Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro V ❦ Reinado de Carlos II
Capítulo V
La paz de Nimega
1678
Lentitud de los plenipotenciarios en concurrir al Congreso.– Interés de cada nación en la continuación de la guerra.– Mediación del rey de Inglaterra para la paz.– Conducta interesada, incierta y vacilante del monarca inglés.– Exigencias de Luis XIV.– Correspondencia diplomática sobre las condiciones de la paz.– Matrimonio del príncipe de Orange con la princesa María de Inglaterra.– Alianza entre Inglaterra y Holanda a consecuencia de este enlace.– Nuevas negociaciones entre Carlos y Luis.– Paz entre Luis XIV y las Provincias Unidas.– Quejas y desaprobación de las demás potencias.– Resentimiento del inglés.– Tratado de paz entre Francia y España.– Sus principales capítulos.– Tratado de Francia con el Imperio.– Conclusión de la guerra.– Reflexiones.
Ya hemos visto cómo a pesar de haberse acordado desde fines de 1675 la reunión de los plenipotenciarios de las potencias beligerantes en Nimega para tratar de la paz, tan necesaria a la tranquilidad de Europa, continuó por no poco espacio de tiempo viva y animada en todas partes la guerra. Nació esto primeramente de la lentitud en concurrir a aquella ciudad los negociadores, difiriéndolo con diferentes pretextos ellos y los soberanos que habían de representar. Cada uno obraba así por sus particulares fines. La España, el Imperio y el príncipe de Orange, persuadidos de que la Inglaterra no consentiría nunca que los Países Bajos pasaran al dominio de la Francia, lo esperaban todo de la continuación de la guerra, y en vez de mostrar interés en que adelantara en sus trabajos el congreso de Nimega, le ponían en comprometer a la Inglaterra a que tomara parte en la lucha. Por su parte Luis XIV se proponía deshacer la confederación, y sacar más partido tratando separadamente con cada uno de los confederados que el que se prometía de una asamblea en que se hallaran congregados los representantes de todos.
Carlos de Inglaterra, en cuyas manos hubieran podido estar los destinos de Europa, y así se lo decían, se había dejado ganar por la Francia, recibiendo por premio de su neutralidad una pensión anual de cien mil libras esterlinas, el mismo subsidio que había percibido por su alianza durante la guerra, reduciéndose así a la humilde posición de un príncipe pensionario de Luis XIV, en vez de ser el árbitro de la paz, como hubiera podido serlo con harta honra y dignidad suya. Pero Carlos prefirió tener dinero, consolándose con decir que era menos ignominioso depender de un monarca poderoso y grande, de cuya alianza podía desprenderse cuando quisiera, que del partido enemigo que tenía en el parlamento; y Luis adquiría con esto la seguridad de que al menos por algún tiempo el inglés no haría causa común con los aliados. Esta conducta de Carlos de Inglaterra, y los tratos en que todavía anduvo después para que se le aumentara la pensión, procediendo más como un mercenario que como el monarca de un gran pueblo, le degradaban a los ojos de Europa, y le costaron largos y agrios debates con el parlamento. Mas a pesar de la mala posición en que se había colocado, el rey de Inglaterra vino a ser, porque a nadie más que a él correspondía serlo, el mediador para la paz, y él fue el que señaló para celebrar las pláticas la ciudad de Nimega{1}.
De los primeros plenipotenciarios que concurrieron fue el español don Pedro Ronquillo, que estuvo de incógnito hasta que llegó el enviado del emperador, conde de Kinski. Las primeras cuestiones que se suscitaron, al paso que iban llegando otros embajadores, fueron las de presidencia y otros ceremoniales, y en tanto que en estas bagatelas se consumía un tiempo precioso, los ejércitos del rey de Francia seguían tomando plazas y ciudades en los Países Bajos y devastando las provincias catalanas. Vinieron después las pretensiones y proposiciones de cada potencia, del Imperio, de España, de Holanda, del príncipe de Brandeburg, del de Lorena, de los reyes de Suecia y Dinamarca, las cuales aumentaban la natural dificultad de llevar a buen término la negociación. Y en verdad, más parecía que cada potencia tenía interés y empeño en suscitar embarazos que en apresurar la paz: porque todas esperaban sacar partido de la dilación y de la suerte de la guerra, y principalmente porque se prometían que la cámara de los Comunes de Inglaterra acabaría de obligar a aquel soberano a declararla a la Francia, que era el enemigo común, y que aspiraba a dar la ley a todos. Hasta la corte de España hizo reconvenciones muy duras a Carlos de Inglaterra por su conducta y su retraimiento en unirse a los confederados, y aun le amenazó con la guerra, anunciando que se iba a apoderar de los mercaderes establecidos en España: sobre lo cual decía al embajador de Francia en Londres Mr. Barillon: «En verdad yo creo a los españoles bastante rabiosos, assez enragés, para hacer lo que dicen.{2}»
Pero un suceso que no se esperaba vino a decidir a Carlos II de Inglaterra a salir de aquella posición tan murmurada dentro y fuera de su reino, y a hacer lo que no habían podido lograr los esfuerzos del parlamento, y principalmente de la cámara de los Comunes. El príncipe holandés Guillermo de Orange, que algunos años antes había rehusado la mano de la princesa María de Inglaterra, mejor informado de las prendas de la princesa, y pesaroso de haber ofendido al solo monarca que podía proporcionarle una paz honrosa, solicitó después él mismo aquel enlace, primero con el lord canciller y ministro favorito, y después pasando él en persona a Londres con objeto de negociarle más activamente, lo cual verificó después de haber alzado el sitio de Charleroy (19 de octubre, 1677). Aunque Carlos aparentó por algunos días cierta repugnancia a esta unión, condescendió al fin en ella, y se realizó, sin noticia ni conocimiento de Luis XIV, que nada supo hasta que se lo avisaron, como él decía, los fuegos encendidos en Londres en celebridad de este matrimonio{3}.
Consecuencia de este enlace fue el cambio de política del monarca inglés, y las condiciones de paz que se acordaron entre él y el de Orange, tan diferentes de las que había propuesto Luis XIV, que se quedó éste asombrado y atónito cuando las supo por el lord Duras que pasó a comunicárselas. La respuesta fue negativa, como se esperaba. En vano intentó el francés sobornar con dinero al de Inglaterra, ofreciéndole hasta tres millones de libras tornesas, y ganar por el mismo medio al lord tesorero y a otros personajes: esta vez los halló a todos incorruptibles. Tampoco logró que se difiriera la apertura de las cámaras inglesas, y todos los demás esfuerzos y ardides que empleó para apartar al inglés de la nueva marcha política que había emprendido fueron igualmente infructuosos. Todas sus proposiciones fueron desechadas, y el 10 de enero (1678) se firmó en la Haya el tratado de alianza, que en otro capítulo apuntamos, entre Inglaterra y las Provincias-Unidas, para restablecer la paz general, sobre las bases de restitución recíproca entre la Francia y los Estados generales de Holanda; de que la Francia restituiría a España las plazas de Charleroy, Ath, Courtray, Tournay, Valenciennes, Saint-Ghislain, el Limburgo, Binch y todas las conquistas de Sicilia, guardando para sí el Franco-Condado, Cambray, Ayre, y Saint-Omer; con otras condiciones relativas a las demás potencias{4}.
Entonces y de sus resultas fue cuando retiró de Francia los ocho mil ingleses que desde 1672 servían en las banderas de Luis XIV y además levantó veinte y seis regimientos y armó una escuadra de noventa bajeles, y pidió a los españoles el puerto de Ostende en los Países Bajos para desembarcar en él sus tropas auxiliares. A pesar de estas disposiciones, que anunciaban una ruptura próxima con la Francia, todavía hizo llevar a Luis XIV, que estaba entonces sitiando a Gante, una propuesta de alianza, con tal que le pagase de una vez seiscientas mil libras esterlinas de que tenía necesidad: ¡admirable apego al dinero el del monarca inglés! Pero las recientes conquistas que a la sazón estaba haciendo Luis XIV en Flandes, y la actitud más favorable a la paz que a consecuencia de ellas manifestaban los españoles en el congreso de Nimega, animado también por la revolución que se había efectuado en la corte de Madrid con la separación de la reina madre y la entrada de don Juan de Austria en la dirección de los negocios (de cuyos sucesos daremos cuenta después), todo tenía envalentonado a Luis XIV, y por tanto despachó con respuesta negativa al embajador de Inglaterra. Unido esto a la profunda sensación que causó y al grito de guerra que levantó en aquel reino la conquista de Gante, decidiose Carlos a hacer embarcar algunos batallones de infantería inglesa para Ostende.
No nos es posible seguir paso a paso las muchas y variadas fases que por algunos meses todavía iban tomando las negociaciones de paz, y la multitud de proposiciones y ofertas, de negativas y modificaciones, de cartas y notas, que alternativamente mediaron sobre diferentes puntos entre el irresoluto y codicioso Carlos II de Inglaterra, el activo y ambicioso Luis XIV de Francia, y el statuder de la república holandesa, que eran los que parecía haberse arrogado todo el derecho de arreglar a su gusto un negocio en que estaban interesadas todas las potencias de Europa. El inglés se hubiera prestado a todas las exigencias del de Francia, con tal que en recompensa de su docilidad se le asegurase recibir muchos miles de libras esterlinas, si no le empujaran a obrar de otro modo los votos de las cámaras y el espíritu general del pueblo británico, y si de contrariar este espíritu del parlamento y del pueblo no hubiera temido ser arrojado del trono como su padre{5}. Tampoco el de Orange obraba ya con libertad, porque sospechando los Estados Generales que intentaba alzarse con la soberanía de las provincias, mostrábanse dispuestos a negociar ellos por sí la paz, sin contar con el Statuder{6}. De todas estas circunstancias sacaba partido Luis XIV para no aceptar ninguna condición que no le fuese ventajosa. ¡Y España, España, que iba a ser las más sacrificada; España, sobre cuyas posesiones en Flandes versaban las principales diferencias y disputas entre los grandes negociadores, manifestaba resignarse a todo! Y cuando Luis XIV pasó su ultimátum a los plenipotenciarios del congreso de Nimega, don Pedro Ronquillo contestó con resignación al nuncio de S. S. que se le comunicó: «¡Qué lo hemos de hacer! ¡Más vale arrojarse por la ventana que de lo alto del tejado!{7}»
Por último, calculando el astuto Luis XIV que habría de salir más aventajado tratando primero en particular con los Estados Generales de la república, cuyas disposiciones en favor de la paz le eran bien conocidas, dirigió a este objeto todos los recursos de su sagaz política. Por espacio de trece días estuvieron sus emisarios en Nimega trabajando sin descanso en este sentido con arreglo a sus instrucciones; el decimocuarto, cuando cada uno esperaba que habría que renovar las hostilidades, anunciaron los de Holanda que estaban dispuestos a consentir, siempre que la paz se firmara antes de la media noche. Uno solo de ellos, Van Haren, vacilaba, porque creía que debía firmarse al mismo tiempo el tratado con España; pero sus colegas se apresuraron a desvanecer sus escrúpulos; y las once de aquella noche célebre (10 de agosto, 1678), sin conocimiento de don Pedro Ronquillo y del marqués de los Balbases, plenipotenciarios de España en aquel congreso, de España que tantos sacrificios había hecho por ayudar a la república holandesa contra los franceses, se firmaron dos tratados, uno de paz y otro de comercio, entre Francia y las Provincias-Unidas, sin estipulaciones particulares en favor de España. «¡Tal era el papel que hacía ya esta nación, un siglo antes árbitra de los destinos del mundo, en los congresos de Europa!{8}»
Gran sensación causó en todas las demás potencias la noticia inesperada de esta paz. Al ejército español de los Países Bajos le sorprendió esta nueva hallándose acampado, como indicamos en el anterior capítulo, delante de la plaza de Mons, que el príncipe de Orange y el duque de Villahermosa habían ido a libertar con las tropas holandesas, inglesas y españolas, del sitio que le tenían puesto los franceses, después de haber dado imprudentemente aquel príncipe la terrible y sangrienta batalla de Saint-Denis. Recibida la noticia, se suspendieron las hostilidades y se separaron los ejércitos.
El tratado encontró una violenta desaprobación de parte de los confederados. Los plenipotenciarios de Dinamarca, del elector de Brandeburg y del obispo de Munster, se indignaron al extremo de llegar en las conferencias de Nimega hasta el insulto con los embajadores holandeses, faltando poco para venir a las manos con ellos. El rey de Inglaterra, aunque interiormente no le pesaba la conclusión de la paz, protestó también contra el tratado, y el mismo príncipe Orange hizo cuanto pudo por impedir su ratificación; y en efecto, los Estados Generales la difirieron hasta que le suscribiera la España, constituyéndose en mediadores entre España y Francia. Creíase que la corte de Madrid, orgullosa en medio del abatimiento del reino, no sufriría el desaire que la ingratitud de la Holanda le acababa de hacer: pero se la vio mostrarse más resignada de lo que se habría podido esperar; y es que contribuía a debilitarla el desacuerdo reciente en que se había puesto con el imperio, motivado por la separación de la reina regente hermana del emperador, y tan adicta como hemos dicho a los intereses de Austria. Algo alentó a los españoles la intervención de los Estados Generales, y el partido anti-francés que se formó después del tratado de 10 de agosto, al menos para aspirar a obtener de Luis XIV condiciones más favorables de las que antes proponía; y en tal sentido siguieron por algunas semanas los tratos y negociaciones.
La Inglaterra en su resentimiento hizo entender por su embajador M. Hyde a los Estados Generales de la república, que si el francés no evacuaba, por cualquier causa que fuese, las plazas pertenecientes a España y cedidas en el convenio, era llegado el caso de rehusar los Estados la ratificación del tratado de Nimega, y que a los tres días siguientes a serle notificada esta resolución declararía la guerra a la Francia. De sus resultas los holandeses apretaron a los plenipotenciarios de Francia a que renunciasen a algunas de las condiciones, y éstos a su vez ofrecieron depositar en sus manos aquellas plazas a fin de obtener la ratificación; proposición que por comprometida y embarazosa ellos no quisieron admitir. Últimamente, después de muchas contestaciones, los plenipotenciarios franceses y españoles se convinieron en someterse a la decisión arbitral de los Estados Generales de Holanda respecto a las condiciones que aun se discutían. Merced a la habilidad de aquellos negociadores, y a la flexibilidad calculada de Luis XIV en ceder en los puntos de menor importancia, aparentando dársela grande para ganar en los que realmente la tenían, conviniéronse al fin unos y otros, en la confederación de 16 de setiembre (1678), en las condiciones definitivas del tratado de paz entre Francia y España.
Treinta y dos artículos componían el conjunto de esta estipulación; pero su parte fundamental era la que determinaba las cesiones recíprocas de territorios; a saber; el rey de Francia restituía al poder del rey Católico las plazas y fortalezas de Charleroy, Binch, Ath, Oudenarde y Courtray; la ciudad y ducado de Limburg, Gante, Rodenhuys, el país de Weres, Saint-Ghislain, y la plaza de Puigcerdá en Cataluña: el monarca francés conservaba, reconociéndose como perteneciente en adelante a sus dominios, todo el Franco-Condado, con las ciudades y plazas de Valenciennes, Bouchain, Condé, Cambray, Ayre, Saint-Omer, Yprés, Werwick, Warneton, Popesingue, Bailleul y Cassel{9}.
El 17 de setiembre los dos intermediarios holandeses, Beverningk y Haren, se hallaban sentados a los dos extremos de una mesa, sobre la cual había dos ejemplares del tratado, uno en francés, otro en español. Al tiempo convenido entraron simultáneamente por los dos lados opuestos de la sala los tres plenipotenciarios franceses, mariscal de Estrades, conde de Avaux y Colbert, y los tres españoles, marqués de los Balbases, marqués de la Fuente y M. Christin. Avanzaron todos a compás hacia la mesa, se sentaron a un tiempo en sillones iguales, firmaron a un tiempo los dos ejemplares, cambiándolos recíprocamente, y tomándolos después el holandés Haren les dijo: «De hoy más los reyes vuestros amos vivirán como hermanos y primos.{10}» Este célebre tratado fue ratificado por Luis XIV el 3 de octubre, y por Carlos II de España el 14 de noviembre (1678).
Dilatose un tiempo la ratificación de España por consideración al imperio; pues así como los holandeses habían diferido ratificar su tratado hasta que se concluyera el de España, así la corte de Madrid quería aguardar a que el emperador se adhiriera a la paz. Era ya esto inevitable faltándole la Holanda y la España, y teniendo que atender a la guerra de Hungría. Siguiéronse no obstante por algunos meses negociaciones particulares entre Francia y Austria, cuestionándose sobre algunas condiciones para la paz: pero al fin la corte de Viena siguió el ejemplo de sus aliadas, y lo mismo hicieron después, con más o menos dificultades y trabajos, los príncipes y las potencias de segundo orden que habían entrado en la confederación{11}.
Así concluyó la guerra que por tantos años había afligido a Europa desde las orillas del Báltico a las del Mediterráneo. Este resultado, tan glorioso para Luis XIV como alarmante para las potencias europeas, se debió en gran parte a la conducta vacilante, indecisa y contradictoria del monarca y del gobierno inglés, en lo cual estamos conformes con el juicio de un historiador de aquella nación. Pero tampoco eximimos de culpa a la corte de Madrid por la apatía y lentitud en enviar socorros a Flandes y en proveer a nuestros generales de los medios de hacer con ventaja la guerra; efecto de causas anteriores y del desconcierto en que la corte de España se hallaba; ni disculpamos al príncipe de Orange por el empleo, muchas veces inoportuno, que hizo de las tropas auxiliares españolas. Luis XIV de Francia, después de haber sabido vencer, supo también negociar. Dice bien un ilustrado historiador francés. Su voluntad fue la base de las negociaciones y la ley de los tratados. Supo separar la Holanda de la España, la España del Imperio, al emperador del elector de Brandeburg, a éste del rey de Dinamarca. «Árbitro victorioso y pacífico de la Europa temerosa y admirada, Luis XIV llegó en Nimega al apogeo de su grandeza.» Y España, añadimos nosotros, puso de manifiesto en Nimega el grado de vergonzosa impotencia y debilidad en que había caído. Y sin embargo, la paz de Nimega fue celebrada en Madrid con gran júbilo.
{1} Cartas de Danby.– Temple, Docum.– Diario de la Cámara de los Comunes.– Las Historias de Inglaterra.– Mignet, Colección de Documentos inéditos, Negociaciones relativas a la sucesión de España, tomo IV.– Publicose entonces en Colonia un escrito titulado: «La Europa esclava, si Inglaterra no rompe las cadenas.» Archivo de Salazar, Est. 14, grad. 3.ª copia manuscrita, en francés.
{2} Despacho de Mr. Barillon a Luis XIV, 4 de octubre, 1677.
{3} Carta de Luis XIV a Mr. Barillon, 10 de noviembre, 1677.
{4} Dumont, Corps Diplomatique, tom. VII.
{5} A cada proposición que Luis XIV le hacía por medio de sus embajadores contestaba aquel débil soberano: «Yo accedería a ello, porque deseo vivamente la paz, ¿pero quiere vuestro amo hacerme perder el trono de Inglaterra?» Despachos de Barillon y Ruvigny en los meses de marzo a mayo de 1678.
{6} «Aquí se quiere la paz, escribían de la Haya en 19 de marzo de 1678, y si la quiere la Francia, pienso que se haría sin su alteza, que inspira grandes celos y se atrae mil maldiciones.» Correspondencia de Holanda, en la Colección de documentos inéditos hecha de orden del rey de Francia, tomo IV, parte V.
{7} Despacho de MM. Estrades, d' Avaux y Colbert a M. de Pomponne, en 26 de abril de 1678.
{8} Dumont, Corps Diplomat.– Actas y memorias de la paz de Nimega, t. II.– El tratado de paz contenía 21 artículos, el de comercio 38.– Además había un artículo separado concerniente al príncipe de Orange, y una estipulación de neutralidad entre Suecia y las Provincias Unidas.
{9} Dumont, Corps Diplomat.– Actas y Memorias de la paz de Nimega, t. II.
{10} Relación de lo que pasó al firmarse el tratado de paz entre Francia y España, &c.: en las Actas de la paz de Nimega.
{11} La historia de este célebre tratado se halla minuciosamente referida en la obra titulada: Actes et memoires de la paix de Nimegue, 3 volúmenes: y la numerosísima correspondencia diplomática que la precedió y acompañó entre los soberanos y príncipes, y los embajadores y plenipotenciarios de todas las potencias interesadas en este gran negocio, ha sido hábilmente recopilada por el sabio Mignet en el tomo IV de las Negociaciones relativas à la sucesión de España. Colección de Documentos inéditos para la Historia de Francia, hecha de orden del rey.