Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro V Reinado de Carlos II

Capítulo IX
Ministerio del Conde de Oropesa
De 1685 a 1691

Reformas económicas emprendidas por el de Oropesa.– Trabajos diplomáticos.– Confederación de algunas potencias contra Luis XIV.– La Liga de Augsburgo.– Penetran las tropas francesas en Alemania.– Revolución de Inglaterra.– Destronamiento de Jacobo II.– Coronación de Guillermo, príncipe de Orange.– Conquistas del francés en Alemania.– Armamentos en España.– Muerte de la reina María Luisa.– Segundas nupcias de Carlos II.– Declaración de guerra entre la Francia y los confederados.– Campaña de Flandes.– Célebre batalla de Fleurus.– Sitio y rendición de Mons.– Campaña del francés en el Rin.– Ídem en Italia.– Apodérase el francés de la Saboya.– Campaña de Cataluña.– El duque de Noailles toma a Camprodón.– Recóbranla los españoles.– Piérdese Urgel.– Bombardea el francés a Barcelona, y se retira.– Gobierno del conde de Oropesa.– El marqués de los Vélez superintendente de Hacienda.– Escandalosa granjería de los empleos.– Disgusto y murmuración del pueblo.– Trabajos y manejos para derribar al ministro Oropesa.– La reina; el confesor; el presidente de Castilla; el secretario Lira.– Chismes en palacio.– Conducta miserable de Carlos II.– Caída del conde de Oropesa.– Nombramiento de nuevos consejeros.
 

Mostrose el de Oropesa en el principio de su ministerio más activo y más hábil que el de Medinaceli, y sus primeras providencias se encaminaron principalmente a la reforma de la hacienda, a la disminución de los gastos públicos y al alivio de los impuestos. Abolió muchos empleos militares por inútiles, suprimió por innecesarias muchas plazas en los tribunales y secretarías, aumentó las horas de trabajo a los que quedaban y les rebajó el sueldo, bien que asegurándoles el puntual cobro del que se les señalaba. Esta medida, como todas las reformas de esta clase, y como la supresión que hizo de todas las pensiones que se habían dado sin causa justa, produjo gran clamoreo de parte de los interesados.

Intentó también la reforma en los gastos de la casa real, que eran excesivos y consumían una gran parte de las rentas públicas, siendo muchos de ellos, no solo superfluos, sino escandalosos además. Pero estrellose en esto su buen deseo, y tuvo que retroceder ante el disgusto que sus insinuaciones produjeron en palacio{1}.

Dictó asimismo otras medidas económicas, algunas acertadas, otras no tan convenientes, pero conformes al espíritu y a los conocimientos de la época, y que probaban sobre todo su buen deseo. Tal fue la de prohibir el uso de todos los géneros y artículos extranjeros, con el doble fin de poner coto al excesivo y ruidoso lujo, y de que no saliera el oro y la plata de España, queriendo que empezara el ejemplo por la casa real, y haciendo quemar públicamente y a voz de pregón, para inspirar más horror a estos objetos, gran parte de los que existían en los comercios y almacenes. Quejáronse de ello los interesados, extranjeros y nacionales; pero acalláronse con la seguridad que el rey les dio de que serían pagados religiosamente, así como los prestamistas al estado que temieran perder sus hipotecas con la abolición de ciertos impuestos odiosos (1685).

Estas providencias, siempre útiles, aunque muy tardías para curar males tan añejos, no nacían solo del ministro Oropesa, sino también en gran parte de los consejos y juntas a quienes consultaba, porque era sistema de este ministro compartir el gobierno con otros para no llevar solo las culpas en lo que desacertase. Así dio tanta parte en los negocios a don Manuel de Lira, nombrado por su influjo secretario de Estado y del despacho universal; bien que este ambicioso, aunque hábil funcionario, le correspondió mal, aborreciéndole disimuladamente desde el principio, para declararle después la guerra abiertamente. El rey mismo pareció haberse hecho laborioso, dedicándose menos a las diversiones y más a los negocios públicos, manifestando deseos de informarse de todo, y mucha satisfacción de ver el talento y la claridad con que le enteraba el de Oropesa.

Veíase también otra actividad y otro tino en los representantes de España en las cortes extranjeras, para hacer ver a los hombres políticos la conveniencia de unirse al objeto de cortar la desmedida ambición de Luis XIV de Francia y de enfrenar sus pretensiones de dominación sobre la Europa entera, si no habían de ser todos los príncipes víctimas de su orgullo y de sus artificios. En cuanto al papa Inocencio XI, la ruidosa cuestión de las libertades de la iglesia galicana que por este tiempo se había agitado y duraba todavía, y la del derecho de franquicia que gozaban los embajadores franceses en Roma, facilitaban al español inclinar el ánimo del pontífice a entrar en una liga contra el francés. El de Londres, don Pedro Ronquillo, trabajaba activamente para separar a Jacobo II, que había sucedido hacía poco tiempo a su hermano Carlos II en el trono de Inglaterra, de la amistad que tenía con el de Francia. Al propio fin se enderezaban los trabajos de los demás ministros españoles cerca de otras potencias y soberanos. Con lo cual llegó a formarse una confederación, que dos años antes habían intentado el duque de Neuburg y el príncipe de Orange, entre el Imperio, la Suecia, la España, y algunos príncipes alemanes, que se llamó la liga de Augsburgo, y se firmó el 29 de junio (1686). Esta negociación, que se hizo sin conocimiento del rey Luis, tenía por objeto preservar cada cual sus estados de las usurpaciones del francés, con arreglo a la paz de Nimega y a la tregua de Aquisgrán. Los Estados generales de Holanda no entraron en ella por circunstancias especiales.

Entretanto Luis XIV, que siempre estaba en acecho del menor pretexto u ocasión para cometer violencias contra España y lanzarse con avidez sobre nuestras posesiones, diose por injuriado de que el gobierno español castigara con arreglo a sus leyes a ciertos contrabandistas franceses que infestaban nuestras provincias, para hacer reclamaciones tan atrevidas como injustas. Y habiéndolas rechazado el ministro de Carlos con la debida firmeza, vengose aquel soberbio soberano enviando a las costas de España una numerosa flota al mando del mariscal d'Estrées, que presentándose delante de Cádiz apresó dos galeones, sorprendió aquella descuidada población, y le pidió quinientos mil escudos, que fue menester satisfacer al francés para evitar que la bombardeara. Estos insultos, que nada podía justificar, se repetían con sobrada frecuencia.

Las reformas emprendidas por el ministro Oropesa iban dando algunos buenos frutos, tanto que pudo Carlos II, afecto a la casa imperial de Austria como todos los de su familia, enviar socorros de hombres y dinero al emperador para la famosa guerra que estaba sosteniendo contra el turco en Hungría, y en la cual se dio un gran paso con la toma que entonces se hizo (diciembre, 1686) de la plaza de Buda{2}.

Pero ciertamente era una época esta de calamidades y de contratiempos para España. Una imprudencia del gobernador de Orán don Diego de Bracamonte, hija de su viveza y de su temerario arrojo, fue causa de que setecientos cincuenta soldados españoles fueran degollados por los moros, incluso el imprudente gobernador, y hubiérase perdido aquella plaza, si el duque de Veraguas no la hubiera oportunamente socorrido (1687). La de Melilla estuvo sitiada por aquellos bárbaros cuarenta días, y el gobernador español fue muerto de un tiro de mosquete. En la América Meridional las sacudidas violentas de los terremotos arruinaban ciudades y comarcas, y parecía que los elementos se encargaban de destruir lo que perdonaban los filibusteros. Y en Nápoles se experimentaban iguales estragos, siendo víctimas de ellos millares de familias.

La confederación de Augsburgo se iba secreta y lentamente ensanchando con la adhesión de otros príncipes, que no podían tolerar, sin faltar a su dignidad y decoro, el predominio del orgulloso monarca francés. Tales fueron el elector de Baviera y el duque de Saboya, con quienes el papa trabajó sigilosa y mañosamente para que se unieran a los otros soberanos. Las victorias por este tiempo ganadas por venecianos y alemanes contra los turcos, en la Morea y la Hungría, victorias que quebrantaron el poder de la Media-luna, que se solemnizaban con regocijo en Viena, y se celebraban en Madrid con mascaradas, fuegos de artificio y otros espectáculos, por alguna parte que en ellas tenían como auxiliares los españoles, daban cierto respiro al emperador, que le permitía pensar en una nueva tentativa contra la Francia en unión con los demás aliados. Pero antes quiso dejar coronado rey de Hungría al archiduque José, y lo que es más, consiguió a fuerza de artificios que se declarara aquella corona hereditaria en la casa y familia imperial de Austria, contra las leyes y contra la costumbre del reino de elegir sus soberanos; novedad que fue por muchos recibida con gran disgusto, y dio más adelante ocasión a una guerra cruel.

Apercibiose ya Luis XIV del plan que contra él se había ido fraguando en la confederación de Augsburgo, que hasta ahora se había escapado a su perspicacia y a la sagacidad de sus ministros. Trató entonces de conjurarle, primero separando algunas potencias, halagando a unas con ofertas e intimidando a otras con amenazas; y después, cuando vio la ineficacia de aquella tentativa, proponiendo a las cortes de Viena y de Madrid convertir en paz verdadera y sólida la tregua de veinte años ajustada en Aquisgrán. También le fueron desechadas estas proposiciones: en vista de lo cual se preparó para la lucha que veía amenazarle, con la extraordinaria actividad propia de su genio, y que tanto contrastaba con la lentitud alemana y española. Verdad es que el emperador continuaba todavía embarazado con la guerra de Turquía, y no le era a él decoroso solicitar la paz, por más que a ello le instaba Carlos II de España. Ello fue que el francés se halló pronto para entrar en campaña antes que los imperiales y españoles hubieran hecho los oportunos preparativos, y con pretexto de la sucesión al arzobispado de Colonia, y de favorecer a uno de los pretendientes contra el otro a quien protegían el emperador, el rey de España y los Estados Generales de Holanda{3}, penetraron sus tropas en los dominios alemanes (1688).

Pero ocurrió a este tiempo un suceso de la mayor gravedad, que hizo variar en gran parte la política de las naciones, y produjo no poca mudanza en las relaciones de algunas potencias europeas. El príncipe Guillermo de Orange, que, como dijimos, no había entrado en la liga de Augsburgo por mas que le interesaba envolver a la Francia en una guerra con los confederados, había hecho en sus Estados grandes armamentos marítimos y terrestres, cuyo verdadero objeto ocultaba y no le conocía tampoco el francés. Ahora se descubrió, bien a pesar de éste, cuál era su designio. El rey Jacobo II de Inglaterra, hombre de voluntad muy firme, pero de escaso talento, había intentado establecer en la Gran Bretaña el poder absoluto y el catolicismo que él profesaba, con manifiesto disgusto de la mayoría de sus súbditos. Guillermo de Orange era su yerno, y estaba educado en la secta calvinista. Mantenía el statuder de Holanda secretas inteligencias con un gran número de ingleses descontentos, y por más que Jacobo fue avisado del peligro que corría, lleno de ciega confianza menospreció los avisos creyéndose con fuerzas para ocurrir a cuanto sobreviniese. Cuando el de Orange lo tuvo todo preparado, diose a la vela con una numerosa flota en que llevaba catorce mil hombres. Sin resistencia desembarcó en Inglaterra, y en el momento se le incorporaron multitud de ingleses enemigos del rey. Abandonado Jacobo hasta de su propia hija segunda, casada con el príncipe de Dinamarca, perdió toda su firmeza, y exclamando: «¡Gran Dios, tened compasión de mí, pues mis propios hijos me abandonan con tanta crueldad!» se embarcó y huyó del reino. El trono fue declarado vacante; Guillermo convocó una convención nacional, y ésta, después de muchos debates, hizo un bill por el cual se confería la corona de Inglaterra al príncipe Guillermo de Orange y su esposa María, determinando él mismo el orden de la sucesión{4}.

Esta revolución inesperada privaba a Luis XIV de un poderoso aliado, y hacía al nuevo monarca inglés dueño de todos los recursos reunidos de Holanda y de Inglaterra. Por otra parte los confederados se consideraban engañados por el de Orange, cuya conducta trastornaba todos sus proyectos. El ejército francés del Rin sitió a Philisburg y la rindió al cabo de veinte y cuatro días de abierta trinchera. Después de lo cual brindó Luis XIV al emperador con la paz, y como éste no aceptara las condiciones con que se la ofrecía, continuó el francés sus conquistas, y se apoderó antes del fin del año (1688) de Manhein, Spira, Worms, Oppenhein, Tréveris y Frakendal. España armó su escuadra, diéronse instrucciones al marqués de Gastañaga que gobernaba los Países Bajos, se reforzó el ejército de Cataluña, cuyo gobierno se dio al conde de Melgar, hombre a propósito para conciliar los ánimos que andaban algo alterados con los excesos que la tropa cometía, y se recibieron de Italia cuantiosos donativos para la guerra.

Tuvo a poco de esto el rey Carlos II la desgracia y la pena de perder a su amada esposa María Luisa de Orleans (12 de febrero, 1689), víctima en pocos días de una enfermedad aguda{5}. La circunstancia de no haber tenido sucesión, falta que en general se achacaba más al rey que a la reina, hizo más sensible su muerte a los españoles, porque sabían la esperanza que en ello fundaba el francés de heredar el trono de Castilla{6}. Entre sus papeles reservados se afirma haberse hallado uno escrito en francés, y que parecía ser del rey su tío, en el cual la exhortaba, a que, pues la providencia en su altísima sabiduría no había querido darle sucesión, no apartara su corazón y su afecto de la patria en que había recibido el ser, y a que procurara aprovecharse del puesto que ocupaba para «sembrar, cultivar y establecer las ventajas de la Francia;» dábale consejos y lecciones de cómo había de conducirse con su esposo, y la instruía de cómo había de tratar a cada uno de los personajes que manejaban los negocios del gobierno y de palacio, lo cual da en mucha parte la clave de la conducta de aquella reina{7}.

El deseo de tener sucesión movió a Carlos a pensar al instante en tomar nueva esposa; bien que no sintiendo inclinación a ninguna, después de algunas gestiones mal conducidas por el obispo de Ávila con la princesa de Portugal, dejó la elección al emperador su tío, el cual por consejo de la emperatriz le designó a la hija del elector Palatino María Ana de Neuburg, hermana suya. No puso Carlos dificultad, y llevose a cabo el matrimonio, en verdad no para bien del rey ni del reino. Porque sobre haber enviado a España una reina imperiosa y altiva, ambiciosa de mando y avara de dinero, aquel nuevo lazo de unión entre las dos familias reinantes de la casa de Austria en la situación en que nos encontrábamos con el francés, avivó la enemiga de Luis XIV, y le dio nuevo motivo, si él lo necesitara, para apresurarse a declararnos la guerra (marzo, 1689). Correspondiole a su vez la dieta de Ratisbona proclamándole enemigo del imperio por las repetidas infracciones de los tratados de Munster y de Nimega, y enemigo además de los príncipes cristianos por el favor que contra ellos daba al turco y a los rebeldes de Hungría, digno por tanto de que todos se unieran para vengarse de él.

Abrió pues el monarca francés la campaña contra todos los confederados (mayo, 1689), con aquella confianza que le daban sus anteriores triunfos, en Flandes, en Cataluña y en Italia. Pocos progresos hizo aquel año el mariscal de Humiéres en Flandes. Mandaba las tropas holandesas el príncipe de Waldeck, las españolas el de Vaudemont, junto con el gobernador de los Países Bajos españoles, marqués de Gastañaga. Hubo algunos combates, pero sin resultado decisivo. Más afortunado en la campaña siguiente el mariscal de Luxemburgo, ganó la famosa batalla de Fleurus (1.° de julio, 1690) contra holandeses y españoles, en que los aliados tuvieron seis mil muertos y multitud de heridos, y dejaron en poder del enemigo ocho mil prisioneros, cuarenta y nueve cañones, doscientos estandartes y doscientos carros de municiones de guerra. No fue menor la pérdida del francés, porque la caballería y la infantería de los confederados había hecho prodigios de valor, pero quedó dueño del campo, y los nuestros se retiraron a Bruselas. Unos y otros se reforzaron después; los aliados con las tropas del elector de Brandeburgo, que tomó el mando de todas como generalísimo; los franceses con los refuerzos que les enviaron el mariscal de Humiéres y el marqués de Bouflers. Pero ni unos ni otros se atrevieron a venir a las manos en el resto de aquel año, aunque algunas veces llegaron a ponerse en orden de batalla, contentándose con exigir contribuciones, tomar o demoler alguna fortaleza, destruir esclusas o incendiar pueblos.

Indudablemente Luis XIV llevaba gran ventaja a todos los príncipes en la actividad, en la maña y en el sigilo con que lo preparaba y lo conducía todo. Tenía además por ministro de la Guerra a Louvois, el hombre más activo que se ha conocido jamás. Así fue que a principios del año siguiente (1691), cuando Guillermo de Orange, ya rey de Inglaterra, se encontraba en la Haya, donde vino a animar a los confederados ofreciéndoles el auxilio del poder inglés, y a acordar con ellos el plan de campaña contra Luis XIV; y cuando en sus conferencias celebraban ya anticipadamente sus triunfos, quedáronse todos absortos al ver aparecer un ejército de cien mil hombres delante de Mons, plaza de primer orden de Europa, descuidado como el que más el príncipe de Berghes su gobernador, que la guarnecía con unos seis mil, la mayor parte españoles. Aún no creía nadie que fuera su ánimo poner sitio formal a plaza tan fuerte, pero las operaciones que fueron viendo los desengañaron, y tanto fue lo que apretaron el cerco, y tan reciamente atacaron la plaza, todo a presencia de Luis XIV que lo inspeccionaba y dirigía con no poco riesgo de su persona, y tantas las bombas que arrojaron sobre la ciudad incendiándola en su mayor parte, y tanta la gente que allegó el monarca francés para impedir que la socorriera el de Orange, que a pesar de la gloriosa defensa que hicieron casi exclusivamente los españoles renovando la fama proverbial de los antiguos tercios, la plaza tuvo que rendirse con capitulación honrosa (8 de abril, 1691), y entró en ella el rey Luis, y la dejó guarnecida con cuatro mil caballos y diez mil infantes.

De esta importantísima pérdida cupo mucha culpa a nuestro gobernador de Flandes, marqués de Gastañaga, hombre de más vanidad que talento, y más dado a hacer alardes de riqueza y de lujo que buscar recursos de guerra y dirigir soldados: el cual con imprudente ligereza había asegurado al rey Guillermo que no había cuidado alguno por Mons, que la defendían doce mil hombres, y sobraban medios para sostener un largo sitio. Irritose mucho el rey de Inglaterra cuando supo el engaño, y así se lo escribió a Carlos II; pero sostenía a Gastañaga en Madrid don Manuel de Lira, confidente de la reina. Sin embargo, cada vez más irritado el de Orange, volvió a escribir a Carlos en términos tan fuertes, que costó al de Lira ser separado de su puesto, y no tardó, como a su tiempo veremos, en morir de pesadumbre. En cuanto al rey Guillermo, fue y vino diferentes veces de Inglaterra a Flandes, mas aunque no dejaba de animar con su presencia las operaciones de la campaña, ni impidió que el mariscal de Luxemburgo se apoderara de Hall (junio, 1691), ni aunque llegó a juntar un ejército de cincuenta y seis mil hombres, hizo otra cosa en el resto del verano y otoño que reforzar algunas plazas, impedir los progresos de los franceses, y volverse a Londres dejando el mando de las tropas al príncipe de Waldeck{8}.

Menos de gloriosa que de feroz tuvo la campaña del ejército francés que operaba en el Rin. Mientras le mandó el brutal Melac, redújose a expediciones vandálicas, repugnantes, y hasta sacrílegas, puesto que la rapacidad insaciable del soldado no perdonó por ir en busca del oro ni aun los sepulcros de los Electores, cuyas cenizas fueron arrojadas al viento con atroz barbarie. Los pueblos que, o no querían o no podían pagar las contribuciones que les imponía el francés, eran reducidos a cenizas: de estos se contaron más de cincuenta. El delfín, que pasó después a mandar aquel ejército, tuvo el mérito de defenderse de cincuenta mil alemanes, divididos en tres cuerpos, que guiaban el Elector de Baviera, el de Brandeburgo y Dumenvald.

También en Italia peleó el francés contra nuestro aliado el duque de Saboya. Por cierto que aún suponía el duque a Luis XIV ignorante de que hubiera entrado en la liga con España, aun lo creía un secreto, cuando se vio sorprendido por el mariscal de Catinat que de improviso penetró en el Piamonte con doce mil hombres, antes que hubiera podido recibir socorros del Imperio ni de España. Llegáronle después cuatro mil alemanes al mando del príncipe Eugenio, y un buen trozo de españoles enviados por el conde de Fuensalida, gobernador del Milanés. Mas no impidió esto que los franceses se apoderaran de Chambery, Annecy, Rumilli y otras ciudades de Saboya. En Staffarde hubo una famosa acción, mandada por el mismo duque de Saboya, y en la cual quedó de todo punto derrotado el ejército aliado, no obstante estar defendida la primera línea por dragones de Saboya, de España y del príncipe Eugenio (julio, 1690). De sus resultas abrió sus puertas a Catinat la ciudad de Saluzzo. Otro tanto hicieron Carignan y Carmagnole. Susa fue atacada y rendida; y a pesar de los socorros que el duque continuó recibiendo de Austria y de España, perdió toda la Saboya, a excepción de Montmeillan (noviembre y diciembre, 1690).

No iba siendo más afortunada la campaña del año siguiente para el saboyano. Porque los mariscales franceses Catinat y Fouquiéres, que se habían ido haciendo dueños de Pignerol, de Savillano, de Villafranca, de Niza, de Luserna y de otras muchas poblaciones de los Estados Sardos, parecía amenazar a Turín. En vista de esto tentó el de Saboya entrar en tratos de paz con Francia, mas como quiera que observasen los franceses que no obraba de buena fe, continuaron sus conquistas, y solo sufrieron un fuerte descalabro en Coni. Al fin llegó el duque de Baviera con un refuerzo de trece mil veteranos alemanes, y con este socorro y los que recibió de España reunió el saboyano un ejército de cuarenta y cinco mil hombres, que dividió en tres cuerpos; fuerzas ya muy superiores a las que tenía Catinat. Así pudieron los aliados recobrar a Saluzzo, Savillano y Carmagnole, donde un tercio de españoles al tomar un reducto asombró por su arrojo y temeridad a los franceses (setiembre, 1691). En cambio Catinat puso fin a la campaña de aquel año con la toma de Montmeillan, la plaza, al decir de algunos, más fuerte de toda Europa. Con esto los españoles se volvieron al Milanesado, los piamonteses a su país, y los demás al Monferrato. Luis XIV, que quedaba dueño de la Saboya, propuso al duque que si se apartaba de la confederación con España y el Imperio le restituiría las plazas conquistadas, reteniéndolas solo hasta la paz general. El saboyano sospechó en esta proposición algún artificio, y respondió con firmeza que estaba resuelto a no separarse de sus aliados. Con esta respuesta pasaron unos y otros el invierno preparándose para otra camраñа.

Pero vengamos ya a nuestra propia península, donde más, o por lo menos tanto como en los dominios españoles de fuera, volvió a arder la antigua lucha con Francia. Al mismo tiempo que se había dirigido el mariscal de Luxemburgo a los Países Bajos, fue destinado a traer la guerra a Cataluña el duque de Noailles (mayo, 1689), cuando este país se hallaba todavía interiormente más agitado que tranquilo por efecto de los choques entre paisanos y soldados, antiguos ya, pero renovados recientemente en esta desgraciada provincia por la cuestión de los alojamientos y otras infracciones de fueros de que se quejaban los naturales. En tal estado vino el de Noailles y se puso sobre la plaza de Camprodón, que tomó en pocos días (23 de mayo, 1689), acaso porque los paisanos y miqueletes resentidos del gobierno no le dieron oportuna asistencia. El gobernador del castillo don Diego Rodado, que le rindió temeroso de que la guarnición se le rebelara, fue acusado de traición, tal vez no con justicia, y ahorcado en la plaza de Barcelona. Era entonces virrey de Cataluña el duque de Villahermosa. El Principado levantó gente como en tales casos acostumbraba: y mientras el intrépido capitán don José Agulló bloqueaba la villa, bien que sin poder sostener el bloqueo por el fuego que le hacían del castillo, llegaron refuerzos de tropas enviados de la corte al mando del marqués de Conflans. Fuerte ya de más de diez y seis mil hombres el ejército de Cataluña, se resolvió recobrar a Camprodón, y se puso a la plaza formal asedio. A socorrerla acudió el de Noailles, mas no pudo lograrlo. Después de algunas acciones sangrientas sostenidas por nuestras tropas, ya contra el general francés, ya contra los de la plaza, la abandonó el gobernador (25 de agosto, 1689), haciendo antes volar por medio de minas las dos fortalezas, y habiendo perdido los franceses durante el sitio sobre dos mil hombres.

Con la retirada de Noailles hubiera quedado Cataluña un tanto tranquila, y más estando como estaban contentos los barceloneses con haberles concedido el rey el privilegio por ellos tan apetecido de poderse cubrir sus conselleres delante de los príncipes, a no haber continuado las refriegas y combates entre paisanos y soldados, que algo por fin se calmaron con el castigo de algunos sediciosos. El mariscal francés se limitó el año siguiente (1690) a arrojar de las montañas las partidas de miqueletes que le incomodaban; a construir un reducto para su defensa en la que domina las que hay entre Camprodón y el Ampurdán, y a apoderarse de San Juan de las Abadesas, de Ripoll, y de algunos otros puntos fortificados. No se creyó con bastantes fuerzas para sitiar a Gerona, y se corrió al llano de Vich para mantener sus tropas a costa de los catalanes, volviéndose al cabo de algún tiempo al Rosellón, no sin dejar algunas tropas en Prades y Puigcerdá.

Atribuían los catalanes al duque de Villahermosa los males del país y la flojedad con que se hacia la guerra. La corte parece halló fundadas sus quejas y clamores, puesto que envió para reemplazarle en el virreinato al duque de Medinasidonia. Llegó el nuevo virrey en ocasión que los franceses sitiaban a Urgel. Todo lo que hizo, y en verdad que tenía gente para más, fue amagar con socorro, pero intimidole el de Noailles, y se volvió pronto a Vich de donde había salido. Así, por más que la defendió con bravura don José Agulló que la guarnecía, Urgel tuvo que rendirse al francés, quedando prisionera de guerra toda la guarnición (12 de junio, 1691), y siendo en su consecuencia trasportados al Languedoc novecientos hombres de tropa, ciento treinta y seis oficiales, y mil doscientos paisanos. Con este triunfo un cuerpo de tropas francesas se atrevió a penetrar hasta las cercanías de Barcelona, mientras Noailles con otro se fortificaba en Bellver para observar los movimientos del enemigo. El duque de Medinasidonia no se mostró más guerrero ni manifestó más deseos de dar batallas que su antecesor el de Villahermosa, y eso que de Aragón le fueron enviados refuerzos, con los cuales reunía un ejército bastante superior al francés.

Por este mismo tiempo una escuadra francesa de cuarenta velas, mandada por el conde de Estrées, se presentó en el puerto de Barcelona, y bombardeó la ciudad por espacio de dos días, aunque con poco daño. Después se hizo a la vela para Alicante con ánimo de bombardearla también, si el tiempo lo permitía: arrojó en efecto sobre la ciudad multitud de bombas, hasta que se avistó la flota de España que mandaba el conde de Aguilar (29 de julio, 1692). Entonces el de Estrées puso la suya en orden de batalla, pero de no querer aceptarla dio muestras huyendo luego mar adentro, disparándole algunos cañonazos la española, aunque sin poder darle alcance{9}.

Tal era el estado de la guerra que la Francia sostenía en todas partes contra España y sus aliados, aparte de la que nos movía también en nuestras posesiones de África y de América, excitando y ayudando a los moros y a los filibusteros, cuando ocurrió en Madrid una de aquellas novedades que en estos miserables reinados causaban siempre gran sensación, y a las cuales se daba mucha importancia, a saber, la caída del ministro Oropesa. Apuntaremos las causas que prepararon y produjeron la caída de este ministro, en quien se habían fundado tantas esperanzas.

Las reformas que el de Oropesa había emprendido y ejecutado en lo tocante a la hacienda y rentas del Estado, no habían dejado de ir aliviando los apuros del tesoro, y hubieran surtido mucho mejores y más saludables efectos, a no haber dado la superintendencia de la hacienda a su primo el marqués de los Vélez, hombre bondadoso sí, pero de escasísimo talento, que por lo mismo fió la dirección de todos los negocios de su cargo a un criado o dependiente suyo llamado don Manuel García de Bustamante, sujeto dotado de cierta amenidad en el decir, pero sin ningún pudor en lo de medrar a costa de los negocios que manejaba. Este hombre, progresando en la escuela de inmoralidad que se había abierto en tiempo del duque de Medinaceli, llevó a un punto escandaloso el tráfico en la provisión de los empleos, inclusos los de justicia, y aun los de la iglesia, hasta llegar a venderse las togas y las mitras como en pública almoneda. Era voz común que se mezclaban como partícipes en este bochornoso tráfico, con no poca habilidad para hacer subir los precios de la granjería, don Bernardino de Valdés y el marqués de Santillana, indigno de la limpieza de sus ilustres progenitores. El más ajeno a esta clase de negocios era el marqués de los Vélez; acaso también lo era el de Oropesa; pero no así la condesa su mujer, no poco tildada de codiciosa, y de quien llegó a sospecharse, lo que casi es tan feo de decir como de hacer, que le alcanzaba una buena parte de las ganancias que en el abasto de la carne, más cara de lo que era razón, reportaban unos negociantes llamados los Prietos. Al hablar de estos manejos y de los de Bustamante exclamaba un escritor de aquel tiempo: «Si esto se ve, se sabe, se consiente, se tolera, y por último en vez de castigarse se premia; ¿qué extraña nadie que llene Dios de calamidades a una monarquía, donde el desorden, la injusticia, la sinrazón, la tiranía, la ambición y el robo reinan?{10}»

Ya no se contentaba el Bustamante con ser rico; quería honores y posición; y lo logró, puesto que llegó a obtener plaza en el consejo de Hacienda, y luego en el de Indias, y aun aspiraba a cosas mayores. Semejantes escándalos dieron ocasión a todo el mundo para murmurar de Oropesa, y a sus envidiosos para trabajar por derribarle. Tenía enemigos fuertes, y había sido muy descuidado en granjearse amigos. Culpábanle del retraso que sufrían los negocios, habiendo expedientes y consultas que estaban en su poder años enteros sin despachar; y como el cargo era fundado, fuele menester desprenderse de la presidencia de Castilla, que hasta entonces se había empeñado en conservar, y que le embarazaba y ocupaba mucho tiempo. Diose aquella al arzobispo de Zaragoza don Antonio Ibáñez, y esto le atrajo nuevos y muy temibles enemigos. Fue primero el confesor del rey, que lo era ya Fray Pedro Matilla, traído por el mismo conde de Oropesa a aquel puesto, donde nunca pudo prometerse llegar: pero tuvo la candidez de inferir de unas palabras del ministro que iba a ser él el llamado a sucederle en la presidencia, resintiole el desengaño, y vengose en indisponer al agraciado arzobispo con el de Oropesa. Uniéronse los dos con el condestable, el cardenal arzobispo de Toledo, el duque de Arcos y otros que ya eran enemigos del conde, y sobre todo con el secretario don Manuel de Lira, y todos conspiraban a hacerle caer de la gracia del soberano.

Sin repugnancia hubiera dejado el de Oropesa el ministerio a trueque de descansar libre de intrigas y de persecuciones, sin el ascendiente que sobre él ejercía la condesa su esposa, mujer altiva y soberbia, que no podía resignarse a vivir sin las consideraciones, sin el brillo, y aun sin el interés y el provecho que sabia sacar de su alta posición. La muerte de la reina María Luisa de Orleans, y la venida de la nueva reina María Ana de Neuburg, fueron dos verdaderos contratiempos para el conde y la condesa de Oropesa. Sobre padecer la reina alemana de accidentes, que en ocasiones la ponían a morir, y obligaban al rey y a toda la servidumbre a tratarla con el más exquisito esmero y cuidado, y a no contrariarla en ninguno de sus caprichos y antojos, que eran muchos; sobre traer despierta una gran codicia, y ser de un genio dominante y altanero, y a quien por lo mismo el rey, enfermo y flaco, no se atrevía nunca a disgustar, metiose de lleno en el manejo de los negocios, y púsose a la cabeza del partido que había contra Oropesa. Y como don Manuel de Lira se adelantara a ofrecerle todo su influjo y servicios, hízole la reina su instrumento y su confidente, y destinábale para su ministro. Con este apoyo arrojó ya el de Lira la máscara del disimulo con que hasta entonces había encubierto su odio a Oropesa, y descaradamente le injuriaba y desacreditaba. Pero sosteníale todavía la reina madre, que menospreciada por la esposa de su hijo, tenía interés en mantener al conde.

El infeliz Carlos II oía las murmuraciones y los chismes que cada uno le llevaba, y sin atreverse a romper ni con Lira ni Oropesa, ni contradecir a la reina madre ni a la reina consorte, contaba reservadamente a la una y al otro lo que el uno o la otra en secreto le decían, haciéndose de este modo el palacio un hervidero de cuentos y de intrigas de mal género, que más parecía casa de vecindad que morada de reyes: porque lo mismo que las reinas, y que el ministro y el secretario, obraban el confesor, y el condestable, y el presidente de Castilla, y todos los enemigos del de Oropesa. Daban armas y argumentos contra él los desgraciados sucesos de la guerra, que siempre se atribuyen al que ocupa el primer puesto en el gobierno. Pero la pérdida de Mons en Flandes, de que antes hemos dado cuenta, y la culpa que de aquel desastre se descubrió haber tenido el marqués de Gastañaga, imprudentemente defendido por don Manuel de Lira de las justas acusaciones que le hacía el rey de Inglaterra Guillermo de Orange, produjeron la separación del de Lira antes de ver logrado su deseo de derribar a su rival. Fue, pues, relevado el de Lira de la secretaría del despacho universal, y aunque se le dio una plaza en la cámara de Indias, túvolo, como todo el mundo, por una especie de retiro más o menos honroso, y no podía sobrellevar el peso de ver así burladas sus esperanzas{11}.

La caída de Lira retardó algo, pero ya no bastó a detener la del ministro, y poco tiempo pudo éste gozar de su triunfo. La reina, irritada con la separación de su confidente, redobló sus esfuerzos contra Oropesa, ayudada ahora por el embajador de Alemania, y aun por el mismo emperador a quien logró interesar, además del confesor, del condestable, del presidente de Castilla y los otros personajes que antes nombramos, los cuales todos asestaron contra él sus baterías. Por encariñado que el rey estuviera, como lo estaba, con Oropesa, no pudo ya resistir a tantos ataques; cedió al fin, y un día (24 de junio, 1691), le dirigió el siguiente papel escrito de su mano: «Oropesa; bien sabes que me has dicho muchas veces que para contigo no he menester cumplimientos, y así, viendo de la manera que está esto, que es como tú sabes, y que si por justos juicios de Dios y por nuestros pecados quiere castigarnos con su pérdida, que no lo espero por su infinita misericordia, por lo que te estimo y te estimaré mientras viviere no quiero que sea en tus manos; y así tú verás de la manera que ha de ser, pues nadie como tú, por tu gran juicio y amor a mi servicio, lo sabrá mejor. Y puedes creer que siempre te tendré en mi memoria, para todo lo que fuese mayor satisfacción tuya y de tu familia. Y así verás si ahora te se ofrece algo para que lo experimentes de mi benignidad y afecto a tu persona.– Yo el Rey.»

Cuando Oropesa se presentó a su soberano, y después de algunas reflexiones le manifestó que el único medio para que no se perdiera en sus manos la monarquía era que le concediera el permiso para retirarse, le dijo el rey: «Eso quieren, y es preciso que yo me conforme.» Entonces se echaron mutuamente los brazos, y se despidieron tiernamente. A los dos días salió el de Oropesa de la corte para la Puebla de Montalbán, lugar de su cuñado el duque de Uceda. El pueblo, amigo siempre de novedades, se alegró de la salida del ministro, a quien por entonces se echaban las culpas de todas las desgracias y de todo lo malo que sucedía. Cuatro días después de la retirada del conde hizo el rey consejeros de Estado a los duques del Infantado y de Montalto, a los marqueses de Villafranca y de Burgomaine, a los condes de Melgar y de Frigiliana y a don Pedro Ronquillo, conde de Granedo y embajador de Inglaterra{12}.

Formábanse diversos cálculos y juicios acerca del futuro gobierno, lo mismo que antes sucedió cuando cayó del ministerio y de la privanza el duque de Medinaceli. Creían unos que el rey, cansado y escarmentado de ministros y validos que tanto disgusto y tantos clamores suscitaban, se dedicaría por sí mismo a los negocios, hallándose ya en edad bastante para poderlo hacer. Sospechaban otros, que más acostumbrado a las diversiones que al trabajo, y débil de complexión como era, cuando el estado de la monarquía necesitaba más quien con robustas fuerzas y discreción grande remediara las desgracias y las miserias y los desórdenes que padecía, no era Carlos quien gobernando por sí fuera capaz de evitar la ruina que amenazaba, ni veían tampoco sujetos bastante hábiles, íntegros y capaces a quienes pudiera fiar la gobernación con acierto. Unos y otros discurrían bien; porque los primeros días se consagró el rey a los negocios con una aplicación inesperada y casi increíble; mas no tardó en suceder al fervor el fastidio, y cayendo en el opuesto extremo de no resolver nada por sí y consultar a muchos, se abrió la puerta a un desorden mayor que todos los de antes, aprovechándole en utilidad propia y en daño del Estado, la reina, el confesor, el presidente de Castilla y los allegados y servidores de estos, algunos de los cuales era mengua y escándalo entonces, y ahora causa bochorno y rubor tener que nombrar.

Pero el cuadro que ofrecía el palacio, y la corte, y el gobierno de España, si no halagüeño antes, lastimoso después de la caída de Oropesa, merece ser bosquejado aparte, por doloroso que sea al historiador amante de la honra y del decoro de su patria.




{1} La proporción entre los gastos de la Real Casa y las rentas públicas de dentro y fuera del reino puede verse por la siguiente relación que de orden de S. M. se dio el año 1674.

Gasto ordinario.
 Ducados.
La capilla……38.000
Ornamentos de la capilla……2.000
Gajes de mayordomos, gentiles hombres de cámara de la casa y boca……50.000
Criados domésticos de casa y boca y demás de la casa……36.000
Gasto de despensa……200.000
Plato de S. M. ……14.000
Cera de la capilla……7.000
Limosnas de cera……10.000
Otras limosnas……8.000
Acemilería……10.000
Mercader……150.000
Botica……7.000
Gasto de las tres guardias……50.000
Gajes de criados de caballeriza……12.000
Casa de pajes y caballeriza……50.000
Gasto de cámara y guardarropa……24.000
Gasto ordinario al año……668.000
 
Jornadas ordinarias.
La del Pardo……150.000
La de Aranjuez……150.000
La del Retiro……80.000
La de San Lorenzo……120.000
520.000
 
Casa de la reina.
qs. de mrs.
La despensa……112.000
Gastos de criados……13.000
Bolsillo y cámara……60.000
Caballeriza……30.000
215.000
Importan en ducados los gastos ordinarios de ambas casas……1.769.866
 
Gastos extraordinarios.
Obras de palacio y sus jardines……269.640
Gasto de montería……211.600
Buen Retiro y sus ministros……80.000
Real bolsillo……750.000
Consignaciones……2.080.000
Nóminas de los consejos……5.900.000
Gastos de la casa del tesoro, correos, ejércitos y ayudas de costa……5.000.000
Apresto de armada, flotas y galeones……431.000
 
Con que suman en ducados todas las partidas de gastos de cada año……
16.492.356
 
Rentas de S. M. dentro y fuera de España.
El servicio de los veinte y cuatro millones……2.500.000
El de quiebras……1.300.000
Servicio ordinario y extraordinario……400.000
Papel sellado……250.000
Almojarifazgo, sesmos, lanas, yerbas, puertos secos y montazgo, y naipes……600.000
Papel blanco, azúcares, chocolate, conservas y pescados……400.000
Los dos servicios de crecimiento de carne y vino……1.600.000
Medias anatas de mercedes……200.000
Los ocho mil soldados……200.000
La cruzada, subsidio y excusado……1.600.000
Alcabalas, sin las enajenadas……2.500.000
El tributo de la sal……700.000
El 3.° 1 por 100……600.000
El 4.° 1 por 100……600.000
El tabaco……681.618
La martiniega……185.615
La renta de sosa y barrilla……80.000
La renta de los diezmos de la mar……127.615
La de maestrazgos……427.650
La de lanzas……127.450
La de galeras cargada a los canónigos profesos……457.450
La de lanzas cargada sobre encomiendas……128.634
La del maderuelo del reino……25.513
La prestamera de Vizcaya……760.543
La de confirmaciones de privilegios……86.000
La de solimán y azogues, nieve y tabletas, barquillos……113.643
Casa de aposento……150.000
Penas de cámara, de consejos y chancillerías……350.000
De flotas y galeones un año con otro……3.500.000
Las rentas de los demás reinos……9.000.000
Las milicias……300.000
 
Importan en ducados estas partidas que tiene S. M. en este año de 1674……
36.746.431

MM. SS. de la Real Academia de la Historia: Archivo de Salazar.

{2} Esta guerra, en que intervinieron tantas potencias cristianas, fue la más importante de la segunda mitad de este siglo. Las Gacetas de Madrid de todos aquellos años salían llenas casi exclusivamente de noticias de aquella guerra sagrada.

{3} El que estos últimos protegían era el príncipe José de Baviera, hermano del difunto arzobispo: el protegido de Luis XIV era el cardenal de Furstemberg.

{4} Vida de Jacobo II. de Inglaterra.– Jacques, Memorias.– Diarios de los Lores.– Diario de Clarendon.

Al tiempo de partir de Holanda el príncipe de Orange, dejó escrita al emperador la siguiente curiosa carta (que poseemos manuscrita, y creemos inédita), por la cual se verá si los confederados tuvieron razón para darse por engañados acerca de los planes de aquel príncipe.

«Señor: no he podido ni querido faltar a dar aviso a V. M. Cesárea de que las desavenencias que de algún tiempo a esta parte pasan entre el rey de la Gran Bretaña y sus súbditos han llegado a tales extremos, que estando en vísperas de reventar con una rotura formal, me han obligado a determinarme a pasar la mar a vivas y reiteradas instancias que me han hecho muchos pares, y otras personas considerables del reino, así eclesiásticas como seglares. Hame parecido necesario llevar conmigo algunas tropas de caballería e infantería, para no quedar expuesto a los insultos de los que con sus malos consejos y las violencias que se han seguido de ellos han dado lugar a aquellos desaciertos. He querido, señor, asegurar con esta carta a V. M. Imperial, que no obstante las voces que puedan haber corrido, o corrieren en adelante, no tengo la menor intención de hacer agravio a la Majestad Británica, ni a los que tuvieren derecho a pretender las sucesiones de sus reinos, y aun menos de apoderarme yo de su corona o apropiármela. Tampoco es mi ánimo querer extirpar los católicos romanos, sino solo emplear mis cuidados a componer los desórdenes e irregularidades que se han hecho contra las leyes de aquellos reinos por los malos consejos de los mal intencionados. También procuraré que en un parlamento legítimamente convocado, y compuesto de personas debidamente calificadas, según las leyes de la nación, se arreglen los negocios de tal manera, que la religión protestante con sus privilegios, y los derechos de la clerecía, de la nobleza y del pueblo, queden enteramente seguros… Debo suplicar a V. M. I. se asegure que emplearé todo mi crédito para conseguir que los católicos romanos de aquel reino gocen de la libertad de conciencia, y queden libres de toda inquietud en cuanto a que los hayan de perseguir a causa de su religión, y que como la ejerzan sin ruido y con modestia no estén sujetos a castigo alguno. He tenido siempre una muy grande aversión para todo género de persecución en materia de religión entre cristianos. Pido a Dios Todopoderoso bendiga esta mi sincera intención, &c.– De la Haya a 26 de octubre, 1688.– Señor; De V. M. I. muy humilde y muy obediente servidor.– G. Príncipe de Orange.»

El emperador le contestó aplaudiendo su buen propósito de no intentar cosa alguna «contra el rey de la Gran Bretaña, contra su corona, ni contra los que tengan derecho a sucederle en ella.» Le aplaudía también la intención de abolir las leyes penales contra los católicos, y añadía: «Pero me obligará mas Vuestra Dilección, y merecerá los aplausos de todo el mundo… si allí se puede concluir la obra de manera que a los ministros de la religión del rey (los católicos) se les permita servirle, y al reino en lo político, sin que se lo impidan las leyes penales. A vuestra Dilección es notoria la conformidad con lo que pasan las tres religiones en el romano Imperio, donde por la paz de Westfalia adquieren el derecho de naturaleza… Yo observo la propia máxima en mis ejércitos, y Vuestra Dilección en el más glorioso manejo de su gobierno no excluye de los puestos militares a los oficiales católicos que lo merecen, &c.»– Ambas cartas se encuentran entre los Papeles de Jesuitas, pertenecientes hoy a la Real Academia de la Historia.

{5} Tenemos a la vista copia de su testamento otorgado el propio día por don Manuel de Lira como notario mayor de los reinos.

No ha faltado quien atribuya a envenenamiento la muerte de esta princesa. Asi lo indica el marqués de Louville en sus Memorias secretas. El de Lafayette, en las suyas, no solo lo afirma, sino que añade haberlo sido por orden del Consejo de España. Pero ni estos escritores presentan, ni nosotros hemos hallado, ni creemos se encuentren, documentos ni datos que autoricen a tener por cierto, ni aun por verosímil, semejante crimen, y para tener derecho a que se crean cargos tan graves se necesita algo más que acusaciones vagas.

{6} Cantaba ya el pueblo una copla que decía:

Si parís, parís a España;
Si no parís, a París.

{7} Sentimos no poder insertar íntegro, por su mucha extensión, este interesante documento. Pero no podemos dejar de trascribir algunos de sus más curiosos períodos.

Después de advertirla cómo había de sacar provecho del natural temperamento y costumbres del rey, le decía: «No menor oportunidad para intentos grandes hallaréis en la inaplicación del rey a los negocios: llamad esta fortuna vuestra, pero no culpa suya… Crecido entre melindrosas delicadezas de mujeres; doctrinado de un maestro que en las escuelas y tribunales había estudiado solo cuestiones cabilosas y formalidades impertinentes, ¿cómo podía en tal fragua forjarse aquella vigorosa fuerza de espíritu que pide para ser bien sostenido el peso de la gobernación? Servíos de este error para vuestros aciertos… &c.

»Entiendo con mucho placer mío que ya en ese palacio se hallan bien establecidos los estilos y bien recibidas las modas francesas… De esto os deberá eterna gratitud la Francia, pues por solo complaceros han abrazado anticipadamente los españoles (depuesta ya su obstinación antigua) en nuestro traje y nuestro idioma los principios de nuestra dominación…

»Con la reina madre conviene mantener una correspondencia independiente entre los dos extremos de queja y confianza; en uno y otro hay peligro… Del conde de Oropesa servíos, pero no os fiéis…. Haced vos, Madama, el milagro que ha menester en el conde para mantenerse en el valimiento, pero no le permitáis que se desvíe de la presidencia: fácil será persuadirle a que le sobran fuerzas para todo, y a que la presidencia es el velo que preserva al rey el escrúpulo encubriendo la privanza… Ciertos de que si hubiese tenido parte en el execrable atentado del de Orange ha concitado contra sí justa e implacable la ira de Dios… vuelvo a suplicaros que le mantengáis, y nada podéis hacer por la Francia que le importe más y que le esté mejor.

»Al confesor del rey tratadle con estimación, pues por su estado se le debe, y entiendo que él también lo merece por su doctrina, virtud y modestia; valéos de él para afianzar la mejor satisfacción del rey, condoliéndoos de sus descuidos, y para disponer la vuestra en lo que hubiéreis insinuado y viéreis que se dilata…

»En don Manuel de Lira podéis estar segura de que no se malogre nuestro favor, ni se aventure vuestra confianza: él es hombre de grande alma, noble entendimiento, bizarros espíritus, y condición generosa; sabe lo que os debe, y si no pierde su ser, no puede ser ingrato; nada antepondrá a vuestro gusto sino su honra; él se conoce superior a su esfera… Divisando Oropesa los quilates de Lira, no quisiera verle tan cerca del rey, y deseara un hombre que contentándose con ser secretario, y haciendo blasón de su criatura le tributase inalterable obediencia… no lo permitáis vos… Pésame de no poder suplicar os animéis con vuestra autoridad e ingenio los medios que no faltan a Lira para la opresión del conde, porque ya os he propuesto la importancia de que se mantenga, y porque no me atrevo a medir las líneas de Lira, pues animado de vos nada le parecería temeridad…

»En el Consejo de Estado, ya veis que no hay quien pueda servir ni embarazar vuestros designios, pero no es poco lo que adelanta los nuestros la flaqueza y desautoridad a que ha declinado un Consejo que era y debiera ser el primer móvil del orbe de esa monarquía… No faltan en ese Consejo de España hombres de largas y varias experiencias, de profundo discurso, de seguro juicio, de fundadas noticias y de conocimiento práctico de países, negocios e intereses, ¿pero qué artífice no se desalienta y atrasa los compases, si al medir las líneas de los designios halla imposibles las ejecuciones…?

»Don Pedro de Aragón, como siempre, aunque mejorado con la disculpa que le dan sus achaques. Osuna, convaleciente de sus accidentes, y templando los sinsabores de su casa con el gusto de su Castilla. Otros entregados a las reglas de vivir más, y algunos a las de morir mejor. Démonos el parabién, Madama, de mirar en este estado el Consejo de Estado de España…

«Procurad cuidadosamente que en los cuatro puestos principales de Italia no se haga novedad (y da la razón de lo que ganaría la Francia en hallar aquellos dominios «desabrigados de capitanes, y fácilmente movedizos los ánimos de aquellos súbditos»)…

«En Balbases hallaréis habilidad y buen genio para cultivar el fruto de vuestras intenciones… pero tened presente al honrarle que a su predecesor costaron la vida las desconfianzas por la correspondencia con Rocheli (debe ser Richelieu)…»

Sigue aconsejándola que procure estar siempre bien informada de lo que pasa en la cámara y gabinetes del rey, y concluye: «Retirad este papel a vuestro más sellado secreto; vivid para vos y para vuestra Francia; mirad que en España no os aman, y no os temen; que en los corazones flacos se introducen con facilidad las sospechas, y que no son menester fuerzas para una crueldad.»– MS. de la Biblioteca Nacional, H. II. fol. 125.– Si acaso el documento no fuese auténtico, al menos fue escrito por persona entendida y conocedora de ambas cortes.

{8} Memorias para la vida militar de Luis XIV.– Colección de cartas para ilustrar la historia militar de su reinado.– Campañas de Luis el Grande en Flandes.– Historia de las Provincias-Unidas.– Gacetas de Madrid de 1690 y 91.

{9} Feliú de la Peña, Anales de Cataluña, lib. XXI, cap. 40 y 44.– Archivo de la ciudad de Barcelona.– Id. de la diputacion.– Ibid. Libro de las deliberaciones.– Correspondencia entre la ciudad y el rey.– En una carta, con motivo del bombardeo de los franceses, les decía, escrito de su puño: «Y podéis estar muy ciertos que no alzaré la mano en cuanto fuere de vuestro alivio en la aflicción en que os halláis, como lo experimentaréis de mi paternal cariño a tan fieles y leales vasallos.»

{10} El autor de las Memorias históricas que esto dice, cita nominalmente varias de las personas a quienes se dieron de esta manera los empleos, y que produjeron especial escándalo, así en España, como en Flandes, en Italia y en las Indias.

{11} Papel que escribió al rey don Manuel de Lira por mano de don Juan de Angulo, en que se despide de la asistencia del despacho universal: En el Semanario Erudito de Valladares; tomo XIV.

{12} El autor de las Memorias históricas insertas en el Semanario Erudito hace una triste pintura de los escasos méritos y corta capacidad de algunos de estos nuevos consejeros, y cuenta lo que cada cual había sido antes, y los manejos a que debió el haber subido a tan alto puesto. Entre ellos los había muy dignos, como el marqués de Villafranca, el de Burgomaine, y el mismo Ronquillo, no obstante ciertos defectos.