Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IV ❦ Reinado de Felipe IV
Capítulo XII
Italia
Insurrección de Nápoles
1647-1648
Intrigas de Mazarino en Italia.– Piérdense Piombino y Portolongone.– Rebelión de Sicilia.– Causas y circunstancias que la prepararon.– Mal gobierno del marqués de los Vélez.– Sublevación en Palermo.– Cobarde conducta del virrey.– Rebélanse otras ciudades de Sicilia.– Cómo se aquietaron.– Rebelión de Nápoles.– Causas del disgusto de los napolitanos.– Mal comportamiento de los virreyes españoles.– El duque de Arcos.– Impuesto sobre la fruta.– Indignación popular.– Grave insurrección.– Masaniello.– Cobardía y debilidad del virrey.– Concesiones al pueblo.– Abraza el duque de Arcos públicamente a Masaniello.– Triunfo popular.– Solemne jura de los fueros.– El cardenal Filomarino.– Desvanecimiento de Masaniello.– El pueblo le asesina por malvado, y al día siguiente adora su cadáver.– Sangrientos combates en Nápoles: ármanse más de cien mil hombres.– El príncipe de Massa general de los insurrectos.– Combates mortíferos.– Acude don Juan de Austria con buena escuadra.– Fuego horroroso de los castillos y de las naves sobre la población.– Incendio y mortandad.– Nuevo triunfo del pueblo.– Asesinato del príncipe de Massa.– Nuevo caudillo popular: Genaro Annése.– Ejército contra-revolucionario de los nobles.– Sublevación y socorros de las provincias a los populares.– Proclaman los de Nápoles al duque de Guisa, y se erigen en república.– Escuadra francesa en las aguas de Nápoles: el duque de Richelieu.– El cardenal Mazarino no favorece al de Guisa.– Abandónale el duque de Richelieu.– Descontento popular: comienza a decaer la revolución.– Separación y relevo del duque de Arcos.– Es nombrado virrey de Nápoles el conde de Oñate.– Don Juan de Austria resiste un ataque general de los insurrectos.– Manejo y política del conde de Oñate.– Error gravísimo del duque de Guisa.– Aprovéchase de él el de Oñate, y entra en la ciudad.– Sométense los rebeldes.– Prisión del de Guisa.– Son severamente castigados los sediciosos: suplicios.– Recóbranse Piombino y Portolongone.– Sujétase al duque de Módena.– Situación de Italia después de la revolución de Nápoles.
Los efectos de la siniestra influencia de un mal gobierno se extienden y hacen sentir en todas las regiones a que alcanza su dominación; y cuando un estado entra en el período de su decadencia, en todas partes sobrevienen conflictos que contribuyen a aumentar su descrédito y a amenguar su poder. Lo extraño y lo admirable habría sido que las distracciones del monarca, los desaciertos de sus ministros, y la desmoralización de los favoritos y cortesanos no hubieran producido más amargos frutos que los que dentro de los límites de la Península se recogían. No era así por desgracia, ni podía ser. Ya hemos visto cuán mal parados andaban nuestros asuntos en Flandes. No presentaban más lisonjero aspecto en Italia.
Después de haber perdido algunas plazas el conde de Siruela, que había reemplazado en el gobierno de Milán al marqués de Leganés, quiso nuestra desgraciada suerte que nuestros más firmes auxiliares hasta entonces, el príncipe Tomás y el cardenal de Saboya, que después que dejó el capelo para casarse con su sobrina tomó el título de príncipe Mauricio, mas por sus intereses que por las quejas que suponían de España y desavenencias con nuestros generales, se reconciliaran con la duquesa, y lo que fue peor, uniéronse con los franceses contra los españoles cuya causa habían siempre defendido. Reunidos ya para mal nuestro franceses y saboyanos, tomáronnos a Niza, Verna, Crescentino y Tortona, bien, que valerosamente defendida esta última por el conde de Siruela, quien al menos dejó con honra el mando al marqués de Velada, que desde Flandes pasó a sucederle. Hasta el pequeño príncipe de Mónaco, Honorato Grimaldi, que había sido un leal vasallo de España, y en cuyo puerto había desde Carlos V una guarnición de españoles, viendo tan decaída allí nuestra causa, abrió las puertas de la ciudad a los franceses, no sin que los españoles, aunque sorprendidos y casi desarmados, pelearan gloriosamente antes de abandonar la plaza{1}.
Tan empeñado el cardenal Mazarino como el de Richelieu en quebrantar, y en aniquilar, si pudieran, el poder de España, el ministro favorito de la reina Ana de Francia, como el ministro privado del rey Luis, no había cesado de trabajar con intrigas y con armas en Italia, como en todos los dominios españoles, y de enviar ejércitos y escuadras a aquel bello país contra las escuadras y los ejércitos de España. Desde la defección de los príncipes Tomás y Mauricio de Saboya, debida en gran parte a los manejos y a la seducción de aquella corte, nuestras armas en Italia no habían podido tener ya aquella fácil superioridad que tenían antes.
Merced a los esfuerzos del valeroso Carlos la Gatta, y a los auxilios que le prestaron al duque de Arcos y el marqués de Torrecusa, había podido defenderse trabajosamente la plaza de Orbitello, sitiada y atacada por el príncipe Tomás. Pero Piombino y Portolongone habían caído en poder de los mariscales franceses Meilleraye y du Plessis, y parte de la flota que los condujo a aquellas costas amenazaba al golfo de Nápoles, mientras otra parte había ido a los puertos de Provenza a preparar otra expedición. Llena de terror estaba la Italia, cuando sucedieron las revoluciones de Sicilia y de Nápoles de la manera y por las causas que vamos a apuntar.
Era virrey de Sicilia el marqués de los Vélez, el primero que había ido con el ejército de Castilla a reprimir la rebelión de Cataluña, en que fue tan poco afortunado. Las urgencias de tantas guerras como España sostenía, habían obligado a imponer a los sicilianos cargas y contribuciones para atender a los gastos públicos, no obstante los privilegios concedidos por Carlos V; y con motivo de las últimas empresas de los franceses en las costas de Toscana, aquellos tributos y derramas se habían aumentado, recargando los artículos de primera necesidad, al propio tiempo que se hicieron levas considerables de hombres, forzándolos a servir de soldados o de marineros. Quiso la fatalidad que en tal estado afligiera aquellas fértiles provincias una sequía extraordinaria (1646), que las privó de las cosechas de todos sus frutos, a la cual siguió un hambre horrorosa. No le ocurrió al marqués de los Vélez otro remedio para atajar aquel daño y calmar los clamores de aquellos infelices, que prohibir a los panaderos subir el precio del pan, bajo pena de la vida. Sucedió con esto que los panaderos se retiraron de su ejercicio, y faltando la venta pública del pan, creció la miseria, y con ella el descontento y la desesperación del pueblo. Comenzaron a alborotarse los habitantes de Palermo tomando tumultuariamente las armas, y puesto al frente de las turbas un calderero llamado José Alecio, diéronse a quemar y saquear las casas de los recaudadores y de los agentes y amigos del virrey, pusieron en libertad todos los presos, y por espacio de tres días estuvo aquella capital entregada a los excesos y horrores de la anarquía (1647).
Acobardado el de los Vélez, y refugiado en las galeras, tuvo la debilidad de acceder a todo lo que pedía la muchedumbre, abolió las nuevas gabelas, y devolvió al pueblo sus antiguos privilegios. El pueblo, a quien nunca satisfacen las concesiones así arrancadas, pidió la abolición de todos los impuestos establecidos desde el tiempo de Carlos V, y la exclusión de los españoles de todos los empleos públicos. La insurrección cundió a todas las principales ciudades de Sicilia, a excepción de Mesina, única que se mantuvo leal a España. Esto y el haberse puesto los nobles y barones, mucha parte de ellos de origen catalán, del lado del virrey, protestando su adhesión al gobierno español, debilitó el partido popular, adormeciose con promesas el resentimiento público, y poco a poco se fue dominando la insurrección hasta apagarla{2}.
De mayores proporciones y de más cuidado fue la sublevación de Nápoles. Era este uno de los reinos que se habían mantenido más fieles a España, y de los que habían hecho más servicios a la monarquía, no habiendo escaseado para ello ni sangre, ni ejércitos, ni tesoros, y peleando en todas partes los napolitanos tan unidos a los españoles como si lo fuesen ellos mismos. Muchas victorias se habían debido a la inteligencia y denuedo de generales napolitanos. Nuestros virreyes, lejos de guardar miramientos y de tratar con consideración a un pueblo que había hecho siempre tantos sacrificios, no pensaban sino en esquilmarle, señaladamente en los últimos años, y no ya para provecho de la nación española, sino para enriquecerse a sí propios y a sus favorecedores. Viose a algunos en poco tiempo ir pobres y volver opulentos. El sistema de corrupción se extendía, como sucede siempre, a los agentes subalternos, y los gobernadores y comandantes de las plazas no pagaban la tercera parte de los soldados que figuraban en las revistas. La miseria pública crecía de día en día; y las murmuraciones y las quejas, si en el principio se emitían con cierta timidez y retraimiento en privados círculos, después se expresaban en alta voz en plazas y calles. Los nobles y el clero, lejos de procurar algún alivio a los vasallos y a los pobres, los unos los oprimían más, resucitando los derechos feudales más onerosos, el otro administraba en propio interés hasta los establecimientos destinados al socorro de la pobreza. Si algún virrey, como el honrado almirante de Castilla, que sucedió al duque de Medina de las Torres, representaba a la corte de Madrid las justas causas del descontento que observaba en el pueblo, y los males y disgustos que de seguir tratándole de aquella manera podrían seguirse, o era desoído o se le miraba como un débil o un visionario, y se le contestaba pidiéndole hombres y dinero, hasta que cansado de avisos inútiles, y no queriendo ser responsable de lo que pudiera acontecer, hizo dimisión de su cargo, porque no quería que en sus manos se rompiese aquel hermoso cristal que se le había confiado{3}.
El duque de Arcos, que sucedió al almirante, era un buen español, hombre probo, pero de carácter duro y tenaz, y poco apropósito para mandar en determinadas circunstancias. Luego que llegó a Nápoles comenzó a apretar a los contribuyentes y arrendadores; tuvo después que imponer una nueva gabela para atender a los gastos de la guerra con los franceses, y ocurriole la malhadada idea de cargar con este tributo al consumo de la fruta que era allí el alimento común y ordinario del pueblo, y los recaudadores pusieron al instante sus casillas en las plazas y mercados (enero, 1647). Desde luego se notó el disgusto, y hasta la indignación, que semejante tributo producía. Veíanse en todos los semblantes señales de cólera y de enojo, multiplicábanse las representaciones al virrey, llenábanse las esquinas de pasquines, y como los ánimos estaban ya harto predispuestos, bastaba una pequeña ocasión para hacer estallar la ira que había en los corazones, y esta ocasión no tardó en presentarse. El duque de Arcos ya lo veía venir, y tenía pensado conmutar aquella contribución por otra, pero por su dilación en ejecutarlo se le anticiparon los sucesos.
Ocurrió un día un altercado (7 de julio, 1647) entre unos vendedores de fruta y los arrendadores de la gabela, negándose aquellos a pagar a estos toda la cantidad que les pedían. A la disputa acudió un gran golpe de gente, derramose la fruta por el suelo, y la muchedumbre acometió a los cobradores, que se salvaron con dificultad. Al frente de estos primeros tumultuados se puso un vendedor de pescado llamado Tomás Aniello de Amalfi, a quien el vulgo por abreviación nombraba Masaniello, joven de veinte y siete años, robusto y audaz, que estaba deseando el alboroto, porque tenía un resentimiento que vengar. Hacía poco tiempo que su mujer había sido presa por los aduaneros al querer introducir fraudulentamente un poco de harina, artículo también gravado con subido tributo. Masaniello había vendido su pobre ajuar por sacar de la prisión a su mujer, a quien amaba mucho, y juró vengarse. Era por lo tanto el más ardiente instigador de la plebe contra el gobierno, y más contra los arrendadores, y aprovechó aquella buena ocasión que se le presentó para ello. Puesto pues a la cabeza del populacho, y a los gritos de «¡Viva Dios! ¡viva la virgen del Carmen! ¡viva el Rey! ¡muera el mal gobierno! ¡muera la gabela!» corrió con las desenfrenadas turbas, deshaciendo y quemando las garitas de los recaudadores; después se dirigieron todos a la plaza de palacio, y dando desaforados gritos pidieron al virrey que se asomara al balcón, hasta que cansados de esperar rompieron las puertas y penetraron en su propio gabinete.
El de Arcos, con un apocamiento y una irresolución indisculpable en tales lances en una primera autoridad, pálido y trémulo, no discurrió otra cosa que exhortar a la muchedumbre a que se aquietara, diciendo con angustiada voz: «Si, hijos míos, todo se hará.» Y se escribieron apresuradamente varias papeletas firmadas por el virrey, aboliendo el impuesto, y se arrojaron por la ventana a la muchedumbre, la cual no contenta ya con esto, pedía la abolición de todas las gabelas. Entonces el de Arcos, ya sin color en el rostro y sin aliento en el corazón, después de hacer trasladar la duquesa y sus hijos a Castilnovo, deslizose él mismo por una escalera de caracol, y metiose en un coche que encontró a la puerta. La multitud le obligó a apearse, y aunque nadie, por confesión suya, le insultó ni se descompuso con él, sin tomar providencias para acallar el tumulto metiose en el convento de San Francisco. Apresuráronse los frailes a cerrar las puertas, pero esto indignó más a los tumultuados, rompiéronlas con violencia, y penetraron en el convento. El virrey, cada vez más aturdido, y siempre cobarde, hízose encerrar y conducir en una silla de manos al castillo de San Telmo, y de allí a las dos horas se trasladó al Nuevo, donde estaban ya su esposa y sus hijos, y donde le acompañaron muchos nobles y caballeros{4}.
Acaudillada entretanto la multitud por Masaniello, y dando ya más dirección al movimiento el doctor Julio Genovino, hombre octogenario, pero demagogo furioso y sagaz, electo que había sido ya del pueblo en las turbulencias del virreinato del duque de Osuna, fueron soltando los presos de todas las cárceles, acometieron y despojaron las armerías, batiéronse ya en algunos puntos con las guardias tudescas y españolas, y las vencieron, y tomaron las armas de los cuarteles, con que llegaron a juntarse hasta ciento veinte mil hombres, unos bien, otros mal armados. Dueños de la población, no contando el virrey sino con dos mil hombres de infantería (porque la caballería que había sido llamada no podía entrar, teniéndole el pueblo cortados los pasos), diéronse a quemar las casas de los arrendadores y de los amigos del virrey, degollaron algunos, prendieron al duque de Matalón, y escapó milagrosamente de sus manos el prior de la Roccela.
Sin embargo, dos circunstancias hubo dignas de notarse en medio de aquellos excesos. La una, que en las casas que incendiaban no se permitía a nadie robar ni un harapo ni un alfiler; el robo estaba prohibido con pena de muerte. La otra, la consideración y respeto con que trataron todo lo que representaba la persona del rey; tanto que los retratos de Felipe IV que encontraban, los colocaban en las esquinas y cuarteles de la ciudad bajo doseles, e inclinaban ante ellos la rodilla, aclamando «¡Viva el rey!». Circunstancia que debió avergonzar al virrey y sus agentes, porque harto claro mostraba que ellos y no el monarca eran el objeto del odio popular, y la causa de aquellos lamentables disturbios{5}.
Comenzó el virrey a negociar desde su castillo con el pueblo, primero por medio de algunos nobles y caballeros allí refugiados y que le servían con lealtad, los cuales nada pudieron recabar, ni era gente acepta a la multitud: después por mediación del arzobispo y cardenal Filomarino. Interrumpiéronse los tratos por noticias siniestras que corrieron por la ciudad de haberse envenenado el agua de las fuentes, con lo cual se renovó el alboroto tomando más recrudescencia, y entonces fue cuando se cometieron algunos asesinatos, y se incendiaron multitud de casas. Al fin se fue restableciendo algún sosiego, y ganado con promesas el doctor Julio Genovino, y leídas al pueblo las proposiciones del virrey en lengua italiana por el cardenal Filomarino, fueron enviados al castillo el cardenal, el nuevo electo del pueblo llamado Arpaya, y Masaniello, a quienes seguía una muchedumbre inmensa, los cuales manifestaron al virrey que aceptaban sus concesiones. Las concesiones eran la abolición de todos los nuevos impuestos y gabelas desde el tiempo de su rey don Fadrique, y la devolución de los privilegios otorgados por el emperador Carlos V.
No estuvo todo el mal en este acto de lamentable debilidad del virrey, sino que no contento con esto, abrazó públicamente a Masaniello, y juntos se asomaron a los balcones del palacio, y aun llegó su degradación a limpiar con su pañuelo el sudor del rostro al caudillo popular{6}. Desde allí arengó Masaniello al pueblo, diciendo que alabara a Dios y a su Madre Santísima por la merced que les había hecho, y que obedeciera fielmente a S. M. y al virrey en su nombre. Con esto se sosegó la plebe, que llevaba ya cinco días en armas{7}. Permaneció sin embargo armado, y atrincheradas o barreadas las calles; y por espacio de dos días, lo que antes no había sucedido, diéronse muchos a saquear a los mercaderes y ministros que aborrecían, sacando algunos de los conventos de frailes y de monjas en que se habían refugiado.
Debemos advertir que en estos días terribles fueron tantas las escenas de saqueo, de incendio, de sangre, de desolación y exterminio, que como dice un historiador de estos sucesos, «los gritos de muera, muera, resonaban por todas partes; cuerpos destrozados yacían aquí y allí esparcidos; sangre humana manchaba todas las manos, salpicaba todas las paredes, profanaba todos los templos: nada había seguro, nada respetado, nada fuera del alcance de los furibundos asesinos.» Unas veces por noticias vagas esparcidas con dañada intención, otras por imprudencias cometidas por los nobles y magnates que se metían a mediadores para apaciguar el pueblo, otras por palabras de los bandos del virrey que los sublevados creían ofensivas, hubo días y noches en que el populacho, il fidelísimo popolo que llamaban los jefes del tumulto, se entregó con frenética furia a todo género de excesos cuyos pormenores horroriza leer. Hubo momentos en que la populosa Nápoles parecía una inmensa hoguera: tantas eran las que había encendidas para reducir pavesas las casas y palacios de los ricos y nobles, y que atizaban con repugnante gozo hombres, mujeres y niños. Húbolos en que las indomables turbas pudieran saciarse de sangre, si en tales casos se pudieran saciar, y en que presentaban con horrible júbilo a Masaniello clavados en picas la cabeza y los miembros de cualquiera ilustre víctima que después de infinitas pesquisas lograban haber a las manos, habiendo quien pidiera un trozo de su cuerpo para devorarle crudo, como sucedió con el pie de un hermano del duque de Maddalone. La plaza del Mercado, cuartel general de Masaniello y su tribunal de justicia, se hallaba toda circundada de cabezas, que tenían la bárbara calma de ir colocando con mucha simetría. En vano los padres dominicos y teatinos salieron varias veces en procesión, llevando al Señor Sacramentado, para ver de calmar la desenfrenada muchedumbre. Los insultos y las profanaciones obligaban a los religiosos a volverse a sus conventos, no sin peligro de sus vidas. Se estremece el corazón de leer algunas de las escenas que pasaron dentro de aquellos mismos asilos de religión y de piedad, que nosotros nos abstenemos de describir{8}.
El sábado 13 a la tarde se hizo solemnemente la jura de los nuevos privilegios y concesiones. Regadas y colgadas las calles, salió el virrey de su castillo en carroza, precediéndole el Electo del pueblo y Masaniello, y marchando detrás los coches de los ministros del consejo que llamaban Colateral, todo muy en orden y en medio de una muchedumbre que llenaba las calles del tránsito. El cardenal Filomarino vestido de pontifical leyó los privilegios al pueblo, y los juró el virrey a nombre de S. M. Concluida la ceremonia, Masaniello, vestido con un traje plateado y riquísimo que el arzobispo le había hecho tomar, arengó otra vez al pueblo en medio del silencio más profundo, y se volvió la comitiva con la misma solemnidad.
Desde aquella tarde se desvaneció la cabeza de Masaniello. Ya la entrada en los salones de palacio, las familiaridades con el virrey, los honores que le hacía la guardia, y otras consideraciones en que no pudo soñar nunca el pobre vendedor de pescado, le habían turbado bastante. El vestido bordado de plata, el mullido sillón, el roce con los magnates, el placer de mandar y ser obedecido{9}, le acabó de fascinar y le trocó en otro hombre. Tomó gusto al mando, sintió pasiones desconocidas, imaginó grandezas, y el que como pescadero había sido valeroso, intrépido, generoso, activo y hasta inteligente, se convirtió como autoridad en un tirano desatentado, y en un avaro sediento de oro. Corría las calles a caballo con la espada desnuda y altivo semblante insultando la humilde plebe, de que él acababa de formar parte: pensó en construirse un magnífico palacio, y se dio a todo género de excesos. El pueblo, ofendido de tan repentina mudanza, correspondió con muestras de aborrecimiento al mismo a quien las había dado de idolatría; él lo conoció, receló que intentaran matarle, y se adelantó a hacer víctimas y a derribar cabezas como un demente. Sus temores se cumplieron. Un día le sorprendió en un convento una cuadrilla de asesinos, que algunos suponen pagados por el duque de Arcos, y allí mismo le cosieron a puñaladas; llevaron después su cadáver al palacio con grande algazara, presentáronsele al virrey, que le recibió también con demostración de júbilo, y concluyeron por arrastrarle en triunfo por las calles{10}. Pero lo más maravilloso es (y no habrá en la historia ejemplo que pruebe más la versatilidad e inconstancia de un pueblo cuando se le deja marchar desbocado y ciego), que al día siguiente hallando el populacho nuevos motivos para renovar sus excesos, comenzó a lastimarse de aquella muerte como de una gran calamidad, se volvió a recoger el cadáver de Masaniello, se le hicieron toda clase de honores, y no pocos le adoraban como a un mártir y como a un santo.
Oigamos la relación del mismo virrey, tal como la hizo a S. M. «Y prosiguiendo, dice, en la locura y devaneo de esta canalla, el miércoles adoró el pueblo a Masaniello como a beato: por aquí se verá su inconstancia y variedad y error; publicó haber resucitado, y siendo un pícaro y hombre bajo a quien todos conocieron por blasfemo, y que se sabía había diez años que no se había confesado, hubo hombre de los del pueblo tan bárbaro y escandaloso, que lo aseguró diciendo que le cortasen la cabeza si no era verdad que Masaniello estaba resucitado, y que él lo había visto, tanto que obligó a que le tuviesen en palacio hasta averiguar la mentira, con que cayó de su maldad y embeleco, porque el pícaro está ya comido de gusanos; y en lugar del puesto que se le dio le debían haber ahorcado como lo merecía{11}; y al embustero le dejé ir libre mereciendo lo mismo, por no dar materia al motín, y que se ocasionasen de aquí mayores insultos. Sin embargo, fue continuando el tumulto la adoración de Masaniello, del cual en sola la diferencia de un día pudo llamarse tribuno, legislador y rey, porque en la plebe, en las leyes y en las voluntades tuvo tan absoluto poder y dominio, que por fuerza o de grado no hubo hombre que no le obedeciese.»
Sobrexcitado otra vez con esto el pueblo, acaso instigado por bajo de cuerda, o temiendo el castigo de sus crímenes, o mal avenido con el orden, renovó el tumulto con igual o mayor furia y empuje. Un día se arrojó de improviso sobre varios puestos militares y los forzó, atacó la plaza de palacio, donde sostuvo una sangrienta refriega con la guardia de tudescos, hizo una matanza horrible de españoles, alemanes y nobles napolitanos, y colocó baterías dominando las fortalezas de San Telmo y Castilnovo. Pensaron luego los tumultuados en poner al frente del movimiento un jefe de valor, inteligencia y reputación. Invitaron al valeroso Carlos La Gatta, el cual se negó resueltamente acreditando más con esto su acrisolada lealtad. Más débil el marqués de Toralto, príncipe de Massa, aquel que con tanto heroísmo había defendido últimamente a Tarragona contra los franceses, o porque tuviera a su esposa en poder de los insurrectos y creyera cortar mejor la revolución poniéndose al frente de ella, o por otra causa que a su honrado carácter se le representara justa, tuvo la flaqueza de ceder a las instancias de los sediciosos, precisamente cuando la insurrección se extendía ya a otras ciudades de Nápoles, y algunas de ellas enviaban considerables refuerzos a los de la capital. Impacientes los sublevados por pelear, atacaron formalmente el palacio, donde se hallaba el tercio viejo de napolitanos, y entonces el virrey mandó romper el fuego de la artillería de los dos castillos, sufriendo así la ciudad los horrores de un mortífero combate. Merced a la industria y manejo de Toralto, que deseaba sinceramente la paz, se entró en proposiciones de capitulación, y hubo con este motivo algunas horas de reposo.
En tal situación se avistó la escuadra española (1.º de octubre, 1647), que al mando de don Juan de Austria había sido enviada por la corte de Madrid para combatir la rebelión de Nápoles. Componíase la armada de veinte y dos galeras, doce naves gruesas y catorce buques menores, y los tres tercios de españoles y uno de napolitanos que llevaba a bordo, sacados de Cataluña, hacían un cuerpo de cerca de cuatro mil hombres. Sabedor de esto el príncipe de Massa, aconsejaba la sumisión a los sublevados, a quienes por otra parte se trataba de ganar con promesas; mas ellos, ni se fiaban ya de las promesas de los españoles, ni ya tenían confianza en Toralto, a quien comenzaban a mirar como poco fiel a la causa de los que le habían proclamado. Así las cosas, después de muchas juntas y conferencias para tratar de la pacificación, y de acuerdo el de Arcos y don Juan de Austria, rompieron a un mismo tiempo el fuego los cañones de los castillos y de los bajeles sobre la población. El pueblo armado, en número de más de cien mil hombres, animado por los franceses y por una parte del clero del país, y reforzado ya por las compañías que de las provincias iban acudiendo en su socorro, sostuvo tenazmente el combate por muchos días, así contra los cañones de los fuertes, como contra los cuatro mil hombres que desembarcó don Juan de Austria, los cuales no pudieron penetrar en las calles, que encontraron barreadas, y fueron arrojados de la calle de Toledo y de los puntos que intentaron ocupar. Por todas partes iban llevando ventaja los rebeldes, y sin embargo, aun logró el príncipe de Massa que pidieran una tregua; negósela con poca meditación el de Arcos, y se renovó con desesperada furia la pelea. Otra vez se vio que iban vencedores los insurrectos, y entonces el virrey, deponiendo su altivez, propuso él mismo la tregua que antes imprudentemente había rehusado: Toralto y el pueblo la rechazaron ahora a su vez, y desapareció toda esperanza de avenencia; banderas negras y rojas se enarbolaron en las torres de las iglesias y palacios.
«El continuo tronar de tanta artillería (dice el moderno historiador de estos sucesos), el estallido de las bombas, el estruendo de los edificios que se desplomaban, las descargas continuas, la gritería de los combatientes, los lamentos de heridos y moribundos, los gemidos de niños, ancianos y mujeres, que corrían en medio de la matanza, de peligro en peligro, buscando en vano donde refugiarse; el son espantoso de trompas y tambores, y el clamoreo de las campanas, formaban un espantosísimo rimbombe muchas leguas a la redonda, que aterró a los pueblos de la comarca, haciéndoles temer la destrucción completa de su hermosísima capital… Declinaba la tarde, y continuaba más encarnizada la pelea… y ni las sombras de la noche, oscura y borrascosa, pusieron término al combate y la matanza; habiendo sido aquel funesto día uno de los más espantosos que ha pasado ciudad alguna…{12}» Estos horribles combates se repitieron todavía los días siguientes.
La sangre corría a torrentes por las calles de Nápoles. Se calcula en doce mil los hombres del pueblo que perecieron en los diferentes días que duró tan sangrienta lucha, y en cerca de dos mil las casas derribadas; porque pasaban de quince mil las balas de cañón que se habían arrojado de los castillos y de las galeras; muchos soldados habían sucumbido también. El príncipe de Massa, de quien ya el pueblo andaba receloso por su equívoca conducta, fue horriblemente sacrificado a la furia popular, pagando así lastimosamente su primera flaqueza. Habiendo estallado con daño de ellos mismos una mina hecha por los insurrectos, a pesar de haberlo advertido así antes el de Toralto, apellidándole traidor, se arrojaron sobre él y le hicieron pedazos, cometiendo luego las más repugnantes crueldades con el cadáver del noble caudillo{13}. En reemplazo del desventurado Toralto nombraron las turbas generalísimo a un maestro arcabucero llamado Genaro Annése (22 de octubre), hombre ignorante y vulgar, bien que dejando la dirección de las armas a Brancaccio, antiguo maestre de campo general y muy enemigo de España. En este período de la revolución se declararon los napolitanos independientes del gobierno español, y en este sentido publicaron un manifiesto a la Europa; cosa que nadie extrañó, porque era ya lo menos que de aquella revolución podía esperarse.
Mas como entretanto hubiesen ya formado los nobles un pequeño ejército contrarrevolucionario en la campiña, con el cual recorrían los alrededores de Nápoles y tenían como bloqueada la ciudad, fueles preciso a los populares salir también a combatir los de fuera. En los primeros encuentros llevaron igualmente la mejor parte los amotinados; no sucedió así después, porque el general Tuttavilla que mandaba las tropas de los nobles, derrotó en varios combates parciales muchos grupos de los rebeldes, y fue estrechando a los de la ciudad en términos que comenzaba ya a aquejarlos el hambre, y con ella a decaer el espíritu de los sublevados.
Ocurrioles en esto una nueva idea, que al pronto pareció iba a producir la pérdida definitiva de Nápoles para España. Encontrábase en Roma el duque de Guisa Enrique de Lorena, que como descendiente por línea femenina de Renato de Anjou, aun alegaba derechos y mantenía pretensiones al trono de Nápoles. No se hallaba del todo extinguido en aquel reino el antiguo partido anjevino, y en esta ocasión parecioles que el modo de sacar triunfante la insurrección era poner a su cabeza un jefe de tan ilustre prosapia, y como tal le proclamaron, cesando en sus funciones el grosero caudillo Genaro Annése. El de Guisa, que, como dijimos, se hallaba en Roma cuando llegaron los diputados napolitanos, embarcose con permiso del embajador de Francia, y llegó después de mil peligros a Nápoles, donde fue recibido con honores casi regios. Entonces los napolitanos se creyeron bastante fuertes para proclamarse enteramente independientes de España, y erigirse en república al modo de las Provincias Unidas de Holanda. Dieron al de Guisa iguales prerrogativas a las que allá gozaba el príncipe de Orange, con los títulos de generalísimo y de defensor de su libertad, y quitaron las armas de España de todos los edificios públicos{14}. Viose con escándalo al arzobispo y cardenal Filomarino asistir a la ceremonia de la proclamación de la república, al modo que antes lo hizo a la de los privilegios, y bendecir la espada de el de Guisa como antes había bendecido la de Masanielo.
El de Guisa organizó la insurrección: publicó indultos y premios: arrojó a los españoles de un arrabal que ocupaban: acometió después a Aversa, cuartel general de los nobles, y se apoderó de la ciudad. Levantáronse en su favor las provincias de Salerno y Basilicata; y cuando luego se vio arribar a la bahía de Nápoles la escuadra francesa al mando del duque de Richelieu, compuesta de treinta y nueve navíos de línea, once brulotes y veinte galeras, no hubo quien no se persuadiese de que Nápoles iba a emanciparse definitivamente del dominio de España. Y así hubiera sucedido si los ministros de la reina Ana hubieran ayudado de buena fe al de Guisa; pero aquellos, y en especial el cardenal Mazarino, veían con celos el engrandecimiento del jefe de la casa de Lorena, y de mejor gana hubieran hecho de Nápoles un reino para el monarca francés que ver al de Guisa mandando en aquella hermosa parte de Italia. Así fue que las instrucciones que llevaba el de Richelieu más eran para comprometerle que para ayudarle, y él se mostró más afecto al plebeyo Genaro Annése que al magnate francés. Comprendieron los españoles todo el partido que podían sacar de aquella división, y aprovechando la indecisión o la tibieza del de Richelieu, reunió don Juan de Austria la dispersa escuadra española, y con ella presentó la batalla, que aunque duró seis horas no tuvo un resultado decisivo. Cuando el hijo de Felipe IV se disponía a empeñar de nuevo el combate, se vio, no ya con gran sorpresa, que el de Richelieu se daba a la vela volviéndose a las costas de Francia; testimonio evidente de que no quería dejar al de Guisa el fruto de la victoria, aunque hubiera podido conseguirla{15}.
Fue aquel el primer síntoma de la decadencia de la revolución. Si bien entre la nobleza napolitana y el general Tuttavilla había también disidencias y disgustos, hasta el punto de verse obligado el de Arcos a separar aquel general y conferir el mando de las fuerzas de los nobles al maestre de campo Luis Poderico, era mayor el descontento del pueblo de Nápoles al observar las costumbres licenciosas, la soberbia y el desvanecimiento del de Guisa, a quien por otra parte veían faltar el apoyo y la protección de la Francia, con que habían contado y les había servido de incentivo para llamarle. El duque de Arcos intrigaba y trabajaba para fomentar aquel germen de desavenencia, en lo cual era tan mañoso el virrey como poco prudente para gobernar. Y como al propio tiempo ardía la guerra civil en las provincias, comenzó a notarse, lo mismo que sucedió en Cataluña y es común cuando se prolongan las revoluciones, cierto cansancio de la guerra, y cierto caimiento en los ánimos, que son las más veces los síntomas que anuncian la reacción.
Tomó el joven don Juan de Austria, cuando estaban así las cosas, una medida oportunísima, que la necesidad estaba imperiosamente reclamando. Dando cierta amplitud a los poderes que le otorgara el rey su padre para componer aquellos disturbios, bien que oyendo en consejo a los capitanes de más autoridad, tomó sobre sí el virreinato, cesando por lo tanto el de Arcos en las funciones de virrey, que en mal hora desde el principio había desempeñado. Pero el gobierno de Madrid, sin reprender a don Juan de Austria por un acto que en el fondo aprobaba, aunque no fuese muy legal la forma, nombró virrey y gobernador de Nápoles al conde de Oñate, antiguo representante de España en la corte imperial, embajador a la sazón en Roma, hombre de largos y acreditados servicios, tan hábil como recto y severo, y el más a propósito que podía haberse buscado para el caso; nombramiento hecho con un tino, raro entonces en la corte de España,
Cuando llegó el conde de Oñate, ya don Juan de Austria había puesto en buen lugar las armas españolas, resistiendo fuertemente un ataque general que los rebeldes de dentro y fuera de la ciudad habían dado a todos los puntos ocupados por las tropas de España (febrero, 1648), sin perder una sola posición, siendo uno contra diez los combatientes, y habiendo menudeado los asaltos todo un día y parte de la noche. Era el de Oñate tan buen guerrero como hábil diplomático. En este último concepto supo explotar bien las murmuraciones que ya andaban por el pueblo contra el de Guisa, a quien aborrecían muchos. Como guerrero se aprovechó mejor de un desacierto que cometió el francés, solo comprensible en un hombre a quien la presunción desvanecía. Súpose en Nápoles que unas galeras españolas se habían apoderado de la isla de Nísida, situada a pocos pasos del promontorio de Posilippo. El de Guisa, como si toda la ciudad se mantuviera en su devoción y estuviera bien guardada y segura sin su presencia, tomó cinco mil hombres escogidos, preparó los barcos correspondientes, y se aprestó a arrojar los españoles de la isla. Este fue el momento oportuno que escogió el de Oñate para dar un golpe de mano sobre la ciudad. Tenía el virrey pocas tropas, pero mandábanlas excelentes y muy ilustres cabos, contándose entre ellos don Juan de Austria, el marqués de Torrecusa, Tuttavilla, Carlos de la Gatta, don Diego de Portugal, el marqués de Peñalba, y otros muy distinguidos capitanes.
Distribuidas convenientemente las tropas bajo la disposición de tan valerosos jefes, dispuso un ataque general y simultáneo a todos los puntos enemigos. Faltábales el de Guisa, faltaba la gente que más valía de los rebeldes, había quedado mucha chusma, de esa que en las revueltas populares tiene más interés en no dejar las armas, hombres terribles, pero en quienes entra fácilmente la confusión cuando no hay quien los guíe con orden. Esto sucedió cabalmente; sorprendidos con tan impensado ataque, desordenáronse después de una corta resistencia, y al verlo los vecinos honrados, los que estaban ya cansados de excesos y de desastres, ellos mismos salían a las calles y se asomaban a las ventanas aclamando a gritos: ¡viva la paz, viva el rey de España! A vista de esto los revoltosos cayeron de todo punto de ánimo, y fueron soltando las armas acá y allá. Quedó pues la ciudad sometida al vencedor, y puede decirse que aquel día acabó una revolución que se había presentado tan imponente, y que si bien no duró sino escasos ocho meses, corrió en este espacio tantos lances y vicisitudes como si hubiera durado años{16}. Las provincias siguieron ahora como antes el ejemplo de la capital, y en poco tiempo quedó otra vez sometido a España un reino, que estuvo ya muy a punto de darse por perdido. El duque de Guisa, cuyas tropas se dispersaron tan pronto como supieron el suceso de Nápoles, fue alcanzado y preso cerca de Capua (6 de abril, 1648) por la gente de los nobles. El severo conde de Oñate quiso cortarle la cabeza, pero interponiéndose generosamente don Juan de Austria, fue enviado a España y encerrado en el alcázar de Segovia. De aquí se escapó más adelante disfrazado, pero cogido de nuevo en Vizcaya fue otra vez traído a la misma prisión{17}.
Severo y duro el de Oñate, castigó con extremado rigor a todos los que habían tenido una parte principal en la rebelión pasada. Todos ellos perecieron en el patíbulo, y haciendo extensiva la pena a los que en ella habían sido solo cómplices, la sangre corrió en abundancia en aquella desventurada población y en otras de las provincias. Tan excesiva severidad irritó los ánimos, y se fraguaron nuevas conjuraciones. Una quiso urdir aquel Genaro Annése, que después de haber sido generalísimo de los rebeldes no podía sufrir la vida oscura de que no debió salir nunca, pero fue descubierta, y pagó también con la cabeza en un cadalso. Se proyectó asesinar al de Oñate y ofrecer la corona de aquel reino a don Juan de Austria, pero el joven príncipe tuvo el mérito de no dejarse fascinar con tan halagüeña oferta, y permaneciendo fiel a su padre y a su patria, se aplicó a restablecer también la autoridad real en aquellos países; qué ojalá se hubiera conducido siempre como en sus primeros años el hijo bastardo de Felipe. Aun hizo más: enviado por el virrey a arrojar a los franceses de los lugares que habían ocupado en Toscana, y con cuya vecindad estaba siempre amenazada Nápoles, recobró a Piombino, y más adelante, después de cuarenta y siete días de sitio, a Portolongone{18}.
De este modo, si bien las rebeliones de Sicilia y de Nápoles fueron dos golpes que pusieron a España, harto enflaquecida ya con las guerras de Portugal, de Cataluña y de Flandes, en gran peligro de perder las dos Sicilias, al fin se logró someter los países sublevados, y todavía se fue conservando en Italia la superioridad de nuestras armas.
{1} Transactio inter regem Ludovicum XIII et principem Monachonis, de patrocinio illius principatus suscipendo: inita die 8 julis, anno 1641.
Transactio inter regem Ludovicum XIII ab una, et Mauritium cardinalem atque Thomam principes Sabaudiæ ab altera parte inita. Taurini, anno 1642, die 14 junii et 1.º julii sequentis.– Pacta Galliæ.
{2} Botta: Storia d'Italia. Anal. Sicil.– Soto y Aguilar: Epítome, ad ann.– Vivanco: Hist. MS. de Felipe IV, lib. XVI.– Relación hecha por el marqués Luis Muttey de las diligencias que había practicado para coger un sacerdote de Palermo, que fue a París a acordar con el cardenal Mazarino la revolución de Palermo: Archivo de Salazar. Doc. 56, p. 180.
{3} Carta del virrey de Nápoles al rey, dándole cuenta del estado del reino. Hay quien calcula que entre el conde de Monterrey y el duque de Medina de las Torres sacaron de aquel reino en trece años cien millones de escudos de oro.
{4} El carácter y naturaleza de nuestra obra no nos permite detenernos a dar cuenta de otros pormenores y circunstancias que ocurrieron en esta célebre sublevación, y de las que acompañan siempre a los alborotos y movimientos de esta clase. El que desee conocerlos más minuciosamente puede consultar la excelente obrita que con el título de Masaniello o La sublevación de Nápoles, ha publicado nuestro ilustrado amigo don Ángel de Saavedra, duque de Rivas, embajador que ha sido de España en aquel reino (dos volúmenes en 8.º Madrid, 1848). Este erudito escritor ha consultado para escribir la historia de este suceso, entre otras obras, principalmente las siguientes: Tomas de Santis, autor contemporáneo, Istoria del tumulto di Napoli: Alejandro Giraffi, id., Le rivolusioni di Napoli: Raphael de Turris, id., Dissidentis receptœque Neapolis: el conde de Módena, Memorias sobre la revolución de Nápoles: Parrino, Teatro eroico e politico d'goberni de viceré, &c.: Baldachini, Storia napoletana dell' anno 1647: Giannone, Istoria civile del regno di Napoli; y los manuscritos de Capacelatro y de Agnello de la Porta sobre este acontecimiento.
Y sin embargo todavía hallamos algunas discordancias, en la narración de lo que ocurrió en aquel tumulto, entre estos tan apreciables escritores contemporáneos y otras relaciones manuscritas de aquel tiempo que nosotros tenemos a la vista: tales como la que hizo el conde de Villamediana a don Luis de Haro, con carta original de aquél, la cual se halla en el archivo de Salazar, Doc. 34, y principalmente con la carta que escribió el mismo duque de Arcos al rey don Felipe dándole cuenta de los primeros alborotos, y que copió don Bernabé de Vivanco en su Historia inédita, libro que se dice octavo, y le corresponde ser el décimo sexto. Dice por ejemplo el duque de Rivas, siguiendo los autores arriba enumerados, que cuando venía el virrey en el carruaje, «iba angustiadísimo, y desconcertados los que le acompañaban, y más viendo muchas espadas y picas amenazarle de cerca, como de lejos algunos arcabuces y ballestas, y a la gente más soez, perdido todo respeto, saltar al estribo y poner las manos violentamente en su persona, llegando, según afirma un autor contemporáneo, hasta tirarle del bigote.» Y el duque de Arcos en su carta dice, no haberse descompuesto nadie con él, «antes mostraban respetarme y besarme los pies, &c.»– Añade también el de Rivas que el virrey debió su salvación al recurso de tirar al pueblo puñados de monedas de oro, con lo cual los que seguían la carroza se arrojaban codiciosos a la presa, e hicieron claro, que sostuvieron valerosamente los caballeros y algunos soldados españoles para dar paso al virrey,
Además de estas obras y documentos tenemos a la vista otro opúsculo manuscrito titulado: Rebelión de Nápoles y sus sucesos, por don Diego Phelipe de Albornoz, Thesorero dignidad y canónigo de la santa iglesia de Cartagena y Murcia, en el año 1648.– Archivo de la Real Academia de la Historia, G. 68.
{5} El caso es que el mismo duque de Arcos lo confesaba así todo en el parte que dio al rey. «En las casas que se han quemado (dice) no han consentido que por ningún caso se robe ninguna cosa, y el que lo hace lo paga con la vida, y así lo observan inviolablemente con ser los ejecutores de estas impiedades los más pobres y de lo más ínfimo del pueblo.» Por consiguiente faltan a la exactitud los escritores que hablan de robos y saqueos en este tumulto.– Otra circunstancia (dice más arriba) «es la suma veneración y aclamación que en medio de tan increíble alboroto han tenido y tienen al Real nombre y retratos de V. M., poniéndolos en todos los cuarteles de esta ciudad debajo de dosel, hincando la rodilla siempre que pasan, exclamando que viva, con otros muchos rendimientos.»
{6} Esto último no lo dijo el virrey en su comunicación, pero sí que había abrazado a Masaniello. «Le abracé, dice, y concediéndole la gracia le ofrecí el perdón en nombre de V. M., &c.»
También fue muy curiosa la entrevista de la mujer de Masaniello con la duquesa de Arcos. La virreina envió sus carrozas a la esposa del antiguo pescadero para que fuese a palacio. Fue en efecto acompañada de unas cuantas vecinas y de su suegra y su cuñada, todas con magníficos trajes, que formaban singular contraste con sus toscas formas y sus modales groseros. Recibiola la guardia con los honores de capitán general, y fue subida en silla de manos con cortejo de gentiles-hombres, pajes y alabarderos, e introducida hasta el gabinete de la duquesa.– Sea V. I. muy bien venida, le dijo la virreina.– Y V. E. muy bien hallada, le contestó la esposa del dictador de Nápoles: V. E., añadió, es la virreina de las señoras, y yo la virreina de las plebeyas. Don Juan Ponce de León, sobrino del duque de Arcos, tomó en sus brazos un niño de pecho, sobrino de la pescadera, le besó con la mayor ternura, y le enseñaba a todos como un portento. La duquesa indicó a la Masaniello lo conveniente que sería que su marido aceptara del virrey las altas mercedes que estaba dispuesto a otorgarle, y que se retirara del mando para que pudiera restablecerse la tranquilidad. «Todo menos eso; respondió la virreina de las plebeyas; pues si mi marido deja el mando, no serán respetadas ni su persona ni la mía. Lo que conviene es que estén unidos y acordes el señor virrey y Masaniello, este gobernando el pueblo, y aquél a sus españoles.» Sorprendió y dejó cortada a la duquesa tan terminante respuesta, y puso fin a la visita prodigando besos y abrazos a aquellas mujeres, que se retiraron con el mismo aparato y ceremonias con que habían venido. Parece inconcebible tanta degradación.– Rivas: Sublevación de Nápoles, cap. XVIII.
{7} Decía el de Arcos al rey, al llegar aquí, con una candidez admirable: «Ha sido grande el consuelo de esta aclamación universal, respecto del riesgo en que la paz y la quietud pasada de esta ciudad y reino se ha visto, pareciendo a todos suceso milagroso que un pueblo encendido en tan grande violencia se haya sosegado en término tan breve, asegurándome que la lista de los soldados que han tomado armas han llegado a ciento veinte mil hombres.»– Al leer esto aisladamente cualquiera creería que había empleado los medios más ingeniosos o más heroicos para aquietar la ciudad: pero sosegar de pronto un pueblo a quien se concede todo lo que pide, cierto que no tenía gran cosa de milagroso.
{8} De Santis, Giraffi, Doncelli, Capacelatro, Agnello de la Porta, en sus relaciones antes citadas.– Había una Compañía de la Muerte, formada de la más relajada juventud, y en la que dicen algunos figuró en primer término el célebre pintor Salvador Rosa, que pintó en admirables cuadros varias escenas de la sublevación.
{9} He aquí la descripción que hace el duque de Rivas de la formalidad con que había ejercido Masaniello la suprema autoridad del pueblo de Nápoles. «Hizo (dice) levantar en la plaza del Mercado un tablado con un palco, en que, acompañado de sus tenientes Domingo Perrone y José Palumbo, del consejero del pueblo Julio Genovino, del secretario Marco Vitale, y del nuevo electo Francisco Arpaya, administraba justicia, expedía decretos, daba sentencias, oía quejas y despachaba rápidamente, no sin natural facilidad, sana intención y recto juicio, los asuntos más graves. Con su tosca y remendada camiseta, sus calzones de lienzo listado y su gorro colorado de marinero, despechugado y descalzo, gobernaba como autoridad única y supremo magistrado, decidiendo sin apelación en la parte militar, civil y eclesiástica, y entendiéndose con desenfado y agilidad con abogados y notarios, litigantes y pretendientes, sometiéndose todos sin réplica a su decisión absoluta. Genovino era quien le dictaba en voz baja las resoluciones. Y refiere el contemporáneo historiador Santis, que antes de pronunciar Masaniello sus acuerdos y sentencias inclinaba un instante la cabeza y se ponía la mano en la frente, como para reflexionar, pero realmente para poder oír al consejero. Y que un día que para darse importancia dijo a los circunstantes: Pueblo mío, aunque nunca he sido soldado ni juez para poder regir con acierto, me inspira el Espíritu Santo: le contestó un chusco: Di que te inspira el Padre Eterno; aludiendo a Genovino, viejísimo, calvo y con gran barba blanca.» Rivas, Sublevación de Nápoles, cap. XI.
{10} El virrey acerca de este hecho decía solamente en su parte. «El lunes no hubo cosa memorable, mas que algunos desatinos de Masaniello, el cual desde el sábado había empezado a delirar. El martes le hizo quitar la cabeza el pueblo, y la trajeron a palacio a presentármela con increible alborozo y con inmenso número de pueblo, con la aclamación ordinaria del nombre de V. M. y el mío, y arrastraron el cuerpo destroncado…»
{11} El buen duque de Arcos no advertía que con estas palabras estaba haciendo su propia acusación y proceso, puesto que él era quien se había degradado compartiendo su autoridad con la de aquel hombre, agasajándole y colocándole en este puesto a que se refiere.
{12} Rivas: Sublevación de Nápoles, tomo II, cap. XI.
{13} El hecho fue, según Vivanco, que los rebeldes quisieron hacer una mina para volar el castillo de San Telmo, y con él al virrey y a los que le rodeaban; que Toralto trató de disuadirlos de la idea, diciendo que la mina daría en peña viva, y reventaría contra ellos mismos; que a pesar de eso ellos insistieron, hicieron la mina, la volaron, y sucedió lo que Toralto les había pronosticado. Sin embargo, como ya le tachaban de amigo de los españoles, sospecharon que lo había hecho apropósito con malicia, como que era realista y noble. Luego el historiador refiere así su muerte. «Un hombre de los más bajos de ellos (dice) le atravesó con una espada, acudieron todos sobre él, y con aquella furia infame le cortaron la cabeza, le colgaron de un pie, y le sacaron el corazón, y se le enviaron a su mujer, que era de particular nobleza y hermosura; inhumanidad más que bárbara, y que no se podía contar de caribes ni trogloditas, ni de otra nación más indómita, de suerte que todos rehusaban ser cabezas por no caer a sus pies, porque todos los iban matando, y estaban sedientos de sangre humana.» Hist. MS. de Felipe IV. lib. XVI. «Muero (dijo al expirar este desgraciado caballero) por Dios, por el rey y por el pueblo, pues juro que mis acciones todas se han encaminado solo a conciliar los ánimos para dar paz a mi afligida patria.» De Santis: Capecelatro, MS.– De Turnis, y los demás autores contemporáneos.
{14} Gacetas de Francia de noviembre y diciembre de 1647.– Capecelatro, MS.– Conde de Módena, Hist. de esta revolución.– Parrino: Teatro eroico, &c.
{15} Memorias del duque de Guisa.– Larrey y Limiers, en sus Historias del reinado de Luis XIV.– L'etat de la republique de Naples sous le gouvernement de Mons. le Duc de Guise, trad. del italiano, por M. Marie Tourge-Loredan.
{16} Al decir de algunos escritores extranjeros, especialmente franceses, este desenlace se debió exclusivamente a una traición. Dicen que celoso Genaro Annése del duque de Guisa y resentido del altivo desdén con que le trataba, ofreció a los españoles entregarles la puerta de Santa Ana, si ellos distraían al de Guisa por algunas horas. Que esto estaba ya convenido entre el Genaro y el virrey, cuando se supo lo de la isla de Nisida y sucedió lo de la salida del de Guisa, no teniendo otra cosa que hacer el traidor que abrir la puerta, ni los españoles otra cosa que entrar, publicando luego el Annése, para sustraerse a la odiosidad popular, que el de Guisa había vendido la ciudad a los españoles.– Weis: España desde el reinado de Felipe II hasta el advenimiento de los Borbones: primera parte; Felipe IV.– Sobre faltarle comprobantes a la anécdota la hace menos verosímil la circunstancia de que el Genaro Annése fue uno de los que tardaron más en entregarse defendiendo con tesón el torreón del Carmen, y al fin el conde de Oñate le hizo morir en un patíbulo, por haber intentado reproducir la rebelión.– De Santis.– Conde de Módena.– Duque de Rivas: Sublevación de Nápoles, cap. último.
{17} Seis años más adelante (1653), este mismo duque de Guisa fue puesto en libertad a ruegos del príncipe de Condé, nuestro aliado. Pero restituido a Francia, tomó el partido del rey contra España, lo cual llenó de indignación al monarca español. No contento con esto el de Guisa, y llevando más allá su ingratitud, y el deseo de vengar las afrentas y humillaciones que se le había hecho sufrir, so pretexto de que le llamaban otra vez los napolitanos para que los librara del yugo de los españoles, consiguió que la Francia le diera una escuadra de cuarenta velas, con la cual se fue a encender de nuevo la guerra a Nápoles, y se apoderó de Castellamare. Pero acudiendo allá el virrey con todas sus fuerzas y habiendo atacado la plaza, fue derrotada la gente del de Guisa, teniendo apenas tiempo los que escaparon para reembarcarse y volverse a Francia.
{18} Sentimos haber tenido que omitir multitud de incidentes y circunstancias notables que acompañaron esta famosa y sangrienta rebelión, fecunda en hechos y escenas peregrinas, propias de la índole de los actores que en ella figuraron, pero que no pueden tener cabida en una Historia general. El Estudio histórico de este episodio de nuestra historia, hecho por el duque de Rivas, sobre las obras y relaciones de escritores contemporáneos y sobre documentos de los archivos de Nápoles, con conocimiento local de aquella ciudad populosa, deja muy poco que desear en este punto.
Entre los apéndices con que ha enriquecido su apreciable trabajo se encuentran algunas comunicaciones oficiales de las que mediaron entre el virrey, el cardenal Filomarino y los caudillos de la rebelión; los capítulos de transacción entre el virrey y el pueblo, cuando se concedieron a éste los privilegios que reclamaba; los nuevos capítulos y gracias que después le fueron otorgadas, en número de 58; varios edictos y proclamas del duque de Arcos; un bando de Masaniello, y dos de Genaro Annése, que se firmaba Generalissimo del fedelissimo popolo di questa fidelissima città e regno di Napoli.