Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro V ❦ España en el siglo XVII
Capítulo XV
I. Ojeada crítica sobre el reinado de Felipe III
Los reinados de Carlos I y Felipe II habían absorbido casi todo el siglo XVI. Los de los tres últimos soberanos de la casa de Austria llenaron todo el siglo XVII. Una dominación de cerca de dos siglos no puede ser un paréntesis de la historia de España, como la llamó, con más ingenio que propiedad, un célebre orador de nuestros días que ya no existe.
El primer período fue el de la mayor grandeza material que la España alcanzó jamás; el segundo fue el de su mayor decadencia. Aquel sol que en los tiempos del primer Carlos y del segundo Felipe nacía y no se ocultaba nunca en los dominios españoles, pareció como arrepentido de la desigualdad con que había derramado su luz por las naciones del globo, y nos fue retirando sus resplandores hasta amenazar dejarnos sumidos en oscuras sombras, como si todo se necesitara para la compensación de lo mucho que en otro tiempo nos había privilegiado.
«No conocemos, dijimos ya en otra parte, una raza de príncipes en que se diferenciaran más los hijos de los padres que la dinastía austriaco-española.» Ya lo hemos visto. De Carlos I a Carlos II se ha pasado de la robustez más vigorosa a la mayor flaqueza y extenuación, como si hubieran trascurrido muchos siglos y muchas generaciones; y sin embargo el que estuvo a punto de hacer desaparecer la monarquía española no era más que el tercer nieto del que hizo a España señora de medio mundo. Mas no fue la culpa solamente del segundo Carlos. Su abuelo y su padre le habían dejado la herencia harto menguada. Pasemos una rápida revista a cada uno de estos tres últimos infelices reinados.
Algo mejor que sus propios maestros había conocido Felipe II lo que de su hijo podía prometerse el reino. Por más que sus preceptores le hubiesen dicho: «Tiene, señor, todas las partes de príncipe cristiano; es muy religioso, devoto y honesto: vicio ninguno no se sabe:» Felipe II dijo a su vez suspirando poco antes de morir: «Dios, que me ha concedido tantos estados, me niega un hijo capaz de gobernarlos.» No faltó alguna razón a Virgilio Malvezzi para decir de Felipe III, «que hubiera podido contarse entre los mejores hombres a no haber sido rey.» Pero las naciones, hemos dicho nosotros, necesitan reyes que sepan ser algo más que santos varones.
La piedad y la devoción religiosa, sin otras virtudes sociales, pueden salvar un hombre y perder un estado. Por ser Felipe III el Piadoso no dejó de ser Felipe III el Funesto. Semejante a aquel célebre astrónomo que por mirar al cielo tropezaba y caía en la tierra, Felipe III por encomendarse a Dios olvidaba los hombres que Dios le había encomendado. Mientras él oraba, sus validos se enriquecían. Asistía a los novenarios, pero no concurría a los consejos. Pesábale el cetro en la mano y se le encomendó a un favorito, pero no le pesaba el blandón que en aquella misma mano llevaba en las procesiones. Poblaba conventos y despoblaba lugares. Enriqueció a España trayendo a ella los cuerpos o reliquias de más de doscientos santos, pero la empobreció echando del reino cerca de un millón de agricultores. No sabía cómo podía acostarse tranquilo el que hubiera cometido un pecado mortal, pero no reparaba que su indolencia y mal gobierno ponía a muchos hombres en la necesidad de darse al robo para comer, y a muchas mujeres en el de vender su honestidad para vivir. Piadosísimo era el pensamiento de hacer un viaje a pie a Roma, con tal que se declarara dogma de fe que la Madre de Dios había sido concebida sin pecado, pero de más provecho para la conservación de los dominios heredados habría sido la resolución de ir, en bajel, o en carroza, a salvar sus ejércitos en Irlanda o en las Dunas. Unción religiosa manifestaba en verdad cuando encontraba a sus hijos con el rosario en la mano y les decía: «Esas son, hijos míos, las espadas con que habéis de defender el reino.» Pero no eran las espadas de aquel temple las que su abuelo y su padre habían empleado para acrecentar la monarquía que estaba en obligación de conservar.
Sin embargo, esta religiosa piedad, estas virtudes cristianas, que hacían de Felipe III un buen hombre, no el rey que necesitaba la nación, habrían influido mucho más de lo que influyeron en el mejoramiento de las costumbres públicas, a no haber sido aquella extraña mezcla de misticismo y de disipación, de prácticas devotas y de aficiones y distracciones profanas en que pasó este monarca su vida, alternando entre los rosarios y los torneos, entre las procesiones y las mascaradas, entre misas y saraos, orando de día en la capilla, bailando de noche en los salones de palacio, comulgando por la mañana, asistiendo a la corrida de toros por la tarde, empleando la mitad de un mes en novenarios y setenarios, la otra mitad en partidas de caza, saliendo de los templos de Madrid para ir a solazarse en los montes de la Ventosilla, en los bosques del Escorial, o en los sotos de Lerma, pasando de escuchar el grave acento del orador sagrado a recrear el oído con la bulliciosa vocinglería de los ojeadores y de los sabuesos, no permitiendo que a Lerma, ni al Escorial, ni a la Ventosilla, ni a sus contornos se acercara nadie a interrumpir sus solaces, ni a importunarle con pretensiones, ni a molestarle con negocios de estado, ni a fatigarle con asuntos de gobierno.
Así el devoto y distraído rey oraba y se divertía, pero no gobernaba. El duque de Lerma su valido era el que gobernaba el reino solo, y le perdían entre él y el soberano: mientras el rey pescaba en el estanque de la Granjilla, o en las corrientes del Arlanza, el de Lerma acumulaba para sí en la secretaría del despacho títulos, encomiendas, rentas y mercedes: en tanto que Felipe perseguía venados y perdices por valles y por montes, el valido compraba casas, palacios y cotos: el soberano distribuía la caza del día entre los guardas y los labriegos de los Reales sitios, el privado repartía los empleos y oficios del Estado entre sus amigos y deudos; el rey empobrecía el reino sin advertirlo por no gobernarle, el favorito gobernando le arruinaba a sabiendas por hacer opulenta su casa y familia.
Felipe III que a los trece días de haber subido al trono se lamentaba a las cortes de la estrechez en que su padre le había dejado la hacienda, casi del todo acabada, en medio de sus distracciones no volvió a advertir que la hacienda iba de mal en peor, hasta que se encontró como Enrique III de Castilla con que no tenia para pagar los gajes a sus criados. Habíase disipado locamente en los espléndidos gastos de las bodas reales, en los bautizos de los príncipes, en recibimientos de embajadores, en torneos y justas, en comedias y monterías, en mercedes y pensiones, en erección y dotación de conventos.
Hasta qué punto llegará la multiplicación de los conventos y de las comunidades religiosas de ambos sexos, fundadas y dotadas por el tercer Felipe, manía en que a ejemplo del monarca dieron también entonces los grandes del reino, muéstranlo las continuas reclamaciones de las cortes y del consejo de Castilla, pidiendo que se pusiera límite y coto y aun prohibición absoluta a la fundación de nuevos institutos monásticos, por perjudiciales a la población y a la moral, por recaer las cargas de los tributos con peso desigual sobre los demás vasallos, y por haberse hecho el centro y asilo de la holganza, donde se refugiaban sin vocación y acudían sin llamamiento de Dios los que buscaban la seguridad del sustento sin la fatiga del trabajo. Tales medidas proponían y de tales frases usaban los más respetables cuerpos del reino, asustados de ver el suelo español baldío e inculto, y sembrado de monasterios.
Cuando se apercibía de la penuria, acudía a las cortes, y como se recelara que las ciudades repugnaran otorgar el servicio, anduvo el rey de ciudad en ciudad mendigando votos y recursos. Consumidos estos, el rey devoto no tuvo escrúpulo en mandar inventariar y pesar toda la plata y oro de las iglesias y monasterios para atender con su valor a las necesidades públicas. El clero tronó contra esta medida del religiosísimo monarca. En vano otorgó el pontífice Clemente VIII un breve autorizando la venta. El clero español dejó venir el breve del Santo Padre, y continuó resistiendo al rey católico, Felipe cedió ante aquella oposición y revocó el edicto. El que había fundado, dotado y enriquecido tantas iglesias y conventos, fue calificado de usurpador cuando los llamó para que le ayudaran a sacar de apuros al Estado.
Privado de aquel recurso, apeló a los donativos voluntarios, y los mayordomos y gentiles-hombres del rey de España y de las Indias andaban de casa en casa, acompañados de un párroco y de un religioso, recogiendo la limosna que cada uno quería dar. Agotado el producto del donativo, se recurrió a doblar el valor de la moneda de cobre. Absurda y ruinosísima medida, que llevó al extranjero toda la plata de ley de España, que trajo a Castilla todo el cobre de que los monederos falsos de otros países quisieron inundarla, que hizo esconder las mercancías, interrumpió el trabajo en el seno de la paz, mató el tráfico, cuadruplicó el precio de los consumos, y arrancó risas de alegría sarcástica a las naciones enemigas del nombre español. Mas ¡cuál sería la estrechez que acosaba al reino, cuando un monarca tan cristiano, tan católico y tan piadoso como el tercer Felipe, accedió a negociar un breve pontificio para absolver de los delitos contra la fe a los judíos portugueses a precio de un millón ochocientos mil ducados{1}!
¿Qué había de suceder? Además de los gastos y de las dilapidaciones apuntadas antes, los grandes, y hasta los hidalgos habían abandonado las modestas viviendas de los lugares de sus señoríos, para volver a la corte, y habitar palacios, y lucir galas, y arrastrar carrozas, y marchar escoltados de caballerizos y de pajes, y brillar en las fiestas, y ostentar lujo de joyas en sus vestidos y de tapicerías en sus casas, y comer en vajilla de oro, y contar por centenares de docenas los platos y fuentes de plata, y asombrar con su fausto y su boato a los embajadores extranjeros, y desmoralizar con el ejemplo de su inmoderado lujo las clases medias y humildes{2}. Que este empleo venían a tener muchas de las riquezas que de las Indias traían los galeones, cuando no eran apresados por los piratas berberiscos, o por los corsarios ingleses u holandeses. La escala de la riqueza de cada uno de estos señores se medía, o por la proximidad del parentesco, o por la estrechez de la amistad con el duque de Lerma, o por el virreinato que hubiera tenido, o por el empleo en hacienda que hubiera desempeñado.
Hacíase, es verdad, tal cual severo y duro escarmiento en alguno de los que con mas escándalo se habían enriquecido a costa de la miseria pública, como sucedió con el consejero de Hacienda conde de Villafranqueza, a quien se condenó a privación de todos sus títulos, oficios y mercedes, a reclusión perpetua, y a la devolución de un millón cuatrocientos mil ducados, con más los cofres atestados de alhajas que se le hallaron escondidos debajo del sepulcro de un convento. Pero el bondadoso Felipe no reparaba que mientras tales y tan justas penas se imponían a tal cual de aquellos condecorados espoliadores, el de Lerma y otra pequeña falange de magnates le estaban dando cada día en rostro con una opulencia y una fastuosidad, que oscurecía el brillo y esplendor de la corona, y que no podían haber sido adquiridas a ley de Dios y de hombres probos. ¿Mas qué podían ellos temer de un soberano que había comenzado por consentirles tomar ayudas de costa y presentes de miles de ducados de las cortes de Cataluña, de Aragón y de Castilla? ¿Ni qué podían prometer ya unas cortes que así hacían agasajos de dinero a los ministros, secretarios y oficiales del rey? ¿Ni qué podía esperarse de los que los recibían, sino que se acostumbraran a hacer del valimiento especulación, y granjería del cargo?
No era, pues, que faltara aún riqueza en España. Era que se hallaba monopolizada y concentrada, parte en manos muertas, parte, permítasenos la frase, en manos demasiado vivas. Había en la corte unos pocos Cresos, a cambio de muchos menesterosos en las villas y lugares. Exentos de tributos el clero y los hidalgos, agobiados de gabelas los pecheros, sucedía que los pequeños propietarios, agricultores o mercaderes, sacrificaban su corta fortuna a la adquisición de una hidalguía, ya que de venta estaban, por el placer de pasearse en corte y por la vanidad de llamarse caballeros, siquiera fuesen de aquellos hidalguetes de Calderón, que con sus enfáticas palabras y su jubón roto hacían reír al alcalde de Zalamea, o de aquellos caballeros cuya ropilla y gregüescos daban al festivo Quevedo asunto para sus punzantes sátiras. Los que no tenían para comprar una ejecutoria de nobleza, o se refugiaban en los claustros, o «a la guerra los llevaba su necesidad,» como cantaba el voluntario-forzoso de Cervantes, o se alistaban entre los aventureros que en numerosas cuadrillas emigraban cada año de España, acosados de hambre y picados de codicia a buscar fortuna en el Nuevo Mundo. Todo menos sujetarse a labrar la tierra, que apenas producía para pagar los impuestos, o a ejercer un oficio mecánico, que era ocupación oprobiosa y degradante para el orgullo español{3}, y cuyo ejercicio se dejaba a los moriscos y a los extranjeros{4}. De aquí la despoblación de los lugares, y la decadencia de la agricultura, de la industria y del comercio, y la falta del comercio y de la agricultura ocasionaba cada día mayor despoblación. ¿Qué importaba a los magnates de la corte la carestía de la mano de obra, que era otra de las consecuencias naturales de esta decadencia industrial? Ellos podían tomar a cualquier precio las telas, tapices y linos, las capas, gorras y calzado, de que les surtían las fábricas de Holanda, de Florencia, de Milán, de Inglaterra y de Alemania; lo que tuviera de exorbitante el coste lo disminuía el contrabando, que era otra de las precisas derivaciones del atraso fabril de nuestra nación.
Pero lo que influyó más directa y más rápidamente en la despoblación del reino y en la ruina de la industria fue la famosa medida que caracteriza más el reinado de Felipe III, a saber, la expulsión de los moriscos. En otra parte hemos considerado ya esta providencia bajo sus tres aspectos, religioso, político y económico{5}. Juzgada queda ya también la manera como se ejecutó esta medida. Cúmplenos aquí solamente observar que con la expulsión y desaparición de aquella raza laboriosa, sobria, productora y contribuyente, de aquella gente toda agrícola, artista, industrial y mercantil, de aquella población en que no había ni frailes, ni soldados, ni magnates, ni hidalgos, ni oficinistas, ni aventureros, ni célibes de vida; de aquella población apegada a la tierra taller, que producía mucho y consumía poco, que cultivaba con esmero y se alimentaba con sobriedad, que fabricaba con primor y vestía con sencillez, que pagaba muchas rentas y moraba en viviendas humildes, que construía con sus manos cauces y canales de riego para fertilizar heredades que no eran suyas, que trabajaba los famosos paños de Murcia, las delicadas sedas de Granada y de Almería, y los finos curtidos de Córdoba, y no los usaba; con la expulsión, decimos, de aquella raza, al movimiento y bullicio de las fábricas comenzó a sustituir la quietud, la soledad y el silencio de los talleres; las bellas campiñas a convertirse en deslucidos páramos, y en secos y desnudos eriales; las poblaciones en desiertos, en cuevas las casas, los trajineros en salteadores.
Con la expulsión se completó el principio de la unidad religiosa en España, que fue un bien inmenso, pero se consumó la ruina de la agricultura, que fue un inmenso mal: se limpió el suelo español de cristianos sospechosos, pero se despoblaron provincias enteras: quedaron algunos moriscos para que enseñaran el cultivo de los campos, pero la Inquisición se encargó de acabar con ellos: el erario público dejó de percibir los impuestos más saneados, pero se rellenaron las arcas del de Lerma y sus amigos. Felipe III, indolente para todo, solo fue activo para echar gente de España. Pesaron más en su ánimo las instancias de dos arzobispos, que las representaciones y ruegos de los señores y de los diputados de Valencia, de Murcia, de Aragón y de Castilla. Ofreció al servicio de Dios el exterminio de toda una generación, y sacrificó a la idea religiosa la prosperidad de su reino. El pensamiento de acabar con la raza morisca no era una novedad; habíanle tenido los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II: ninguno había tenido valor para realizarle; le realizó el que no había heredado el valor de sus progenitores.
Primer soberano de la casa de Austria que mostró más tendencias a la paz que a la guerra, hizo no obstante algunas tentativas de conquista que le salieron mal, y acometió algunas empresas semejantes a las de los últimos tiempos de Felipe II, que nos fueron poco menos desastrosas que aquellas. Tal fue la indiscreta expedición a Irlanda. Al fin hizo la paz con Inglaterra, de que toda España se alegró ya, a excepción del fanático don Juan de Rivera, arzobispo de Valencia, el gran instigador de la expulsión de los moriscos, que no podía tolerar que un rey católico estuviera en paz con un reino protestante, porque pronosticaba de ella que todos los españoles se iban a hacer herejes.
La tregua de doce años con las provincias rebeldes de los Países Bajos puso, es verdad, de manifiesto a los ojos de Europa la decadencia de España; y el pactar con las Provincias-Unidas como con Estados libres, y como de potencia a potencia, después de cuarenta años de tenaz, incesante y sangrienta lucha, pudo parecer humillante para un monarca que aun se llamaba señor de dos mundos: pero no le haremos nosotros un cargo por ello. La tregua era una necesidad, y fue una conveniencia. No estuvo lo bochornoso en el suceso, sino en los antecedentes que le habían hecho necesario; y al fin el acomodamiento fue útil, porque detuvo el torrente de la sangre, dio un respiro a España, y aplazó su ruina por algunos años. Con la paz de Inglaterra, la tregua de Holanda, y el doble matrimonio de los príncipes españoles y franceses, hubiera podido reponerse la monarquía, sin la expulsión de los moriscos, sin la guerra con el saboyano, sin la imprudencia de mezclarse en las contiendas de Alemania, sin el loco empeño de auxiliar y engrandecer la casa de Austria, tomando una parte principal en la guerra de Treinta años, ganando nuestros soldados coronas para el emperador, y gastando el rey en proteger empresas e intereses extraños, la vida, la hacienda y los hombres que necesitábamos para nuestra propia patria. Merced a algunos insignes capitanes y a algunos hábiles diplomáticos, restos honrosos de los reinados anteriores, y viviendo España de su pasada grandeza, aun se respetaba en Europa el nombre español: conservábase fuera alguna gloria: dentro estaba la levadura del mal.
Los últimos años del reinado de Felipe III no fueron otra cosa que una continuada serie de miserables intrigas y vergonzosas rivalidades palaciegas, entre grandes sin grandeza de alma y magnates sin magnanimidad de espíritu, que se disputaban el favor del monarca reinante y del príncipe sucesor. La lucha de favoritismo entre los duques de Lerma y de Uceda, padre e hijo, es uno de esos episodios bochornosos que pasan a veces en los regios alcázares, y que degradan la majestad que los tolera, deshonran a los que los ejecutan, y ruborizan hasta al que los lee.
Instrumento toda su vida de un valido a quien fió el gobierno y hasta la firma para no hacer nada, reverso de su padre Felipe II que quiso hacerlo todo por no fiarse de nadie, Felipe III acabó de reinar sin haber sido rey, y solo al tiempo de morir abrió los ojos, y exclamó con dolorido y pesaroso acento: «¡Oh! ¡si al cielo pluguiera prolongar mi vida, cuán diferente fuera mi conducta de la que hasta ahora he tenido!» Al cielo no le plugo prolongar su vida.
{1} Un historiador contemporáneo da los siguientes pormenores acerca de la situación de cada una de las rentas reales en este tiempo, sacados de unas Memorias sobre las rentas y gastos de España en 1610, existentes en el Archivo de la secretaria de Estado.
Estaban, dice, empeñados los productos de las salinas de Castilla, arrendados en 312.000 ducados anuales.– El diezmo de mar, que se arrendaba en 306.000.– El impuesto sobre las sedas, que se percibía en el reino de Granada, y redituaba 120.000.– Estaba hipotecada la renta de los puertos secos de las fronteras de Castilla, Aragón, Valencia y Navarra, que importaba 15.000.– Empeñados 140.000 ducados, de los 246.000 que producía el derecho de exportación de lanas.– Hipotecadas en 150.000 las rentas de los puertos secos de la frontera de Castilla y Portugal.– Empeñados los productos del estanco del azogue, de los naipes, del almojarifazgo mayor de Castilla, del de Indias, del monopolio de la pimienta, de la acuñación de plata, de los maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara.– Estaban libres las rentas de los azúcares, y las de las minas de Almadén.– Empeñadas a banqueros genoveses hasta 1612 las del montazgo de los ganados trashumantes, las de cruzada, subsidio y excusado, que juntas producían 1.640.000 ducados.– Estaban libres, las de la moneda forera, que ascendían a 24.000, y las procedentes de multas y ventas de edificios, que se calculaban en 400.000; pero empeñado a genoveses hasta 1612 el quinto de las minas del Potosí, Perú y Nueva España, y el servicio ordinario que se cobraba en las Indias a todos los que no eran cristianos viejos ni nobles.– Estaban libres las rentas de Navarra, que producían 100.000 ducados, pero empeñadas las de Aragón, Valencia y Cataluña que ascendían a 200.000; y lo mismo las de Nápoles y Milán, y lo poco que sobraba de las de Sicilia.– Las de Flandes se consumían allá, y no bastaban.– Estaban igualmente empeñadas la alcabala y tercias reales, que ascendían a 3.100.000 ducados, y solo quedaba libre el impuesto llamado de millones.
Resultaba pues, que siendo la suma total de las rentas de monarquía 15.648.000 ducados, había empeñados en 1610, los 8.308.000, y que con lo que se debía a los genoveses quedaban reducidas las rentas de la corona a 3.330.000 ducados para el mantenimiento de los ejércitos de mar y tierra, y gasto ordinario de la casa, y para el pago de las deudas que dejaron Carlos V y Felipe II.– La hacienda de Portugal no se hallaba en mejor estado que la de Castilla.
{2} «Cualquier hidalgo quería que no saliera su mujer sino en carruaje, y que este fuese tan brillante como el del primer señor de la corte.»... «No se veía carpintero, sillero ni artesano alguno que no vistiese de terciopelo o raso como los nobles, y que no tuviera su espada, su puñal y su guitarra colgada en las paredes de su tienda.»– Navarrete, Conservación de Monarquías.– Mariana, De Rege et Regis institutione.
{3} Creíase deshonrada la familia noble, en que hubiera un individuo que enlazara su mano con la de la hija de un vil artesano, que entonces se decía; y cuéntase entre multitud de ejemplos el de un pequeño mayorazgo de Galicia, que por haber casado con la hija de un rico curtidor, tuvo que sostener un largo pleito contra el hermano menor que reclamaba la herencia, por haber, decía, deshonrado su hermano la familia con aquel enlace; y tantos disgustos le ocasionó el pleito, que después de haber pasado por varios tribunales, y antes que se sentenciara, causó la muerte del hidalgo, abatido por el desprecio y los desaires que recibía de la familia.– Memorias de la Sociedad Económica de Madrid.
{4} Ya a fines del siglo XVI, a consecuencia de estas causas, poblaban las ciudades y villas de España muchos miles de artesanos extranjeros, alemanes, italianos, walones, loreneses, bearneses y gascones; tahoneros, carpinteros, zapateros, carboneros, &c. y hasta fabricantes de ladrillos y de cal, que explotaban en su provecho todo género de manufacturas, y se daban prisa a hacer su pequeño capital para volverse cuanto antes a su país.– Marina, Ensayo sobre la antigua legislación de León y Castilla.
{5} Parte III, libro III, capítulo 4 de nuestra Historia.