Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IV ❦ Reinado de Felipe IV
Capítulo VIII
La guerra de Cataluña
De 1641 a 1643
Insistencia y tesón de los catalanes.– Sale nuestro ejército de Tarragona. El paso de Martorell.– Son arrollados los catalanes.– Marcha del ejército real hasta la vista de Barcelona.– Consejo de generales.– Intimación y repulsa.– Preparativos de defensa en la ciudad y castillo.– Entréganse los catalanes a la Francia, y proclaman conde de Barcelona a Luis XIII.– Ordena el marqués de los Vélez el ataque de Monjuich.– Heroica defensa de los catalanes.– Auxilios de la ciudad y de la marina.– Valor, decisión y entusiasmo de todas las clases en Barcelona.– Gran derrota del ejército castellano en Monjuich.– Pérdida de generales.– Retirada a Tarragona.– Dimisión del de los Vélez.– Reemplázale el príncipe de Butera.– Fiestas en Barcelona.– Entrada del general francés conde de la Motte en Cataluña.– Apodérase del campo de Tarragona.– Escuadra del arzobispo de Burdeos.– Sitian los franceses a Tarragona por mar y por tierra.– Grande armada española para socorrer la ciudad.– Es socorrida.– Diputados catalanes en París.– Ofrecimiento que hacen al rey.– Palabras notables de Richelieu.– Ejército francés en el Rosellón.– El mariscal de Brezé, lugarteniente general de Francia en Cataluña.– Es reconocido en Barcelona.– El marqués de la Hinojosa reemplaza en Tarragona al príncipe de Butera.– El marqués de Povar, don Pedro de Aragón, es enviado con nuevo ejército a Cataluña.– Mándasele pasar al Rosellón.– Franceses y catalanes hacen prisionero al de Povar y a todo su ejército sin escapar un soldado.– Son enviados a Francia.– Explícanse las causas de este terrible desastre. Regocijo en Barcelona: consternación en Madrid.– El rey de Francia y el ministro Richelieu en el Rosellón.– Piérdese definitivamente el Rosellón para España.– Entrada del conde de la Motte en Aragón.– Vuélvese a Lérida.– Formación de otro grande ejército en Castilla.– Jornada del rey Felipe IV a Aragón.– Llega a Zaragoza y no se mueve.– El marqués de Leganés entra con el nuevo ejército en Cataluña.– Acción desgraciada delante de Lérida.– Retírase el ejército castellano.– Sepárase del mando al de Leganés.– Vuélvese el rey a Madrid.– Por resultado de esta guerra se ha perdido el Rosellón, y los franceses dominan en Cataluña.
Ocupada Tarragona por las tropas reales y abandonada por el general y los auxiliares franceses; ejército regularizado y numeroso el de Castilla y sostenido por toda la nación; gente irregular, bisoña y colecticia la de los catalanes y sostenida por una sola provincia, cualquier otro pueblo que no fuese tan tenaz y perseverante como el catalán hubiera sin duda caído de ánimo ante la desigualdad de la lucha. Al contrario sucedió en aquel país, famoso ya de antiguo por el tesón con que siempre ha defendido sus fueros. Continuaron las levas con extraordinaria presteza, y proponíanse aquellos naturales proteger la capital, fortificando y defendiendo el paso de Martorell; bien que más ardientes que entendidos los que trabajaban en las fortificaciones, ni estas iban dirigidas con acierto, ni se seguía en ellas un plan, ni adelantaban las obras, y era más el trabajo que el fruto, deshaciéndose al día siguiente lo que sin inteligencia se había hecho en el anterior.
Mucho y muy decidido empeño puso la diputación para hacer detener al general francés Espenan y reducirle a que se quedara a ayudar a los catalanes, no obstante la capitulación hecha con el marqués de los Vélez. Las instancias con que se lo pedían y los emisarios que al efecto le enviaron, pusieron al francés en cierta perplejidad; mas no pudiendo resolverse a quebrantar el tratado de Tarragona, entretúvolos con respuestas ambiguas, hasta recibir órdenes de su gobierno, al cual había consultado. La contestación de la corte de Francia fue, que cumpliera sin vacilar lo pactado con el marqués de los Vélez, y en su virtud al día siguiente de recibirla prosiguió su marcha para Francia (7 de enero, 1641), dejando el Principado abandonado a sus propias fuerzas. Otra vez todavía le rogaron que se volviera del camino, pero todo fue inútil. Espenan cumplió su compromiso, y entró en Francia{1}.
Fue tan sentida de los catalanes la salida de los franceses, como criticada y aun maldecida la conducta de Espenan, de quien públicamente se decía que algo más que el cumplimiento de su palabra le había movido a aquella determinación, y algo entibió este desengaño la afición de los catalanes a sus libertadores. Pero como hombres de valor y de tesón, no desmayaron por eso, y los más ardientes, haciendo virtud de la necesidad, consolábanse con la idea de que si solos se quedaban, excusaban de compartir con extraños la gloria de la defensa del país.
Entretanto, aunque entorpecidas y paralizadas por algún tiempo las operaciones del ejército de Castilla por lamentables rivalidades y celos entre sus jefes, al fin había salido de Tarragona y ocupado a Villafranca del Panadés, que el teniente general de los catalanes Vilaplana no se atrevió a defender. Algo más se resistieron en San Sadurní, pero asaltado el pueblo con ímpetu por los castellanos, se retiraron a las fortificaciones de Martorell, donde no se podía llegar sino por profundos valles y por entre encumbrados montes, y por lo mismo formaba como el antemural de la capital. Para incomodar al enemigo por la espalda ordenó la diputación a don José Margarit que con su gente bajara desde las sierras de Monserrat al campo de Tarragona. Este intrépido catalán se apoderó de noche del castillo de Constantí, cuya valerosa acción empañó haciendo degollar bárbaramente a cuatrocientos soldados castellanos que se hallaban heridos y enfermos en el hospital, como queriendo vengar con un hecho tan abominable las ejecuciones del marqués de los Vélez en Cambrils. El capitán castellano Cabañas arrojó después aquella gente feroz del pueblo y del castillo, no sin que le costra un reñidísimo combate.
A la vista ya el de los Vélez de las fortalezas de Martorell, llamó sus capitanes a consejo para ver cómo convendría atacarlas, y resolvió acometerlas y asaltarlas por donde mejor se pudiera, trepando además un cuerpo de ejército por la montaña de la izquierda, que bajando por el Coll de Portell cogiese al enemigo por la espalda. El diputado militar Francisco Tamarit que hasta entonces había estado ocupado en el Ampurdán, fue el encargado de su defensa; reconoció su ejército y pidió nuevos refuerzos a Barcelona: a pesar del disgusto que causó esta petición, que se criticó de cobardía o de falta de habilidad, todo el mundo se aprestó a concurrir a la salvación de la patria. Parroquias, cofradías, conventos, colegios, gremios, todos se apresuraron a dar socorros; y frailes, clérigos, estudiantes, tejedores, zapateros, sastres y otros artesanos marcharon confundidos en compañías con el mosquete al hombro, entre todos más de tres mil, a batirse con las tropas regulares de Castilla. De estas, la vanguardia, mandada por Torrecusa, subió por la aspereza de una sierra que los catalanes dejaron desguarnecida por creerla inaccesible. El marqués, que mandó entretanto atacar las trincheras y reductos, encontró en ellos una vigorosa resistencia, que duró todo un día, hasta que al siguiente entre el estruendo de la artillería oyeron los catalanes resonar trompetas a su espalda. Era Torrecusa con sus tercios de vanguardia. Diéronse entonces por perdidos, y reuniéndose los cabos para ver la manera de salvarse, acordaron retirarse en el mejor orden posible, si bien temiendo más a sus propios soldados que a los enemigos, porque recelaban que aquella gente feroz, como acostumbra en tales casos, los tratara de traidores. Apretábanlos fuertemente el de los Vélez y Torrecusa con el afán de acabarlos y poner término a la guerra en aquella batalla; pero ellos, conocedores del país, lograron desfilar por parajes y sendas que los castellanos no conocían, y pasaron el Llobregat, los unos por su angosto puente, por los vados los otros. Torrecusa entró en Martorell, y cuanta gente encontró, sin distinción de sexo ni edad, fue pasada a cuchillo en venganza de los oficiales y soldados que perdió y de la matanza del hospital de Constantí{2}.
Una parte de la caballería de Torrecusa se dirigió a San Feliu, al tiempo que acababan de llegar a la población los clérigos, estudiantes y artesanos que acudían de Barcelona en socorro de los de Martorell. A pesar del primer aturdimiento que al acercarse los castellanos sintió aquella milicia improvisada, todavía resolvió defenderse, e hízolo al abrigo de alguna infantería francesa que allí había y con la protección del intrépido capitán de caballos Borrell, en términos que al menos no fueron acuchillados, y tuvieron lugar para retirarse a las colinas y montañas.
Abierto y expedito ya el camino de Barcelona, el ejército continuó su marcha sin obstáculo hasta los pueblos más inmediatos a aquella capital. El marqués de los Vélez llamó a todos los cabos a consejo para acordar lo que se debería hacer. Las órdenes del ministro eran de que se tomara con la mayor prontitud la ciudad; pero el de los Vélez, que conocía que no es lo mismo disponer un plan desde el gabinete que ejecutarle en el teatro de la guerra; que no quería desobedecer a la corte, pero que comprendía estaba siendo el objeto de las miradas de toda Europa; que se proponía obrar en todo con prudencia, y principalmente en negocio tan grave y de tanta responsabilidad, habló a todos el primero, exponiéndoles las razones que había en pro y en contra de acometer desde luego una ciudad populosa, amurallada, artillada, defendida por gente desesperada y resuelta; las ventajas que habría en tomarla, siendo el foco y principal asiento de la rebelión, y los riesgos de malograr el golpe, estando el ejército tan falto de víveres y tan menguado con las pérdidas y con las guarniciones que había ido dejando atrás. El discurso del marqués dejó los ánimos de todos indecisos y vacilantes. Mandó después que cada uno hablara y diera su opinión. Todos tenían por desacertada la resolución de la corte, pero nadie se atrevía a contradecirla; solo uno instaba por que se cumplieran las órdenes del rey; de los demás, quién opinaba por el sitio, quién por llevar la guerra al Rosellón, quién por talar y saquear los pueblos, para ver si cansados los habitantes de sufrir tantos males conocían su yerro y volvían a la obediencia.
Resolviose por último aproximarse a la ciudad, ocupar a Sans, que dista media legua, reconocer a Monjuich para ver si habría probabilidad de rendir aquella fortaleza, y convidar segunda vez a los catalanes con el perdón. Al efecto dirigió el de los Vélez a la ciudad una carta diciendo: «Que se hallaba con fuerte ejército a la vista de la plaza; que el rey les ofrecía perdón por los excesos pasados y estaba pronto a recibirlos como hijos, si ellos se sometían a su obediencia; que este era el medio más eficaz para evitar los daños que causa siempre el furor del soldado cuando se conquista una plaza a fuerza de armas; que como natural del país y como amigo no podía menos de darles este consejo, y que vieran bien el peligro a que de no seguirle se exponían.» Leyose esta carta en la diputación; creyose, o se quiso hacer creer que era un artificio para seducirlos, y se respondió al general diciendo: «Que habiendo visto al ejército cometer las más horribles atrocidades desde su entrada en el Principado, así con los rendidos como con los que habían opuesto resistencia, la única resolución que esperaban tomase, como la única compatible con sus honras, vidas y haciendas, era la de retirar sus tropas: que esto supuesto, su excelencia vería lo que era de mayor servicio a S. M. y de mayor beneficio para el Principado, al cual se mostraba tan afecto, como natural, cristiano y amigo.»
Irritó esta arrogante respuesta al general y a los jefes castellanos, e inmediatamente ordenó el marqués que dos divisiones de gente escogida, al mando la una de don Fernando de Rivera, la otra al del maestre de campo de los irlandeses conde de Tyron, subiesen la montaña de Monjuich por los dos costados, colocándose esta segunda entre la montaña y la ciudad: que el duque de San Jorge se colocara en los molinos con diez y ocho escuadrones, y la caballería de las Órdenes en un pequeño valle a la izquierda; que las baterías dispararan sin cesar contra el fuerte; el general y su estado mayor se quedarían en el Hospitalet para dar órdenes, y Torrecusa y Garay acudirían donde la necesidad lo exigiese.
Al ver estas disposiciones, comprendieron los barceloneses, no obstante la arrogante respuesta que acababan de dar, que se hallaban en el mayor aprieto y peligro. Y resueltos a tomar cualquier partido que no fuera el de someterse al rey de España, juntáronse los diputados de los tres brazos en número de doscientos para deliberar lo que convendría hacer en situación tan apurada. Entre el dolor y el enojo de que todos estaban poseídos pronunciáronse diferentes discursos, bien que casi todos conviniendo en que la república era incapaz de defenderse por sus solas fuerzas, y en que se hallaban en uno de aquellos casos extremos en que es lícito apartarse de la obediencia de su señor natural y entregarse a otro. En su virtud propusieron separarse definitivamente del tiránico cetro de Felipe de Castilla, y elegir otro monarca a quien encomendar la protección del Principado. Halló eco esta proposición en la asamblea, y aclamando una voz a Luis XIII de Francia, fue repetida con general aplauso, acordándose en su consecuencia proclamar al monarca francés conde de Barcelona, título antiguo de los soberanos de Cataluña. Fundábase ésta elección en razones de identidad de origen de ambos pueblos, en los auxilios que ya los catalanes habían recibido de Francia, y en la esperanza de que el nuevo rey, en agradecimiento a esta preferencia, sostendría con más decisión sus libertades y fueros. Diputados, conselleres y oidores, levantaron acta de esta proclamación (23 de enero, 1641), comunicáronla al nuevo conde, la notificaron al pueblo, que la recibió con alegría, y dieron parte en la dirección de las armas y de los negocios públicos, como por vía de posesión de la provincia, a los cabos franceses que allí se hallaban, entregando a Mr. D'Aubigny la fuerza del castillo de Monjuich{3}.
Defendía pues el castillo, que entonces solo tenía unas malas fortificaciones, el general francés Aubigny con trescientos veteranos franceses y ocho compañías de artesanos de Barcelona, la primera de mercaderes, la segunda de zapateros, la tercera de sastres, la cuarta de pasamaneros, la quinta de los que llaman estevanes, en que entraban muchos oficios, la sexta de veleros, de taberneros la séptima, y la octava de tejedores de lino. Otra compañía de pellers guarnecía la torre de Damians. Había también una parte del tercio de Santa Eulalia, y estaba el capitán Cabañas con algunos de sus almogávares: gente toda brava y feroz, que con dificultad obedecía a sus cabos, y hubo uno de ellos a quien quisieron matar una noche, y para salvar su vida se pasó al ejército real. Era general de las armas del Principado el diputado militar Tamarit, y tenía por maestres de campo a Du Plesis y Seriñán. La caballería catalana y francesa compuesta de unos quinientos jinetes, formó frente al enemigo en el llano que termina el camino que va a Valdoncellas y el que sube a la Cruz cubierta. Se dio orden al conseller tercero que estaba en Tarrasa con la gente escapada de Martorell, para que acudiese a incomodar a los sitiadores, y a Margarit para que desde la sierra de Monserrat hiciese excursiones a fin de interceptar los convoyes del enemigo. Tamarit, Du Plesis y Seriñán distribuyeron convenientemente los tercios que habían de defender las murallas y los que habían de acudir al socorro del fuerte{4}.
Así las cosas, contentos y confiados los del ejército del rey, algo más recelosos, aunque no menos resueltos los de la ciudad, entre siete y ocho de la mañana del 26 de enero (1641) al grito de ¡Viva el rey! ¡Viva nuestro general! comenzaron las tropas castellanas a ejecutar el plan ordenado por el marqués. El escuadrón volante del conde de Tyron subió el primero a embestir la colina que mira a Castelldefels, sin que le detuvieran las descargas de los mosqueteros catalanes. Fueron estos sorprendidos por el escuadrón de Rivera que subía por el vallado, mas como se parapetaban fácilmente en las fortificaciones, hacíanles los nuestros poco daño, mientras ellos tuvieron la suerte de derribar de un balazo al conde de Tyron, pérdida que causó un sentimiento universal en todo el ejército. También pereció el sargento mayor don Diego de Cárdenas. Con mejor éxito fueron atacados los que defendían el puesto de Santa Madrona, hubieran sido del todo arrollados sin el socorro de los franceses que sus mismos capitanes pidieron al señor de Aubigny. Pero otro revés de más importancia sufrían a este tiempo los castellanos en la parte de ejército en que se consideraban más superiores, en la caballería. Mandada ésta por San Jorge y colocada en disposición de impedir que salieran socorros de la ciudad a Monjuich, fue provocada a combate por algunas compañías de caballos catalanes y franceses, protegidas por una manga de mosqueteros que disparaba al abrigo de una trinchera. Cuando la caballería española los acometía, retirábase el capitán francés con mucho artificio, atrayéndola hasta hacerla sufrir no poco estrago de su mosquetería. Pidió el de San Jorge auxilio a nuestra infantería, y con ella y con los escuadrones de las Órdenes arremetió furioso y obligó a los franceses a refugiarse a los muros y media luna del portal de San Antonio. Pero sufrían los nuestros un fuego mortífero de su artillería y mosquetería de las murallas. Ciega y ardorosamente arremetió más de una vez el de San Jorge con el escuadrón de coraceros, revolviéndose con sus contrarios y llegando a tener agarrado por el tahalí al capitán francés La Halle; prodigios de valor y arrojo hizo aquel intrépido general, hasta que cayó mortalmente herido de su caballo; a recogerle acudieron los capitanes; algunos de estos murieron en la refriega; Filangieri cayó también al suelo gravemente herido; con gran trabajo consiguió nuestra tropa retirar a uno y a otro medio desangrados, como que aquella noche murieron ambos jefes en el inmediato pueblo de Sans. Mucha sangre costó aquella refriega a la caballería castellana, tan superior en número a la enemiga; y mucho alentó aquello a los rebeldes de la ciudad que lo presenciaban.
Ya esto les permitió hacer señales a los de Monjuich de que iban a enviarles socorro; y así fue que sin dejar de hacer su artillería acertadísimos disparos que diezmaban nuestros escuadrones, escogiéronse dentro de la ciudad dos mil mosqueteros de los más hábiles y robustos, los cuales salieron animosos por el camino cubierto que iba al fuerte. Al mismo tiempo también los marinos de la ribera desembarcando al pie de Monjuich comenzaron a trepar resueltamente en auxilio de los catalanes de arriba. Las fuerzas castellanas que atacaban la fortaleza retrocedían unas veces y avanzaban otras, llegando algunas hasta tocar las mismas trincheras. A este tiempo divisaron los de dentro la gente de socorro que les iba de la ribera y de la ciudad. Alentados con esto, saltaron algunos del fortín espada en mano, y hasta un padre capuchino que llevaba en ella un crucifijo, gritando: «Ea, catalanes, esta es la hora de volver por la honra de Dios ultrajado y de Cataluña ofendida.» Cuando llegó Torrecusa con su reserva, persuadido de que iba a tomar el fuerte y a hacer resonar el grito de victoria, quedose sorprendido al encontrar los soldados huyendo, los capitanes descorazonados, y todo en confusión. Con su ejemplo y con su voz les volvió el aliento el de Torrecusa, y logró que con él se acercaran a las fortificaciones, bien que un artillero catalán disparando con el mayor acierto un pedrero aclaró horriblemente las filas de nuestros soldados. Faltaban escalas para el asalto, imprevisión que no se podía esperar en el de Torrecusa, y enviolas a pedir al de Xeli, encargándole al propio tiempo que continuara batiendo la ciudad. Pero antes que las escalas llegaran, entraron en la fortaleza los catalanes de la ciudad y ribera, y juntos todos arremetían y disparaban con tal furor, que desde entonces todo fue estrago para nuestra gente, muriendo los mejores y más atrevidos capitanes, entre ellos los dos Fajardos, sobrinos del general; y observándolo todo el marqués de los Vélez, revolvía ya en su imaginación los más tristes presagios acerca del éxito de la empresa.
A las tres de la tarde el estruendo continuado del mosquete y del cañón retumbaba a un tiempo en derredor de la ciudad y en la altura de Monjuich. Aquí los castellanos, cansados ya de no adelantar nada, murmuraban del general que se empeñaba todavía en llevarlos inútilmente a la muerte, y deseaban un pretexto para retirarse y salvar las vidas. Vínoles pronto la ocasión, puesto que cogiéndolos así dispuestos una impetuosa salida de los catalanes del fuerte, apoderose de ellos tal pánico, que revolviéndose los escuadrones primeros, y comenzando a bajar desordenadamente la falda atropellaban a los que estaban después de ellos; creyéndose estos arrollados por todas las fuerzas enemigas juntas, arrojaban las armas y se despeñaban por barrancos, zanjas y malezas, sin que nadie oyera las voces con que sus oficiales se esforzaban por animarlos y contenerlos. En este desorden, los enemigos cobrando audacia los acosaban con espadas, chuzos, hachas, alfanjes y todo género de armas. Mucha sangre castellana regó las colinas de Monjuich en esta retirada vergonzosa, pereciendo muchos hombres de honor arrastrados y atropellados por los cobardes. Las banderas de Castilla, antes victoriosas, andaban pisoteadas por el suelo. El de Torrecusa, que fatalmente supo a este tiempo la muerte de su hijo el de San Jorge, afectado de una y de otra desgracia se dejó dominar de la amargura, se despojó de sus insignias militares, y se redujo a la soledad sin querer ver ni oír a nadie{5}. En vista de esto el de los Vélez encomendó a Garay la dirección de las tropas que había tenido Torrecusa.
Los escritores catalanes testigos de aquellos sucesos se entusiasman describiendo el ardor patriótico que todas las clases de la población mostraban en la ciudad, el valor, el arrojo y la diligencia hasta de las mujeres y los niños en llevar a los de las murallas municiones, cuerdas, provisiones, medicinas y todo género de socorro, pidiendo para ellos por las casas y calles las que no tenían, y enviándoles hasta las monjas desde sus conventos bizcochos y confituras, al tiempo que otras rogaban a Dios en los templos por el triunfo de la causa de Cataluña. Algunas mujeres andaban vestidas de soldados con espadas y puñales, y algunas hubo que voluntariamente acompañaron a los que fueron desde la ciudad a Monjuich. Pero nada de esto maravilla al que conozca el ardor con que los catalanes han defendido siempre las causas que ellos toman como nacionales, porque interesan al Principado{6}.
Trabajo costó a Garay, encargado ya del mando, rehacer los escuadrones, porque el miedo, el aturdimiento y el disgusto habían hecho a los soldados sordos a las voces y a las exhortaciones de sus jefes. Al fin consiguió reorganizar del mejor modo posible el destrozado ejército. Juntáronse entonces los cabos en consejo para determinar lo conveniente en estado tan lamentable. Mudo permaneció el de los Vélez que le presidía, preocupado todo en considerar su desgracia y la de tan brillante ejército. Acordaron pues todos, y él no se opuso, volverse a Tarragona, y antes de la luz del nuevo día emprendieron precipitadamente su marcha, temiendo que los acosaran los catalanes. Llegaron no obstante sin ser por nadie molestados, y desde aquella ciudad informó el de los Vélez al rey del infortunio, pidiendo su retiro. Fuele concedido, y se nombró en su lugar al virrey de Valencia Fadrique Colona, condestable de Nápoles y príncipe de Butera{7}.
Tal y tan desventurada fue la famosa jornada de Barcelona, hecha por el marqués de los Vélez con el ejército más florido que pudo reunirse en España entonces, y después de haber vencido a los catalanes en todos los puntos en que habían hecho resistencia. En ella se perdieron dos de los más esclarecidos generales, con multitud de oficiales valerosos; once banderas de Castilla fueron depositadas en la sala de la diputación de Barcelona, sin otras que los particulares recogieron, y ofrecieron a diferentes santuarios, y que entre todas hacen algunos subir a diez y nueve. Déjase comprender con cuánto júbilo se celebraría en Barcelona la derrota del ejército castellano, a la cual llegaron tarde los refuerzos que a los catalanes les venían de Tarrasa y los que descendían de las inmediatas cordilleras. La gente devota atribuyó este triunfo a la protección de Santa Eulalia y Santa Madrona, y los templos resonaron con las fiestas solemnes que se celebraron en acción de gracias a estas santas patronas.
Llegó a Barcelona, de paso para Roma, a tiempo de felicitar a los catalanes por su gran triunfo, don Ignacio Mascareñas, embajador del nuevo rey de Portugal, quien a nombre de su monarca ofreció a la ciudad y al Principado la amistad y ayuda de aquel reino, levantado contra Castilla por causas algo parecidas a las que Cataluña había tenido.
A poco tiempo recibieron el Principado y la diputación diferentes cartas del monarca francés (febrero y marzo, 1641), que todos aguardaban ya con ansiedad, manifestando que aceptaba con agrado y como gran merced su determinación, y que para arreglar los pactos y condiciones entre ambos pueblos daba ámplios poderes, como representante de su persona, a Mr. de Argenzon, gran político, y sujeto de aventajadas cualidades. A su entrada en Barcelona salieron a recibirle los nobles don Pedro Aymerich y don Ramon de Guimerá{8}. Y cuando Barcelona agasajaba al representante de Luis XIII de Francia, Felipe IV de Castilla comunicaba a la diputación y conselleres el nombramiento de lugarteniente general que había hecho en el príncipe de Butera, encargando que le obedeciesen y respetasen como a su propia persona. Singular candidez, que ni siquiera mereció contestación, ni de la diputación ni de los conselleres{9}.
La retirada del ejército real a Tarragona había sido a tiempo, porque a mediados del mes siguiente comenzaron ya a entrar en el Principado cuerpos considerables de tropas francesas, y el 20 del mismo mes (febrero) entró en Barcelona su general en jefe Houdencourt, conde de la Motte. Apareciose no mucho después en las costas de Cataluña el belicoso arzobispo de Burdeos con una flota de doce galeras y veinte naves, y después de haber apresado, supónese que por infidencia de los marineros, las que Juanetin Doria enviaba con municiones y víveres a la plaza de Rosas, corriose a las aguas de Tarragona. A principios de abril moviose el de la Motte en dirección de la misma ciudad con nueve mil infantes y dos mil quinientos caballos, la mayor parte franceses, con más el tercio de Santa Eulalia, que mandaba el conseller tercero don Pedro Juan Rossell. La guarnición de Valls, que podía haberles hecho alguna resistencia, se retiró al acercarse conforme a orden que de su general tenía. Así pronto se vio el de la Motte dueño de casi todo el campo de Tarragona sin disparar un tiro. La guarnición del castillo de Constanti, compuesta de trescientos hombres, se entregó cobardemente al francés tan pronto como se aproximó a la villa. Rindiose igualmente Salou; y viéndose el francés dueño de toda la comarca, y teniendo enfrente la escuadra del arzobispo de Burdeos, quiso apoderarse de la plaza de Tarragona; mas no contando ni con la artillería ni con las fuerzas suficientes para atacarla, propúsose reducirla por hambre, a cuyo efecto acuarteló sus tropas en los pueblos del contorno, quedando así cerrada la ciudad por mar y por tierra. Por más que el arzobispo no aprobara esta determinación, que podía acaso comprometer su flota si era acometida por la de España, recibió orden de Richelieu para que cerrara estrechamente la boca del puerto, y así tuvo que ejecutarlo.
No dio pruebas de muy hábil el nuevo general en lo de estarse quieto y dejarse encerrar en la plaza de Tarragona; pues aunque el ejército había quedado reducido a menos de las dos terceras partes, aun se componía de cerca de catorce mil hombres, superior en número al del conde de la Motte, y más que suficiente para detenerle y quebrantarle; y no que dio lugar a que aquel enseñoreara el campo de Tarragona y tuviera tiempo para fortificar los pasos entre aquella ciudad y la frontera de Aragón. Así fue que no tardó en verse en los mayores apuros; y por otra parte el cardenal de Richelieu no se descuidaba en imposibilitar a los de Tarragona todo auxilio de los del Rosellón, enviando a esta provincia otro ejército de ocho mil infantes y mil caballos al mando de Condé, que no tardó en rendir la plaza de Elna, interceptar la comunicación de Perpiñán con Colibre, y dejar expedito a las tropas de Francia el camino de Cataluña. Y entretanto un representante de la corte de París en Barcelona exigía de la diputación a nombre del rey cristianísimo, que fortificara las plazas, pagara puntualmente las guarniciones, aumentara los sueldos de los franceses, y tuviera siempre en pie un cuerpo permanente de seis mil catalanes, que no pudiera nunca deshacerse y retirarse a sus casas como los de las levas y cofradías. La Francia exigía ya y obraba como soberana del Principado.
Solo por mar podía ser socorrida Tarragona, y así lo comprendió el ministro Olivares despachando las órdenes más terminantes y precisas al marqués de Villafranca que mandaba las galeras de la costa de Valencia. Vencidas algunas dificultades por parte de éste y del virrey de Valencia marqués de Leganés, presentose al fin el de Villafranca con su flota delante de Tarragona (4 de julio, 1641). Superior su escuadra a la del arzobispo de Burdeos, abriose ésta en dos alas dejando ancho paso a las galeras del marqués, de las cuales penetraron las más en el puerto, pero quedando otras fuera, porque la armada francesa empezaba a plegar sus alas acercándose cuanto pudo al muelle, y haciendo un fuego continuado y vivísimo inutilizó o incendió algunos bergantines y una gran parte de las provisiones que acababa de dejar el de Villafranca: de modo que al poco tiempo se hallaron los de Tarragona en los mismos apuros y aun en mayor miseria que antes. Sin embargo, a los pocos días logró el de Villafranca introducir los socorros en Tarragona, muy acosada ya del hambre.
Empeñada la corte, y en verdad en ello iba ya la suerte de España, en sostener y salvar a Tarragona, determinó hacer un esfuerzo extraordinario para socorrerla. Mandose reunir una armada poderosa, compuesta de todas las naves que llevaban bandera española; y en su consecuencia se reunieron las galeras de Dunkerque, las de Nápoles, las de Génova, Toscana y Mallorca, al mando de los duques de Fernandina y Maqueda con las del marqués de Villafranca, y las velas de toda la escuadra reunida se dejaron ver el 20 de agosto a la altura de Tarragona. Viose pues el prelado de Burdeos obligado a retirarse y a huir a toda vela a la costa de Provenza. La plaza quedó socorrida sin obstáculo y el ejército francés-catalán levantó el sitio, si bien a la corte le quedó el sentimiento de que no se hubiera obligado al arzobispo a entrar en combate; mientras por otro lado los catalanes acusaron al arzobispo de haberse dejado sorprender; Richelieu le hizo también cargos por su conducta, y resentido y quejoso el prelado de ver cuán mal se apreciaban sus servicios, se retiró haciendo dimisión de su empleo{10}.
Por su parte el de la Motte y el conseller tercero, abrumados de pesar por la escasez de gente y de recursos, por la incapacidad de los soldados de las últimas levas y el estrago que en los veteranos habían hecho las enfermedades, pidieron con instancia al consejo y diputación de Barcelona, que enviaran una embajada especial al rey Luis, para que informándole del verdadero estado de las cosas y del desconsuelo de los catalanes, le suplicara en nombre del país les acudiera con prontos y eficaces socorros por mar y tierra, y le invitara a que viniese él mismo a visitar el Principado y a prestar el juramento como soberano de Cataluña, con lo cual calmaría la efervescencia de los ánimos y se acrecentaría el amor que ya le tenían aquellos naturales. Accedió a ello la diputación, y fue encomendada esta delicada misión a don José de Margarit, llevando los pactos y condiciones bajo las cuales le prestaban vasallaje los catalanes. La guerra de los Países Bajos en que se hallaba a la sazón empeñado Luis XIII no le permitió venir en persona a prestar el juramento, y viose precisado a dar sus poderes para ello al marqués de Brezé, mariscal de Francia, persona muy calificada, y nombrado recientemente virrey de Cataluña. Por lo demás las condiciones y pactos que le presentaron los catalanes fueron aceptadas por el rey Luis con cortas modificaciones en algunas de sus cláusulas{11}.
Es fama haber ocurrido en esta embajada otro incidente, de que sentimos a fuer de buenos españoles haber de dar cuenta. Refiérese que no contento el embajador catalán con los socorros que el rey de Francia y sus ministros le ofrecieron, en una conferencia particular con Richelieu le persuadió de lo ventajoso que sería a la Francia adquirir un territorio tan extenso y de tanta costa como el Principado de Cataluña y los condados de Cerdaña y Rosellón, que le abriría la puerta para la conquista de toda la Península, porque desde Lérida podría llevar fácilmente sus ejércitos hasta Madrid, y acabar de una vez con una potencia de quien tantos daños había recibido. Increíble nos parece que a tal extremo pudiera conducir a ningún hombre el resentimiento y el deseo de la venganza. Pero añádese haber respondido el cardenal que por lo mismo que estaba persuadido de ello, intentaba arrojar a los españoles de Perpiñán y dejar expedito el camino de Barcelona. «Pero temo, añadió el astuto ministro, que los catalanes se cansen de las incomodidades de la guerra, y al cabo vengan a reconciliarse con su rey, haciendo inútiles todos nuestros esfuerzos.» Replicole Margarit que si la Francia no faltaba a lo convenido, tan seguro estaba de que los catalanes cumplirían su palabra, que no tendría inconveniente en entregarle sus propios hijos en rehenes. «Pues bien, contestó el cardenal, yo daré la ley a España, y os haré ver que sé aprovecharme de las facilidades que me proporciona la provincia de Cataluña.»
No necesitaba el ministro de Luis XIII jurar lo que decía para ser creído: con ese designio había obrado ya antes, y los ofrecimientos de los comisionados no podían hacer sino confirmarle en él. Desde luego resolvió enviar más fuerzas al Rosellón, y que el mismo monarca y él irían allá, volviéndose el de Condé a París para gobernar la ciudad en ausencia del rey. Nombró generales del ejército del Rosellón a los mariscales Schomberg y la Meylleraie, y el marqués de Brezé mandaría una numerosa flota para disputar a los españoles el dominio del mar. Tales fueron los planes que el de Richelieu manifestó para alentar y mantener devotos a su partido los catalanes.
Detenido el de Brezé en el Rosellón, a fin de impedir que cinco o seis mil castellanos que estaban en Colibre fuesen en socorro de Perpiñán, y con el deseo de no demorar el juramento que tenía que prestar en Barcelona a nombre de su rey, envió a la diputación para que le supliese en esta ceremonia a Diego Bisbe Vidal. La diputación, teniendo por urgente lo del juramento para arreglar los negocios pendientes en la administración de justicia, acordó enviar al síndico de la Generalidad, y los estamentos nombraron también tres personas, una por cada brazo, para que saliesen al encuentro al Vidal, y habiéndole hallado en la Junquera, verificose en aquella villa la ceremonia del juramento (30 de diciembre, 1641), sin perjuicio de repetirle después el mismo Brezé en Barcelona en la forma debida.
Había sido nombrado jefe de las armas de España en el Rosellón el marqués de Mortara, bien reputado desde la acción de Fuenterrabía. Mas como tuviese poca gente para resistir al ejército francés, diose orden a Torrecusa, rehabilitado ya en el mando, para que formando tercios de los soldados de las galeras y con los que pudiera sacar de Tarragona se embarcase a socorrer al de Mortara. El mariscal de Brezé y los catalanes se habían fortificado en el paso de Argelés. Torrecusa, con su energía y su actividad acostumbrada, arregló su gente, desembarcó en Rosas, pasó el Tech con el agua al cuello, sorprendió una noche las centinelas catalanas, degolló algunos soldados, ahuyentó los otros medio desnudos, y abierto el paso logró juntarse con el de Mortara, que al efecto con su aviso vino a reunírsele desde Perpiñán. Picado de esto el de Brezé acometió a los nuestros, y empeñose una recia y brava batalla, y siendo poco más o menos igual la infantería de ambos campos, pero muy superior en número la caballería francesa, portáronse con tal bravura Torrecusa y Mortara que obligaron a los enemigos a retirarse con no poca pérdida, quedando ellos dueños del campo (diciembre, 1641). El resultado de esta gloriosa acción fue hacer ver a los franceses que aún no se había embotado el buen temple de las armas de Castilla, proveer a Perpiñán de provisiones para un largo sitio, la rendición de Argelés y de Santa María del Mar, bien que ésta fuese después reconquistada por los franceses{12}.
El de Brezé, dispuesto lo conveniente para dejar guarnecidas las plazas que había ganado en el Rosellón, partió para Barcelona, donde fue recibido con gran regocijo, y ratificó el juramento como virrey de Cataluña (febrero, 1642), después de cuya ceremonia hizo entrada pública en la ciudad en dos diferentes días, en uno como virrey y lugarteniente del rey de Francia, el otro como general en jefe del ejército.
Nada se había hecho por la parte de Tarragona desde el socorro de la grande armada. El general don Fadrique de Colona, príncipe de Butera, murió a poco de esto; única cosa que puede decirse de él. Hombre de otra resolución el marqués de la Hinojosa, conde de Aguilar, que le sucedió, aunque interinamente, recibido un refuerzo de ochocientos coraceros, salió a campaña a principios de este año (1642), y después de derrotar dos compañías francesas en el Plá, sorprendió la villa de Alcover e hizo prisionero el tercio de Barcelona, al cual trató con mucha consideración para ver de aplacar los ánimos que tanto había irritado la severidad del marqués de los Vélez. Mas no por eso dejó de acometerle con gran furia el de la Motte, aunque sin fruto, pues no obstante ser inferiores en número los españoles, hubo aquél de retirarse con gran pérdida a Montblanch. Enseñoreose Hinojosa de Reus, Altafulla, Vendrell, Tamarit y otras villas en que había guarniciones catalanas, tratando a todos con moderación, menos a los del castillo de Constanti, a quienes pasó a cuchillo por la imprudencia con que se empeñaron en resistirle. Acibaró la satisfacción de estos triunfos la desgracia del genovés Juanetin Doria, que habiendo dispersado una tempestad sus galeras cuando venía del Rosellón y encallado la capitana en la costa de Blanes, fue hecho prisionero y llevado a Francia.
En tal estado las cosas, y cuando se veían síntomas de ir mejorando, tomaron desde entonces el más funesto rumbo, ya por competencias de mando entre nuestros generales, ya por el desacierto y la obstinación del conde-duque, astro de siniestro influjo para España.
Habían sido nombrados los dos hijos del difunto duque de Cardona, don Vicente y don Pedro de Aragón, el primero general de las galeras de Valencia destinadas a la costa de Cataluña, el segundo general del ejército de Aragón que había de operar también en el Principado. Púsose en marcha con sus tropas el don Pedro, y pasando el Cinca llegó sin tropiezo al campo de Tarragona. Suscitáronse allí competencias entre los dos generales sobre quién había de tener el mando superior, conviniéndose al fin en que cada uno mandaría con independencia sus propias tropas, hasta consultar a la corte y que ésta resolviese. La corte resolvió lo peor, que fue, mandar a don Pedro de Aragón, marqués de Pobar, que tomando seis mil infantes, mil quinientas corazas y mil dragones pasase al Rosellón. Tenía para esto que atravesar más de cien millas por país enemigo, por tierra fragosa y quebrada, y por parajes angostos, sin víveres ni medios de trasportarlos, y todo esto cuando en el Rosellón, en Barcelona y en Montblanch había tres generales franceses con bastante tropa cada uno observando sus movimientos, a saber: la Meylleraie, Brezé y el de la Motte. Para hacer ver estos y otros inconvenientes envió el marqués de Pobar a Madrid su maestre de campo don Martín de Múgica, proponiendo que en el caso de tener que ir al Rosellón lo haría embarcándose en Tarragona, cosa fácil de ejecutar bajo la protección de nuestras escuadras. Pero el ministro Olivares, en esta ocasión tan obstinado y terco como desacertado y torpe, cerró los oídos a todas las observaciones del enviado, que eran las que todo hombre de mediano sentido alcanzaba, y fuele preciso al de Pobar obedecer y ejecutar tan descabellado mandamiento.
Aunque se había convenido en que la Hinojosa protegería el movimiento llamando la atención del enemigo hacía el Coll de Cabra, esto no se cumplió. No se sabe la causa, pero la conducta posterior de Hinojosa, altamente criminal, induce a creer que le abandonó por una abominable emulación. Porque habiendo llegado después una contraorden mandando al de Pobar que se quedara en Tarragona, y prestándose a llevarla el general de la caballería de las Órdenes don Rodrigo de Herrera, comprometiéndose a alcanzarle en dos marchas con cien caballos, no lo consintió Hinojosa, y se la fio a uno que la llevó al enemigo, comprometiéndose alevosamente la suerte de todo un ejército. Gran felonía la de aquel traidor, e inmensa responsabilidad también la de Hinojosa.
Emprendió el de Pobar su marcha (marzo, 1642) por un país exhausto y desierto, sin víveres, sin forraje y sin agua, pero sin que nadie le incomodara, hasta Villafranca del Panadés y Esparraguera, porque era plan de los catalanes y franceses dejar que se internara y aislara en el país. Allí supo que el enemigo le tenía interceptados los pasos de modo que era imposible seguir adelante, en tanto que el conde de la Motte le alcanzaba ya y picaba la retaguardia. Y aunque esta acometiera a catalanes y franceses con tal bravura que hizo a varios capitanes morder el suelo y a otros huir hasta Barcelona, sin embargo al ver los montes vecinos coronados de gente, los almogávares cerrando los pasos del camino, las campanas tocando a somatén, las fogatas en los cerros para avisarse los del país, los caballos de la expedición estenuados de hambre y de fatiga, los hombres sin fuerzas para llevar las armas, y en medio de dos ejércitos franceses, determinó el de Pobar emprender la retirada, porque seguir era temeridad, y ya había acreditado que sabía obedecer. Desde el lugar de la Granata, para no encontrarse con los enemigos, tomaron de noche por el Coll de Santa Cristina; mas después de haber andado muchas horas, sin luz, hambrientos, tropezando y cayendo a cada paso, por yerro o por malicia de los guías vinieron a amanecer al mismo punto de donde habían salido. Cuando se preparaban a darse algún reposo y buscar algún alimento, echóseles encima el de la Motte, y cogiéndolos desfallecidos y además descuidados, hízolos a todos prisioneros, sin escapar ni generales ni soldados (abril, 1642).
«Viva el rey ¡viva la Francia!» era el grito que resonaba en las calles de Barcelona luego que llegó a la ciudad el correo que el de la Motte envió con la noticia de este gran triunfo{13}. Celebráronse fiestas con procesiones solemnes por espacio de tres días. Todo el ejército prisionero fue conducido a Barcelona: los generales entraron en coches, y los aposentó el lugarteniente del rey de Francia en su propio palacio, y los agasajó con espléndidos banquetes. Después fueron llevados a Francia por mar y por tierra de quinientos en quinientos{14}. Ganó el bastón de mariscal el conde de la Motte. En Madrid produjo la noticia de este suceso un verdadero espanto; no faltó quien culpara de él al marqués de Pobar; en verdad con poca justicia, que si no era don Pedro de Aragón un general muy entendido, éranlo sus tenientes, y a él nadie podía tacharle de poca lealtad al rey, que por ella había sufrido como sus hermanos larga prisión en Barcelona. Algo más culpados eran el conde-duque de Olivares por sus desacordadas órdenes, y el marqués de la Hinojosa por su perversa conducta.
La guerra del Rosellón había tomado también el peor aspecto posible. Richelieu cumplió su palabra de asistir con el rey a los campamentos, si no para dirigir, para alentar con su presencia a generales y soldados. Un ejército de veinte y seis mil hombres operaba en aquella provincia al mando de los mariscales Schomberg y la Meylleraie. No tenía España ni aun la gente precisa para defender convenientemente las plazas. La de Colibre, donde estaba el marqués de Mortara, y que sitió y atacó Meylleraie, fue defendida con tesón y con brío. Varias y muy vigorosas salidas hicieron los sitiados aún después de abierta brecha, y en una de ellas llegaron a tomar seis piezas al enemigo, pero destruida por las bombas la cisterna que les surtía de agua, tuvieron que capitular y rendirse con honrosas condiciones (abril, 1642). Otras de menos importancia se fueron entregando también con menor resistencia. Perpiñán, la capital del condado, fue asediada por los dos generales y por todo el ejército, en términos que ni dejaban salir una sola persona ni entrar una sola acémila con provisiones. La guarnición compuesta de tres mil hombres mandados por el marqués de Flores de Ávila, resistió con heroísmo por espacio de más de cinco meses un hambre horrorosa, en que después de consumir y apurar todos los animales, hasta los más inmundos, llegó al extremo de tragarse los pergaminos y roerse los cueros. Los tres mil hombres habían quedado ya reducidos a quinientos, y no tenían de donde recibir ni de donde esperar socorro. Fue pues preciso capitular, y no fue poca honra para aquellos valientes el salir con todos los honores de la guerra, con seis piezas de cañón y municiones para veinte tiros. Cuando entraron en ella los franceses (9 de setiembre, 1642), encontraron cien piezas de cañón de diferentes calibres, y fusiles para veinte mil hombres. Era el más rico arsenal que tenía España en aquel tiempo. Con la rendición de Perpiñán fue excusado ya pensar en la defensa de otras plazas. Los franceses quedaron dueños del Rosellón, y se perdió definitivamente para España aquella rica provincia, que con tan merecido empeño habían conservado los predecesores de Felipe IV{15}.
En este intermedio, por la parte de la frontera aragonesa-catalana el mariscal de la Motte, después de hecho prisionero el ejército de don Pedro de Aragón, había intentado apoderarse de Tortosa; pero el gobernador Bartolomé de Medina, la guarnición, el clero, el obispo, la nobleza, el pueblo, las señoras mismas, todos defendieron la ciudad con tal denuedo, compitiendo noblemente todas las clases en actividad y valor, que después de dejar el francés ochocientos hombres muertos en los fosos, se retiró con ignominia, y como exasperado con aquella afrenta determinó entrarse por las tierras de Aragón. No fue mejor recibido en aquel Tamarite de Litera en que el año anterior había cometido una infame y horrible alevosía{16}. Los habitantes, que conocían ya bien a su costa la perfidia de este hombre, le resistieron hasta matarle quinientos soldados, y cuando ya no pudieron más, huyeron a los montes. Algunos se hicieron fuertes en la torre de la iglesia, resueltos a morir antes que rendirse; y no murieron, porque el general francés no quiso detener su marcha por tan poca gente, contentándose con dejar incendiada la población, que toda, a excepción de solas cinco casas, quedó reducida a pavesas. Deshonra grande para quien acababa de recibir el bastón de mariscal, y gloria para los valerosos vecinos de Tamarite. Púsose después sobre Monzón: cuatro mil personas de la villa se refugiaron al castillo, que capituló al fin. Pero convencido el de la Motte de que Aragón no era Cataluña, y de que le era imposible conquistar una provincia tan fiel a su rey como enemiga de los franceses, retirose a Lérida temeroso de comprometer su ejército.
Hinojosa, encerrado en Tarragona, limitose a hacer algunas excursiones por el campo, en una de las cuales destrozaron los nuestros una columna de mil quinientos franceses y catalanes, degollando gran parte de ellos. Cuéntase que se descubrió en Tarragona una conspiración que los frailes carmelitas descalzos habían tramado para entregar la plaza, y que al irlos a prender se dejaron los más matar en sus celdas antes que darse a prisión.
También en el mar se había combatido. La escuadra española de Dunkerque mandada por el almirante Feijóo batió furiosamente la armada francesa (30 de junio, 1642), echando a pique nueve de sus buques y maltratando otros; pero reforzada la de Francia con nuevos bajeles, causó un descalabro en los nuestros, teniendo que recogerse al puerto, y quedando los franceses dueños del mar.
Clamaba todo el mundo, y desde el principio de la guerra se llevaba clamando porque el rey fuese a animar con su presencia a los que combatían por él, al modo que lo estaba haciendo el rey de Francia. Oponíase solo el de Olivares, temeroso sin duda, o de que se hiciera patente su ineptitud, o de que le suplantara en la privanza algún general de inteligencia o de fortuna. Al fin no pudo acallarse el clamor universal, y se acordó la jornada del rey. Dispúsose todo con gran ruido y aparato: hízose un llamamiento general a todos los grandes, nobles y caballeros a fuero de Castilla, conminando a los que no acudiesen con penas deshonrosas{17}; se registraron y recogieron todas las armas ofensivas y defensivas; se hicieron levas y requisas de hombres y de caballos, y poblaciones hubo como Madrid, donde ni quedaron hombres que ejercieran ciertos oficios, ni caballos de tiro para los coches. Faltaba dinero, y se apeló al patriotismo de los grandes y ricos para que cada cual ocurriese a los gastos a título de donativo según su fortuna y facultades, lo cual produjo una no despreciable suma{18}. Cuando todo estuvo dispuesto, emprendió el rey su jornada, pero con tal lentitud, que habiendo salido de Madrid el 26 de abril, fuese deteniendo en Aranjuez, Cuenca, Molina y otras poblaciones, entreteniéndole el conde-duque con fiestas, en términos que no llegó a Zaragoza hasta el 27 de julio, presentándose, no con la sencillez de quien iba a una expedición militar y a ver de enderezar una guerra desgraciada, sino con el boato, la pompa y la magnificencia de quien fuera a celebrar un gran triunfo.
Juntose con estos esfuerzos un nuevo ejército de diez y ocho mil infantes y cerca de seis mil caballos, cosa extraordinaria atendida la situación en que se encontraba el reino, y nombrose general en jefe al marqués de Leganés, a quien ya conocemos por sus mandos en Italia y Aragón y que estaba entonces en la gracia del conde-duque. Al mismo tiempo se equipó en Cádiz una armada de treinta y tres navíos de guerra, y cuarenta buques menores, con nueve mil hombres de tripulación, cuyo mando se dio al duque de Ciudad Real. Con estos elementos había derecho de prometerse una campaña ventajosa por mar y por tierra. Mas la suerte de España no lo quiso así. El rey no solamente no se movió de Zaragoza, sino que allí parecía haber ido más a pasar una temporada de recreo, según se daba a las diversiones, que a inspeccionar y dar calor a las operaciones de una guerra de que pendía la suerte de la monarquía. Vergüenza debía causarle ver que la reina en Madrid, donde quedó gobernando, visitaba los cuarteles, animaba los soldados y se desvivía por encontrar y enviar recursos{19}.
Como antes de emprenderse la campaña se supiese la rendición de las plazas del Rosellón, diose ya por perdida aquella provincia, y en lugar de dividir el ejército en dos cuerpos, como se había pensado, destinósele íntegro a Cataluña{20}. Púsose pues en movimiento el de Leganés a fines de setiembre (1642), y pasando el Segre por Aytona, sentó el 7 de octubre su campo delante de Lérida en el llano de las Horcas. Esperábale el mariscal de la Motte con doce mil hombres, apostado en una colina llamada de los Cuatro Pilares. Atacó el primero don Rodrigo de Herrera con trescientos jinetes, e hízolo con tal brío, que se apoderó de una de las baterías enemigas colocada en un repecho. Pero acudieron allí nuevas tropas y fueron los nuestros rechazados. Hízose al fin general el combate en toda la línea, y peleose desde la mañana hasta la noche; muy mal por parte de los nuestros, y no porque no lo hicieran con valor, sino por la confusión en el mando, que fue tal, que ni se entendían las órdenes, ni menos se ejecutaban, ni se sabía a quién obedecer, y cada oficial peleaba con los suyos por su cuenta, y nadie se subordinó a una voz y a un plan. De modo que llegada la noche se ordenó la retirada, y quedó el enemigo dueño del campo; y aunque se perdió poca gente, y no se puede decir que sufriéramos una derrota, es lo cierto que se renunció a tomar a Lérida, que el ejército perdió su fuerza moral, y que retirado a cuarteles se fue menguando y disipando por la indisciplina y las deserciones{21}.
Oscurecida quedó con esta acción la gloria en otros campos ganada por el marqués de Leganés. Hiciéronsele las más graves acusaciones, con razón unas, acaso no con tanta otras. De todos modos no puede disculpársele de haber inutilizado un ejército a tanta costa formado; y aunque él al principio se dio por vencedor y logró al pronto engañar al rey, no tardaron los resultados en demostrar la verdad. Entonces se le separó del mando y se le confinó a Ocaña, donde a pesar de toda su amistad con el conde-duque se le abrió proceso sobre su conducta. El rey, lleno de tristeza, confundido y avergonzado del espectáculo que estaba allí ofreciendo, regresó a Madrid, y en mucho tiempo no se volvió a emprender nada sobre Cataluña.
El mismo día que entró el mariscal de la Motte en Barcelona (4 de diciembre, 1642), donde prestó su juramento en calidad de virrey, murió en París el grande enemigo de las casas de Austria y de España, el gran político y el hombre extraordinario que tantos años había regido los destinos de la Francia, el que bajo el peso de su superior inteligencia humillaba a su pretendido rival el conde-duque de Olivares, el gran cardenal de Richelieu, cuya enemiga había causado tantos males y tantas pérdidas a España{22}.
{1} Melo, Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña, lib. V.– Sala, Epítome de los principios y progresos de las guerras de Cataluña, Barcelona, 1641.
{2} Costó sin embargo la entrada de Martorell la pérdida de muy bravos oficiales, siendo la más sentida la del teniente de maestre de campo general don José de Saravia, caballero del hábito de Santiago, y el hombre más entendido y práctico que se conocía en los papeles y despacho de un ejército. De los catalanes murieron más de dos mil hombres.– Martorell pertenecía a los estados del marqués de los Vélez.
{3} Melo, Historia de los movimientos, &c. lib. V.– Limiers, Historia del reinado de Luis XIV, lib. I.
{4} Fray Gaspar Sala, Epitome de los principios y progresos de las guerras de Cataluña, part. 15.– Zarroca, Narració breu de tots los successos.– Melo, Hist. de los movimientos, &c., lib. V.
{5} Cuando el de Torrecusa vio a su hijo enfrascado en la pelea en medio de la ladera de la montaña, alzó la voz y le dijo: «Ea, Carlos María, morir o vencer; Dios y tu honra.» Palabras dignas de un gran guerrero.– Melo, Historia, libro V.
{6} Melo, Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña, lib. V.– Zarroca, Narració breu de tots los successos.– Sala, Epitome de los principios y progresos de las guerras de Cataluña.– Soto y Aguilar, Epítome de los sucesos del reinado de Felipe IV.
{7} Aquí termina el elocuente historiador don Francisco Manuel de Melo su luminosa y apreciable Historia de la separación y guerra de Cataluña. Dignas de trascribirse nos parecen las últimas palabras de este distinguido escritor. «Marchó el infeliz ejército (dice) con tales pasos, que bien informaban del temeroso espíritu que lo movía: caminó en dos días desengañado, lo que en veinte había pisado soberbio: atravesó los pasos con temor, pero sin resistencia: entró en Tarragona con lágrimas, fue recibido con desconsuelo: donde el Vélez, dando aviso al rey católico, pidió por merced lo que podía temer como castigo. Excusose de aquel puesto, y lo excusó su rey…… No pararon aquí los sucesos y ruinas de las armas del rey Felipe en Cataluña, reservadas quizá a mayor escritor, así como ellas fueron mayores. A mí me basta haber referido con verdad, y llaneza como testigo de vista estos primeros casos, donde los príncipes pueden aprender a moderar sus afectos, y todo el mundo enseñanza para sus acontecimientos.»
También son notables algunas palabras del escritor catalán que compendió estos sucesos, al hablar del combate de Monjuich. «En Monjuych nos veya sino morts, sanch, armas, y lo fou de maravellar es, que en las faltriqueras del morts se trobaban sardinas, arengadas, bacallar, farina, blat, y altras cosas. La reputació que han perdut las armas de Castella las nacions ho dirán, puix afrontosamente fugiren tants mil a seiscientos catalans; pero sent cosa de Deu, mes pochs podían vencer… Fan los catalans en Barcelona una solemnísima procesió a la Verge y Martyr Patrona Santa Eulalia, ab la solemnitat que lo día del Corpus.»
{8} Había muerto ya (20 de febrero) el diputado eclesiástico don Pablo Claris, de quien los escritores catalanes hacen grandes elogios, y a quien consideran como uno de los más fogosos patricios, y como uno de los libertadores de Cataluña. Aplicáronle el siguiente lema: «Sibi nullus, omnibus omnis fecit: Nada para sí, todo para todos.» En su lugar se nombró diputado por el brazo eclesiástico a don José Soler, canónigo también de Urgel.
{9} Don Jaime Tió: Continuación de la Historia de Melo, lib. VI.
{10} Hist. du ministere du Cardinal di Richelieu.– Limiers, Histoire du regne de Louis XIV, lib. I.– Tió: Continuación de Melo, lib. VI.– Dietarios de Barcelona.– Soto y Aguilar, Epítome de las cosas sucedidas, &c., ad ann.
{11} Las principales condiciones de este célebre convenio eran las siguientes: Que S. M. observará y hará observar los usajes, constituciones, capítulos y actos de corte, y los demás derechos municipales, concordias, pragmáticas, y otras cualesquiera disposiciones que se hallen en el volumen de sus constituciones, &c.– Que los arzobispados, obispados, abadías, dignidades y otros beneficios eclesiásticos, seculares y regulares, serán presentados en catalanes: –Que el tribunal de la Inquisición conservará en Cataluña solamente el conocimiento de las causas de fe, y que los inquisidores y sus oficiales serán catalanes: –Que el rey jurará por sí y sus sucesores no pretender, demandar ni exigir en ningún tiempo de la ciudad de Barcelona, ni de las demás villas y lugares del Principado, y condados de Rosellón y Cerdaña, otras alcabalas e impuestos sobre el vino, carne y otros artículos, que los que la ciudad y las universidades hubieren establecido para subvenir a sus necesidades, &c.: –Que S. M. prometerá conservar a los conselleres de la ciudad de Barcelona la prerrogativa de cubrirse delante del rey y cualesquiera personas reales, según tienen de costumbre: –Que jurará guardar y hacer guardar los capítulos y actos de corte de la Generalidad de Cataluña y casa de la diputación: –Que los oficios de los capitanes de los castillos, alcaides y gobernadores de las fortalezas, y todos los oficios de justicia se darán a catalanes que lo sean verdaderamente y no a otros: –Que el Principado de Cataluña y condados de Rosellón y Cerdaña serán regidos por un virrey y lugarteniente general de S. M., que elegirá y nombrará de sus reinos: –Que los alojamientos de los soldados, aunque sean auxiliares, se harán por los cónsules o jurados de las universidades, y que los particulares no están obligados a dar, ni los jefes, capitanes y soldados les puedan exigir otra cosa sino la sal, vinagre, fuego, cama, &c.: –Que S. M. no separará de la corona real de Francia el Principado de Cataluña y condados de Rosellón y Cerdaña, en todo ni en parte, por ninguna causa ni razón, y que mientras sea rey de Francia será siempre conde de Barcelona, Rosellón y Cerdaña: –Que el Principado y condados, en lugar de las convocaciones de Somatent general, Host y Cavalcada, y de la que hacía en virtud del usaje: Princeps namque, servirán con un batallón de cinco mil infantes y quinientos caballos, pagados, armados y municionados a costa de la provincia, los cuales servirán en ella, y no fuera, siempre que haya necesidad, &c.: –Que en cuanto a los gastos que se han de hacer en la provincia por razón de fortificaciones, paga y sueldo de los soldados franceses, o de otra nación, que no sean catalanes, se tratará en las primeras cortes generales, &c.
El texto de este importantísimo documento, en dialecto catalán, se inserta como apéndice en la continuación de la Historia de la revolución de Cataluña de Melo, bajo el epígrafe: Los pactes y conditions ab que los braços generals del Principat de Catalunya, tinguts a 25 de janer prop passat posaren lo Principat y Comptats del Rosselló y Cerdanya, a la obediencia del cristianissim rey de França, los quals se han de posar en lo juranent que su Magestad, y los successors han de prestar en lo principi de sou gobern.
{12} Henry: Historia del Rosellón.– Tió, Continuacion de Melo, lib. VI.– Soto y Aguilar, Epitome ad ann.
{13} Los pormenores de esta desdichada jornada, que nosotros no hemos hecho sino bosquejar, pueden verse en el cap. VII de la continuación a la Historia de Melo por don Jaime Tió, y en un impreso titulado: Relación de la verdadera rota y presa del general don Pedro de Aragón y de todo su ejército. Barcelona, 1641.
{14} Al final de la Relación antes citada se inserta una nómina de los jefes y oficiales que fueron llevados a Francia, con los nombres de las galeras en que los condujeron. Según esta relación fueron trasladados por tierra los siguientes:
Don Pedro de Aragón, general.
Don Francisco Toralto, lugarteniente.
El marqués de Ribes, general de la artillería.
Don Vicencio de la Matta, general de la caballería.
Don Diego Sans, comisario general.
El barón de Letosa, comisario general.
Don Martín de Múgica, maestre de campo.
Don Pedro Pardo, maestre de campo.
Siete criados del marqués de Pobar.
Siguen las listas nominales de los que fueron trasportados por mar en la galera Cardenal, en la Ducal, en la Montreal, en la Vigilante, en la Seguerana, en la Fransac; continúan los que llevó el señor de Aubigny, y concluye: «Sin estos oficiales referidos han llevado a Francia prisioneros dos mil ciento y cincuenta, convoyándolos de quinientos en quinientos; finalmente todo el ejército entero, desde los generales hasta los soldados simples, van prisioneros a Francia, para rendir vasallaje al monarca tan justo como potente, que veneran las armas de la Europa por Máximo.»
{15} Tió: Continuación, lib, VII.– Henry, Historia del Rosellón.– Limiers, Historia del reinado de Luis XIV, lib. I.– Soto y Aguilar, Epitome.
La capitulación, que consta de ocho artículos, fue firmada el 29 de agosto por el mariscal Schomberg, el mariscal de la Meylleraie, el marqués de Flores de Ávila, don Diego Caballero, don Diego Fajardo y don Juan de Arce.
{16} Había en efecto el año anterior en sus excursiones llegado a esta villa. Los habitantes, sencillos labradores los más, bajo la palabra que el general les dio de que la tropa no cometería violencia alguna, ni quería de ellos otra cosa sino que le dieran alojamiento, les ofrecieron todo cuanto tenían. Pero llegada la noche, con pretexto de una pendencia que los soldados fingieron entre sí, entregáronse, y el general no lo impidió, al saqueo, al pillaje, y a todo género de desenfreno.
{17} En la Biblioteca Nacional, Sala de MM SS. se encuentra el bando llamando a los hijosdalgo a campaña.
{18} Digno es de particular mención el generoso y patriótico desprendimiento del almirante de Castilla Enríquez de Cabrera, el cual pidió al rey permiso para enajenar todo su patrimonio y destinar su producto íntegro a los gastos de la guerra. El rey no se le otorgó, pero no por eso dejó de ser digno de eterna loa su ofrecimiento. Este almirante era el mismo que había ido años antes al socorro de Fuenterrabía, y ganado aquel célebre triunfo. El conde-duque de Olivares le tenía arrinconado y sin destino.
{19} Otro rasgo de desprendimiento se vio también en esta ocasión, que nos complacemos en consignar. Habiéndose llegado la reina en persona a pedir dinero prestado sobre sus joyas al rico negociante don Manuel Cortizos de Villasante, este digno español se negó a recibir las alhajas, y dio sin ninguna garantía ochocientos mil escudos para que se enviasen inmediatamente al ejército.
La reina se desprendió de sus propias alhajas destinando su valor a los gastos de la guerra. Al enviarlas a Zaragoza por mano del conde de Castrillo, tuvo la discreción de halagar el amor propio del conde-duque, a quien meditaba ya derribar, queriendo que entregara por su mano las joyas, y escribiéndole la siguiente carta: «Conde: todo lo que fuere tan de mi agrado como que el rey admita mi voluntad en esta ocasión, quiero que vaya por vuestra mano; y así os mando supliquéis a S. M. de mi parte se sirva de esas joyas, que siempre me han parecido muchas para mi adorno, y pocas hoy que todos ofrecen sus haciendas para las presentes necesidades. De Madrid, hoy viernes 13 de noviembre de 1642.– La Reina.»– El de Olivares le contestó sobremanera agradecido y el rey le escribió sumamente satisfecho.– Caída de la privanza del conde -duque de Olivares, en el Semanario Erudito de Valladares, tom. III.
{20} El duque de Nochera, que gobernaba el reino de Aragón, no se había descuidado de prevenirse para contener tales invasiones, mas como dice Soto y Aguilar, «por ciertos inconvenientes bien murmurados y mal entendidos mandó S. M. Católica que el duque de Nochera dejase el gobierno de Aragón, no habiendo perdido de él un palmo de tierra, antes avisado siempre en defensa del reino le tenía bien prevenido: le mandó viniese preso; no entró en Madrid, porque fue llevado a Pinto, donde estando en la prisión murió.» Epítome de las cosas sucedidas, &c. pág. 208.– Siempre errores y desaciertos del gobierno.
{21} Tió: Continuación de Melo, lib. VII.
{22} A su muerte escribió el rey Luis XIII la siguiente carta a los diputados de Cataluña.
«Queridos y muy amados: Nadie ignora los grandes y señalados servicios que nuestro muy querido y amado primo el cardenal de Richelieu nos prestó, y con cuán buenos resultados prosperó el cielo los consejos que él nos dio: y nadie puede dudar que sentiremos como es debido la pérdida de tan fiel y buen ministro. Por tanto, queremos que sepa todo el mundo cuál es nuestra pena, y cuán cara nos es su memoria, por los testimonios que de ello daremos siempre. Pero como los cuidados que debemos tener para el gobierno de nuestro Estado y demás negocios deben ser preferidos a cualquier otro, nos vemos obligados a tener más atención que nunca, y aplicarnos de tal modo que podamos marcar los progresos que ahora habemos, hasta que quiera Dios darnos la paz, que ha sido siempre el objeto principal de nuestras empresas, y para cuyo logro perderemos, si es menester, la vida. Con este fin hemos determinado conservar en nuestro consejo las mismas personas que nos han servido durante la administración de nuestro primo el cardenal de Richelieu, y que le sustituya nuestro muy caro y amado primo el cardenal Mazarini, que tantas pruebas nos tiene dadas de su afecto, fidelidad e inteligencia cada y cuando lo hemos empleado, sirviéndonos muy bien y como si hubiese nacido vasallo nuestro. Pensamos sobre todo seguir en buena concordia con nuestros aliados, usar del mismo rigor y de igual firmeza en nuestros negocios como hasta ahora, en cuanto permitan la razón y la justicia, y continuar la guerra con la misma asiduidad y con tantos esfuerzos como desde que a ella nos obligaron nuestros enemigos, y hasta que tocándoles Dios el corazón, podamos contribuir con todos nuestros aliados al restablecimiento de la paz en la cristiandad, de tal manera que en lo futuro nada ya la turbe. Hemos creído oportuno comunicaros esto, para que sepáis que los negocios de esta corona irán siempre como hasta ahora, a más de que miramos siempre con particular cuidado cuanto concierne a vuestro Principado de Cataluña para guardarlo de todos los esfuerzos del enemigo. Queridos y muy amados nuestros: Dios os tenga en su santa guarda. San German de la Haya a los doce de diciembre de 1642.»