Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro V Reinado de Carlos II

Capítulo XII
Cuestión de sucesión
De 1694 a 1699

Fundados temores de que faltara sucesión directa al trono de España a la muerte de Carlos II.– Partidos que se formaron en la corte con motivo de la cuestión de sucesión.– Consultas e informes de los Consejos.– Dictámenes y votos particulares notables.– Estado de la cuestión después de la paz de Riswick.– Trabajos de los embajadores austriaco y francés en la corte de España.– Pretendientes a la corona de Castilla, y títulos y derechos que alegaba cada uno.– Cuáles eran los principales.– Partido dominante en Madrid en favor del austriaco.– Hábil política del embajador francés para deshacerle.– Dádivas y promesas.– Gana terreno el partido de Francia.– Vacilación de la reina.– Retírase disgustado el embajador alemán.– Muda de partido el cardenal Portocarrero.– Es separado el confesor Matilla.– Reemplázale Fr. Froilán Díaz.– Vuelve el conde de Oropesa a la corte.– Declárase por el príncipe de Baviera.– Célebre tratado para el repartimiento de España entre varias potencias.– Enojo del emperador.– Indignación de los españoles.– Protestas enérgicas.– Nombra Carlos II sucesor al príncipe de Baviera.– Muere el príncipe electo.– Nuevo aspecto de la cuestión.– Motín en Madrid.– Peligro que corrió el de Oropesa.– Cómo se aplacó el tumulto.– Destierros de Oropesa y del almirante.– Quedan dominando Portocarrero y el partido francés.
 

La circunstancia de no haber tenido Carlos II sucesión, ni de su primera ni de su segunda esposa; la ninguna esperanza que había de que la tuviese, atendida su complexión débil; los pocos años que se suponía o calculaba que podría ya vivir, y la consideración de estar próxima a extinguirse con él la línea directa varonil de los reyes de la dinastía austriaca, que hacia cerca de dos siglos habían ocupado el trono de Castilla, había hecho pensar dentro y fuera de España a todos los hombres que tenían alguna parte y manejo en la política, incluso al mismo rey, en la familia y persona que debería heredar a su muerte la corona de los dominios españoles.

Asunto era este que preocupaba los ánimos de todos, así en la corte de España como en las de otras naciones, y por sentado debía darse, aunque no lo dijéramos, que no había de ser el ambicioso Luis XIV el último que fijara sus codiciosas miras en esta más para él que para nadie apetecible herencia, mucho más siendo uno de los que podían alegar más derecho a recogerla para su familia a la muerte de Carlos{1}. Pero en tanto que estábamos en ardiente y viva lucha con Francia, la prudencia le aconsejaba trabajar en este plan con el mayor disimulo posible, y conducirle con mañosa habilidad, como él y sus agentes diplomáticos sabían hacerlo. Mientras vivió la primera esposa de Carlos, María Luisa de Orleans, sus embajadores en Madrid no se descuidaron en preparar el espíritu y los ánimos a este propósito. Mas habiendo muerto aquella y sucedídole en el trono español la princesa María Ana de Newburg, el emperador Leopoldo de Alemania su pariente, que también aspiraba a que heredara la corona de Castilla su hijo el archiduque Carlos, envió de embajador con el propio objeto al conde de Harrach, uno de los principales de su consejo, y hombre de gran capacidad y destreza para el manejo de estos negocios.

Dividiose la corte, y aun la misma familia real, en dos, o por mejor decir, en tres partidos. La reina, como alemana que era, el cardenal Portocarrero, el almirante de Castilla conde de Melgar, y otros magnates, estaban por la sucesión de la casa de Austria, o sea del hijo segundo del emperador, que era el designado, y en quien renunciaban su padre Leopoldo y su hermano mayor José. El rey, la reina madre, el marqués de Mancera, el conde de Oropesa, a quien todavía se consultaba a pesar de su separación de los negocios, y otros varios ministros, preferían al príncipe electoral de Baviera, que también alegaba a la sucesión de España el derecho que luego explicaremos. El partido del delfín de Francia era el menor al principio, por la circunstancia de la guerra, si bien se contaba en él al conde de Monterrey, al consejero de Castilla y gran jurisconsulto don José Soto, y a otros principales señores. Llegó el embajador de Austria a alcanzar del rey la promesa de que nombraría sucesor al archiduque, a condición de que el emperador le enviaría doce mil hombres para rechazar la invasión de los franceses en Cataluña. Mas sobre no haberse cumplido esta condición, que la situación del imperio no permitía, y sobre pedir el emperador el gobierno del Milanesado, que era como dividir la monarquía, el partido austriaco perdía de cada día más en España, ya por el carácter altanero, codicioso y díscolo de la reina, ya por la influencia de mala índole que con ella ejercían personas de Alemania de tan miserable condición e indigno proceder como las que en otro lugar hemos mencionado, ya teniendo en cuenta los inmensos daños que había causado a España la imprudente protección dada siempre por nuestros reyes al imperio, y la miseria y la ruina que nos había ocasionado el afán indiscreto de estar incesantemente enviando y sacrificando nuestros hombres, y consumiendo y agotando nuestros tesoros por engrandecer o sostener la casa austro-alemana.

El infeliz Carlos II, condenado a la disgustosa necesidad de oír las disputas sobre los que tenían mejor derecho a sucederle, y aun a tomar una parte principal en ellas, como aquel cuya decisión había de influir tanto en la resolución de tan importante negocio, consultaba a sus Consejos, y tratábalo en juntas especiales que formaba para oír los dictámenes de todos. Vamos a dar una muestra de cómo se trataba en ellas este interesantísimo punto, y cómo se le consideraba en su relación con la guerra y con los proyectos de paz, y daremos a conocer algunos de los votos de más importancia e influjo, tomando por tipo las consultas de 1694{2}.

«SEÑOR, (decía una de ellas): Después de haber resuelto V. M. a consulta de los ministros que componen esta junta, que se continuase la guerra sin escuchar las proposiciones de Francia para la paz y el artículo sobre la sucesión; y habiendo V. M. mandado escribir cartas particulares al Sr. Emperador y demás aliados, diciéndoles que sin común acuerdo de todos estaba V. M. en firme ánimo de no dar oídos a estas proposiciones, y que antes de consentir V. M. en tratados indignos aventuraría V. M. todos sus dominios, aunque sus aliados le dejasen solo en la guerra; se han ido recibiendo sucesivamente de los ministros que V. M. tiene en las cortes de Europa y de algunos príncipes las cartas que resumidas ligeramente es la sustancia de su contenido como se sigue.– El Elector de Baviera respondió de mano propia como príncipe de la liga poniendo todas sus acciones en la voluntad de V. M., y como gobernador de Flandes envió copia de una carta que le había escrito desde Ratisbona el mensajero Neuveforge expresando lo bien que había sido oída en aquella dieta la resolución de V. M.–  También el Elector de Maguncia respondió aplaudiéndola. Don Juan Carlos Bazán envió la respuesta que le dio el secretario de Estado del duque de Saboya estimando la noticia.– El marqués de Leganés dijo que para mantener lo resuelto era menester hacer con vigor la guerra.– Don Francisco Bernardo de Quirós, que él había participado a los ministros de los principales aliados que están en la Haya, y que todos habían quedado gozosos y satisfechos y asegurados de que no vendrá ese tratado sin su anuencia.– El marqués de Canales representó que esta noticia había llegado a muy buen tiempo: que el rey Guillermo estaba ofendido de que Francia no hablase con él en sus proyectos, y que había remitido la respuesta al congreso del Haya por si con este cimiento podía radicar allí los tratados.– El duque de Medinaceli respondió que se valdría de la noticia, y que reconocía que su Santidad no dejaba de aprobar la proposición de ceder al Elector de Baviera las pretensiones del Sr. Emperador y del delfín.– Y últimamente el marqués de Burgomayne dijo que el Sr. Emperador había oído sumamente gustoso la resolución de V. M., y que aguardaba para responder a estos proyectos lo que diría el rey Guillermo, pero que entretanto estaba S. M. Cesárea con el espíritu sumamente fatigado por las diferentes proposiciones de Francia sobre la sucesión de España, y no sin recelos de que aquella corona trate particularmente con el elector de Baviera, de cuya sospecha recela el marqués algún grave inconveniente, mayormente dudando el Sr. Emperador lo que en V. M. se entiende sobre la materia, y viéndole muy sensible que para esto se piense en otra cosa que en la suya.

«Con carta de 16 de enero remitió el marqués de Burgomayne copia de otro proyecto que esparcían los ministros de Dinamarca en las cortes de Alemania, el cual se reduce por lo que mira al señor Emperador, imperio, y duques de Lorena y Saboya, a las condiciones ofrecidas en el primero: en cuanto a España, a restituir todo lo conquistado en Cataluña en esta guerra, y en Flandes, Mons y Namur, y demolido Charleroy... En cuanto a la sucesión, que renunciará el Cristianísimo y hará renunciar al delfín todo género de pretensión que pueda tener en los Países Bajos, en calidad de que el señor Emperador haga lo mismo a favor del elector de Baviera.– Con motivo de enviar este proyecto el marqués de Burgomayne, representa que Suecia había añadido a él en todo secreto que el embajador de Francia había dicho que como S. M. Cesárea se conformase en cuanto a la cesión de los Países Bajos en el elector de Baviera, cedería Francia al señor Emperador el derecho que tiene a España, y que esto tenía muy enfadado al señor Emperador y a los más de los aliados... Este mismo proyecto remite el duque de Medinaceli, diciendo que el Cristianísimo le había hecho notorio a todos los ministros de príncipes que residen en París, y que S. S. no dejaba de aprobarle. También le envía el marqués de Canales, diciendo que había sido presentado por el ministro de Dinamarca al rey Guillermo. Siendo de advertir que en este proyecto presentado en Londres hay un artículo separado que no está en los otros, en que ofrece Francia que por lo que toca al rey Jacobo se comprometerá en las dos coronas del Norte, o en el señor Emperador. Y el marqués de Canales añade que esta declaración no solo no ha entibiado a aquel gobierno, sino que antes le ha ensoberbecido, persuadiéndose a que ya la Francia siente los efectos de la guerra. Con que son tres las diferencias de un mismo proyecto; el presentado en Londres añadiendo lo que va referido; el de Viena con el artículo separado acerca de ceder Francia al señor Emperador el derecho que supone tener a España; y el que ha dado en París a los ministros de los príncipes sin una ni otra circunstancia...»

Proseguía la junta explicando el aspecto que presentaba el negocio de la sucesión a España en cada una de las cortes de Europa. Y viniendo a los votos particulares de sus individuos, el almirante, que, como hemos dicho, estaba por el archiduque Carlos de Austria, decía entre muchas cosas para desvirtuar el derecho de la Francia:

«Dos derechos tiene la Francia para la sucesión de estos reinos; uno físico y real e incontrovertible, que es el de sus fuerzas, el de la situación de su país y el nuestro, con tres brechas abiertas tan principales en los Pirineos, y nuestra última reconocida debilidad para la defensa: otro imaginario, pues no se debe llamar legal, habiéndole desvanecido tan clara y distintamente nuestros jurisconsultos. El fin que de esta proposición de la Francia se viene más a los ojos es el de feriar este derecho imaginario al señor Emperador, o al duque de Baviera, haciendo más formidable y más permanente el otro derecho que le da su poder... &c.»

Pero entre los votos particulares de los consejeros es uno de los más notables el del marqués de Mancera, que es bueno conozcan nuestros lectores:

«SEÑOR (decía la consulta de 6 de agosto, 1694): El marqués de Mancera dice, que la suma gravedad de la materia en que V. M. le manda decir su modo de entender le constituye en justo recelo de acertar, porque sin duda es superior a cuantas se han tratado desde que el señor Rey don Pelayo empezó a restablecer esta monarquía.

»La caducidad inevitable de ella, ya sea vencida del poder del rey de Francia, o ya heredada del príncipe electoral de Baviera, ni es oculta a V. M. ni remota. Su impotencia universal en todas sus partes y miembros se viene a los ojos, por falta de cabos, por defecto de habitadores, por inopia de caudal regio y privado, por entera privación de armas, municiones, pertrechos, fortificaciones, artillería, bajeles, y lo que es más, de disciplina militar, naval y terrestre; por el universal desmayo, desidia y vergonzoso miedo, a que por nuestros pecados se ve reducida la nación, olvidada de su nativo valor y generosidad antigua. Aunque demos el caso de poder valernos de las naciones extranjeras, conduciendo a España alemanes, irlandeses e italianos, con los gastos crecidos que esto pide, y se hallasen medios para formar con ellos ejército, quedamos expuestos a no conservarlos, y al peligro de que si fuesen pocos los forasteros conducidos, servirían de poco, y si muchos, estará en su arbitrio hacer lo que quisieren, y por ventura pasarse al enemigo a la primer retardación de paga.

»Todo esto representa a V. M. el que vota, no para melancolizar su Real ánimo, sino para valerse destos presupuestos como ciertos y precisos fundamentos sobre que ha de edificar su voto.

»No hay doctrina teológica o política que dé facultad a un rey para subvertir el orden de las leyes fundamentales de su reino por sola su voluntad, ni postergar el sucesor que ellas le señalan como índices de la providencia del Altísimo, por motivos de odio o benevolencia, y en este sentimiento he estado y estaré siempre. Tiene apoyo esta verdad en lo que sucedió al señor Rey don Fernando el Católico, que estando próximo a pasar a mejor vida, ocupado del cariño a su nieto segundo el infante don Fernando, que después fue el primero de los Césares de este nombre, quiso nombrarle por sucesor en la monarquía de España, anteponiéndole al señor Príncipe don Carlos su nieto mayor, después emperador quinto de este nombre. Comunicó su dictamen a un ministro de su consejo y cámara, meritísimo confidente suyo: opúsosele el ministro con cristiana y heroica libertad; contendieron ambos sobre la materia, y el ministro obtuvo la victoria por la razón, rindiéndose el rey moribundo a ella; de que se sigue que el odio no debe excluir al legítimo sucesor, ni el amor anteponer al que las leyes excluyen. Igualmente estoy firme, y no por capricho o antojo, sino movido de sólidos fundamentos, en que no solo puede, sino debe en conciencia el rey preferir la utilidad, conservación y paz de la monarquía a la conveniencia particular de aquel individuo presunto inmediato sucesor suyo, aunque sea su hijo legítimo, cuando esto conduce al público y universal bien: y no se ofrece otro camino de asegurársele a la república, porque como el rey es su padre, cabeza y tutor, debe anteponer la conveniencia pública a la de cualquier otro particular. Así lo enseñó el prudentísimo señor rey don Felipe II consultando a las universidades de España en el caso que nos refieren con claridad las historias extranjeras, y con rebozo y misterio las de España, del señor príncipe don Carlos, su hijo único.

»Pruébase la certeza y seguridad de este dogma con el símil que sigue. Cualquiera que por sola su voluntad, aunque llevado de fin honesto y loable, se cortase una mano o se sacase un ojo, pecaría mortalmente incurriendo en el condenado error de Orígenes, y traspasando lo que Dios tiene declarado de que nadie es dueño de sus miembros. Pero el que viéndose herido de animal venenoso tuviese constancia para mutilarse el miembro envenenado, no solo no pecara, sino mereciera en la observancia del precepto de caridad, porque el valor del todo de aquel individuo prevalece al valor del miembro separado. Cree este voto positivamente que nos vemos reducidos a estos términos, y para mayor expresión se propondrá en forma silogística.

»La mayor es, que no a paso ordinario, a precipitada carrera va despeñándose esta monarquía al abismo de su perdición total, ya sea porque la conquiste el rey de Francia, a cuyo intento parece que tiene vencido lo más dificultoso, o ya porque la herede el príncipe electoral de Baviera, si Dios por su infinita clemencia, como siempre lo espero, no nos socorre con la deseada sucesión de V. M., pues lo mismo será recaer la monarquía en Baviera que pasar a la infeliz esclavitud de la Francia.

»La menor es, que de nuestros aliados no tenemos que esperar ni válido ni oportuno remedio. No del Sr. Emperador, por su inmensa distancia y diversión de sus fuerzas en Hungría y en el Alto Rin. No del rey Guillermo de Inglaterra, porque o no puede o no quiere asistirnos como debiera, o no quieren sus cabos ejecutar sus órdenes, según lo están diciendo las exposiciones. No de holandeses, por sus aviesas y cautelosas máximas, que tienen tan diversos fines; y mucho menos de los demás aliados, cuya impotencia es notoria.

»Luego síguese la irrefragrable consecuencia de que V. M. en conciencia, en justicia y en política, está obligado y necesitado debajo de precepto divino, natural y político, a obviar por todos los medios y esfuerzos posibles este oprobio de su nación, este yugo intolerable que amenaza a sus fieles vasallos, este peligro inminente del ultraje de la religión católica de España y reverencia a los altares, desacato a las vírgenes consagradas a Dios, turbación del reposo en que yacían los huesos de muertos honrados progenitores; pues todo esto será triunfo de la licencia sacrílega de franceses.

»El único medio que desde la atalaya del corto discurso del que vota se descubre para tomar parte en tan procelosa borrasca, después de la misericordia divina a quien se debe recurrir con afectuosas y humildes súplicas, es el de condescender V. M. a las insinuaciones del rey de Francia, de que renunciando V. M. y el Sr. Emperador en favor del príncipe electoral de Baviera el País Bajo en caso de no tener V. M. sucesión, renunciasen el Cristianísimo y el Delfín el derecho pretenso a esta monarquía a favor del Sr. Emperador y Sres. archiduques de Austria, sobre el mismo presupuesto de negarnos el cielo el beneficio, que espero siempre de su misericordia, de la real sucesión de V. M....

»El principal fundamento de justicia para proponer al sucesor de mejor derecho y anteponer al más remoto, consiste en la utilidad pública: porque como los reyes se instituyen para beneficio de los reinos, y no al contrario los reinos para conveniencia de los reyes, llegado el caso de haber de declarar sucesor, está obligado en sentir del que vota el rey reinante a elegir al que sea más idóneo, y más útil y conveniente a sus reinos, sin que en esto tenga arbitrio la sangre o la inclinación. Confío en la piedad divina que ha de sacarnos con felicidad de este enredado laberinto, concediéndonos la real sucesión que tanto importa; pero si fuese su beneplácito castigarnos, ¿cómo puede pensarse que un príncipe de año y medio sea más útil al gobierno, tutela, protección y administración de justicia en estos y los demás reinos de la monarquía, que el Sr. archiduque Carlos en tan diferente edad, educación y esperanza?

»Parece que hacen alguna resistencia a la renunciación del País Bajo los vínculos recíprocos de reiterados juramentos entre aquellos súbditos y V. M. y sus ínclitos progenitores, de no separarlos jamás de su corona; pero cuando la causa pública y el bien de la paz se interesan, todo se dispensa y se facilita sin el menor escrúpulo, de que son pruebas incontrastables los ejemplos siguientes.– El señor emperador don Carlos V capituló con la señora reina de Inglaterra María Stuard casar a su hijo el señor don Felipe II dotando aquel consorcio con el País Bajo a favor de los príncipes que dellos procediesen; y es de advertir que se hallaba ya el señor rey Felipe II con hijo, que era el señor príncipe don Carlos, y no se hizo reparo en esta división de aquel estado, ni en el perjuicio del príncipe.– El mismo señor emperador don Carlos V renunció los estados hereditarios de Austria, Stiria, Carintia, &c. en su hermano el señor don Fernando, tocando de derecho a su hijo único el señor don Felipe II.– Este propio señor rey renunció en su hija la señora infanta doña Isabel Clara Eugenia todas las diez y siete provincias que contenía entonces el País Bajo, casándola con el señor archiduque Alberto de Austria, y no personalmente, sino también a favor de sus hijos y descendientes: por manera que estas divisiones y renunciaciones, cuando interviene la causa pública, la paz, quietud y conservación de los reinos, siempre han sido admitidas y aprobadas del mundo católico, y no se ha visto autor que las repruebe, sino la del rey Cristianísimo establecida en los Pirineos juntamente con los capítulos de paces, y esto por tal o cual francés apasionado y de ningún crédito.

»Lo que queda apuntado es cuanto mira a la sustancia desta importantísima materia, en que no presume el que vota que puede hacer opinión, antes suplica a V. M. se sirva de comunicarla con la mayor reserva posible a sujetos de doctrina, prudencia, cristiandad y noticias históricas, para que si hallaren repugnancia en algo de lo que va presupuesto, desengañen y den luz a V. M. de lo que se debe seguir y resolver.

»Por lo que toca al modo de encaminar esta negociación, juzga el marqués sin el menor recelo de engañarse, que no teniendo V. M. pariente, amigo ni aliado que más de corazón le ame, desee sus aciertos y se interese en sus fortunas que al señor emperador, debe V. M. fiarla enteramente de S. M. Cesárea, remitiéndole amplísima plenipotencia, para que use della cuando y en la forma que lo juzgase oportuno, poniendo a su dirección los demás puntos concernientes a la paz, y esto con el mayor secreto y reserva que cupiese en lo posible.

»Sería la mejor la que se hiciese sobre la planta de la de Westphalia. La menos mala la de los Pirineos. La menos buena la de Nimega. Pero el grado a que nos vemos reducidos no nos da facultad de escoger, sino de tomar la menos mala: y si cualquiera no se estableciese con la expresa calidad de continuarse la liga defensiva, con cláusula de garantir todos los aliados al que fuere invadido de la Francia, será fundar edificios sobre arena, y perdernos por la negociación como nos perdemos por la hostilidad.

»Esto, señor, es lo que ha podido aprender la corta capacidad del que vota en la prolija serie de muchos años, negocios y ocupaciones, y lo que el flaco aliento de la salud quebrantada le ha permitido representar a V. M. con vivo y cordial deseo y amor a su real servicio, pidiendo a la Divina Providencia conceda a V. M. los aciertos y larga vida y feliz sucesión que nos importa a sus vasallos...»

Tal era el modo de pensar del marqués de Mancera sobre los dos graves asuntos de la paz y de la sucesión, emitido y expresado con la franqueza y en el estilo que han podido observar nuestros lectores. Y por este orden iban dando su opinión en las consultas el cardenal Portocarrero, el almirante, el condestable, el duque de Montalto y el conde de Monterrey, según el modo de ver de cada uno, y su inclinación o su interés por las personas que se designaban como aspirantes con más o menos derecho a la sucesión.

Ajustada que fue la paz de Riswick, en la que llevó Luis XIV el designio que hemos enunciado, y a cuyo fin se propuso contentar y halagar a los españoles, resolvió trabajar ya más abiertamente y con ahínco en hacer valer el derecho de su nieto Felipe de Anjou a la sucesión del trono de España, en el caso, cierto para él, de no tener Carlos II posteridad, a cuyo objeto envió de embajador a Madrid al conde de Harcourt, hombre de gran penetración y no escasa ciencia, guerrero valiente y afortunado, afable, cortés, y sobre todo fastuoso, cualidades de mucha estima para los españoles. Así fue que luego se empeñó una lucha activa de manejos e intrigas diplomáticas entre él y el embajador del imperio conde de Harrach. Mas como quiera que no fuesen el archiduque Carlos de Austria y el hijo del delfín de Francia los solos que alegaban derechos a la futura vacante del trono de Castilla, diremos cuántos y cuáles eran los pretendientes, y de dónde le venía a cada cual el derecho que alegaba.

Era el delfín de Francia hijo de la infanta María Teresa de España, primogénita de Felipe IV y hermana mayor de Carlos II. Por consecuencia, sucediendo por las leyes de Castilla en el trono las hembras primogénitas a sus hermanos varones a falta de hijos de estos, bien que no hubiera la misma costumbre en Aragón, indudablemente el derecho público de Castilla favorecía a los hijos de María Teresa y de Luis XIV, y el delfín renunciaba en su hijo segundo Felipe, duque de Anjou. Pero mediaba la renuncia solemne de María Teresa al trono de España, hecha por el tratado de los Pirineos, y confirmada por las cortes y por el testamento de su padre. A esto contestaba la corte de Francia que aquella renuncia había sido hecha para disipar los temores de las naciones europeas de que pudieran un día reunirse en una misma persona las dos coronas de Francia y de España, pero que aquella cesión no había podido hacerse legalmente, porque nadie puede por su sola voluntad alterar las leyes de sucesión de un reino con perjuicio de sus descendientes, y por tanto subsistía íntegro el derecho de los hijos de María Teresa.

Fundaba su derecho el emperador Leopoldo de Austria en que extinguida la primera línea varonil de la dinastía austriaco-española, debía acudirse a la línea segundogénita, de que él descendía como cuarto nieto de Fernando I hermano del emperador Carlos V, y además en los derechos de su madre Mariana, hija de Felipe III. Para evitar la reunión de las coronas de Austria y España en una misma persona, lo cual daría celos a las potencias europeas, él y su hijo mayor José abdicaban en su hijo segundo el archiduque Carlos. Alegaba además, que aun en el caso de suceder las hembras, debía preferirse la más cercana al tronco, no la más cercana al último poseedor. Bien que en este caso tenía mejor derecho Luis XIV como hijo de Ana de Austria, hija mayor de Felipe III.

Apoyaba los suyos el príncipe de Baviera en ser nieto de la infanta Margarita, hija menor de Felipe IV y primera mujer del emperador Leopoldo. Y aunque la madre del príncipe, al casarse con el duque de Baviera, había renunciado también los derechos a la corona de España, aquella renuncia no había sido confirmada ni por Carlos II ni por las cortes de Castilla, y por tanto no se tenía por válida. Por eso los más de los consejeros españoles, y el mismo rey, consideraban de mejor derecho al príncipe de Baviera.

Había además otros tres pretendientes, a saber: el duque Felipe de Orleans, como hijo de la infanta Ana de Austria, mujer de Luis XIII: el duque Víctor Amadeo de Saboya, como descendiente de Catalina, hija segunda de Felipe II; y aun el rey de Portugal, cuyo título era descender de la infanta doña María, hermana menor de doña Juana la loca, que casó con el rey don Manuel. Pero las pretensiones de los tres últimos príncipes desaparecían ante los mejores derechos de los otros tres pretendientes, que eran los principales.

Aunque todo el mundo preveía que en último resultado esta cuestión habría de decidirse y fallarse más por las armas que por los alegatos en derecho, cada uno de los representantes de las cortes competidoras procuraba ganar con maña el afecto del rey, de los magnates y del pueblo español, sin perjuicio de prevenirse cada soberano, y muy especialmente el francés, aumentando sus fuerzas de mar y tierra en las fronteras y en los puertos. Cuando llegó a Madrid el embajador francés Harcourt, encontró el partido austriaco dominante. La reina, que con su genio imperioso tenía supeditado al débil Carlos, había trabajado mucho. Los gobiernos de Cataluña, de los Países Bajos y de Nápoles, habían sido conferidos a los príncipes de Darmstad y de Vaudemont y al duque de Pópoli, alemanes aquellos, y afecto éste al mismo partido. Por arte de la reina fue al principio bastante mal acogido por el rey el conde de Harcourt; pero él disimuló, y espléndido como era, y ampliamente facultado y asistido para ello de su soberano, comenzó por agasajar con delicados presentes y obsequios a los grandes menos afectos a Francia, formando contraste su conducta con la seca altivez del austriaco. De igual condición también las mujeres de los dos embajadores, mientras el orgullo de la de Harrach la hacía aborrecible a las damas de palacio, la fina franqueza de la de Harcourt se fue atrayendo la adhesión de casi todas, y llegó con su dulce trato hasta a granjearse el cariño de la reina, siendo tan de corazón alemana. El oro francés hizo su efecto con la Perdiz y el Cojo, personajes tan importantes como ya hemos dicho por su favor con la reina. El confesor Chiusa fue halagado con la esperanza de alcanzarle el capelo. A la reina misma le dio a entender el de Harcourt que solo a su mediación quería que debiera el duque de Anjou la corona; hízole entrever la idea de su enlace con el Delfín cuando quedara viuda; le prometió que se devolvería a España el Rosellón, y que la Francia la ayudaría a la reconquista de Portugal{3}.

Con estos y otros alicientes, hábilmente empleados, estuvo la reina indecisa y casi inclinada a abandonar el partido austriaco; y tal vez lo hubiera hecho a no haber visto a sus mayores enemigos de parte de la casa de Borbón, y a no haberla alentado el confesor Matilla, el almirante y otros ministros y consejeros. Pero ya la causa de la Francia había ganado tanto en el pueblo, que apenas la de Austria contaba con apoyo sólido fuera de la inclinación del rey, y aun ésta se la enajenaban casi completamente los agentes del imperio con la indiscreción de estar hablando de ello constantemente a Carlos, sin consideración al estado entonces ya delicadísimo de su salud, y sin miramiento al disgusto con que naturalmente había de oír el afán con que se disputaba su herencia, como si ya se le diera por muerto. Esto le movió a esquivar cuanto pudo las visitas de Harrach, y el embajador alemán, menos flexible y menos sufrido que el francés, no pudiendo tolerar aquel desvío se retiró amostazado a Viena, dejando en su lugar un hijo suyo, tan altanero como él, y sin la experiencia ni la sagacidad de su padre. Aquel enfado y esta novedad diplomática fue uno de los incidentes que favorecieron más al influjo de la casa de Borbón.

Otra de las conquistas, y acaso la mayor de todas, que hizo con su política el francés, fue la del cardenal Portocarrero, que celoso ya del almirante por privados motivos, abandonó el partido austriaco que hasta entonces había sostenido con él, y se decidió en favor de la Francia. Era el cardenal hombre de corto talento y de muy escasa lectura, pero muy acreditado por su piedad y virtud, y por la incansable generosidad con que socorría a los necesitados. Tenía mucha influencia con el rey, y por tanto la causa que abrazaba llevaba muchas probabilidades de triunfo. Así fue que a su ejemplo se alistaron en el mismo partido el inquisidor general Rocaberti, y otros principales señores. Saben ya nuestros lectores, porque atrás lo hemos dicho, que el cardenal acusaba al P. Matilla, confesor del rey, de ser la causa principal de los males del reino: logró pues en esta ocasión que el rey le apartara del confesonario, y a propuesta del mismo cardenal vino a reemplazarle el P. Fr. Froilán Díaz, catedrático de prima en la universidad de Alcalá, de la misma religión que Matilla, y hombre de más piedad que juicio y de más virtud que talento.

En tal estado habría podido tal vez triunfar definitivamente la política y el intento de Luis XIV, a no haberse aparecido de nuevo en la corte el conde de Oropesa, desterrado hasta entonces en la Puebla de Montalván. La reina, que no le amaba, pero que sabía que era hombre de valer, en el conflicto en que se hallaba se acogió a él, y le halagó haciéndole presidente de Castilla. Con la adhesión del de Oropesa se reanimó algún tanto el partido austriaco; mas no tardó en desavenirse y romper con el almirante, al modo que le había sucedido a Portocarrero, y entonces se propuso fomentar el que podía llamarse tercer partido, el del príncipe de Baviera, el más apoyado por los jurisconsultos, al que mas propendía el rey, pero que desde la muerte de la reina madre no había tenido quien le impulsara y le diera calor. Así se abrazaban y se defendían las causas de los pretendientes, pasándose de uno a otro partido, menos por convicción que por resentimientos, rivalidades e intereses.

Pero al mismo tiempo que así se empleaba en Madrid la intriga cortesana, Luis XIV acudía a otra clase de medios más políticos y de más elevada esfera. Aparentando deseos de paz, pero teniendo amedrentado al emperador con sus preparativos de guerra; fingiendo abandonar sus pretensiones sobre España a fin de reconciliarse con el monarca inglés Guillermo III, negoció con las potencias marítimas un nuevo tratado que irritara al propio tiempo al emperador y a los españoles, para perjudicar a aquél, y sacar después mejor partido de éstos. So pretexto de mantener el equilibrio europeo, y que ninguna de las potencias se engrandeciera demasiado con la sucesión de España, indújolas a hacer el famoso tratado que se llamó del Repartimiento (11 de octubre, 1698). Porque en él se estipuló dividir los dominios de España y repartírselos, aplicando al príncipe de Baviera la península española, los Países Bajos y las Indias, al delfín de Francia los estados de Nápoles y Sicilia, con el marquesado de Final, y la provincia de Guipúzcoa, y al archiduque Carlos de Austria el Milanesado; obligándose los aliados, en el caso de que las familias de Austria o Baviera negaran su adhesión a este pacto, a reunir sus fuerzas para atacarlas, quedando a salvo sus derechos respectivos. Este contrato celebrado entre Francia, Inglaterra y Holanda, había de permanecer por entonces secreto, y Guillermo de Inglaterra se encargaba de pedir el consentimiento al emperador. Así conseguía Luis XIV separar del Austria las potencias marítimas, y poner en pugna al de Baviera con el imperio, lo cual era un gran paso para sus ulteriores planes.

Como era de esperar y suponer, el emperador se mostró altamente indignado por la pequeña porción que en el reparto se adjudicaba a su familia, desconociendo sus derechos. Los españoles se irritaron de ver que las potencias extranjeras dispusieran así a su antojo de la monarquía; revivió la natural altivez y antigua soberbia del pueblo español; la nación ardía en cólera, y Carlos II, no obstante la flaqueza en que le tenía su enfermedad, se quejó enérgicamente por medio del embajador marqués de Canales al rey de Inglaterra por el insulto que en el tratado se había hecho al rey y a la nación española, y protestando contra tan escandalosa arbitrariedad. Ya el pueblo en este caso se conformaba a recibir al sucesor que su soberano señalase, y el conde de Oropesa se aprovechó de todas estas circunstancias y de las disposiciones anteriores del rey para acabar de decidirle en favor de su candidato el de Baviera. Los magistrados y juristas a quienes se consultó, informaron también que era el pretendiente de mejor derecho, y en su virtud declaró Carlos II sucesor y heredero de todos sus estados después de su muerte al príncipe José Leopoldo de Baviera. Prorrumpió el emperador cuando lo supo en tan fuertes quejas, y protestó con tal altivez que acabó de ofender e irritar contra sí a los españoles. Al contrario el rey de Francia, contento al parecer con haber alejado al rival más peligroso, no se dio por sentido, sin renunciar por eso a sus proyectos. Portocarrero tuvo también la prudencia de no mezclarse en este asunto, ni manifestar oposición, no obstante sus últimos compromisos con el francés.

Parecía resuelta ya con esto la cuestión. Pero un acontecimiento inesperado vino de repente a complicarla y dificultarla de nuevo, a saber, la muerte del presunto heredero de la corona de España, el príncipe de Baviera, acaecida en Bruselas a la temprana edad de seis años (8 de febrero, 1699). No nos admiran las sospechas que hubo de que la muerte no fuese enteramente natural. De todos modos este suceso acabó con las esperanzas de un partido, y puso a los otros dos, el francés y el austriaco, en situación de luchar frente a frente. Ambos eran fuertes, y no podía asegurarse cuál de ellos acabaría por vencer al otro. Porque si el de Austria se reforzó con el conde de Oropesa, que hacía gran peso en la balanza, y faltándole el príncipe bávaro se puso del lado de la reina y el almirante; en cambio el antiguo presidente de Castilla Arias y el corregidor de Madrid don Pedro Ronquillo, resentidos de Oropesa, pasaron a reforzar a Harcourt y a Portocarrero. Oropesa y el cardenal eran los personajes más influyentes en la corte, y como la cuestión de sucesión era el negocio que absorbía todo el interés, el gobierno y la administración del Estado estaban abandonados completamente, y ni aun la junta de los tenientes generales daba señales de vida, habiendo caído en la inacción y casi en el olvido desde que se concluyó la guerra. Enfermo de cada día más el rey, siendo el juguete lastimoso de los que por ignorancia o por malicia atribuían sus enfermedades a hechizos y le trataban como a maleficiado; poseído de una profunda melancolía, ni se ocupaba en nada ni estaba sino para pensar en la muerte, y todo marchaba a la ventura.

La falta de gobierno y las malas cosechas de aquellos años produjeron escasez y carestía de mantenimientos en Madrid, y con ella el hambre. Echaba el pueblo la culpa de este mal al conde de Oropesa como presidente de Castilla, y aumentaba el disgusto y la murmuración la voz, no ya nueva, de que él y su mujer comerciaban y especulaban a costa de la miseria pública en ciertos artículos de primera necesidad. Formaba contraste con esta conducta la solicitud y la generosidad con que el embajador francés y sus amigos distribuían limosnas y prodigaban socorros, cosa que el pueblo recibe siempre bien, y que ellos no hacían sin estudio, siendo su comportamiento una acusación elocuente, aunque tácita, de sus adversarios. Una mañana (abril, 1699), por uno de esos choques o reyertas que nunca faltan cuando están predispuestos los ánimos, alborotose en la plaza un grupo de gentes, primero contra un alguacil, después contra el corregidor, insultándole y persiguiéndole buen trecho. La multitud amotinada llegó hasta la plaza de palacio atronando con los gritos de: «¡Pan, pan! ¡Viva el Rey! ¡Mueran los que le engañan! ¡Muera Oropesa!» Acudieron varios magnates al regio alcázar, pero azorados todos, nadie sabía qué aconsejar al aturdido Carlos. La muchedumbre pedía que saliera el rey al balcón y se dejara ver del pueblo: la reina entonces con bastante presencia de ánimo fue la que se asomó y dijo a los tumultuados que el rey dormía: «Mucho tiempo ha que duerme, contestaron aquellos, y ya lo es de que despierte.» Tuvo al fin que presentarse el rey, el cual les ofreció que el conde de Benavente les hablaría en su nombre y oiría sus quejas. Salió en efecto el de Benavente, que no dejaba de tener cierta popularidad, y acaso estaba en alguna inteligencia con los insurrectos; ello es que estos le prometieron retirarse con tal que no se los castigara, y se nombrara corregidor de Madrid a Ronquillo. Concedido que fue esto por el rey, y llamado Ronquillo a palacio, salieron los dos a caballo a la plaza, siendo victoreados por la muchedumbre. «El rey os perdona, les dijo el de Benavente, pero en cuanto a la carestía del pan no puede él remediarla, y sobre esto será bien os dirijáis al conde de Oropesa, que tiene los abastos.»

No era menester más, y tal vez no con otro intento fueron pronunciadas aquellas palabras, para que la multitud evacuara instantáneamente la plaza de palacio y se trasladara en tropel a la de Santo Domingo donde vivía Oropesa. Lograron éste y su mujer salvarse, avisados por el almirante poco antes de llegar las turbas, pero no se libró su casa de ser saqueada. Lo fue después la del almirante, aun con más furia, por la resistencia que opusieron sus criados; así fue que no quedó en ella cosa que los asaltantes no destrozaran, ni hubo exceso que no cometieran. Valiole al de Oropesa haberse refugiado en las casas del inquisidor general, ante cuyas puertas se detuvo la multitud, bien que no dejando de pedir a voces su cabeza. Era ya casi de noche, y el motín no se sosegaba. Salieron entonces el cardenal de Córdoba y los frailes de Santo Domingo como en procesión, y al mismo tiempo andaba Ronquillo a caballo entre los insurrectos con un Crucifijo en la mano. Bien se debiera a las exhortaciones de los religiosos, bien que a Ronquillo le pareciera que no debían ir las cosas más adelante, o que impusiera a los tumultuados la noticia de que entraba en Madrid un cuerpo de doscientos caballos conducidos por el príncipe de Darmstad, a quien antes se había mandado venir de Cataluña, fuéronse deshaciendo los grupos y retirándose, y quedose el resto de la noche Madrid en silencio.

Aprovecháronse de este suceso los del partido francés para gestionar con el rey la separación de Oropesa: él mismo pidió su retiro, fundado en la impunidad en que se dejaba a los alborotadores; mas como el rey, que aun le conservaba el antiguo cariño, se negara a admitirle la renuncia de la presidencia de Castilla, celebraron aquellos una junta en casa del cardenal Portocarrero, y oído el parecer del respetable jurisconsulto Pérez de Soto, que era favorable a la casa de Borbón, acordose hacer los mayores esfuerzos para alejar de la corte a los del partido imperial. Empleó Portocarrero todo el influjo que por su dignidad y sus virtudes ejercía en la conciencia del rey, hasta conseguir que volviera a desterrar a Oropesa a la Puebla de Montalbán, restableciendo a don Manuel Arias en la presidencia de Castilla; que mandara al almirante retirarse a treinta leguas de la corte; que ordenara al de Darmstad volverse a Cataluña con sus tropas alemanas. A la condesa de Berlips se le señaló una pensión sobre las rentas de los Países Bajos, aunque todavía no salió hasta el año siguiente de España. También se desterró al de Monterrey por expresiones ofensivas y poco decorosas que hubo de soltar, con cuyo motivo hubo otro amago de motín en la corte, dirigido sin duda por una mano oculta, que muchos no dudaban fuese la del embajador de Francia.

De este modo quedaba campeando en 1699 el partido francés, reducido el austriaco a la reina, al conde de Frigiliana, y al que era entonces secretario del despacho universal don Mariano de Ubilla, con algunos otros de menos importancia. Mas es ya tiempo de dar cuenta del peregrino suceso de los hechizos que se decía estaba padeciendo el rey, y de los verdaderos tormentos y sinsabores que con aquel motivo sufría.




{1} Al decir de algunos escritores españoles hacía tiempo que Luis XIV sabía que Carlos II era inhábil para tener posteridad, por habérselo descubierto, dicen, su primera esposa María Luisa de Orleans, y que con este conocimiento el monarca francés fue preparando con tiempo sus planes de sucesión, aunque con mucha reserva por la guerra que entonces tenía con España.

{2} Tenemos a la vista las minutas de multitud de consultas hechas en aquel tiempo y en diferentes años, pertenecientes a la Colección de Manuscritos del Archivo de Salazar, K. 42, todas ellas sumamente interesantes y curiosas; pero nos es imposible darlas a conocer todas, porque formarían ellas solas más de uno, y acaso más de dos volúmenes.

{3} No permitiéndonos la naturaleza de esta obra hacer un minucioso y detenido relato de la copiosa correspondencia diplomática y de las largas negociaciones que mediaron durante algunos años entre los príncipes y los representantes y ministros de las potencias interesadas en la ruidosa cuestión de la sucesión española, y entre los embajadores y sus respectivos gobiernos, no hacemos sino indicar las fases y vicisitudes que iba tomando este célebre asunto, y los resultados que iban dando las gestiones. En la gran Colección de Documentos inéditos para la Historia de Francia, emprendida de orden del rey Luis Felipe, y principalmente en los volúmenes dedicados a esclarecer la cuestión relativa a la sucesión de España, se hallan piezas y documentos en abundancia, que debe consultar el que desee hacer un estudio especial sobre esta materia. Así como nos sería también imposible hacer lo mismo con las consultas, respuestas y dictámenes que sobre este negocio mediaron en nuestra España, y se conservan, impresos unos, manuscritos los más, en nuestras bibliotecas y archivos. Hemos revisado estas numerosas colecciones, y de unas y otras nos hemos servido para el sucinto extracto que damos en el texto.