Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IV ❦ Reinado de Felipe IV
Capítulo IX
Guerra de Portugal
De 1641 a 1643
Reconocen varias potencias al nuevo rey de Portugal, y hacen alianza con él.– Roma, por influencia de España, se niega a recibir sus embajadores.– Prisión del príncipe don Duarte de Portugal en Alemania.– Prepárase don Juan IV a la defensa de su reino.– Esfuerzos de España para reunir un ejército en la frontera.– Mala elección de general.– Flojedad con que se hizo la guerra por Extremadura y por Galicia.– Correrías y saqueos de una parte y de otra.– Conspiración en Portugal para derrocar del trono a don Juan IV.– Quiénes entraban en ella y cómo fue conducida.– El arzobispo de Braga; el conde de Villareal, &c.– Es descubierta.– Castigo y suplicios de los conjurados.– Conspiración del duque de Medinasidonia y del marqués de Ayamonte.– Intenta aquél proclamarse soberano de Andalucía.– Un español descubre en Portugal la conjuración y la denuncia.– Castigo del de Medinasidonia.– Suplicio del de Ayamonte.– Continúa la guerra de Portugal sin vigor y sin resultado.
Hecha la revolución de Portugal, reconocido y jurado solemnemente don Juan IV por la nación congregada en cortes que él se apresuró a convocar, trató el nuevo soberano de hacerse reconocer por las potencias de Europa, principalmente por las enemigas de la casa de Austria, a cuyo efecto despachó embajadores a varias cortes. Los que fueron a París (marzo, 1641), encontraron a Luis XIII y a su primer ministro Richelieu tan favorablemente dispuestos como era de esperar hacia una nación que se emancipaba de España y a cuyo alzamiento habían ellos contribuido, y sin dificultad se celebró un tratado de alianza entre ambas potencias, puesto que ninguna más interesada que la Francia en desmembrar y quebrantar el poder de Castilla. La corte de Inglaterra también se prestó fácilmente a renovar la amistad antigua entre los dos pueblos, y a franquear el mutuo comercio entre los súbditos de ambas naciones. Dinamarca y Suecia se alegraron de contar con un soberano y un reino más, que hiciera frente al poder de la casa de Austria.
La república holandesa esquivó hacer un tratado de paz con el nuevo reino, para no verse obligada a restituirle los dominios y establecimientos portugueses de la India que había conquistado durante la unión de Portugal con la corona de Castilla, y que los portugueses pretendían pertenecerles otra vez de derecho. Los diputados de la república, no desconociendo la razón que les asistía, quisieron diferir la solución de este negocio hasta la reunión de los Estados generales; pero se ajustó una tregua de diez años, y aun envió la Holanda una escuadra a Portugal para que en unión con la francesa persiguiera la de los españoles{1}.
Después de algún tiempo y no sin contradicción de algunos portugueses, resolvió el rey enviar también embajadores a Roma bajo la protección de la Francia, porque ya se temía la influencia de España en la corte pontificia. Y en efecto, el marqués de los Vélez, que después de su dimisión como virrey de Cataluña se hallaba allí de embajador, y don Juan Chumacero, hombre en estos asuntos de gran reputación y valía, trabajaron con el pontífice, primeramente para que les negara la entrada, después para que no los recibiera en audiencia, representándole que el duque de Braganza no era sino un súbdito rebelde al rey católico, y que si recibía a sus enviados como representantes de un monarca legítimo, ellos no podrían menos de salirse de Roma. El papa, o movido de estas razones, o no atreviéndose a disgustar a los embajadores de España, no recibió a los portugueses, por más instancias que el de Francia le hizo (octubre, 1641). Bramaban de coraje el francés y los portugueses: produjo esto escenas escandalosas y sangrientas en Roma; saliose el marqués de los Vélez de la ciudad con los cardenales españoles para dejar que pasase aquella tempestad de que le echaban la culpa; insistió entonces de nuevo el embajador portugués obispo de Lamego en que le otorgase audiencia el papa; apretaba también el francés hasta con amenazas, y hasta con salirse de Roma; el papa se mantuvo inflexible, y los de Portugal se volvieron a su reino sin ser reconocidos, después de solicitarlo inútilmente por espacio de un año.
Uno de los medios, y nada honroso en verdad, que emplearon los ministros españoles para contrariar la revolución portuguesa fue negociar del emperador de Alemania que prendiese al príncipe don Duarte de Portugal, hermano de don Juan IV, que ajeno a todo lo que estaba pasando acá en su reino servía con gloria en los ejércitos imperiales como teniente general; príncipe de gran provecho, y que había dado pruebas de mucho valor y de suma habilidad en la guerra. Nuestros embajadores en Viena reclamaron su prisión so pretexto de que no viniese a Portugal donde podría dar grande ayuda al rey su hermano. Resistíasele al emperador el tomar una medida tan injusta, y tan contraria a la hospitalidad y a los derechos que el príncipe había adquirido a la consideración y a la gratitud. Defendíale con calor el archiduque Leopoldo, y con él otros personajes de la corte. Pero tal fue el empeño de la de España, que al fin logró que se ejecutara la prisión del inocente, benemérito y desgraciado príncipe en Ratisbona (febrero, 1642), de donde fue conducido a Pasau y a Grats, entregado después a los españoles, y encerrado por estos en la ciudadela de Milán, donde murió, sin que su hermano pudiera jamás rescatarle por ningún medio. Acción inicua y baja, de mucha deshonra y ninguna utilidad para los ministros españoles{2}.
Tan luego como don Juan IV subió al trono, trató como hombre previsor de afirmarse en él por todos los medios. Mientras negociaba alianzas con otras potencias, fortificaba a Lisboa, reparaba las demás plazas del reino, mandaba instruir en el ejercicio de las armas a todos los hombres capaces de llevarlas, a excepción de los eclesiásticos y de los físicamente inútiles, se enviaban armas a todas partes, y se prevenía así para el caso de una guerra, que era de esperar y él esperaba. Como que los portugueses le habían proclamado con gusto, con gusto también se prestaban a cumplir todos sus mandamientos y disposiciones.
Por nuestra parte se trató igualmente de formar ejércitos a las fronteras de Portugal, pero faltaban recursos, faltaba gente, y faltó sobre todo, como de costumbre, tino para ello. El dinero y los soldados se habían casi apurado para la guerra de Cataluña. Buscose no obstante uno y otro, llamando a la corte todos los caballeros hijosdalgo e invitándolos a concurrir a la guerra con armas y caballos según la antigua usanza de Castilla. Pero los más, si bien no se negaron a servir a su rey y a su patria, hacíanlo con su interés, pidiendo unos ayuda de costa, a condición otros de obtener hábitos y mercedes. Con más desprendimiento se condujeron muchos grandes, levantando a su costa compañías de a cien hombres, así como los ministros de los consejos cumplieron con poner cada uno en campaña cuatro hombres armados. Y mayor y más espontáneo hubiera sido el sacrificio de unos y otros, si el rey hubiera accedido a separar de su lado al ministro favorito que todo lo mandaba y por quien todo se perdía, y mucho más si el rey, como era su deber, y como lo pedía la necesidad, hubiera dejado las delicias de la corte, y puéstose, como sabían hacerlo sus antecesores, en campaña. Aun así se juntó un pequeño ejército, que habría podido hacer algo dirigido por un hábil y aguerrido general. Pero el conde-duque tuvo el malhadado tacto de elegir para este cargo al conde de Monterrey, ya conocido por su gobierno en Nápoles, pero que tenía el mérito de ser hermano de su esposa, y el compañero del ministro en sus galanteos y en sus banquetes, en sus fiestas, en sus correrías y aventuras. Y fue fortuna que negándose otros capitanes a servir a las órdenes de este jefe, se le diese por maestre de campo general a don Juan de Garay, grandemente reputado en las armas, como acababa de acreditarlo en la guerra del Rosellón.
Vergüenza era que tratándose de la reconquista de un reino, se redujeran las primeras operaciones de la guerra por parte de la antes poderosa España a pequeñas excursiones e insignificantes correrías desde las plazas de Mérida y Badajoz a las comarcas de Elvas y Olivenza, en que los españoles solían volver con algunos prisioneros y algún botín, poco disciplinados los portugueses. Como empresa ya formal se intentó con un cuerpo regular de ejército el sitio y ataque de Olivenza, mas es desconsuelo tener que decir que hechas tres tentativas en tres acciones diferentes, en una de ellas abierta ya brecha y dado el asalto, todas tres veces fueron rechazados con pérdida los nuestros, cobrando con esto no poco brío los portugueses. De tal modo era unánime en la corte la opinión en atribuir al de Monterrey aquellas pérdidas y aquella impotencia, que a pesar de su deudo y de su favor con el conde-duque, hubo que relevarle del mando de aquel ejército, el cual se encomendó al marqués de Rivas, conde de Santisteban, que no mucho más experimentado, aun con tener por maestre de campo a Garay, tampoco consiguió ninguna ventaja. Por el contrario, don Martín Alfonso de Melo, general de los portugueses, ejecutó una bien combinada operación con un cuerpo de cuatro mil hombres sobre la villa de Valverde, donde se hallaba don Juan Tarrasa con ochocientos infantes y trescientos caballos españoles de tropa reglada. La defensa que hizo Tarrasa fue buena, y costó al portugués mucha gente, pero Melo se apoderó de la villa, condújose con humanidad con los prisioneros y heridos, que llevó a Olivenza, y de allí pasó a Elvas, donde se celebró su triunfo con Te Deum y otras solemnidades, excesivas para una acción, si bien gloriosa, nada extraordinaria. Lo demás por aquella parte se reducía a escaramuzas diarias en los pueblos de una y otra frontera, y a talas, incendios y saqueos de una y otra parte.
Con más furia, y también con más ferocidad se hacía la guerra por la parte de Galicia. El marqués de Tarrasa que allí mandaba, había hecho una invasión con intento de atacar a Chaves, capital de la provincia de Tras-os-Montes, con un cuerpo considerable de tropas; mas luego se retiró sin haber hecho otra cosa que una estéril amenaza y el saqueo de algunos pueblos. Cara nos costó esta acción, porque juntándose los habitantes en número de tres mil, invadieron a guisa de bárbaros la Galicia, destruyeron más de cincuenta poblaciones, y cometieron todo género de violencias con los hombres, toda clase de abominaciones y liviandades con las mujeres. Las gentes huían atemorizadas a los montes; el de Tarrasa se encerró en el castillo de Monterrey, pero entretanto otras turbas feroces de portugueses entraron por otra parte de Galicia, y cometieron los mismos excesos, siendo de notar que los monjes del monasterio de Bouro, que los acompañaban armados, no cedieron en ferocidad a los seglares. Los habitantes de Braga, Viana y Guimaraes, movidos por Gastón Coutiño, arrojaron a los españoles de algunas fortalezas que conservaban en territorio portugués. Nada se adelantó con que fuera a Galicia el cardenal Espínola; nada tampoco digno de su nombre ejecutó el duque de Alba por el lado de Ciudad Rodrigo{3}.
Lo que sucedía, y esto entraba en el orden natural de las cosas, era que las antiguas posesiones portuguesas en Asia, África, y América, según iban teniendo noticia del alzamiento de Portugal y de la proclamación de don Juan IV, todas se iban alzando también contra España y reconociendo su nuevo rey, casi sin resistencia, gobernadas como estaban las más por portugueses. Solo Ceuta se conservó en nuestro poder, por la lealtad de su gobernador. Así España perdió aquellas inmensas posesiones transmarinas, con la misma facilidad y rapidez con que las había adquirido{4}.
Es muy común fraguarse conspiraciones para derrocar un trono recién establecido; y en nuestro caso con Portugal había una razón de más para acudir a este medio, por lo mismo que el conde-duque de Olivares y los pocos partidarios de España que allá habían quedado, se convencieron de que no era posible reconquistarle con la fuerza, empleada ésta casi toda, y siendo menester aún más que hubiese, en Cataluña. Recurriose pues a la intriga y a la conspiración. Hízose el alma de ella el arzobispo de Braga, el favorecido y el amigo íntimo de la virreina de Portugal, a quien veía con lástima presa entre sus mismos súbditos, y que por otra parte temía, y no sin razón, que su rival el arzobispo de Lisboa, ahora la persona más allegada al rey, le comprendiera entre los proscritos. Manejose tan diestramente el prelado con los descontentos del nuevo gobierno, hablando a cada cual en el sentido que podía lisonjear su pasión o su interés, que no tardó en hacer entrar en la conjuración personas tan principales como el marqués de Villareal, a quien ofreció el virreinato a nombre de la corte de España, al duque de Caminha su hijo, al inquisidor general, al conde de Val de Reys, al de Armamar, a don Rodrigo y don Pedro de Meneses, hijo del conde de Castañeda el uno, presentado para la mitra de Porto el otro, al comisario de cruzada, y a otros de los que habían tenido empleos de los españoles, y no podían tenerlos con el nuevo rey. Era su principal agente un hidalgo llamado don Agustín Manuel, mozo de tanto talento como audacia, y muy cortado para el caso; y ayudábale también grandemente el judío Baeza, hombre rico, que había hecho servicios al de Olivares, y recibido de él en recompensa con general escándalo la orden de Cristo{5}.
No se proponían menos los conjurados que pegar fuego al palacio por cuatro partes, asegurarse de la reina y sus hijas, asesinar al rey, proclamar la virreina, y restablecer el gobierno de España, de donde esperaban protección y socorro para cuando estallara la conspiración. Señalado estaba ya el día en que había de hacerse la revolución, que era el 5 de agosto (1641), cuando quiso su mala estrella que el pliego en que lo avisaban al conde-duque cayera en manos del marqués de Ayamonte, gobernador de una de las plazas de la frontera, y pariente inmediato de la reina de Portugal, el cual le pasó inmediatamente a manos del rey, con quien tenía correspondencia reservada. Calló don Juan IV, y para el 5 de agosto hizo entrar tropas en Lisboa con pretexto de pasarles revista; llamó a consejo al arzobispo de Braga y al marqués de Villareal, que no imaginando que la conspiración pudiera haberse descubierto se encontraron presos en el palacio mismo. Prendiose también a los demás conjurados, con tanto asombro de estos como del pueblo que nada sabía. Formóseles proceso; descubriose todo por las declaraciones, inclusa la circunstancia de que los judíos eran los que habían de poner fuego al palacio real y a varias casas para llamar la atención, y matar entretanto al rey; y por último, fallado el proceso el 26 de agosto, se condenó al marqués de Villareal y al duque de Caminha su hijo a ser degollados, al judío Baeza y algunos otros a ser descuartizados, y al arzobispo de Braga y a los demás obispos a ser encerrados en prisiones hasta que la corte de Roma decidiera de su suerte. Al fin por ciertas consideraciones se conmutó la pena de los prelados y del inquisidor en cárcel perpetua. A poco tiempo se publicó que el arzobispo había muerto en ella de enfermedad: sobre esta muerte se hicieron diferentes comentarios, nada extraños atendidas todas las circunstancias. El conde-duque de Olivares no pudo averiguar cómo la conspiración había sido descubierta{6}.
A esta conspiración sucedió otra con muy opuestos fines, y mucho más descabellada e injustificable que la primera. El principal instigador y motor de ésta fue el mismo marqués de Ayamonte, a cuyas revelaciones se debió el descubrimiento de la otra, siendo lo singular, y lo providencial, que quien violando el secreto de la correspondencia y haciendo oficios de denunciador sacrificó una porción de víctimas ilustres fue a su vez descubierto y denunciado por otra correspondencia; y herido por sus mismos filos, el sacrificador de los primeros conspiradores fue la víctima de la segunda conspiración.
Gobernaba la Andalucía el duque de Medinasidonia don Gaspar Alonso Pérez de Guzmán, que no sabemos cómo seguía ejerciendo un mando de importancia siendo hermano de la nueva reina de Portugal, si no se explica por el parentesco que también tenía con el conde-duque de Olivares. Era el de Medinasidonia hombre de más ambición y vanidad que talento, y tenía más ínfulas de soberano que de capitán general y gobernador de una provincia. Conocía esto su pariente el marqués de Ayamonte, y como un proyecto que podía conducir al engrandecimiento de los dos a un tiempo, sugiriole la idea extravagante de hacerse proclamar rey de Andalucía, alentándole con la buena proporción que para ello ofrecía la debilidad del gobierno de Madrid, desmembrado el Portugal, rebelada la Cataluña, próximos a perderse los Países Bajos, y contando con la protección que les darían sus parientes el rey y la reina de Portugal, con quienes el de Ayamonte se hallaba en comunicación y a quienes acababa de hacer tan gran servicio. Pareciole deber fiar al de Medinasidonia una idea que tanto lisonjeaba su orgullo, y para arreglar su plan establecieron su correspondencia por medio de un tal Luis de Castilla. Para entenderse con el rey de Portugal enviaron luego a Lisboa un religioso franciscano nombrado fray Nicolás de Velasco. El favor de que este religioso gozaba en aquella corte hizo sospechar a un español llamado Sancho, hechura del de Medinasidonia, y tesorero del ejército antes de la revolución, prisionero en Lisboa con otros de su nación, que aquel fraile manejaba alguna intriga contra España. Propúsose averiguarlo, y con achaque de antiguo criado del duque de Medinasidonia, de quien tenía cartas, que en efecto le enseñó, suplicole intercediera con él para que le volvieran la libertad. Interesose el franciscano, y lo consiguió fácilmente. El buen Sancho se mostró tan agradecido, y llegó a inspirar tanta confianza al religioso, que como le dijese que quería irse a Andalucía donde estaba el duque su amo, pareciole a fray Nicolás que era seguro conducto por donde informar al de Ayamonte y al de Medinasidonia del estado de las negociaciones, informole del secreto y le dio cartas para ellos.
Sancho, luego que salió de Portugal, tomó el camino de Madrid, llegó y entregó las cartas al conde-duque, que se quedó absorto al leerlas. Dio cuenta de todo al rey, el cual puso, como de costumbre, la información y fallo de este negocio en manos de el de Olivares. Disculpó éste cuanto pudo al de Medinasidonia, sin duda por compromisos que además del parentesco con él tuviera. Así fue que se limitó a mandarle presentarse inmediatamente en la corte, mientras ordenaba que al de Ayamonte le trajeran preso. Vino el de Medinasidonia, aunque de mala gana; el orgulloso magnate que había soñado ser rey se echó humildemente a los pies de Felipe IV, confesó su culpa y pidió perdón. Otorgósele el soberano, ya predispuesto a ello por el ministro, bien que por vía de castigo se le confiscó una parte de sus bienes y se le sujetó a vivir en la corte. Pero el conde-duque le obligó a más: con achaque de que necesitaba justificar en público su inocencia, le comprometió a desafiar al duque de Braganza, por medio de carteles que extendió por toda España, y aun por toda Europa. Señalose para lugar del combate un llano cerca de Valencia de Alcántara que sirve de límite a ambos reinos, donde se ofrecía el duque a esperar ochenta días, que se empezarían a contar desde 1.º de octubre. Y en efecto allá se fue el de Medinasidonia, acompañado del maestre de campo don Juan de Garay, y allí esperó el tiempo prefijado, hasta que viendo que nadie parecía se retiró a Madrid, satisfechos él y el conde-duque de lo bien que habían representado aquella farsa pueril{7}.
El de Ayamonte fue traído preso. Hízose con él una felonía, que fue ofrecerle el perdón si confesaba su crimen, y después de confesado, no cumplirlo, y condenarle y llevarle al suplicio, que sufrió con una entereza sorprendente. Así terminó aquella conspiración, y así pagó el de Ayamonte el oficio de delator que en la anterior conjuración había hecho. Pero desconsuela pensar en la situación miserable a que había ido viniendo la monarquía, cuando ya los magnates se atrevían a pensar en erigirse en soberanos{8}.
La guerra con Portugal, casi interrumpida el resto de aquel año (1641) por las lluvias y las nieves, no se hizo en el siguiente con mucho más vigor, demasiado ocupadas las fuerzas de España en Cataluña y en los países extranjeros, y no suficientes todavía las de Portugal para emprender conquistas. Reducíase por la parte de Extremadura a recíprocas invasiones y parciales encuentros más o menos reñidos, en que unos y otros jefes solían atribuirse la victoria. Las comarcas fronterizas de uno y otro reino sufrían incendios y devastaciones lamentables, principalmente en la estación de la recolección de los frutos, en que para impedirla se empeñaban combates sangrientos, sin otro resultado que derramarse sangre e inutilizarse las cosechas. Mayor y más viva era la guerra que por medio de escritos y papeles se hacían las dos naciones, llenándose españoles y portugueses de denuestos, y dándose mutuamente los títulos y dictados más denigrativos que encontraban en sus respectivos vocabularios.
Por Galicia, donde mandaba el gran prior de Navarra como capitán general de aquel reino, lo único notable que hubo fue, que mientras éste parecía prepararse a invadir la provincia de Tras-os-Montes, cinco mil portugueses mandados por don Manuel Téllez de Meneses y don Diego Melo Pereyra entraron en Galicia, desolaron todo el país por donde pasaron, y volviéronse sin que el prior de Navarra que contaba con fuerzas considerables y aun superiores, los escarmentara ni detuviera, ya que no les había ocupado, como pudo, los desfiladeros que tenían que atravesar (1642).
Conoció el rey de España que necesitaba hacer los mayores esfuerzos para recobrar a Portugal, y así lo pensó y consultó a todos sus consejeros y ministros. Convinieron todos en ello, y se hicieron preparativos para juntar un ejército poderoso. Tardío era ya el recurso, como luego habremos de ver, contando ya Portugal con la alianza y la protección de las naciones entonces más pujantes de Europa, interesadas en destruir el poder y la influencia de la casa de Austria{9}.
{1} Laclede, Historia general de Portugal, tomo VIII.– Faria y Sousa, Epitome de historias portuguesas, part. IV.– Seyner, Historia del levantamiento de Portugal, lib. IV, cap. 3 y 4.
{2} Publicose por aquellos tiempos en Portugal un folleto titulado: «El príncipe vendido, o venta del inocente y libre príncipe don Duarte, infante de Portugal, celebrada en Viena a 25 de junio de 1642 años. El rey de Hungría vendedor: El rey de Castilla comprador. Estipulantes en el acuerdo por el rey de Castilla Don Francisco de Melo, gobernador de sus ejércitos en Flandes: don Manuel de Moura Corte-real su embajador en Alemania. Por el rey de Hungría: Su confesor; el doctor Navarro, secretario de la reina de Hungría.– El muy alto y poderoso infante don Duarte, hermano del serenísimo rey de Portugal don Juan IV, fue vendido por cuarenta mil risdales.»
Hasta aquí la portada del libro, el cual empieza: «Sea manifiesto al mundo un crimen monstruoso de la tiranía, un prodigio abominable de la ingratitud, y un estupendo sufrimiento de la inocencia, lleno de lástima, de horror y de indignación. Con vos hablo, cristianos reyes, príncipes poderosos, repúblicas serenísimas, estados ilustres, y señores grandes de toda Europa. A vos digo también, oh bárbaros gentiles que amáis la libertad humana, &c.»
En cambio se publicó en España otro escrito en impugnación del anterior, con no menos ampuloso título y no menos extravagantes ínfulas de erudición que éste, pues se intitulaba. Portugal convencida con la razón para ser vencida con las católicas potentísimas armas de don Phelipe IV, el Pío, emperador de las Españas y del Nuevo Mundo, sobre la justísima recuperación de aquel reino y la justa prisión de don Duarte de Portugal. Obra apologética, jurídico-teológico-histórico-política, dividida en cinco tratados que se señalan en la página siguiente. En que se responde a todos los libros y manifiestos que desde el día de la rebelión hasta hoy han publicado los bergantistas contra la palmaria justicia de Castilla. Escribiola don Nicolás Fernández de Castro, caballero del orden de Santiago, señor de Luzio, &c.
{3} Laclede: Historia general de Portugal.– Soto y Aguilar: Epitome de las cosas sucedidas, &c.
{4} Faria y Sousa: Epitome, part. IV, cap. 4.
{5} «La pasión del arzobispo era tan violenta (dice a este propósito el portugués Faria), que no tuvo vergüenza de servirse del socorro de los enemigos de Jesucristo: entonces fue la primera vez que la Inquisición obró de concierto con ellos.»
{6} Faria y Sousa: Epitome de historias portuguesas, part. IV, cap. 4.– Laclede: Historia general de Portugal.– Seyner: Historia del levantamiento de Portugal, lib. V, cap. 7.º al 12.
Ya antes de este suceso se habían ejecutado en Lisboa otras prisiones con motivo de haberse ausentado con miras hostiles varios caballeros castellanos y algunos portugueses enemigos del nuevo rey. Procediose contra las personas y haciendas de los que se supo o se sospechó estar en connivencia con aquellos. Entre otros se prendió al marqués de la Puebla, y a toda la familia de Diego Suárez. También fue preso el historiador de estos sucesos fray Antonio Seyner, del orden de San Agustín, el cual dedica uno de los capítulos de su historia a la relación de su prisión particular bajo el epígrafe: «Del modo que me prendieron, y de las distintas prisiones en que me pusieron y de las causas de mi prisión.» Es el cap. 11 del lib. IV.– Miramos por tanto a este historiador con la desconfianza de quien escribía movido de personal resentimiento, y él disimula poco en su obra su apasionamiento por la causa de España, y la ojeriza con que miró siempre la revolución de Portugal.
{7} Son notables y sobremanera curiosas las palabras de aquel famoso cartel de desafío. Comenzaba así. «Yo don Gaspar Alonso de Guzmán, duque de Medinasidonia, marqués, conde y señor de San Lucar de Barrameda, capitán general del mar Océano en las costas de Andalucía, y de los ejércitos en Portugal, gentil-hombre de la cámara de S. M. C. que Dios guarde:
»Digo, que, como es notorio a todo el mundo, la traición de don Juan de Braganza, antes duque, lo sea también la mala intención con que ha querido manchar la lealtad de la casa de los Guzmanes, &c…. Mi principal disgusto es que su mujer sea de mi sangre, que siendo corrompida por la rebelión, deseo hacer ver al rey mi señor lo mucho que estimo la satisfacción que muestra tener de mi lealtad, y darla tambien al público, &c.
»Por lo cual desafío al dicho don Juan de Braganza, por haber falseado la fe a su Dios y al Rey, a un combate singular, cuerpo a cuerpo, con padrinos o sin ellos, como él quisiere, y dejo a su voluntad el escoger las armas: el lugar será cerca de Valencia de Alcántara, en la parte que sirve de límites a los dos reinos de Castilla y de Portugal, a donde aguardaré ochenta días, que empezarán el 1.º de octubre, y acabarán el 19 de diciembre del presente año: los últimos veinte días me hallaré en persona en la dicha villa de Valencia de Alcántara, y el día que me señalare le aguardaré en los límites. Doy este tiempo al tirano para que no tenga que decir, y para que la mayor parte de los reinos de Europa sepan este desafío; con condición que asegurará los caballeros que yo le enviaré, una legua dentro de Portugal, como yo asegurare los que él me enviare, una legua dentro de Castilla. Entonces le prometo hacerle conocer su infamia tocante la acción que ha cometido, que si falta a su obligación de hidalgo… viendo que no se atreverá a hallarse en este combate… ofrezco desde ahora, debajo del placer de S. M. C. (Q. D. G.) a quien le matare, mi villa de San Lucar de Barrameda, morada principal de los duques de Medinasidonia; y humillado a los pies de su dicha majestad le pido que no me dé en esta ocasión el mando de sus ejércitos, por cuanto ha menester una prudencia y una moderación que mi cólera no podría dictar en esta ocurrencia, permitiéndome solamente que le sirva en persona con mil caballos de mis vasallos, para que no apoyándome sino en mi ánimo, no solamente sirva para restaurar el Portugal y castigar a este rebelde, o traerle muerto o vivo a los pies de S. M. si rehúsa el desafío; y para no olvidar nada de lo que mi celo pudiese, ofrezco una de las mejores villas de mi estado al primer gobernador o capitán portugués que hubiese rendido alguna ciudad o villa de la corona de Portugal, que sea de alguna importancia para el servicio de S. M. C., quedando siempre poco satisfecho de lo que deseo hacer por su servicio, pues todo lo que tengo viene de él y de sus gloriosos predecesores. Fecha en Toledo a 19 días del mes de setiembre, 1641.»
{8} Laclede: Historia general de Portugal, tom. VIII.– Faria y Sousa: Epitome, part. IV, lib. 4.– Seyner: Historia del levantamiento de Portugal, lib. IV.– Soto y Aguilar: Epitome, ad ann.
{9} Soto y Aguilar: Epitome: MS.– Historia desde el año 1626 hasta 1648: MS. de la Biblioteca Nacional.– Noticias de lo ocurrido en la corte en los años 1640, 41 y 42: MS. ibid.