Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro IV Reinado de Felipe IV

Capítulo XIII
Lucha de España en Flandes con Francia e Inglaterra
De 1648 a 1659

Condiciones inaceptables de paz por parte de Francia.– Discordias en París.– Odio contra Mazarino.– Causas y principio de las guerras de la Fronde.– Estos disturbios son favorables a España.– Progresan nuestras armas en Flandes.– Prisión del príncipe de Condé en París.– El mariscal de Turena pasa a Flandes al servicio de España.– El príncipe de Condé se hace también amigo y auxiliar de los españoles.– Campañas y triunfos del archiduque y de Condé en Flandes.– Turena vuelve al servicio de Francia.– Discordias funestas entre los generales españoles.– Reemplaza don Juan de Austria al archiduque Leopoldo.– Campaña feliz de don Juan de Austria.– Revolución de Inglaterra.– Suplicio de Carlos I.– El protector Cromwell.– Dispútanse Francia y España la amistad y el apoyo de Cromwell.– Incidente desfavorable a España.– Decídese Cromwell en favor del francés.– Tratado de alianza entre Francia e Inglaterra contra España.– El protector Cromwell intenta arrancarnos a Méjico.– Se apodera de la Jamaica.– El almirante Blake.– Ejército anglo-francés en los Países-Bajos.– Luis XIV asiste en persona a la campaña.– Piérdense para España Mardyck, Dunkerque, Gravelines y otras plazas.– Decadencia de nuestra dominación en Flandes.– El archiduque Sigismundo.– Preparativos y anuncios de la paz.
 

Tantas guerras y en tantas partes a un tiempo por nuestra nación sostenidas, las pérdidas y quebrantos que acá y allá, aunque mezclados con triunfos, había España sufrido, y la poca esperanza de mejorar que había, teniendo por enemiga la Francia, cuyo poder había ido creciendo con la sagaz política de sus ministros y con los errores de los nuestros; la nueva alianza del emperador Fernando con el francés, cometiendo al fin el emperador la flaqueza y la ingratitud de faltar a España, sin cuyos constantes auxilios muchas veces, y principalmente en la guerra de Treinta años hubiera vacilado el imperio, habían movido a Felipe IV a negociar la paz con Francia para poder emplear desahogadamente sus fuerzas en sujetar a Cataluña y recobrar el Portugal. Pero Mazarino con una soberbia imprudente quería imponer tales condiciones y tan duras, como si la España se hallara ya en el último grado de su impotencia y de su abatimiento; tales eran la cesión completa de los Países Bajos, del Franco-Condado y del Rosellón. Recibiolas la corte de Madrid con la indignación de quien aún abrigaba sentimientos de decoro nacional.

Motivos vinieron pronto para que los ministros españoles se alegraran de haber rechazado con dignidad y entereza semejantes condiciones. Divisiones intestinas trabajaban la Francia, y volvieron a España la esperanza de vengarse del orgulloso ministro, y de los auxilios que Richelieu y Mazarino habían estado dando constantemente a los holandeses, napolitanos, sicilianos, portugueses y catalanes. No había de ser solo en España y en Italia donde los gastos de las guerras y los tributos extraordinarios impuestos por el conde-duque de Olivares y por los virreyes de Nápoles y Sicilia produjeran disgusto y descontento en los pueblos: también le llegó su vez a Mazarino de experimentar no solo ya el desagrado, sino hasta el odio popular, producido por los impuestos con que recargaba el país para sostener tantas guerras, aumentado por su calidad de extranjero. Al menos dio un buen pretexto a los partidos que siempre surgen en las minorías de los reyes, y a las ambiciones y envidias de los cortesanos, que nunca vieron con buenos ojos que un italiano estuviera disponiendo a su arbitrio de los destinos de una gran nación. Fue pues una de las principales causas que encendieron las guerras llamadas de la Fronde{1}, que inundaron de sangre el suelo francés. El decreto de unión entre el parlamento y los principales tribunales para pedir la reforma del Estado (mayo, 1648), que tanto indignó a Mazarino, y con tanta firmeza sostuvieron sus individuos, fue como el principio de la guerra, dividiéndose en dos partidos los principales personajes de Francia, a favor de la corte unos, y contra ella otros, con el intento de derribar a Mazarino del ministerio{2}.

Era el designio de don Luis de Haro y de la corte de España aprovecharse de esta divisiones que distraían al ministro francés de los cuidados de las guerras; fomentar aquellas discordias, ayudando en secreto a uno de los partidos, como en los tiempos de Felipe II y de las guerras entre católicos y hugonotes; ver de reducir a la Francia a situación de no poder inquietar las demás naciones, y resarcir a la sombra de aquellos disturbios las pérdidas de provincias y ciudades que habíamos sufrido, en los Países Bajos, en Cataluña, en Portugal y en Italia. Así, mientras el parlamento y el ministro en nombre del rey, que se había visto precisado a salir de la corte, llamaban allá tropas para sostener cada cual su partido, el archiduque Leopoldo, que había hecho un tratado con los de París, tomaba la ofensiva en Flandes{3}, y en poco tiempo se apoderó de S. Venant y de Iprés (principios de 1649). El conde de Harcourt puso sitio a Cambray, y un socorro oportuno de los españoles le obligó a levantarle. Y aunque tomó a Condé y a Mauveuge, como Mazarino no podía desprenderse de fuerzas para enviarlas a los Países Bajos, porque todas le hacían falta para combatir sus enemigos interiores, las armas españolas iban recobrando en Flandes una superioridad que hacía tiempo no habían tenido.

A la vista de este y con temor de otros mayores peligros vinieron a un acomodamiento los honderos y la corte de París. Pero eran pasajeras estas avenencias, y luego estallaba la discordia con más furor. El príncipe de Condé, el duque de Longueville y otros magnates de su partido se vieron arrestados por la reina y el ministro cardenal, y declarados y tratados como reos de lesa majestad. Pronunciábase en cambio Larrochefoucault por los príncipes contra el rey, y el vizconde de Turena pasó a Flandes a ofrecer sus servicios a los españoles. Tuvieron pues el archiduque Leopoldo y los españoles por amigo y auxiliar contra la Francia al mismo mariscal francés que tanto daño había hecho al imperio y a España con sus victorias en Alemania y en Flandes (1650). Y mientras los disturbios se extendían a Burdeos, y combatían delante de esta ciudad las tropas del rey con las de los príncipes de la sangre, el archiduque Leopoldo, unido con el de Turena, a quien el duque Carlos de Lorena, declarado también por el partido de los príncipes, había enviado tropas de socorro, se alentaron a hacer un amago sobre París, del cual desistieron al saber que los insurrectos andaban otra vez en tratos de paz con Mazarino; que el plan del archiduque era ayudar a los príncipes rebelados, pero tibiamente, para prolongar la lucha civil. Limitose pues entonces a hacer frente al mariscal Du Plessis que había marchado contra el de Turena, y cerca de Rethel se dio una batalla en que todos perdieron, no obstante que unos y otros proclamaron victoria.

Proseguía en efecto encarnizada y viva la guerra civil en Francia, entre la reina regente y el rey su hijo de una parte (que por este tiempo fue declarado mayor de edad), junto con el cardenal Mazarino, y de otra parte el parlamento, el coadjutor (cardenal de Retz), el príncipe de Condé, el de Conti, el duque de Orleans, el de Nemours, el de Bouillon, y otros magnates de la grande y de la pequeña Fronda (que ya andaban también divididos en dos partidos los honderos), sufriendo la guerra mil alternativas y tomando cada día una fisonomía diferente, por la veleidad e inconstante conducta de casi todos, pareciéndose muchos al duque Carlos de Lorena, que tan pronto abandonaba a los príncipes decidiéndose por el rey, tan pronto se afiliaba al partido de los príncipes y de la España contra la reina regente y su ministro, y tan pronto se presentaba en París al parlamento, como en Bruselas al archiduque gobernador, siendo el tipo de la inconstancia y de la versatilidad, en un tiempo en que tantos eran los versátiles e inconstantes. En medio de estos disturbios, Mazarino se había visto obligado a salir de París, y aun del reino, y llegó a ponerse a talla su cabeza (1651); pero no tardó en volver a la corte, en que era tan aborrecido, tan pronto como la reina y los suyos tomaron preponderancia. Por otra parte el vizconde de Turena, arrepentido de su proceder, desamparó a Flandes, donde le había llevado el despecho, y se afilió otra vez a la causa del rey, y se volvió a París para darle calor y apoyo.

En cambio reunidos el de Condé, el de Orleans y el de Nemours, que todos mandaban cuerpos de tropas más o menos numerosos, atacaron al ejército real. Condé entró en París con el de Orleans, Beaufort, Nemours y Larrochefoucault, y se presentó en el parlamento. París era un foco de discordias y de facciones. Condé se apoderó de Saint Denís y entró en negociaciones con la corte, cuyo ejército se aproximaba a París. Por último Turena, auxiliado de la Ferté, atacó al príncipe de Condé, y diose entre ellos una terrible batalla en el arrabal de San Antonio a presencia del rey (1652). Las tropas de Condé son recibidas en París, y Mademoiselle hace resonar el cañón de la Bastilla contra el ejército de Luis XIV. Tiénese una asamblea general en el Hotel de Ville, al cual ponen fuego los sediciosos, y el parlamento declara al de Orleans lugarteniente general del reino, y al de Condé generalísimo de los ejércitos. Últimamente el pueblo de París, cansado de sufrir y fatigado de guerras, solicita la vuelta del rey; hay una asamblea en Palais-Royal para disipar las facciones; el rey concede una amnistía general, y el de Orleans y el de Condé se ven forzados a retirarse de París{4}. El joven monarca hace su entrada solemne en la capital de su reino, y puede decirse que deja de existir la Fronda.

Las turbulencias de Francia, que los españoles fomentaban y atizaban cuanto podían, proporcionaron a Felipe IV y al archiduque Leopoldo un nuevo aliado en el que había sido su más terrible enemigo. El Gran Condé, el que había abatido las armas españolas en la funesta batalla de Rocroy, para escapar de la persecución de Mazarino y poder vengarse de su aborrecido rival, imitando el anterior ejemplo de Turena, echose definitivamente en brazos de los españoles y emigró a Flandes, llevando consigo sus tropas y las de su hermano, las de Mademoiselle,{5} y una buena parte de las de Orleans. Felipe IV de España se apoderó de aquella buena ocasión, nombró al ilustre fugitivo francés generalísimo de los ejércitos dándole los mismos honores que al archiduque, y envió para protegerlo una escuadra de diez y siete naves que partió de San Sebastián y desembarcó gente de armas en Burdeos, teatro entonces de la más cruda guerra entre los partidos que ensangrentaban el suelo de la Francia. La obstinación de los bordeleses en su rebelión estaba alimentada por las esperanzas de socorro con que los habían estado alentando los españoles; pero tal llegó a ser la penuria de la ciudad, que unida a la aproximación de las tropas del rey, obligó al pueblo a pedir la paz: ajustose primero una tregua, y a poco de publicada se estipularon los artículos de la paz, bien que no faltaron dificultades para la ejecución (1653). El duque de Vendôme, que antes no había podido impedir que Dunkerque cayera en poder de los españoles, había pasado con su flota a bloquear a Burdeos, y con más fortuna en esta que en la otra empresa obligó a los navíos españoles a retirarse de aquellas aguas. El rey de España hizo correr en este tiempo por Francia un manifiesto, en que mostrando los más vivos deseos de vivir en paz con aquella nación, decía que si había ayudado a los príncipes de la sangre era solo para protegerlos contra las violencias y los artificios de un ministro italiano, que por intereses y miras personales mantenía viva la lucha entre tantos pueblos y naciones.

Seguía no obstante la guerra de armas y la guerra de intrigas entre Francia y España. Mazarino había recobrado su ascendiente, y había reducido y tenía en prisión a su rival y terrible enemigo el coadjutor cardenal de Retz, bien que el ministro favorito de Ana de Austria y de Luis XIV no lograba vencer el odio y las antipatías del pueblo, y bien pudo agradecer que se descubriera a tiempo una conspiración que se había fraguado contra su vida. Los mariscales Turena y la Ferté pacificaban la Guiena, recobraban a Rethel y otras plazas de Francia, y restablecían dentro del reino la superioridad de las armas reales. Mientras el archiduque Leopoldo, gobernador de los Países Bajos, después de haber rendido a Gravelines y Dunkerque, que le costaron algunos meses de cerco, ayudado del de Condé se apoderaba de Mouzon y de Rocroy, entregando esta última plaza al mismo príncipe que en otro tiempo había recogido en ella inmortales laureles combatiendo en favor de su soberano, contra quien ahora peleaba. Y en tanto que el príncipe de Contí se reconciliaba con Mazarino a trueque de lograr la mano de una de sus sobrinas, a quienes el ministro cardenal daba pingües dotes con escándalo y murmuración de la Francia, el de Condé se mantenía firme en la rebelión a su rey y en la amistad de España, desechando con entereza cuantas proposiciones de acomodamiento se le hacían.

A este tiempo, el rey Luis XIV, declarado mayor de edad, había sido consagrado en Reims, y de tal modo le merecieron la atención los asuntos de los Países Bajos, que determinó ir en persona a dar aliento a su ejército, y lo logró, por lo menos lo bastante para impedir a Condé, al archiduque y a su lugarteniente el conde de Fuensaldaña acometer empresa de consideración. Hubo además grandes novedades y no pocas discordias entre los generales que mandaban en aquel país. Después de sitiar y tomar los nuestros la plaza de Rocroy, desaviniéronse el príncipe de Condé y el conde de Fuensaldaña, ambos a la sazón muy apreciados y considerados en la corte de Madrid. Compúsolos el archiduque, mas luego estallaron celos entre éste y el de Condé (1654). Por otra parte, advirtiéndose que el duque Carlos de Lorena permitía una licencia excesiva y perjudicial a sus tropas, y sospechándose que andaba en ciertas inteligencias con los franceses, porque es fama que allí se iba donde le ofrecían más dinero, fue preso en Bruselas por el archiduque, llevado al castillo de Amberes, y de allí traído al alcázar de Toledo, donde permaneció hasta la conclusión de la paz aquel hombre que abandonando el partido de la Francia había empleado sus talentos militares y luchado tan heroicamente en favor de España y del imperio. Aunque quedó mandando sus tropas su hermano Francisco, algunos regimientos loreneses y no pocos oficiales y capitanes de otros, se pasaron a las banderas francesas{6}.

De este modo fueron debilitándose nuestras fuerzas en Flandes, y cuando el archiduque, el de Condé y Fuensaldaña determinaron poner sitio a la plaza de Arrás, aunque llevaban doce mil infantes y diez mil caballos, tardó tanto en cerrarse la línea, que tuvieron tiempo los franceses para socorrerla, y además acudieron el de Turena y la Ferté con diez y ocho mil hombres: no hubo buen acuerdo entre los generales, y el resultado fue que nuestras líneas fueron forzadas y que el archiduque tuvo que retirarse con poca gente a Douay, el de Condé lo hizo con la mayor parte del ejército y la caballería española a Cambray, y Fuensaldaña amaneció fugitivo en Valenciennes después de haberse perdido la artillería y bagajes. A consecuencia de esta derrota se apoderó Turena de la plaza de Quesnoy, y cuando más adelante (mayo, 1655) trató de recobrarla el de Condé, aquél con sus movimientos y evoluciones frustró su empresa; que era el de Turena el enemigo más temible de España en aquellos países, por lo mismo que había estado recientemente guiando allí nuestras armas, y conocía el estado de cada plaza y de cada lugar. Así fueron tomadas también la de Catelet, y lo que fue peor, la de Landrecy, aunque con honrosa capitulación (13 de julio, de 1655). Perdiose igualmente San Guillain, también por capitulación (25 de setiembre, 1655), terminando así esta campaña, tan funesta para las armas y para el nombre español{7}.

El archiduque Leopoldo, disgustado con tantos reveses, no bienavenido con el príncipe de Condé ni muy conforme con el título de generalísimo que a éste se había dado, con razón celoso de las preferencias que su teniente el conde de Fuensaldaña merecía al favorito del rey don Luis de Haro, así como de otros desengaños y desaires que había sufrido, resolvió dejar el gobierno de aquellos países, y escribió diferentes veces al rey pidiéndole le permitiera retirarse. Acogió bien el de Haro esta solicitud, como quien deseaba un pretexto honroso para apartarle de aquel gobierno, y prometió enviarle sucesor para la primavera inmediata. Muy sentida fue en Flandes la separación del archiduque, porque Leopoldo había acertado a granjearse el amor de aquellos pueblos, bien que se trató de neutralizar aquel mal efecto retirando también al conde de Fuensaldaña, que era en lo general mal visto, enviándole luego de virrey a Milán. Para suceder al archiduque nombró Felipe IV a su hijo natural don Juan de Austria (1656), que a la sazón se hallaba casi ocioso en Cataluña, dándole por segundo al marqués de Caracena, que era gobernador de Milán.

Pasó, pues, don Juan a Flandes, no sin haber corrido en la mar grave riesgo de caer en poder de unos corsarios, que de las cuatro galeras que llevaba consigo apresaron tres, pudiendo salvarse la suya a fuerza de vela y remo. Bajo excelentes auspicios dio principio el de Austria al gobierno de las armas en Flandes. Sitiaban los dos mariscales franceses Turena y la Ferté la importante plaza de Valenciennes con treinta mil hombres. Determinó aquél socorrerla, y en unión con el de Condé y el de Caracena se presentó entre las líneas francesas que bordeaban las dos orillas del Escalda (julio, 1656). Inmediatamente formaron en batalla, primero los españoles, los walones los segundos, y los últimos los de Condé. A las doce de la noche (del 15 al 16 de julio) arremetieron los nuestros con tal brío que todo lo arrollaron. El de Caracena tuvo la gloria de ser el primero que plantó la bandera española en las trincheras enemigas. Costó esta batalla a los franceses siete mil muertos y cuatro mil prisioneros, entre ellos el mismo mariscal de la Ferté. Resultado de esta victoria, además de la toma de Condé (15 de agosto) con que terminó la gloriosa campaña de 1656, fue la venida a Madrid de Mr. de Lionne, enviado por Luis XIV al rey católico para ofrecerle la paz, negociación que por entonces no pudo realizarse{8}.

Un nuevo y muy poderoso enemigo contaba ya a la sazón España, con el cual habían de tener que medirse al año siguiente en Flandes don Juan de Austria y el príncipe de Condé. Era este el famoso Cromwell, el gran protector de la república de Inglaterra. Diremos cómo se convirtió en terrible adversario el que la corte de España quiso, pero no acertó a hacer amigo.

En tanto que Francia y España y las naciones aliadas de cada una se hacían estas crudísimas guerras con que mutuamente se destrozaban, habíase verificado en Inglaterra la terrible revolución que llevó al cadalso al rey Carlos I, aquel que cuando era príncipe de Gales estuvo tan próximo a casarse con la hermana de Felipe IV y que fue objeto de tan magníficas fiestas y tan ruidosos agasajos en la corte de España. Los ingleses inscribieron al pie de su estatua: «Desapareció el tirano último de los reyes: Exiit tirannus regum ultimus.» Constituyéronse en república, y aclamaron protector a Cromwell, aquel hombre singular, que desconocido hasta la edad de cuarenta años en que figuró en el parlamento como diputado por Cambridge, sin estudios científicos, sin grande elocuencia, pero ardiente y fogoso, conocedor de los hombres, hábil para atraerlos, conducirlos y manejarlos, había sabido elevarse sobre todos sus conciudadanos y erigirse en jefe de una gran nación. Cromwell, tan tirano como el rey que acababa de ser arrojado del trono, era, sin embargo, respetado y querido de los ingleses, porque supo dar otro giro a la política, y ejerciendo el poder más absoluto hacía prosperar la industria y florecer el comercio. Las naciones, preocupadas con sus luchas y ciegas con sus odios, no advirtieron al pronto todo lo que tenía de trascendental para los tronos y para los pueblos la revolución inglesa, y la cabeza de un rey rodando por el cadalso no estremeció a los demás soberanos tanto como era de esperar. Todos fueron reconociendo la nueva república y procuraron atraerse al protector. España la primera, y tras ella la Francia, Portugal y las demás potencias buscaron su apoyo. En especial España y Francia, don Luis de Haro y el cardenal Mazarino por medio de sus respectivos embajadores{9}, sostuvieron una competencia diplomática a este propósito; Cromwell las entretenía hábilmente, esperanzando ya a una ya a otra, meditando de cuál de las dos sacaría mejor partido{10}.

Había acontecido algún tiempo antes un incidente desfavorabilísimo a España. Cromwell había enviado sus representantes a todas las cortes. El que vino a Madrid, Ascham, uno de sus más decididos parciales y amigos, fue asesinado a los dos días de su llegada, estando comiendo en su propia casa, por unos emigrados ingleses partidarios de la dinastía de Stuard. Aunque el jefe de los asesinos fue preso, y entregado a los tribunales pagó al cabo de algún tiempo con la vida el atentado, la conducta de nuestra corte en este negocio no satisfizo a Cromwell. A poco tiempo ocurrió en la de Londres un suceso, de sola etiqueta y de poca entidad, pero al cual las circunstancias y la disposición de los ánimos dieron una gran importancia, y significación. Al salir, como era allí costumbre, los carruajes de los embajadores a recibir al de Suecia, el coche del embajador francés se adelantó al del español que iba primero. Los españoles de la servidumbre de la embajada no pudieron llevar con paciencia la provocación, echaron mano a las espadas, y obligaron al francés a volver a su puesto. Pero un piquete de soldados, acaso apostados ya de intento a la inmediación, acudió a la pendencia, y so pretexto de sosegarla puso otra vez delante el carruaje del francés. Leyden y Cárdenas reclamaron fuertemente de Cromwell el derecho de preferencia que tenía España en tales ceremonias, pero no obtuvieron satisfacción; y ésta, que parecía una simple cuestión de etiqueta, produjo la retirada de nuestros embajadores, y dio ocasión más adelante a otra disputa de preferencia entre el conde de Estrades y el barón de Wateville, la cual tomó Luis XIV tan a pechos que lo hubiera hecho caso de guerra, si Felipe IV no hubiera dado orden a sus embajadores que no disputaran a los de Francia el lugar de preferencia en las ceremonias{11}.

Al fin se decidió Cromwell abiertamente en favor de la Francia. Parecía extraño que postergara la amistad de España a la de aquella nación, careciendo Francia de marina y de colonias, y teniendo España tan ricas y vastas posesiones en América y en las Indias. Pero este fue cabalmente para Cromwell el mayor móvil de su decisión, porque había puesto los ojos en nuestras colonias, y mirábalas como una presa de que las flotas inglesas podrían fácilmente apoderarse, mientras a la Francia no tenía qué poderle tomar. Ello es que el sagaz protector ajustó un tratado con la Francia (13 de marzo, 1657), conviniendo las dos naciones en juntar sus fuerzas para arrancar a los españoles las ciudades de Gravelines, Mardyck y Dunkerque, quedando para los ingleses estas dos últimas{12}. Noticioso Felipe IV de este tratado, mandó confiscar todos los buques y todas las mercancías inglesas que había en España, y prohibió todo comercio con aquella nación, como lo había hecho con Francia con Portugal y con todas las potencias enemigas{13}, medida fuerte, y que nos aislaba mercantilmente de casi toda Europa.

Si bien las miras de Francia y de Inglaterra unidas se dirigían principalmente a Flandes, donde proyectaban dar el más rudo golpe, era además el designio de Cromwell apoderarse de Méjico, y hubiéralo hecho si los españoles no hubieran acudido oportunamente a su defensa. Entonces empleó el protector las fuerzas navales de Inglaterra contra la Jamaica, la más preciosa de nuestras posesiones en las Antillas, y logró hacerse dueño de la isla por medio de un ataque repentino, sin que después pudieran reconquistarla los españoles, y haciendo de ella los ingleses un depósito para el comercio de contrabando con Méjico y el Perú, poblándola cada día hasta convertirla en una de sus más florecientes colonias{14}. Amagaron también las escuadras inglesas a Cuba y Tierra-Firme, aunque sin fruto. Pero el almirante Blake, y Stayner, uno de sus tenientes, con numerosas naves salían a caza de nuestros galeones de las Indias, y sorprendiendo unos, y sosteniendo porfiados combates con otros, nos hicieron perder inmensas riquezas y muchos hombres.

Pasaron pues a Flandes, en virtud del tratado, seis mil ingleses escogidos al mando del coronel Reynolds. Sospechando Condé que el proyecto de los aliados sería acometer a Dunkerque, se metió dentro de la plaza. Este era en efecto el plan de Turena, mas sabiendo aquella prevención abandonó la empresa. El de la Ferté cercó y embistió a Montmedy (12 de junio, 1657), que se entregó por capitulación a los dos meses (6 de agosto). Hallábase en el campamento francés el rey Luis XIV en persona. Unido luego Turena con los ingleses, se apoderó de Bourbourg y de San Venant (17 de agosto), hizo a los españoles levantar el sitio de Ardres, y tomó sin gran resistencia a Mardyck (23 de setiembre), que con arreglo al tratado puso en manos de los ingleses: con lo cual terminó aquella campaña.

Faltaba ponerlos en posesión de Dunkerque, y esto fue lo que emprendió en la siguiente primavera, distribuyendo sus cuarteles alrededor de la ciudad, vencidas para ello no pocas dificultades, y estableciendo el suyo en las Dunas de la parte de Niuport. Una escuadra inglesa de veinte navíos cerraba al mismo tiempo el puerto, llevando a bordo otros seis mil hombres. El rey Luis XIV fue a animar el sitio con su presencia. Estaban los franceses como sitiados ellos mismos entre la plaza y el ejército español. Don Juan de Austria y Condé se aproximaron con quince mil hombres a tres cuartos de legua del campo. Iban con ellos el marqués de Caracena, el mariscal de Hocquincourt, del partido de los príncipes, y el duque de York, hijo del desventurado rey de Inglaterra Carlos I, a quien nuestra corte había dado el título de capitán general de la armada del Océano. En uno de los primeros reconocimientos murió de un balazo el mariscal Hocquincourt (12 de junio, 1658). Aún no había llegado al campo español la artillería, y aprovechando esta circunstancia los aliados salieron una mañana (14 de junio) a presentar la batalla antes de que don Juan y el de Condé habían podido pensar. Apresuráronse estos a poner en orden su gente, extendiéndola por aquellas mismas Dunas que tan fatales nos habían sido cincuenta años antes, cuando gobernaba los Países Bajos el buen archiduque Alberto. No lo fueren menos en esta ocasión, pues habiendo logrado un cuerpo de caballería francesa en la baja marea pasar por entre las Dunas y el mar, cogió por la espalda a los españoles que combatían con los ingleses, los derrotó, y con su derrota se puso en desorden y en vergonzosa fuga todo el ejército, dejando tres mil muertos y muchos prisioneros. Descuido indisculpable fue en don Juan de Austria, y más en Condé, que era un general tan práctico, haber dejado sin guarda ni defensa la playa.

Azarosas consecuencias tuvo esta derrota fatal. Dunkerque capituló nueve días después (23 de junio, 1658), y fue entregada a los ingleses según lo pactado. Link, Bergues, Dixmude, Furnes, Oudenarde y otras poblaciones pasaron sucesivamente a poder de los anglo-franceses; Gravelines resistió algún tiempo más, pero al fin corrió la misma suerte a los veinte y siete días de sitio. Era la última de las comprendidas en el compromiso de las dos naciones{15}.

Orgullosos con aquella victoria y con aquellas conquistas los franceses, prometíanse al año siguiente hacerse fácilmente dueños del resto de la Flandes, y se preparaban a entrar en campaña. La corte española había llamado a don Juan de Austria para encomendarle la guerra de Portugal, y a los Países Bajos fue destinado con el cargo de gobernador otro archiduque, Sigismundo, hermano también del emperador, que lo era ya Leopoldo, por muerte de su hermano Fernando III (abril, 1658), el mismo que había estado de virrey en Flandes, y a quien había sucedido don Juan de Austria. Había llevado consigo el archiduque doce mil alemanes. El ejército del príncipe de Condé aún era fuerte, y mandaba todavía bastante gente el marqués de Caracena. Todos pues se preparaban a obrar, y a nadie faltaban esperanzas. Mas no llegó la ocasión de medirse de nuevo las fuerzas de cada uno, porque ya en aquel tiempo se había andado negociando la paz, se estaban asentando los preliminares de ella, y no tardó en venir a poner término a tan antigua, sangrienta y calamitosa guerra.

Mas como quiera que la famosa paz de los Pirineos no tuvo solo por fundamento y objeto los negocios de Flandes, sino que se enlaza con todos los sucesos que habían tenido lugar en otras partes, y más con los que pertenecían a la lucha en tantos puntos sostenida por las naciones francesa y española, menester es, antes de dar a conocer aquel célebre tratado, informar a nuestros lectores de lo que había acontecido en los demás países en que hemos dejado pendiente esta lucha encarnizada entre las dos potencias{16}.




{1} Guerras de la Fronda, o de la Honda.– El origen de esta palabra, que dio nombre a aquellas célebres guerras, fue el siguiente. El Parlamento estaba dividido en tres partidos: los Mazarinistas, o sea el partido de la corte: los Mitigados, partido medio, que se reservaba obrar en cada ocasión según su interés o su deber: los Honderos, así llamados por una festiva comparación que hizo un día el consejero Mr. de Bachaumont de lo que pasaba en aquella asamblea con las peleas que los mancebos de las tiendas y otros jóvenes de París solían sostener en los arrabales de París, batiéndose a pedradas con la honda. Pues decía que así como los muchachos solo suspendían sus peleas cuando acudían a impedirlas los archeros y volvían a ellas tan pronto como aquellos se alejaban, así en las sesiones del Parlamento los hombres arrebatados solo se contenían cuando el duque de Orleans se presentaba a reprimir su fogosidad, y en el momento que se ausentaba volvían acaloradamente a la pelea, como los muchachos de la honda. La comparación hizo fortuna, fue aplaudida y celebrada en canciones. Se empezó a llamar Honderos a los que hablaban con vigor en el Parlamento; se aplicó después a los enemigos del cardenal, y agriándose con esta nomenclatura los ánimos, el coadjutor (grande enemigo de la corte) y los de su partido resolvieron poner a los sombreros para distinguirse unos cordones por el estilo de los de las hondas. En pocos días todo se puso a la moda de la Fronda, telas, cintas, encajes, espadas, abanicos y casi todas las mercancías, hasta el pan.

{2} Las disidencias entre la corte y el parlamento eran graves, y habían producido una lucha seria y formal. El rey y la reina se vieron obligados a salir de París, donde hubo un levantamiento general, con sus barricadas. El parlamento dio un edicto contra Mazarino excluyéndole del ministerio, y en las conferencias que se celebraron para tratar de la paz hemos visto que no se contó con él; por último, el mismo parlamento llegó a declararle enemigo de la patria. En estos disturbios los partidarios de la corte y los del parlamento tenían ejércitos que se batían encarnizadamente. París sufrió un sitio: la corte se fue a San Germán, y el rey ordenó al parlamento que se trasladara a Montargis. Fomentaban estas discordias, e intrigaban cuanto podían el archiduque Leopoldo, gobernador de Flandes, y los embajadores de España.– Larrey: Historia de Luis XIV.– Limiers: Historia del reinado de Luis XIV, libro II.– Historia del ministerio del cardenal de Mazarino.– Carta del embajador de Francia, dando cuenta de los trastornos ocurridos en París, a 28 de agosto de 1648: Archivo de Salazar, MM. SS. Doc. número 11.

{3} La claridad histórica hace necesario seguir el mejor orden posible en la narración de los variados sucesos que pasaban a un tiempo en puntos tan distantes, unas veces aislados, las más enlazados entre sí, y relacionados todos con la historia de España. Es este uno de aquellos periodos en que tiene que poner no poco trabajo y estudio el historiador para seguir el orden más conveniente y evitar en cuanto pueda la confusión a los lectores.

{4} Historia del ministerio del cardenal de Mazarino.– Limiers: Historia del reinado de Luis XIV, lib. II y III.– Memorias de La Porte.– Memorias de Mademoiselle.– Calmet: Historia eclesiástica y civil de Lorena.– Hannequin: Historia del duque Carlos de Lorena.– Carta del rey de Francia sobre el arresto de los príncipes de Condé y Contí y duque de Longueville, escrita al parlamento en 20 de enero de 1650.– Declaración del rey de Francia contra los duques de Bouillon, mariscales de Brézé, Turena y Maraillac; París, 1.º de febrero, 1650: Archivo de Salazar, Doc. 21 y 85.– Carta de Mazarino a la reina desde Bullon a 23 de diciembre de 1654: ibid. Doc. 22.

{5} Dan este título en Francia a las hijas mayores de los hermanos o tíos del rey, sin añadir el nombre propio. Los historiadores franceses le dan por una especie de privilegio a la hija de Gastón de Orleans, que hizo tan gran papel en las guerras de la Fronda. Ella mandaba un cuerpo de ejército, y se condujo como una heroína, contándose entre sus hechos notables la defensa que hizo de Orleans, recordando el valor de la célebre Pucelle de Orleans, o Juana de Arco.

{6} La prisión se verificó en el palacio de Bruselas la mañana del 25 de febrero de 1654, en el mismo día publicó el archiduque Leopoldo el siguiente Manifiesto, en que se expresan las causas que tuvo para proceder a esta prisión, que hizo tan gran ruido en toda Europa.

«Leopoldo Guillermo, por la Gracia de Dios, archiduque de Austria, duque de Borgoña, &c. Lugarteniente, Gobernador y Capitán General de los Países Bajos y de Borgoña.

«Ninguna persona puede ignorar los términos de las obligaciones y oficios en que nuestro primo el señor duque de Lorena Carlos debía contenerse para con el rey mi Señor, y todos sus aliados, amigos y buenos vasallos, desde que en estos países y provincias de su obediencia se puso en salvo de las violencias, opresiones y usurpaciones que la Francia ejercitaba contra su persona y estado: donde fue recibido por S. M. y sus lugartenientes generales, no solamente con toda amistad y confianza, y debajo de una especial protección, hasta incluir todos sus intereses como propios en los Congresos de los tratados de paces, sino que también ha sido gratificado con sueldo y con la subsistencia de sus tropas, y héchole participante de los consejos y resoluciones de guerra contra el enemigo común.

«Por otra parte no es menos notorio a todo el mundo cuánto el mismo señor duque se ha desviado de estos términos de obligaciones y oficios debidos por un príncipe de su sangre, acogido, tratado y beneficiado de la suerte que se ha dicho con vínculos tan estrechos a los intereses y servicios de S. M. y al bien de sus estados. Porque además de las lágrimas y gemidos y clamores generales de los pueblos, que han dado público testimonio de los robos, salteamientos, violación de templos, fuerzas de mujeres casadas y doncellas, y otros excesos abominables y detestables que se cometían debajo del gobierno de sus armas, recogiendo él las ruinas y despojos de las destrucciones y asolamientos: S. M. y sus lugartenientes generales, han sido bien informados de tiempo en tiempo de las inteligencias secretas del dicho señor duque, de sus designios diversos y apartados del buen servicio común a que debía mirar y encaminarse la unión de las armas, de sus inconstancias y variaciones simuladas en las resoluciones de guerra, y de las mudanzas o dilaciones aceptadas que interponía en las cosas ya determinadas al punto mismo de la ejecución de las acciones más importantes, de que se habría seguido la ruina y destrucción de diversas y grandes empresas, que según toda apariencia y providencia humana, debían tener favorables sucesos, y lo que es más, estas cosas por su largo curso y continuación, han venido a tal notoriedad y evidencia, que no solamente los lugarts. geners., los gobernadores de las armas, los maestres de campo, y todos los otros oficiales tocaban con la mano sus artificios, y eran testigos oculares de ellos, sino también al menor soldado ordinario y todo el pueblo se mostraba maravillado de ver que aquello pasaba sin poner algún remedio. Verdad es que el rey mi señor por su acostumbrada bondad, y detenido de la singular afición que tiene y siempre tendrá a la casa de Lorena, lo ha pasado en disimulación, y dándose por desentendido todo el tiempo que le ha sido posible, con la esperanza que el dicho señor duque, tocado de la humanidad y benignidad de que su rey usaba con él, y viniendo a conocer su verdadero interés se reduciría últimamente a su obligación. Mas al contrario, habiendo llegado en su condenado proceder a término tal, que no solamente todos los súbditos y vasallos de S. M. le tenían en horror y detestación, sino que también todos los príncipes y estados vecinos habían concebido contra él tal aversión, que los efectos de la venganza que trataban de tomar, era muy aparente que se explayarían sobre estos Países Bajos, para colmo de sus infelicidades: el rey mi señor (sino es irritando la ira de Dios contra sí y contra todos sus pueblos), no ha podido dilatar más tiempo el detener el curso de este mal, y así sobre la consideración de estas verdades públicas y manifiestas nos ha mandado S. M. por pronto y eficaz remedio poner en seguridad la persona del dicho señor duque, en lo cual ha usado del derecho natural y de las gentes, compitiendo a todos los príncipes soberanos quitar, contra quien quiera que sea, las opresiones y violencias que se hacen contra sus estados y súbditos, y hacerse justicia a sí mismos, a sus pueblos y a los potentados y estados vecinos y amigos, después de haber tratado en vano y sin efecto alguno, todos los otros medios, de que no faltan diversos ejemplos en los siglos pasados, aun en casos de menos circunstancias y menos justificados que este. Y esto no porque S. M. tenga aversión alguna por lo que toca a la casa de Lorena, antes al contrario, protesta que la quiere proteger siempre, y tomar parte en sus intereses; y en fe y para testimonio de ello, ha prevenido S. M. que el gobierno de las armas y tropas del dicho señor duque, pase y quede depositado en las manos del señor príncipe de Lorena, su hermano, de cuyo buen natural y recta intención tiene S. M. infalibles seguridades, de que se han de sacar los legítimos efectos y frutos de la unión de armas, y entretanto que el dicho señor príncipe llega, la intención de S. M. y la nuestra es que el conde de Lignevile continúe en el ejercicio de su cargo y función de general.

«Por tanto, mandamos en nombre y de parte del rey mi señor a todos sus súbditos y vasallos, y requerimos a todos los príncipes y estados vecinos, queden satisfechos y bien impresionados de esta orden y resolución de S. M., esperando que otro tiempo y coyuntura de los negocios públicos podrá sosegar otros movimientos y alteraciones, y que volviéndonos Dios la bonanza, y adulzando la obstinación de los espíritus de la Francia contra la paz, los pueblos han de ser restituidos a una tranquilidad y reposo general, y cada uno en particular a lo que le toca.– Fecho en Bruxelles a 25 de febrero, 1654.– Leopoldo Guillermo.– Por mandado de S. A. Veruyle.»– Biblioteca de Santa Cruz de Valladolid: tomos de MM. SS. volúm. 115.– Histoire de l'emprisonnement du duc Charles.

Orden general comunicando esta medida a todos los principales oficiales, maestres de campo, coroneles, capitanes y gente de guerra que militan debajo de las banderas del don Carlos. La misma fecha.

A poco tiempo se publicó un contramanifiesto, haciendo la defensa del duque Carlos, y respondiendo a los cargos y acusaciones que le hacía el archiduque.

{7} Historia del Ministerio del cardenal de Mazarino.– Limiers: Historia del reinado de Luis XIV, lib. IV.– Vivanco: Historia de Felipe IV. MS.– Soto y Aguilar: Epítome, ad ann.

{8} Por este tiempo vinieron también a Madrid diputados del duque Francisco de Lorena con el fin de negociar la libertad de su hermano Carlos, preso, como dijimos, en el alcázar de Toledo. Don Luis de Haro, que sabía que la princesa de Nicole, su mujer, trataba de entregar todas las tropas lorenesas a Francia, propuso a Carlos la enajenación de todas ellas al rey don Felipe, ofreciéndole en recompensa la libertad. Accedió a ello el lorenés, y las tropas de sus estados juraron fidelidad al rey de España. Pero Francisco se opuso y se negó a reconocer el tratado de su hermano, con cuyo motivo intentó prenderle el conde de Fuensaldaña. Entonces Francisco se pasó con las tropas al servicio de Francia, y se fue a París con los príncipes sus hijos, mientras Carlos su hermano intentaba evadirse de la prisión, que tenía entonces en Aranjuez.– Calmet: Hist. eclesiástica y civil de Lorena.– Hugo: Hist. del duque Carlos, MS.– Hannequin: Mem. MS.– Guillemin: Hist. du duc Charles, MS.– Mem. de Mourin.

{9} Eran a la sazón los de España en Inglaterra don Alonso de Cárdenas y el marqués de Leyden, ordinario el uno y extraordinario el otro.

{10} Cuando Cárdenas presentó a Cromwell un proyecto de tratado, preguntole éste si el rey de España consentiría en el libre comercio con las Indias Occidentales, si omitiría una cláusula que había relativa a la Inquisición, si establecería la igualdad de derechos para las mercaderías extranjeras, y si concedería a los comerciantes ingleses el privilegio de la compra de lanas en España. Cárdenas respondió que antes consentiría su soberano perder los ojos que sufrir la intervención de ningún poder extraño en los dos primeros puntos, y que respecto a los demás se podrían otorgar condiciones satisfactorias. Cromwell afectó mirar el tratado como concluido, aunque de hecho meditaba otra cosa bien diferente, y tuvo buen cuidado de no comprometerse en arreglos prematuros.– Thurloe y Dumont, citados por John Lingard: Historia de Inglaterra, tomo III, cap. 17.

{11} Diarios de Londres.– Memorias de Mad. de Motteville.–  Soto y Aguilar: Epítome.– Vivanco: Historia de Felipe IV, MS.

{12} Corps. diplomát. VI.– Ministerium Cardinalis de Mazarino.

{13} Colección general de Cortes, Leyes y fueros, &c. MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, tom. XXVII, pág. 466.

{14} La población blanca de la Jamaica, que en 1655 no ascendía a más de mil y quinientos hombres, fue al poco tiempo una de las más numerosas, por la multitud de colonos que fueron de Inglaterra, de Irlanda y de Escocia.

{15} Memorias de Jacques.– Thurloe: Hist. t. VII.– Clarendon: Papeles de Estado.– Limiers: reinado de Luis XIV, lib. IV.; y las historias de los Países Bajos, de Francia, de Inglaterra y de España.

{16} Murió por este tiempo el célebre protector de Inglaterra Oliverio Cromwell (3 de setiembre 1658), «llevando consigo, dice un ilustre escritor, la admiración y el disgusto, el odio y el sentimiento de la Europa: singular conjunto, pero digno de aquel extraordinario genio de acción.»