fundaciones de capellanías y tanta acumulación de bienes raíces en el brazo eclesiástico, la mala elección que se advertía en el nombramiento de corregidores, gobernadores y jueces, y la necesidad que había de que una junta compuesta de consejeros y ministros de la corona, en unión con otros tantos diputados de las ciudades, nombrara con más conocimiento y con mayor copia de informes los que fueran más útiles al servicio de la república, y que los méritos y servicios se remuneraran con honras y no con dinero. Triste es el cuadro que hacía de la despoblación de España. «Muchos lugares se han despoblado y perdido… los templos caídos, las casas hundidas, las heredades perdidas, las tierras sin cultivar, los habitantes por los caminos con sus mujeres e hijos mudándose de unos lugares a otros buscando el remedio, comiendo yerbas y raíces del campo para sustentarse; otros se van a diferentes reinos y provincias, donde no se pagan los derechos de millones… Y estas necesidades, perdiciones y daños llegan, católico señor, pocas veces a los oídos de V. M., porque hay pocos que los digan, y los que para ello tienen ocasión solo tratan de sus pretensiones y acrecentamiento… &c.{12}»
Para remediar la despoblación y la miseria proponía entre varias medidas la de obligar a los prelados, títulos y otros señores de lugares y mayorazgos, que no tuvieran ocupaciones y cargos forzosos en la corte, a que pasaran a residir en sus estados, donde darían trabajo a los jornaleros y pobres, y remediarían sus necesidades, permitiéndoles también sembrar algunas dehesas y baldíos, con cuyos aprovechamientos fueran pagando lo que debían. Otros semejantes y nada desacertados consejos daba también para la acertada elección de los gobernadores y ministros de la justicia, así como para impedir que los eclesiásticos adquirieran bienes raíces con título de capellanías, memorias y fundaciones, y sobre otras materias de gobierno, muy especialmente para el desempeño de la hacienda. Entre ellos descuella el pensamiento de la fundación de bancos para socorro de los labradores, con las precauciones y seguridades necesarias para que no se convirtieran en objeto de especulación para administradores y logreros{13}.
El rey y el conde de Olivares, o movidos por estos consejos, o porque entrara en el interés del conde acreditar su privanza haciendo sentir al pueblo algunos beneficios, o también con el fin de completar el descrédito y la ruina de sus antecesores, no dejaron de tomar algunas medidas de pública utilidad, que hicieron concebir de este reinado esperanzas que por desgracia se fueron poco a poco desvaneciendo. Creó y estableció el conde una junta llamada de Reformación de costumbres, y mandó que se registrara la hacienda de todos los que habían sido ministros desde 1592, con información de la que poseían cuando fueron nombrados, y de la que tenían o habían enajenado después, para que se conociera la que habían aumentado por medios ilícitos, todo bajo gravísimas penas (enero, 1622). Por otro real decreto se mandó que todos los que en adelante fueran nombrados virreyes, consejeros, gobernadores, regentes, alcaldes de casa y corte, fiscales, o para otros cualesquiera empleos de hacienda o de justicia, antes de tomar los títulos hubieran de hacer un inventario auténtico y jurado ante las justicias de todo lo que poseían al tiempo que entraban a servir, los cuales habían de renovar cada vez que fueran promovidos a otros oficios o cargos mayores, cuya manifestación se había de repetir cuando cesaban en ellos. Una pragmática ordenando las precauciones que se habían de tomar, y las penas en que se había de incurrir, para que no se ocultaran los bienes y haciendas «en confianzas simuladas» (en Aranjuez, a 8 de mayo), completaba el sistema de investigación que se había propuesto para restablecer la moralidad en los altos funcionarios del Estado{14}.
No podía dejar el pueblo de aplaudir estas medidas, y en su buen instinto comprendía que cualquiera que fuese el móvil que a ello impulsara al de Olivares, por lo menos se debía presumir que quien tan rigurosamente trataba de residenciar a otros había de cuidar de no hacerse él mismo digno de igual censura. Y si bien en mucha parte quedaron defraudadas las esperanzas públicas, y muchos de los que se habían enriquecido con cohechos no sufrieron el condigno castigo, por parte del de Olivares parecía haber entonces un deseo sincero de remediar los males que afligían al país. Una relación que tenemos a la vista de lo que el rey determinó proveer para el bien, conservación y seguridad de sus reinos y alivio de sus vasallos, de acuerdo con la junta de reformación, manifiesta no desconocer las necesidades que se padecían y los vicios y defectos que producían los males que se lamentaban, y contiene máximas muy saludables de buen gobierno y propósitos muy plausibles en un monarca. Resultado de estos acuerdos parece ser los capítulos de reformación que por real cédula (10 de febrero, 1623) mandó guardar como ley en el reino. Prescribióse en ella, que los oficios de veinticuatros, regidores, escribanos, procuradores y otros que tan excesiva y escandalosamente se habían acrecentado se redujeran a la tercera parte: –que ningún pretendiente, de cualquier calidad que fuese, pudiera permanecer en la corte más de treinta días en cada año, llevándose un registro escrupuloso de su entrada y salida: –que los consejos, tribunales y chancillerías no enviaran a los pueblos jueces ejecutores, ni otros comisionados de apremio, plagas funestas que convirtiendo su oficio en vil granjería, vejaban, molestaban y oprimían lastimosamente a los infelices pecheros, ya sobradamente agobiados, y que cuidaban más de henchir sus particulares bolsas que de acrecer las arcas del tesoro: –que se pusiera tasa al número de mayordomos, caballerizos, pajes, lacayos, criados y acompañantes que los grandes señores llevaban siempre consigo, robando brazos a la agricultura y a las artes: que se pusiera igualmente al desbordado lujo en el menaje de las casas, en los vestidos, guarniciones, colgaduras, bordados, joyas, carruajes y otros objetos de pura ostentación, en que se consumían las mejores fortunas: –fomentábanse los matrimonios, dando privilegios a los que se casaran, como el de eximirles en los primeros cuatro años de todas las cargas y oficios concejiles, y de todo pecho o impuesto, así como a los solteros que lo fuesen a los veinte y cinco años cumplidos se les imponían dichas cargas aunque estuvieran todavía bajo la patria potestad: se prohibía la salida de gente del reino para establecerse en otra parte sin licencia real, a fin de evitar la emigración que tenía despoblada la España, y se tomaban medidas enérgicas para que no se aglomeraran los vagos y desocupados en la corte y en las poblaciones numerosas: –mandábase a los grandes, títulos y caballeros que fueran a residir en sus estados, para que ellos no se arruinaran en la corte, y pudieran dar en sus lugares ocupación y sustento a sus vasallos: –limitábanse los estudios de latinidad a las solas ciudades y villas donde hubiera corregidor o alcalde mayor, para evitar el excesivo número de estudiantes, y para que muchos se dedicaran a oficios más útiles a ellos y a la república: –se extinguían las casas públicas o de mancebía, por los muchos escándalos y desórdenes que había en ellas, y que se había creído remediar con su fundación. Con esto y con la creación de erarios y montes de piedad para socorro de los pobres, con la reducción a razón de veinte al millar de los foros y censos impuestos a más bajos precios, y con otras providencias, tales como las dictaban los conocimientos económicos de aquel tiempo, creyó el conde de Olivares, si no poner completo remedio a los males públicos, que esto no podía tampoco ser obra de un día, acreditar por lo menos su administración.
Lo mejor de estas pragmáticas fue haber comenzado dando ejemplo el rey, suprimiendo oficios y empleos en la real casa, y reduciendo sus gastos a lo mismo que montaban en tiempo de Felipe II su abuelo. Impúsose igualmente a sí mismo la prohibición de dar empleos y oficios de república para que sirvieran como de dotes matrimoniales, como antes se había acostumbrado a hacer, y mandó que ninguna persona fuera osada a pedirlo ni por escrito ni de palabra, so pena de la su merced{15}.
Si bien algunas de estas reformas tuvieron en su ejecución algo de ridículo, tal como ver a los alcaldes de casa y corte inspeccionar las tiendas de los mercaderes y hacer quema pública y como auto de fe de los cuellos, valonas y lechuguillas, de las randas, bordados, puños y otras galas y aderezos de los prohibidos en la pragmática por costosísimos y ruinosos, y de que los comercios estaban atestados, húbolas que produjeron verdaderas economías, y de cuyas resultas no dejaron de entrar sumas de cuantía en las arcas del tesoro, de las cuales persuadió el de Olivares al rey no se hiciera uso sino para la manutención de sus ejércitos y escuadra, para la defensa, conservación y mantenimiento de la religión, de la dignidad real y de los estados de la corona. Diose también al rey una larga Instrucción sobre materias de gobierno, en que se le advertía cómo había de conducirse con el brazo eclesiástico, con los infantes, con los grandes de Castilla, títulos, caballeros e hidalgos, con los diferentes consejos, con las chancillerías y corregidores, y con los pueblos y la gente del estado llano. Esta Instrucción han creído muchos, en nuestra opinión con poco fundamento, fuese también obra del de Olivares{16}.
Había a no dudar movimiento, y al parecer cierto laudable deseo y afán en todo lo que pudiera conducir a la reformación de que tanto necesitaba el Estado. Y fuesen más o menos acertados o erróneos los arbitrios económicos puestos en planta por el de Olivares, fuesen más o menos sinceros y desinteresados los esfuerzos y afanes que manifestaba por levantar de su postración al reino, el pueblo ensalzaba entonces su sabiduría, y en su entusiasmo celebraba al nuevo ministro como el mejor de cuantos en España se habían conocido. Su actividad al menos no podía negarse, y de su acierto no había muchos que pudieran juzgar con gran conocimiento en aquella época.
Mas no tardó en empezarse a dudar de la sinceridad de sus intenciones, y en sospecharse que lo que se proponía era alucinar al joven soberano con magníficos proyectos, y que halagándole con la idea de engrandecer su monarquía y hacerle el soberano más poderoso del mundo, pensaba más en su propia elevación y en afirmar su privanza y aumentar su fortuna, que en la prosperidad del rey y del Estado. El pomposo título de Grande con que hizo apellidar a un príncipe que ni había hecho nada para serlo, ni talento ni edad para poderlo ser tenía, fue un acto de adulación y de lisonja que dio sobrado pábulo a la murmuración. No dio menos motivo de censura con irse a habitar en el palacio mismo de los reyes, ocupando el departamento en que solían vivir los príncipes de Asturias. Allí se hacía llevar los papeles de las secretarías del despacho, daba audiencias, despachaba con los ministros, dictaba órdenes a los Consejos, y hacía los mismos o mayores alardes de poder que había hecho el privado del anterior monarca, el duque de Lerma.
Sea que los infantes don Carlos y don Fernando, hermanos del rey, aunque jóvenes, no llevaran con paciencia el predominio del de Olivares, sea que él los mirara como un estorbo a su influencia, dirigió sus miras a apartarlos de la corte; y so pretexto de negociar a Carlos un enlace ventajoso con alguna princesa extranjera y darle un virreinato u otro cargo honroso en punto de donde pudiera conquistar algún nuevo estado o provincia a la corona, y halagando a Fernando, ya cardenal y arzobispo de Toledo, con la esperanza de ceñir un día la tiara pontificia, trabajaba por separar al uno y al otro del lado del soberano, representando a éste los peligros de tenerlos cerca de su persona, y aun los inconvenientes de su permanencia en España. Como este expediente no surtiera efecto, más adelante, con motivo de una grave enfermedad que padeció el rey, luego que el conde le vio libre de ella dirigiole un largo escrito en que le denunciaba una misteriosa conjuración que durante su enfermedad sabía por revelaciones confidenciales haberse estado fraguando en palacio, y aun en su mismo aposento, entre los magnates que le rodeaban, y en la cual se hacía figurar a sus Altezas de una manera que inducía grandes sospechas de complicidad. Para dar más aire de verdad o de verosimilitud a la denuncia, y aparecer en ella desinteresado el favorito, añadía, aparentando la más completa abnegación, que tal vez la conspiración iría solamente contra el que tenía la fortuna de ser favorecido de su soberano, y que si en retirarse él consistía el que las cosas se aquietaran y aquello se acabara, lo haría gustoso y sin sentirse de ello, dando a Dios infinitas gracias y a S. M. por tanto bien como le había hecho{17}. El tiempo acreditó que ni el rey quiso desprenderse de su valido, ni este insistió en renunciar a la privanza.
Había quedado ejerciéndola más de lleno, y enteramente solo, desde la muerte de su tío don Baltasar de Zúñiga, único con quien había en cierto modo compartido la autoridad durante los dos primeros años. Murió el don Baltasar sin haber visto los efectos del decantado sistema de reformas; y aunque en las cortes de Madrid de 1623 se hizo al rey felicitarse de los buenos resultados que aquellas habían producido, y de que el Estado comenzaba a recobrar su vigor y fuerza, los procuradores de las ciudades, a quienes no era tan fácil alucinar, veían que ni las costumbres se habían reformado, ni la industria y las artes alcanzado mejoras, ni obtenido alivio los pueblos en los tributos, y las cortes le asistieron con doce millones a pagar en seis años{18}. Y es que, como veremos luego, las guerras continuaban consumiendo más de lo que los pueblos podían satisfacer y el reino soportar.
El de Aragón le hizo presente por medio del marqués de Torres don Martín Abarca de Bolea, que para asistirle con el servicio que pedía sería conveniente, y así lo deseaba el pueblo, que S. M. fuera en persona a celebrar cortes, así para la reforma de algunas leyes, como para que prestara el juramento de costumbre de guardar los fueros del reino. El rey condescendió en ello gustoso, y en su virtud expidió la competente carta (diciembre, 1624), convocando para el inmediato enero cortes generales de los tres reinos, señalando para las de Cataluña la ciudad de Lérida, para las de Aragón Barbastro, y Monzón para las de Valencia. Sintiéronse mucho los valencianos, y tomaron gran pesar de que a ellos se les designara una villa de fuera de su reino, no solamente por el perjuicio de la distancia, sino por el disfavor que a su parecer esta singularidad envolvía. Así fue que el brazo militar envió a Madrid un comisionado, y otro la ciudad de Valencia{19}, para que representaran a S. M. el desconsuelo que el reino sentía de verse tan desfavorecido, y el trastorno y los gastos que se le irrogaban, y que no había razón para que negase a los valencianos lo que se concedía a los aragoneses y catalanes. «Es que los tenemos por más muelles,» les dijo el conde-duque al oír su demanda. «Si V. E. quiere decir, le replicó el primer embajador, que son más blandos en rendirse al gusto de su rey y de sus ministros, aunque atropellen sus conveniencias y derechos, esto es un mérito más para conseguir lo que suplican.– Pues acudid al conde de Chinchón, que allá bajará la resolución de S. M.» Mas como la resolución del rey no bajase, al ponerlo otro día el embajador en conocimiento del conde-duque, para ver lo que disponía, díjole éste secamente: «El rey se ha de partir mañana inevitablemente, irá a Zaragoza, y de allí a Monzón; si el reino de Valencia estuviese en aquella villa, le tendrá las cortes; si no desde allí veremos lo que se ha de hacer.– Pues esto escribiré, contestó el enviado.– Podéis hacerlo,» replicó bruscamente el ministro; y con esto se separaron, no poco admirado el valenciano de la altivez del favorito{20}.
Cumpliose lo que éste había anunciado. Al día siguiente partió el rey camino de Aragón con grande acompañamiento, llevando consigo al infante don Carlos. Al llegar a Zaragoza (13 de enero, 1626), y como al pasar frente al palacio real de la Aljafería, donde se hallaba el Santo Oficio, advirtiese que había allí guarnición o presidio de tropa, cosa que ignoraba, hizo merced a la ciudad de quitarla o suprimirla, dándole en ello una prueba de su estimación, la cual agradecieron mucho los aragoneses. La entrada pública de Felipe IV en Zaragoza fue solemne, majestuosa y brillante, y con todo el aparato y ostentación que se pudiera imaginar. En la iglesia metropolitana prestó de rodillas y ante el libro de los Evangelios, que tenía en sus manos el Justicia de Aragón, el acostumbrado juramento de guardar las leyes y fueros del reino; después de lo cual y con descanso de pocos días partió para Barbastro, donde se habían de tener las cortes.
Allí hizo la proposición (20 de enero, 1626), que se redujo, como de costumbre, a una recapitulación de los sucesos más notables de dentro y fuera del reino desde que él subió al trono, de las atenciones, necesidades y apuros que ocasionaban las guerras en que él y sus antecesores se habían empeñado, y del objeto para que las cortes fueron convocadas. Lo mismo ejecutó a los pocos días en Monzón (30 de enero). Mas como aquí el brazo militar hiciese un acuerdo (11 de febrero) para que no se entendiera consentido nada que se refiriese a materias del servicio, hasta que el rey hubiera jurado los fueros y decretado sobre cada uno de los capítulos que se propusieran, apresurose el conde-duque a protestar contra aquella deliberación y a intimar que no se pasara por ella; lo cual dio ocasión a explicaciones, réplicas y satisfacciones entre el estamento militar y los tratadores de cortes, que al fin paró en que se concediera el servicio sin aquella condición: testimonio de la debilidad a que habían venido ya las cortes valencianas.
Esto no obstante, cuando se trató del servicio, ocurrieron muy graves y serias dificultades, especialmente por parte del brazo militar, que era el más numeroso, y en cual para que hubiera deliberación se necesitaba conformidad de pareceres. El servicio que el rey pedía era de dos mil infantes pagados por el reino para llevarlos a donde fuese menester. Resistíanlo los valencianos, primero porque decían que esto era introducir las quintas como en Castilla, lo cual consideraban contrario a sus libertades, y segundo porque harto exhausto, decían, ha quedado el reino con la expulsión de los moriscos, y harto cara les ha costado a los barones y caballeros, que ahora debían esperar una remuneración cuanto más nuevos sacrificios. Tratado este punto diferentes veces en el estamento, nunca el servicio llegaba a obtener la tercera parte de votos. El conde-duque de Olivares intentó persuadir y ganar a los caballeros más influyentes, hablándoles aparte, pero lejos de ablandarlos los encontraba siempre duros y firmes; y como una de estas conferencias la tuviese el Miércoles de Ceniza, le dijo al gobernador de Valencia: «Día de Ceniza es hoy, señor don Luis, y muy buena me la han puesto estos caballeros.» El rey mismo habló a algunos en particular; mas viendo el poco fruto que sacaba, dirigió una fuerte intimación a los tres estados (2 de marzo, 1626) haciéndoles ver la obligación estrecha en que estaban de servirle bien y pronto como nobles y buenos vasallos, que así lo exigían sus necesidades, y tal era su deber de conciencia. A esta comunicación, en que se traslucía el enojo del soberano, contestaron los estamentos que la dilación no consistía en su voluntad, sino en la flaqueza del reino, y que ya procurarían que con la mayor brevedad posible se tomara resolución. Pero fiando poco en esta palabra el conde-duque, redobló sus esfuerzos, provocó reuniones y conferencias particulares en casa del gobernador de Valencia, mas nunca en ellas pasaron de tres o cuatro los que se atrevieron a opinar por la concesión del servicio. Entonces el rey y sus ministros acudieron a los otros dos brazos, el eclesiástico y el real o popular, los cuales le otorgaron sin resistencia.
Creyéndose con esto robustecido y firmemente apoyado el monarca, dirigió al brazo militar por medio de los tratadores un papel firmado de su puño, en que reconvenía duramente a los nobles por su tardanza, les daba en rostro con el ejemplo de los otros brazos y con el de las cortes de Aragón, y les apercibía y conminaba con hacerles sentir toda la autoridad de rey{21}. Aun esto no bastaba a doblegar a aquellos altivos próceres, y leído el decreto en la primera sesión del estamento, don Miguel Cerbellón manifestó con enérgica franqueza que en su sentir no se debía otorgar el servicio, con cuyo parecer se conformaron otros, y en aquella junta no se resolvió nada. Una carta confidencial que pasó el conde de Olivares al gobernador de Valencia hizo tomar otro aspecto a este asunto, que se iba agitando en demasía y haciéndose peligroso. Decíale en ella que el rey se hallaba tan irritado, que entre otros desahogos de su mal humor había dicho, que no tenía vasallos nobles en aquel brazo cuando no habían dado allí mismo de puñaladas a don Miguel Cerbellón sin dejarle hablar más: que tanta terquedad le parecía ya sedición, y que había jurado por su hija no hacerle ya más amonestaciones, ni esperar más que aquel día. Comunicó a todos el gobernador la carta; juntáronse a deliberar en la iglesia de la Trinidad, y visto que habían llevado la oposición hasta un punto del que no podía ya pasar sin que tocara en abierta desobediencia y rebelión, lo cual no había sido nunca su propósito, votaron todos el servicio a excepción de don Francisco Milán. Bastaba esto solo para producir un gravísimo conflicto en un cuerpo en que se necesitaba la unanimidad para que hubiera deliberación. La noticia llegó a palacio, el conflicto existía, y gracias que no cundió entre los nobles el dicho de uno de los ministros del rey (don Gerónimo de Villanueva), que exclamó: «Merecía el don Miguel Milán que le dieran garrote.» Por fortuna lograron reducirle sus compañeros, y la votación del servicio fue unánime.
Pero aún quedaba otra gran dificultad. Lo que el brazo militar acordó fue contribuir con un millón setecientas ochenta y dos mil libras, moneda de reales de Valencia, repartidas con igualdad entre los tres brazos, y siempre que la cobranza de dicha suma no fuera contraria a los fueros, leyes y costumbres del reino. No estando conformes las cláusulas de este servicio con las del otorgado por los otros dos brazos, mandó el rey que cada uno nombrara comisarios que se entendiesen entre sí y con sus tratadores para ver el medio de venir a conformidad. Juntáronse en efecto y conferenciaron comisarios y tratadores, y como el rey estuviese ya en vísperas de salir para Barcelona, a propuesta del celoso y prudente don Cristóbal Crespi, se adoptó un dictamen que pareció bien a los tres brazos, y fue el que se presentó al rey, a saber: que la cantidad del servicio se redujera a un millón ochenta mil libras, o a la mitad del que pagase el reino de Aragón, si fuese menos, y no más, y que la paga había de hacerse en efectos, tal como pólvora, cuerda, bastimentos y municiones, y no en dinero, porque esto era todo lo que la escasez y el abatimiento del reino permitían. Conformose el rey con este acuerdo, aunque tan menguado era el servicio respecto a lo que había pedido, que tal era también su necesidad.
Así las cosas, y cuando todo parecía arreglado, nuevas complicaciones y de peor especie vinieron a turbar la armonía que empezaba a nacer entre el rey y las cortes. Después de haber accedido el monarca a la súplica que estas le hicieron, de que permaneciera en Monzón doce días más, hallándose en sesión, viéronse sorprendidas con un mandamiento real, que de palabra les comunicó don Luis Méndez de Haro, diciendo que S. M. había resuelto partir al día siguiente, que quería antes celebrar el solio acerca del servicio, que para los demás asuntos nombraría un presidente, y que por lo tanto era menester que en el término de media hora determinaran lo necesario al efecto: y sacando el reloj les intimó que comenzaba a correr el plazo. Absortos y suspensos dejó a todos un acto de tan inaudita arbitrariedad e inconsecuencia, tan contrario a sus fueros, y tan sin ejemplar en la historia. Al verse tan ingratamente tratados, el primer impulso del estamento militar fue acordar que en la hora y punto que el rey partiese para la jornada de Barcelona saldrían todos de Monzón, dando al reino el escándalo de disolverse las cortes antes de haber tratado ninguna materia de interés público, y así lo hubieran hecho si no se hubiera dejado ganar por el rey el brazo eclesiástico. Discurriendo qué partido tomar habían pasado toda la noche, cuando en aquel estado de agitada confusión a las seis de la mañana entró otra vez don Luis Méndez de Haro, a decirles, que no pudiendo S. M. dejar de hacer alguna demostración con vasallos que no se ajustaban a su real voluntad, había resuelto quitarles el privilegio del nemine discrepante{22}, que en lo sucesivo las resoluciones serían por mayorías, que él se iba a Barcelona, que dejaba nombrado presidente de las cortes al cardenal Espínola, y que mandaba prosiguieran en su ausencia tratando las cosas del reino.
Mudos de dolor y pálidos de enojo quedaron aquellos nobles con tan extraña conducta de su soberano, conducta que no acertaban a comprender ni explicar. «Sepamos, señores, dijo don Cristóbal Crespi a la confusa y atónita asamblea, sepamos antes de todo qué es lo que quiere el rey.» Y en medio de la muchedumbre, llena de impaciente curiosidad, que poblaba el templo, salió a hablar con los tratadores, siguiéndole mucha gente a impulsos de la curiosidad que dominaba. Después de conferenciar con los tratadores, volvió el don Cristóbal diciendo, que lo que él quería era que se quitaran las condiciones con que habían votado el servicio, que se le otorgaran sin condición alguna, y con esto quedaría satisfecho. Con una docilidad que no comprende quien recuerda la antigua independiente altivez de la nobleza valenciana, votó el brazo militar el servicio sin condición. Pero aún les quedaban más humillaciones que sufrir. Cuando esto se deliberaba, entró un protonotario anunciando que tenía que hacer una notificación, y desdoblando un papel dijo: «S. M. manda que quitéis de la concesión del servicio todas las condiciones, sopena de traidores.» Aun no faltó entre aquellos degenerados próceres quien excusara tan ultrajante mandamiento, diciendo que sin duda S. M. ignoraba al expedirle lo que se había tratado. Poco tiempo se pudieron consolar con esta idea. A breve rato recibieron otra notificación con estas palabras «S. M. manda que salgáis al solio, sopena de traidores.»
Trabajo cuesta concebir que aquellos hombres tuvieran longanimidad para sufrir tantas provocaciones y tanta humillación. Pero es lo cierto que con admirable obediencia salieron al solio, que se celebró aquel mismo día (21 de marzo, 1626), y en él los tres brazos del reino de Valencia ofrecieron a S. M. 1.080.000 libras en quince años, a 72.000 en cada uno, para sostener mil hombres por igual tiempo. A lo cual dijo el rey, que aunque pudiera exigir el cumplimiento de mayor suma que al principio había pedido, aceptaba aquella por consideración a las razones de escasez y de penuria que le había expuesto el reino. Y dirigiendo a los tres brazos una tierna despedida, protestando su mucho cariño y amor al reino y a sus naturales, y dándoles cierta satisfacción por el rigor con que los había tratado, partióse para Barcelona, dejándoles que siguieran en Monzón deliberando sobre los negocios públicos, como si él se hallara presente, hasta que pudiera volver a celebrar solio por los acuerdos que hiciesen{23}.
Nos hemos detenido algo en la relación de estas cortes, porque en ellas se ve de un modo patente y gráfico hasta qué punto el despotismo de los tres reinados anteriores había ido abatiendo este poder antes tan respetable y respetado, a qué extremo habían ido degenerando aquel pueblo y aquella nobleza en otro tiempo tan entera y tan firme, cuando un rey como Felipe IV se atrevió a tratar las cortes de una manera tan depresiva, correspondiendo a la docilidad con ingratitud y con menosprecio, a la obediencia con el insulto, a la sumisión con el ultraje. Las cortes de Valencia de 1626 comenzaron dando muestras de no haber olvidado su antigua dignidad, y concluyeron con la humildad de un esclavo que obedece a la voz y al mandato de su señor. El rey y sus ministros, y señaladamente el de Olivares, debieron quedar satisfechos del buen resultado de aquel ensayo de despotismo.
Los aragoneses en sus cortes de Barbastro obtuvieron del rey que les concediera el libre comercio del puerto de Pasajes en Guipúzcoa, que ya en lo antiguo había sido puerto franco para Aragón y Navarra, hasta que Enrique II le quitó este privilegio para poblar y engrandecer a San Sebastián. El servicio que Felipe IV pidió en esta ocasión a los aragoneses era de tres mil trescientos treinta y tres hombres útiles y disponibles para la guerra, y el alistamiento de otros diez mil para que se fueran ejercitando en las armas y poderlos emplear según la necesidad lo exigiese. Fundaba la urgencia de esta petición en la armada que en Inglaterra se estaba preparando para caer sobre las Baleares y sobre Italia. Representáronle los aragoneses la imposibilidad en que el reino se hallaba de hacer tan grande esfuerzo, y ofreciéronle en cambio un millón de moneda pagadero por tiempo de diez años. No satisfizo al rey, como era de esperar, el ofrecimiento; antes bien en diferentes cartas y embajadas les mostró su enojo por la dilación en servirle como quería, y aun les reconvenía y conminaba con usar de otros medios si no tomaban una resolución pronta. Hizo desde luego lo que con los valencianos, intimarles su determinación de partir para Barcelona, y que les nombraría un presidente del brazo eclesiástico, único que se prestaba a votar el servicio sin limitación alguna. Produjo esto discordes y encontrados pareceres en los otros tres estamentos, bien que rendidos por otras cartas reales acudieron en su mayoría al nombramiento de presidente, que recayó en el conde de Monterrey, casado con doña Leonor de Guzmán, hermana del conde-duque de Olivares (20 de marzo, 1626); y en el mismo día por orden expresa del rey prorrogó el Justicia las cortes para Calatayud, donde acudieron los cuatro brazos, bien que algo disminuido su número.
Partió pues el rey para Barcelona, donde había prorrogado las cortes convocadas en Lérida, dejando las cosas de Aragón y de Valencia en el estado que hemos dicho. La entrada en aquella ciudad no fue menos fastuosa que la de Zaragoza, y las ceremonias, festejos y demostraciones con que fue recibido excedieron todavía a las de la capital de Aragón. Con igual solemnidad prestó el juramento de guardar las constituciones, fueros y usajes de Cataluña, y los catalanes a su vez le hicieron el de guardarle a él fidelidad. Continuaron por muchos días las fiestas y regocijos públicos en obsequio a su soberano, y todo iba bien para él y en todas partes le agasajaban menos en las cortes. Allí, en vez de mostrarse liberales con su príncipe, en vez de prestarse como vasallos leales y dóciles a otorgarle el servicio que pidió como a los otros dos reinos, los tres brazos de Cataluña, más que a servirle con generosidad, se manifestaron resueltos a ajustar cuentas al rey, y a indemnizarse de las sumas que antes le habían prestado, sin consideración a que se hallaba amenazado de las armas enemigas. Con tal motivo escribió Felipe de su mano a los catalanes una carta tan tierna y cariñosa, tan llena de lisonjas, de dulces y benévolas palabras, llamándoles varias veces «hijos míos,» y dándoles otros dictados no menos afectuosos, explicándoles su situación comprometida, y haciéndoles ver que si no le socorrían y ayudaban, se vería en la necesidad de volver desairado y sin prestigio a Castilla (18 de abril, 1626), que formaba completo contraste con el duro lenguaje que acababa de emplear con los valencianos, y con los términos no menos duros en que escribió también a los pocos días a los aragoneses (26 de abril), requiriéndoles que le sirvieran con dos mil hombres pagados, y que en el término de tercero día le habían de responder «sí o no,» porque le corría tanta prisa que ya no podía esperar más. Ni la ternura ablandó los corazones de los catalanes, ni la dureza surtió efecto con los aragoneses; aquellos no mudaban fácilmente de resolución, y si bien estos, en su mayor parte la tenían de servirle, no era fácil concordar los ánimos de todos.
El conde-duque de Olivares, sospechando mal de las juntas que sabía se celebraban, y contemplándose poco seguro, dispuso sigilosamente acelerar la salida del rey sin dar conocimiento de ella a los estamentos, de modo que cuando estos se apercibieron y procuraron con ofertas y súplicas detenerla, ya no lo alcanzaron: el conde-duque respondió que las circunstancias de la monarquía hacían necesaria aquella celeridad; el rey salió, y enderezando su viaje a Zaragoza, y no deteniéndose en esta ciudad sino lo necesario para oír misa, continuó hasta la villa de Cariñena; de aquí escribió a los cuatro estados una carta (10 de mayo, 1626), en verdad harto indiscreta, pues si por una parte les mostraba gratitud por haber accedido a su propuesta, por otra rebosaba enojo por la dilación, y les hacía amenazas severas, y les decía palabras injuriosas; pruebas que iba dando ya cada día de su poco tacto, tino y criterio el conde-duque de Olivares{24}.
Ocurrió en esto que por diversos confines del reino de Aragón entraron compañías de infantería y hombres de armas de Castilla, gente en su mayor parte bisoña, pero que no lo era en cometer en los alojamientos y en todas partes toda clase de desmanes y excesos, robos, adulterios, estupros, blasfemias contra Dios y todos los santos, y violaciones de los objetos más sagrados. Formáronse varios procesos a esta disoluta y desenfrenada soldadesca, de la cual se sospechó que había sido enviada como para castigar las villas que repugnaban otorgar el servicio al rey. Ellos propalaban que no iban a pelear con moros sino con aragoneses, y los aragoneses los llamaban a ellos comuneros rebelados. Hubo en algunos pueblos choques y peleas muy graves; los soldados asesinaban vecinos, y estos donde podían ahorcaban soldados. El comisario don Gerónimo Marqués, capitán de compañías que había sido en Italia, a quien hicieron cargos de estas insolencias, expuso que ya en Castilla, con venir desarmados, le habían dado grandes sinsabores cometiendo desacatos e insultos, y que se habían envalentonado más al recibir las armas a la entrada de Aragón. Para ver de refrenarlos puso en las plazas de algunos lugares cuerda y garrucha, y no alcanzando el trato de cuerda arcabuceó algunos. A él mismo le dispararon tiros en Ejea de los Caballeros. Había una compañía que se intitulaba con arrogancia de la ira de Dios. Pidió el comisario al conde de Monterrey le permitiera valerse de la caballería y de los vecinos de las villas del reino para enfrenar aquella gente licenciosa. Respondiole el de Monterrey que no convenía, y que viera de templarlos con su conducta hasta que llegara don Diego de Oviedo que tomaría el mando de las compañías. Llegó en efecto el nuevo comisario (24 de junio, 1626), y tomó a su cargo aquella turbulenta tropa, pero las demasías y las insolencias continuaron lo mismo, hasta que tomó la determinación de sacarla del reino embarcándola en los Alfaques{25}. Pero otras compañías que después entraron de Castilla cometieron las mismas rapiñas y violencias, y dieron los mismos escándalos.
Semejantes excesos, en ocasión que estaban reunidas las cortes, motivaron vivas y enérgicas quejas de los cuatro brazos del reino al presidente Monterrey, el cual respondió que ya tenía hechas dos consultas sobre ello al soberano, y le haría la tercera; que las compañías iban de tránsito para embarcarse, y solo se habían detenido y alojado esperando las galeras, y que respecto a los escándalos tenía ya tomadas medidas y dado órdenes para que se castigaran rigurosa y ejemplarmente. No satisfechos los diputados con esta respuesta, ni con las seguridades que el presidente les daba de que la entrada de aquella gente en Aragón no había sido con el fin de obligar a los naturales del reino a dar al monarca el servicio que pedía, nombraron una embajada, cuyo resultado, después de mucha agitación y de muy vivas contestaciones, fue el de disponer que unas compañías pasaran a la frontera de Francia, y otras regresaran inmediatamente a Castilla.
Por último, después de muchas sesiones, acordaron los tres brazos del reino el servicio de los 3.333 infantes que le habían sido pedidos. Pero el monarca, con una prudencia que no podemos menos de elogiar y que es lástima no la hubiera tenido antes, manifestó por escrito al presidente que convencido de que las fuerzas del reino eran más flacas de lo que al principio había imaginado, consideraba excesivo aquel sacrificio, y no obstante que las armas enemigas se hallaban más pujantes que nunca, hiciera saber a los cuatro brazos que, atendida esta consideración y queriendo dar una prueba de su paternal amor a los aragoneses, limitaba ya el servicio a 2.300 hombres en lugar de los 3.333. Grande fue el agradecimiento de los tres brazos a la fineza del rey, y movido de ella el de las universidades, único que aún no había votado el servicio, resolvió también otorgarle, reduciéndose de común acuerdo de los cuatro estamentos a 2.000 infantes por quince años, no habiendo de exceder la paga de 144.000 escudos cada año, y sin obligación de darles armas ni municiones. Hiciéronse de paso en estas cortes de Calatayud algunas leyes de utilidad pública, siendo entre ellas notable lo que se determinó en beneficio de la agricultura, a saber: que en los meses de julio, agosto y setiembre no se pudiera prender por deudas a los labradores, ni embargarles los instrumentos y aperos de labor. En cambio, atendidas las estrecheces y apuros del reino, se suspendió por primera vez la subvención que las cortes aragonesas acostumbraban a dar, con gran gloria del reino de Aragón, a los autores de obras de historia y de jurisprudencia de especial mérito y que se calificaban de útiles, para aliento y remuneración de los escritores e ilustración del pueblo.
Llegó pues el caso de celebrarse el solio (24 de julio, 1626), que tuvo el presidente conde de Monterrey en la iglesia del Santo Sepulcro de Calatayud, de la misma manera que si el rey estuviera presente, con lo cual se disolvieron las cortes{26}.
Tal fue el resultado del primer viaje de Felipe IV a Aragón y Cataluña, y tal el fruto de sus demandas a las cortes de los tres reinos de aquella antigua corona. No es de extrañar pues el disgusto y enojo con que regresó el rey a Madrid, donde no debió olvidar los restos de independencia que todavía había encontrado en los aragoneses y catalanes, que si bien le recibieron con magnificencia y con muestras de afectuosidad, no anduvieron tan obsequiosos y galantes cuando se trató del servicio, y si los unos se le manifestaron reacios en conceder y no olvidados de sus franquicias, los otros se le mostraron hasta adustos cuando tocó a sus intereses y a sus fueros. Nacían las necesidades del rey para pedir, y las dificultades de las cortes para otorgar, ya de los desaciertos, desórdenes y gastos de los reinados precedentes, ya de las guerras que Felipe IV y su ministro favorito se empeñaban imprudentemente en sostener en todas partes, y de que pasaremos a tratar ahora.
{1} Fragmentos históricos de la vida de don Gaspar Phelipe de Guzmán, conde-duque de Olivares, por don Juan Antonio de Vera y Figueroa, conde de la Roca. MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia.– Relación política de las más particulares acciones del conde-duque, escrita por un embajador de Venecia a su república. MS. de la misma Academia.
{2} El conde de la Roca: Fragmentos de la vida del conde-duque de Olivares.
{3} El conde de la Roca: Fragmentos de la vida del conde-duque de Olivares; MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia. Relación política de las más memorables acciones del conde-duque, por un embajador de Venecia, traducida del italiano. Esta obrita, que se encuentra entre los manuscritos de la Academia de la Historia, y la cual hemos visto también traducida al portugués, contiene muy curiosas e importantes noticias, y su autor, que dice había estado mucho tiempo en Madrid, muestra estar bien informado de los sucesos de esta época y conocer a fondo el gobierno de la monarquía.
He aquí el retrato físico y moral que este embajador hace de el de Olivares: «Don Gaspar de Guzmán es hombre de estatura grande, aunque no de elevada talla, que le hace grueso de cuerpo y cargado y encorvado de espaldas, de cara larga, de pelo negro, un poco hundido de boca, y de ojo y narices ordinarias, de cabeza caída de la parte de delante, y de la de atrás alto y de ancho cerco, de frente espaciosa, si bien la cabellera postiza que trae la achica, el color del rostro trigueño, el mirar tiene entre oscuro y airado… soberbio de naturaleza, pero agradecido a beneficios,… su ingenio es elevado y perspicaz… goza de una facundia natural en voz y una elocuencia acompañada de doctísimas agudezas en escrito… en el negocio es facilísimo en la »apariencia, mas tan disimulado en la sustancia, que cualquiera queda burlado en las esperanzas y engañado en las promesas. De complixión es sanísimo, su mesa es moderada, de ordinario bebe agua, y del vino solo se sirve por medicina por la debilidad del estómago; en la fatiga de despachos y en la frecuencia de la audiencia es pacientísimo, levántase de la cama una hora antes del día, tanto de invierno cuanto de verano… En la asistencia de servicios personales al rey es tan puntual, celoso y diligente, que S. M. no se pone vestido que él no le vea, ni viste camisa que no pase por sus manos; acostumbra ver al rey tres veces al día. &c.»
{4} El conde de Villamediana en uno de sus punzantes epigramas había llegado a apellidarle ladrón.
{5} Quevedo, Grandes anales de quince días.– Céspedes, Historia de Felipe IV, lib. II.– Fernández Guerra, Vida de don Francisco de Quevedo.– Leti, Vida del duque de Osuna.– Dormer, Anales de Aragón desde 1624, MS. de la Real Academia de la Historia; G., 43.
{6} En el tomo XXXII de MM. SS. de la Biblioteca de Salazar, perteneciente a la Real Academia de la Historia, se hallan los documentos siguientes relativos a esta célebre causa: «Memorial ajustado sobre la causa de don Rodrigo Calderón, para que se confirme la sentencia de muerte pronunciada contra él.» Está impreso y consta de 166 páginas en folio.– Cédulas de perdón solicitadas y obtenidas por don Rodrigo Calderón.– Conclusión en que el fiscal pretende se repela la suplicación de la sentencia de muerte y pide sea ejecutada.
{7} El historiador Vivanco, que todo lo presenció, dice que se quitó la capa que tenía puesta con la cruz de Santiago, y se llegó un criado y le vistió un capuz sobre una sotanilla escotada, a la cual y el jubón y cuello cortó las trenzas y puso un solo botón para ir más desembarazado.– Historia de Felipe III, lib. VIII.
{8} Avisos manuscritos, en la Biblioteca nacional.– Céspedes, Historia de Felipe IV, lib. II.– Quevedo, Grandes anales de quince días.– Proceso de don Rodrigo Calderón: Biblioteca de la Real Academia de la Historia.– Archivo de Simancas, Diversos de Castilla, legajo núm. 34.– Soto, Historia de Felipe IV, M. S. de la Academia de la Historia; G. 2.
En los Avisos manuscritos de la Biblioteca Nacional se lee la siguiente curiosa observación: «Es cosa notable que todos los sucesos de esta causa fueron en martes: porque en martes salió (don Rodrigo) de Madrid para Valladolid; prendiole allí en martes don Fernando Fariñas; en martes entró en la fortaleza de Montánchez; trajéronle en martes al castillo de Santorcaz, y preso en martes a su casa; en martes le tomaron la confesión; en martes le dieron tormento, y en martes le leyeron la sentencia de muerte don Francisco de Contreras, Luis de Salcedo y don Diego del Corral.»
{9} En diciembre de 1626, estando en Huete escribió contra Quevedo un papel titulado: Venganza de la lengua española, aunque bajo el seudónimo de Juan Alonso Laureles.
El rey pasó al confesor un papel en que le decía: «A vuestra conveniencia y a mi servicio importa que dentro de un día os salgáis de la corte, y vais a la ciudad de Huete, al convento que en ella ay de vuestra orden, y allí os ordenará vuestro superior lo que aveis de hacer.» Céspedes, lib. II, cap. III.
{10} En los manuscritos de la Biblioteca Nacional (H. 54), Sucesos del año 1621, se halla una tierna carta del papa Gregorio XV, al cardenal duque de Lerma, fecha 22 de agosto 1624: «Hijo nuestro querido (le dice); las buenas obras y oficios con que tan frecuentemente has honrado la silla apostólica, &c.»
{11} En un tomo de manuscritos de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, titulado: Memorial de cosas diferentes y curiosas, se encuentra una larga y curiosísima información que el fiscal don Juan Chumacero Sotomayor, del Consejo de las Ordenes, hizo de las mercedes y donaciones hechas al cardenal duque de Lerma. Ocupa este importante documento desde el folio 21 hasta el 79.– El decreto condenándole en los 72.000 ducados se halla entre los MM. SS. de la Biblioteca Nacional.
{12} Colección general de Cortes, Leyes, Fueros y Privilegios, tomo XXVII. Reinado de Felipe IV. MS. de la Real Academia de la Historia.
{13} Dos fueron los memoriales que en este sentido presentó aquel celoso procurador al rey. Al final del segundo dice: «Este memorial y apuntamientos di a S. M. en audiencia que dio a 24 de noviembre de este presente año de 1622, y le supliqué y pedí por Dios todopoderoso le viese la Real persona, porque importaba a su real servicio y bien público. S. M. le tomó, y dijo que le vería.»
No satisfecho con esto, escribió después un interesante e ingenioso opúsculo titulado: Diálogo entre Rey poderoso, Reino afligido y Consejero desapasionado: que contiene muy saludables advertencias sobre las necesidades del reino y la manera de irlas remediando.– En el mismo volumen antes citado.
{14} Copia de un decreto y orden del Rey N. S. rubricado de su Real mano, para el Sr. Presidente de Castilla, su fecha en el Pardo, a 14 de enero de este año de 1622.– Copia de la forma que S. M. ha sido servido de mandar se tenga en hacer los inventarios, que ha mandado hagan de sus haciendas todos los ministros que han sido y son, rubricado de su Real mano, y fecha en el Pardo a 23 de este mes de enero.– Colección de Cortes, Leyes, Fueros, &c. Volumen XXIII. MS. de la Real Academia de la Historia, fol. 138 a 142.
Forma del inventario que mandó hacer de los bienes de los ministros desde el año 1592 hasta el 1622. MS. de la Biblioteca Nacional, MM. V.
{15} Muchas de estas disposiciones forman parte de la Nueva Recopilación.
{16} El señor Valladares y Sotomayor, que insertó esta Instrucción en el tomo XI de su Semanario erudito, no cree que fuese ni del conde duque de Olivares ni del príncipe del Tigliano, a quien la han atribuido otros, sino del arzobispo de Granada don Garcerán Alvanel, hombre de muchas letras y de gran virtud, maestro que había sido de Felipe IV cuando era príncipe, y a quien este seguía consultando en todos los casos graves.– El conde de la Roca y el embajador de Venecia, autor de la Relación política, afirman haberla por lo menos presentado el de Olivares.
{17} En el tomo XXIX del Semanario erudito se hallan tres importantes documentos relativos a este asunto. Los dos primeros, aunque sin fecha, son indudablemente de los años 23 y 24; el tercero es de 10 de octubre de 1627.
{18} Archivo de la suprimida cámara de Castilla, registros de Cortes, volumen XV, XVI y XVII.
{19} El primero fue el joven letrado don Cristóbal Crespi, de la primera nobleza del reino, y distinguido por su talento, prudencia y cordura; el segundo era don Rafael Alconchel, también persona muy para el caso.
{20} Dormer, Anales de Aragón, MS. de la Real Academia de la Historia, lib. II, cap. III.
{21} Es muy notable esta comunicación, y la vamos a trascribir íntegra:
«Diréis al brazo militar tres cosas con suma brevedad. La primera, que el brazo de la Iglesia y el Real me han servido ya en la conformidad que he propuesto, y ellos no, y que yo sé y estoy mirando a la par lo uno y lo otro, admirándome infinito que personas nobles se hayan dejado ganar por la mano en el servicio de su rey, y siendo yo quien hoy lo es por la misericordia de Dios. Lo segundo, les diréis que he entendido que se propone por algunos en aquel brazo de hacerme donativo de tanto y de una vez; direisles a esto que yo no dejé mi casa, a la reina y a mi hija con la descomodidad que el mundo ha visto para negociar donativos que se consuman en el aire. Por lo que lo dejé todo fue por acudir como justo rey a proveer de defensa firme, segura e igual a todos mis reinos, y al mantenimiento de nuestra sagrada religión en ellos, y que, pues son míos y Dios me los ha encargado, se persuadan de dos cosas: la una que los he de mantener en justicia y obediencia, y la otra que los he de proponer la asistencia que me deben dar para que los defienda porque no tengo con que hacerlo, ni están obligados los otros mis reinos a dar su sangre para esto si ellos no la dan para los otros. Y últimamente que lo que han menester para defenderse lo he de juzgar yo, que soy su rey, y sé que aunque no quieran ellos acudir a lo que tanto les importa, los he yo de guiar y enderezar como verdadero padre y tutor suyo y de todo el reino, que es mío, y no le hay otro que sea legítimo. Lo tercero y último les diréis, que quedo con gran desconsuelo de que haya sido menester advertirles y acordarles mi servicio a los que debieran no tratar de otra cosa ni discurrirla sino obedecer ciegamente a mis proposiciones, y ser agente cada uno de ellos en todos los otros brazos, y que hoy se hallan los nobles de Valencia en el estado que las universidades de Aragón, y muy cerca de hallarse en mucho peor; y que les pido con verdadero amor y paternal afecto que me busquen a priesa mientras me ven los brazos abiertos. Así lo espero de sus obligaciones, y quedo con satisfacción de que con esta diligencia no me ha quedado ya por hacer nada de cuanto ha podido un padre justo y amoroso del bien y recto proceder de sus vasallos y de su enderezamiento.» Dormer, Anales manuscritos de Aragón, lib. II, cap. XI.
{22} El famoso privilegio que en aquel reino tenía el estamento de los nobles de que todo servicio o tributo había de ser votado por unanimidad, o sea nemine discrepante, sin cuyo requisito, y con solo la divergencia de un voto, se entendía no otorgado el servicio, y no podía exigirse.
{23} Dormer, Anales de Aragón, MM. SS. cap. XI al XV.
{24} También merece ser conocida esta carta.– «Los achaques de la reina (les decía) y el aprieto del tiempo me han hecho dejar las cortes de Barcelona empezadas, y deseando haceros luego el sólio hallo lo que el presidente me escribe, que el brazo de las universidades aún no ha venido en mi servicio, habiendo yo bajado de lo que los otros tres brazos hicieron dos meses y medio ha, con que me ha parecido excusar el pasar por ahí; no queriendo dejar de deciros que me hallo muy agradecido de los brazos que habéis venido en mi servicio como lo veréis en cuanto yo pueda favorecer, y ni más ni menos de las universidades que habéis concurrido con mi voluntad y servicio; y en aquellas que no lo habéis hecho os daréis prisa a hacerlo porque no lleguéis tarde; pues hágoos saber que como os tengo por hijos y os quiero como a tales, no os he de consentir que os perdáis aunque lo queráis hacer. Y para considerar lo que os digo, acordaos de la blandura con que os he tratado, y conoced cuán mal habéis pagado y abusado de ella, y espero muy apriesa nuevas que no me falte ninguna, porque con haberos obligado con amor al principio, y ahora con amonestaros, no me queda más que hacer de cuanto debo a Dios y a mi piedad, y también lo será el hacer justicia y encaminaros. Y porque falsamente y con depravada intención habéis persuadídoos que las cartas que os han dado en mi nombre no son mías, os hago saber que lo que me ha movido a escribiros esta ha sido la culpa en que habéis incurrido en no obedecer aquellas, pues la que viérades firmada de mi mano, cuando fuera falsa, os pudiera hacer el mismo cargo por ella que por esta, que está escrita de mi propia mano: engañáis os mucho si creéis que estaré de espacio, porque quiero ser obedecido y más cuando los primeros brazos de este reino os han dado tal ejemplo.– De Cariñena, a 10 de mayo de 1626.– Yo el Rey.» El proceso de las cortes de Barcelona de 1626 se halla en el archivo de la Corona de Aragón, reg. 50.
{25} El comisario Marqués fue llevado en calidad de preso a Calatayud; formósele consejo de guerra, y aunque este tribunal no le impuso castigo, el Consejo Supremo de Aragón le inhabilitó para ascender en su carrera por su debilidad para contener los excesos de los soldados.
{26} Dormer, Anales de Aragón MM. SS, lib. II, cap. XI al XXIII.– Algunos escritores de España (dice con razón este historiador) son dignos de censura por ignorar las materias públicas, y que pudieron haber leído en los fueros que se promulgaron en Aragón y Valencia. Don Gonzalo de Céspedes, en la Historia del rey don Felipe, en pocos renglones comete muchos yerros, refiriendo el congreso de las cortes de Barbastro; y hablando del servicio que los reinos de Aragón y Valencia le concedieron, dice que prometieron largamente lo que jamás podrían cumplir… Estas son sus palabras formales, o por mejor decir, «sus formales descuidos.» Capítulo XXI.