Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro IV Reinado de Felipe IV

Capítulo V
Campañas de Flandes: de Italia: del Rosellón: de la India
De 1637 a 1640

Campaña de 1637.– Levanta el francés cuatro ejércitos contra España.– Reconquista el conde de Harcourt las islas de Lerins.– El cardenal de la Valette en Landrecy y La Chapelle: Chátillon en el Luxemburgo: Longueville en el Franco-Condado: Weymar en la Alsacia.– Ejército español en el Languedoc.– Ventajas del marqués de Leganés en el Monferrato.– Campaña de 1638.– Tentativas frustradas de los franceses en Saint-Omer y en Hesdin.– Chátillon: el príncipe Tomás de Saboya; el conde de Piccolomini.– El príncipe de Condé penetra en España y sitia a Fuenterrabía.– El arzobispo de Burdeos almirante de la flota francesa.– Gran derrota de los franceses delante de Fuenterrabía.– Campaña de 1639.– Tres nuevos ejércitos franceses.– Meyllerie, Feuquières, Chátillon.– El príncipe de Orange: el cardenal infante de España.– Triunfos del príncipe de Saboya y del marqués de Leganés en el Monferrato y Lombardía.– Ingeniosa toma de Turín.– Invaden los franceses el Rosellón.–  Célebre sitio de Salces.– Patriótica y heroica conducta de los catalanes.– El conde de Santa Coloma y el marqués de los Balbases.– Notable derrota del ejército francés en Salces.–  Correrías marítimas del arzobispo de Burdeos por las costas de España.– Lamentable derrota de la escuadra española por los holandeses en el canal de la Mancha.– Triunfos de los holandeses en el Brasil: deshacen otra flota española.– Campaña de 1640.– Victoria del conde de Harcourt sobre el príncipe de Saboya y el marqués de Leganés en Turín.– Guerra de los Países-Bajos, desfavorable a los franceses.– Célebre sitio y honrosa capitulación de Arras.– Arrogancia y tesón de los españoles sitiados.– Cómo arruinaban a España estas guerras.– Por culpa de quién se sostenían.
 

La campaña de 1636 no había sido favorable a las armas francesas, ni en ambas orillas del Rhin, ni en la Alsacia, ni en los Países Bajos, ni en Parma y Milán, ni en la Valtelina y país de los Grisones, ni en el Franco-Condado y Picardía. Los españoles, imperiales y flamencos habían amenazado a París, y acaso fue un error haberse retirado sin acometer la consternada capital de Francia. Tropas de España habían invadido aquel reino por las fronteras de Navarra y de Guipúzcoa: Bayona se vio en peligro, y el ejército del almirante de Castilla penetró hasta el país de Labor. Los grisones, resentidos de la usurpación y tiranía de los franceses, sus antiguos auxiliares y amigos, aliándose en secreto con los españoles e imperiales, se alzaron contra aquellos y los arrojaron de la Valtelina. De estos y otros contratiempos y desgracias que los franceses sufrieron en la campaña de aquel año se culpaba al ministro Richelieu, que temiendo hacerse más odioso a los suyos mostró deseos de negociar la paz, aceptando la mediación del papa. Convínose en celebrar las conferencias en Colonia, y ya por parte de Francia y de Austria, del pontífice y del cardenal infante de España, gobernador de Flandes, habían sido enviados plenipotenciarios a aquella ciudad. Mas las dificultades que España y el Imperio opusieron a que concurrieran los representantes de Holanda y los príncipes protestantes de Alemania, frustraron aquellas negociaciones con harto disgusto y resentimiento del monarca francés y del ministro cardenal.

Perdida, más que abandonada la Valtelina, ya no pensó Richelieu ni en conquistar el Milanesado, ni en defender al duque de Parma, antes consintió en que hiciera la paz con los españoles, y limitose a hacer esfuerzos para la reconquista de las islas de Santa Margarita y San Honorato, a invadir los Países Bajos por la Picardía y la Champaña, y a recobrar lo que pudiera en la Alsacia y el Franco-Condado. Al efecto hizo levantar cuatro ejércitos (1637), confiriendo el mando del de la Alsacia al duque de Weymar; encomendando al mariscal de Chátillon el de Champaña, al duque de Longueville el del Franco-Condado, y al cardenal la Valette el de la Picardía. La expedición contra las islas de Lerins fue confiada al conde de Harcourt, que inmediatamente se dirigió a ellas con una flota de cuarenta bajeles y veinte galeras; y después de haber reducido a cenizas la ciudad de Oristán acometió las islas, y fue sucesivamente arrojando a los españoles de los fuertes que ocupaban, y a pesar del valor con que los defendieron; apoderose primeramente de Santa Margarita y después de San Honorato (marzo, 1637).

Orgulloso Richelieu con el resultado de esta afortunada expedición, y en su afán de abatir el poder de los españoles, ofreció sus auxilios al príncipe de Orange, a cuya petición, y en tanto que él resolvía atacar a Breda, el cardenal de la Valette puso sitio a Landrecy con diez y ocho mil hombres. La plaza capituló (23 de julio, 1637), cuando la guarnición estaba ya reducida a doscientos cincuenta hombres y cincuenta caballos. El cardenal infante de España, que necesitaba sus fuerzas para defenderse de los holandeses, ni pudo socorrer a Landrecy atacada por la Valette, ni romper las líneas del de Orange que sitiaba a Breda. La carta que el infante español gobernador de Flandes escribió al emperador manifestándole la triste y crítica posición en que se hallaba, fue interceptada por los franceses. Alentados con esto el rey y el ministro cardenal, comunicáronla a la Valette, el cual en su virtud determinó poner sitio a La Chapelle, que sin necesidad y sin apuro ni causa justificada rindió por capitulación el español don Marcos de Lima y Navia (20 de setiembre, 1637), entrando en la plaza los franceses al siguiente día. Indignado el cardenal infante de tan cobarde comportamiento, mandó cortar la cabeza al gobernador Navia. En la misma campaña cayeron en poder de la Valette la plaza de Iboir y la ciudadela de Steray.

Entretanto, y mientras el príncipe de Orange continuaba apretando el sitio de Breda, el mariscal de Chátillon tomaba varias plazas a los españoles en el Luxemburgo, y el duque de Longueville hacía rápidas conquistas en el Franco-Condado. El de Weymar en la Alsacia derrotaba a Carlos de Lorena, rechazaba a Juan de Wert, y tomaba cuarteles de invierno del otro lado del Rhin. Hasta la Guiena, en que ocupaban muchas plazas los españoles, fue abandonada por estos; no porque los forzara a ello el enemigo, sino acaso porque temieron que las enfermedades y la falta de víveres destruyeran el ejército en la estación lluviosa, e inopinadamente y sin ser combatidos se retiraron a España. Menos feliz todavía un cuerpo de trece mil españoles, que al mando del duque de Carmona y del conde de Cerbellón había enviado el ministro al Languedoc con el fin de inquietar a los franceses por aquella parte, fue derrotado por el duque de Halluin, dejando en poder de éste muchos prisioneros, con la artillería, bagajes y municiones. De modo que la campaña de 1637 en todas partes fue favorable a los franceses, al revés de lo que había acontecido en la de 1636. Solo en Italia el marqués de Leganés, gobernador de Milán, ganó sobre ellos algunas ventajas en el Monferrato. El duque de Saboya se limitó a impedir que los españoles le quitasen sus plazas{1}.

No fue tan afortunada la Francia en la que al año siguiente abrió el mariscal de Chátillon en los Países Bajos apoderándose de algunas plazas de segundo orden, y poniendo sitio a la de Saint-Omer (mayo, 1638). Dos regimientos franceses fueron allí acuchillados, sin salvarse un solo soldado, por el príncipe Tomás de Saboya. Tanto sintieron este golpe el rey Luis XIII y su ministro Richelieu, que enviaron las más severas órdenes a Chátillon para que por ninguna causa levantara el sitio, pues estaba resuelto a ir el monarca mismo en persona, si era menester, para asegurar el éxito de la empresa. A pesar de la arrogancia con que el de Chátillon contestó que no era necesario, pues tenía seguridad de bastar él solo, después de varios y recios combates entre los mariscales de Chátillon y de la Force por un lado, el príncipe Tomás y el conde de Piccolomini por otro, ni el general francés pudo tomar la plaza solo como había ofrecido, ni el rey Luis se decidió a comprometer su persona en la empresa, como había amenazado hacerlo; antes bien tuvo por prudente ordenar a Chátillon que levantara el sitio temiendo comprometer en él todo su ejército. Fue, sí, acompañado de Richelieu, a la frontera de Picardía para ver de reparar aquella humillación con alguna otra grande empresa. Dirigieron sus miras a la plaza de Hesdin, y al efecto hicieron se les reuniesen los dos mariscales. Mas con noticia que tuvieron de que el cardenal infante de España acababa de derrotar al príncipe de Orange, abandonaron el proyecto de Hesdin, y se limitaron a tomar a Chatelet, defendida solo por seiscientos hombres, que fueron todos cruelmente pasados a cuchillo (setiembre, 1638).

Con mejor éxito peleó el duque de Weymar en la Alsacia, derrotando a Juan de Wert, y arrancando a los imperiales las plazas que tenían en aquella provincia, bien que a mucha costa algunas de ellas.

El duque de Lorena, que ejercía el mando de capitán general en Borgoña, aunque consiguió un triunfo en Poligny, tuvo que retirarse a cuarteles de invierno en Lorena, mientras el duque de Longueville se apoderaba de algunas plazas de Borgoña.

En Italia tuvieron los franceses la desgracia de perder al mariscal de Crequi, que murió de una bala de cañón al tiempo que observaba las fortificaciones de Bremo, sitiada por el marqués de Leganés. Este intrépido general español rindió sucesivamente a Bremo y a Vercelli (julio, 1638), sin que bastara a impedirlo el haber acudido a Italia enviado por Richelieu el cardenal de la Valette. Una enfermedad grave que sobrevino al marqués de Leganés le imposibilitó de continuar sus conquistas, y el mando del ejército español de Milán recayó en don Francisco de Mello.

Mientras de este modo, sin grandes ni decisivos resultados, pero en incesante lucha, combatían las armas imperiales y españolas con las holandesas y francesas en Alemania, en Italia y en los Países Bajos, el incansable enemigo de la casa austriaco-española cardenal de Richelieu, determinó traer la guerra dentro del territorio español, como antes el conde-duque de Olivares la había llevado al suelo francés. Tres cuerpos de ejército al mando del príncipe de Condé se pusieron en marcha hacia nuestra frontera: dos de ellos se juntaron en San Juan de Pie-de-Puerto: el otro se situó en Bayona. Incierta la corte de Madrid sobre el rumbo que tomaría el enemigo, dispuso guarnecer a Pamplona y otras plazas de Navarra. Mas la reunión de los tres cuerpos franceses en San Juan de Luz hizo ya comprender que el proyecto de Condé era atacar a Fuenterrabía. En efecto, no tardó en pasar el Bidasoa, y en penetrar en Irún, haciendo retirar a dos mil españoles que defendían el paso del río. Tomados fácilmente el fuerte de Figuier y el puerto de Pasajes, y reforzado por el marqués de la Force, puso sitio a Fuenterrabía atacándola por mar y tierra (julio, 1638). Surtíanla no obstante de víveres y municiones las barcas que iban de San Sebastián, hasta que vino a impedir la entrada de estos socorros una flota francesa al mando del arzobispo de Burdeos (2 de agosto, 1638). Otra flota que los españoles armaron para seguir auxiliando la plaza, fue embestida por la del prelado guerrero en la rada de Guetaria, echados a pique e incendiados todos los galeones (22 de agosto). Perdiéronse con ellos cuatro mil hombres, y perdiose también toda esperanza de socorro: mas no por eso decayó de ánimo la guarnición. Temía por su parte el príncipe francés al ejército que el almirante de Castilla estaba reuniendo para ir a atacarle en su mismo campo. Apresuró con esto las obras de mina; pero el marqués de Gesbres que se adelantó a situarse bajo tiro de cañón, hubo de retirarse herido de bala en la cabeza, y el duque de la Valette que logró abrir una pequeña brecha en uno de los bastiones, fue rechazado también con gran pérdida{2}. Entonces el de Condé encomendó el asalto al arzobispo de Burdeos, que llevó a las trincheras todas sus tropas de marina, y llegó a lisonjearse de hacerse dueño de la plaza. Pero frustró sus esperanzas un ataque impetuoso que los españoles le dieron en su mismo campo. Una línea flanqueada con dos reductos que en el cuartel de Guadalupe guardaba el marqués de la Force con tres mil hombres fue forzada por seis mil infantes españoles al mando del marqués de Mortara, que tomando el reducto de la izquierda entraron en el campamento francés degollando a cuantos encontraron. Apoderóse el pánico de los franceses: el arzobispo de Burdeos se refugió a sus bajeles desalentado: siguióle el de Condé entrándose aturdidamente en el agua hasta ganar una chalupa: los demás no pararon hasta Bayona, creyendo siempre sentir en las espaldas las puntas de las espadas españolas (setiembre, 1638).

Esta victoria, que salvó a Fuenterrabía, llenó de gozo a la corte de Madrid, tanto como consternó la de Francia. Tal fue en resumen el resultado que tuvo en todas partes la campaña de 1638{3}.

Mas no por eso dejó de proseguir con más ardor la guerra al año siguiente en todos los puntos. Las fuerzas de Francia y de España parecían inagotables; implacable el furor con que se combatían. Richelieu puso en pie otros tres nuevos ejércitos al mando de los generales de su mayor confianza. El primero, guiado por Mr. de la Meylleraie, había de operar en el Artois; el segundo, por el marqués de Feuquières, en el Luxemburgo, el tercero, bajo las órdenes del mariscal de Chátillon. Weymar continuaría sus conquistas en las fronteras de Alemania. Encomendó el ejército de Italia al cardenal de la Valette; al príncipe de Condé las tropas destinadas a entrar en el Rosellón; al arzobispo de Burdeos la armada del Océano; la del Mediterráneo al conde de Harcourt; al marqués de Brezé el mando de las galeras. España se vio también en le necesidad de hacer los mayores esfuerzos. Ordenose a Piccolomini pasar a Flandes para ayudar al cardenal infante a resistir a los tres ejércitos franceses, y el príncipe Tomás de Saboya tuvo orden de trasladarse a Italia para obrar de concierto con el marqués de Leganés.

Bajo estos planes comenzó la campaña de 1639 en el Luxemburgo. Feuquières sitió y atacó la plaza de Thiomville; pero socorrida oportunamente por Piccolomini, y batidos después los franceses en su campo, rota su caballería, y su infantería deshecha, perdida la artillería y los bagajes, y prisionero el mismo marqués de Feuquières, Richelieu vio con amargura humillado su orgullo y el de su nación en este primer hecho de armas (mayo, 1639). Piccolomini amaga luego a Mouzon, y pasa después a reunirse al cardenal infante para salvar la plaza de Hesdin que tenía apretada el de Meylleraie. Esta plaza era de las más bien fortificadas de Europa. La presencia del rey de Francia animó aquel sitio, que duró desde el 19 de mayo hasta el 30 de junio, en que el gobernador de la plaza conde de Hanapes, pidió capitulación. Aunque honrosa ésta en sus condiciones, no debió estar justificada, cuando el cardenal infante hizo arrestar al gobernador que la ajustó. Este triunfo, y el haber obligado el príncipe de Orange al infante cardenal a tener divididas sus tropas, proporcionó a los franceses la conquista de algunas plazas en el Artois, y una victoria de Feuquières sobre el marqués de Fuentes que mandaba allí una pequeña división española. También el mariscal de Chátillon se apoderó de Iboir (agosto, 1639), cuyos muros mandó arrasar el monarca francés que se hallaba presente. La satisfacción del rey Luis por estos triunfos fue turbada con la noticia que recibió de la muerte del marqués de Weymar, acaecida en ocasión que echaba un puente sobre el Rhin para proseguir sus conquistas en Alemania{4}.

De otro modo marchaban las cosas para los franceses en Italia, principalmente desde la llegada del príncipe Tomás de Saboya. Entre este príncipe y el marqués de Leganés, gobernador de Milán, obrando con dos cuerpos de ejército, el uno en el Monferrato y el otro en el Piamonte, e incorporándose los dos cuando convenía, en poco tiempo y con facilidad se hicieron dueños de multitud de plazas y ciudades. Chivas, Ancio, Quierz, Ivrea, Verna, Crescentino, Asti, Saluzzo, Coni y otras varias cayeron sucesivamente en su poder; y poco faltó para que se apoderaran de Turín, en cuyos arrabales llegó a alojarse el príncipe Tomás, y hubiéranlo realizado a no llegar antes que ellos el cardenal de la Valette. Por la parte marítima del ducado de Saboya, unidas las fuerzas del cardenal de aquel título con la flota de España, y sin que el conde de Harcourt pudiera evitarlo, el pueblo y la guarnición de Niza se levantaron contra el gobernador y abrieron las puertas al cardenal, que inmediatamente se apoderó también del puerto y ciudadela de Villafranca. Toda la Saboya se hallaba sublevada contra la duquesa viuda{5}, que para conservar alguna protección de la Francia tuvo que sucumbir a humillantes tratados. Y en tanto que esto pasaba, el príncipe Tomás y el marqués de Leganés continuaban con ardor sus conquistas, tomaban a Montealvo, Pontestura y Trino, y si bien la Valette recobraba a Chivas, los generales españoles formaban el proyecto de apoderarse por sorpresa de Turín para hacerse dueños absolutos del Piamonte.

Lográronlo por medio de un ardid ingenioso. Setecientos hombres entraron por diferentes puntos en la ciudad, fingiendo ser servidores de la princesa regente que iban de diferentes partes del Piamonte (julio, 1639). El estallido de un petardo fue la señal para que se abrieran todas las puertas, y el príncipe entró en medio de aclamaciones en una ciudad en que contaba ya numerosos partidarios. La duquesa apenas tuvo tiempo para refugiarse medio desnuda a la ciudadela. A ésta acudió la Valette; el marqués de Leganés a la ciudad. Batíanse desde estos puntos unos y otros, hasta que por mediación del nuncio del papa, Caffarelli, se ajustó una tregua desde el 10 al 14 de octubre. En este intermedio murió el cardenal de la Valette (28 de setiembre), consumido de melancolía al ver el mal estado de los negocios de Francia en la Saboya. Reemplazole en el mando del ejército de Italia el conde de Harcourt, que tan pronto como expiró la suspensión renovó ardorosamente la guerra, despidiendo al nuncio del papa para no oír sus proposiciones de mediación. Y en efecto, la resolución e intrepidez del de Harcourt hizo variar algún tanto el aspecto de la guerra al terminar el año 1639.

Veamos ya lo que pasaba más cerca de nuestra España, a las puertas y aun dentro de nuestra nación.

Interesado el príncipe de Condé en vengar el infortunio y lavar la afrenta recibida en setiembre de 1638 y delante de Fuenterrabía, encargado, como dijimos, por Richelieu de invadir el Rosellón, aprestose a ello con cuantas fuerzas las atenciones de otras partes permitieron a la corte de Francia suministrarle. En vano el conde de Santa Coloma, virrey y capitán general de Cataluña, observando los movimientos de los franceses, avisaba de ellos y pedía que se abastecieran y guarnecieran convenientemente las plazas del Principado y del Rosellón, de las cuales algunas, como Salces, se hallaban defendidas por poca gente y bisoña, mandada por un gobernador achacoso y anciano. El conde-duque de Olivares, o por indolencia, o por antiguo resentimiento de los catalanes, no hizo gran cuenta de los avisos de Santa Coloma. Así, apenas el ejército francés se puso en marcha desde Narbona (mayo, 1639), los españoles abandonaban los fortines y se retiraban a Perpiñán. Cuando el duque de Halluin que entró por el Grau con diez y seis mil hombres (9 de junio), se acercó al casi inaccesible o inexpugnable castillo de Opol, el gobernador, que era flamenco, le entregó cobardemente, bien que pagó en Perpiñán en un cadalso la pena, acaso no tanto de su cobardía como de su traición. Hallando el general francés algunas dificultades para ocupar y franquear el collado de Portús, diose a talar y saquear la provincia, y puso después sitio con toda su gente a la importante plaza de Salces, mandada construir por Carlos V para defender la entrada del Languedoc, cercándola inmediatamente de trincheras y baterías.

A excitación del conde de Santa Coloma, que no cesaba de avisar del peligro que corría el Principado, si el Rosellón se perdía, avivóse el patriotismo de los catalanes, y ya que no de la corte, de toda Cataluña acudieron socorros, dando la primera el ejemplo Barcelona, en defensa de la patria. En menos de un mes se juntó en Perpiñán un ejército de más de diez mil catalanes, todos animosos y entusiastas, pero jóvenes y bisoños los más, y que por lo mismo necesitaron ejercitarse en el manejo de las armas antes de poderse contar con ellos para batir al enemigo. Y sin embargo, en el primer encuentro que con él tuvieron mostraron ya el reconocido arrojo y bélica aptitud de aquellos naturales. Así los hubieran imitado el gobernador y la guarnición de Salces, que a excepción de unos pocos valientes, que supieron pelear y morir como héroes, los demás defendieron tan flojamente la plaza y se condujeron con tanta cobardía que la rindieron sin necesidad por capitulación; y la prueba de ello fue que el gobernador no se atrevió a volver a España, temeroso de correr la misma suerte que el de Opol.

El conde de Santa Coloma, que se hallaba ya en Perpiñán, tampoco daba muestras de resolverse a impedir los progresos del enemigo. Verdad es que tenía orden de esperar la llegada del marqués de los Balbases y del de Torrecusa con el ejército de Cantabria. Pero el genio impetuoso y vivo de los catalanes no podía sufrir aquella inacción, censurábanla sin rebozo, y a gritos decían que ni el Principado había hecho tan enormes gastos, ni ellos eran idos para perder su reputación y estar viendo a los enemigos talar impunemente los pueblos. A esto se limitaba por su parte el ejército francés, notablemente menguado por las enfermedades. Ellos se enriquecían con el saqueo, el virrey español no los acometía, y los catalanes se desesperaban. Llegó al fin el marqués de los Balbases (1.º de setiembre, 1639), y a los catorce días salió de Perpiñán nuestro ejército, compuesto de tres mil caballos y dos cuerpos de diez mil infantes, el uno de catalanes todos, mandados por el conde de Santa Coloma, el otro de aragoneses, valencianos, castellanos, napolitanos, walones, modeneses e irlandeses, conducido por el marqués de los Balbases. El general francés duque de Halluin, mariscal de Schomberg, se retiró a Francia en busca de refuerzos; dejó Condé de gobernador en Salces a Mr. de Espenan, oficial muy distinguido por su valor y prudencia.

Después de una sorpresa que los nuestros hicieron al enemigo en Rivasaltas, y que le obligó a encerrarse en las fortificaciones, comenzaron los trabajos del sitio. Los franceses habían fortificado el castillo en términos que parecía haberle hecho inexpugnable. Trabajaban y peleaban los catalanes con admirable actividad e indecible arrojo; por lo mismo fue mucho lo que murmuraron y se quejaron del marqués de los Balbases cuando les mandó suspender las operaciones. No se avenían ellos con tal lentitud y con semejantes disposiciones. Cuatro salidas que los sitiados hicieron fueron rechazadas con un valor desesperado. No faltaba al parecer razón a nuestros soldados para quejarse de la apatía de los generales. Mientras las enfermedades contagiosas diezmaban nuestro campo, o por mejor decir, le terciaban, porque llegaron a morir hasta ocho mil soldados, el príncipe de Condé, que había estado reuniendo tropas en Narbona, se acercaba con veinte mil infantes, cuatro mil caballos y doce piezas de campaña. Túvose con este motivo consejo de generales, en el cual, después de varios y encontrados pareceres, como por lo común acontece, se resolvió mantener el honor de las armas españolas, permanecer en el campo, continuar el sitio y pelear hasta morir con cuantos enemigos viniesen, fuera el que quisiera su número. También a los nuestros les llegaban cada día reclutas de Aragón, Valencia y Cataluña. El duque de Maqueda, general de la armada que se hallaba en Rosas, envió dos mil veteranos y trescientos mosqueteros de los galeones y galeras. Con este refuerzo y con algunas obras que construyeron se prepararon a recibir al enemigo.

Al tiempo que éste se acercó, en la tarde del 24 de octubre (1639), una copiosísima lluvia inundó nuestro campo, deshizo varias de las trincheras y cegó las minas, pero también imposibilitó a los franceses de acercarse. El 1.º de noviembre se presentó otra vez Condé con su ejército, resuelto a forzar nuestras líneas. El regimiento de Normandía, célebre por su intrepidez y valor, y cuya bandera había ondeado triunfante en cien batallas, fue el primero que acometió las trincheras en medio de un vivísimo fuego de nuestra artillería y mosquetería; llegaron algunos a ponerse sobre ellas, pero casi todo el regimiento quedó sepultado en el foso. El de Tolosa que le siguió sufrió también gran pérdida, y del de Roqueleure que quiso forzar una media luna solo quedaron vivos cuatro capitanes. El pánico se apoderó de los franceses como en Fuenterrabía, y huyeron como allí en desorden, sin que bastaran a detenerlos los esfuerzos de los oficiales.

Despachó entonces el de los Balbases un trompeta al gobernador de la plaza de Espenan, intimándole la rendición y ofreciéndole una capitulación honrosa. Mas como la respuesta del francés fuese que no se rendiría hasta que le faltaran todos los recursos, se determinó esperar con paciencia a que el hambre le forzara a rendirse, y se pasaron dos meses sin disparar un tiro, hablándose familiarmente sitiadores y sitiados. Dio esta conducta lugar a que los catalanes sospecharan, y lo manifestaran así, que estaban siendo objeto y víctimas de malos tratos, lo cual produjo lamentables desacuerdos y contestaciones entre los mismos jefes, que hubieran parado en formal escisión a no haber aplacado los ánimos el marqués de los Balbases. El 23 de diciembre, viéndose Espenan sin víveres y con muchos enfermos, pidió capitulación, a condición de que si no recibía socorros para el 6 de enero entregaría la plaza, saliendo con todos los honores de la guerra. Firmose así, y como los socorros no llegasen, el día convenido evacuaron los franceses la plaza de Salces, y guarnecida por una parte de nuestro ejército, retirose el resto a invernar en Rosellón y Cataluña. Tan malhadado fin tuvo la famosa empresa del príncipe de Condé sobre el Rosellón en 1639{6}.

Ocupadas nuestras armas de la manera que hemos visto en las tierras del Rosellón, de la Italia y de los Países Bajos, tampoco habían dejado la Francia y su gobierno estar ociosa la fuerza marítima de España. El arzobispo de Burdeos, jefe de la flota francesa del Océano, presentose primeramente con sesenta velas delante de la Coruña; pero habiendo hallado cerrado el puerto con una cadena de gruesos mástiles bien trincados con fuertes gúmenas y argollas de hierro de uno a otro de los dos castillos que le defendían, hubo de renunciar a la empresa, contentándose con disparar de lejos algunos cañonazos a la plaza. Corriéndose de allí al Ferrol, desembarcó alguna gente, que fue rechazada, no sin reñida pelea. Costeando después hacia Vizcaya, acometió a Laredo, hizo desembarcar dos regimientos, él mismo dijo misa en la iglesia de la villa, y se retiró a las naves llevándose algún botín (14 de agosto, 1639). De los dos galeones que había en la rada apresó uno; el otro fue quemado por los mismos que le montaban para que no cayera en su poder. Amagó luego a Santander, e incendió los astilleros. Los temporales deshicieron aquella flota que tanto daño había intentado causar. Cuando el arzobispo de Burdeos acometió los puertos de Castilla, el de Burgos recogió cuanta gente de armas pudo, y salía ya al encuentro del prelado francés. ¡Singular manera de cumplir con los deberes del apostolado la de estos dos jefes de la Iglesia, principalmente por parte del mitrado marino de la Francia, casi ya a mediados del siglo XVII!

Peor suerte tuvimos con la escuadra que se envió contra otros más temibles enemigos, eternos inquietadores de nuestras costas, los holandeses. Esta escuadra, compuesta de setenta velas y de diez mil hombres de desembarco, que con grande esfuerzo había podido reunirse, y cuyo mando se dio al antiguo y acreditado marino don Antonio de Oquendo, tan pronto como llegó al canal de la Mancha tropezó con la del almirante holandés Tromp (setiembre, 1639). En el primer combate que tuvieron, ambas escuadras quedaron maltratadas después de una recia pelea. Mas habiendo sido de nuevo acometida la armada española (21 de octubre), a pesar del ardor con que nuestros marinos pelearon por espacio de muchas horas, se vio completamente envuelta y derrotada por la escuadra enemiga; perdimos la mayor parte de nuestros bajeles, o apresados, o incendiados, o echados a pique, incluso el navío Santa Teresa, de ochenta cañones, en que iba lo más escogido de los mosqueteros de España, y que mandaba el valeroso marino don Lope de Hoces; de estos no se salvó un solo hombre. De los diez mil que formaban toda la fuerza naval, los ocho perecieron. Oquendo se refugió a Dunkerque con solas siete naves que pudo salvar. Los ingleses, a pesar de la neutralidad que habían ofrecido, portáronse más como enemigos que como neutrales: afirmase que hicieron fuego a nuestros navíos; los españoles se quejaron de traición, y de las cartas mismas del almirante holandés se desprendía no haber sido infundado aquel cargo. Lo cierto fue que España perdió en aquel combate lo mejor de su marina, así en hombres como en naves, y que nuestro poder marítimo sufrió este golpe más sobre los que ya había sufrido en los dos anteriores reinados{7}.

No eran más felices en las Indias las armas de España por este tiempo. Los holandeses, que ya en años anteriores se habían hecho dueños de algunas provincias del Brasil, viéronse reforzados en 1638 con una escuadra que para sostener y ensanchar sus conquistas llevó consigo el conde Mauricio de Nassau, pariente del príncipe de Orange. No obstante la resistencia que procuraron hacer españoles y portugueses, ciudades y provincias enteras se fueron sometiendo al conde Mauricio. Solo en el sitio de la ciudad de San Salvador sufrió un descalabro que le obligó a retirarse precipitadamente sin esperanza de reducirla. Todavía hizo nuestra nación en 1639 un nuevo esfuerzo para ver de arrojar del Brasil a los holandeses, enviando allá a don Fernando Mascareñas, conde de la Torre, con una flota de cuarenta y seis bajeles y cinco mil hombres de desembarco, con más la naves y hombres que habían de írseles incorporando en el tránsito. Todo hubiera ido bien, si a la mitad de la navegación no hubiera infestado la escuadra una peste contagiosa que acabó con más de la mitad de los soldados, llegando los demás a San Salvador extenuados y macilentos. No desfalleció por eso Mascareñas, y con la gente que le quedó y la que pudo juntar de diferentes puntos del Brasil reunió un ejército de doce mil hombres. Pero también la compañía holandesa de las Indias reforzó al conde Mauricio con otra flota, de que iba por almirante el hábil marino Guillermo Looff. Varias veces pelearon las dos escuadras. En uno de los primeros combates pereció el almirante holandés, pero Jacobo Huighens, que le reemplazó en el mando, buscó resueltamente nuestra armada para provocarla a una batalla decisiva. Y lo logró el intrépido flamenco tan a su gusto que ganó una victoria completa sobre nuestras naves; tan completa, que de toda aquella gran flota, a costa de tantos esfuerzos y sacrificios reunida, solo trajo Mascareñas a España, después de mil penalidades y trabajos, cuatro galeones y dos naves mercantes. Con esto y con el reciente desastre del canal de la Mancha quedaba aniquilado nuestro poder marítimo; la bandera naval española, en otro tiempo tan imponente, andaba como humillada por los mares, y milagro parecía poder armar todavía naves con que defender las costas de nuestros inmensos y apartados dominios{8}.

La guerra que dejamos renovada con ardor en Italia a fines de 1639, continuó a principios del 40 siendo favorable al general francés conde de Harcourt, a quien se le fueron rindiendo diferentes ciudades y castillos (enero, 1640). El marqués de Leganés que había puesto sitio a Casal, tuvo que retirarse atacado en sus posiciones por el ejército reunido de Francia y de Saboya, perdiendo seis mil hombres entre muertos y prisioneros (28 de abril). Victorioso el de Harcourt, pasó a cercar a Turín, donde se hallaba el príncipe Tomás con más de seis mil soldados y otros tantos ciudadanos que habían tomado las armas en defensa de su partido. Al socorro de la plaza y del príncipe acudió el marqués de Leganés con doce mil infantes y cuatro mil caballos, consiguiendo dejar al francés encerrado entre su ejército y el del príncipe, de modo que parecía imposible que pudiera escapársele. Pero el de Harcourt circunvaló su campo de una y otra parte con tales líneas de trincheras y tan fuertes, y las defendió con tal valor y maestría, que muchas veces intentaron forzarlas los españoles, y otras tantas fueron rechazados, alguna vez con pérdida de cuatro mil muertos (junio, 1640). Reforzaron después Turena y Villeroy a los suyos; recibieron también los nuestros un buen refuerzo de napolitanos. Desesperado el de Leganés de poder forzar las trincheras francesas, se resolvió bloquear el campo enemigo, ocupando los pasos que le cerraban, para ver de reducirle por hambre. En efecto, a pesar de que Turena logró introducir con suma habilidad algunos convoyes, llegó a experimentarse en el campo francés una extrema miseria. Pero no era menos desesperada la que afligía a la ciudad. Por esta razón el príncipe saboyano se arrojaba a hacer salidas arriesgadas, de que por lo común se retiraba con más pérdida que ventaja.

El cardenal de Richelieu no cesaba de recomendar al conde de Harcourt que no dejara de emplear todos los medios y aprovechar la ocasión de apoderarse del príncipe Tomás; pero el de Harcourt, que conocía mejor lo crítico de su posición, y que por otra parte deseaba terminar la conquista, oyó con más gusto las proposiciones de capitulación que el príncipe le hizo, y previas algunas conferencias ajustose aquella (19 de setiembre, 1640), bajo las siguientes principales condiciones: –la plaza sería entregada a las tropas de Luis XIII: –las tropas de la guarnición saldrían con todos los honores de la guerra: –los ciudadanos que quisieran salir con sus familias, armas y bagajes, podrían seguir al príncipe o tomar el camino que más les acomodara: –las infantas de Saboya elegirían entre salir de la ciudad o permanecer en ella, respetándoles todo su servicio, alhajas y muebles: –los españoles podrían reunirse al marqués de Leganés, llevando consigo dos cañones y dos morteros, con veinte y cinco cartuchos para cada pieza. El conde de Harcourt envió a cumplimentar a las princesas de Saboya, y a tranquilizar a los habitantes asegurándoles serían tratados con toda humanidad. Salió pues el 24 la guarnición, compuesta de cinco mil infantes y dos mil caballos. El príncipe se fue a Ivrea: en el camino se encontró con el de Harcourt y los dos generales se saludaron ligera y cortésmente. Así perdió España este año en el Piamonte lo que en los anteriores había ganado con tanto esfuerzo. El conde de Harcourt, que se había visto entre dos respetables ejércitos, mandados por hábiles generales, alcanzó con este triunfo en toda Europa reputación y fama de ser uno de los mejores generales de su siglo{9}.

Más prósperamente marcharon este año las cosas de España en Flandes. Con arreglo al plan de Richelieu, el mariscal de la Meylleraie, que debía atacar los Países Bajos por la parte del Mosa, salió de París con un gran tren de artillería (22 de abril, 1640) camino de Meziers. Después de un encuentro con las tropas españolas, en que estas destrozaron tres de sus regimientos, acometió la plaza de Charlemont: las lluvias le obligaron a abandonar este proyecto (mayo): el que luego intentó sobre Mariembourg fue frustrado por los españoles, que abrieron las esclusas: y por último, convencido y disgustado el rey de verle malgastar el tiempo sobre el Mosa, no obstante la combinación que se había procurado con el príncipe de Orange, diole orden para que se reuniera a los mariscales de Charme y Chátillon para que entre los tres emprendiesen el sitio de Arras. Esta plaza estaba poco preparada para sostener un largo sitio cuando se presentaron delante de ella los dos ejércitos (13 de junio, 1640). La guarnición estaba reducida a mil quinientos hombres de a pie y cuatrocientos caballos. Los tres mariscales reunieron veinte y tres mil infantes y nueve mil jinetes, con los cuales comenzaron desde luego a levantar reductos, abrir fosos y a trabajar en otras obras de sitio. El cardenal infante de España, gobernador de Flandes, se puso en marcha con todas sus tropas y todos sus generales en socorro de la plaza. Los jefes franceses tuvieron entre sí muy fuertes altercados sobre el partido que deberían tomar; y el rey y su ministro Richelieu se fueron a Amiens para tener más prontas y frecuentes noticias del sitio, y desde allí daban diariamente sus órdenes a los tres mariscales (julio, 1640). Españoles y franceses necesitaban distraer fuertes columnas de tropas para escoltar los convoyes de víveres que a menudo eran alternativamente atacados, dando ocasión a muy serios combates.

Aprovechando una mañana el cardenal infante la ausencia de una de estas columnas, atacó con todas sus fuerzas las líneas enemigas (2 de agosto). La acción duró desde el amanecer hasta muy entrada la tarde: la tropa española, mandada por el duque Carlos de Lorena, se condujo aquel día con admirable valor, adquirió mucha gloria, pero no logró forzar las líneas. Al día siguiente los franceses hicieron al gobernador de la plaza una intimación arrogante, haciéndole saber que si pronto no enviaba parlamentarios para capitular, él, la guarnición y la ciudad serían tratados con todo el rigor de las leyes de la guerra. La contestación de los sitiados a aquella amenaza fue recordarles un antiguo refrán de aquella tierra que decía: Los franceses tomarán a Arras cuando los ratones cojan a los gatos. Compréndese cuánto heriría a los tres famosos mariscales tan despreciativa respuesta, dada por un puñado de hombres sitiados. Dedicáronse aquellos a abrir minas, y cuando el de Meylleraie tenía la suya preparada, intimáronles segunda vez la rendición (7 de agosto); el gobernador respondió que esperaba las órdenes del cardenal infante; y como le exigiesen respuesta más precisa, contestó que dentro de tres meses la daría. Entonces la Meylleraie mandó pegar fuego a la mina, que causó grande estrago, y temiendo los de dentro ser asaltados al siguiente día, prometieron rendirse si no eran socorridos antes del mediodía del 9. No lo fueron, porque el cardenal infante no pudo forzar las trincheras enemigas, y el 9 se firmó la capitulación a presencia de todo el ejército puesto en orden de batalla, concediéndose a la guarnición todos los honores de la guerra, a los habitantes el ejercicio de la religión católica, prometiendo no nombrar ningún gobernador que no la profesase, y que se les conservarían sus reliquias y todos sus privilegios. Honrosísima capitulación para tan corto número de defensores, y extremadamente favorable a los de la ciudad, si el gobernador que se nombró, en lugar de tratarlos con la moderación que se le recomendó no se hubiera convertido en tirano.

Hecha la conquista de Arras, penetró el mariscal de Chátillon en la Flandes, sin que le pusieran estorbo los españoles, y limitándose el cardenal infante a cubrir sus plazas estando a la vista del ejército francés. Mucho más pudo este haber hecho, si le hubiera ayudado, como tenía derecho a esperar y era de su interés, el príncipe de Orange. Pero lejos este príncipe de corresponder a la merecida reputación de sus antecesores, ni se había señalado antes por ninguna empresa considerable, ni hizo ahora otra cosa, después de atacar infructuosamente algunos fuertes, que apoderarse del de Nassau, que mandó arrasar por no poder sostenerle no habiendo logrado hacerse dueño de Hulst, de donde le rechazaron los españoles. Aconteciole después otro tanto en Güeldres, yéndose por último hacía Genep, huyendo de los generales españoles don Felipe de Silva y conde de Fuentes que decididamente habían ido a buscarle{10}.

Tales fueron los principales sucesos de las guerras exteriores que en el espacio de los cuatro años que abarca este capítulo estaba sosteniendo España en Flandes, en Italia, en Alemania, en la Gascuña, en el Rosellón, en los mares y posesiones de la India; guerras que arruinaban los pueblos y los dejaban desiertos de brazos artesanos y cultivadores; guerras que consumían sin fruto la sustancia de la nación, y hubieran agotado los tesoros del pueblo más rico del mundo; y guerras en que el adulador conde-duque de Olivares envolvía al buen Felipe IV, halagándole con su idea favorita de hacerle el monarca más poderoso del orbe, en tanto que le llevaba por el más derecho camino para ver convertida en miseria y pobreza la grandeza y poderío de sus predecesores.




{1} Relación de avisos que han traído a esta corte correos de Alemania, Flandes, Italia, Navarra y otras partes, deste presente mes de octubre: MS. del archivo de Salazar, en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia: J. 99.– Relación ajustada con las que han venido a esta corte de diversas partes de fuera destos reinos de lo sucedido en ellos y de lo sucedido en esta corte desde 28 de febrero del año 637 hasta fin de febrero de 638: Ibid. J. 126.– Breve y ajustada relación de lo sucedido en España, Flandes, Alemania y otras partes de Europa desde fin de febrero de 637 hasta diciembre de 638: Madrid, viuda de Juan González: Barcelona, Jaime Romeu.– Soto y Aguilar, Anales del reinado de Felipe IV.– Sismondi, Historia de los Franceses, t. 23.– Memorias de Richelieu.– Calmet, Historia ecca. y civil de Lorena.– Mem. MS. de Beauveau.– Hugo, Hist. MS. du duc Charles IV.– Correspondencia oficial del gobierno, del cardenal infante y de otros con don Antonio de Acuña, vizconde de Crecente, embajador en Venecia, desde 1637 a 1639. Un tom. fól. Archivo de Salazar, A. 87, en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia.

{2} El ministro Richelieu culpó al duque de la Valette de haberse levantado y perdido el sitio de Fuenterrabía. Aunque la acusación era injusta, la Valette fue entregado a jueces comisarios. Habiendo asistido el rey Luis XIII a este juicio, el presidente Bellièvre le dirigió estas memorables palabras: «¿Podrá V. M. soportar la vista de un gentil-hombre en el banquillo, que no ha de salir de su presencia sino para morir en un cadalso? Esto es incompatible con la majestad real. El príncipe debe llevar consigo las gracias por todas partes; todos los que ante él parecen deben retirarse contentos y gozosos.»– Luis XIII respondió: «Los que dicen que yo no puedo dar los jueces que me parezca a los súbditos que me han ofendido, son ignorantes, indignos de poseer sus cargos.» La Valette fue condenado a muerte, pero había huído.– El lector juzgará entre la dignidad de las palabras del magistrado y las del monarca.

{3} Además de las historias nacionales y extranjeras de este reinado, hemos tenido presentes para la sucinta narración de estos sucesos los documentos siguientes, manuscritos en su mayor parte.– Sitio y socorro de Fuenterrabía en 1638, por el excelentísimo señor don Juan Palafox y Mendoza: Madrid, 1793.– Suceso feliz de Fuenterrabía, elogio del almirante, e historia de todo lo sucedido: Archivo de Salazar, nums. 12 y 38, t. 61, v. 14.– Segunda relación de la gran presa que les tomaron a los franceses en Fuenterrabía, y número de muertos que hubo: Sevilla, por Nicolás Rodríguez.– Relación verdadera de la insigne y feliz victoria que los invictos españoles han tenido, &c. Granada, por Andrés Palomino.– Carta que don Miguel de Zabaleta, vicario de la villa de Rentería, escribió a un correspondiente suyo sobre la entrada de las armas de S. M. en Francia, conducidas por la provincia de Guipúzcoa y reino de Navarra: Salazar, J. 126.– Relación verdadera de la grandiosa victoria que las armas de España, &c. Sevilla, por Juan Gómez.–  Segunda relación escrita en 14 de setiembre de este año por el P. Cristóbal Escudero, de la Compañía de Jesús, al arzobispo de Burgos, en que da cuenta de la feliz victoria, &c.– Tercera relación y muy copiosa del socorro de Fuenterrabía.– Carta escrita desde Navarra y puerto de San Sebastián a Zaragoza dando aviso de lo que ha sucedido, &c.– Carta de Fuenterrabía a Guipúzcoa pidiendo socorro: MS. de Vargas Ponce, t. 22, en la Real Academia de la Historia, Est. 20, g. 2. número 22.– Relación verdadera del Socorro que a Fuenterrabía dieron los excelentísimos almirante de Castilla y marqués de los Vélez, virrey de Navarra, generales de ambas coronas en esta facción, víspera de Nuestra Señora de Setiembre de este año de 1639; escribiola Alonso Martínez de Aguilar, que se halló en el escuadrón volante gobernado por el marqués de Torrecusa, maese de campo general de los tercios de Navarra: Arch. de Salazar, J. 126.

«Trajo el francés, dice Soto y Aguilar en sus Anales, gran cantidad de bombas de fuego, nueva y diabólica invención, que arrojó a los cercados por espacio de seis días continuos, derribando muchas casas, y obligándolos a vivir en algunas cuevas que hicieron en la tierra.»

{4} Girardot de Noseroy, Historia de los Diez años del Franco-Condado, de 1632 a 1642.– Soto y Aguilar, Anales de Felipe IV.– Limiers, Histoire du regne du Louis XIV, tom. I, lib. I.– Entretanto, y mientras el inconstante duque Carlos de Lorena andaba en negociaciones con Richelieu, su hermano el cardenal Francisco vino a Madrid a pedir socorros de dinero, y el gobierno español, pródigo siempre con los de fuera, le concedió una pensión de veinte mil ducados anuales.– Hannequin, Mem. MS.–  Calmet, Hist. eclesiástica y civil de Lorena, números 106 y 107.

{5} La duquesa Cristina era hermana de Luis XIII. Su esposo el duque Víctor Amadeo había muerto en octubre de 1638. Por intrigas de Richelieu fue nombrada la princesa Cristina su viuda, tutora de sus hijos, logrando apartar del gobierno al príncipe Tomás y al cardenal Mauricio de Saboya, hermanos del duque difunto y enemigos de la Francia. De aquí la alianza de la duquesa con los franceses, y la enemiga de sus cuñados el príncipe y el cardenal. El tierno heredero del ducado de Saboya murió luego a la edad de siete años, sucediéndole su hermano Carlos Manuel, que solo tenía cinco. La duquesa su madre era regente y tutora.

{6} Soto y Aguilar refiere con bastante exactitud el suceso del sitio de Salces.– Sucesos principales de la monarquía de España en 1639: Arch. de Salazar, A. H.– Le Vassor, Hist. de Luis XIII.– Limiers, Hist. del reinado de Luis XIV, tom. I, lib. I.

{7} La Neuville, Hist. de Holanda.– Le Clerc, Hist. de las Provincias Unidas.– Limiers, Hist. Del reinado de Luis XIV, tomo I, libro I.

{8} Noticias de la Guerra del Brasil con los holandeses. MS. de la Biblioteca Nacional, H. 58.– Memorias diarias de la guerra del Brasil por discurso de nueve años, empezando desde 1630, escritas por Duarte de Alburquerque, Madrid, 1654, un tomo, 4.º

{9} Soto y Aguilar, Anales, ad ann.– Leo et Botta, Hist. de Italia.–  Le Vassor, Hist. de Luis XIII.– Limiers, Hist. du regne de Louis XIV, tom. I, lib. I.

{10} Le Clerc, Hist. de las Provincias Unidas.– La Neuville, Hist. de Holanda.– Le Vasser, Hist. de Luis XIII.– Soto, ad ann.–  Relación verdadera de los encuentros, sucesos y prevenciones de las armas católicas, imperiales y francesas.– Calmet, Hist. eclesiástica y civil de Lorena, A. 1640.– Limiers, Historia del reinado de Luis XIV, tom. I, lib. I.