Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro V ❦ Reinado de Carlos II
Capítulo XIV
Muerte de Carlos II
Su testamento
1700
Segundo tratado de partición de los dominios españoles.– Protesta del emperador.– Indignación de los españoles, y quejas de Carlos II.– Interrupción de nuestras relaciones con las potencias marítimas.– Manejos de los partidos en la corte de España.– Incertidumbre y fluctuación del rey.– Salida del embajador francés.– Consultas a los Consejos y al papa sobre el derecho de sucesión.– Informes favorables a la casa de Francia.– Escrúpulos de Carlos.– Agrávase su enfermedad.– Instálase a su lado el cardenal Portocarrero.– Indúcele a que haga testamento, y le otorga.– Nombramiento de sucesor.– Séllase el instrumento, y permanecen ignoradas sus disposiciones.– Codicilo.– Creación de la junta de gobierno.– Relación de la muerte de Carlos.– Ábrese el testamento.– Expectación y ansiedad pública.– Anécdota.– Resulta nombrado rey de España Felipe de Borbón.– Despachos de la corte de Francia.– Aceptación de Luis XIV.– Proclamación de Felipe en Madrid.– Ceremonia en el palacio de Versalles.– Palabras memorables de Luis XIV a su nieto.– Llega el nuevo rey Felipe de Anjou a la frontera de España.
Repartíanse las potencias de Europa, decíamos al final del anterior capítulo, a su capricho y conveniencia los dominios españoles, mientras la corte de España se hallaba entretenida con los ridículos incidentes de los hechizos y conjuros del rey. Y así era. Constante Luis XIV en obligar a los españoles a consentir en la sucesión de su familia o someterse a la desmembración del reino, había negociado con Guillermo III de Inglaterra y los holandeses un segundo tratado de partición, por el cual se aplicaban al archiduque Carlos de Austria, como heredero universal, la España, los Países Bajos, la Cerdeña y las Indias, se añadía la Lorena a los estados que por el concierto anterior debía recibir el Delfín de Francia, y se daba al duque de Lorena en recompensa el Milanesado. El emperador debía declarar en el término de tres meses si aceptaba el tratado: si el duque de Lorena no accedía a este arreglo, se destinaria Milán al Elector de Baviera, o en caso que éste no lo admitiese, al duque de Saboya; si sucedía lo primero, Francia tendría el Luxemburgo; si lo segundo, adquiriría Niza, Barceloneta, y el ducado de Saboya con la Alta Navarra. Este tratado se firmó en Londres por los ministros de Inglaterra y de Francia el 3 de marzo (1700), y el 25 en la Haya por los plenipotenciarios de los Estados generales{1}.
Protestó el emperador contra el tratado, como quien pretendía tener derecho a la herencia de España sin desmembración alguna, y en su virtud se prorrogó el plazo hasta los cinco meses, en cuyo tiempo se acomodó amigablemente la desavenencia con Inglaterra por la mediación de la Holanda. Pero fue mucho mayor la irritación de Carlos y de los españoles, y tanto que en las reclamaciones y quejas que España produjo ante las cortes de Europa se usó de un lenguaje y un tono cuya actitud solo podía disculpar la justicia de la indignación. Sin embargo, no pudieron tolerarle algunos soberanos, y especialmente Guillermo de Inglaterra, que dio orden a nuestro embajador marqués de Canales para que saliese de aquel reino en el término de diez y ocho días. Por nuestra parte se expidieron los pasaportes al embajador inglés en Madrid, Stanhope, y siguiose naturalmente la interrupción de nuestras relaciones con las potencias marítimas. Carlos II, que siempre conservaba afecto a la casa de Austria, y deseaba darle la preferencia en la sucesión a todas las demás, envió de embajador a Viena a don Francisco Moles, asegurando al emperador que estos eran, como lo habían sido siempre, sus sentimientos. Pero el partido contrario, que entonces estaba en boga, tampoco se descuidaba en trabajar, y una de las cosas que consiguió fue la salida de la Berlips para Alemania (31 de marzo, 1700), haciendo que el pueblo lo pidiera tumultuariamente, a lo cual estaba muy dispuesto, por el odio que se había logrado inspirarle a los alemanes.
Las mismas alternativas que experimentaba el rey en su salud, pues unos días parecía ponerse a morir, y otros se reanimaba, se presentaba en público, y hasta se paseaba y divertía, esas mismas oscilaciones sufría su espíritu, vacilando al compás de los esfuerzos que hacía cada partido para decidirle, ya en favor del francés, ya del austriaco, usando los parciales de cada uno de todo género de armas y de toda clase de invenciones para recomendar a aquel por quien tenía interés y desacreditar a su competidor. Hacíanse ofertas, inventábanse calumnias, concertábanse planes, empleábase todo género de manejos, y hablose entonces por algunos de la conveniencia de convocar cortes, que era en verdad a las que correspondía dirimir la cuestión de sucesión; pero este recuerdo tardío no encontró eco, porque no convenía a los que hubieran debido fomentar idea tan saludable. Entre los manejos que usaron los del partido austriaco parece fue uno el de prometer a la reina casarla con el archiduque, en el caso de ser nombrado heredero el príncipe imperial, y que bien recibida por la reina esta proposición, la indujo en uno de los momentos en que la dominaba el afecto a su familia a revelar al rey la propuesta de igual índole que antes le había hecho el de Harcourt respecto al Delfín. Ofendido justamente el monarca, irritose tanto como era natural contra el embajador francés, y dio orden al de España en París, marqués de Casteldosrius, para que hiciese entender a Luis XIV la gravísima queja que tenía de su ministro. Y como entraba en la política de Luis no dar motivos de disgusto a Carlos, mandó retirar de Madrid a su embajador, quedando en su lugar su pariente Blecourt. Así es como explican los escritores españoles la retirada del de Harcourt de Madrid, bien que los historiadores franceses lo atribuyan, o a la necesidad de ponerse al frente del ejército francés de la frontera, o a ardid para burlar la atención pública de la corte de España{2}.
Pero quedaba aquí el cardenal Portocarrero, el partidario más eficaz y más influyente de la casa de Borbón, que además de contar con muchos magnates de su parcialidad, era el que por el carácter de su elevado ministerio ejercía más ascendiente sobre la conciencia del rey, y como caso de conciencia le representó el deber de consultar a los más acreditados teólogos y jurisconsultos del reino y a los consejos de Estado y de Castilla, para resolver con conocimiento de causa en tan delicado punto como el del nombramiento de sucesor. Así en los consejos como en las juntas de letrados prevaleció el dictamen favorable al nieto de Luis XIV, Felipe de Anjou, con tal que se adoptasen medios para evitar la unión de ambas coronas en unas mismas sienes. Ya lo sabía de antemano Portocarrero, y por eso había aconsejado las consultas. Hubo, sin embargo, algunos individuos que propusieron que se convocaran cortes, pero fue desestimada la proposición por la mayoría. Y como todavía el monarca repugnara tomar una resolución contraria a la casa de Austria, persuadiole Portocarrero de que debería pedir parecer al padre común de los fieles, como el mejor y más seguro consejero en materias de tanta monta. Un monarca tan timorato como Carlos II no podía menos de acoger bien el consejo; hízolo así, y la respuesta del Pontífice fue tal como el cardenal la esperaba de la antigua enemistad del papa Inocencio XI a la casa de Austria, a saber, que los hijos del Delfín de Francia eran los legítimos herederos de la corona de Castilla{3}.
Tal era el apego y la afición de Carlos a su familia austriaca, que aun no bastó la poderosa y sagrada autoridad del pontífice para disipar la incertidumbre y acallar los escrúpulos que agitaban su corazón y mortificaban su conciencia. Verdad es que la reina y los enemigos de Francia seguían también trabajando desesperadamente, y en esta lucha y agitación continua pasaba Carlos los pocos días que restaban ya a su penosa existencia. Sin embargo, todavía se procuraba distraerle con idas y venidas al Escorial, y lo que es más de notar, con fiestas de toros, a que se hacía asistir a SS. MM.{4} Y entretanto no se dormían las cortes extranjeras; la reina procuraba secretamente una reconciliación con las potencias marítimas, pero Luis XIV ganando en energía a todas, publicó en el mes de setiembre una Memoria, en que sentaba que el modo de conservar la tranquilidad pública era realizar el tratado de partición, y amenazaba con no consentir que tropas imperiales pisaran ningún territorio de los dominios españoles. Nuevo conflicto para el monarca español, que ya llegó a temer de Luis que en vez de aceptar con gusto un testamento en favor de su familia se empeñaría en desmembrar la España, que era lo que Carlos sentía más, y lo que repugnaba más su conciencia: y así procuró asegurarse de la disposición del monarca francés a aceptar la herencia de España para su nieto.
Difusa tarea sería la de seguir en todos sus accidentes los mil combates que todavía sufrió el espíritu del irresoluto Carlos, asediado de la reina, de los ministros, embajadores, consejeros, confesores y magnates, hablándole todos según sus encontrados intereses y pasiones, hasta que agravada su enfermedad el 20 de setiembre (1700), fue obligado al siguiente día a acostarse en el lecho de que no había ya de levantarse más. El 28 le fueron administrados los sacramentos por mano del patriarca de las Indias. Recibiolos el augusto enfermo con edificante religiosidad; pidió perdón a todos, aunque declaró no haber tenido nunca deseo ni intención de ofender a nadie, y mandó volver a las viudas lo que les había sido quitado por la reforma. Al otro día pareció tan de peligro, que la gente devota fue llevando a la cámara regia y a la capilla las imágenes más veneradas en los templos de Madrid, la virgen de la Soledad, la de Atocha, la de la Almudena, la de Belén, Santa María de la Cabeza, San Isidro, San Diego de Alcalá, y otras varias, y hasta se mandó traer el niño del sagrario de la catedral de Toledo, en términos que hubo necesidad de volver algunas, porque ya no cabían. El rey experimentó una mejoría notable, que la piedad no podía dejar de atribuir a las oraciones de los que rogaban por su salud, y a la intervención de las imágenes sagradas.
Instalado el cardenal Portocarrero en el aposento real para hablar al augusto paciente de las cosas que tocaban al bien y salvación de su alma, logró ahuyentar de allí a la reina, al inquisidor general Mendoza, al confesor Torres-Padmota, al secretario del despacho universal Ubilla, y a todos los que no eran de su partido, y para el servicio espiritual del enfermo había llevado consigo dos religiosos de su confianza. Entonces comenzó a exponerle, que estando su fin, a lo que parecía, tan cercano, debía para descargo de su conciencia y para no dejar el reino sumido en los horrores de una guerra civil hacer su testamento y designar el heredero de la corona, para lo cual, decía, no debía escuchar la voz de las afecciones terrenales, ni guiarse por motivos de odio o de amistad, sino mirar la conveniencia del reino, y atenerse a lo que le representaba como mejor la mayoría del consejo, compuesto de los hombres más ilustrados y más amantes de la justicia, y verdadero intérprete de los deseos nacionales{5}, con cuyo dictamen estaba de acuerdo el del padre común de los fieles. Carlos no pudo resistir ya más, y mandando salir de la cámara a los que rodeaban su lecho, y llamando al secretario Ubilla, le ordenó que extendiera como notario mayor de reinos su última voluntad a presencia de los cardenales Portocarrero y Borja, de los duques de Medinasidonia, Infantado y Sesa, del conde de Benavente y de don Manuel Arias. El 3 de octubre (1700) le fue presentado el testamento para que pusiese en él su firma, hecho lo cual se cerró y selló según costumbre. «Dios solo, exclamó Carlos, es el que da los reinos, porque a él solo pertenecen.» Y añadió suspirando: «Ya no soy nada.» Además del sucesor al trono, dejaba nombrada una junta que había de gobernar el reino hasta tanto que aquél viniese, compuesta de la reina, con voto de calidad, de los presidentes de los consejos de Castilla y Aragón, el arzobispo de Toledo, el inquisidor general, un grande y un consejero de Estado, los que él designaría en un codicilo.
Las disposiciones del testamento permanecían secretas e ignoradas; mas como no lo fuesen para Portocarrero, aquella misma noche las comunicó a Blecourt, quien no se descuidó en trasmitirlas a París. Pero temiose que todo iba a cambiar con la mejoría que impensadamente experimentó el rey, tanto que llegaron a concebirse lisonjeras esperanzas del completo restablecimiento de su salud, se le divertía con músicas, y se celebraba su alivio con fiestas{6}. En este período la reina y sus parciales renovaron sus esfuerzos para ver de apoderarse del ánimo del rey; el mismo Carlos sintió revivir los impulsos nunca apagados en favor de su familia, y hubo de decidirse a despachar un correo a Viena indicando al emperador su pensamiento definitivo de declarar sucesor al archiduque. Aparte de esto, el 21 de octubre otorgó un codicilo disponiendo que si la reina su esposa quisiera después de su fallecimiento retirarse de la corte, y vivir, bien en una ciudad de España, bien en cualquiera de los estados de Italia o de Flandes, se le diera el gobierno de aquella ciudad o de aquellos estados, con sus correspondientes ministros.
Pero aquella mejoría desapareció pronto. El 26 de octubre volvió a agravarse con síntomas alarmantes: el 29 dio un decreto nombrando para el gobierno del reino, hasta la llegada del sucesor, a la reina (con voto de calidad), al cardenal Portocarrero, a don Manuel Arias como presidente del consejo de Castilla, al duque de Montalto como presidente del de Aragón, a don Baltasar de Mendoza como inquisidor general, al conde de Frigiliana como consejero de Estado, y al de Benavente como grande de España. He aquí como anunció la Gaceta del 2 de noviembre todo lo que aconteció en estos últimos días hasta la muerte del rey. «Desde el 26 de octubre se fue aumentando la enfermedad con más graves accidentes y calentura, llegando a temerse alguna inflamación interna; de suerte que desenfrenándose la causa principal del desconcierto, se vio obligado S. M. a señalar el decreto en que dejó nombrado al señor cardenal Portocarrero por su lugarteniente y gobernador absoluto durante la vida de S. M. en postura que no pueda despachar por sí. Reiteró los sacramentos de la Penitencia y Comunión sagrada, y la Santa Extremaunción que S. M. había pedido, como también sacerdotes que le ayudasen a bien morir, con otras demostraciones de su catolicísima piedad estando toda la corte en el último desconsuelo hasta las dos de la tarde del día 31 de octubre, a la cual hora, cuando estaban más perdidas las esperanzas de todos, comenzó a recobrarse S. M. volviendo sobre sí, con un sudor benigno que le duró cerca de media hora, los pulsos altos y descubiertos, y con vigor, y apetencia al alimento proporcionado, y con algunas horas de reposado sueño, la cual favorable novedad, que casi se tuvo por milagrosa, continuó toda aquella noche y la mañana del 1.° de noviembre, llegando a respirar las esperanzas casi muertas de todos sus buenos vasallos, fue Dios servido, por sus altísimos juicios y merecido castigo de nuestros pecados, que a la hora de medio día sobresaltase a S. M. el mismo accidente de fiebre maligna, y letargo, con tanto rigor y violencia que le arrebató la vida entre dos y tres de aquella tarde 1.º de noviembre, dejándonos solamente el consuelo de su premeditada y cristiana muerte.{7}»
Fallecido que hubo el rey, procediose a abrir el misterioso testamento con toda la solemnidad que el caso requería, llenándose hasta las antecámaras y salones de palacio de magnates del reino y de ministros extranjeros, impacientes todos por saber el nombre del futuro rey de España, y principalmente los embajadores francés y austriaco, los dos más interesados, y que ignoraban o afectaban ignorar el contenido del documento. Cuéntase que estando todos en esta expectativa, y saliendo a anunciarlo el duque de Abrantes, saludó con mucha afectuosidad al embajador de Austria, y después de cruzarse muchas cortesías, le dijo el duque: «Tengo el mayor placer, mi buen amigo, y la satisfacción más verdadera en despedirme para siempre de la ilustre casa de Austria.{8}» Sobrecogido se quedó el de Austria con tan pesada burla, tanto como se vio pintado el júbilo en el semblante del embajador francés Blecourt.
Era en efecto el designado en el testamento de Carlos para sucederle en todos los dominios de la monarquía española el nieto de Luis XIV, hijo segundo del Delfín de Francia, Felipe duque de Anjou, y en el caso de que éste heredara aquel trono o muriera sin hijos, era llamado al de España su hermano menor el duque de Berry. Designábase en tercer lugar al archiduque Carlos de Austria, hijo segundo del emperador, y a falta de estos pasaría la corona al duque de Saboya y sus descendientes, con las mismas condiciones{9}.
Tan pronto como la junta de gobierno entró en el ejercicio de su cargo, se despachó un correo a la corte de Francia con copia del testamento y con cartas de la junta para Luis XIV, suplicándole reconociese al nuevo soberano de España, y le permitiese venir a tomar posesión de su reino, pero, con orden al portador para que en el caso de que Luis no aceptase la herencia prosiguiese hasta Viena y ofreciese la corona al archiduque Carlos. Hallábase la corte de Francia en Fontainebleau cuando llegó el mensajero: para justificar Luis su conducta ante los ojos de Europa, negose a recibir al embajador hasta oír el parecer de su consejo de Estado, que convocó en efecto, y en él se discutió seriamente, como si no fuese cosa harto acordada, si se aceptaría o no el testamento de Carlos. Decidiose afirmativamente, a excepción de un voto que hubo por el tratado de partición, y entonces Luis, fingiendo todavía dejarse ganar por las razones de su consejo y de su hijo, declaró que le aceptaba, recibió al embajador, y despachó un mensaje a Madrid con su respuesta a la junta{10}. Acompañaba a esta respuesta una carta confidencial de letra del mismo Luis al cardenal Portocarrero (12 de noviembre, 1700), mostrándose agradecido a sus servicios y a la parte tan principal que había tenido en que se diese a su nieto la corona, y ofreciéndole su protección y que el joven soberano se guiara por sus consejos{11}. El portador de estos pliegos llegó a Madrid el 21 de noviembre, y el 23 se anunció que el rey cristianísimo había premiado los servicios del marqués de Harcourt con la merced de duque y de par de Francia, y que volvía a enviarle a España de embajador. El 24 se hizo en Madrid la solemne proclamación del rey Felipe V con toda solemnidad, llevando los pendones como alférez mayor el marqués de Francavilla, acompañado del corregidor don Francisco Ronquillo y de todo el ayuntamiento{12}.
Verificábanse casi al mismo tiempo en el palacio de Versalles escenas y ceremonias imponentes a presencia de toda la familia real, de todo lo más ilustre y elevado de la Francia, y de todos los representantes de las naciones extranjeras. «El rey de España os ha dado una corona, dijo Luis XIV a su nieto ante aquella esclarecida asamblea; vais a reinar, señor, en la monarquía más vasta del mundo, y a dictar leyes a un pueblo esforzado y generoso, célebre en todos los tiempos por su honor y lealtad. Os encargo que le améis, y merezcáis su amor y confianza por la dulzura de vuestro gobierno.» Y dirigiéndose al embajador de España: «Saludad, marqués, le dijo, a vuestro rey.» El embajador se inclinó respetuosamente y le dirigió una breve arenga.– «Sed buen español, que ese es vuestro deber, le dijo otra vez Luis al nuevo soberano: mas recordad que habéis nacido francés, a fin de que conservéis la unión de ambas coronas. De este modo haréis felices a las dos naciones y conservaréis la paz de Europa. Y en seguida el joven príncipe recibió los homenajes debidos a la majestad.
La regencia de España manifestaba deseos de ver cuanto antes al nuevo soberano, y así le convenía para no dar lugar a las maquinaciones del Austria. El embajador de Harcourt llego anticipadamente a Madrid el 13 de diciembre, pero la salida del rey de París tuvo que diferirse hasta el 4 de enero inmediato. Al separarse de su real familia, le dirigió su venerable abuelo estas palabras memorables. «Estos son los príncipes de mi sangre y de la vuestra. De hoy más deben ser consideradas ambas naciones como si fueran una sola; deben tener idénticos intereses, y espero que estos príncipes os permanezcan afectos como a mí mismo. Desde este instante no hay Pirineos.»– Palabras, observa juiciosamente un escritor de aquella nación, que anunciaron a Europa los resultados terribles que podían esperarse de la unión de estas dos monarquías en la misma familia.
Acompañaron al monarca electo sus dos hermanos hasta la frontera, y se despidieron en la isla de los Faisanes, memorable por el famoso tratado en que quedó excluida para siempre la casa de Borbón de la sucesión al trono de España. ¡Qué contraste el de la venida de este príncipe con aquel tratado!{13}
Así se extinguió en España la dinastía austriaca, que había dominado dos siglos, reemplazándola la de los Borbones de Francia: gran novedad para un pueblo. Veremos cómo influyó en la condición social de España el cambio de la raza dinástica de sus reyes.
{1} Rymer, Fœdera.– Dumont, Corps Diplom.– Colección de Tratados.– Hist. de Luis XIV.
{2} Memorias del marqués de San Felipe.– William Coxe, España bajo el reinado de la casa de Borbón, Introducción, Sección 3.ª
{3} William Coxe inserta la carta del rey al pontífice, que entregó el embajador duque de Uceda, y la respuesta del papa. Los cardenales con quienes consultó S. S. fueron los de Albano, Spinola y Spada, todos tres afectos a Francia.
{4} Hubo una corrida de toros en 24 de junio, y otra en 14 de julio (1700) en la Plaza Mayor, a las cuales concurrieron el rey y la reina. La primera se concluyó ya casi de noche, y se vino alumbrando con hachas el coche de SS. MM.– Diario manuscrito de aquel tiempo; Papeles de Jesuitas, pertenecientes a la Real Academia de la Historia.
{5} Ya hemos dicho que la mayoría del consejo de Estado se había decidido por el duque de Anjou, nieto de Luis XIV. Componían aquella el cardenal Portocarrero, el duque de Medinasidonia, los marqueses de Villafranca, Maceda y el Fresno, y los condes de Montijo y San Esteban. Solo disentían los condes de Frigiliana y de Fuensalida.
{6} Gacetas de Madrid de 9, 12 y 19 de octubre de 1700.
{7} Gaceta de Madrid del 2 de noviembre de 1700.– No sabemos como el señor Cánovas, en su Decadencia de España, pudo caer en el error de suponer todos estos últimos sucesos de la vida de Carlos II, inclusa su muerte, como acontecidos en el año 1701.– También William Coxe, en su España bajo el reinado de la casa de Borbón, dice en dos o tres partes haber muerto el rey en 3 de noviembre, equivocación extraña habiendo tantos y tan públicos documentos para comprobar la exactitud de las fechas.– Equivócase igualmente este historiador en dar a Carlos II 37 años de reinado, habiendo sido solos 35, de los 39 que vivió: pequeñas inexactitudes, pero notables tratándose de cosas tan averiguadas y sabidas.
{8} Memorias de San Simon.– Otra cosa semejante parece que pasó en Versalles al embajador austriaco con el ministro Torcy, según las Memorias secretas del marqués de Louville.
{9} La cláusula del testamento decía: «Y reconociendo, conforme a diversas consultas de ministros de Estado y Justicia, que la razón en que se funda la renuncia de las señoras doña Ana y doña María Teresa, reinas de Francia, mi tía y hermana, a la sucesión de estos reinos, fue evitar el perjuicio de unirse a la corona de Francia; y reconociendo que viniendo a cesar este motivo fundamental, subsiste el derecho de la sucesión en el pariente más inmediato, conforme a las leyes de estos reinos, y que hoy se verifica este caso en el hijo segundo del Delphin de Francia: por tanto, arreglándome a dichas leyes, declaro ser mi sucesor (en caso que Dios me lleve sin dejar hijos) el duque de Anjou, hijo segundo del Delphin, y como a tal le llamo a la sucesión de todos mis reinos y dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos; y mando y ordeno a todos mis súbditos y vasallos de todos mis reinos y señoríos, que en el caso referido de que Dios me lleve sin sucesión legítima, le tengan y reconozcan por su rey y señor natural, y se le de luego y sin la menor dilación la posesión actual, precediendo el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis reinos y señoríos. Y porque es mi intención, y conviene así a la paz de la cristiandad, y de la Europa toda, y a la tranquilidad de estos mis reinos, que se mantenga siempre desunida esta monarquía de la corona de Francia; declaro consiguientemente a lo referido, que en caso de morir dicho duque de Anjou, o en caso de heredar la corona de Francia, y preferir el goce de ella al de esta monarquía, en tal caso deba pasar dicha sucesión al duque de Berry, su hermano, hijo tercero del dicho Delphin, en la misma forma...»– El testamento consta de cincuenta y nueve artículos. Es documento bien conocido, y corre ya impreso en varias publicaciones.
{10} He aquí los dos últimos párrafos de la carta de Luis XIV. «Aceptamos pues a favor de nuestro nieto, el duque de Anjou, el testamento del difunto rey católico, y nuestro hijo el Delfín lo acepta igualmente, abandonando sin dificultad los justos e incontestables derechos de la difunta reina, su madre y nuestra amada esposa, como los de la difunta reina, nuestra augusta madre, conforme al parecer de varios ministros de Estado y Justicia, consultados por el difunto rey de España; y lejos de reservar para sí parte ninguna de la monarquía, sacrifica su propio interés al deseo de restablecer el antiguo esplendor de una corona, que la voluntad del difunto rey católico y el voto de los pueblos confían a nuestro nieto el duque de Anjou. Quiero al mismo tiempo dar a esa fiel nación el consuelo de que posea un rey que conoce que le llama Dios al trono, a fin de que impere la religión y la justicia, asegurando la felicidad de los pueblos, realzando el esplendor de una monarquía tan poderosa, y asegurando la recompensa debida al mérito, que tanto abunda en una nación igualmente animosa que ilustrada, y distinguida en el consejo y en la guerra, y finalmente en todas las carreras de la iglesia y del estado.
»Diremos a nuestro nieto cuánto debe a un pueblo tan amante de sus reyes y de su propia gloria: le exhortamos también a que no se olvide de la sangre que corre por sus venas, conservando amor a su patria; pero tan solo a fin de conservar la perfecta armonía tan necesaria a la mutua felicidad de nuestros súbditos y los suyos. Este ha sido siempre el principal objeto de nuestros propósitos; y si la desgracia de épocas pasadas no en todos tiempos nos ha permitido manifestar estos deseos, esperamos que este grande acontecimiento cambiará la faz de los negocios, de tal modo que cada día se nos ofrezcan nuevas ocasiones de dar pruebas de nuestra estimación y particular benevolencia a la nación española. Por tanto &c.– Firmado, Luis.»–Copia del Diario de Ubilla.
{11} Memorias del marqués de San Felipe, tomo I.
{12} Gacetas de Madrid del martes 23 y martes 30 de noviembre de 1700.
{13} Memorias de Torcy.– Id. de San Simon.– Id. del Marqués de San Felipe.– Memorias secretas de Luville.