Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro IV Reinado de Felipe IV

Capítulo XVIII
Causas de la decadencia en este reinado
Estado de la moral, de la hacienda, de las letras y las artes

Por qué se perdieron tantos territorios.– Empeño y afán de engrandecer la casa de Austria.– Paralelo entre los elementos y la política de Carlos V y Felipe II, y la de los Felipes III y IV.– Lo que produjo las rebeliones de Cataluña, Portugal y Nápoles.– Causas de haberse perdido muchas plazas y muchas batallas.– Cambio en el crédito de las armas de infantería y caballería.– Ejércitos sin pagas.– En qué se invertían las rentas públicas.– Distracciones y disipaciones del rey y de los cortesanos.– Ruina del comercio.– Absurdas medidas de administración.– Lo que se malgastaba en fiestas, espectáculos y regocijos públicos.– Ejemplo fatal del rey.– Desmedida afición de Felipe a las comedias.– Cómo contribuyó a la prosperidad del arte dramático.– Llega el teatro español a su mayor elevación en este reinado.– Autores y actores célebres.– Brillante estado de la literatura.– Causas de su corrupción y decadencia.– Góngora: el culteranismo.– Estado floreciente de la pintura.– Obras y artistas famosos.– Decaimiento de la pintura.– Ídem de la música.– Decadencia casi simultánea de las armas, de las letras y de las artes.
 

Las incesantes guerras que dentro y fuera de la península, sin darse vagar ni reposo, había estado sosteniendo España durante todo el largo reinado del cuarto Felipe, y de que hemos tenido necesidad de dar cuenta, aunque con el cansancio y el disgusto que produce la narración en general fatigosa de las vicisitudes y los lances, no pocas veces monótonos de las largas luchas, no nos han dejado lugar ni espacio para detenernos a considerar la fisonomía que en lo interior presentaba el reino, y la situación material y moral en que le tenían los ministros de Felipe, principalmente desde la caída del conde-duque de Olivares, que es el punto en que dejamos nuestra anterior reseña.

Que si al principio pareció que con la caída de aquel célebre valido la monarquía iba a reponerse de tantas calamidades, el trono a recobrar la dignidad perdida, las necesidades públicas a aliviarse, a mejorar la moral, a salir de ahogos la hacienda y a recuperar sus fueros la justicia, los sucesos acreditaron que si bien el valimiento del rey pasó a otro hombre ni tan altivo ni tan odioso al pueblo como el de Olivares, las riendas del gobierno cayeron en manos no menos desgraciadas que las del primer privado. Que la enmienda del monarca y su aplicación a los negocios fue pasajera y efímera, y que volvió pronto a su antigua indolencia y a su interior disipación. Que la justicia, la moral y la hacienda ganaron poco, si por fortuna algo, y que los infortunios no disminuyeron nada.

A la pérdida material de territorios, que fue inmensa, y no menor durante la administración de el de Haro que en el tiempo que gobernó el de Olivares, contribuyeron muchas causas. Algunas fueron exclusivas de este reinado, otras venían de atrás. El empeño de engrandecer la casa de Austria a costa de España, de dominar en apartadas regiones que no habían de poder conservarse, de sacrificar la riqueza, la sustancia, la población y el bienestar de Castilla al mantenimiento de dominios insostenibles, de ayudar al imperio con lo que o no teníamos o necesitábamos bien, y no alcanzaba para nosotros, de estar en lucha eterna con todo el mundo antes que aceptar honrosas y provechosas transacciones, afán era éste que venía heredado de los primeros soberanos españoles de la casa de Habsburgo. Con la diferencia que los primeros, fuertes ellos y robusta la monarquía, si no lo hicieron con fortuna, lo intentaron con gloria, y si no fueron bastante políticos, tampoco podía decirse que fuesen ilusos del todo. Los segundos, débiles y flacos, quebrantada ya por los anteriores esfuerzos la monarquía, ellos sin el talento y la actividad de sus padres, la nación sin la robustez de otros tiempos, ellos entregados a orgullosos e ineptos favoritos, el país desangrado y agobiado, intentaron lo mismo que sus mayores, y esto era una temeridad y un imposible. Porque temeridad, insensatez y locura era imaginar que lo que Carlos V con su infatigable actividad y su brillante espada, y Felipe II con su gran cabeza y su astuta política no pudieron lograr, lo alcanzaran Felipe III fundando conventos y cofradías, y Felipe IV asistiendo a comedias y galanteando a comediantas.

Si los predecesores de Felipe IV habían tratado con poca política a los reinos y estados anexos a la corona de Castilla, y con la opresión y los disgustos que les dieron los prepararon a tentativas de rebelión, las tiranías y las ofensas y las indiscreciones de los ministros de Felipe acabaron de provocar las insurrecciones que trajeron tras sí la pérdida de provincias y reinos enteros, y el peligro de perder otros y de venir a su ruina la monarquía entera. Sin los agravios que se hicieron a los catalanes, Cataluña no se habría levantado, y sin el alzamiento y la guerra de Cataluña ni se habría perdido el Rosellón, ni se hubiera insurreccionado el Portugal, o por lo menos no hubiera logrado su emancipación de Castilla. Sin los excesos y los desmanes de los virreyes no se habrían sublevado Sicilia y Nápoles, y por atender a apagar la sublevación de Nápoles se desguarnecían los Países Bajos, o se abandonaba Portugal, o se descuidaba Cataluña.

Y era que los virreyes, hechuras y favoritos de los privados, imitadores de su inmoralidad, émulos de su opulencia, ansiosos de rápido enriquecimiento, y compartiendo muchas veces virreyes y validos el fruto de sus cohechos, de sus exacciones y de las sórdidas granjerías de sus cargos, a trueque de acrecer sus fortunas y la del ministro que los sostenía vejaban y esquilmaban sin consideración los países sujetos a su mando. De aquí la desesperación de los oprimidos y las rebeliones de los desesperados, que limitadas en un principio a arranques de ira y de furor contra los virreyes con protestas de sumisión al monarca, degeneraban después, en unas partes, como en Nápoles, en proclamación de república, en otras, como en Cataluña, en la resolución de someterse al yugo de un rey extranjero, y en otras, como en Portugal, en el sacudimiento de toda dependencia de Castilla y en la completa emancipación en que en otro tiempo estuvo aquel reino de esta corona.

Habíase extendido la corrupción, cosa lamentable pero nada extraña, de los validos, cortesanos y virreyes, a los generales que mandaban los ejércitos. Y sobre haberse ido acabando, no la raza, sino la escuela y la maestría de aquellos insignes y preclaros capitanes que en los tiempos de los Reyes Católicos, de Carlos V y de Felipe II levantaron tan alto en el mundo el renombre de las armas españolas, bien que quedaran todavía algunos honrosos restos de aquella antigua falange de famosos guerreros, ya los más no iban como entonces al frente de las banderas de la patria por dar gloria a su nación y ganar honra personal, sino por gozar de los sueldos y hacer fortuna. Ni como entonces eran nombrados los más dignos, los más valerosos y capaces, sino los más amigos y más allegados del ministro, o los más vanidosos y los más aduladores del rey. Hombres eran algunos que llevaban su codicia hasta el punto de hacer figurar en las revistas doble número de soldados de los que hacían el verdadero y efectivo contingente de las guarniciones o de los ejércitos, para especular con los sueldos y las provisiones de los que se suponían y faltaban. De aquí el malograrse combates y perderse plazas con gran sorpresa de la corte y del gobierno, que por los partes de los generales creían contar con mucho mayor número de combatientes o de defensores. Imitado este funesto ejemplo por los gobernadores de fortalezas, capitanes de compañías y otros subalternos, a veces buscaban gente perdida para hacerla figurar como soldados en las revistas, a veces vendían hasta los víveres y las municiones que el gobierno a costa de sacrificios les suministraba. Con estos elementos, ¿cómo habían de ganarse batallas, y cómo no habían de perderse plazas y territorios?

Así cayó el nombre y la reputación tan justamente adquirida de aquella infantería española que había asombrado al mundo, porque no reconocía igual en táctica y en valor en los ejércitos de las naciones. Y por cierto que se vio en este reinado el fenómeno singular de crecer el crédito de la caballería española al paso que perdía el suyo la infantería, porque se observó que a aquella arma se debían las ventajas y triunfos que se alcanzaron todavía en muchos combates, siendo consuelo para España que nunca faltaran guerreros que recordaran y simbolizaran la fama de intrepidez y de brío en las lides que habían alcanzado en todas épocas sus hijos. Por este conjunto de causas se vio también con dolor en los últimos años de Felipe reducido el ejército de la península a escasos veinte mil soldados, sin instrucción ni disciplina, como reclutados muchos de ellos de entre gente forajida, y de entre los matones y espadachines que tanto abundaban entonces en la corte, como que de esos, que los había de todas clases y esferas, se solían escoger también hasta los jefes.

Dijimos antes, que se había casi acabado, no la raza, sino la escuela de los insignes capitanes de otro tiempo. Y era así, que la raza y la estirpe de aquellas ilustres familias seguía ocupando los primeros puestos militares, porque en ellos estaban los Guzmanes, los Córdobas, los Toledos, los Zúñigas, los Haros, los Ponces de León y los Benavides de España, y hasta los Dorias, los Colonnas y los Farnesios de Italia. ¡Pero cuán diferentes ya de los de otros tiempos! Hasta la coincidencia de haber habido en este reinado un duque de Alba, un Alejandro Farnesio y un don Juan de Austria, hijo bastardo de rey, como en el de Felipe II, parecía haber venido para convertir un reinado en parodia del otro. Hemos visto con gusto a algún escritor moderno notar ya esta coincidencia extraña. Muchos de ellos hubieran tal vez sostenido la gloria de sus antepasados, con un monarca y unos ministros que los hubieran empujado por el camino de ella como a sus progenitores.

El tener sin pagar los ejércitos, causa y ocasión de tantas desdichas y desórdenes, era ya un mal añejo, de otros tanto como de este reinado. Pero en éste tenía que hacerse sentir más la imposibilidad de atender a su mantenimiento; porque, sobre alcanzarle las consecuencias de los ahogos en que habían dejado las rentas públicas las malas administraciones de los Felipes II y III, se agregaba la perversa inversión que los ministros de Felipe IV daban a los tributos con que gravaban los pueblos. Siquiera en el siglo anterior, ya que el numerario del reino y las flotas de Indias fueran a consumirse y derramarse en apartadas tierras que pugnábamos por conservar, al menos no servían como ahora para hacer opulentas fortunas a orgullosos favoritos, para acrecentar el lujo de viciosos cortesanos, y para fomentar las distracciones de un monarca disipado y licencioso. Las remesas de Indias, o no llegaban, o llegaban ahora más tarde y con más dificultad, y pocas veces sin contratiempo y menoscabo, porque cuanto éramos más débiles, eran más activamente perseguidas nuestras naves y galeones por los de las naciones enemigas, las más temibles precisamente y más poderosas en los mares, como Portugal, Holanda e Inglaterra. Hasta los Filibusteros, o Hermanos de la Costa, se atrevían a luchar con nuestros bajeles y nos los apresaban, y los que libraban de ellos solían caer en manos de los piratas argelinos. Tan frecuentes eran nuestras pérdidas navales, que casi no extrañamos que un presidente del Consejo de Hacienda, el conde de Castrillo, llegara a proponer que no tuviéramos armada.

Por lo menos la marina mercante llegó a hacerla inútil Felipe IV, porque siguiendo su sistema de prohibir todo comercio de importación y exportación con las naciones enemigas y con los países rebeldes, a la incomunicación mercantil en que ya había puesto a España con Francia, Inglaterra, las Provincias Unidas de Flandes y los principados protestantes de Alemania, añadió en el segundo período de su reinado la prohibición de todo comercio con Portugal{1}, con lo cual acabó de aislar mercantilmente la nación con casi toda Europa.

De aquí el contrabando que se desarrolló, y que fueron incapaces a atajar cuantas medidas se dictaron para reprimirle, porque le alimentaba el cebo de una ganancia segura, y puede decirse que le sostenían las necesidades de los pueblos{2}.

Faltando esta fuente de riqueza, faltando la industria, que es su hermana, que se alimenta del comercio y no puede vivir sin él, y que necesita de brazos que no tenía, porque se ocupaban todos en las guerras, y faltando por otra parte la corriente de metal de nuestras posesiones transatlánticas, la escasez de metálico y los apuros tenían que ser mayores cada día, así para la manutención de los ejércitos como para todas las demás necesidades del Estado.

¿Qué hacían los ministros de Felipe el Grande, y qué arbitraban para remediar, o al menos para aliviar la lastimosa situación de la hacienda y subvenir a las necesarias atenciones? El vulgar recurso de los servicios ordinarios y extraordinarios era casi nulo, porque se exigían a pueblos ya desangrados y esquilmados. Vimos ya cuán generosas y cuán mezquinas anduvieron las cortes de Castilla de 1632 y 1636 para otorgar al rey los subsidios que demandaba: generosas, porque concedían tanto y más de lo que permitía la penuria de los pueblos; mezquinas por necesidad, pues que dado que su voluntad fuera grande, la posibilidad y los medios eran harto pequeños. Y fuéronlo después más todavía, porque Castilla, que siempre había sido la más sobrecargada de tributos, quedó casi sola para atender a la defensa de todo el reino, tanto más costosa cuantas eran más las guerras y menos las provincias que o por perdidas o por sublevadas contribuían a los gastos públicos, y antes bien los ocasionaban y acrecían{3}. Las alzas y bajas del valor de la moneda, a que acudieron los ministros de Felipe, así en los últimos como en los primeros años, no produjeron, como siempre, sino desorden, confusión, disgusto, contrabando, falsificación de metales, carestía de artículos y pobreza. Diéronse órdenes y disposiciones para utilizar el oro y la plata de los templos, y la medida produjo mucho escándalo y alboroto, y ningún resultado de utilidad. Los empréstitos pedidos a particulares sirvieron para salir de ahogos en más de una ocasión dada y de una necesidad urgente. El generoso y patriótico desprendimiento de la reina doña Isabel de Borbón fue un buen estímulo para que no pocos grandes y prelados ofrecieran en aras de la patria una buena parte de sus fortunas: que aún no se habían extinguido en los corazones españoles estas centellas de sus antiguas virtudes patrias.

Verdad es, que de muchos de ellos podía decirse lo que un epigrama de todos conocido atribuye a cierto bienhechor, que erigió un hospital para aquellos a quienes él mismo había hecho pobres. Muchos, es cierto, habían fabricado a costa de los pueblos aquellas opulentas fortunas, aquellas pingües rentas de que después sacrificaban una parte a las necesidades públicas; pero también es verdad, que sin las compañías y regimientos que a su costa levantaron algunos prelados, grandes, consejeros, ricos-hombres e hidalgos, habría sido mayor y más rápida la ruina de España, tal vez no se hubiera dado tiempo a Cataluña para reflexionar, y para volver a la obediencia de su legítimo soberano, y de seguro la guerra de Portugal, aunque desastrosa, no habría podido sostenerse, más o menos viva, tan largo número de años.

Censúrase, no sin razón, que para arbitrar recursos apelaran también los ministros de Felipe al poco decoroso medio de vender a precio de pequeños servicios las ejecutorias de hidalguía, de sacar a pública subasta los hábitos de las órdenes militares, y de prodigar títulos de grandeza, dándolos muchas veces a personas de muy humilde nacimiento y de servicios y prendas, no muy relevantes. No negaremos esto, porque hemos visto la multitud de mercedes de grandeza de España, y de títulos de Castilla otorgados por Felipe en su largo reinado{4}. Pero hemos de ser imparciales y justos. Este abuso ni era nuevo ni fue el mayor en su tiempo. Si en la concesión de títulos excedió Felipe IV a sus antecesores y con ello desnaturalizó la antigua nobleza, en la venta, no solo de hábitos y de hidalguías, sino de cargos de honor y de oficios de república, había dado el más fatal ejemplo Felipe II, y llevado el abuso tan allá como era posible llevarle. Y en esto como en muchos de los males y errores que lamentamos, Felipe IV no hizo sino marchar por la pendiente en que sus predecesores habían puesto la nación, y en el siglo XVII se descubrían y desarrollaban muchos de los desórdenes y mucho del desconcierto que desde el XVI venían germinando en la organización y en la administración de España.

Lo que no puede disimularse, ni al rey Felipe IV, ni menos a los favoritos y ministros que le conducían e impulsaban por el mal sendero, es que en tanto que los pueblos lloraban miserias y padecían hambre, y los soldados peleaban andrajosos y medio desnudos, y de la corona de Castilla se desprendían y perdían sus más preciosas joyas, ellos disiparan la poca sustancia que quedaba al pueblo en juegos, espectáculos y festines, que siempre se celebraban con lujoso aparato, brillantes galas y ostentosa magnificencia, y esto cuando no la consumían en personales y misteriosas aventuras, o en silenciosos galanteos. En otro capítulo apuntamos ya algo sobre esta materia. Hubo después un tiempo en que el rey se aplicó a los negocios y pareció entregado a cierto recogimiento que sentaba bien a su edad y cuadraba mejor a sus deberes. Pero esto duró poco. Resucitaron los antiguos hábitos que tenían dominada su naturaleza, y nunca faltaban cortesanos que halagaran y fomentaran sus inclinaciones. Felipe había abierto por primera vez los ojos para presenciar los juegos de cañas que se hicieron en celebridad de su nacimiento, y como si esto hubiera sido el pronóstico de sus aficiones futuras, desde que llegó a la pubertad hasta que los años y los achaques le imposibilitaron, fue siempre el primero a lucir su persona en los ejercicios caballerescos, en los torneos, en las corridas de toros y en los juegos de cañas, que nunca fueron ni más numerosos, ni más frecuentes, ni más concurridos, ni más lujosos en galas y en cuadrillas de justadores, de escuderos y de músicos, que en su reinado; que todo lo traía la afición y el ejemplo personal del rey. Costaba trabajo hacerle ir a presenciar, siquiera fuese de lejos, los combates verdaderos en los campos de batalla. Anduvo reacio en ir a Cataluña, y nunca se resolvió a ir a Portugal, pero siempre estaba pronto para romper lanzas en la plaza de Madrid.

El pueblo veía aquellas lujosas cuadrillas de caballeros que salían a correr las sortijas o a rejonear un toro, chorreando plata y oro y joyas, así en sus trajes como en los arreos de sus caballos, y que esto se repetía en los nacimientos de cada príncipe, en las bodas reales, en la venida de cada personaje extranjero, en los bautizos y casamientos de los hijos e hijas de cada magnate, en celebridad del más pequeño triunfo de nuestras armas, con el más frívolo e insignificante pretexto. Y era menester que fuese ciego y que estuviese privado de toda facultad de discurrir para que no le afectara el contraste de aquel lujo con su miseria, el cotejo de aquellos espectáculos con el espectáculo de las tropas sin ración y sin vestido; y no comprendemos, si no nos lo explica la postración en que el pueblo había ido cayendo desde Felipe II, cómo pudo tolerar en paciencia que así se divirtiera la corte mientras se arruinaba la monarquía.

Lo que hacía, sí, era desahogar su disgusto y mal humor en folletos, pasquines, comedias, sátiras y escritos de todo género, más o menos ingeniosos, contra el rey, contra sus favoritos y contra el mal gobierno, que circulaban, aunque subrepticiamente, con gran profusión, manuscritos los más, pero impresos también algunos, que de una y otra clase se conservan todavía en nuestras bibliotecas y archivos en abundancia{5}.

También indicamos ya algo de la afición del rey las comedias, y lo que era peor, a las comediantas. En el primer concepto dispénsanle algunos el honor de haber sido él mismo autor dramático, ocultándose bajo el incógnito, entonces muy usado, de un ingenio de esta corte. Pudo ser esto cierto{6}, aunque para nosotros no lo es tanto, ni para el público y para la posteridad quedó tan evidenciado como el testimonio que de su afición a las cómicas dejó en el fruto de sus amorosos galanteos a la María Calderón. Inoculose aquella afición a toda la familia real, y la reina y las infantas representaron comedias, como la que se ejecutó en los jardines de Aranjuez, y la que se hizo para celebrar la venida de doña Mariana de Austria. Excusado es decir que los cortesanos y la corte, y tras ella todas las clases fueron participando del gusto por estos espectáculos. Afición, no solo disculpable, sino plausible y noble en todos, y hasta en el mismo rey, si no hubiera excedido los límites de la moderación, y con su exceso no hubiera dado lugar a que algunos no sin razón, digan que así como el reinado de Felipe III fue de conventos y de frailes, el de Felipe IV fue de cómicos y de comedias.

Hubo no obstante un período, el período en que Felipe IV se entregó al recogimiento y se aplicó al cuidado y despacho de los negocios, en el cual llegaron a prohibirse las comedias, como lo habían estado en los últimos tiempos de Felipe II{7}. Pero la afición y el gusto por este espectáculo habían echado tan hondas raíces en el pueblo, que a pesar de la prohibición seguían representándose en muchas ciudades y villas de Andalucía y de Castilla, y hasta en Toledo y su comarca, casi a la presencia del rey. Publicábanse escritos, que se dirigían al mismo monarca, demostrando la utilidad de este recreo y la conveniencia de que volviera a permitirse, y se citaban los ejemplos de Francia, de Lombardía, de Nápoles, y de otros pueblos católicos, inclusa la misma Roma, en que esta diversión se permitía y consideraba como útil para entretenimiento del pueblo y nada contraria a la religión. Clamaba la villa de Madrid por que volvieran a abrirse los teatros, pues estando destinados sus productos al sostenimiento de los hospitales y de otros establecimientos piadosos, y faltándoles los seis cuentos de maravedís que aquellos rendían, perecían estos asilos de la humanidad doliente, sin que se hallaran arbitrios que pudieran reemplazar a los productos de los coliseos{8}.

En su virtud consultó el monarca al Consejo Real, para que le informara sobre el memorial de la villa de Madrid suplicando diese licencia para que volviera la representación de las comedias. Nueve consejeros fueron de dictamen de que no debería otorgarse el permiso, pero el presidente y cinco individuos del Consejo dieron un luminoso informe, demostrando, no solo la conveniencia, sino la necesidad de que volvieran a abrirse estos espectáculos, apoyándose ya en razones de autoridad, ya en motivos de utilidad pública, concluyendo por aconsejar al rey que se formaran inmediatamente compañías y se buscaran y trajeran los actores de más fama{9}. Este dictamen, que estaba en el sentimiento y en el deseo de todo el pueblo español, fue el que prevaleció, y restablecidas que fueron las representaciones escénicas, prosiguieron siendo el recreo y la afición predilecta del rey, de la corte y del pueblo, hasta el extremo que antes hemos expresado.

Pero esta desmedida afición, que tan perniciosa pudo ser a la administración y a la política del reino, contribuyó a dar a este reinado una de las glorias más apreciables en las naciones cultas, la prosperidad de la literatura y del arte dramático, que llegó a su apogeo en aquel tiempo, y nunca y en ninguna parte se cultivó con más talento y con más entusiasmo. El impulso venía dado de los reinados anteriores, y el Fénix de los Ingenios, Lope de Vega Carpio, que floreció en el de Felipe III, y alcanzó bastantes años del de su hijo, fue como el anillo que eslabonó la historia del progreso dramático de aquél y de éste. A beneficio de aquel impulso y del favor especial que les dispensaba el cuarto Felipe, brotaron ingenios como Calderón, Vélez de Guevara, Montalván, Tirso de Molina, Moreto, Rojas, Alarcón, Mira de Mescua, Mendoza, Fernando de Zárate, Solís y varios otros, que elevaron las obras dramáticas a un grado de perfección admirable; sin contar otra multitud de autores, si bien no de los de primer orden, pero de no escaso mérito, entre los cuales alguno, como Villaizán, tuvo la fortuna de atinar con el gusto del rey, que daba una conocida preferencia a sus comedias, y asistía siempre a ellas disfrazado. Hasta a los eclesiásticos, a los jesuitas, a los frailes, les alcanzó el furor de hacer comedias, aunque algunos, como el célebre predicador de S. M. el trinitario fray Hortensio Félix Palavicino, las hicieron de tan depravado gusto como lo eran sus sermones. Pero al lado de las malas y de las medianas se dieron a la estampa y a la escena multitud de obras maestras del arte, que elevaron el teatro español a su mayor altura, y tanto que sirvió de escuela y de modelo a los ingenios y a los teatros de otras naciones, y sobre ella se alzaron las obras inmortales de Corneille, de Racine, de Moliere, de Scarron, de Douville, de Quinault, y otros autores franceses{10}.

Con tales autores y tales obras, y con la afición y el favor que el arte obtenía del rey, de la corte y del público, no podían dejar de abundar los buenos actores y actrices, dignos intérpretes de tantas bellezas dramáticas. Sobresalieron en este género, la María Calderón, a quien hicieron más famosa los amores reales que los que tantas veces fingiría en el proscenio; la Baltasara, que acabó llorando en el retiro y en la soledad los ruidosos y alegres goces de su anterior vida de cómica; María Riquelme, el tipo opuesto, porque se distinguió por su recato y sus virtudes durante el ejercicio de su profesión; Francisca Beson, cuya fama creció en los teatros de Francia, de donde vino llena de palmas, de escudos, de años y de enfermedades; María de Córdoba, conocida por el sobrenombre de Amarilis; Bárbara Coronel, varonil como su apellido, y que dejó larga fama por sus aventuras; Josefa Vaca, que agradaba tanto por su belleza como por su habilidad, y tuvo también la fortuna de unirse al príncipe de los representantes, que así llamaban a su marido Alonso Morales; Roque de Figueroa, los dos Olmedos, Sebastián de Castro, que acompañó a la infanta doña María Teresa, reina de Francia, a París, representó con grande aplauso en la capital de aquel reino comedias españolas, y volvió cargado de coronas y de dinero; el gracioso y desvergonzado Juan Rana, animación de los espectáculos, y alegría de los espectadores; con otros que no hay para qué enumerar.

Si bien la literatura dramática fue la que alcanzó la palma en este reinado, no dejó también de cultivarse la poesía épica y la lírica, la novela, las obras y artículos de costumbres, y otros ramos de las bellas letras. Los nombres de Quevedo, el príncipe de los ingenios, político, filósofo, moralista, poeta, romancero, narrador y crítico; de Melo y Moncada, joyas entre los historiadores de sucesos particulares; del divino Rioja, el inimitable cantor de las Ruinas de Itálica; de Juan de Jáuregui, el traductor de Aminta, que tuvo la rara gloria de superar al original; de Espinosa y Villegas, el Teócrito y el Anacreón españoles, serían bastantes, cuando otros no hubiera, para dar honra y lustre a la cultura intelectual y al progreso literario de un reinado; cuanto más que si citamos a los que se aventajaron más en cada género, no nos toca poner el catálogo de todos los que lograron alcanzar un nombre honroso en la república literaria.

Verdad es, que en cambio de este desarrollo de la poesía, y de todo lo que se comprende bajo el nombre de buenas letras, notase un vacío lamentable en los conocimientos filosóficos y en el estudio de las matemáticas, de la física y de las demás ciencias exactas. Como en medio de un vasto arenal sorprende encontrar un árbol frondoso, así se extraña hallar en este reinado el libro de las Empresas políticas de Saavedra, donde al lado de una filosofía profunda, y de un exacto conocimiento del corazón humano, se ve campear la libertad del espíritu en materias que o no se trataban o se trataban con encogimiento; bien que le favoreció haberle meditado y escrito en tierra extraña{11}. Así en materias de economía y administración se encuentra también con extrañeza, la Conservación de Monarquías de Navarrete, donde al lado de los errores de la época en lo relativo a la administración económica de los estados, errores que, como otras veces hemos dicho, eran comunes a todas las naciones y no exclusivos de España, se leen máximas muy provechosas acerca de la acumulación de bienes en manos muertas, del crecido número de comunidades religiosas, de la inconveniencia de las pequeñas vinculaciones, y otros puntos de gobierno económico. Por lo demás, aun en las ciencias teológica y jurídica, en aquellos siglos tan cultivadas, se ve ya cuánto se dejaron llevar los mejores talentos hacia el escolasticismo y el comentarismo, que hicieron de las dos ciencias, así en las escuelas como en los libros, dos fuentes de interminables y estériles controversias, de acalorados bandos, de difíciles acertijos, útiles solo para aguzar los ingenios y ponerlos en tortura, pero con los cuales perdió más que ganó la antigua y sólida teología positiva de los Santos Padres y la verdadera ciencia del derecho.

La causa y razón de haber progresado tanto el drama, la poesía, y la bella y amena literatura, al paso que, o se estacionaban, o se corrompían, o se abandonaban del todo otros ramos del saber, precisamente los de más importancia y los de más utilidad, la hemos señalado ya otras veces, porque no era solo propia de este reinado, sino que radicaba en los anteriores y venía de ellos. Ya en nuestra reseña crítica del siglo XVI dijimos que la Inquisición, comprimiendo y avasallando los espíritus y poniendo trabas al pensamiento y cortando su vuelo en la libre emisión de sus ideas, en todo lo que pudiera rozarse con las materias que aquel adusto tribunal había hecho objeto de su escrupuloso examen y de sus severos fallos, los ingenios españoles se refugiaron por necesidad y por instinto al campo neutral de la poesía y de las bellas letras, que era el menos peligroso y el más desembarazado y libre. En el reinado de Felipe IV llevaba ya la Inquisición siglo y medio de no interrumpido ejercicio, así como en este tiempo había sido trabajado, cultivado y sembrado, y dado ya excelentes y abundantes frutos el campo de la amena literatura. Fueles pues fácil a los ingenios de este reinado, protegidos además por el príncipe que gobernaba la monarquía, mejorar y perfeccionar aquellos frutos, y progresar en la senda que encontraron abierta y trillada.

Pero este mismo progreso y desarrollo, esta misma perfección de la literatura, tenía que traer su propia corrupción y decadencia, si no se enriquecía con otros conocimientos humanos que habían de alimentarla y darle nueva vida, y esto es lo que aconteció con rapidez maravillosa antes de terminar el reinado de Felipe IV. Siendo la poesía, no una ciencia, sino una forma y una manifestación de las ideas preexistentes en una época, si los conocimientos en otros ramos del saber no venían a enriquecerla, si se encerraba en sus propios y estrechos límites, tenía que acabar por devorarse a sí misma. El que se sintiera con genio creador y aspirara a ser original, no pudiendo serlo en el fondo había de querer señalarse y distinguirse de sus antecesores en la forma, y en ella había de buscar la gloria que ya no podía alcanzar ni por la imitación ni por el perfeccionamiento. Esto fue lo que le aconteció a Góngora, inventando para singularizarse aquella afectada cultura, que de su nombre se llamó Gongorismo. Y por eso tuvo pronto su escuela tantos sectarios, porque descubrió una ingeniosa y nueva aunque viciosa manera de lucir las galas del ingenio. Plagose al instante el campo literario de imitadores de aquel culteranismo, y se estragó y corrompió rápidamente el gusto de la buena y clásica literatura.

En vano intentaron atajar el progreso de la nueva escuela ingenios como Quevedo, Lope, Rioja y Jáuregui, descargando algunos sobre ella los terribles golpes de la crítica y las punzantes saetas de la sátira{12}. El contagio los alcanzó a ellos mismos, y no les fue posible detener la corriente de aquella epidemia. Por el contrario hubo otros, como Gracián, que asistido de su amigo Lastanosa, quisieron reducir a reglas lo que era un deplorable extravío{13}. Ello es que la peste del culteranismo cundió y se extendió a todos los escritos, hasta a los históricos, y no se estampaba libro, ni se publicaba romance, ni se predicaba sermón, que no estuviese salpicado, cuando no atestado de palabras ampulosas, de conceptillos agudos, de pedantescos retruécanos, de voces latinizadas o griegas, de violentas trasposiciones, de forzadas e ininteligibles alegorías, dándose mayor mérito a lo que menos se comprendía, y llegando a ser verdad aquello de: «soy yo quien lo digo y no lo entiendo,» y lo de: «más me confundo cuanto más lo leo.» Y aun en el principio todavía al través de la corrupción se conservaban y entreveían pensamientos y formas de la buena escuela clásica, pero después se abusó hasta del mismo gongorismo, y apoderándose de él los talentos vulgares, llegó el mal gusto después de Felipe IV a su mayor depravación y envilecimiento.

Concluiremos esta breve reseña del progreso y decadencia de nuestra literatura con las siguientes elocuentes palabras de uno de nuestros más respetables críticos contemporáneos: «Así acabó la poesía castellana: en su juventud más tierna le bastaron para adorno las flores del campo con que la había engalanado Garcilaso: en las buenas composiciones de Herrera y de Rioja se presenta con la ostentación de una hermosa dama ricamente ataviada; en Balbuena, Jáuregui y Lope de Vega, con alguna libertad y abandono, conserva todavía gentileza y hermosura: pero desfiguradas sus formas con las contorsiones a que la obligan Góngora y Quevedo, se abandona después a la turba de bárbaros que acaban de corromperla. Desde entonces sus movimientos son convulsiones, sus colores postizos, sus joyas piedras falsas y oropel grosero; y vieja y decrépita, no hace más que delirar puerilmente, secarse y perecer.{14}»

Las artes liberales siguieron en este reinado casi las mismas vicisitudes de elevación y abatimiento que las buenas letras. Desde los tiempos del emperador había venido cultivándose y prosperando en España el noble arte de la pintura. Las causas las señalamos ya también en otra parte. Después de Carlos de Austria habían seguido favoreciéndola los Felipes II y III. Felipe IV no se mostró menos aficionado a la pintura y a los pintores que a la literatura y a los literatos, y era de aquellos monarcas que parecía consolarse, ya que olvidarse no, de las desgracias de su reino y de los errores de sus hombres políticos, entre los artistas y los hombres de letras. Y así como su vicio por las comedias fue una de las causas que hicieron florecer hasta el grado que hemos visto el arte dramático, así otro de sus defectos, el de la vanidad, ayudó no poco a dar a la pintura y a los pintores aquella consideración y aquel realce que alcanzaron en su tiempo: como quien tenía gusto y aun afán porque los mejores profesores de sus dominios, así españoles como flamencos e italianos, trasladaran al lienzo todos los rasgos de su persona en todas las edades y en todas las situaciones, por ver retratados todos los objetos de su amor, y encomendados al pincel todos los asuntos, hechos o empresas que pudieran lisonjear su orgullo o su amor propio.

Así se ve la historia personal de este rey con todas las alteraciones que en su fisonomía y en sus formas iba imprimiendo la edad, pintada por la mano del gran Velázquez; y obra de este hábil artista son también los retratos de toda la familia real y del favorito del monarca que decoran nuestro Museo nacional. Felipe IV no reparaba en gastar los escudos de que necesitaba bien su tesoro para las primeras atenciones del Estado, en enviar a Velázquez a Italia para que comprara las mejores estatuas, medallas y cuadros que encontrara en aquel país de las artes. Los hechos de armas y las glorias militares de los primeros años de su reinado, las campañas del Monferrato y de la Alsacia, la hazaña y victoria de don Fernando Girón sobre la armada inglesa cerca de Cádiz, el triunfo de Nordlinghen, la famosa batalla de Fleurus, y otros sucesos célebres de las guerras de su tiempo, quedaron trasmitidos a la posteridad por los delicados y expresivos pinceles de los insignes artistas Leonardo, Carducci, Velázquez, Rubens, y Van-Dyk.

Con delicia y encanto se verán y contemplarán siempre los retratos y cuadros religiosos y místicos de Zurbarán, los severos e imponentes del Españoleto, las suavísimas vírgenes de Murillo, las hermosas flores de Arellano y Vender Hammen, y las obras maestras de Alonso Cano, pintor, arquitecto y escultor, lumbreras artísticas de aquel reinado, junto con otros que figuran con honra al lado de estos preclaros genios, y de cuyas producciones inmortales están llenos nuestros museos y los palacios de nuestros reyes, como los palacios y los museos de otros monarcas y de otras naciones. Fue pues aquel el siglo de oro de la pintura, como lo fue de la literatura el de Felipe II.

Pero destinado estaba por desgracia el arte a decaer pronto, como las letras, como las armas, como los buenos capitanes, como todo lo que constituye la gloria de un estado. Síntomas de ello se veían ya en los últimos años de Felipe. Pocos años antes de su muerte y de la de Murillo, en 1660, los artistas de Sevilla que sobrevivieron a aquellos esclarecidos ingenios se reunieron para fundar una academia de pintura y dibujo, y con prestarse a suministrar gratuitamente todos los objetos y útiles necesarios para el ejercicio y cultivo del arte, a los veinte años dejó de existir la escuela por falta de alumnos y de profesores.

Sucedió también a la música lo que había acontecido a la literatura. La gravedad, la melodía y el buen gusto que distinguía la música de nuestros templos, en los cuales se había como encerrado el arte, fue reemplazada después de la segunda mitad del siglo XVII por las sutilezas del contrapunto; las notas como las letras fueron asaltadas por los cultistas y conceptistas, la afectación y los juegos difíciles sustituyeron a la armonización sencilla, y las mismas causas y defectos que produjeron la decadencia de las buenas letras, corrompieron también el buen gusto de la música.

Así se preparó y verificó, por una consecuencia casi natural de su común destino, la decadencia de las letras y de las artes, que habían llegado a su apogeo en este reinado.




{1} Real cédula prohibiendo con pena de la vida y perdimiento de todos los bienes todo trato y comercio con el rebelde reino de Portugal y sus islas. Zaragoza, 21 de febrero, 1644.– Otra reproduciendo la primera. Zaragoza, 22 de mayo de 1645.– Otra id. Madrid, 24 de enero de 1647.– Tratado sobre el contrabando, por don Pedro González de Salcedo.

{2} Pragmática sobre contrabandos. Madrid, 22 de octubre, 1648.– Otra sobre lo mismo. Madrid, 11 de setiembre, 1657.– Colección de cortes de don José Pérez Caballero.

{3} Tenemos los siguientes documentos, por los cuales consta todos los servicios y todos los recursos que las cortes de Castilla otorgaron al rey desde 1636, a que alcanzan las noticias que antes tenemos dadas, hasta el fin de este reinado.

«Escrituras, acuerdos, condiciones, administraciones y súplicas de los servicios de los veinte y cuatro millones pagados en seis años, dos millones y medio, y nueve millones en plata que el reino hizo a S. M. en las cortes que se propusieron en 28 de junio de 1638, y en las que asimismo se propusieron en 2 de marzo de 1646.»

«Escritura que el reino otorgó del servicio de los veinte y cuatro millones pagados en seis años, cuatro millones en cada uno, que empiezan a correr en 1.º de agosto de 1644. En Madrid a 23 de junio, 1643.»

«Escrituras que el reino otorgó prorrogando los servicios de los nueve millones en plata y extensión de la alcabala hasta fin del año 1650.»

«Escritura que el reino otorgó prestando consentimiento para que S. M. pueda vender 130.000 ducados de renta sobre el segundo uno por ciento en lo vendible.»

«Escritura que el reino otorgó prorrogando el servicio de los 300.000 ducados, mitad plata, mitad vellón. Madrid, 21 de febrero, 1647.»

«Escrituras que el reino otorgó prorrogando el servicio de los nueve millones en plata por tres años más, que corren desde 1.º de enero de 1654 hasta fin de diciembre de 1656. En Madrid, a 30 de marzo de 1651.»

«Escritura que el reino otorgó de la prorrogación del encabezamiento general en alcabalas y tercios por nueve años, desde 1.º de enero de 1652 hasta fin de diciembre de 1660.»

«Escritura que el reino otorgó en 17 de noviembre de 1660, sirviendo a S. M. con el principal de 200.000 ducados de renta en vellón sobre el tercer uno por ciento de la nueva extensión de alcabala, &c.»

«Escritura que el reino otorgó en 28 de abril de 1663, sirviendo a S. M. con los impuestos de cuatro maravedís en libra de carne.»

«Escritura que el reino otorgó en 6 de febrero de 1664, perpetuando el tercer uno por ciento que al presente corre de lo vendible.»

«Escritura que el reino otorgó en 11 de octubre de 1664 para que se imponga un cuarto uno por ciento en lo vendible.»

Las cortes que se celebraron en Castilla desde 1636, últimas de que hemos dado cuenta, hasta la muerte de Felipe IV, fueron las siguientes:

Las de 1638, que comenzaron el 28 de junio, y concluyeron en 1.º de julio de 1643.

Las de 1646, que comenzaron en 22 de febrero, y terminaron en 28 de igual mes de 1647.

Las de 1649, que se abrieron en 10 de enero, y se cerraron en 24 de abril de 1651.

Las de 1655, que empezaron en 15 de febrero, y se disolvieron en 23 de diciembre de 1658.

Las de 1660, que comenzaron en setiembre del mismo, y acabaron en 11 de octubre de 1664.

Estaban convocadas otras para 15 de octubre de 1665, pero no se reunieron por haber fallecido el rey el 17 de setiembre de aquel año.

Los registros de todas estas cortes se hallan en el Archivo de la antigua Cámara de Castilla, y constan de doce tomos en folio.

{4} En un tomo de MM. SS. de la Biblioteca del extinguido colegio mayor de Santa Cruz de Valladolid, núm. 120, se halla el catálogo Individual y nominal de las mercedes de títulos que concedió Felipe III desde 1621 a 1656. Son entre todas 163. Faltan las de los nueve años últimos del reinado.

{5} De entre los muchos papeles de esta especie que hemos visto citaremos solo algunos que pueden servir de muestra del modo como se ejercía y manejaba la crítica en aquel tiempo.– Comedia satírica contra el gobierno de Felipe IV y sujeción al conde-duque de Olivares. MS. de la Biblioteca Nacional, M. 183.– Sátiras contra la corte y gobierno de Felipe IV y de Carlos II, Ibid. M. 80.– Carta del profeta Elías: es el juicio en el tribunal de Dios, donde se hacen cargos al rey, se censuran los ministros y los poetas de aquel tiempo.– Sátiras contra el gobierno del conde-duque, &c.

{6} Atribúyele la tradición las comedias tituladas: El conde de Esex, y Dar la vida por su dama, y otras dos o tres en que dicen tuvo parte. Hay motivos para creer que en efecto cultivó las letras, y en la Biblioteca Nacional existen dos traducciones manuscritas que pasan por suyas, una, de las Guerras de Italia, de Francisco Guiciardini, y otra, de la Descripción de los Países Bajos, de su sobrino Luis Guiciardini.

{7} Ya en 1545 el clero había conseguido que se prohibiese la representación de las comedias de Torres Naharro. En 1548 pidieron las cortes al emperador que prohibiera la representación o impresión de todas las farsas obscenas e indecentes. Sin embargo, solo se suspendieron los espectáculos escénicos con motivo de algún duelo, o cuando sucedían grandes calamidades. En 1587 Felipe II consultó a una junta de teólogos sobre la súplica que se le había hecho de mandar cerrar los teatros, pero resolvió tolerar esta diversión, sujetando las obras a una censura severa y escrupulosa. En 1597 los mandó cerrar con ocasión de la muerte de la duquesa de Saboya, y poco antes de morir consiguieron los enemigos de las representaciones dramáticas que las proscribiera del todo. En 1601 Felipe III, oída otra junta de clérigos y seglares, permitió que volvieran a abrirse los teatros, aunque limitando las funciones a algunos días de la semana, y a los festivos, pero prohibiendo lo que parecía licencioso o inmoral en las comedias. Diose más ensanche, al paso que creció la afición en el reinado de Felipe IV, hasta el punto que hemos visto, y después de la corta interrupción que mencionamos en el texto, continuó en boga el espectáculo hasta la muerte del rey en 1665, en que se suspendieron otra vez las funciones a causa del carácter sombrío y supersticioso de la reina regente.– Ticknor, Hist. de la Literatura española, tom. II, cap. 21.– Jovellanos, Origen de los espectáculos.– Historia del teatro español.

{8} Lo mismo sucedía en otras ciudades. El corregidor de Valladolid escribió al presidente del Consejo Real don Lorenzo Ramírez de Prado, manifestándole que con motivo de la supresión o prohibición de las comedias, era tal y tan lamentable el estado del Hospital de niños expósitos de San José y el General de aquella ciudad, que en el año anterior (1647) habían muerto doscientos de los quinientos niños que en él había, «por no haber cómo pagarles las amas,» y que viendo esto, sucedía que algunas personas en lugar de enviar los niños al hospicio los arrojaban al río, donde ya se habían encontrado algunos, pues el arbitrio de dos maravedís en libra de pescado que se había impuesto para suplir los rendimientos del teatro, «ni pudo, ni convino que se ejecutase.»

{9} Consulta del Consejo Real en 1648, Tomo de MM. SS. de la Real Academia de la Historia, Est. 25, gr. 3.ª C. 35.– Los consejeros que opinaron en favor del restablecimiento de los teatros fueron, el presidente don Lorenzo Ramírez, don Bartolomé Morquecho, don Martín de Arnedo, don Antonio de Lezama y don Martín de Larreategui.– Discurso sobre la prohibición o permisión de las comedias, por don Luis de Ulloa Pereira, en diciembre de 1649, dedicado al Excmo. Sr. duque de Medina de las Torres: en el mismo volumen, pág. 226.

{10} Pellicer: Origen de la comedia.– Nicol. Anton: Biblioteca Nova.– Baena: Hijos de Madrid.– Fuster: Escritores valenc.– Rojas: Viajes.– Pellicer: Notas al Quijote.– Ticknor: Hist. de la Literatura Española.– Puybusque: Historia comparada de las Literat. españ. y francesa.– Historia del teatro francés.– Huerta: Teatro Español.– Sismondi: Literatura del Mediodía de Europa.

Puibusque, en la nota 4.ª al cap. 6.º del tomo II de su Historia comparada de la literatura española y francesa, inserta un largo catálogo de autores franceses que tradujeron piezas españolas de la segunda mitad del siglo XVII.

{11} Capmany considera a don Diego Saavedra y Fajardo como maestro en los dos géneros, el grave y el ligero, y Puibusque le reputa el primer escritor del reinado de Felipe IV. Además de las Empresas políticas escribió la República literaria, y la Corona Gótica, Castellana y Austriaca.

{12} Lope declaró una guerra a muerte a lo que él llamaba la jerga cultidiablesca, y escribió aquel famoso soneto que concluía:

¿Entiendes, Fabio, lo que voy diciendo?
–¡Y cómo si lo entiendo! –Mientes, Fabio,
Que soy yo quien lo digo, y no lo entiendo.

Quevedo escribió contra el culteranismo, El libro de todas las cosas y otras muchas más. Y bien conocido es el escrito titulado: La culta latiniparla. Jáuregui escribió su Discurso poético contra el hablar culto y oscuro.

{13} En su Agudeza y arte de ingenio. No conocemos nada que dé más cabal idea de la ridícula extravagancia a que llegó el mal gusto que la siguiente composición de Bartolomé Gracián, por otra parte tan circunspecto y grave en otras obras. Describe la aproximación del estío, y dice:

Después que en el celeste anfiteatro
El jinete del día
Sobre Flegonte toreó valiente
Al luminoso toro,
Vibrando por rejones rayos de oro;
Aplaudiendo sus suertes
El hermoso espectáculo de estrellas,
Turba de damas bellas,
Que a gozar de su talle alegre mora
Encima los balcones de la Aurora.
Después que en singular metamorfosis
Con talones de pluma
Y con cresta de fuego,
A la gran multitud de astros lucientes,
Gallinas de los campos celestiales,
Presidió gallo el boquirrubio Febo,
Entre los pollos del tindario huevo, &c.

{14} Quintana: cap. V. de la Introducción al Tesoro del Parnaso español.