Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro V Reinado de Carlos II

Capítulo IV
Rebelión de Messina
De 1674 a 1678

Causa y principio de la rebelión.– Medidas del virrey para sofocarla.– Protección y socorro de los franceses a los sublevados.– Van tropas de Cataluña contra ellos.– Reconocen los rebeldes por soberano a Luis XIV de Francia.–Don Juan de Austria se niega a embarcarse para Sicilia.– Armada holandesa y española.– Ruyter.– Combates de la escuadra aliada contra la francesa.– Muerte de Ruyter.– Destrucción de la armada holandesa y española.– Nuevos esfuerzos de España.– Odio de los sicilianos a los franceses.– Declaración de Inglaterra contra la dominación francesa en Messina.–Retira Luis XIV sus naves y sus tropas de Sicilia.– Término de la rebelión.– Rigor en los castigos de los rebeldes.
 

Dijimos en el capítulo anterior, que en el verano de 1674 había sido necesario desmembrar una parte del ejército de Cataluña para enviarla a Sicilia a fin de sofocar una rebelión que acababa de estallar en Messina contra el gobierno español.

Nació esta rebelión de haber querido el gobernador español don Luis del Hoyo quitar a los mesineses el gobierno particular con que ellos se regían, y con el cual vivían gozando de una completa libertad en medio de una monarquía absoluta. Para conseguirlo intentó destruir el poder de la nobleza acariciando al pueblo. Una carestía que se experimentó había dado ocasión a que los populares se levantaran contra el senado, incendiando y devastando las casas de los senadores. Don Luis del Hoyo aprovechó aquella escisión para proponer que se compartiera la autoridad entre nobles y plebeyos; mas no por esto los tumultos cesaron, y se formaron en Messina dos partidos, uno de ellos, el más poderoso, apegado a su antigua constitución, y enemigo de los españoles, cuyas intenciones sospechaba. El sucesor de don Luis del Hoyo, don Diego de Soria, marqués de Crispano, creyó que el mejor medio para sujetar a los senadores que eran de este partido era el rigor, y llamándolos una mañana a su palacio los hizo prender. Al rumor de este suceso se alborotó la población, tomaron las armas los dos partidos, llamados los Malvazzi y los Merli, chocaron entre sí, y vencedores los Malvazzi, que eran los más, dirigiéronse al palacio del gobernador, hiciéronle soltar los presos (agosto, 1674), le depusieron del cargo, e intentaron apoderarse de su persona, pero lo impidió la artillería del fuerte de San Salvador disparando contra la muchedumbre. El virrey de Sicilia, marqués de Bayona, llamó tropas para sujetar la ciudad sublevada, y pidió socorros al virrey de Nápoles, marqués de Astorga; pero hacíanle falta las galeras de Malta y de Génova para dominar el mar.

Los mesineses, viendo el peligro que corrían, aunque se habían ido apoderando de casi todos los fuertes y arrojado de ellos a los españoles, determinaron pedir auxilio a Luis XIV de Francia, por medio del embajador francés en Roma, duque de Estrées{1}. El monarca francés, que hacía tiempo deseaba intervenir en la vida política de Italia, y que vio tan buena ocasión de cooperar también en aquella parte al abatimiento del poder español, acogió con avidez la proposición, y al momento ordenó que el caballero Valbelle fuese con una pequeña flota a llevar provisiones a los de Messina. A la aproximación de este socorro los mesineses abatieron las armas españolas, a los gritos de «¡Viva Francia! ¡Muera España!» Las provisiones entraron, merced a la inmovilidad de don Beltrán de Guevara, que mandaba las galeras de Nápoles, el cual estaba ya en el puerto, y nada hizo para impedirlo. A instigación de Valbelle atacaron los mesineses el fuerte de San Salvador, y después de minado intimaron la rendición al gobernador, que capituló a condición de entregar la plaza si dentro de ocho días no le llegaban socorros.

Con noticia de estas novedades la corte de Madrid mandó embarcar para Sicilia una parte de las tropas que operaban en Cataluña, y nombró virrey al marqués de Villafranca, que con aquellas tropas y las que de Milán acudieron, se propuso estrechar la ciudad. Pero al propio tiempo, y cuando ya el hambre apuraba a los de dentro, arribaron diez y nueve naves francesas con bastimentos y soldados (3 de enero, 1675), y a poco tiempo llegó el duque de Vivonne, comandante de las fuerzas marítimas de la Francia en el Mediterráneo, con nueve navíos gruesos y algunas fragatas (febrero); enarboláronse en Messina de orden del Senado las banderas de Francia, y desembarcado que hubo el francés le fueron entregados los puestos principales de la ciudad, y se le hicieron los honores como a quien iba investido del título de virrey. Pero la entrada en el puerto le había costado un terrible combate, en que al fin quedó victorioso, teniendo que retirarse a Nápoles la escuadra española. El almirante francés declaró que Luis XIV había tomado bajo su benévola protección la ciudad de Messina, en cuya virtud se prestó en la catedral con toda ceremonia el juramento de fidelidad al nuevo soberano (28 de abril, 1675), y el virrey a su vez juró a nombre de su monarca guardar los fueros, privilegios y libertades de los mesineses.

Mas si los franceses dominaban en la ciudad, no así fuera de allí, ni en el resto del reino, donde eran aborrecidos. Palermo se declaró contra ellos: nobles y paisanos se armaban por todas partes para resistirles; y si bien para neutralizar aquel movimiento de repulsión publicó Luis XIV un manifiesto declarando que su intención era libertar a los sicilianos de la dominación española y proteger el restablecimiento del trono nacional, dejándoles elegir un rey de su sangre; así y todo el duque de Vivonne tenía que estar encerrado en la ciudad, sin atreverse a emprender expedición alguna, hasta que le llegaron nuevos refuerzos navales (junio), con los cuales pudo acometer algunas ciudades de la costa, y apoderarse de Agosta y de Lentini (agosto, 1675).

En vista del aspecto que presentaban los negocios de Sicilia, la reina regente de España pidió socorros a la Holanda como aliada nuestra que era, y nombró a don Juan de Austria virrey y general de todos los dominios españoles en Italia, con lo cual se proponía alejarle del reino, donde siempre le estaba inspirando recelos y temores. La república respondió al llamamiento enviando al almirante Ruyter, que llegó a Cádiz con veinte y cuatro navíos de guerra (28 de setiembre, 1675), y desde allí pasó a Barcelona, donde se le debían reunir las tropas de don Juan de Austria destinadas a la expedición. Pero el hermano bastardo del rey, a quien éste por consejo de su confesor había escrito una carta de su puño llamándole a la corte, vino a Madrid, y desde aquí avisó al almirante holandés que podía embarcarse, pues él no pensaba partir para Sicilia. Y era que el rey estaba muy próximo a cumplir la mayor edad, y los enemigos de la reina madre tenían ya preparado el terreno para sustituir al influjo de la regente el de don Juan de Austria en los consejos del joven soberano.

Partió, pues, Ruyter de Barcelona sin llevar tropas de España, y después de sufrir dos borrascas en el tránsito arribó a Sicilia, donde se le incorporó la flota española. El 7 de enero (1676), hubo ya un recio combate cerca de Stromboli entre las escuadras holandesa y francesa, mandada esta última por Duquesne, en que ambas quedaron maltratadas, sin resultado definitivo para ninguna. Al mismo tiempo el ejército español de tierra batía cerca de San Basilio en la vecindad de Messina a los franceses y mesineses reunidos. Cuando nuestras tropas se hallaban a tiro de cañón de la ciudad, Ruyter se aproximó también al puerto con la armada, y quedó aquella circuida por mar y tierra. Mas luego en una segunda batalla naval que las dos escuadras enemigas se dieron cerca de Agosta (21 de abril, 1676), hubo la desgracia de que el almirante holandés Ruyter fuese mortalmente herido, rotas las dos piernas, con lo cual tuvo que retirarse a Siracusa, donde murió a los pocos días (29 de abril). General de mar de los mejores que se habían conocido, su muerte fue una pérdida irreparable para Holanda y para España. La escuadra de los aliados estuvo un mes reparándose en Siracusa; la francesa hizo lo mismo en Messina; mas habiendo aquella hecho rumbo hacia Palermo, fue tercera vez acometida por la de Francia (2 de junio), a las órdenes del duque de Vivonne. En este combate tuvimos desastres y pérdidas horribles; incendiada la almiranta española, todos se apresuraron a cortar los cables y a huir de las llamas. Quemáronse también varios brulotes para que no cayeran en manos de los enemigos, las piezas de hierro y madera que hizo saltar la pólvora sumergieron otras embarcaciones, y quitaron la vida a multitud de oficiales, soldados y marineros. Entre holandeses y españoles se perdieron cerca de cinco mil hombres, siete navíos de guerra, seis galeras, siete brulotes, varios buques menores y setecientas piezas de artillería.

Resultado de esta gran derrota fue abandonar la escuadra aliada los mares de Sicilia a merced de los franceses, que sin estorbo pudieron ya socorrer a Messina. Y aprovechándose el duque de Vivonne de la imposibilidad en que España había quedado de reparar de pronto las pérdidas, hizo sus irrupciones a la Calabria: apoderose de Merilli en el Carlentino: Taormina y su castillo se le entregaron sin resistencia; los españoles defendieron a Scaletta con valor, pero al fin tuvieron que rendirse, y las fortalezas próximas a Messina cayeron en poder del virrey de Francia.

Hizo no obstante España todo género de sacrificios por la conservación de aquella isla. El nuevo virrey de Nápoles, marqués de los Vélez, obtuvo de la nobleza y del pueblo un donativo de doscientos mil ducados para sostener las tropas sicilianas. Portocarrero, nombrado virrey de Sicilia, reparó en lo posible los desastres de nuestra flota y la puso en aptitud de volver a servir. Los franceses no hacían progresos, porque eran aborrecidos de los naturales del país, y en la misma ciudad de Messina se conspiraba contra ellos: muchos de los que antes los proclamaron, cansados e irritados con su violencia, deseaban volver a la obediencia de España; y la Inglaterra en las conferencias de Nimega (1677), se mostraba dispuesta a declararse contra el rey Luis, si persistía en seguir ocupando un punto tan importante en el Mediterráneo. Por último, el tratado que más adelante hicieron Inglaterra, Holanda y España, convenció al monarca francés de que no le era posible conservar aquella ciudad y sus fortalezas, y determinó abandonarlas y retirar sus naves y sus soldados de Agosta y de Messina (1678). Y como el duque de Vivonne repugnara ejecutarlo, fue enviado en su lugar el mariscal de la Feuillade. El nuevo virrey francés, so pretexto de una expedición que decía proyectar contra Catana y Siracusa, preparó sus tropas y sus bajeles: hecho esto, convocó el Senado, y le leyó las instrucciones que llevaba para abandonar la Sicilia. Asombráronse todos, y los comprometidos en la rebelión se llenaron de consternación y de espanto. Todas las súplicas que hicieron al mariscal para que difiriese su partida fueron inútiles: el francés estuvo inexorable.

Al arrancar la flota del puerto (16 de marzo, 1678), los mesineses se precipitaban en tropel y se lanzaban a los buques, temerosos del castigo que esperaban de los españoles. Los más fueron rechazados, y solo se admitió a unas quinientas familias, pertenecientes muchas a la nobleza. El 9 de abril entraba la escuadra en el puerto de Tolón. Además abandonaron la ciudad hasta siete mil habitantes huyendo la venganza que del gobierno de España temían. Y no iban infundados en temerla: porque si bien el gobernador, que lo era entonces Vicente de Gonzaga, prometió una amnistía provisional, aquella clemencia no gustó a la corte de Madrid, que envió en su lugar al conde de Santo-Stéfano, virrey de Cerdeña, con orden de secuestrar los bienes de todos los emigrados, de expulsar del país a todo el que hubiera obtenido empleo durante la dominación francesa, y de levantar monumentos expiatorios en memoria de la rebelión. Parecieron suaves al conde estas instrucciones, y llevando más allá el rigor por su propia cuenta, persiguió a culpables e inocentes, abolió el Senado, suprimió los privilegios y franquicias de la ciudad, demolió el palacio municipal, y sobre su solar levantó una columna con una inscripción insultante para los mesineses: mandó fundir la campana que llamaba a consejo para construir con su metal una estatua del rey: prohibió toda reunión, arregló a su capricho los impuestos, destruyó la universidad, despojó los archivos en que se conservaban los privilegios, y construyó una ciudadela para mantener siempre en respeto a los revoltosos.

Tal fue el término de la rebelión de Messina, muy semejante al que había tenido treinta años antes la sublevación de Nápoles, si bien la de Sicilia fue más larga y menos sangrienta{2}.




{1} Fue el encargado de esta comision Antonio Caffaro, hijo del senador Caffaro, el personaje más influyente en aquellas circunstancias.

{2} Relación exacta de las alteraciones de la ciudad de Messina desde el año 1671 hasta el presente; Paris, 1676.– Archivo de Salazar. Est. 14, grad. 3.ª– Leo et Botta, Istoria d'Italia.– Gacetas de este reinado: Avisos extraordinarios de las cosas de Sicilia.