Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro IV Reinado de Felipe IV

Capítulo XI
Cataluña. Portugal. Flandes
La Paz de Westfalia
De 1643 a 1648

Aspecto general de España después de la caída del conde-duque.– Nueva vida y conducta del rey.– Francia después de la muerte de Richelieu y de Luis XIII.– La reina Ana de Austria, regente del reino en la menor edad de Luis XIV.– El cardenal Mazarino.– Célebre batalla de Rocroy, funesta para España.– Toman los franceses a Thionville.– Batalla de Tuttlinghen, gloriosa para los imperiales y españoles.– Tratado entre Francia y la república holandesa.– La guerra de Cataluña.– Recursos que votan las cortes.– Don Felipe de Silva derrota a la Motte.– Jornada del rey: entra en Lérida.– Sitia el francés a Tarragona.– Huye derrotado.– Muere la reina doña Isabel de Borbón.– Vuelve el rey don Felipe a Aragón.– Desgraciada campaña de Cataluña.– Piérdese Rosas.– Triunfa el marqués de Leganés sobre el de Harcourt en Lérida.– Muere el príncipe don Baltasar Carlos.– Mudanza en la vida del rey.– Nombra generalísimo de la mar a su hijo bastardo don Juan de Austria.– Privanza de don Luis de Haro.– Nuevo sitio de Lérida por el francés.– Defensa gloriosa.– Retirada del marqués de Aytona a Aragón.– Guerra de Portugal.– Torrecusa y Alburquerque.– El marqués de Leganés y el conde de Castel-Melhor.– Pasan siete años sin adelantar nada sobre Portugal.– La guerra de Flandes.– El duque de Orleans.– Pérdidas y reveses para España.– El duque de Enghien.– División entre los generales españoles.– Nuevas pérdidas.– El archiduque Leopoldo de Austria nombrado virrey y gobernador de Flandes.– Vicisitudes de la guerra.– Tratado de Munster.– Reconoce España la independencia de la república holandesa.– Paz de Westfalia.
 

La alegría que embargaba al pueblo al ver satisfecho el afán de tantos años con la separación del conde-duque, y el buen deseo que al propio tiempo le animaba, hacíanle creer, como en tales casos acontece siempre, y no era el vulgo solo el que alimentaba esta idea, que con la caída del privado se iban a remediar todos los males, a levantarse de su postración la monarquía, y a recobrar ésta su antiguo lustre y grandeza. Esta disposición de los ánimos es ciertamente ya un gran bien, y puede ser principio del remedio del mal.

Y en verdad el aspecto que presentaba el horizonte político dentro y fuera del reino era muy otro. El rey, apartado de la vida de disipación y de placeres en que le tenía sumido el favorito, se dedicaba al estudio y al despacho de los negocios, y los consejos volvieron a sus antiguas funciones, distribuyéndose convenientemente los trabajos. La reina había recobrado su merecida y legítima influencia, y la influencia de la reina Isabel era en este tiempo muy saludable. Los mismos amigos del ministro caído ponían buen rostro a la mudanza de las cosas, y ayudaban al nuevo gobierno, siquiera por no perder lo que les quedaba. Los perseguidos y oprimidos por el conde-duque iban siendo colocados o repuestos en los cargos más importantes, y algunos eran para ello traídos del destierro o sacados de las prisiones. Así se vio al marqués de Villafranca, duque de Fernandina, volver al generalato del mar; al bueno, al generoso almirante de Castilla Enríquez de Cabrera, ser destinado al virreinato de Nápoles, en reemplazo del duque de Medina de las Torres, sobrino del de Olivares, contra el cual se había levantado gran clamor en aquel reino: a don Francisco de Quevedo, el severo censor de los desvaríos del conde-duque y de la corrupción de la corte, salir del cautiverio de León, donde tantos años le tuvo la mala voluntad del ministro que no sufría censura: a don Felipe de Silva, noble portugués y valeroso capitán de los tercios de Flandes, el triunfador de Fleurus y de Maguncia, a quien el conde-duque por injustas sospechas de deslealtad cuando la revolución portuguesa hizo reducir a prisión como al príncipe don Duarte, ser nombrado capitán general del ejército de Cataluña en reemplazo del desgraciado marqués de Leganés, el favorecido del de Olivares. Así se iba remediando mucho; aunque no todo, como se irá viendo, se hacía con acierto.

Por otra parte la muerte del gran cardenal de Richelieu, a quien no porque fuese el mortal enemigo de España dejaremos de reconocer como el mayor político de su siglo, y que supo elevar la Francia a un grado admirable de poderío y de grandeza: la muerte, decimos, de Richelieu era para nuestra monarquía uno de los sucesos más prósperos que podían haber coincidido con la caída del desatentado ministro español que quiso ser su rival. El rey Luis XIII de Francia no sobrevivió al cardenal sino el tiempo indispensable para ejecutar las últimas órdenes de su ministro, y como a la muerte de Luis XIII (14 de mayo, 1643) quedaba la reina doña Ana de Austria, hermana de nuestro rey don Felipe IV, gobernando aquel reino como regente y tutora de su hijo, príncipe de solos cinco años, todo inducía a creer que la Francia, por las discordias consiguientes a los reinados de menor edad, había de enflaquecerse; y por los lazos de la sangre entre aquella reina y nuestro rey, faltando ya nuestro terrible enemigo Richelieu, había de sernos menos hostil. Una paz con Francia, y deseaban la paz las potencias de Europa, era lo que nos habría podido rehabilitar para reparar los desastres de Cataluña, prepararnos a la recuperación de Portugal, y conservar lo de Italia y lo de Flandes. Pero si bien parece haberse pensado en ello bajo la base del matrimonio de la infanta María Teresa con el delfín, es lo cierto que en los consejos del rey don Felipe después de la caída del de Olivares, tras de larga discusión, prevaleció la resolución de continuar la guerra abriendo nueva campaña en Cataluña, sin dejar de poner en defensa las plazas de la frontera de Portugal{1}.

Mas antes de referir lo que pasó en estos dos puntos extremos de nuestra península, cúmplenos observar que contra todo lo que parecía deber esperarse, nada nos fue más funesto que el golpe que de Francia recibimos inmediatamente después de la muerte de Luis XIII y calientes todavía, por decirlo así, sus cenizas. Ya no nos eran favorables las miras y disposiciones que hacia nosotros animaban al cardenal Mazarino, digno sucesor de Richelieu, el ministro privado de la reina madre como Richelieu lo había sido de Luis XIII; hombre no menos ambicioso que él, y si no tan gran político, más astuto y sagaz, y más sereno e impasible, sobradamente conocido ya de los españoles, como quien al principio de su carrera había estado al servicio de España. Pero el primer golpe nos vino más de los hombres de la guerra que de los hombres políticos que formaban el consejo de la regencia de la reina viuda.

Dejamos dicho atrás que el punto en que se habían sostenido con gloria las armas de España eran los Países Bajos. Pero la desgracia andaba ya con nosotros en todas partes. El cardenal infante don Fernando, que con tantos esfuerzos había sostenido y con tanta prudencia gobernado las provincias flamencas, fue acometido en el campamento de una fiebre maligna, que cayendo en un cuerpo harto quebrantado ya con las fatigas y trabajos, le obligó a retirarse a Bruselas, donde al fin sucumbió (9 de noviembre, 1641), tan llorado del ejército como nunca bastante sentido en España, para cuyo reino era una pérdida irreparable. Fue esta una de las mayores desdichas que en aquellos años fatales experimentamos. Reemplazole en el gobierno una junta compuesta de don Francisco de Melo, conde de Azumar, el marqués de Velada, el conde de Fontana, que eran los jefes de las armas, el arzobispo de Malinas, y Andrea Cantelmo. Luego la corte de España nombró gobernador único, en tanto que iba alguna persona real, a don Francisco de Melo, noble portugués, que había desempeñado el virreinato de Sicilia y la embajada de Alemania, y de los pocos portugueses que después de la revolución de su reino permanecieron fieles a España.

No dejó de sonreír en el principio la fortuna a Melo y a nuestras tropas de Flandes. Tocole a aquél la suerte de recobrar a Ayre, tomó la plaza de Lens, y sobre todo dio una famosa batalla en Honnecourt contra los mariscales franceses Harcourt y Granmont, en que después de haberles cogido toda la artillería y municiones, con muchas banderas (que luego fueron traídas a España y colgadas en los templos), dejó el ejército enemigo tan derrotado, que el de Granmont no paró en su fuga hasta San Quintín con cinco escasos escuadrones sin oficiales (1642). Esta victoria, que valió a Melo el título de marqués de Torrelaguna con grandeza de España, en lugar de servir para facilitar otras conquistas, no sirvió sino para adormecer a nuestros generales y causar escisiones entre ellos.

En tal estado, y viendo las provincias de Flandes nueva y muy seriamente amenazadas por la Francia, diose orden al de Melo para que abriese pronto la campaña y distrajese por aquella parte a los franceses.

Reunió pues el de Melo un ejército de diez y ocho mil infantes y dos mil caballos, y llevando por generales al duque de Alburquerque y al conde de Fuentes, se fue a poner sitio a Rocroy, plaza de la frontera de Francia de parte de las Ardenas, con la idea de que si lograba tomarla podría penetrar hasta la capital, y apresuró el ataque por si lograba apoderarse de ella antes que pudiera recibir socorros. Pero un ejército francés igualmente numeroso que el nuestro se puso inmediatamente en marcha en socorro de la plaza amenazada. Mandábale un general que apenas contaba veinte y dos años, pero que de inteligencia, impetuosidad y bravura había dado ya brillantes pruebas en varias ocasiones. Era éste el joven duque de Enghien{2}. Acompañábanle los generales Gassion, d'Hopital y Espenan. Contra el dictamen del mariscal de l'Hopital, que llevaba orden de contener la impetuosidad del joven príncipe, colocó el de Enghien su ejército, luego que reconoció el campo enemigo, en disposición de atacar el español. Puestos ya en orden de batalla uno y otro ejército, pasaron así toda la noche (del 18 al 19 de mayo, 1643). Al amanecer del 19 mandó el príncipe de Condé (el duque de Enghien) atacar con vigor a mil mosqueteros españoles que ocupaban un pequeño bosque, y del cual fueron arrojados después de una obstinada defensa.

Hízose después más general el combate. No describiremos las diferentes evoluciones que unos y otros ejecutaron, y los trances y fases que fue llevando la batalla. Baste decir, que después de seis horas de encarnizada pelea, en que la victoria pareció inclinarse más de una vez en favor de los españoles, se declaró al fin decididamente por los franceses, en términos que fue uno de los desastres más terribles y funestos que en mucho tiempo habían sufrido las armas de España. Hiciéronnos seis mil prisioneros, y quedaron ocho mil muertos en el campo: cogiéronnos diez y ocho piezas de campaña y seis de batir, y perdimos doscientas banderas y sesenta estandartes. El conde de Fuentes, que acosado de la gota se había hecho conducir en una silla para mandar la acción, perdió la vida gloriosamente después de haber resistido briosamente tres ataques. Con él perecieron muy bravos capitanes y maestres de campo. El enemigo no compró el triunfo sin sangre. El de Melo recogió las reliquias de nuestro destrozado ejército y se retiró con ellas. Tal fue la tristemente famosa batalla de Rocroy, dada a los cinco días de la muerte de Luis XIII, y que si para España funesta, pareció feliz presagio a los franceses para el próspero reinado del niño Luis XIV, que bajo la tutela de su madre se mecía entonces en la cuna. Quedaron allí desgarradas las banderas de los viejos tercios españoles de Flandes, terror en otro tiempo de Europa. Y lo peor era que no había modo de reparar la pérdida de hombres y de dinero, y que iba a quedar a merced de los vencedores aquel país por cuya conservación se había derramado tanta sangre y consumídose tantos tesoros{3}.

El de Enghien, después de descansar dos solos días en Rocroy, que no era el genio del joven general para darse ni dar a sus tropas mucho reposo, fuese a acampar a Guisa, y aunque resuelto ya a poner sitio a Thionville, a fin de disimular y con el objeto de distraer a los enemigos entrose en el Henao, tomó algunos fuertes, asustó a los gobernadores de Flandes adelantando algunas partidas casi hasta Bruselas, y luego se puso delante de Thionville, plaza importantísima sobre el Mosa, que cubría a Metz y abría el camino para el ducado de Tréveris. La plaza, aunque defendida solo por mil doscientos españoles, y batida por toda la artillería francesa, con más diez y siete piezas que se llevaron de Metz, circunvalada por veinte mil hombres, minada, y muchas veces asaltada, se sostuvo con gloria por espacio de dos meses hasta que murieron el gobernador y las dos terceras partes de sus defensores, y rindiose a los treinta días de abierta trinchera (22 de agosto, 1643), saliendo aquellos con todos los honores de la guerra, y quedando el ejército francés tan rendido y maltratado, que no se atrevió el de Enghien a acometer por algún tiempo empresa de consideración. Reparó las fortificaciones, limitose a ocupar algunos pequeños castillos entre Thionville y Tréveris, y volviose a París, donde recogió los aplausos que había ganado, dejando el mando de las tropas al duque de Angulema.

Perdió con esto el de Melo toda la reputación que el año anterior había adquirido; pedían los Estados su separación, y la corte de España después de algunas dudas nombró para sustituirle al conde de Piccolomini. Pero en tanto que iba, tuvo el de Melo la fortuna de reponerse en el concepto público por haber contribuido con un socorro oportunamente enviado a un gran triunfo que las armas imperiales y españolas alcanzaron en la Alsacia. Había invadido esta provincia el general francés Rantzan con diez y ocho mil hombres, al intento de lanzar de ella a los españoles y alemanes. Ocurriole a don Francisco de Melo enviar a los generales del imperio que allí había, duque de Lorena, Mercy y Juan de Wert, un refuerzo de dos mil infantes y otros dos mil caballos, al mando del intrépido comisario de la caballería don Juan de Vivero. Diose la batalla en las cercanías de Tuttlinghen, condujéronse con tal bizarría los imperiales, y llegó tan a punto el socorro enviado por Melo, que la derrota de los franceses no pudo ser más completa: quedó prisionero Rantzan, con todos sus generales y oficiales, cogiéronseles cuarenta y siete banderas y veinte y seis estandartes, catorce cañones y dos morteros con las municiones y bagajes. Debiose principalmente tan completa victoria a la caballería mandada por don Juan de Vivero, con lo cual no solo ganó este jefe fama y renombre de gran soldado, sino que desde entonces, y al revés de lo que siempre había sucedido, cobró la caballería española gran superioridad sobre la infantería, que fue un notable cambio en la reputación de ambas armas.

El triunfo de Tuttlinghen fue una buena compensación de la derrota de Rocroy, y hubiera mejorado notablemente nuestra comprometida situación en Alemania y en Flandes, si para sacar partido del último suceso no hubieran andado los nuestros tan flojos como activos anduvieron los franceses y holandeses para estrechar su alianza y unir sus fuerzas. Que esto los avivó para celebrar un nuevo pacto de unión entre la reina regente de Francia, a nombre del rey menor Luis XIV su hijo, y los Estados generales de las Provincias Unidas de Holanda{4}.

Veamos ya lo que entretanto había pasado dentro de nuestra península por Cataluña y Portugal.

Cuando se determinó abrir la campaña por Cataluña, hubiérase de buena gana emprendido también la de Portugal, si las fuerzas hubieran alcanzado para ello. Porque los portugueses, alentados con la debilidad que observaban por parte de España, si bien no estaban todavía para emprender cosa formal contra Castilla, hacían atrevidas incursiones dentro de nuestras tierras, así por la provincia de Beyra, como por la de Tras-os-Montes y de Entre-Duero-y-Miño, sin que ni el duque de Alba por la parte de Ciudad-Rodrigo, ni el conde de Santisteban por la de Extremadura pudieran tampoco acometer empresa formal contra aquel reino por falta de gente, limitándose a algunas incursiones, y haciendo unos y otros más bien una guerra vandálica de incendio, de saqueo, y de robo de ganados, que una guerra propia de dos naciones. Servíales esto, no obstante, a los portugueses para ejercitarse en las armas, y dábaseles tiempo a prepararse para cosas mayores. Mas no podía, como hemos dicho, atenderse a todo; y así redujéronse al pronto todos los medios a mandar a los señores y a las milicias de Andalucía y Extremadura que acudiesen a la defensa de la frontera de Portugal, y atendiose con preferencia a lo de Cataluña, porque la Motte-Houdencourt amenazaba a Aragón, cuyas plazas estaban en su mayor parte indefensas, y pudiera fácilmente internarse hasta en el corazón de Castilla.

Y no sabemos cómo esto no sucedió; porque nuestras tropas desde aquella desgraciada acción de las Horcas apenas soportaban ya la vista del enemigo. Así aconteció en el sitio que pusieron a la villa de Flix (1643), que acudiendo la Motte y acometiendo nuestro campo, dejaron en él los nuestros doscientos muertos y quinientos prisioneros, huyendo los demás, jefes y soldados, abandonando cañones, banderas, municiones y bagajes. Los soldados desertaban y se iban a sus casas, como al principio de la guerra.

El nombramiento de don Felipe de Silva para el mando en jefe de aquel ejército, y los esfuerzos que se hicieron para aumentarle, dieron ya otro aspecto a las cosas. Las cortes de Castilla, ya que la situación del reino no les permitía otorgar al pronto recursos, concedieron un servicio de veinte y cuatro millones pagaderos en seis años (23 de junio de 1643), que empezaría a correr en 1.° de agosto de 1644{5}. Por fortuna llegó a tiempo la flota de Méjico con los galeones cargados de plata, que vino oportunamente para pagar y mover las tropas que de todas partes se recogían. El marqués de Torrecusa pudo obtener de Nápoles su patria hasta cuatro mil soldados; reclutó el de Villasor un buen tercio en Cerdeña; Valencia, Andalucía y Aragón aprontaron cada una buen golpe de gente, con que pudo reunirse en la frontera de Aragón y Cataluña un ejército de cerca de veinte mil hombres. Determinó el rey hacer otra vez jornada a Aragón, y así se lo habían suplicado también de aquel reino; no como en tiempo del conde-duque para permanecer como enjaulado en Zaragoza y pasar el tiempo entre juegos circundado de cortesanos, sino para presenciar las operaciones de la guerra, y atender a todo, y alentar, ya que no dirigir a generales, cabos y soldados. Dejó pues encargado el gobierno a la reina, y él fue a alojarse a Fraga, en tanto que don Felipe de Silva, después de haber recobrado a Monzón, ponía sitio con quince mil hombres a la plaza de Lérida (marzo, 1644).

Antes de terminarse las obras del sitio, presentose la Motte, y por medio de una hábil maniobra metió socorro de hombres y municiones en la plaza; pero acometido por el de Silva, después de un reñidísimo combate fue derrotado el francés, dejando en el campo sobre dos mil muertos y mil quinientos prisioneros, y huyendo hacia Cervera los pocos que quedaban (15 de mayo, 1644). La plaza con aquel socorro se sostuvo por más de cuatro meses, hasta que la falta de víveres la obligó a capitular (6 de agosto). Al día siguiente entró el rey en Lérida en medio de aclamaciones y como en triunfo. Hacía mucho tiempo que no tremolaban victoriosas las banderas de Castilla por aquella parte. Juró el rey respetar sus fueros, y los de toda la provincia, y así además del inmediato fruto de la toma de Lérida, de la reanimación del espíritu del país y del ejército, produjo también el de hacer venir a la obediencia poblaciones de la importancia de Solsona, Ager y Agramunt.

Lástima grande fue que don Felipe de Silva, que bajo tan felices auspicios había comenzado la guerra de Cataluña, se negara noblemente a continuar en el mando, con razón resentido de ciertas desconfianzas que en el ánimo del monarca no había cesado de sembrar contra él el conde de Monterrey que le acompañaba, y era de los pocos amigos del conde-duque que habían acertado a conservar el favor real. No fue posible vencer la delicadeza y quebrantar la resolución del pundonoroso portugués, y diose el mando del ejército al italiano don Andrea Cantelmo, uno de los del consejo de gobierno en Flandes después de la muerte del cardenal infante don Fernando; hombre leal y de buenas prendas, pero no de gran fama como guerrero.

Deseoso el francés de vengar los descalabros de Monzón y de Lérida, juntó cuanta gente pudo, y con doce mil hombres y gran tren de artillería se puso sobre Tarragona, en combinación con el mariscal de Brezé, que se encargó de cerrar con su escuadra la boca del puerto. Gobernaba a Tarragona, después de la muerte del marqués de Hinojosa, conde de Aguilar, y de don Juan de Arce que le reemplazó y murió también, el marqués de Toralto, lugarteniente que había sido del marqués de Pobar, y de los que habían sido llevados prisioneros a Francia después de la lastimosa catástrofe de aquel ejército. La plaza fue embestida con gran furia el 18 de agosto, pero todos los ataques eran rechazados con gran pérdida de franceses. En mes y medio hizo el de la Motte disparar contra la plaza más de siete mil cañonazos; diole trece asaltos, en algunos de los cuales logró apoderarse de varios puntos fuertes, pero veía que los fosos se llenaban de cadáveres de los suyos. Y últimamente teniendo noticia de que se dirigía Cantelmo con su ejército en socorro de la ciudad, levantó el cerco y se retiró con la ignominia de haber perdido tres mil hombres inútilmente (3 de octubre, 1644). Así debió mirarlo la corte de Francia, cuando de sus resultas fue el conde de la Motte relevado de su empleo, y llamado para que diese cuenta del estado de Cataluña{6}.

Motivo bien triste obligó a este tiempo al rey don Felipe a retirarse precipitadamente de Aragón y volverse a Madrid, cuando las cosas de Cataluña iban marchando con cierta prosperidad desacostumbrada. La reina doña Isabel de Borbón había fallecido el 6 de octubre, con sentimiento y llanto universal de toda la monarquía; que cabalmente en los últimos años se habían ofrecido a los españoles muchas más ocasiones que cuando había estado oprimida por el ministro favorito de su esposo, para conocer las grandes prendas que adornaban a aquella princesa, y la habían hecho acreedora al reconocimiento y a la estimación pública. Hiciéronsele los honores fúnebres con la magnificencia que correspondía, y habiendo pasado el rey algún tiempo en el Pardo y en el Buen Retiro entregado al dolor de tan sensible pérdida, dedicose después a preparar lo necesario para la campaña del año siguiente en Cataluña.

Salió pues el rey otra vez para Zaragoza luego que llegó la primavera (11 de marzo, 1645). Quiso tener cerca de sí a don Felipe de Silva para valerse de sus consejos; pero los mejores generales se mostraban resentidos de ciertas preferencias que dispensaba a funestos consejeros, restos y como herencia del antiguo favoritismo. El marqués de Villafranca solicitó retirarse a sus estados de Fernandina en el reino de Nápoles; negole el rey el permiso, pero al cabo el mando de las galeras que aquél tenía se dio a don Melchor de Borja, a quien hubo que quitársele al poco tiempo, y entonces se confirió al marqués de Liñares, ilustre portugués que había sido virrey en la India.

Comenzó mal, para no concluir bien, este año la campaña de Cataluña. La reina regente de Francia había nombrado virrey de esta provincia al conde de Harcourt, bien conocido en las guerras de Italia. Vino el de Harcourt con más de doce mil hombres y buen tren de artillería, resuelto a tomar la plaza de Rosas, que abría la comunicación entre el Rosellón y Cataluña. Encomendó esta empresa al conde du Plesis-Praslin, mientras una escuadra la bloqueaba por mar. La plaza fue embestida (22 de abril), sin que fuera fácil a nuestras tropas socorrerla desde Lérida. Defendíala don Diego Caballero con tres mil infantes y trescientos caballos, el cual la sostuvo por más de dos meses, pero al fin capituló su entrega teniendo elementos para resistir todavía mucho tiempo. Atribuyósele de público haber obrado así por motivos poco honrosos y honestos; y algún fundamento debió tener el cargo, cuando después fue preso en Valencia, entregado a las justicias de Castilla y conducido a la cárcel de Corte de Madrid.

El de Harcourt, que había seguido internándose en el Principado, atacó nuestro ejército cerca de Balaguer; nuestras tropas se dispersaron vergonzosamente huyendo por bosques y desfiladeros, y cercando el francés la ciudad la rindió sin mucha resistencia. Tal vez no habría parado hasta franquear la frontera de Aragón, a no haber tenido que retroceder a Barcelona para sofocar una conspiración que allí se había formado con el designio de entregar la ciudad a los españoles. Todos los conjurados fueron presos y ajusticiados, a excepción de la baronesa de Albes, que no obstante ser la que estaba al frente de la conspiración, fue la que alcanzó más indulgencia, por motivos que la política encubrió, pero que la malicia achacó, tal vez no sin fundamento, a influencias de su hermosura.

Fueron pues muy de caída para España en este año de 45 las cosas de Cataluña. El rey, que en 11 de agosto había convocado cortes aragonesas para el 20 de setiembre, permaneció en Zaragoza hasta el 3 de noviembre en que se disolvieron. En ellas, y este era su principal objeto, se reconoció y juró como heredero del trono al príncipe don Baltasar, su hijo único, que a su vez juró guardar y hacer guardar las leyes del reino{7}. Después pasó a Valencia, donde había convocado también (18 de agosto) cortes de valencianos con el propio objeto. Jurose igualmente en ellas al príncipe don Baltasar Carlos (13 de noviembre), y concluidas que fueron (4 de diciembre), regresó el rey a Madrid{8}.

En Valencia había convocado también cortes de Castilla (2 de diciembre, 1645) para el 15 de enero del año siguiente en Madrid. Abriéronse estas el 22 de febrero (1646). Los apuros para continuar tantas guerras como había pendientes eran tan grandes, que en medio de la penuria general los procuradores no pudieron menos de votarle algunos subsidios, bien que paulatinos y pequeños, porque otra cosa el estado de los pueblos no permitía{9}.

A pesar de los desfavorables recuerdos que el marqués de Leganés había dejado en Cataluña y de la prisión que por ello había sufrido, habiendo muerto los dos últimos generales Silva y Cantelmo, nombrole otra vez el rey don Felipe virrey y capitán general del Principado. Que harto se le conocía estar otra vez dominado por los favorecidos del antiguo valido Olivares, no obstante haber dejado ya éste de existir{10}, y principalmente por don Luis de Haro, su sobrino, hijo del marqués del Carpio, que con general disgusto había reemplazado en la privanza al de Olivares su tío. En tanto que el de Leganés se preparaba para la campaña, salió el rey otra vez de Madrid (14 de abril, 1646), dirigiéndose a Pamplona, con objeto de hacer jurar también en las cortes de Navarra al príncipe don Baltasar Carlos, lo cual parecía tener entonces embargado todo su pensamiento, y así se verificó en 25 de mayo siguiente{11}.

Tuvo el marqués de Leganés la fortuna y la habilidad de lograr en la campaña de este año un triunfo que hizo olvidar en gran parte las malas impresiones de su desgracia anterior. Tenía el de Harcourt circunvalada la ciudad de Lérida; habíase atrincherado fuertemente en su campamento; seis meses llevaba ya el francés sobre la plaza; la miseria y el hambre apretaban a la guarnición, y el marqués de Leganés no parecía a redimirla, siendo en tan largo trascurso de tiempo objeto de desconfianza y de murmuración. Pero un día, fingiendo una retirada y haciendo a sus tropas dar un largo rodeo por unos desfiladeros, cayó de improviso sobre las descuidadas líneas francesas, las rompió y derrotó, causando tal espanto y desorden al enemigo, que hubo de retirarse con gran pérdida. Ya las molestias y fatigas del sitio habían mermado bastante el ejército de Harcourt, de suerte, que de veinte y dos mil hombres que contaba cuando comenzó el cerco, apenas en la retirada llevaba catorce mil{12}.

Después de esta gloriosa expedición, con que logró el de Leganés rehabilitar su fama, volvió el rey a Zaragoza. Allí tuvo el sentimiento de ver enfermar y morir al príncipe Baltasar Carlos (9 de octubre, 1646), a quien acababa de llevar de reino en reino para hacerle reconocer heredero de su trono. No solo al monarca, sino a la nación toda, causó gran pena la prematura muerte del príncipe, siendo como era el único heredero varón. Volviose Felipe a Madrid, donde se consoló de su aflicción más pronto de lo que era de esperar, y de lo que exigían los sentimientos de padre y de rey.

Que ya por este tiempo el rey había vuelto desgraciadamente a sus antiguas costumbres. Entregado a don Luis de Haro como antes al conde-duque de Olivares, y sustituida una por otra privanza, pesábanle otra vez los negocios, y abandonando aquel buen propósito que tanta satisfacción causaba al reino de despachar por sí mismo con sus secretarios, dio en fiarlos como antes a su primer ministro para entregarse, como en otro tiempo, a los pasatiempos y diversiones. Pues si bien después de la muerte de la reina pareció dominado de cierta melancolía, y se prohibieron las comedias que no fuesen de vidas y hechos de santos, al mismo tiempo que se concedía licencia para fiestas de toros, duró poco el recogimiento, y mal pudieron reformarse las costumbres del pueblo cuando tan pasajera había sido la reforma de las del rey. No haríamos ni siquiera esta indicación, reservando esta materia para otro lugar, si no le viéramos ya más distraído en recreos que inclinado a hacer la jornada de la campaña de este año de 47, como en los anteriores, y si él mismo no hiciera en este tiempo como un alarde de los devaneos de su vida pasada, con el nombramiento de generalísimo de la mar que hizo en su hijo natural don Juan de Austria, que había tenido en la famosa cómica de Madrid María Calderón, conocida por la Calderona. Ya le había hecho antes prior de San Juan, y valiera más, como dice un escritor de aquel tiempo, «que le diera el priorato perpetuo de San Lorenzo el Real, y que en aquellas soledades, celdas y peñas, se ignorara su origen y su nombre, por la disonancia grande que hace a la buena opinión de los príncipes.{13}» Fue una desgraciada imitación del emperador Carlos V la de poner a este hijo bastardo el mismo nombre, y la de comenzar su carrera con el mismo empleo que aquel había puesto y Felipe II dado al otro don Juan de Austria, como si la identidad de nombre y de empleo fueran bastantes para asimilarlos en las virtudes y la grandeza del alma y en las prendas del entendimiento.

El nuevo favorito don Luis de Haro se aplicó con ahínco a buscar por todas partes recursos para continuar con vigor la guerra, especialmente la de Cataluña, y ya hemos indicado cómo las cortes hacían esfuerzos para votar servicios, a riesgo de que se alteraran los pueblos, que ya no podían más. Falta hacía todo, porque la Francia, con el afán de lavar la afrenta de Harcourt delante de Lérida, había enviado al mejor general de aquel reino, al príncipe de Condé, con otros generales de los de Flandes, el cual determinó sitiar nuevamente a Lérida. Aun no estaban enteramente destruidas las líneas de circunvalación levantadas el año anterior por el de Harcourt, y así le fue más fácil al de Condé concluir los trabajos del sitio (mayo 1647). Pronto fueron abiertas brechas por dos lados, pero el gobernador don Antonio Brito, portugués de mucha capacidad y experiencia, que defendía la plaza con tres mil veteranos españoles, rechazaba todos los ataques con tal tino, que siempre eran arrojados los franceses dejando multitud de muertos. Cuéntanse más de seis salidas que ordenó y ejecutó aquel intrépido jefe, causando en todas ellas destrozos tales a los sitiadores, que asombrados estos, desesperados de poder tomar la plaza, y viendo que las enfermedades diezmaban al mismo tiempo sus tropas, juntos en consejo de guerra por el príncipe, determinaron abandonar el sitio. El 18 de junio repasó el ejército francés el Segre por un puente de barcas, que deshizo aquella misma noche, y el resto de aquel mes y los dos siguientes los pasó en inacción a causa de los excesivos calores en las inmediaciones de Lérida, teniendo en Borjas el cuartel general, y no haciendo movimiento hasta entrado setiembre.

Fue mucho más notable esta victoria, por haber sido conseguida sobre el Gran Condé, que venía orlado con los laureles de los triunfos de Rocroy, de Thionville, de Fribourg, de Norlinga, y de Dunkerque: sobre un guerrero de quien dijo un célebre crítico de su nación, que había nacido general{14}, y a quien celebró otro sabio francés no menos famoso en una oración fúnebre como al hombre más consumado en el arte de la guerra en su siglo{15}.

Parecía no haber ejército español en aquella frontera, puesto que nadie se movía, ni a socorrer a Brito, ni a aprovecharse de sus heroicas salidas contra el francés. Explicaremos la causa. Había sido nombrado general de aquel ejército el marqués de Aytona, oriundo de Cataluña y de la ilustre familia de los Moncadas; por lo mismo iba animado del más ardiente deseo de hacer algún servicio notable en el país de sus mayores; pero encontrose con un ejército menguado e inservible. De ello dio aviso al rey desde Zaragoza; Felipe le mandaba avanzar sobre Lérida con la gente que tuviese poca o mucha, pero los aragoneses se negaban a marchar en tanto que el rey no hiciera la jornada a aquel reino como los años anteriores. A arreglar estas dificultades y poner término a aquel estado de inacción, envió Felipe IV a su valido don Luis de Haro, facultado para otorgar en su nombre largas mercedes a todos los que le sirvieran en esta guerra: mas la primera comunicación que de éste tuvo, fue la noticia de haber alzado el francés el cerco de Lérida. Al fin reunió el de Aytona más de quince mil hombres, con los cuales pasó a Lérida, y de allí a buscar a los franceses a las Borjas con ánimo de darles la batalla. Mas habiendo hecho el príncipe de Condé un movimiento sobre Belpuig, de tal manera desconcertó al español que le obligó a retroceder, y le persiguió sin cesar hasta hacerle repasar el Segre e internarse otra vez en Aragón.

Así se iban pasando años y años sin que las armas reales pudieran arribar a otra cosa en Cataluña, que a sostener con mucho trabajo Tarragona y Lérida. Pero la verdad es que ya en este tiempo se notaba un cambio en la opinión y en el espíritu de los catalanes, mostrándose una gran parte de la provincia tan disgustada de los franceses como antes lo había estado de los castellanos. Tiempo hacía que se venía notando este descontento; porque no tardaron los nuevos dominadores en dar con su conducta motivos sobrados, no solo de queja, sino de irritación y encono a aquellos naturales, ya por los excesos de la soldadesca, ya por las exacciones y tiranías de los oficiales y cabos, ya por las sórdidas granjerías de los asentistas, ya por el poco respeto de los mismos virreyes a sus libertades, leyes y fueros. A consecuencia de una reclamación que el Principado dirigió al monarca francés quejándose de los agravios que recibía, vino a Cataluña un visitador general, obispo electo y consejero del rey, que se conoce no atendió ni a corregir los desórdenes de los unos, ni a calmar el enojo de los otros. Porque las tragedias fueron en aumento, y en aumento iba también el odio con que a los franceses miraban los nacionales, reconociendo, aunque tarde, todos los que no estaban o muy obcecados o muy comprometidos, que con separarse de Castilla y entregarse a Francia no habían hecho sino empeorar de condición, arruinarse el país, y sufrir tales vejaciones, menosprecios e injurias, que si no habían sido para aguantadas de un rey propio, eran menos para toleradas de un extraño.

Poco antes de la época a que llegamos en nuestra narración, un ilustre catalán, el vizconde de Rocaberti, conde de Peralada, marqués de Anglasola, escribió un libro titulado: Presagios fatales del mando francés en Cataluña{16}, en el cual se hace una melancólica y horrible pintura de las tropelías de todo género que los franceses cometían en el Principado. No solo menospreciaban y hollaban sus privilegios y leyes, sino que encarcelaban y daban muerte de garrote a los que con tesón procuraban defenderlas y conservarlas{17}. Ellos se apoderaban de la hacienda de los naturales, y obligaban a muchos a salir de Cataluña para tener pretexto de confiscarles los bienes; cogían el trigo de las eras mismas para las provisiones del ejército; ponían precio a los granos, y cuando los naturales los pagaban a sesenta sueldos la cuartera, los obligaban a venderlos a los franceses a cuarenta{18}; y cuando de estas y otras injusticias se quejaban los paisanos, respondían ellos que a Cataluña venían a aprovecharse de la guerra, no a la conservación del país. Y hablando de la lascivia de los soldados, dice este ilustre escritor: «En prueba de esto están las ventanas por donde ha sido fuerza echarse las mujeres por escaparse, las iglesias a donde se han habido de retirar, el insolente atrevimiento de pedir a los jurados y bailes de los lugares les diesen mujeres para abusar de ellas, hasta llegar a pedirles a sus propios maridos; el atemorizarlos con que los matarían, y llegar a matarlos por quererlo defender; acción de tanto sentimiento para la nación catalana, que ella sola basta, cuando faltasen todas, para tener con ira los corazones más empedernidos.{19}» Por último, al final de su libro inserta un largo catálogo nominal de las personas principales de Cataluña, señoras, duques, marqueses, condes, señores de vasallos, nobles, caballeros, prelados, eclesiásticos, religiosos, consejeros, doctores, oficiales de guerra, y otros desterrados y encarcelados, o que habían perdido las vidas, o las haciendas, o los empleos y dignidades.

Esto explica por qué los naturales del país, y en especial los de algunas ciudades y comarcas, no ayudaban ya a los generales franceses como hubieran podido, o defendían con menos tesón las plazas, o recibían ya con gusto las tropas de Castilla.

La guerra de Portugal se había hecho mucho más flojamente que la de Cataluña. El rey de Castilla no se dejó ver nunca por aquella frontera, y don Juan IV de Braganza se iba afirmando en el trono a favor de un gobierno prudente y suave y de la debilidad en que España había caído. Hasta 1644, al cuarto año de consumada su revolución, se puede decir que no hubo verdadera campaña por aquella parte. Y aun apenas merece este nombre la que pudo hacerse con un ejército de siete mil hombres de todas armas, que fue el máximum de las tropas que con gran trabajo y esfuerzo logró reunir el marqués de Torrecusa, nombrado general de aquel ejército. Subía ya el de los portugueses a doce mil hombres, contando los auxiliares y aventureros franceses y holandeses que se le habían reunido. Mandábale Matías de Alburquerque, el cual tenía ya pretensiones de amenazar a Badajoz. Acometió primero el portugués y tomó las villas de Montijo y Membrillo, taló campiñas, incendió poblaciones y se dirigió luego a buscar a Torrecusa resuelto a medir sus armas con él y darle batalla. Celebrado consejo de generales españoles, se acordó salir al encuentro del portugués para ver de enfrenar su osadía. Llevaba Alburquerque ocho mil hombres; no llegaba a tanto la gente de Torrecusa. Encontráronse ambos ejércitos cerca de Montijo, uno y otro con ansia de pelear. El de Alburquerque arengó a los suyos, y supónese que no dejó de recordarles la gloriosa batalla de Aljubarrota. Peleose, en efecto, por ambas partes con ardor (junio, 1644), y hasta con la ira y el coraje de dos pueblos que refrescan antiguas antipatías. Perdieron los portugueses más gente que los castellanos, y dejaron en poder de estos la artillería. Pero es lo cierto que ambos ejércitos quedaron harto destrozados; y lo notable fue que uno y otro se atribuyeron la victoria, y que esta se celebró con regocijos públicos en Lisboa y en Madrid{20}. Tras esto rindió Torrecusa algunos lugares poco importantes. Por la parte de Galicia el marqués de Tabora, por la de Ciudad-Rodrigo el duque de Alba, redujéronse a acometer y resistir pequeñas empresas, de disolución y ruina para los pueblos, de ningún resultado decisivo por ninguna de las partes.

Siguió arrastrándose lánguidamente en los años siguientes la guerra de Portugal, ocupadas y concentradas la atención y las fuerzas de Castilla en Cataluña, y no porque dejaran de renovarse allí los generales, como en Cataluña sucedía también. En 1645 reemplazó allí el marqués de Leganés al de Torrecusa, que pasó al virreinato de Milán, y por parte de los portugueses sustituyó al de Alburquerque el conde de Castel Melhor. Todo lo que uno y otro hicieron fue, que el de Leganés se puso sobre Olivenza (octubre, 1645), se apoderó de un fuerte, minó e hizo saltar dos arcos, taló las cercanías de Villaviciosa, y tomó a Telena, donde construyó una fortaleza, mientras Castel Melhor se internaba hacia Badajoz y se llevaba algunos prisioneros; después de lo cual, avanzada ya la estación, cada cual regresó a sus cuarteles.

Trasladado el año siguiente el marqués de Leganés al virreinato de Cataluña, confiose el mando de nuestro ejército de Portugal al barón de Molinghen, flamenco, que era ya general de la caballería. Limitose el de Molinghen en los años 1646 y 47 a detener y resistir dos invasiones que el portugués con todo el grueso de su ejército, ya bastante aumentado, intentó sobre Badajoz, la una desde Elvas, la otra desde Olivenza. Siempre despierto y siempre firme el general de las tropas de Castilla, no solo contuvo denodadamente aquellas dos irrupciones, sino que armando diestras emboscadas a los portugueses, les hacía daños de consideración y los escarmentaba cada vez que aquellos padecían el menor descuido.

Pero es vergüenza que al cabo de siete años de hechas las dos revoluciones, catalana y portuguesa, todo el poder de la nación española no alcanzara a hacer más progresos por la parte del Segre que los que atrás hemos visto, y que por la parte del Guadiana se redujera todo a la trabajosa y miserable defensiva que acabamos de ver. Lastimoso cuadro de impotencia era el que se ofrecía a los ojos del mundo en uno y otro extremo de la Península. Al fin si don Juan IV de Portugal no hizo conquistas sobre Castilla, harto era para él conservar la integridad de su territorio, aumentar y organizar su ejército, y afirmar y consolidar su trono.

Con más vigor y con más actividad, aunque para desdicha nuestra, se hacía la guerra en los Países Bajos, allá donde la Francia tenía particular empeño en quebrantar el poder de España, y aun en acabar con sus últimos restos, que estaban allí representados. Unida para esto más estrechamente con la república de Holanda por el tratado de 1644, de que dimos noticia, y nombrado el duque de Orleans para el mando de aquel ejército en reemplazo del príncipe de Condé, sitió y batió el de Orleans en toda forma (julio, 1644), y nos tomó la plaza de Gravelines, sin que pudieran darle oportuno socorro ni don Francisco de Melo, ni el conde de Piccolomini, que por este tiempo llegó a Flandes. Y en tanto el príncipe de Orange con sus holandeses se apoderaba de algunos fuertes, y sobre todo de el de Saxo de Gante, importantísima plaza, aunque pequeña, porque abría la puerta a todo el Brabante, y desde allí rompiendo los diques se podía inundar la campiña de Gante. Estas pérdidas, que pusieron término a la campaña de 1644 en los Países Bajos, acabaron también con el crédito del general español don Francisco de Melo, marqués de Torrelaguna, a quién públicamente y a voz llena llamaban los naturales inepto y flojo, y cuya separación fue por lo tanto bien recibida.

No nos faltaban allí todavía buenos y muy calificados capitanes, pero faltaba unidad y faltaban recursos; y de estas dos faltas supo aprovecharse bien el de Orleans en la campaña siguiente de 1645. Los nuestros defendían las plazas con valor y hasta con obstinación, pero no había aquel concierto y aquella combinación que es necesaria entre los cabos y entre las tropas de un país para darse la mano, auxiliarse y robustecerse mutuamente. Así a pesar de las buenas defensas que se hicieron, y de haber acudido de Alemania el duque Carlos de Lorena, que hizo el servicio de arrojar de Flandes a los holandeses, perdimos sucesivamente los fuertes y plazas de Waudreval, Cassel, Mardik, Link, Bourbourg, Menin, Armentieres y otras, bien que algunas reconquistó el general Lamboy, que mandaba un cuerpo de nuestras tropas. En cambio el duque de Lorena y el conde de Fuensaldaña sufrieron un terrible golpe en Courtray, y el de Lorena nuestro aliado perdió plazas que pasaban por inconquistables.

Fuerte de treinta mil hombres era el ejército del duque de Orleans en Flandes en 1646, que dividió en tres cuerpos para poder subsistir mejor: sus generales, el duque de Enghien, Gassion y Rantzan. Juntas nuestras fuerzas, con los generales duque de Lorena, Piccolomini, Fuensaldaña, Carmona, Bech y Lamboy, formaban todavía un total de veinte y cinco mil hombres. Pero daba grande ayuda a los franceses la república de Holanda, cuyas naves dominaban el mar. En esta campaña sufrimos pérdidas de mucha consideración. Courtray, sitiada y atacada por todo el ejército francés, tuvo que rendirse después de una gloriosa defensa. Mardik, que había sido reconquistada por los nuestros, volvió a poder del duque de Orleans, que recobrada esta plaza regresó a París, dejando el mando del ejército al de Enghien, el cual comenzó por rendir a Furnes, y acabó la campaña de aquel año por apoderarse de Dunkerque (7 de octubre), sin que fuera bastante poderoso o activo Piccolomini para socorrer a Dunkerque, como no lo había sido Lorena para dar socorro a Courtray. El de Lorena perdió la plaza de Logwi, única que le quedaba en sus estados{21}.

Tal serie de pérdidas y tal cadena de reveses puso en el mayor cuidado a la corte de Madrid, que para no acabar de perder lo de Flandes no halló ya más arbitrio que pedir ayuda y protección al emperador de Alemania. Muchos motivos tenía el austriaco para no negarla. Sobre haber sido constantemente unos mismos los enemigos de las dos ramas de la casa de Austria, nunca España había negado sus poderosos auxilios al imperio, antes los había prodigado siempre, y ahora que España necesitaba del imperio, no podía éste faltarle sin nota de ingratitud. Precisamente le daban algún respiro las escisiones entre suecos y franceses. Y además acababan de estrecharse los lazos de familia por medio del segundo matrimonio del rey Felipe IV que se había ajustado por este tiempo con la archiduquesa Mariana, hija del emperador Fernando III{22}. Accedió pues el emperador a dar la protección que se le pedía, siempre que se nombrara virrey de Flandes al archiduque Leopoldo con las mismas facultades que habían tenido el archiduque Alberto y el cardenal infante de España, condición que pareció bien a los ministros españoles, porque la autoridad concentrada en manos de un príncipe era lo que podía hacer cesar los celos y disidencias entre los generales de Flandes, que en mucha parte habían sido la causa de tantas desgracias. Hízose pues un nuevo pacto de amistad entre las dos casas de Austria y de España. Pero a su vez la Francia celebró otro tratado de confederación con la reina de Suecia, el duque Maximiliano de Baviera, el elector de Colonia y el príncipe Maximiliano Enrique, y todas sus provincias, ejércitos, obispados y dinastías{23}.

Llegado que hubo el archiduque a Bruselas, procuró acreditarse recobrando algunas de las plazas que nos habían conquistado los franceses. Recuperó en efecto a Armentieres, tomó a Landrecy (mayo y junio, 1647), a Dixmude y algunas otras fortalezas; pero en cambio los mariscales Gassion y Rantzan se apoderaron de la Bassée, de la Esclusa, que hicieron demoler, de Lens, cuyo sitio acabó Rantzan, herido en él mortalmente Gassion (julio y agosto, 1647), y frustraron la tentativa que el archiduque hizo sobre Courtray. La campaña acabó por una reñidísima acción cerca de Lens entre el archiduque, el general Beck y el príncipe de Ligne de una parte, el príncipe de Condé, Grammont y Chátillon de otra, en la cual, después de llevar los alemanes y españoles arrollada una gran parte del ejército francés, por precipitación del archiduque y desorden con que marcharon los nuestros creyéndose ya vencedores, dieron lugar a que Condé aprovechara hábilmente aquella imprudencia, y volviendo sobre el ala izquierda, y arremetiéndola furiosamente fue sucesivamente derrotando izquierda, centro y derecha, huyendo el archiduque en desorden con las cortas reliquias de su destrozado ejército. Perdiéronse entre muertos, prisioneros y heridos sobre ocho mil hombres; entre estos últimos lo fueron mortalmente los generales Beck y príncipe de Ligne, con los mejores oficiales: quedaron en poder del enemigo treinta y ocho cañones, muchas banderas y todo el bagaje{24}. El desastre fue completo para nosotros, y vino, por si algo faltaba todavía, a acabar de convencer a la corte de Madrid de que era ya imposible sostener la guerra en los Países Bajos, por lo menos si no se daba a la política otro rumbo.

Tiempo hacía que se trataba de una paz general entre todas las potencias y príncipes de Europa. Los primeros tratos habían comenzado en 1641 en Hamburgo, pero las verdaderas negociaciones no se entablaron hasta 1644, celebrándose conferencias al mismo tiempo en Osnabruck y en Munster, concurriendo al primero de estos puntos los enviados del emperador, de los Estados del imperio y los de Suecia, y al segundo los plenipotenciarios del emperador, los de Francia, España y otras potencias. Hízose así para evitar cuestiones de preeminencia entre Suecia y Francia, pero considerándose las conferencias como si se celebraran en un solo punto para las condiciones del tratado definitivo. España envió primeramente a Munster en calidad de plenipotenciario al célebre escritor don Diego de Saavedra Fajardo, que estuvo hasta 1646, y después fueron enviados con poderes especiales el conde de Peñaranda don Gaspar de Bracamonte, Fr. José de Bergaño, arzobispo cameracense, y Antonio Brun, del consejo de Flandes. Hasta Cataluña envió también al regente de la audiencia de Barcelona, Francisco Fontanella, para que informara al plenipotenciario de Francia de los usos, leyes y costumbres del Principado.

No nos incumbe hacer la historia, que sería larga, de las diferentes fases que fueron tomando estas negociaciones en su último período, que duró cuatro años, ni de las dificultades que cada día ocurrían para venir a una solución satisfactoria, ni de las varias combinaciones que se proponían, se deshacían o se modificaban, ni de los obstáculos y contrariedades que ocurrían, como era propio y natural en asunto tan complicado y difícil, y en que se cruzaban tan opuestas pretensiones y tan encontrados intereses de tantas naciones y de tantos príncipes. Todos tenían interés en la pacificación, pero todos aspiraban a sacar de ella su provecho propio más de lo que los otros consentían. Intentaba la Francia quedarse con los Países Bajos en cambio de Cataluña, con cuya mira procuraba disuadir a los holandeses de hacer una tregua con España, al mismo tiempo que el príncipe de Orange recibía avisos de que Francia y España andaban en negociaciones secretas; y cuando la corte española remitía a la reina de Francia sus condiciones de paz, los plenipotenciarios franceses hacían confianza de ello a los de Holanda, que se mostraban resentidos. La reina pedía la Navarra, y consentía en el matrimonio de la infanta de España con el rey su hijo, y por último hacía al monarca español árbitro de la paz, respuesta que oyeron con sorpresa y con recelo los españoles. Cuando se iba ya arreglando un acomodamiento entre España y la república holandesa, advertían los holandeses cierta lentitud por parte de la Francia para la marcha de las negociaciones que se les hacía sospechosa, lo cual los movió a tratar particularmente con los españoles.

Iguales o parecidas dificultades y complicaciones ocurrían cada día entre Francia, Suecia, Roma, el Imperio, y los demás príncipes que tenían intervención en el tratado.

Al fin, después de muy largas y muy laboriosas negociaciones, el 24 de octubre de 1648, se concluyó el tratado de paz en Munster, donde algunos días antes se habían reunido los plenipotenciarios de Osnabruck. El famoso tratado de Munster, que se nombra más comúnmente de Westfalia, por pertenecer ambas ciudades al círculo así llamado, estableció la paz entre la Francia y el Imperio, puso término a la guerra de Treinta años, fijó de una manera definitiva y estable la Constitución política y religiosa de Alemania, y le dio verdaderamente su organización moderna: por él se cedió a la Francia la Alsacia; a la Suecia la Pomerania y otros territorios; se determinó la independencia de los diferentes Estados del imperio, y se secularizaron varios obispados y abadías, lo cual produjo solemnes protestas del papa contra este convenio.

Por lo que hace a España, lo importante y lo trascendental fue el reconocimiento que hizo de las Provincias Unidas de Holanda como nación libre e independiente, quedando cada una de las dos potencias con lo que poseía, y declarándose libre para entrambas naciones la negociación y comercio de las Indias Orientales y Occidentales. El tratado se hizo sin conocimiento del cardenal Mazarino, que se quedó asombrado cuando lo supo; quejose altamente de la ingratitud de los holandeses, y redobló sus esfuerzos y sus intrigas para separar la casa de Austria de la de España{25}.

Esta paz fue el término de las sangrientas y calamitosas guerras que por más de ochenta años, desde los primeros del reinado de Felipe II, sostuvieron sin más interrupción ni descanso que la tregua de doce años, aquellas desgraciadas provincias contra todo el poder de España, la nación entonces más poderosa del orbe; guerras en que se consumieron los tesoros del Nuevo Mundo por cerca de un siglo, y en que se derramaron ríos de sangre flamenca y española. Con la paz de Munster quedó puesta de manifiesto a la faz del mundo la impotencia de España; pero por más que las condiciones del tratado fuesen desventajosas y humillantes para la nación española, la situación a que ésta había venido por una serie de fatales circunstancias, no hacía posibles ya otras en que saliéramos más aventajados.

Mazarino y la corte de Francia, cuyo reino seguía gobernado por una reina española de la dinastía de Austria, no cesó, sin embargo, ni retrocedió en su plan de separar los intereses de las dos monarquías de la rama austriaca, y este fin llevaba el que se celebró entre la Francia y el imperio en la misma ciudad de Munster{26}. La paz de Westfalia dio ya otro giro a los negocios de Europa, pero si otros Estados pudieron disfrutar de ella, por desgracia la guerra continuó entre Francia y España, y entre España y Portugal, como adelante veremos.




{1} «Diéronse, dice un historiador de aquel tiempo, algunas muestras de querer tratar de paz… decían que toda la Francia la quería y la deseaba; solo el príncipe de Condé no venía en ella. Finalmente hoy que es el 1.º de noviembre no hay señal ninguna de demostración, ni de poder arribar a ningún tratado, ni se ha enviado embajador de cuenta por la una ni por la otra parte.» Vivanco, Hist. de Felipe IV, lib. XL.

{2} Llevaba entonces este título el que después fue conocido por el Gran Condé.

{3} Las historias de Francia, de Flandes y de España.– Murieron también el conde de Villalba, y los maestres de campo Velandia y Castelbi: el duque de Alburquerque recibió una estocada sobre el lado derecho que le pasó el coleto y jubón, pero defendiole, dicen, un escapulario de Nuestra Señora del Carmen que llevaba.

{4} Pacta confederationis et societatis inter Regem Ludovicum XIV et Ordines generales Provintiarum Unitarum in Belgio; inita Haye Gomitis anno 1644 calendis martii.– Pacta Galiæ, cap. LXVIII.

{5} Colección de Cortes, en el Archivo de la suprimida Cámara de Castilla.

{6} Vivanco: Hist. MS. de Felipe IV, lib. XIII.– Tió: Guerra de Cataluña, lib. VIII.

{7} Hiciéronse también en estas cortes fueros, que se imprimieron con este título: «Fueros y actos de corte del reino de Aragón, hechos por la S. C. Md. del rey don Felipe, nuestro señor, en las cortes convocadas y fenecidas en la ciudad de Zaragoza en los años 1645 y 1646.»– Zaragoza, 1647, un tomo en fol.– En el Códice de la Biblioteca Nacional, S. 100, se hallan extractos del registro de estas cortes, y varios papeles relativos a ellas, algunos originales.

{8} El proceso de estas cortes, que son las últimas de aquel reino, se halla en el archivo del mismo. Al final se encuentran los fueros que se hicieron también en ellas.

El señor Cánovas supone equivocadamente haberse celebrado unas y otras cortes y hecho el juramento del príncipe en el año anterior de 1644.

{9} En 11 de abril de 616 le fue otorgado 4.460.000 ducados en plata, pagaderos en seis mesadas. En 3 de enero de 47 (porque estas duraron hasta el 28 de febrero de este año) le hizo el reino escritura prorrogando los servicios de los nueve millones en plata y extensión de la alcabala hasta fin del año 50. Y en 21 de febrero de 47 se dio a S. M. consentimiento para que pudiera vender 130.000 ducados de rentas sobre el segundo uno por ciento en lo vendible, y se prorrogó el servicio de los 300.000 ducados, mitad plata, mitad vellón.– Archivo de la suprimida cámara de Castilla, tomo señalado «Cortes, 26.»

{10} Murió, como hemos apuntado antes, en Toro en 22 de julio de 1645.

{11} Yanguas: Adiciones al diccionario de Antigüedades de Navarra, pág. 316.

{12} Vivanco: Hist. M. S. de Felipe IV, lib. XV.– Tió: Guerra de Cataluña, lib. VIII.– Limiers: Hist. del reinado de Luis XIV, lib. I.

{13} Vivanco: Hist. M. S. de Felipe IV, lib. XV.

{14} Voltaire.

{15} Bossuet.

{16} Se dio a la estampa en Zaragoza en 1646.

{17} «Como nos lo enseñan, dice, los garrotes que han dado en diferentes ocasiones, y en particular al doctor Ferrer, doctor de Aucigant, Onofre, Aquiles y otros, y la prisión del doctor Gisbert, Amat, abad de San Pedro de Galligans, diputado eclesiástico del Principado de Cataluña, solo porque con tanto valor se mostraba en defensa de las Constituciones, &c.»

{18} Presagios fatales, cap. IV.

{19} Rocaberti: Presagios fatales, cap. 1.

{20} Vivanco: Historia, MS. de Felipe IV.– Soto y Aguilar: Epítome.– Laclede: Historia general de Portugal.

{21} Historia de las Provincias Unidas de Flandes.– Limiers: Historia del reinado de Luis XIV.– Guillermin: Hist. MS. del duque Carlos de Lorena.

{22} Las cortes, muerto el príncipe don Baltasar Carlos, invitaron al rey a que contrajera segundas nupcias para que no quedara sin sucesión el trono. Felipe eligió a la archiduquesa Mariana de Austria. Don Diego de Aragón, embajador en Viena, fue el encargado de esta negociación. El 2 de abril (1647) se dieron por acordadas las capitulaciones entre ambas cortes, y el 17 de julio de 48 se publicaron las bodas en Madrid. El conde de Lumiares fue como embajador extraordinario a llevar las joyas a la reina.

{23} Transactio inter Regem Ludovicum XIV Galliæ et Navarræ, Reginam Sueciæ Dominam Ameliam Elisabetham, administratricem Hassia inferioris… tum ex altera parte inter electorem Maximilianum Ducem Bavario, et universam domum electoralem. Electorem Coloniæ, et principem Maximilianum Henricum, ipsorum provintias et ejercitus, &c., inita Ulme Suevorum, die 14 martii anno 1647.– Pacta Galliæ, cap. LXXI.

{24} Hay entre los historiadores respecto al resultado material de esta batalla la misma discordancia que generalmente se observa en todos los hechos de esta clase. Unos hacen subir el número de muertos a ocho mil, y a cinco mil el de los prisioneros: otros suponen ocho mil prisioneros, y limitan el número de los muertos a mil quinientos, &c. Nosotros, según nuestra costumbre, tomamos el término medio que resulta de los cálculos de los historiadores de las diferentes naciones, contando con el interés encontrado que han podido tener en aumentar o disminuir, y cuidándonos siempre menos de averiguar la exactitud numérica de los muertos o heridos, que del resultado sustancial y moral de la batalla.

{25} Woltmann, Historia de la Paz de Westfalia, 2 volúmenes, Leipsick.– Schiller, Historia de la guerra de Treinta años.– Larrey, y Limiers, Historia del reinado de Luis XIV.– Vivanco, Historia MS. de Felipe IV.– Poderes dados por Felipe IV a sus plenipotenciarios, marqués de Peñaranda, &c., para tratar de la paz con los holandeses, en Zaragoza a 6 de junio de 1646.– El tratado consta de 79 artículos, fundados todos sobre las bases que hemos indicado, y se encuentra en todas las colecciones de Tratados de paz.

El texto castellano comenzaba: «Don Felipe por la gracia de Dios rey de Castilla, de León, &c.– Sea notorio a todos, que después de largo tiempo de guerras sangrientas, que por tantos años han afligido los pueblos, súbditos, reinos y tierras de los señores rey de España y de los Estados de las Provincias Unidas de los Países Bajos; e los Señores Rey y Estados, movidos de compasión cristiana, y deseando poner fin a las calamidades públicas y atajar los futuros subcesos y inconvenientes, daños y peligros de la continuación de las dichas guerras de los Países Bajos, que podrían causar, y aun por una extensión en otros Estados, países y mares más remotos, &c., &c.»

{26} «Instrumentum, sive Tractatus Paris, signatum et obsignatum Monasterii in Westphalia, die 24 octobris, anno 1648, per Legatos plenipotentiarios Sacrarum Majestatum Imperialis_et Christianismo, &c.»– Pacta Galliæ, cap. LXXIV.