Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro V ❦ Reinado de Carlos II
Capítulo VII
Gobierno de don Juan de Austria
De 1677 a 1680
Esperanzas desvanecidas.– Altivez del príncipe.– Su espíritu de venganza.– Destierros.– Desorden en la administración.– Disgusto del pueblo.– Ocúpase don Juan en cosas frívolas.– Descontento de los grandes.– Tratan estos con la reina madre.– Recelos e inquietud de don Juan.– Lleva al rey a las Cortes de Zaragoza.– Descuida don Juan los negocios de la guerra.– Sátiras y pasquines contra el ministro.– Trátase de casar al rey Carlos.– Miras que se atribuían a don Juan.– Conciértase el matrimonio del rey con la princesa María Luisa de Borbón.– Decaimiento de la privanza de don Juan de Austria.– Pierde la salud.– Muerte de don Juan.– Vuelve la reina madre a Madrid.– Preparativos para las bodas reales.– Recibimiento de la reina en el Bidasoa.– Va el rey a Burgos a esperar a su esposa.– Ratifícase el matrimonio en Quintanapalla.– Viaje de los reyes.– Llegan al Buen Retiro.– Entrada solemne en Madrid.– Alegría del pueblo.– Fiestas y regocijos públicos.
Si no es caso raro, antes bien lo es por desgracia harto frecuente, que los pueblos vean defraudadas las esperanzas que tenían puestas en un hombre, cuando a este se le prueba en la piedra de toque de la dirección y gobierno de un estado, no por eso deja de ser reparable que una persona de tantas y tan antiguas aspiraciones y de tan larga carrera como don Juan de Austria, tan conocido como debía ser de todos los españoles por los papeles y por los puestos que había desempeñado en Madrid, en Flandes, en Italia, en Portugal, en Cataluña y en Aragón, en cuyas altas cualidades y prendas el pueblo creía y fiaba tanto, por cuya elevación los grandes y nobles habían hecho tantos esfuerzos y tan repetidas y solemnes confederaciones, a quien el reino de Aragón había protegido y aclamado con tanto entusiasmo, y a quien todos en una palabra consideraban como el único capaz de curar los males y remediar los daños que se lamentaban, y de restituir la felicidad y el bienestar a esta monarquía; es bien reparable, decimos, que el hombre en quien hacia tantos años se cifraban tan universales esperanzas, desvaneciera tan pronto tantas y tan antiguas ilusiones.
Pero es lo cierto que se observó muy pronto que el tan aclamado príncipe, luego que se vio árbitro y dueño absoluto del poder codiciado, en vez de la capacidad, del talento y de la prudencia que se le suponía para la dirección de los negocios, no mostró sino altivez y soberbia, ni parecía cuidar de otra cosa que de satisfacer un espíritu mezquino de venganza contra todos los que se habían opuesto a sus ambiciosos planes, o disfrutado algún favor en el anterior valimiento, o no habían firmado el compromiso o pleito-homenaje de los grandes para traerle al lado del rey. Así que, fueron sintiendo los golpes de sus iras y saliendo sucesivamente desterrados de la corte el almirante de Castilla, el conde de Aguilar, coronel del regimiento de la Chamberga, don Pedro de Rivera, conductor de embajadores, el caballerizo mayor marqués de la Algava, el conde de Montijo, el de Aranda y varios otros grandes señores, como el príncipe de Stigliano, el marqués de Mondéjar y el conde de Humanes, o por no haber suscrito la confederación, o por haber conservado cierta fidelidad a la reina madre, o simplemente por no ser sus partidarios y adeptos. Señalose contra el respetable vice-canciller de Aragón, don Melchor de Navarra, porque con su prudencia había desviado a los aragoneses de las reclamaciones que el año anterior habían entablado en su favor, le exoneró del cargo, y dio al cardenal Aragón el puesto de vice-canciller de aquel reino{1}. Ni respetó al digno presidente de Castilla conde de Villaumbrosa, el más integro y el mejor magistrado de aquel tiempo, sin otra razón que la de no haber firmado el pleito-homenaje de los grandes, dándole por sucesor en la presidencia a don Juan de la Puente, a quien ni el nacimiento, ni el talento, ni las letras recomendaban para tan elevado puesto. Y aun pareciéndole que el conde de Monterrey divertía demasiado al monarca, lo cual era bastante para mirarle con recelo y sospecha, le alejó también de la corte, enviándole de capitán general a Cataluña; y por cierto le hizo residenciar después severamente por su conducta en el negocio de Puigcerdá{2}.
Fijos constantemente los recelosos ojos del hermano bastardo del rey en el alcázar de Toledo, residencia que se había señalado a la reina madre, y donde la acompañaban el embajador de Alemania, el marqués de Mancera, el cardenal, y el confesor Moya, de la compañía de Jesús, vivía mártir de la desconfianza, hacía reconocer las cartas que iban y venían de Toledo, daba oídos a todos los chismes, y como si esto no bastara para traerle en continua inquietud y zozobra, rodeose de espías, y empleó tantos para averiguar lo que contra él se decía o tramaba, que esto solo habría sido suficiente para impedirle fijar la atención en los negocios graves, consumirle el tiempo, y trastornarle el juicio.
El pueblo por su parte veía que ni se rebajaban los impuestos, ni los precios de los mantenimientos disminuían, ni la hacienda iba mejor administrada, ni la justicia se restablecía, ni experimentaba ninguno de aquellos bienes que del nuevo ministro se había prometido; y que por el contrario iban las cosas en igual o mayor desorden que antes, y que ocupado solo en desterrar a los que tenía por desafectos, y en dar valor a los chismes y enredos de corte, atento solo a su interés, y más cuidadoso de entretener con pasatiempos y bagatelas al joven soberano que de instruirle y guiarle en el arte de reinar, por esta vez la mudanza de señor nada le había aprovechado. Y como el pueblo pasa fácilmente, cuando se ve burlado, del extremo del entusiasmo al del aborrecimiento, hubiera sido de temer alguna sublevación a no estar ya tan encarnado en los españoles el respeto a sus monarcas. Por lo demás hacíanse comparaciones entre el de Austria, Nithard y Valenzuela, y decíase de público que sobre no haber mejorado en el cambio, al menos aquellos favoritos habían sido más indulgentes con él en su tiempo, y nunca se los vio dominados de ese espíritu exaltado de venganza.
Ocupaban a don Juan con preferencia las cosas más frívolas, o de pura etiqueta, o de pura vanidad. Daba grande importancia al asiento que debería corresponderle ocupar en la real capilla, y tomó el inmediato a S. M. con silla y almohada, que solo habían tenido en lo antiguo los príncipes de Parma y de Florencia. Recibía de pie a los ministros extranjeros, y esto solo en la secretaría, dándose aire de príncipe; rasgo de orgullo que fue censurado con merecida severidad. En el afán de deshacer todo lo que había hecho Valenzuela, hasta el caballo de bronce, o sea la estatua ecuestre de Felipe IV que Valenzuela había trasladado del Retiro para coronar el frontispicio de palacio, fue quitada de su puesto, y vuelta al sitio en que antes estaba. Y en tanto que el ministro atendía a estas pequeñeces, y a hacer variaciones en los trajes de palacio, aboliendo las antiguas y autorizadas golillas y subrogándolas con las corbatas, las chambergas, los calzones anchos y los bridecúes, totalmente extranjeros, ni se cuidaba de reforzar los tercios de Flandes, ni de enviar a las tropas que allí había socorros de dinero, y los ejércitos de Luis XIV nos iban tomando las mejores plazas de los Países Bajos, y devastando y asolando el principado de Cataluña, yendo para nosotros la guerra de mal en peor, como recordará el lector fácilmente por lo que dejamos referido en los capítulos anteriores.
Tan largo don Juan en decretar destierros como corto en otorgar recompensas, que todas se redujeron a unos pocos empleos y a algunas llaves de gentilhombre, no solo concitó contra sí el odio de los nobles desterrados y de los parientes y amigos de éstos en la corte, sino que se enajenó a los mismos que habían sido sus parciales y favorecedores, que todos se consideraban con derecho a recibir gracias y acreedores a medros. Y ofendidos todos, los unos de su altivez y de su despotismo, los otros de su orgullo y de su ingratitud, volvían los ojos a la reina madre desterrada en Toledo, y no faltaron quienes la escribieran asegurándole que su vuelta al lado de S. M. se esperaba con impaciencia, prometiendo que ellos por su parte harían cuanto pudieran por conseguirla. Con esto y con difundirse la voz de que don Juan, no obstante su calidad de bastardo y de hijo de una cómica, aspiraba a hacerse algún día señor de esta monarquía, no dejó de haber inteligencias y tratos para derribarle. Pero era todavía muy temprano para otra mudanza, y como don Juan asediaba de continuo al rey, y no permitía que nadie sino él se le acercara, escudado con esta exclusiva influencia sobre un monarca inexperto y débil, no le fue difícil ir venciendo aquellas nacientes y no bien organizadas tentativas, o más bien tendencias de conspiración{3}.
Con todo, cuando vio que el rey disponía su jornada de primavera a Aranjuez, tuvo por peligroso estar a tan corta distancia de Toledo, residencia de la reina madre; y representando a S. M. la conveniencia de ir a jurar a los aragoneses sus fueros, según él cuando estaba allá les había ofrecido, inclinole a que convocara cortes en Calatayud; hecho lo cual, salieron sin aparato y por la puerta secreta de palacio camino de Aragón (últimos de abril, 1677), dejando como burlada y con cierto desconsuelo a la gran muchedumbre que en casos tales se agrupa siempre en calles y plazas para presenciar la salida de sus reyes. A instancia de los de Zaragoza se trasladaron a esta ciudad las cortes convocadas para Calatayud. A primeros de mayo llegó el rey a aquella población, donde después de descansar dos días en el palacio de la Aljafería hizo su entrada pública con gran cortejo y con gran júbilo de los naturales, que hacía treinta y seis años que no veían a su natural señor. Abriéronse las cortes, juró el monarca los fueros del reino, y hecha su propuesta determinó volverse pronto a la corte a causa de la impaciencia que mostraban los castellanos, dejando por presidente en ellas a don Pedro de Aragón, de la ilustre casa de Cardona, y muy venerado en aquellos reinos{4}. El principado de Cataluña y ciudad de Barcelona le enviaron embajada rogándole fuese también a favorecerles, pero su resolución estaba tomada, la guerra de Cataluña le ofrecía poco aliciente, y a principios de junio dio la vuelta a Madrid, distribuyendo algunas gracias a los aragoneses, pero encontrando la corte un poco intranquila por la escasez de pan y de otros artículos de necesario consumo.
No logró reponerse el príncipe bastardo en la opinión pública después de su regreso a Madrid, por más que procurara acallar a los descontentos, dando algunos empleos a los desterrados antes, o a sus hermanos y parientes, haciendo algunas reformas económicas, expidiendo algunas pragmáticas para moderar los trajes y su coste, desterrando las mulas de los coches y fomentando la introducción de los caballos, con otras cosas por este orden, mandadas ya antes muchas veces, y pocas practicadas. Mas como quiera que los sucesos de la guerra nos eran tan contrarios, que los virreyes y generales de nuestras tropas en Sicilia, en Alemania, en los Países Bajos y en Cataluña carecían de socorros de hombres, de dinero y de mantenimientos por más que repetidamente los reclamaban, y que nuestras armas iban en todas partes en decadencia, perdíamos territorios, y las potencias de Europa negociaban una paz que no podía menos de ser humillante y vergonzosa para España, atribuíase en la mayor parte a indolencia y a torpeza del príncipe ministro, decíase públicamente que el crédito que en tal cual ocasión había ganado en la guerra era debido a sus generales y consejeros, añadíase que el que había perdido a Portugal perdería a Flandes, la ociosa malicia hallaba materia de crítica en todas sus acciones, pululaban las sátiras y los pasquines, manía y ocupación de casi todos los ingenios medianos y de algunos agudos entendimientos en aquella época. Y don Juan, que en vez de despreciar con magnanimidad tales niñerías, las tomaba por lo serio, desterrando o encarcelando a algunos de los que se suponía autores de aquellos papeles, como al marqués de Agrópoli y al doctor López, daba tentación a los hombres malignos para seguir mortificándole con escritos satíricos, que se multiplicaban hasta un grado que solo puede concebirse registrando en los archivos y bibliotecas los infinitos que todavía se conservan y existen.
La paz de Nimega (1678), que al fin se recibió con júbilo en la corte de España, siquiera porque, agotados todos los recursos, era ya imposible continuar la guerra sin perderlo todo, afirmó a don Juan en el favor del soberano, impuso silencio por algún tiempo a sus enemigos, y le inspiró un pensamiento que él creyó sería el que le consolidaría en el favor y en el poder, sin calcular que un medio semejante había ocasionado la ruina de otros privados. Toda la nación deseaba ya que el rey contrajera matrimonio, para ver de asegurar la sucesión al trono. Sabía don Juan que la reina madre le tenía destinada la archiduquesa de Austria, hija del emperador, y que estaban ya convenidos y hasta firmados los artículos del contrato. Interés del ministro era contrariar el enlace con una princesa de la misma casa y pariente de la reina. Érale, pues, preciso trastornar aquel plan, persuadiendo al rey que la razón de estado y la nueva marcha que después de la paz había de llevar la política hacían necesario dar otro giro a este negocio. Propúsole primeramente la princesa heredera de Portugal, joven, robusta y hermosa, y conveniente además como medio de unir otra vez aquella corona a la de Castilla. Pero sobre estar ya aquella princesa prometida al duque de Saboya, el suceso de la emancipación de Portugal estaba demasiado reciente para que los portugueses no rechazaran todo lo que tendiera a llevarles allí un monarca castellano. Fue, pues, inútil toda gestión en este sentido, y entonces don Juan, aprovechando la buena ocasión que le ofrecía la paz con Francia, y como medio para hacerla más sólida, propuso a Carlos como el enlace más ventajoso el de la hija primogénita del duque de Orleans, hermano único de Luis XIV.
Tenía este plan la ventaja de agradar a la nación y de gustar más que otro alguno al rey. Al pueblo, porque recordando con placer a la reina María Isabel de de Francia, esposa de Felipe IV, y las virtudes que le habían granjeado la estimación pública de los españoles, le halagaba tener otra reina de la misma familia. A Carlos, porque había visto su retrato y se había enamorado de su hermosura; era casi de su misma edad, y todos los españoles que habían estado en París encarecían su amabilidad, su fina educación, y las bellas dotes de su espíritu. Solo no se comprendía el empeño de don Juan de Austria en casar al rey, puesto que cualquiera que fuese la reina, la legítima y natural influencia de esposa había de disminuir, dado que no le fuese del todo contraria, la del favorito, y tal vez acabarla, como de ello se habían visto ejemplares en tiempos no muy apartados. Discurríase por lo tanto sobre el extraño interés que mostraba en poner al rey en el caso de tener sucesión el mismo de quien se murmuraba que en la falta de ella cifraba sus aspiraciones al trono; y había quien llevaba su suspicacia y malignidad hasta el punto de suponer que con este matrimonio se proponía don Juan de Austria acabar de destruir más pronto la complexión ya harto débil del rey, y allanar por este medio el camino del solio. La malicia de los cortesanos hacía estos y otros semejantes discursos, que por lo menos demuestran el odio que los animaba hacia el valido y el apasionado afán con que trabajaban por labrar su descrédito.
A pedir la mano de la princesa fue enviado a París el marqués de los Balbases, uno de los plenipotenciarios españoles en el congreso de Nimega. La proposición fue muy bien recibida, así por el padre de la princesa como por el rey cristianísimo, su tío. Con cuya noticia procedió don Juan de Austria a proveer los oficios y empleos del cuarto de la futura reina, cuidando de poner en ellos las personas de su mayor devoción para hacerse lugar por medio de ellas en la gracia de la esposa de su rey (enero, 1679). Hizo venir de Salamanca al dominicano Fr. Francisco Reluz para confesor de S. M. bajo la fianza que le dio el duque de Alba de que se conformaría en todo a su voluntad. Para distraer a Carlos de la jornada de Aranjuez, por temor de que cayera en la tentación de llamar a la reina madre o de ir a verla, entreteníale con diversiones de toros, cañas y comedias, y con cacerías en los bosques de la Zarzuela y del Pardo. Pero tampoco se descuidaban la madre y sus parciales, que iban siendo más cada día, al paso que habían ido disminuyendo los de don Juan, en negociar la vuelta de aquella señora a la corte; y tal vez lo habrían logrado pronto, si el marqués de Villars, embajador de Francia, que vino a Madrid (17 de junio, 1679), a tratar de la conclusión del matrimonio, y hombre poco afecto al ministro favorito, no hubiera manifestado repugnancia a entrar en aquella intriga, y propuesto que se difiriera hasta la venida de la reina, no dudando que entonces sería más cierta y segura la caída del privado{5}.
Así pensaban todos los hombres que discurrían con menos pasión, y era sin duda el partido más sensato. Mas iban siendo ya tantos los enemigos de don Juan, y tantos los que habiéndosele mostrado antes devotos le abandonaban, que hasta aquel mismo confesor que de Salamanca trajo ex-profeso, le volvió las espaldas alegando que nada había hecho por él de lo que le había prometido; razón singular, que revelaba las miras mundanas del buen religioso llamado a dirigir la conciencia real. Vio que por su mediación se alzó el destierro al príncipe de Stigliano. El duque de Osuna, a quien quiso el ministro alejar más de la corte, también obtuvo su regreso por intercesión del de Medinaceli. Y como pidiesen al rey por los demás desterrados, y le manifestasen la oposición que a ello hacía el ministro, contestó Carlos con desacostumbrada entereza: «Importa poco que don Juan se oponga; lo quiero yo y basta.» Palabras que llenaron al favorito de amargura, y le hicieron comprender que el favor se le escapaba, que se nublaba a toda prisa la estrella de su valimiento, con síntomas de acabar de oscurecerse, lo cual le infundió una melancolía profunda, que se agravó con una fiebre tercianaria que le sobrevino.
El 21 de julio (1679) llegó a Madrid un extraordinario despachado por el de los Balbases, con la noticia de haberse ajustado el casamiento de S. M. con la princesa María Luisa de Orleans y firmadas las capitulaciones, cosa que se celebró en la corte con gran regocijo y se solemnizó con tres días de luminarias y fiestas públicas{6}. Y el 30 salió de Madrid el duque de Pastrana nombrado embajador extraordinario cerca del rey de Francia, para que llevara la joya, que entonces se decía, a la reina. Hízosele en París un recibimiento ostentoso, y los desposorios se celebraron con toda magnificencia (31 de agosto) en Fontenebleau con el príncipe de Conti, en quien se sustituyó el poder dado por S. M.; noticia que se celebró en Madrid con mascaradas y otros espectáculos{7}.
No alcanzó a ver don Juan de Austria la venida de la reina: acabósele la vida antes que llegara la esposa de su rey: habíansele hecho dobles las tercianas; los médicos no le curaban el mal de espíritu que se le había apoderado; Carlos le visitó con frecuencia durante su enfermedad, manifestándole el más vivo interés por su salud; él nombró al rey heredero de sus bienes, y legó a las dos reinas sus piedras preciosas, y el 17 de setiembre, a los cincuenta años de su edad, pasó a mejor vida, causando general admiración la resignación cristiana que mostró en sus últimos momentos{8}. Así murió, ni bien conservando la privanza, ni bien caído de ella, el hijo bastardo de Felipe IV y de María Calderón, a quien los extranjeros representan como el último hombre grande de la dinastía de Austria en España, y de cuya nobleza de alma, ingenio, talento, virtudes y experiencia en el arte de gobernar hacen los mismos elogios que hizo el papel oficial del gobierno al anunciar su muerte. Pero este juicio está en completo desacuerdo con el que mereció a sus contemporáneos, y dista mucho del que imparcialmente se puede formar de sus acciones y conducta como gobernante. Porque si bien don Juan de Austria había logrado en ocasiones dadas ganar alguna gloria en las guerras como general, tuvo la desgracia de que en sus manos se perdiera Portugal y la mayor parte de Flandes, y sobre todo perdió la reputación y el buen concepto en que antes muchos le tenían desde que comenzó a obrar como ministro y a ejercer el poder que tanto había ambicionado, y que por espacio de tantos años y por tan tortuosos medios había intentado escalar.
Apenas murió don Juan, el rey, como si hubiera tenido hasta entonces el espíritu y el cuerpo sujetos con ligaduras, soltolas de repente y se fue a Toledo a ver a doña Mariana su madre. Abrazáronse madre e hijo, llorando tiernamente y conferenciando a solas, y quedó determinada la venida de la reina a la corte. Volviose Carlos, y a los pocos días salió otra vez camino de Toledo a recibir a su madre; encontráronse, y subiendo los dos a un mismo coche, hicieron juntos su entrada en el Buen Retiro (28 de setiembre, 1679), donde permaneció la reina hasta que se le preparó la casa del duque de Uceda que escogió para su morada. El pueblo, cuyo odio y cuyas maldiciones habían seguido dos años antes a la madre de Carlos II en su destierro de la corte, la recibió ahora con alegría y la victoreó con entusiasmo. El pueblo, por lo común inconstante y voluble en sus juicios, pero a quien nada hace mudar tanto de opinión como el verse burlado en las esperanzas que ha concebido de un hombre, olvidó con las faltas de don Juan las que antes había abominado tanto en la reina madre. Los cortesanos volvieron a rodearla como en los días de su mayor poder, aun los mismos que antes habían conspirado a su caída, porque todos esperaban que siendo el rey inexperto y joven, la madre recobraría su antiguo ascendiente sobre él, y sería otra vez la distribuidora de las gracias, que calculaban serían muchas estando tan próximas las bodas del hijo. Muchos sin embargo sospechaban que escarmentada con los pasados disgustos se abstendría de tomar parte en la política. Todo eran conjeturas, y todo el mundo estaba en expectación, pero aquella señora mostraba cierta indiferencia hacia la política, contentándose al parecer con tener y conservar la gracia y el favor de su hijo.
Mas en realidad lo que embargaba la atención del rey y de la corte eran los preparativos para recibir a la nueva reina María Luisa. Por fortuna hubo la feliz coincidencia de que arribaran por este tiempo a Cádiz los galeones de América trayendo treinta millones; remesa que llegó tan oportunamente que sin ella en tales circunstancias, y exhausto como se hallaba el tesoro, hubiera sido muy difícil y casi imposible atender a los gastos del viaje. A recibir a la reina en la frontera de ambas naciones salieron de Madrid (26 de setiembre) el marqués de Astorga y la duquesa de Terranova, llevando lo que se decía entonces la casa real, que era la servidumbre destinada a la reina, y a los pocos días lo verificó el duque de Osuna que acababa de llegar de su destierro. Acompañábale el padre Vingtimiglia, teatino siciliano, que escapado de su país por los alborotos de Messina en que tomó parte, se refugió a España, se introdujo primeramente con don Juan de Austria y después con el duque de Osuna, y fiado en que hablaba francés y aspirando a ser confesor de la reina, quiso ser el primero a hablarla, y no paró hasta llegar a Bayona. Avisó el marqués de los Balbases la salida de la reina de Fontenebleau y de París, después de haber sido suntuosamente agasajada en su despedida del rey y de la corte, trayendo en su compañía al duque de Harcourt como embajador extraordinario, a su aya la mariscala de Clerambaut como camarera mayor, y porción de damas jóvenes y bellas de la primera nobleza de Francia. Hacía su viaje en jornadas cortas, y por todos los pueblos del tránsito era festejada con magnificencia, y recibía las más cordiales demostraciones de cariño y de respeto. Al llegar a Bayona se le presentó el osado Vingtimiglia, y en su impaciencia de conquistarse su favor, y valiéndose con astucia de la gente de su servidumbre, comenzó por inspirarle sentimientos de desconfianza hacia la reina madre y el embajador francés, la persuadió a que moviera al rey a formar un consejo de Estado, del cual, decía, sería el mejor presidente el duque de Osuna, y por último solicitó del de Harcourt que le presentara una Memoria que llevaba escrita, desenvolviendo un plan de gobierno a su manera. Pero en vista de su importunidad y de su mal disimulada ambición, condenáronle al desprecio, y abochornado el de Osuna de que a la sombra de su protección hubiera querido hacer valer proyectos que él ignoraba, le abandonó a su suerte, no queriendo ya admitirle siquiera en su compañía para que no le comprometiera{9}.
Esperaba ya a la reina la comitiva española en Irún. Habíase preparado una linda casita de madera orilla del Bidasoa para que descansara; la entrega se había de hacer en la ya célebre isla de los Faisanes: llegó allí la reina el 3 de noviembre (1679), y embarcándose en una hermosa falúa que estaba dispuesta, la recibió el marqués de Astorga, a quien se hizo la entrega con la ceremonia y las formalidades de costumbre. Pasaron luego todos a Irún, en cuya iglesia se cantó un solemne Te Deum en acción de gracias al Todopoderoso por su feliz viaje. Iguales demostraciones de regocijo que en aquella villa fue recibiendo la reina en todos los pueblos por donde pasaba. El 24 de octubre había salido de Madrid el rey a encontrar a su real esposa, con gran séquito de señores, caballeros y criados, todos de gran gala, y tras él partieron después en posta el duque de Pastrana que acababa de llegar, y el primer caballerizo don José de Silva con un magnífico boato. El estado deplorable de los caminos hizo que la reina no pudiera llegar a Burgos el día que se la esperaba, pero la impaciencia de Carlos suplió aquella dilación, pues sabiendo que el 18 (noviembre) había tenido que hacer alto en la pequeña aldea de Quintanapalla, distante tres leguas de aquella ciudad, el 19 partió el rey de Burgos, precedido del patriarca de las Indias, no llevando consigo sino las personas precisas para su asistencia, y cerca de la hora de medio día se vieron por primera vez en Quintanapalla los augustos novios, saludándose con mutuo cariño y ternura.
Ratificáronse aquel día las bodas ante el patriarca de las Indias en aquella pobre y miserable aldea, que nunca pudo pensar tener tanta dicha; comieron juntos los regios consortes, y partieron por la tarde en una misma carroza. Hicieron su entrada en Burgos, donde descansaron algunos días, alternando entre las dulzuras conyugales y los festejos de mascaradas, comedias y otras diversiones con que los obsequiaron{10}. Desde Burgos se dividieron las dos comitivas de la servidumbre del rey y de la reina para no embarazarse en el viaje a Madrid, viniendo la una por Valladolid y la otra por Aranda de Duero, y el 2 de diciembre (1679) llegaron SS. MM. felizmente al palacio del Buen Retiro entre las aclamaciones del inmenso pueblo que ansioso los aguardaba. Allí permanecieron muchos días, recibiendo frecuentes visitas de la reina madre, y los parabienes de los embajadores, grandes, y caballeros de la corte, entretenidos con comedias y divertido el rey con partidas de caza, hasta el 23 de enero (1680), que hicieron su entrada pública y su traslación al palacio de Madrid, por en medio de arcos triunfales con inscripciones y versos, fachadas adornadas con variedad de gustos, comparsas de gremios, coros de música, y otros vistosos aparatos. Por muchos días duraron en Madrid las fiestas, tales y tan suntuosas, que parecía que la nación se hallaba en el colmo de su prosperidad, y que no había otra cosa en qué pensar sino en regocijos. Ya iremos viendo la gangrena que se ocultaba bajo estas brillantes y engañosas apariencias{11}.
{1} Real decreto expedido en el Buen Retiro, a 10 de febrero, 1677.
{2} Aquel suceso desgraciado de la guerra de Cataluña, de que hablamos en el capítulo 3.º
{3} Sucinta relación del vario estado que ha tenido la monarquía de España, &c. en el Semanario erudito de Valladares, tomo XIV.– Epítome histórico de los sucesos de España, &c. MS. del Archivo de Salazar, c. III.
{4} Cerráronse estas cortes el 25 de enero del año siguiente. Sus fueros y actos se imprimieron en Zaragoza por Pascual Bueno en 1678, en folio.– Jornada al reino de Aragón de Carlos II con su hermano don Juan de Austria, 4 de abril, 1677: impreso: Archivo de Salazar, Est. 14.
{5} Gacetas del año 1679. En ellas hay varias cartas de París en que se hace relación «de la magnífica y pomposa entrada del Excelentísimo señor marqués de los Balbases, embajador extraordinario del Rey Ntro. Sr.:» y en que se dan noticias de lo que iba ocurriendo en orden al casamiento.
{6} Gaceta del 25 de julio. En la misma Gaceta se decía: «S. A. (don Juan de Austria) después de la cuarta sangría se halla, a Dios gracias, mejorado de las tercianas, no habiéndole repetido la accesión desde el miércoles pasado.»– Capitulaciones matrimoniales entre Carlos II y doña María Luisa de Orleans, otorgadas en Fontenebleau: MS. de la Real Academia de la Historia, c. 27.
{7} Relación de la ostentosa entrada en Francia del duque de Pastrana, portador del presente de Carlos II a su esposa María Luisa de Borbón: impresa en dos folios.– Relación del desposorio de Carlos II &c. id. Archivo de Salazar, Est. 7, grad. 2, n. 65.– Gaceta del 12 de setiembre, 1679.
{8} Gaceta ordinaria de Madrid de 19 de setiembre de 1679.– Dejó don Juan una hija muy hermosa que había tenido de una persona de distinción, la cual tomó el hábito de religiosa en las Descalzas Reales.
{9} El tal padre Vingtimiglia hubiera ya muerto en un cadalso en Sicilia como uno de los principales revoltosos, si no hubiera acertado a fugarse y venir a España. Aquí se hizo del partido de don Juan de Austria, conspiró con él, le fue a buscar a Zaragoza, y era el alma de la conjuración en aquella ciudad. Muerto don Juan, se arrimó al duque de Osuna, y quiso a su sombra elevarse en alas del favor de la que venía a ser reina de España, de la manera que hemos visto.– Correspondencia del embajador de Dinamarca en Madrid; cartas a su gobierno sobre este asunto, en Mignet, Documentos inéditos sobre la sucesión de España, tomo IV.– MS. del Archivo de Salazar, en su Biblioteca de la Academia de la Historia.
{10} Entre las mascaradas hubo una en que los hombres marchaban en parejas figurando en sus trajes aves y animales, cada uno con su mote en verso. Como muestra de la depravación a que había llegado el mal gusto literario en esta época, sin que por eso faltaran en la corte algunos buenos ingenios, vamos a citar algunos de aquellos motes:
A dos águilas.
Aqueste fiero arcaduz
aunque un águila le aprieta,
lo mismo es que una escopeta.
A dos milanos.
Estas aves de rapiña
con las plumas de milanos,
dicen que son escribanos.
A dos cochinos.
Quitándome de porfías,
porque no digan soy terco,
yo digo que soy un puerco.
A dos ratones.
De ver ratones aquí
no hay que admirar el exceso,
que hace obscuro y huele a queso.
A dos gallos.
Si quieres parecer gallo,
pues a ser gallo te inclinas,
anda siempre entre gallinas.
A dos que iban majando
Ya no dirán que el majar
es cosa de majaderos,
pues majan dos caballeros.
A dos que marchaban de espaldas.
No es quimera esta que ves,
pues sucede, si reparas,
haber hombres de dos caras.
A una pareja con los pies hacia arriba.
En esta rara invención
al mundo pintado ves,
pues también anda al revés.
A dos papagayos.
Piensan que el ser papagayo
es animal de las Indias,
y se engañan, porque hay muchos
papagayos en Castilla.
Y por este orden y de este género otros muchísimos motes.– Relación impresa de aquel año titulada: «Dichas de Quintanapalla, y Glorias de Burgos,» y publicada como gaceta extraordinaria.
{11} De todos estos sucesos nos informan minuciosamente las gacetas ordinarias de aquel tiempo, que salían cada ocho días, y las muchas Relaciones que se escribían y publicaban como gacetas extraordinarias, tales como las siguientes: Descripción de las circunstancias más esenciales de lo sucedido en la augusta y celebre función del desposorio del Señor Rey Don Carlos II con la Serma. Real Princesa Doña María Luisa de Borbón, ejecutado en el Real Sitio de Fontanabló, a 31 de este presente año de 1679: por carta de un caballero que se halló presente, escrita a otro de esta corte a 2 de setiembre.– Relación de la salida que hizo el Excelentísimo Señor Duque de Osuna, caballerizo mayor de la Reina Nuestra Señora doña María Luisa de Borbón, de orden de S. M. &c.– Primera y segunda parte del viaje de la Reina Nuestra Señora, &c.– Dichas de Quintanapalla y Glorias de Burgos, bosquejadas, &c.– Relación compendiosa del recibimiento y entrada triunfante de la Reina Nuestra Señora, &c., en la muy Noble, Leal, Coronada villa de Madrid. Y otras infinitas que podríamos citar.