Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro IV Reinado de Felipe IV

Capítulo XV
Portugal y Castilla
De 1648 a 1659

El marqués de Leganés ataca a Olivenza y se retira.– Dispútanse portugueses y holandeses las posesiones de la India.– El duque de San Germán, capitán general de Extremadura.– Conspiración para asesinar al rey de España.– Es descubierta y llevados al suplicio los conjurados.– Muerte del príncipe don Teodosio.– Conjuración en Portugal para entregar el reino a los españoles.– Castigo de los conspiradores.– Muerte del rey don Juan IV.– Sucesión de Alfonso VI.– Regencia de la reina madre.– Comienza con vigor la guerra.– Conquista el de San German la plaza de Olivenza.– Plan desacertado del general portugués, conde de San Lorenzo.– Emprende Vasconcellos el sitio de Badajoz.– Marcha del ministro don Luis de Haro a Extremadura.– Retíranse de Badajoz los portugueses.– Don Luis de Haro entra en Portugal y sitia la plaza de Elvas.– Acométele el portugués conde de Castañeda.– Vergonzosa derrota del ejército español.– El de Haro es llamado a la corte.– Guerra de Portugal por la frontera de Galicia.– Progresos del marqués de Viana.– Cesan temporalmente las hostilidades.– Quédase la guerra en tal estado hasta las paces de Francia y España.
 

Que en la frontera de Portugal era donde andaba más comprometida la honra de Castilla decíamos al final del anterior capítulo, y era una triste verdad: como eran una triste verdad también las palabras con que terminamos en nuestro capítulo XI la relación de los sucesos de aquel reino, a saber: que ofrecía España un cuadro lastimoso de su impotencia al ver que a los siete años de hecha la revolución de Portugal y de otros tantos de guerra, nada se había podido recobrar, y la lucha no pasaba de correrías miserables, que solo producían la destrucción de las poblaciones y campiñas fronterizas de ambos pueblos.

En 1648 se quiso darle más impulso y hacerla con más vigor. Se aumentaron las fuerzas de aquella parte y se hicieron sacrificios de dinero. Pero el nombramiento del marqués de Leganés para mandar las armas no satisfizo, porque ni la reputación le abonaba lo bastante, ni la mala fortuna que en otras partes había tenido le recomendaba. Así fue que habiendo emprendido con once mil hombres el sitio de Olivenza, y habiendo tomado ya dos baluartes y aun penetrado en la ciudad, el gobernador don Juan de Meneses los volvió a arrojar de los baluartes, los obligó a retirarse y a abandonar la empresa, volviéndose el de Leganés a Badajoz. Disidencias que surgieron entre los generales portugueses, hicieron suspender por su parte las operaciones; y sin embargo no vemos que el de Leganés se aprovechara de aquellas discordias, ni hiciera nada de lo que la reputación de un general español y el honor de las armas castellanas exigían.

La devolución de las plazas y posesiones portuguesas de la India que los holandeses habían tomado durante la unión de Portugal con España, fue cuestión que no dirimida por las reclamaciones diplomáticas, produjo una especie de guerra marítima entre aquellas dos naciones. Los holandeses iban siendo arrojados de los puntos que ocupaban en el Brasil; toda la costa austral volvió a entrar bajo la dominación portuguesa, al mismo tiempo que en las Indias el virrey don Felipe de Mascareñas triunfaba también de las escuadras y de las tropas de la república.

Nombrado en 1649 por el gobierno de Madrid el duque de San Germán don Francisco de Tuttavilla general de la provincia de Extremadura, entró en Portugal a demoler todos los fuertes que los portugueses habían levantado cerca de Olivenza, y lo ejecutó sin tener apenas que combatir. Lo demás de la campaña se redujo, como antes, a entradas, saqueos y devastaciones, que no daban otro fruto que acabar de encender el odio entre los dos pueblos. Lo que sucedió al gobernador de Chaves, que cuando volvía del territorio español cargado de botín, fue despedazado por un destacamento de Castilla, era un acaecimiento casi ordinario, ya en españoles, ya en portugueses. El infante don Teodosio de Portugal, joven de diez y siete años, pero ardoroso y vivo, viendo los pocos progresos que por aquella parte hacía la guerra, se fue sin licencia de su padre a la provincia de Alentejo (1651) para animar con su presencia la tropa y ansioso de dar pruebas de valor personal. Pero llamado por su padre, y recibido con desabrimiento, el pundonoroso joven enfermó de disgusto y de allí a algún tiempo murió, sentido y llorado de la nación portuguesa.

Este príncipe había sido objeto de una conspiración tramada entre portugueses y españoles, que tenía por designio casarle con la infanta doña María Teresa de Castilla, única hija que había quedado al rey Felipe IV de la reina Isabel de Borbón, y como tal heredera de la corona. El plan no podía ser más magnífico, ni más conveniente a los intereses de los dos pueblos, porque siendo los dos príncipes los sucesores al trono de su respectiva nación, era la manera de unir otra vez ambas naciones bajo un mismo cetro, sin menoscabo de la dignidad de cada uno, que había sido en otro tiempo el pensamiento de los Reyes Católicos, y el único que sin turbulencias ni guerras pudiera, y esperamos que habrá de formar un día de dos vecinos pueblos y por tantos siglos hermanos un solo cuerpo de nación. Y si el proyecto merecía el título de horrible y de infame que le da uno de nuestros historiadores{1}, es porque parece que iba acompañado de el de quitar la vida al rey cuando estuviera de caza, pues no podía realizarse viviendo Felipe y dando lugar a que tuviera nueva sucesión si pasaba a segundas nupcias, como ya entonces se trataba, y se verificó después. Entraron en este plan don Carlos Padilla, maestre de campo que había sido en Cataluña, don Rodrigo de Silva, duque de Híjar, don Pedro de Silva, marqués de la Vega de la Sagra, Domingo Cabral, y otras personas de menos consideración. Descubriose todo por una carta del Padilla a su hermano don Juan, prendiose a todos, se les formó proceso, se dio tormento a algunos, y convencidos del hecho, don Pedro de Silva y don Carlos Padilla fueron degollados en la plaza mayor de Madrid (1648); Domingo Cabral murió en la cárcel, y el duque de Híjar, que era de los más culpados, fue condenado solamente a cárcel perpetua y a diez mil ducados de multa: los demás cómplices sufrieron otros menores castigos{2}. El rey don Juan IV de Portugal quedó receloso y resentido de su hijo, y por eso le trató con aquella aspereza cuando le hizo retirar del Alentejo.

A su vez y a los pocos años (1653) se formó contra el monarca portugués y en su reino mismo otra conjuración, encaminada nada menos que a entregar aquel reino a los españoles: era el principal autor de ella el obispo de Coimbra, uno de sus primeros ministros. También esta fue descubierta por uno de aquellos incidentes que hicieron dar al rey el nombre de afortunado. Los delincuentes sufrieron el último suplicio, y el prelado, sin duda por consideración a su dignidad, fue solo condenado, como el duque de Híjar, a prisión{3}.

La especie de inacción, parecida a vergonzante tregua, que en estos años se observaba de un lado y otro de la frontera de Portugal, hacía perder mucho al uno y al otro soberano en la estimación de sus pueblos. La corte de Madrid se disculpaba con que sujeta la Cataluña le sería fácil recobrar aquel reino; pero es lo cierto que se la veía aflojar alternativamente en una parte para atender a la otra. El portugués era ya reconvenido por los mismos príncipes de quienes solicitaba amistad y auxilio, y solo se notaba actividad en la lucha que traía con los holandeses en Ceylán y en el Brasil. Aun así, y a pesar de los heroicos esfuerzos del gobernador Coutiño, tuvo la desgracia de perder la isla de Ceylán (mayo, 1656), que pasó definitivamente al dominio de los holandeses.

En este estado y muy quebrantada ya la salud de don Juan IV de Braganza, fuéronle abandonando las fuerzas, y apoderándose de él un mal que le llevó al sepulcro a los cincuenta y tres años de su edad (6 de noviembre, 1656), y a los diez y seis de un reinado en lo general glorioso. Heredole su hijo mayor con el nombre de Alfonso VI, príncipe de solos trece años, de violento genio y aviesas costumbres, tanto como de escaso talento para el gobierno del estado. Pero la reina madre, que quedó nombrada regente del reino, sabía suplir con su prudencia la falta de cualidades del hijo, y los grandes experimentaron pronto que ante la firmeza y la grandeza de alma de la reina regente, que nuestros lectores no habrán olvidado que era española, se estrellaba el ímpetu de sus intrigas y de sus ambiciones.

Puede decirse que la verdadera guerra contra Portugal no se hizo con calor hasta el año siguiente a la muerte del rey; es decir, en la peor ocasión posible, después de haber dejado pasar diez y siete años, no ya en la inercia, que menos malo hubiera sido esto, sino en continuas aunque pequeñas escaramuzas y en asoladoras correrías, que no daban otro resultado que enconar más cada día los odios de los dos pueblos, acostumbrar a los portugueses al ejercicio de las armas, darles tiempo para organizar sus fuerzas, al pueblo para habituarse al gobierno del nuevo soberano, y al monarca para consolidar su trono. Y aun ahora la provocación vino de Portugal, haciendo la reina abrir la campaña con mucha arrogancia y con desprecio de las muchas fuerzas que a la sazón teníamos en la frontera. Entonces el gobernador de Extremadura duque de San Germán tuvo orden de tomar con vigor la ofensiva, y preparadas todas las cosas la comenzó por el sitio de Olivenza (abril, 1657), tantas veces ya en los años anteriores infructuosamente sitiada. Allá vio la reina de Portugal al conde de San Lorenzo, que salió de Elvas con diez mil infantes y dos mil caballos, y habiéndosele reunido otros dos mil juntó un ejército casi igual al de Castilla.

Aunque San Lorenzo tenía orden de la reina de no exponer el reino todo al trance de una batalla, llevado de su natural presuntuoso e intrépido, se dirigió como a atacar las líneas españolas; y mientras San Germán ordenaba su gente, prendiose fuego en las barracas y tiendas de los nuestros. Creyeron los portugueses que los castellanos habían quemado su campo para retirarse, y celebrándolo con inmoderada e imprudente alegría, corrieron a alcanzarlos en la retirada. Absortos se quedaron al encontrar el ejército formado en batalla, pero el de San Germán no supo aprovecharse de aquella turbación, y los dejó sentar los reales en posiciones cómodas. A su vez, el general portugués no hizo esfuerzo alguno por socorrer la plaza como lo esperaba el gobernador, y después de muchos consejos de guerra para determinar lo que había de hacer, resolvió atrincherar su campo frente al de los españoles. Así estuvieron sin moverse ni uno ni otro ejército, hasta que viendo el portugués lo difícil que era forzar nuestras líneas, levantó sigilosamente el campo (11 de mayo, 1657), sin que los españoles se apercibieran hasta que ya estuvieron a bastante distancia. Entonces el de San Germán intimó la rendición en términos fuertes al gobernador Saldaña, pero contestó con la misma entereza que estaba resuelto a perecer antes que rendirse.

Idea extraña fue la del conde de San Lorenzo de ir a atacar a Badajoz mientras el de San Germán sitiaba a Olivenza. Comenzó el ataque por el fuerte de San Cristóbal, y habiendo hallado por dos veces resistencia se determinó a dar el asalto. Los soldados dejaron a los portugueses poner las escalas y subirlas, y luego los arrojaron al foso, quedando éste cubierto de muertos. Atónito y confuso el de San Lorenzo, al ver el resultado de su impremeditada y mal concebida empresa, todo era celebrar consejos de guerra y consultar a la corte, hasta que al fin se decidió a repasar el Guadiana y volverse a animar al gobernador de Olivenza, que falto de municiones se hallaba en peligro de tener que rendirse. Noticiosa la reina de la situación apurada de la plaza, a fin de distraer a los españoles envió a Alfonso Hurtado con cuatro regimientos y seis escuadrones a atacar a Valencia de Alcántara; mas como esta empresa tuviese el mismo resultado que la de Badajoz, se trató de socorrer a Olivenza a toda costa, precisamente cuando el gobernador, desprovisto ya de todo recurso, había pedido capitulación. Trasmitidas las condiciones a la reina, se negó a aprobarlas, y ordenó a Saldaña que no las firmase. En su vista convocó éste a todos los oficiales, magistrados y vecinos principales de la ciudad. Los militares estaban prontos a obedecer la orden de la reina, mas los habitantes expusieron que no querían sufrir los horrores de un asalto. En su consecuencia se entregó la ciudad a los españoles (30 de mayo, 1657), saliendo la guarnición con los honores de la guerra, y emigrando casi todos los habitantes a otros pueblos por no vivir sujetos a los españoles{4}.

Gran consternación causó en Lisboa la pérdida de Olivenza. Con justicia recompensó la reina la lealtad de los habitantes, pero no fue tan justa con el gobernador Saldaña y los oficiales, a quienes encerró en el castillo de Villaviciosa, haciendo trasladar después al primero a Lisboa, y de allí a las Indias por toda su vida. Que si ellos no habían quizá defendido la plaza como pudieran, más flojo había andado en no socorrerla, y más culpable era que todos el general conde de San Lorenzo, a quien sin embargo no quiso que se atribuyera aquella desgracia. El general español, reparadas las fortificaciones, se volvió a Badajoz, a meditar nuevas empresas.

En efecto, no tardó en ponerse en marcha y en embestir el castillo de Mourao (13 de junio, 1657), viejo castillo, pero bien guarnecido, y en que se hallaba un gobernador experto y valeroso, cual era Juan Ferreira de Acuña. También quiso acudir allá el de San Lorenzo, pero impidiole la caballería española el paso del Guadiana, y en tanto que él hacía un rodeo, al segundo asalto que los castellanos dieron a la fortaleza, rindiola Acuña bajo condiciones honrosas para él. Con esto el duque de San Germán se volvió a Badajoz, donde distribuyó su tropa en cuarteles sin emprender otra expedición en tanto que no mitigaran los calores del estío, fuertes y abrasadores en aquella parte de España. El de San Lorenzo intentaba recobrar a Mourao, y así se lo escribió y propuso a la reina, pero la llegada a Lisboa de don Juan Méndez de Vasconcellos, hábil y valeroso capitán, y a quien el pueblo miraba como el único capaz de reparar las pérdidas y descalabros que acababa de sufrir el reino, produjo cierta mudanza en el espíritu de la corte, y aún en el ánimo de la reina. Leída la carta del de San Lorenzo, hubo sobre ella y sobre su plan diferentes pareceres, ninguno favorable a aquel general ni a su idea, y algunos apuntaron que debía confiarse el mando de las tropas a Vasconcellos, proposición que rehusó el ilustre portugués con noble hidalguía, diciendo que él solamente iría como voluntario a servir bajo las órdenes de San Lorenzo.

Mientras esto se discutía; la reina con gran talento y suma habilidad llamó al conde de San Lorenzo y a don Manuel de Melo, y les dijo que para reparar las pérdidas y tranquilizar la inquietud de sus súbditos había resuelto que el rey se pusiera en persona al frente del ejército, dándole por tenientes a Vasconcellos y a Alburquerque. De esta manera y con una delicadeza a que San Lorenzo no podía decorosamente resistir, ni manifestarse de ella sentido, pasó en realidad el gobierno de las armas portuguesas a manos de Vasconcellos, como el pueblo deseaba. El nuevo jefe, después de destinar a Sancho Manuel a proteger con cinco regimientos de infantería el país comprendido entre Moura y Estremoz, resolvió la recuperación de Mourao, que los nuestros habían fortificado de nuevo. Al efecto salió de Elvas (fines de octubre, 1657), con más de diez mil hombres, cuando nuestro ejército se hallaba menguado por haber sido destinada una parte de él a Cataluña, que era el mal de nuestra situación, tener dos guerras abiertas dentro de la península. Así fue que al cuarto día de embestida la plaza, se rindió por capitulación (30 de octubre), pasando la guarnición a Olivenza. Las lluvias de la estación hicieron suspender a todos las hostilidades, y Vasconcellos se retiró a Lisboa a preparar el plan de la siguiente campaña{5}.

Era la reina, doña Luisa de Guzmán, de genio ardiente y vivo, y para volver por la honra de la nación y de las armas portuguesas que creía mancillada con la pérdida de Olivenza, mandó a Vasconcellos que tomara con todo vigor la ofensiva contra los castellanos. Ofreciole Vasconcellos apoderarse de Badajoz, pensamiento que fue aprobado por todo el consejo de guerra, a excepción del conde de Sabugal que opinaba no tener el reino fuerzas suficientes para tamaña empresa, y aconsejaba otra en su opinión más realizable y más útil, pero prevaleció el dictamen de Vasconcellos, y se preparó todo con gran secreto, mas no tanto que no sospechase el conde de San Germán el verdadero objeto de los preparativos. Surtió de víveres la plaza, y lo comunicó a la corte. Pareciole al ministro don Luis de Haro tan increíble que le contestó como burlándose: «Estad tranquilo por esta parte, que no están los portugueses para pensar en poner sitio a Badajoz, y procurad serviros de espías más fieles.» Verdad es que los mismos portugueses lo miraron como una temeridad, y así se lo expusieron a la reina los oficiales del ejército por conducto de don Luis de Meneses; pero amiga la reina de resoluciones atrevidas y difíciles, desestimó toda reflexión, y mandó llevar adelante el proyecto.

Partió pues de la plaza de Elvas el ejército, compuesto de diez y siete mil hombres, veinte cañones y dos morteros (12 de junio, 1658). El entusiasmo de los portugueses por su reina los hacía ir alegres, y muchos hidalgos y señores principales se agregaron voluntariamente a sus filas. El 13 de junio se acercó la caballería hasta dar vista a Badajoz; salió la de Castilla, formó en batalla, se observaron algún tiempo, y un incidente hizo que se empeñara un vivo combate, retirándose después unos y otros. La guarnición de Badajoz constaba de cuatro mil infantes y mil caballos. Además del duque de San Germán, se encontraban allí don Pedro Téllez de Girón, duque de Osuna, que mandaba la caballería; don Gaspar de la Cueva, hermano del duque de Alburquerque, general de la artillería; era maestre de campo general don Diego Caballero de Illescas, y gobernaba la plaza el marqués de Lanzarote, don Diego Paniagua y Zúñiga. Comenzaron los portugueses por atacar el fuerte de San Cristóbal, como en el año anterior, y a los pocos días resolvieron dar el asalto, que el marqués de Lanzarote rechazó con brío, tanto, que acobardado Vasconcellos no quiso renovar el asalto del fuerte, y prefirió atacar la ciudad.

Supo Vasconcellos que en la corte se censuraba su conducta y se trataba de su reemplazo si no daba un resultado pronto. Apresurose entonces a proponer a la reina el ataque de la plaza por la parte de Castilla pasando el Guadiana; la reina le respondió que lo ejecutase sin dilación, y en su virtud pasó el portugués el río (15 de julio), plantó una batería en el monte de Viento, y repartió a los regimientos las escalas para el asalto del fuerte San Miguel, que después de una vigorosa resistencia tuvo que capitular, bien que con mucha pérdida de los portugueses. Tomado el San Miguel, acercáronse estos al cuerpo principal de la plaza y levantaron una segunda línea de circunvalación. Los de la plaza hacían salidas desesperadas, en las cuales se batían portugueses y castellanos con la rabia que pudieran hacerlo los más implacables enemigos.

Cuando se supo en Madrid el aprieto en que Badajoz se hallaba, levantose un clamor general producido por la indignación y la vergüenza, y todo el mundo pedía armas para ir contra Portugal y llevarlo todo a sangre y fuego. El rey y los consejos, no pudiendo concebir que los portugueses solos tuviesen tanta osadía, creían ver en ello la mano oculta de la Francia y de la Inglaterra. El monarca estaba abatido, los ministros inquietos y sin recursos. A propuesta de estos se celebró un gran consejo para ver el medio de libertar a Badajoz, porque tomada esta plaza les quedaba a los portugueses abierto el camino hasta el centro de Castilla. El duque de Medina de las Torres propuso que fuera el rey en persona y llevara consigo toda la nobleza, que de seguro tomaría las armas con entusiasmo para salvar la patria. Pero opúsose a este pensamiento salvador el favorito don Luis de Haro, temeroso de que le aconteciera lo que al conde-duque de Olivares cuando la jornada del rey a Cataluña; que las circunstancias eran muy parecidas, porque a éste le aborrecía ya la reina doña Mariana de Austria, como aborrecía a aquél la reina doña Isabel de Borbón, y era peligroso para él que la reina quedara ahora, como quedó entonces, gobernando el reino. Temía también poco menos, si no tanto, ir él a ponerse al frente del ejército, ya porque no entendía en materias de guerra ni servía para ello, ya principalmente porque recelaba que algún otro cortesano se prevaliera de su ausencia para suplantarle en la confianza y en el favor del rey. Pero en la alternativa en que se le puso de haber de ir uno de los dos, prefirió hacer de la necesidad virtud, y aparentando obrar por celo patriótico, representó a Felipe que no era justo ni prudente que su sagrada persona se expusiera a las fatigas y riesgos de la guerra, y que así estaba dispuesto a ponerse él mismo al frente del ejército, porque no había sacrificio costoso para un súbdito cuando se trataba del servicio de su rey. Oyó Felipe con agrado las palabras del artificioso ministro, y le contestó tiernamente: «Anda, pues, y no temas, que yo cuidaré de tu fortuna, y puedes ir seguro de que nadie ocupará en mi corazón el lugar que ocupas tú.{6}»

Juntó pues el de Haro apresuradamente hasta ocho mil hombres de infantería y cuatro mil caballos, pero gente casi toda allegadiza, sin disciplina ni instrucción, y con ella partió para Mérida, donde el duque de San Germán había de concurrir con toda la caballería, como lo ejecutó, aunque perdiendo mucha gente de fatiga y de enfermedades por el excesivo calor de aquel país y aquella estación. Los portugueses dieron dos ataques a la plaza, y en ambos salieron escarmentados. El ejército sitiador había padecido ya y seguía padeciendo mucho: las enfermedades y los combates le tenían mermado en una tercera parte; los oficiales renegaban de tan largo sitio y murmuraban altamente de Vasconcellos; éste menospreciaba sus clamores, y fatigaba con continuos e inútiles ejercicios las tropas para entretenerlas: el disgusto ocasionó discordias entre los generales, y por último el que acababa de ser nombrado por la reina para el mando de la artillería, Jacobo Magallanes, hizo presente a Vasconcellos con enérgicas razones los inconvenientes, las consecuencias y los males de prolongar un sitio que el cansancio de las tropas, el contagio de la peste y las defunciones de tantos buenos oficiales hacían fuera mirado por todos como una funesta temeridad. Reunió Vasconcellos el consejo de generales, y hallando en él un espíritu contrario a su pensamiento. «La reina, dijo, me ha permitido poner este sitio para no levantarle, y yo no puedo hacerlo sin exponerme a perder la cabeza.– Pues exponedla por la salud de la patria, le respondió don Luis de Meneses.– La sacrificaré, repuso Vasconcellos, para que la fortuna se avergüence de la traición que hace a mi valor.» Y mandó levantar el campo, y repasó el ejército el Guadiana, y se retiró con mucho orden y tranquilidad a Elvas, desde donde se distribuyeron las tropas, que apenas llegaban ya a once mil hombres, por las plazas vecinas{7}.

Don Luis de Haro no supo aquella retirada hasta que ya estaba el ejército portugués en seguridad. Entonces aceleró su marcha, y entró con mucha jactancia en Badajoz, donde no faltaron aduladores que le saludaran con el título de Libertador, y que le llamaran el restaurador de la monarquía española. Acaso él lo creyó, y se atribuyó un triunfo que fue obra de la buena defensa de la plaza, y de los padecimientos de los sitiadores.

Alentado con esto el ministro de Felipe IV se atrevió a penetrar a su vez en Portugal y a poner sitio a la plaza de Elvas, contra el dictamen del duque de San Germán. Pasó pues el de Haro la frontera con catorce mil infantes y cinco mil caballos, y se apoderó de algunos castillos de las inmediaciones de la ciudad. Cuando Vasconcellos preparaba los medios de defensa, fue sorprendido con una orden de la corte de Lisboa relevándole del mando del ejército por haber levantado el sitio de Badajoz sin consentimiento de la reina. Esta vez doña Luisa de Guzmán se dejó arrebatar de su viveza, e hizo injustamente víctima de su disgusto a Vasconcellos haciéndole prender y formar causa por una determinación a que precisamente él solo se había opuesto. En su lugar fue nombrado Andrés de Alburquerque, hombre también de probado valor y conocimientos en el arte de la guerra. Alburquerque salió de la plaza, llevando de ella todos los enfermos, heridos y gente inútil, y dejando por gobernador a Sancho Manuel, pasó por entre mil peligros a Estremoz para ver de organizar el ejército que hubiera de socorrerla. Pero competencias suscitadas entre el general y las autoridades de la provincia obligaron a la reina a conferir el mando superior al conde de Castañeda, el cual encomendó a Alburquerque la ejecución del proyecto de atacar las líneas de los españoles. Pero Alburquerque, no pudiendo reunir sino escasos tres mil hombres en miserable estado, lo expuso así a su gobierno, cuyo primer pensamiento fue que la reina misma marchase al teatro de la guerra para alentar a los portugueses. Desistiose luego de ello por altas consideraciones, y en su lugar se dieron órdenes para que todas las tropas de las demás provincias pasasen a Estremoz.

De este modo pudo el de Castañeda ir reuniendo con trabajo hasta diez mil quinientos hombres, con los cuales se puso en movimiento desde Estremoz (11 de enero, 1659). Entretanto el ejército castellano se había atrincherado a su gusto delante de Elvas. El gobernador de la plaza Sancho Manuel, y toda la guarnición, compuesta solo de unos mil hombres, se defendían maravillosamente, y habían prometido y pensado sepultarse bajo sus ruinas antes que rendirse a los castellanos. No esperaban estos verse atacados por los portugueses, y cuando los vieron venir se discutió sobre si se habría de salir de las líneas a darles la batalla, o convendría más esperarlos en el campo atrincherado. Este último partido fue el que se adoptó. Al amanecer del 14 de enero formaron los portugueses en batalla, y el conde de Castañeda les arengó diciendo: «Soldados, yo he tomado el mando que me ha confiado nuestra reina, para sacrificarme por la patria en una edad en que debería ya descansar. Sirvámosla, pues, y salvemos a Elvas del furor de los castellanos, o perezcamos hoy combatiendo generosamente. Me prometo la victoria, porque os veo a todos ansiosos de venir a las manos con ellos. Ya sé que el número no os acobarda, porque muchas veces los habéis vencido siendo más que vosotros. Su general no tiene conocimiento del arte de la guerra. Criado en la corte y acostumbrado a una vida deliciosa, apenas llegue a sus oídos el estruendo de nuestras armas, huirá vergonzosamente y hará perder el ánimo a sus soldados. Los habitantes de Elvas os colmarán de alabanzas, todo el reino os aplaudirá, y el mundo verá que los portugueses son invencibles cuando pelean por la gloria y por la salud de la patria.»

Y se cumplió lo que parecía arrogancia portuguesa. Luego que se vio venir el ejército lusitano formado en batalla, nuestros generales montaron a caballo y los regimientos se distribuyeron en sus puestos, pero no sin confusión y espanto, y don Luis de Haro más aturdido que nadie, se retiró al fuerte de Gracia, desde el cual podía ver el combate sin riesgo de su persona. El duque de San Germán, el de Osuna, el maestre de campo Moxica y otros dignos generales cumplieron bien su deber y se batieron con arrojo. Pero estaba todo tan mal dispuesto, que ocupando el grueso de la infantería el costado izquierdo, en el derecho que fue el que acometieron los portugueses apenas hallaron éstos resistencia, y cogiendo luego a los castellanos entre dos fuegos, diezmaron y desordenaron nuestras filas. El ministro don Luis de Haro, el general criado en las delicias de la corte, como había dicho el conde de Castañeda, al ver aquella confusión montó a caballo, y huyendo ignominiosamente no paró hasta Badajoz, abandonando hasta los papeles del ministerio. El duque de San Germán fue herido de un mosquetazo en la cabeza defendiendo su puesto, del cual hubo que retirarle. En cambio el portugués Andrés de Alburquerque cayó muerto del caballo, y su cadáver fue llevado a Elvas. El duque de Osuna y Moxica sostuvieron por más de siete horas la pelea. Al fin los portugueses vencieron en todos los puntos. El ejército castellano se retiró por la noche a Badajoz, dejando la artillería, tiendas y bagajes. Al amanecer los persiguió con la caballería el gobernador Sancho Manuel, haciendo no pocos prisioneros. Entre estos y los muertos y heridos perdimos en esta desgraciada batalla más de cuatro mil hombres{8}.

Mientras el conde de Castañeda hacía su entrada triunfante en Elvas, y asistía al solemne Te-Deum que en la iglesia mayor se cantaba en acción de gracias al Todopoderoso por la señalada victoria que había concedido a los portugueses, don Luis de Haro escribía al rey desde Badajoz diciéndole simplemente que se había visto en la precisión de retirarse. Las cartas de los oficiales descubrieron a la corte toda la verdad de tan funesto contratiempo, y no faltaron cortesanos que intentaran con esta ocasión hacer perder al favorito la gracia del rey. Pero Felipe con admirable longanimidad ordenó al de Haro que viniese a la corte, le recibió con benevolencia, le consoló de la desgracia, y continuó dispensándole como antes su favor y su afecto.

Con alguna más fortuna se había hecho la guerra de Portugal por la frontera de Galicia. Allí el marqués de Viana que mandaba un pequeño ejército, que apenas llegaría a cinco mil hombres, había pasado el Miño entrando en territorio portugués, y levantó fuertes y estableció cuarteles en la provincia de Entre-Duero y Miño. Por dos veces le acometió el conde de Castel Melhor con fuerzas no superiores a las de Viana, y en la última refriega llevaron lo peor los portugueses (setiembre, 1658), teniendo que retirarse a las montañas de Coura y fortificar sus avenidas. El fuerte de Lampella vino a poder del general español, que animado con estos sucesos puso sitio a la plaza de Mourao, sobre el Miño. El gobernador vizconde de Villanova la defendió tan bravamente, que costó a los españoles combatir muchos días para poder rendirla.

A la rendición de Mourao siguió la de Salvatierra. Esta plaza y el fuerte de Portella fueron las últimas conquistas que hizo por entonces el marqués de Viana. En Beyra y Tras-os-Montes se redujo la campaña por una y otra parte a incursiones recíprocas y a combates parciales, reñidos sí, pero sin accidentes de importancia ni resultados que puedan ni merezcan mencionarse en la historia. Las cosas se hallaban respecto a Portugal en 1659 en peor estado que diez y nueve años antes cuando se hizo la revolución. Esto no impidió para que en Madrid se hiciera el alarde ridículo de restablecer el Consejo de Portugal, como si todavía estuviéramos dominando aquel reino.




{1} El señor Sabau y Blanco, en sus Tablas cronológicas, reinado de Felipe IV.

{2} Passarello: Bellum Lusitanum, lib. V.– Laclede: Historia general de Portugal.–  Faria y Sousa: Epítome de Historias portuguesas, part. IV.

{3} Passarello: Bell, Lusitan, lib. V.– Laclede: Historia general de Portugal, tom. VIII.– Vivanco: Historia de Felipe IV, MS.

{4} Pasarello: Bell. Lusitan. lib. VI.

{5} Laclede: Hist. general de Portugal, tom. IX.

{6} Relación de los sucesos de la corte en estos años: MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia.

{7} Laclede: Historia general de Portugal, tom. IX.

{8} Laclede: Hist. gen. de Portugal.– Faria y Sousa: Epítome de Hist. portug.– Soto y Aguilar: Epítome de los sucesos, &c.