Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro V ❦ Reinado de Carlos II
Capítulo XI
Guerra con Francia
Paz de Riswick
De 1692 a 1697
Campañas de Flandes.– Asiste Luis XIV en persona al sitio y conquista de Namur.– Derrota Luxemburgo a los aliados en Steinkerque.– Desastre de la armada francesa en la Hogue.– Célebre triunfo del ejército francés en Neerwinde.– Victoria naval del almirante Tourville.– Muerte de Luxemburgo: sucédele Villeroy.– Recobran los aliados a Namur.– Campañas de Italia.– Triunfos de Catinat.– Tratado particular entre Luis XIV y el duque de Saboya.– Campañas de Cataluña.– Virreinato del duque de Medinasidonia.– Piérdese la plaza de Rosas.– Virreinato del marqués de Villena.– Derrota de los españoles orillas del Ter.– Piérdense Gerona, Hostalrich y otras plazas.– Virreinato del marqués de Gastañaga.– Proezas de los miqueletes.– Recibe grandes refuerzos el ejército español.– Es derrotado orillas del Tordera.– Virreinato de don Francisco de Velasco.– Sitio y ataque de Barcelona por los franceses.– Flojedad y cobardía del virrey.– Ardor de los catalanes.– Barcelona se rinde y entrega al duque de Vandôme.– Tratos y negociaciones para la paz general.– Capítulos y condiciones de la paz de Riswick.– Desconfianza de que descanse la Europa de tantas guerras.– Objeto y miras del francés en el tratado de paz de Riswick.
La guerra que con los ejércitos de Luis XIV estábamos hacía años sosteniendo en todos los dominios españoles, y que dejamos pendiente en 1691, continuó más viva al año siguiente, cuando a la falta ordinaria de recursos en que habitualmente estábamos se añadía la desgracia de haberse perdido la mitad de la flota que venía de Indias, con ocho millones con que se contaba para la próxima campaña.
El poderoso monarca francés, que deseaba acabar de aniquilar nuestra potencia para sujetarla después sin obstáculo al designio que sobre ella tenía, no abrigando ya temores, ni por la parte de la Alemania ni por la de Saboya, resolvió caer con el grueso de sus fuerzas sobre Flandes y sobre Cataluña, habiendo además equipado dos poderosas flotas, la una con destino a obrar en el Océano e impedir que pasaran a Flandes tropas de Inglaterra, la otra en el Mediterráneo para estorbar que entrasen convoyes en España. Quiso mandar él mismo en persona el ejército de los Países Bajos, con el cual puso sitio a Namur (mayo, 1692), que defendía el príncipe de Barbanzón con ocho mil doscientos españoles, alemanes, holandeses e ingleses. Encomendó, como acostumbraba, la dirección de las operaciones del sitio al famoso ingeniero Vauban, y la plaza fue rendida (junio) después de una defensa vigorosa, sin que pudieran socorrerla el príncipe de Orange, rey de Inglaterra, y el elector de Baviera, que mandaban las tropas de los aliados.
Después de algunos movimientos y de haberse estado algún tiempo observando los ejércitos de Francia y los de la confederación, diose al fin una sangrienta y famosa batalla en un lugar llamado Steinkerque (3 de agosto, 1692), o por mejor decir, muchos sangrientos combates en un mismo día, puesto que en cada uno de ellos se tomaban y recobraban baterías espada en mano, y caían a las descargas regimientos enteros; sin que tal mortandad sirviera para otra cosa que para acreditar el valor y la inteligencia de los dos generales (era el de los franceses el mariscal de Luxemburgo), para sacrificar ocho o diez mil hombres de cada parte entre muertos y heridos, y para llevar el luto y el llanto al seno de muchas familias distinguidas. Por lo demás los dos ejércitos se retiraron a sus respectivos campos, sin que ninguno de ellos pudiera templar el dolor de tanta pérdida con la satisfacción del triunfo. Lo demás de la campaña de aquel año se redujo a reencuentros parciales y pequeñas acciones con éxito vario, a arrojar los franceses algunas bombas sobre Bruselas, y a fortificar cada cual sus respectivas plazas{1}.
En cambio de las ventajas que Luis XIV había obtenido en Flandes, su proyecto de restablecer al rey Jacobo en el trono de Inglaterra le costó la pérdida de su escuadra en la gran batalla naval de la Hogue (1692), una de las más terribles que en los últimos siglos se habían dado en los mares. Cincuenta navíos franceses tuvieron que luchar contra ochenta y uno de línea ingleses, que llevaban cerca de seis mil cañones y treinta y seis mil soldados. Los franceses, obligados a retirarse, fueron arrojados por los vientos a las costas de Bretaña y Normandía, donde el almirante inglés les quemó trece navíos, además de los catorce que fueron quemados en la rada de la Hogue. El rey Jacobo perdió enteramente la esperanza de volver a ceñir la corona, y aquel desastre señaló una de las primeras épocas de la decadencia del poder marítimo de la Francia y de la preponderancia de la marina inglesa{2}.
Acusaba Luis XIV a los aliados de perturbadores de la paz pública, porque no le dejaban gozar con quietud de lo que les había usurpado, cuando ellos en verdad no hacían sino procurar contener su ambición y defenderse de sus agresiones. Grandes eran los preparativos de unos y otros para la siguiente campaña en los Países Bajos. El francés tenía distribuidos en la frontera ochenta mil hombres, que se podían reunir en menos de veinte y cuatro horas. Las primeras operaciones, que comenzaron este año más tarde y pasada ya la primavera (1693), fueron en general desfavorables a los aliados. Pero todo el interés de esta campaña le absorbió la famosa batalla de Neerwinde, en que pelearon desesperadamente franceses, ingleses, holandeses, alemanes, italianos y españoles, en que el mariscal de Luxemburgo ganó una de las más insignes y señaladas victorias, y en que los aliados perdieron, además de muchos millares de guerreros valerosos, setenta y seis cañones, ocho morteros, nueve pontones, y ochenta y dos estandartes (29 de julio, 1693). Los españoles maravillaron allí por la obstinación y la constancia con que sostuvieron por tres veces en el ala derecha otros tantos sangrientos combates contra los franceses ya victoriosos de los de Brandeburgo y de Hannover; y el príncipe de Orange mostró que merecía ser contado entre los más famosos generales de su tiempo, no tanto por su arrojo en la pelea como por la prudencia y la habilidad con que ejecutó la retirada. El ejército francés había sido una tercera parte superior en número al de los confederados. Lo más notable que ocurrió después de este triunfo fue la rendición de Charleroy al mariscal de Luxemburgo (10 de noviembre, 1693), cuando ya los cuatro mil hombres que la guarnecían habían quedado reducidos a mil doscientos: después de lo cual unos y otros se retiraron a descansar en cuarteles de invierno{3}.
Vengáronse también este año los franceses del desastre naval que en el anterior habían sufrido. Luis había hecho construir y armar otros tantos navíos como los que perdió en la Hogue. Una escuadra formidable al mando del almirante Tourville salió de los puertos de Francia a cruzar el Mediterráneo; detúvose en el golfo de Rosas, tomó rumbo hacia el cabo de San Vicente, llegó cerca de Lisboa, y a catorce leguas de Lagos presentose la gran flota inglesa y holandesa cargada de abundantes provisiones de boca y guerra. El almirante Tourville hizo con sus naves un espacioso semicírculo, en que había de coger a las enemigas como en una red, no quedándoles más arbitrio que entregarse o ir a varar en la costa. De todo hubo en verdad; rindiéronse unas, otras fueron quemadas, y otras se estrellaron, escapándose pocas. Hasta el 29 de junio llevaban los franceses apresadas veinte y siete y quemadas cuarenta y cinco, y los capitanes prisioneros calculaban la pérdida de los ingleses y holandeses en treinta y seis millones de libras esterlinas. De gran pesadumbre fue este suceso para España, que había cifrado las más halagüeñas esperanzas en esta expedición marítima de sus aliados.
La paz que propuso Luis al fin de este año no fue aceptada por ninguna de las potencias, porque todas calculaban que ahora como otras veces no buscaba sino pretextos o para adormecerlas o para sincerarse ante la Europa de sus usurpaciones. Así, pues, todas se prepararon para continuar la guerra. La de los Países Bajos fue más notable en 1694, por la habilidad y la prudencia de los generales Guillermo de Orange y Luxemburgo, que por los hechos de armas; que de estos no los hubo sino parciales, y las plazas de Huisse y Dixmunde que recobraron los aliados eran de poca consideración y estaban casi abandonadas: mientras aquellos admiraron a la Europa por la manera hábil de hacer las marchas y contramarchas, de elegir las posiciones y campamentos, de asegurar los convoyes, de revolverse, en fin, dos ejércitos de ochenta mil hombres cada uno, casi siempre a la vista uno de otro, en un país de tan poca extensión como lo era ya la Flandes española, sin dejarse sorprender nunca, y temiéndose y respetándose mutuamente.
Gran pérdida, y muy sensible fue para toda la Francia la del mariscal de Luxemburgo, que murió a poco tiempo (4 de enero, 1695); general el más querido de los soldados, porque sobre haberlos conducido tantas veces a la victoria, era para ellos un padre, y mil veces los había salvado de las privaciones con que los amenazaba la penuria del tesoro francés. Nadie, en Francia, desde Filipo-Augusto, había hecho maniobrar con tanta habilidad tan grandes masas de tropas: el príncipe de Orange se desesperaba de no poder batirle nunca: el rey y el ejército lloraron sobre sus cenizas, como por una especie de compensación de los disgustos que le había dado la corte. Harto se conoció su falta en Flandes. Villeroy que le sucedió en el mando arrojó más de tres mil bombas sobre Bruselas, abrasó y demolió templos, palacios, casas y todo género de edificios, mas no pudo tomarla. Por el contrario, el príncipe de Orange, aprovechándose bien de la falta de su antiguo y temible competidor, recobró la plaza y castillo de Namur (agosto y setiembre, 1695), haciendo perder a los sitiados más de siete mil hombres, bien que costándole a él la enorme pérdida de cerca de veinte mil{4}.
Ocupado Luis XIV en su antiguo proyecto de restablecer a Jacobo en el trono de la Gran Bretaña, ordenó a sus generales de Flandes que tomando posiciones fuertes estuviesen solo a la defensiva. Así lo ejecutaron, sin que el de Orange encontrara medio de atacarlos con ventaja, y pasose todo el año 1696 sin acometer ni intentar los unos ni los otros empresa notable, y viviendo todos a costa de aquel desgraciado país, que parece imposible que después de tantos años de tan asoladoras guerras pudiera mantener ejércitos tan numerosos como los que allí tenían el delfín, Villeroy y Bouflers, los príncipes de Orange y de Baviera, y el landgrave de Hesse, que juntos no bajarían de ciento sesenta mil hombres.
En Italia, donde aliados y franceses llevaban también más de cinco años de guerra, la campaña de 1692 no fue tan desfavorable a aquellos como las anteriores, bien que ellos tampoco lograron otra ventaja que tomar y destruir alguna otra ciudad del Delfinado, en que penetró el duque de Saboya con un ejército de piamonteses, alemanes y españoles, para retirarse a la aproximación del invierno, no mereciendo el resultado de la expedición las sumas inmensas que costó a los confederados. Aun menos favoreció a estos la fortuna en 1693. Después de haber tenido sitiada por más de cuatro meses la plaza de Pignerol, y dádole repetidos ataques, y arrojado sobre ella cuatro mil balas y otras tantas bombas, no pudieron rendirla: y en una batalla que les dio a poco tiempo el mariscal francés Catinat perdieron los aliados seis mil hombres, veinte y cuatro cañones y más de cien estandartes y banderas. El marqués de Leganés, que era gobernador de Milán, no cesaba de enviar al duque de Saboya refuerzos de españoles, llegando a diez y seis mil los que peleaban en aquellas partes. Hasta cuarenta y cinco mil ascendía en 1694 el número de los soldados de la confederación, reducido Catinat a estar a la defensiva; y sin embargo el duque de Saboya gastó el tiempo en marchas y contramarchas inútiles, y con aquel ejército que estaba devorando su país ni emprendió una expedición al Delfinado ni a la Provenza, ni hizo otra conquista que la del castillo de San Jorge. Verdad es que la discordia reinaba entre sus generales, y no había entre ellos ni cooperación, ni unidad, ni concierto. Solo en 1695 rindió a Casal, que había tenido bloqueada todo el invierno con un cuerpo de seis mil españoles y otros seis mil alemanes, y la restituyó al duque de Mantua. Eran tales las disidencias entre los generales, que ni el duque de Saboya y Caprara que mandaban los italianos, ni el príncipe Eugenio que guiaba los imperiales, ni el marqués de Leganés que gobernaba los españoles, podían avenirse entre sí; culpábanse unos a otros, y desesperado el duque de Saboya se separó de la liga; entre él y Luis XIV se celebró un tratado particular (30 de mayo, 1696), y por último convinieron el imperio y la España en que se declarara la Italia país neutral, evacuando en su virtud el Piamonte las tropas alemanas y francesas{5}.
Aunque además de la Italia y de los Países Bajos habían sido también las orillas del Rin y los campos de Alemania teatro de la gran lucha entre aliados y franceses durante todos estos años, y aunque en todas partes peleaban los soldados españoles, ya que no como el alma de la confederación, a la manera de otros tiempos, al menos como auxiliares de ella, donde más se sentían los males de esta contienda fatal era en Cataluña, como parte ya de nuestro propio territorio. Hubo allí la desgracia de que el virrey duque de Medinasidonia, que pudo en 1692 con un regular ejército que tenía haberse acaso apoderado del Rosellón cuando el mariscal de Noailles contaba con muy escasas fuerzas, tuvo la cobardía de retroceder desde las alturas que dividen ambas provincias y en que había acampado, y dio lugar a que el francés penetrara en el país catalán sin batirle siquiera en los desfiladeros. Y lo que fue peor, al año siguiente sitió a Rosas, protegido por la escuadra del conde de Estrées que salió al efecto del puerto de Tolón, y como faltase a los sitiados el socorro que el de Medinasidonia pudo fácilmente darles, rindióse aquella importante plaza (junio, 1693), con poco crédito y honra del nombre español: suceso que no alteró la impasible indiferencia del duque virrey, el cual continuó sin hacer ni intentar cosa en defensa de la provincia, como quien opinaba, y lo decía así a los naturales, que no veía otro camino ni otro medio que hacer las paces con Francia.
Relevole la corte enviando en su reemplazo al duque de Escalona, marqués de Villena, hombre ni de más talento, ni de más resolución, ni de más prudencia que su antecesor; pero tan confiado, que porque de Castilla llegaron cuerpos de reclutas, a quienes los mismos muchachos catalanes tenían que enseñar el manejo de las armas, no contando más que con el número decía: «Con veinte mil soldados, todos españoles, no hay que temer.{6}» Si había que temer o no, mostróselo luego el de Noailles, que entrándose por el Ampurdán con poco más crecido ejército que el español (mayo, 1694), fue a acampar a Torroella de Montgri, orilla del Ter. Allí fue a buscarle el marqués de Villena lleno de una imprudente confianza, de la cual supo aprovecharse bien el veterano y experimentado Noailles, esguazando el río y cayendo sobre nuestros bisoños y descuidados soldados. Allí fue prontamente arrollada y deshecha nuestra caballería, prisioneros o muertos el general y los capitanes, desordenada y ahuyentada la infantería, escapando tan precipitadamente, que en cuatro leguas que la fueron persiguiendo los franceses victoriosos no pudieron darle alcance (27 de mayo, 1694). Solo se condujo bizarramente el catalán don José Bonéu, que mandaba el tercio de la diputación, el mismo que años antes había defendido tan briosamente la villa de Massanet. Perdiéronse allí tres mil hombres, con todas las tiendas y bagajes, con toda la plata y toda la correspondencia del virrey.
No se estuvo ocioso después del triunfo del Ter el de Noailles. A los pocos días estaban ya los franceses sobre Palamós. La escuadra de Tourville llegó a tiempo de impedir que le entrasen socorros, y el gobernador tuvo que capitular, quedando allí otros tres mil hombres prisioneros de guerra. Embistió después el de Noailles la importantísima plaza de Gerona, tan gloriosamente defendida otras veces. Pero engañado el de Villena con la voz que hizo correr el francés de que iba a poner sitio a Barcelona, dejó en abandono aquella plaza. Desamparó también uno de los principales fuertes don Juan Simón, y entregola con poco decorosas condiciones don Carlos Sucre, sin contar para nada con la ciudad (29 de junio). Luis XIV premió los servicios del de Noailles nombrándole virrey de Cataluña, de cuyo cargo tomó posesión el 9 de julio con gran ceremonia. Un terror pánico se había apoderado del de Villena y de sus tropas. Así fue que aprovechándose el francés de esta consternación acometió a Hostalrich, que a pesar de su fortaleza natural se le rindió sin gran resistencia. Igual suerte cupo a Corbera y Castelfollit, quedando también prisionera la guarnición de esta última. Quisieron los miqueletes y paisanos recobrar a Hostalrich, juntándose para ello casi tumultuariamente; apareciose entre ellos el virrey, pero con noticia de la aproximación de Noailles todos se retiraron. Así iban siendo arrolladas nuestras tropas en Cataluña y tomadas nuestras plazas, y gracias que pudo impedirse que la escuadra francesa bloquease a Barcelona.
El marqués de Villena representaba que se hallaba sin fuerzas para defender el Principado, y que los catalanes, cansados de guerra, se resistían a tomar las armas, y con su miedo a los franceses eran la causa de los males que se sufrían. La corte comprendió que lo que había de cierto era su incapacidad; le indicó que renunciara el virreinato, y nombró en su lugar al marqués de Gastañaga, que en verdad no había dado muestras ni de hábil ni de valeroso en Flandes y en Italia. Pero al menos tuvo aquí la prudencia de no aventurar su persona y de no desairar a los catalanes; antes bien, encerrándose él con la tropa en las plazas, encomendó la defensa exterior de la provincia a los paisanos y miqueletes, que volvieron a su antiguo sistema de molestar incesantemente a los enemigos, de interceptar y apresar convoyes, de no dejar un francés con vida de los que andaban sueltos o en pequeñas partidas, y no unidos a un cuerpo de ejército, de apoderarse por sorpresa de algunas fortalezas y villas y degollar las pequeñas guarniciones, y aun llegaron a poner formal bloqueo a plazas como las de Castelfollit y Hostalrich, cuyas fortificaciones hicieron al fin los franceses demoler, por temor de que volviendo a ellas los miqueletes las conquistaran y les sirvieran de abrigo (1695).
Halagaba el virrey, y acariciaba y agasajaba a los paisanos, y hacia celebrar en Barcelona sus proezas y sus triunfos; mas luego se le vio cambiar de conducta y de semblante con ellos, o por órdenes que recibiera de la corte, que acaso recelara ya del ascendiente que iban tomando, o lo que es más verosímil, porque no creyera necesitarlos ya, atendidos los refuerzos considerables de tropas que le llegaron de todas partes. En efecto, llegaron por este tiempo al Principado multitud de alemanes, irlandeses y walones, enviados por el emperador y conducidos por el príncipe Jorge de Hesse Darmstad: y también habían ido llegando los reclutas de Castilla y de Navarra, sacados de la manera y con los trabajos que dijimos en el anterior capítulo. De modo que reunió el de Gastañaga un ejército de cerca de treinta mil hombres, sin contar los miqueletes y paisanos armados.
En verdad, si en España había costado sacrificios y esfuerzos la famosa conscripción de 1695, y había sido menester encerrar en las cárceles a los que caían soldados para que no se desertaran, y de ellos solo la cuarta parte llegaba a entrar en filas, en Francia pasaban aun mayores trabajos este año para reclutar gente, y tanto que las tropas que había en París cogían a los mozos que se hallaban en aptitud de manejar las armas, los encerraban en casas destinadas al efecto, y los vendían a los oficiales. Había en París treinta de estas casas que llamaban gazaperas (fours): hasta que noticioso el rey de este horrible atentado contra la humanidad y contra la seguridad individual, mandó poner en libertad aquellos infelices, y que se formara causa a los aprehensores y se los juzgara con todo el rigor de las leyes.
El duque de Noailles se había retirado a Francia enfermo y lleno de gloria, y habíale sustituido en el mando de las tropas de Cataluña el duque de Vendôme, general acreditado en las campañas de Alemania, de Italia y de Flandes. El virrey español marqués de Gastañaga, con haber recibido tan numerosos refuerzos de gente, y con ayudarle no poco en sus operaciones la escuadra de los aliados que a la sazón costeaba el litoral de Cataluña y le enviaba socorros, ni siquiera pudo tomar la plaza de Palamós a que había puesto sitio, y el de Vendôme demolió después sus fortificaciones: hecho lo cual, se retiraron a descansar unos y otros sin acometer otra empresa.
Al año siguiente (1696), fueron aún menos notables los accidentes de la campaña. Hubo, sí, entre varios encuentros y combates parciales, algunos más generales y más serios, y en uno de ellos, dado orillas del Tordera, fue el ejército español desordenado, huyendo vergonzosamente, sin que los oficiales lograran detener a los soldados fugitivos; pereció casi toda la caballería walona con el comisario general conde de Tillí, y hubiera sido mayor el destrozo en este y en otros choques sin los esfuerzos vigorosos del príncipe de Darmstad. Los franceses demolían fuertes, exigían contribuciones, y vivían sobre el país. Su ejército se había aumentado mucho últimamente, y era ya muy superior al nuestro. Con esto y con el poco vigor y no mas aptitud del marqués de Gastañaga, era tanto el disgusto, y fueron tantas las quejas de los catalanes contra el virrey y contra el maestre de campo general marqués de Villadarias, que la corte determinó relevar al uno y al otro, y nombró virrey a don Francisco de Velasco, hombre de probado valor y hermano del condestable; maestre de campo general al conde de Corzana, y general de la caballería al de la Florida.
Como habrán observado nuestros lectores, ni la famosa junta llamada de los Tenientes generales creada en Madrid, ni su monstruosa contribución de un soldado por cada diez vecinos, ni los donativos forzosos impuestos a toda la nación para atender a los gastos de la guerra, habían bastado a hacer mejorar el aspecto de la de Cataluña, antes iba empeorando cada día visiblemente. Tiempo hacía que se andaba tratando de la paz general; mas como quiera que nunca suelen ser mayores los aprestos bélicos que cuando se andan negociando las paces, procurando cada cual mostrarse fuerte para sacar mejores condiciones de ellas, Luis XIV quiso poner la España en la necesidad de aceptar las que él dictase, a cuyo fin mandó al de Vendôme que emprendiera el sitio y conquista de Barcelona, y al propio tiempo ordenó al conde de Estrées que con las flotas de Marsella y de Tolón fuera a cerrar la boca de aquel puerto. Todo se ejecutó así, y casi simultáneamente se pusieron delante de aquella insigne ciudad (principios de junio, 1697), el de Vendôme con su ejército de veinte y cuatro mil hombres, y el de Estrées con ciento cincuenta velas y multitud de cañones, de los cuales puso en tierra setenta de grueso calibre con veinticuatro morteros. El virrey con una parte del ejército español se retiró detrás de Barcelona, dejando no obstante en la ciudad hasta once mil hombres al mando del maestre de campo conde de Corzana y del príncipe de Darmstad, y además otros cuatro mil hombres a que ascendía la milicia de los gremios, gente valerosa y resuelta, armada también una parte de la nobleza del país, en la cual se contaba al marqués de Aytona.
Vergonzosa fue la facilidad con que se vio al de Vendôme, a presencia del virrey Velasco, establecer sus cuarteles desde Sans hasta Esplugas, poner sosegadamente sus depósitos en Sarriá, plantar sus baterías y abrir trincheras, mientras los cañones y morteros de la escuadra arrojaban balas y bombas sobre la ciudad, y destruían y quemaban edificios. Como si tuviera al enemigo a cien leguas de distancia, así se hallaba descuidado el virrey Velasco en su cuartel general de Molins de Rey, cuando sus tropas se vieron sorprendidas por una columna francesa mandada por el mismo Vendôme (14 de julio, 1697). En la cama estaba cuando supo la derrota de su gente por los que llegaron dispersos y azorados, y tan de prisa tuvo que andar él mismo, que a poco más que se detuviera apoderárase de su persona el general francés, como se apoderó de su vajilla, de su bastón y de su dinero. En esta ignominiosa acción portáronse cobardemente los nuestros desde el virrey hasta el último soldado, a excepción de una parte de la caballería que hizo frente y fue deteniendo y rechazando algo al enemigo.
Tanto como se advertía de flojedad y de inercia en la tropa y en los generales, se notaba de energía, de decisión y de valor en los naturales del país, así fuera como dentro de la ciudad. Al terrible retumbar del caracol que llamaba a somaten aparecían las montañas coronadas de paisanos armados, conducidos por Bonén, Agulló y otros de sus intrépidos caudillos. Dentro de Barcelona todos gritaban que morir antes que entregar al francés aquella población invicta: clérigos, magistrados, mercaderes, artesanos, mujeres, todos participaban de igual irritación, y todos trabajaban a porfía. La guarnición hizo diferentes salidas, y hubo día en que sostuvo siete combates consecutivos. Mas al ver el poco fruto que de ello se sacaba, que se descuidaba de fortificar los puestos débiles, y que se negaban armas a los que las pedían, sospechábase ya muy desfavorablemente del de Corzana, y más cuando ya andaban voces de capitulación. Barcelona se ofrecía a defenderse sola, con tal que se saliera el de Corzana con todas las tropas, a excepción de las que mandaba el príncipe de Darmstad. Mas justamente en aquellos días llegó de Madrid el nombramiento de virrey y general en jefe del ejército hecho en el conde de Corzana en reemplazo de Velasco (7 de agosto, 1697), con lo cual llevó aquel adelante su plan de capitulación y de entrega, que se firmó a los tres días (10 de agosto), a despecho y con llanto de todo el pueblo, y con disgusto y enojo del de Darmstad y de los mejores capitanes. El conseller en Cap de Barcelona murió de dolor de no haber podido salvar la ciudad. Los franceses se obligaron a no cometer insulto alguno contra los naturales, a conservarles todos sus privilegios, a que la guarnición saliera por la brecha con todos los honores, como así se verificó, y a que desde primero de setiembre habría una suspensión de armas, separando los dos ejércitos el río Llobregat.
Concluida la tregua, el general francés sorprendió de nuevo al de Corzana, el cual hubo de retirarse tan precipitadamente que dejó en el campo su propio coche, que el de Vendôme le devolvió con mucha atención y cortesanía. La rendición de Vich fue el último triunfo del francés en esta guerra. El de Vendôme fue recompensado por Luis XIV aumentándole sus pensiones, y dándole además cien mil escudos para pagar sus deudas. Carlos II de España desterró a don Francisco de Velasco a sus tierras, con prohibición de entrar en la corte y sitios reales hasta nueva orden, porque le culpaba de la pérdida de Barcelona. Al príncipe de Darmstad le nombró general del ejército de Cataluña, que se hallaba en Martorell, donde se le había incorporado la guarnición de Barcelona{7}.
Indicamos antes que hacía mucho tiempo se había tratado ya de hacer la paz general, pero con condiciones tales de parte de Luis XIV, que la corte de España las había rechazado por deshonrosas e inadmisibles. Aunque victorioso en todas partes aquel soberano, deseaba poner término a tan larga lucha, ya por el estado de su tesoro, ya porque le convenía romper la gran liga europea, ya por las miras y proyectos que tenía de traer al trono de España un príncipe de su familia cuando Carlos muriera sin sucesión. En 1696 había hecho ya un tratado particular con el duque de Saboya: el rey de Suecia había ofrecido su mediación para la paz general, y todas las potencias la habían aceptado. En su virtud se habían congregado los plenipotenciarios de todas las naciones beligerantes desde mayo de este año (1697) en Riswick, pueblo de la Holanda Meridional, a una legua de la Haya. Eran los representantes de España don Francisco Bernardo de Quirós y el conde de Tirlemont. Después de algunas conferencias y debates, en que los enviados de Carlos XII de Suecia hicieron bien el oficio de mediadores, presentaron los de Francia los artículos sobre los cuales estaba Luis XIV resuelto a concluir la paz, añadiendo después que si en un término dado no eran admitidos se apartaría del tratado y decidirían las armas sus pretensiones. En vista de esta declaración, Inglaterra, España y Holanda, separándose del emperador, suscribieron a la paz con Francia (20 de setiembre, 1697). Pero viéndose solo el emperador Leopoldo, y oídas las razones que a sus quejas dieron los plenipotenciarios de las demás potencias, ordenó a los suyos que se adhirieran al tratado, como lo hicieron (30 de octubre), cesando con esto la guerra en todas partes.
Por la paz de Riswick reconoció Luis XIV a Guillermo III de Orange como rey de Inglaterra: se señalaron las aguas del Rin por límites a los dominios de Alemania y de Francia: devolvía Luis XIV todas las conquistas hechas en la Holanda y Países Bajos españoles después de la paz de Nimega, a excepción de algunos pueblos y plazas que decía haberle sido cedidos por tratados anteriores, y se obligaba también a restituir a España las plazas de Barcelona, Gerona, Rosas, y todo lo demás de Cataluña ocupado por las armas francesas, sin deterioro alguno, y en el mismo estado en que antes de la guerra se hallaba cada fortaleza y cada pueblo{8}.
Excusado es ponderar la alegría con que se recibió en todas partes la noticia de este tratado, y principalmente en los países que habían sido teatro de tan prolongada guerra. En verdad no parecía que debía esperarse tanta generosidad de parte del poderoso monarca francés que había sabido resistir por tantos años a toda la Europa confederada contra él, y cuando sus ejércitos habían alcanzado no pequeños triunfos en todas partes. Que algún pensamiento grande le impulsaba a obrar de aquella manera, era cosa que no podía ocultarse, y ciertamente no se ocultaba. Así es que en vano era esperar que la Europa reposara de las fatigas de una lucha tan larga y tan cruel, y en que tanta sangre se había vertido, y que los estados y los príncipes se repusieran de tantas calamidades. El motivo que había guiado a Luis XIV a ajustar la paz de Riswick eran los planes que indicamos ya tenía sobre la sucesión al trono de España, objeto también de las aspiraciones de otros príncipes y de otras potencias, y cuestión que hacía años se estaba agitando dentro de la misma España, y que será la materia del siguiente capítulo.
{1} Memorias para la Historia de la vida militar de Luis XIV.– Hist. de las Provincias Unidas.– Gacetas de Madrid de 1691 y 92.
{2} John Lingard, Hist. de Inglaterra, tomo V, c. 5.
{3} Vida militar de Luis XIV.– Hist. de las Provincias Unidas.– Gaceta de Madrid de 18 de agosto, 1693: Refiérese el suceso de la sangrienta batalla, &c., de Bruselas, a 1.º de agosto.
{4} Gacetas de 1695.
{5} Leo y Botta, Historia de Italia, lib. XVII, c. 2.º– Gacetas de Madrid de los años correspondientes.
{6} Feliú de la Peña, Anales de Cataluña, libro XXI, cap. 13.
{7} Feliú de la Peña, Anales de Cataluña, cap. 14 al 19.– Entre los muchos pormenores que este escritor refiere de la guerra de Cataluña y conquista de Barcelona, se encuentran muchas cartas del rey y de la reina en contestación a las de la ciudad, y se halla la lista nominal de los jefes y capitanes muertos y heridos durante el sitio.
{8} Este tratado, que consta de treinta y cinco artículos, se publicó e imprimió en Madrid el 10 de noviembre de 1697. Un ejemplar de la primera edición se halla en el Archivo de Salazar, Est. 14 grad. 3.ª