Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro IV Reinado de Felipe IV

Capítulo IV
Interior
Administración: política: costumbres
De 1626 a 1638

Falta de comercio y de industria, y sus causas.–  Pragmática prohibiendo todo comercio con los países enemigos, y sus resultados.– Cortes de Madrid de 1632.– Servicio de millones.– Papel sellado.– Calamidades públicas: inundaciones, peste, incendios.– El de la Plaza Mayor de Madrid.–  Distracciones del rey, fomentadas por el conde-duque de Olivares.– Medios que empleaba este ministro para conservar su privanza.– Abuso de los Consejos.– Muchedumbre de Juntas.– Lujo y frecuencia de las fiestas públicas.– La Inquisición: autos de fe.– Célebre y ruidoso proceso de las monjas de San Plácido de Madrid.–  Costumbres del rey y de la corte.– Galanteos y aventuras amorosas.– Gusto por los espectáculos de recreo.– Comedias.– Nacimiento de don Juan de Austria, hijo bastardo de Felipe IV.
 

Al ver los ejércitos y las armas españolas moverse y operar simultáneamente en Italia, en Alemania, en Francia, en los Países Bajos, en casi todas las naciones de Europa; al ver a España enviar continuamente refuerzos de hombres y socorros de dinero al emperador, resistir y combatir al monarca francés, al rey de Suecia, a los rebeldes italianos y holandeses, a los príncipes protestantes de Alemania, contrariar la política invasora del sagaz e infatigable Richelieu, y ser el alma de las guerras y de los tratados y transacciones entre todas las potencias europeas, cualquiera habría formado la más aventajada idea del poder y de la prosperidad de este reino, y no habría juzgado menos favorablemente de la administración y gobierno del país, y de los que regían sus destinos y disponían de la fortuna de los ciudadanos. Lejos, muy lejos estaba sin embargo de ser tan lisonjera la situación interior de la monarquía.

Desde la expulsión de los moriscos por Felipe III se había hecho sentir en el reino de un modo visible la falta de comercio y de industria; y no solo no hallamos en los primeros años del reinado de su hijo las medidas que eran de apetecer y la necesidad reclamaba para reanimar aquellos dos abatidos ramos de la riqueza pública, sino que los pueblos mismos, sin duda desesperando ya de hallar protección y amparo en los que manejaban las riendas del gobierno, dirigían representaciones a sus obispos y a sus curas sobre la miseria que por falta de fábricas los estaba aquejando{1}: reclamación singular, que demuestra las ideas que en aquel tiempo dominaban, cuando se recurría al clero para el remedio de cosas tan ajenas de su cargo.

El conde-duque de Olivares, con la mejor intención sin duda, hizo expedir al rey una pragmática prohibiendo absolutamente todo comercio con los países enemigos o rebeldes, y mandando confiscar todos los frutos, mercaderías y artefactos que de ellos viniesen, inclusos los navíos, de cualquier procedencia que fueran. Y como estábamos en guerra con casi toda Europa, resultó que España quedó aislada mercantilmente de casi todas las naciones europeas. Primeramente se prohibió la introducción de todo artículo elaborado en los reinos y estados dependientes del rey de Inglaterra y en las Provincias Unidas de Holanda (16 de mayo, 1628). Después se extendió la prohibición a las mercaderías que vinieran de Francia y de los estados rebeldes de Alemania (31 de agosto, 1630). Y por último se mandó que los artefactos y géneros procedentes de Flandes y de los estados aliados o amigos, además de las muchas formalidades que allá habían de observarse para certificar que habían sido fabricados allí y no en otra parte alguna, se sujetaran a la visita y escrupuloso reconocimiento de los veedores del contrabando, sin cuyo requisito y patente no se podrían meter tierra adentro, y se habían de dar por de comiso (23 de marzo, 1633), con cuyo objeto se estableció en 1632 un nuevo consulado{2}). Designábase en estas reales cédulas nominal y minuciosamente todos y cada uno de los artículos cuya importación se prohibía, comprendiendo en ella no solo los objetos de lujo, sino las producciones y frutos alimenticios de toda especie, las telas y adornos de vestir, de lana, de seda, hilo, algodón u otra cualquier materia, los del menaje de las casas, y en general los del uso común de la vida, útiles, enseres e instrumentos de industria y de artes, fuesen de madera, hierro, cobre, estaño, acero, oro o plata, y en una palabra, todo género de manufacturas y artefactos desde los más humildes hasta los de más ostentación y lujo{3}.

Estas medidas, que hubieran podido ser convenientes si se hubieran combinado con otras encaminadas al fomento de la industria nacional, no hicieron sino acabar de matar el poco comercio exterior que había, y privar a los naturales de los recursos y medios de proveer a las necesidades más perentorias de la vida, ya que las fábricas y talleres del reino no los suministraban.

Otras medidas económicas tomó el de Olivares, tales como la de reducir a la mitad la moneda de vellón{4}, y la de la tasa o precio fijo a que se obligó a los labradores a vender el trigo, la cebada y otras semillas y cereales{5}. Por la primera venía a reconocerse y enmendarse el error anteriormente cometido de doblar el valor de la moneda de vellón: con la segunde se volvía al fatal sistema de la tasa, tan funesto a la agricultura y tan contrario a la libertad de comercio, derogándose con ella la ley de 1619, y otros privilegios otorgados en beneficio de los labradores.

La escasez de los recursos interiores para atender a los gastos de tantas guerras obligó al rey a pedir nuevos y grandes subsidios a las cortes que había convocado en Madrid (febrero, 1632), de regreso de un viaje a Valencia y Barcelona, donde había dejado por gobernador al cardenal infante don Fernando. Primeramente fue reconocido y jurado en estas cortes (7 de marzo) como sucesor y heredero de los reinos de España el príncipe Baltasar Carlos, cuyo nacimiento (27 de octubre, 1629) había sido celebrado con júbilo por todos los españoles, que siempre y en todos tiempos han solemnizado con verdadera alegría la sucesión varonil de sus reyes. La necesidad de pedir recursos a las cortes era tal, que poco tiempo antes para poder atender a los gastos de la guerra se había visto precisado el conde-duque a recurrir a la generosidad de los particulares en demanda de algunos auxilios de una manera poco decorosa{6}: el cardenal de Borja había socorrido al rey con cincuenta mil escudos de sus beneficios y pensiones, y los grandes del reino levantaron regimientos, que mantenían a su costa. A pesar de esto los procuradores anduvieron muy reacios en otorgar al monarca los grandes subsidios que les pedía, diciendo que no era justo empobrecer al reino por enviar sumas inmensas al emperador para sostener en Alemania una guerra tan inútil como ruinosa. Sin embargo se ofrecieron a servirle con lo que pudieran para ocurrir a las más urgentes necesidades, al modo que le servían también Aragón, Portugal, Flandes y los Estados de Italia, en especial Nápoles y Sicilia.

Así, después de muchas dificultades, acordaron las cortes en 1634 otorgarle un servicio de seiscientos mil ducados cada año, que habían de salir principalmente del derecho de sisa que se impuso a varios artículos de consumo, y que pudiera vender sobre ellos hasta doscientos mil ducados de juros. La administración y cobranza del nuevo impuesto se encomendó a la comisión de la administración de millones{7}. A esto hay que añadir otros seiscientos mil ducados anuales que al fin del año 1633 concedió el papa Urbano VIII sobre las rentas eclesiásticas de España, y la cruzada para el reino de Nápoles, que importaba más de otros cuatrocientos mil, todo a título de las guerras que el rey católico sostenía{8}.

Otra de las rentas o impuestos que le fueron concedidos al rey Felipe IV con aplicación al servicio de millones fue la del papel sellado. Esta contribución, uno de los tributos a que más fácilmente se fue acostumbrando el pueblo español, y que se mantiene en nuestros días con no pocos aumentos que sucesivamente y en diferentes épocas ha ido recibiendo, comenzó a regir por primera vez en España por real pragmática de 1636, en la cual se prescribía que todos los títulos y despachos reales, escrituras públicas, contratos entre partes, actuaciones judiciales, instancias y solicitudes al rey y a las autoridades, y otros documentos, se hubieran de escribir necesariamente en papel de sello, del cual se hicieron cuatro clases, y en todas ellas se habían de estampar las cuentas reales{9}. Mas a pesar de estos impuestos y arbitrios, ni las rentas podían alcanzar a cubrir los enormes gastos de tantas guerras, ni se daba de mano a las guerras porque consumieran la sustancia de los pueblos, y más que hubieran podido dar.

Agréguese a esto las calamidades públicas con que la Providencia quiso afligir a España en el período de estos años. En el invierno y primavera de 1626 cayó en tanta abundancia el agua y la nieve, que saliendo casi todos los ríos de madre inundaron y estragaron campiñas y poblaciones, derribando casas, y ahogando y arrebatando gentes y ganados. Cuéntase que la subida del Tormes destruyó quinientas casas y doce iglesias, y que el Guadalquivir, cuya crecida duró cuarenta días, arruinó hasta tres mil casas, y llevó tras sí multitud de ganados y de personas; a lo cual siguió el hambre, y las enfermedades ocasionadas por la infección del aire y de las aguas corrompidas de los pantanos. Otra calamidad semejante afligió en 1629 a Granada, y mientras allí un terremoto devoraba hombres y edificios, la corte de Madrid celebraba con lujosas mascaradas y otras fiestas el bautizo del príncipe Baltasar Carlos y la salida pública de la reina a misa. En 1630 un voraz incendio consumió más de ciento veinte casas de San Sebastián. Y el 7 de julio de 1631 sucedió el famoso incendio de la Plaza Mayor de Madrid, que duró más de tres días, y que redujo a cenizas la manzana de casas que corresponde a la calle de Toledo y a la Imperial. El espectáculo era tan horroroso, que se hizo llevar el Santísimo de las tres parroquias contiguas, Santa Cruz, San Ginés y San Miguel, y todas las imágenes de Nuestra Señora que había en la corte: en los balcones de las casas que hacían frente al fuego se construyeron altares, en los cuales se celebraron muchas misas. Era general la consternación.

Pero esto no impidió para que el 25 de agosto, a presencia de las ruinas casi humeantes todavía de aquella lastimosa catástrofe, se corrieran toros y cañas en la misma plaza, asistiendo el rey con toda la corte. Y lo que fue peor, que estando en la fiesta se prendió fuego en una casa, con lo cual las gentes, de antes asustadas ya, se atropellaban por querer salir, originándose varias desgracias; mas no por eso se movió el rey de su asiento, y continuó la diversión como si nada hubiera ocurrido. Por último, en 1636 estalló otro incendio en las caballerizas de S. M. y se quemaron todos los tiros de caballos y muchas mulas{10}.

El conde-duque de Olivares, que como dijimos en otro lugar, tenía de tal manera cautivado el corazón del joven monarca que en el vulgo llegó a cundir y aun a creerse la especie de que le daba hechizos, cuidaba de lisonjear las pasiones del rey, proporcionándole todas las diversiones y placeres a que le veía inclinado, entreteniéndole con fiestas públicas, con bailes, comedias, ejercicios de caza, y otros menos honestos, con lo cual conseguía el doble objeto de mantenerse en su gracia y dominar su voluntad, y el de inspirarle cierta aversión a los negocios y ocupaciones del gobierno, confiándolos al ministro favorito, creciendo de este modo la influencia del duque y ensanchándose su poder y autoridad. Estos eran los verdaderos hechizos que empleaba, y esta la razón de ver al rey entregado al solaz y al recreo y mostrándose como indiferente a las públicas calamidades. No faltaba maña y habilidad al conde-duque para ponderar al rey su celo y su trabajo, y para hacerle apreciar y agradecer sus servicios, aparentando no tener otro fin que aliviar al monarca de la pesada carga del gobierno.

A este propósito solía presentarse al rey con el sombrero lleno de memoriales; del pecho y de la cintura sacaba innumerables consultas; cuando salía de paseo llevaba libros y cartapacios con los registros de los negocios, y hacía alarde de levantarse antes del día y trabajar a la luz de la vela, todo lo cual traía al rey tan asustado de la tarea de gobernar como admirado de la laboriosidad y de la expedición de su ministro.

Y como viese que muchas veces los consejos y tribunales se oponían a sus proposiciones y designios, discurrió debilitar la autoridad de aquellas antiguas y respetables corporaciones sometiendo los puntos principales de gobierno a juntas extraordinarias y especiales, formadas de personas de su confianza, no con el carácter de permanentes, sino que se disolvían y juntaban cuando la necesidad o la conveniencia a su juicio lo exigían, reemplazando de esta manera las sesudas deliberaciones de aquellos cuerpos consultivos independientes y sabios con los desautorizados dictámenes de gente muchas veces incompetente e indocta, y sustituyendo la multiplicidad, el desorden y la confusión, al orden y a la unidad{11}.

Respecto a los consejos mismos, so pretexto de que la publicidad dañaba a la libertad en la emisión de las opiniones, inventó que en adelante cada consejero diese su dictamen en secreto y por escrito, y firmado y sellado se llevara a S. M. para la resolución. Y como el rey no gustaba de leer y examinar tanta multitud de papeles, entregábalos al ministro, el cual por este medio conocía las opiniones de los consejeros, y la deliberación que sobre cada asunto aconsejaba al rey, y la resolución que el rey por su consejo tomaba aparecía al público como el resultado de la pluralidad de votos. Con este artificio, que tardó en descubrirse, estuvo mucho tiempo suplantando los informes de los cuerpos superiores del Estado y ejerciendo una especie de autoridad suprema.

De modo que aquellos consejos, que Carlos V llamaba el alma del gobierno, Felipe II el brazo real, y Felipe III el descanso del rey, en tiempo de Felipe IV eran el instrumento inocente sobre que levantaba la máquina de su poder un ministro.

La dureza con que se vengaba y hacía sentir el peso de su indignación sobre los grandes y poderosos que se atrevían a desobedecerle y resistir su voluntad, llegó a tenerlos acobardados y sumisos. No pudiendo sufrir competencia ni rivalidad en el favor ni en el mando, ya hemos indicado los ardides que empleó para separar del lado del rey a los mismos infantes sus hermanos don Fernando y don Carlos. Al primero consiguió alejarle dándole sucesivamente los gobiernos de Cataluña y de las provincias flamencas: al segundo, que era igualmente hombre de penetración y de seso, logró también irle apartando de los negocios, y aun logró impedir que se casase por temor de que apoyado en algún príncipe extranjero intentase algunas novedades. Sentido el infante de verse así tratado, cayó en una profunda melancolía, que degeneró en enfermedad, de la cual sucumbió a la edad de veinte y cinco años (1632), con general sentimiento del reino, porque era apreciado y querido de todos por su talento, su piedad, su carácter y sus virtudes{12}.

Otra fue la conducta del conde-duque con la infanta doña María. Como la influencia de esta princesa no le era temible, tampoco tenía interés, ni le mostró en impedir su concertado matrimonio con el rey de Hungría. Portador del convenio y agente de las bodas fue el príncipe de Guastala, embajador de aquel soberano, que con este objeto vino a Madrid en 1629, haciendo su entrada con lujoso séquito de caballeros de aquel reino vestidos de gran gala. Pero no fue menor el boato con que la grandeza de España salió a recibirle, ostentando todos en sus trajes y en sus trenes tal gallardía y esplendor, que como dice un escritor testigo de vista, «parecía Madrid otra India.» A fines de aquel mismo año partió la nueva reina de Hungría para aquel reino: acompañáronla hasta Zaragoza sus hermanos el rey y los dos infantes, y embarcada la reina a principios del siguiente (1630), volviose el rey con don Carlos a Madrid, quedándose el cardenal infante don Fernando de gobernador del principado de Cataluña.

En 1633 encomendó el rey el gobierno y virreinato de Portugal a la princesa Margarita de Saboya, viuda del duque de Mantua Vicente de Gonzaga; bien que con precisas instrucciones, y con expreso mandamiento de que siguiera en todo los consejos del marqués de la Puebla, hombre que gozaba reputación de prudente y hábil, y con cuya consulta y acuerdo habían de determinarse todos los negocios. Ocasión tendremos más adelante de ver, cómo había estado hasta entonces, y cómo estuvo gobernado después aquel reino, nuevamente incorporado a la corona de Castilla.

Parecía que con el rigor y los castigos empleados por Felipe II contra los pocos españoles infectados de la herejía luterana, y con la expulsión completa y total de los moriscos realizada por Felipe III, no habría debido quedar en el reinado de Felipe IV a la Inquisición española sobre quien ejercer su poder tremendo, puesto que debió quedar el suelo español, y así fue en efecto, casi limpio de judíos, mahometanos y herejes. Mas a consecuencia de la unión de Portugal con Castilla habían venido a establecerse y domiciliarse en este reino, con título de médicos, mercaderes y otras profesiones, multitud de familias portuguesas de origen judaico, y en ellas encontró el Santo Oficio materia y pábulo a sus agentes y ministros, y gente a quien procesar y hacer sentir sus terribles fallos. Bien que a falta de delitos de herética pravedad, primitivo y único objeto de su instituto, ya se había discurrido, en lugar de suprimir su jurisdicción por innecesaria o por invasora, extenderla a otra clase de pecados, tales como la poligamia, la blasfemia, la hechicería, la magia, y otros semejantes: y aun en el reinado que nos ocupa se amplió esta jurisdicción hasta el punto de facultar a los inquisidores para conocer en las causas de contrabando, principalmente en el de extracción del reino de la moneda de vellón.

Así se comprende la frecuencia con que se repitieron en este reinado los autos de fe. Al confesor fray Luis de Aliaga había sucedido en el cargo de inquisidor general (1621) don Andrés Pacheco; al cual reemplazaron después sucesivamente el cardenal don Antonio Zapata (1626), y el confesor del rey fray Antonio de Sotomayor (1632). Felipe IV, cuya exaltación al trono había sido solemnizada, como la de su abuelo, con un auto de fe, no podía extrañar ver reproducidos estos espectáculos en su reinado, bien que no fuesen ya tan frecuentes como en los de sus antecesores. Los autos más notables en el período que ahora examinamos fueron, el de Madrid en 1626{13}; el de Córdoba en 1627, en que hubo ochenta y un reos{14}; otro en el mismo año en Sevilla, que se tuvo en el convento de San Pablo el Real{15}; otro que se celebró en la misma ciudad el 30 de noviembre de 1630, con cincuenta reos, de los cuales ocho fueron quemados en persona, seis en estatua, treinta reconciliados, y seis absueltos ad cautelam{16}; uno general que hubo en Madrid el 4 de julio de 1632, y al cual asistieron el rey y las personas reales, y otro también general en Valladolid en 1636, en el cual se empleó un nuevo género de tormento o suplicio, que fue clavar la mano de algunos reos en una media cruz de madera en tanto que se hacía relación de su proceso y se leía su sentencia{17}.

Fuera de estos autos de fe generales y públicos, hubo además otras causas particulares de Inquisición notables por las personas que figuraron en ellas. Tal había sido la de don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, acusado al tribunal de haber dado encantos y hechizos al rey Felipe III para seguir dominando su voluntad, cuyo proceso interrumpió su suplicio en la plaza de Madrid. Tal fue la del confesor del rey e inquisidor general fray Luis de Aliaga, que después de su caída fue delatado a la Inquisición por proposiciones sospechosas de luteranismo y materialismo. Y tal fue por último la que más adelante se formó al mismo conde-duque de Olivares, acusado de creer en la astrología judiciaria; lo que prueba que los procesos inquisitoriales eran el recurso ordinario que se empleaba para perseguir a todos los personajes caídos.

Pero hubo en este tiempo otra causa de Inquisición más ruidosa y célebre que todas las que hemos mencionado, por la clase de personas que como actores y reos fueron en ella comprendidas, por la naturaleza de los delitos, y por el escándalo que durante mucho tiempo produjo en la corte y en toda España. Nos referimos al famoso proceso de las monjas de San Plácido de Madrid.

Era confesor y director espiritual de este recién fundado convento de la orden de San Benito, el monje fray Francisco García Calderón, natural de Barcial, en la Tierra de Campos, obispado de León, hombre reputado por docto y santo entre los religiosos de su orden; el cual hacía años dirigía el espíritu de doña Teresa de Silva, primera priora, a la edad de veinte y seis años, de aquella comunidad, compuesta de treinta monjas todas al parecer virtuosas, y que habían profesado por libre vocación. Mas luego se observaron en una de ellas tales acciones, gestos y palabras, que el fray Francisco la declaró energúmena, y como tal la conjuró (8 de setiembre, 1628). A los pocos días sucedió lo mismo a otra: a poco tiempo apareció igualmente poseída la priora doña Teresa, y al fin de aquel mismo año se tuvo por endemoniadas a veinte y cinco de las treinta monjas. Una comunidad de treinta mujeres consagradas a Dios y poseídas casi todas del demonio era un suceso demasiado extraordinario, a más de los casos extraños que se contaban, para que dejara de llamar la atención general y excitar el asombro público, y producir consultas con los hombres más sabios y respetables. El fray Francisco exorcizaba todos los días el convento, y llegó a tener la custodia en rogativa en la sala de labor de la comunidad. Mas no por eso dejaban los malos espíritus de seguir apoderados de las monjas. Había uno que llamaban Peregrino, el cual decían que era el jefe de los otros demonios, y al que todos obedecían.

A los tres años de esta singular ocurrencia tomó mano en el asunto el tribunal de la Inquisición, comenzando por llevar a las cárceles del Santo Oficio al director, a la priora y a otras de las energúmenas (1631). Instruyose el correspondiente proceso, y después de muchas informaciones, actuaciones y recursos, recayó sentencia (1633), que pronunció don Diego Serrano de Silva, condenando al fray Francisco a reclusión perpetua, privación de celebrar y de ejercer ningún cargo, ayuno forzoso a pan y agua tres días a la semana, y dos disciplinas circulares, una de ellas en el convento que se le designaría para la reclusión. Se le habían dado tres tormentos cruelísimos, y abjuró de vehementi.

Esta sentencia (cuya copia tenemos a la vista), y las penas que en ella se impusieron, fueron a no dudar suavísimas respecto a los enormes delitos de que se acusó y que le fueron probados al director espiritual de las monjas. Resulta de este documento que el fray Francisco García, sobre los cargos que se le hicieron de errores y proposiciones heréticas y de ser de la secta de los alumbrados, había cometido crímenes de inmoralidad horribles. Probósele que, siendo confesor de una mujer seglar reputada por doncella, no solo la había solicitado en el acto de la confesión, sino que después y por mucho tiempo había hecho con ella una vida obscena, cuyos pormenores, que en la sentencia se expresan, no permite el pudor reproducir; siendo lo más criminal que entretanto aquella mujer comulgaba todos los días, y su confesor la hacía pasar a los ojos del público por santa. Muerta aquella mujer, el fray Francisco la hizo enterrar honoríficamente, atavió su cadáver con ropas de seda y otros adornos, dejó en el sepulcro un lugar que había de servir para su cuerpo cuando él muriese, y traía la llave del ataúd colgada al cuello. De cuando en cuando visitaba y abría la sepultura, le ponía epitafios latinos en que la llamaba «la amada de Dios», le daba el mismo epíteto en los sermones, exponía su cuerpo a la veneración, repartía sus vestiduras por reliquia, daba algunas cintas de ellas a las personas reales como remedios para recobrar la salud, sacó un breve del nuncio para que se hiciese información de la santa vida y costumbres de aquella mujer, y por último la expuso al culto público y hacía leer un librito que se compuso de su vida.

A estos enormes sacrilegios añadía el de la doctrina que enseñaba, a saber: que las más repugnantes deshonestidades no eran pecados cuando se hacían en caridad y amor de Dios, antes disponían a mayor perfección. Con esta doctrina fue persuadiendo a las vírgenes del claustro que espiritualmente dirigía a que ejecutaran todo género de liviandades, lo cual, decía, no era perder la gracia, sino tratarse amigablemente como los santos en el cielo; hacíales que le llamaran de tú, y él las acariciaba con los nombres de «mis reinecitas,» de «cedros,» de «monte Líbano,» de «rosicler, flor de la luz», y otros del lenguaje de la Iglesia y de la Biblia, llamando a aquel trato obsceno, «unión, unidad, suavidad.» El artificio con que quiso encubrir aquellas criminales comunicaciones, haciendo pasar a las monjas por energúmenas o inspiradas por el demonio, era ciertamente diabólico, y conducía a otros fines que él se había propuesto.

Publicando y haciendo circular como pronósticos los embustes que salían de la boca de las poseídas, anunciaba entre otras cosas que con la reformación de aquel convento desterraría Dios del mundo a los demonios, que algunas de aquellas religiosas recibirían el don de lenguas y el verdadero espíritu de Cristo y de los apóstoles, y que esta obra sería la consumación de la primera redención. Por medio de unas palomas que criaban en la sala de labor habían de predecir cuándo salieran a predicar por el mundo, que muerto el sumo pontífice, le sucedería cierto cardenal, y que el sucesor de éste sería el fray Francisco, el cual congregaría un concilio donde se interpretaría y aclararía lo oscuro del Apocalipsis, con otras muchas invenciones que sería largo enumerar. Y como les persuadía que cuanto más poseídas estuvieran del demonio habían de ser después más estimadas de Dios, blasonaba cada cual de más energúmena con la esperanza de alcanzar más gracia. Estas y otras muchas no menos absurdas profecías las apoyaba en revelaciones que decía haber tenido en la misa y en otros actos de su sagrado ministerio.

Consta también por la sentencia, que solía este famoso monje aplicar su rostro al de ciertas personas accidentadas, haciendo creer que con este contacto misterioso las reanimaba y volvía la salud. En los cuadernos escritos que se le encontraron predecía muertes violentas a algunas personas reales, y que otras, desengañadas del mundo, entrarían en la orden de San Benito, que era la suya, con cuyas riquezas se había de hacer la única del orbe. Hiciéronle cargo los inquisidores sobre todos estos y otros muchos capítulos, de los cuales unos confesó y a otros contestó con excusas débiles y poco propias para satisfacer a los jueces, tales como no haber creído ni enseñado nada contra la fe, no haber obrado con mala intención, que de los actos a que había excitado a las monjas decía lo que enseñaban los santos padres, que carecían de culpa cuando no eran libidinosos, y otras semejantes interpretaciones. Por eso dijimos que la sentencia fue excesivamente suave atendida la enormidad de los crímenes del fray Francisco, que de los autos resultaban y del escándalo que debieron producir. A las monjas se les impusieron diferentes penitencias y se las distribuyó en varios conventos: a la priora se la desterró por cuatro años, privándola por igual tiempo de voz activa, y de la pasiva por ocho.

Mas habiendo vuelto la prelada doña Teresa a su convento de San Plácido, y observado en él una conducta ejemplarmente virtuosa, moviéronla a que entablara recurso al consejo de la Suprema pidiendo se viera nuevamente su causa, a fin de vindicar, no solo su honra, sino la de todas las monjas y la de la orden de San Benito. Por más que pareciese poco asequible que el Consejo supremo revocara el primer fallo del tribunal, a influjo del protonotario de Aragón y del mismo conde-duque de Olivares le fue admitida la apelación. Exponía entre otras cosas la prelada, que la anterior sentencia había sido una intriga y una venganza de otro monje benedictino, fray Alonso de León, resentido de fray Francisco García, de quien había sido antes muy amigo; y que el consejero Serrano, instigado por el fray Alonso, había hecho escribir las declaraciones de las monjas a su manera, y aquellas por aturdimiento y por miedo habían firmado cosas muy diferentes de las que habían dicho. Es lo cierto, que abierto de nuevo el juicio y examinadas con más detención y escrupulosidad las pruebas, resultó de esta segunda vista que ni las monjas habían sido tales energúmenas ni alumbradas, ni nunca el fray Francisco había estado a solas con ninguna de ellas fuera del confesonario: e instruida la causa por diez calificadores nombrados por el consejo, el inquisidor general y los del consejo de la Suprema pronunciaron sentencia absolutoria (2 de octubre, 1638), y declararon que ni las prisiones ni la sentencia anterior debían perjudicar al buen nombre, crédito y opinión de las religiosas, ni al de su orden y monasterio, de cuyo auto se mandó dar cuenta al rey y a Su Santidad{18}.

Tal fue el término que felizmente tuvo el famoso proceso de las monjas de San Plácido de Madrid, que por espacio de muchos años no pudo dejar de ser el escándalo y la murmuración de la corte y de todo el reino. Nosotros, por honra de la religión y desagravio de la moral, nos complacemos en creer que serían inexactos y calumniosos los vicios, los desórdenes, los crímenes, los actos de repugnante y abominable inmoralidad que en la primera causa y sentencia el tribunal de la Inquisición manifestó haberse probado al monje fray Francisco García y a las religiosas benedictinas de la Encarnación o de San Plácido, y que el segundo fallo absolutorio del Santo Oficio fue el fundado en la verdad y en la justicia. Pero si esto fue así, aflígenos y nos estremece pensar que hubiera monjes, sacerdotes e inquisidores capaces de inventar, por satisfacer una venganza, delitos tan nefandos y enormes como los que atribuyeron a una comunidad de religiosas y a su confesor y director espiritual. Menester era una maldad muy refinada y un corazón muy depravado para discurrir tan atroces calumnias y revestirlas con todas las apariencias legales de verdad.

Entre estos sucesos, los autos de fe, y los espectáculos y fiestas profanas, a que eran tan dados el rey y su valido, traían alternativamente entretenida y alimentada la curiosidad de la corte. Los galanteos y las aventuras amorosas del rey, y de que, al decir de los historiadores contemporáneos, tampoco había estado exenta la reina{19}, aventuras y galanteos que el ministro favorito fomentaba, y de que solían ser teatro, ya los jardines del Buen Retiro, ya los regios aposentos, y ya otros lugares aún más dignos de respeto: se habían hecho, como natural consecuencia del espíritu de imitación, el gusto y la ocupación de los caballeros cortesanos, que todos a porfía en los festejos públicos gastaban sumas considerables en galas, y en obsequios y presentes a las damas que hacían objeto de sus amores. Estas fiestas se celebraban y repetían al nacimiento de cada príncipe o infanta, al recibimiento de cada embajador, y muchas veces con el motivo o pretexto más leve, y duraban y se prolongaban días y días. Húbolas en que se gastaron muchos millones, en tanto que carecían del preciso sustento los guerreros españoles que estaban derramando su sangre en casi todas las regiones de Europa por conservar la fama y la grandeza del reino, o por sostener una guerra a que los comprometía la temeridad indiscreta del rey o el orgullo ofendido del ministro privado.

Uno de los espectáculos de recreo que más en boga se pusieron en este reinado, además de las cañas y toros, y de los bailes y mascaradas, y otras mojigangas y farsas, fueron las comedias, que casi proscritas en los anteriores reinados, se hicieron en éste la diversión favorita del rey, de la corte y del pueblo. Así es que prosperó el arte de una manera maravillosa, dedicándose a la composición dramática los caballeros principales, y aun se sabe que el rey mismo hizo sus ensayos de autor. Representábanse comedias, no solo en los coliseos, que llamaban entonces corrales, no solo en palacio y en las casas de los grandes, sino en las calles y en las plazas, y hasta en los conventos, bajo la forma de autos sacramentales. Los caballeros cortesanos, sin exceptuar al mismo rey don Felipe, solían encontrarse en los aposentos de los cómicos y en amistosa familiaridad con ellos. Partía el ejemplo del rey; y de estos tratos familiares y desdorosos del monarca español con una de las cómicas más aplaudidas, llamada María Calderón, resultó venir al mundo el hijo bastardo del rey, a quien, como al ilustre bastardo de Carlos V, se puso el nombre de don Juan de Austria, y del cual se nos ofrecerá decir mucho en adelante.

Tal era la fisonomía interior de España, en política, en administración, en la moral y en las costumbres, en tanto que en lo exterior medíamos todavía nuestro poder y se hacían los últimos esfuerzos para mantener el honor de nuestras armas ante las naciones de Europa.




{1} «Discurso político, económico y moral, a los señores arzobispos, obispos y demás eclesiásticos, seculares y regulares, que los habitantes de sus obispados hacen, representándoles su ruina y pobreza, no teniendo en qué trabajar para ganar su sustento y el de sus familias, habiéndose perdido las fábricas y maniobras del reino.» Biblioteca de Salazar, varios, tomo 61.

{2} Hállanse estos documentos en la Colección de Cortes de don José Pérez Caballero, y en el Tratado de Contrabando de don Pedro González de Salcedo.– Colección general de cortes, leyes y fueros, MSS. de la Real Academia de la Hist., t. 27.

{3} Es curiosísimo y útil además para conocer los artículos y objetos de toda clase que en aquel tiempo se usaban en España para las diferentes necesidades de la vida, el siguiente catálogo de las mercaderías prohibidas. «Y para que se tenga entendido (dice el art. 4.º de la pragmática) los géneros de mercaderías que entran en esta prohibición son las siguientes: Holandas en crudo y blancas, y enrollados de lino y todo género de lencería contrahecha a las que se labran en los estados obedientes: –cambrais claros y batistas, que por otro nombre dicen olanes: –mantelerías de toda suerte y servilletas: –telillas de todos géneros: –motillas: –borlones: –felpas de hilo, algodón y listadas de seda, oro o plata: –anascotes negros y blancos: –bayetas que se tiñen y aderezan en los estados obedientes: –fileiles o baratos de todos géneros y colores: –albornoces llanos de colores y otras suertes: –tapicerías de todas suertes, y cojines: –terciopelo de tripa, estadas y otras obras que contrahacen a los de Lila y Tournay: –telillas de monte de colores abigarradas: –presillas que se labran con hilo de estopa: –puntas y encajes de hilo o seda: –costalufas de hilo, algodón, seda, oro y plata; –buracafes de hilo y lana: –cotonías: –mesolinas de todas suertes: –picotes de todo género: –cintas blancas de todas suertes y colores de hilo y estambre: –cintas clavadas que llaman escharascas, y todo género de agujetas: –tafelanes y terciopelados de todas suertes: –calzas de lana de todo género: –botones de hilo, seda y cerda de todas suertes: –bocacies y esterlines: –carpetas finas: –sobremeses de Tournay: –cueros de ante y de vacas adobados: –chamelotes de todo género: –dubliones de todas suertes, estameñas y gamuzas de toda suerte: –hilo fino y aderezado blanco al uso de Portugal, y de otra cualquier suerte: –hileras de todas calidades blancas: –hilo de coser de sastres, negro y de todos colores: –hilo de cartas: –pasamanos de hilo o estambre, seda, cadarza u otras, o mezclado: –obras labradas de estambre o hilo de lana, pasamanos bordados de seda, sobre raso y otras cosas: –rayaletes de todos géneros: –toquillas de sombreros de todas suertes y calidades: –ticas para colchones de pluma o lana: –clavazón de talabartes y pretinas de todas suertes: –clavazón de todas suertes de fierro y metal y demás herramientas hechas de lo mismo: –corchetes de todas suertes: –cobre rojo labrado: –calderas en vasos de cobre amarillo y bacinicas contra hechas de los dichos estados, y Aquisgrana:  –alfileteres de todas suertes: –cera reundida: –cera blanca: –hilo de hierro, acero, alambre de todo género: –hilo de conejo y de otros metales: –alfombras contrahechas a la de Turquía: –almohadillas: –cuchillos de Boulduque: –cizalla:  –campanil rompido y entero: –campanillas de metal, cerdas de zapatero de todas suertes: –cascabeles de todas suertes y metales: –candados de todas suertes: –calzadores de todos géneros: –candeleros de todo género: –damasquillos de hilo y demás calidades: –escobillas y cepillos de todo género: –hojas de espada y daga, puños y guarniciones de ella: –oro o plata para dorar: –oropel de toda suerte: –puños de lanas, brocas de zapatero y tenaza, braseros de todo género: –balanzas de todo género: –chiflos de toda suerte: –cañones de toda suerte: –cofres de toda suerte: –calentadores: –cuerdas de arcabuz, cuerdas para instrumentos: –sartenes de fierro de todas suertes: –sierras de todas suertes: –tenazas y palos de todo hierro y metal y palo: –abalorio de todo género: –estaño labrado de todo género y para estañar: –estampas en papel de toda suerte: –espejos de toda suerte, escritorios y escribanías de toda suerte: –especería de la India y otras mercaderías que no vienen para Portugal: –justanes y miranes, libros de memoria, limas de todas suertes: –latón en rollo: –máscaras de toda suerte: –marfil rayado de toda suerte: –hojas de cuerno para hacer linternas: –plomo labrado de todo género: –lienzos pintados a olio y al temple: –lino de toda suerte: –polvos azules y esmalte: –pesos de marcos de todo género: –rasos falsos contrahechos a los de Brujas: –rosarios de toda suerte: –relojes de toda suerte: –ruedas de todo metal: –rosas de tachuelas: –albayalde y ararcón: –almidón: –cucharas de palo grandes y pequeñas, y platos de palo: –engrudo que por otro nombre dicen cola: –estuches: –frascos de cuernos de todas suertes: –figuras de bulto de todas suertes:  –aceite de linaza: –hueso labrado de toda suerte: –pelo de camello: –sillas de todas suertes, instrumentos de todas suertes: –velas de sebo: –baquetas: –simiente de repollo: –pelotas de toda suerte: –arenques de todo género: –quesos de todo género: –manteca: –navíos fabricados en las islas rebeldes: –xarcia de todo género: –mercaderías que vienen de Inglaterra o de otras provincias sujetas a aquel rey que son las siguientes: –bayetas de cien hilos, ochenta, sesenta y ocho, sesenta y cincuenta y cuatro, y estas se conocen por los plomos que traen en la cola: –otras bayetas de gallo que lo traen pintado: –item otras medias bayetas de colores más angostas: –perpetuanes blancos y negros de todos colores anchos y angostos: –imperiales de colores y negros, o imperialetes:  –cariseas de todos colores de toda cuenta de vara y tercia de ancho: –cariseas más angostas que llaman cuartillas: –otro género de cariseas de colores de muchas suertes: –cariseas de Norte, género conocido: –parangones de cordoncillo de todos colores: –paños de ciudad o Londres que llaman paños contrahechos, o veinte y cuatrenos de colores: –paños de belartes finos y del curchirillos: –becerros de Irlanda y toda la provincia, bacas curtidas de diferentes suertes: –becerros gamuzados; –lienzos de Escocia que su fábrica es conocida en el curar, bruñido y cal: –guingaos bastos, piezas de cuarenta y treinta y nueve varas que parecen presillas brumadas y de estos tienen vastos y delgados, que son lienzos de Silesia, los curan allí y se conoce su carence y fábrica aricage y suerte y lienzos como gingaos: –bombasies dobles de colores finos, otros medios paños que llaman cuartillas: –villages que tienen catorce y quince varas: –anascotes contrahechos, anascotes de señoría: –mantecas de Inglaterra: –cera, sebo de Inglaterra, que se lleva allí de Holanda y otras partes: –cecina en barriles que es de Irlanda: –barriles de salmón: –medias de dos y tres hilos de colores y negras, de mujeres, niños y muchachos: vienen por Inglaterra enrollados finos de diez varas que agora llaman bretañuelas: vienen asimismo manquetas de Holanda, otro género de telillas: –estopillas anchas y angostas: –medias de carisea adocenadas, medias de gamuza: –estaño en barriles pequeños: –platos de estaño que llaman peltre: –plomo de Bristol, otro plomo barras grandes: –guserones: –medias de estameña, &c.»

{4} Real cédula de 16 de mayo de 1627.

{5} Pragmática de 11 de setiembre de 1628.

{6} Orden para la contribución de los ministros y personajes acomodados de la corte: MS. de la Biblioteca Nacional.– Súplica que hizo a todos sus reinos para que le acudiesen con los posibles donativos: MS. Ibid.

{7} Registros de Cortes, en el Archivo de la suprimida cámara de Castilla, volumen XX.– Escritura que el reino otorgó de los medios elegidos para la paga de los seiscientos mil ducados en cada año, &c. Colección de cortes de don José Pérez Caballero, Cortes de 1634.– Cédula de S. M. para la administración, cobranza, etcétera. Ibid.

{8} Soto y Aguilar, Epitome. MS. ad. ann.

{9} Pragmática de 17 de diciembre de 1636, impresa en Madrid en 1637.

{10} Pinelo, Anales de Madrid.– Quintana, Historia y Grandezas de Madrid.– Soto y Aguilar, Epítome, MS. a los años respectivos.– Pellicer de Ossan, Melpomene, o Lamentación trágica en el incendio de la Real plaza de Madrid en trescientos tercetos.

{11} He aquí el número y los nombres de las juntas que inventó el conde-duque de Olivares:

Junta de Ejecución. Era la principal y más estimada por su autoridad y poder, puesto que, tratándose y concluyéndose en ella todas las materias de Estado, y no dependiendo sus decretos de otra jurisdicción que de la suya propia, que por eso se llamaba de ejecución, tenía una verdadera preeminencia sobre todos los consejos y tribunales.

Junta de Armadas. La que entendía en lo relativo a la fuerza naval; galeras, galeones, bastimentos, generales y oficiales de marina, &c.

Junta de Media anata.

Junta del Papel sellado.

Junta de Donativos.

Junta de Millones.

Junta del Almirantazgo.

Junta de Minas.

Junta de Presidios.

Junta de Poblaciones.

Junta de Competencias.

Junta de Obras y Bosques.

Y hasta Junta de Vestir, de Limpieza, de Aposento y de Expedientes. «Siendo extravagante cosa, dice con mucha razón un escritor de aquel tiempo, el ver juntarse delante del conde una gran cantidad de personas de toga y de espada para consultar qué vestidos debiesen usar el rey, la reina, el príncipe, los infantes, y todos los criados de la casa real.»

{12} «Haciendo (dice Soto y Aguilar al hablar de su muerte en esta monarquía la mayor falta que príncipe pudo hacer en el mundo, y en particular en su reino y señorío.»

{13} Relación verdadera del auto de fe que se celebró en Madrid a 14 de julio (1626); por el licenciado Pedro López de Mesa.

{14} Llorente, Historia de la Inquisición, tomo VII, cap. 38, art. 1.

{15} Juan de Cabrera, Relación del auto de fe, &c.–  Colección de Cisneros, MS. p. 11, cap. 1.

{16} Llorente, Historia de la Inquisición, ubi sup.

{17} Archivo de Salazar en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, MS. J. 173.– Llorente, Historia de la Inquisición, ubi sup.– Soto y Aguilar, Epit. ad ann.

{18} La primera sentencia no consiente el decoro darla a conocer al público, así por la clase de delitos y liviandades que se revelan en ella, como por los términos en que de ellos se habla. La segunda, que fue la de absolución, dice así: «Yo don Pascual Sánchez García, secretario del consejo de S. M. de la Santa General Inquisición de la corona de Castilla y León, doy fe y verdadero testimonio como en cinco días del mes de febrero de este presente año el Padre Fray Gabriel de Bustamante, procurador general de la orden de San Benito, en nombre de su religión, pareció en el dicho consejo y presentó una petición en que mostrándose parte en las causas de las religiosas de San Benito del monasterio de San Plácido de esta corte, como hijas suyas, por el interés de su crédito y opinión, propuso los servicios de dicha religión hechos a la santa Iglesia Católica Romana y a nuestra santa fé.: …pedía y suplicaba al consejo que haciendo justicia reviese y reconociese dichas causas, y constando de ellas la inocencia de dichas religiosas las diese por libres de culpa y restituyese a su honor y decoro antiguo, y con el celo del crédito de la virtud reparase en todo la opinión de la religión y de las susodichas. La cual siguiendo el estilo y costumbre que el Santo Oficio tiene en semejantes casos, mandaron reveer y reconocer dichos procesos y causas y sus méritos, y habiendo constado de los autos que para la última censura y calificación de los dichos y hechos de las reas, no vieron los teólogos calificadores enteramente sus confesiones, defensas y descargos, para declarar si con ellos satisfacían a los cargos que las habían hecho, y que conforme al orden judicial del Santo Oficio era este defecto grave y se debía suplir y aumentar en justicia por consistir en ello su defensa. Los Sres. del dicho consejo proveyendo justicia mandaron que dichas causas se volvieran a calificar de nuevo con vistas de todos los autos, nombrando para este efecto calificadores de los más doctos y graves que se hallaron en esta corte… los cuales habiendo visto dichos procesos y causas… proveyeron un auto del tenor siguiente: Auto.– En la villa de Madrid a 2 de octubre de 1638 el Ilustrísimo Señor Arzobispo Inquisidor General y señores del consejo de S. M. de la Santa General Inquisición don Pedro Pacheco, Salazar, Zapata, Silva, Zárate, González, Rueda, Rico: Habiendo visto y reconocido los procesos y causas que pasaron en el Santo Oficio de la Inquisición de la ciudad de Toledo entre el promotor fiscal del tribunal y doña Benedita Teresa Valle de la Cerda, religiosa del convento de la Encarnación, que comúnmente llaman de San Plácido, y otras religiosas del dicho convento de esta corte, de la orden de San Benito, y todo lo de nuevo actuado en el consejo con su fiscal a instancia de dicha religión, que por medio de su procurador general se mostró parte o interesada en el buen nombre y opinión de dichas religiosas, proveyendo justicia dijeron: que las prisiones ejecutadas en dicha dona Benedita y demás religiosas, y los procesos fulminados y sentencias promulgadas contra ellas y demás penitencias que se les impusieron, no las obstan ni pueden obstar para ningún efecto en juicio, ni fuera de él, ni ofenden ni pueden ofender al buen nombre, crédito y opinión de las susodichas y de su monasterio, religión y linajes: Y para que de ello conste se les dé a dichas religión, monasterio y religiosas particulares e interesadas, los testimonios que pidiesen, con inserción de este auto y relación de los que pareciesen más sustanciales de la causa, y respecto de su gravedad y para su mayor crédito se dé cuenta a S. S. y a S. M. de lo proveído, y así lo proveyeron, mandaron y señalaron. El cual dicho auto está rubricado de las rúbricas ordinarias del Ilustrísimo Señor Inquisidor general y señores del dicho consejo y refrendado de mí el presente secretario, &c. En Madrid a 5 días del mes de octubre de 1638.– Don Cristóbal Sánchez García, secretario del consejo.

En la sección de MM. SS. de la Biblioteca Nacional hay un volumen señalado con D. 150, en el cual se hallan varios y muy notables documentos relativos al suceso de las monjas de San Plácido, a los procesos que sobre él se formaron. Entre ellos son los más importantes, una relación de todo lo que aconteció en el convento desde su fundación hasta la terminación de estos ruidosos expedientes: está escrita en sentido favorable a la inocencia de las monjas: –la exposición de la priora al consejo de la Suprema, suplicando se volviera a ver el proceso fallado por el tribunal: –los trece capítulos que se propuso examinar la nueva junta que se nombró de diez calificadores, a saber: Fray Pedro de Urbina, franciscano; Fray Marcos Salmerón, provincial de la Merced; Fray Gabriel González, prior de Atocha; Fray Luis de Cabrera, agustino; el P. Juan de Montalvo, rector del colegio imperial de la compañía de Jesús; el doctor don Antonio Calderón, magistral de Salamanca; el doctor don José de Hargoiz, cura de San Ginés; Fray Juan García, lector de teología de Atocha; Fray Juan Martínez de Ripalda, lector de teología en el colegio imperial de la Compañía; presidente de la junta el Ilustrísimo Señor Fray Hernando de Salazar, arzobispo electo de las Charcas: –las calificaciones que de los capítulos hizo esta junta: –una larga exposición del P. Fray Francisco de Vega, abad de San Martín, en defensa de las monjas y de su religión de San Benito, en la cual se responde a cada uno de los cargos que se hicieron a las religiosas.

A juzgar por estos documentos debemos creer en la candidez, si no en la inocencia, de aquellas pobres monjas, que de cierto se tuvieron ellas mismas por endemoniadas o energúmenas: no se puede juzgar tan favorablemente de la conducta del confesor Fray Francisco García.

También se formó causa por la Inquisición a don Gerónimo de Villanueva, protonotario del reino de Aragón y del consejo de aquel reino, fundador del convento de San Plácido, acusado de participante en los excesos que se atribuían a las monjas, y de pertenecer además a la secta de los alumbrados. En el tomo de la Biblioteca de Salazar, perteneciente a la Real Academia de la Historia, señalado T. 75, se halla un larguísimo alegato que se imprimió en defensa del protonotario, y negando al Santo Oficio la facultad que se había arrogado de procesarle, por no ser causa de Inquisición.

{19} Es fama que tuvo el atrevimiento de dedicar sus galanteos a la reina Isabel de Borbón el conde de Villamediana, hombre osado, y poeta agudo y maldiciente, de quien se dice que en una de las fiestas que se celebraron en la Plaza Mayor llevó por divisa cierto número de reales de plata con el lema: Son mis amores; y como se le viese después dedicar sus homenajes exclusivamente a la reina, creció la sospecha y la murmuración a que dio lugar la atrevida alegoría de los amores reales. Cuéntase por algunos que cruzando en cierta ocasión la reina una galería de palacio, un desconocido le puso las manos sobre los ojos, y que exclamó: ¿Qué me quieres, conde? Como el rey, que era el desconocido, se mostrase sorprendido de aquella exclamación, quiso Isabel enmendar la indiscreción diciendo prontamente: ¿No sois vos conde de Barcelona? Felipe no pudo quedar satisfecho. A poco tiempo de este lance el de Villamediana acabó trágicamente. Viniendo un día de palacio hacia su casa, que era en la calle Mayor, casi enfrente de San Felipe el Real, acercósele un hombre al coche, y le asesinó con un arma como ballesta (24 de agosto, 1622). El asesino, según algunos, fue un ballestero del rey, según otros un guarda mayor de los bosques reales. En una de las muchas composiciones que los poetas hicieron a su muerte se lee este final:

Lo cierto del caso ha sido
que el matador fue Vellido
y el impulso Soberano.