Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro V ❦ España en el siglo XVII
Capítulo XV
II. Reinado de Felipe IV durante la privanza de Olivares
Felipe IV, al revés de su padre, había obrado ya como rey antes de reinar. En cambio antes de ser rey tenía ya su valido. Habíamos entrado en la época fatal de las privanzas, y se sucedían los favoritos aun antes que se sucedieran los reyes. Síntoma seguro de la degradación de los tronos y de la flaqueza de los pueblos.
Primera ocupación del conde-duque de Olivares; acabar con todos los que habían gozado de favor en el último reinado. Don Rodrigo Calderón, el duque de Osuna, el de Uceda, el de Lerma, el confesor Fr. Luis de Aliaga, todos perecen, o en el patíbulo, o en la prisión, o en el destierro, o cargados de cadenas, o abrumados de pesadumbres.
Sin embargo, tuvo habilidad al principio el de Olivares para aparecer un gran ministro, un gobernador prudente, y un hombre probo. Medidas económicas, formación de bancos y de montes de piedad, providencias para la repoblación del reino, para atajar los males de la amortización, para reprimir el lujo desenfrenado, para remediar la emigración y la vagancia, para el restablecimiento de la justicia y de la moralidad… ¿A quién no seducía la creación de la junta de Reformación de costumbres, y a quién no fascinaba el ejemplo de comenzar la reforma por las de la casa real? ¿Quién no aplaudía el famoso decreto mandando registrar la hacienda de todos los ministros de treinta años atrás para ver quiénes y cuánto se habían enriquecido por medios ilegítimos y bastardos? ¿Y qué no debía esperarse de la célebre pragmática para que se hiciera formal y escrupuloso inventario de todo lo que poseían los que eran nombrados virreyes, consejeros, gobernadores, o subían a otros elevados cargos, y que se practicara igual diligencia cuando cesaban en sus funciones, designando las penas en que habían de incurrir los que hubieran engrosado su fortuna más de lo que permitía la legítima remuneración de sus empleos? ¿Qué extraño es que el pueblo esperara la reparación de sus males, y ensalzara hasta las nubes al ministro que tales muestras daba de querer restablecer el imperio de la justicia y de la moral?
Mas pronto sucedió a la ilusión del halago el escozor de la sospecha, y a la dulzura de la esperanza la amargura del desengaño. Las reales cédulas quedaban escritas; las medidas no se ejecutaban; los pueblos no experimentaban alivio en los tributos. El conde-duque de Olivares, tomando habitación en el alcázar regio; ocupando el departamento de los príncipes de Asturias; alejando del lado del monarca a los infantes, sus hermanos, a quienes miraba como estorbos para sus fines; dando audiencias y dictando órdenes a los Consejos como un soberano, ya no era, ya no podía ser a los ojos del pueblo el hombre prudente, el gobernador justo, el modesto consejero.
Por la angustiosa situación en que encontró el tesoro podía tolerarse al ministro de las medidas económicas que pidiera a un tiempo subsidios de dinero y de hombres a las cortes de Castilla, de Aragón, de Valencia y de Cataluña. Pero hízolo con tal altivez y con tal acritud en la forma, que disgustó a los castellanos, incomodó a los aragoneses, ocasionó serios conflictos y estuvo a punto de producir funestos choques con los valencianos, y fue causa de que la majestad real volviera desairada de los catalanes. En el viaje del monarca y del favorito a aquellos tres reinos hizo el ministro al rey cometer alternativamente actos de baja lisonja y de despótica tiranía; alcanzó subsidios, pero dejó sembrada en el suelo catalán la semilla de un desafecto duradero al soberano, y de un odio perdurable al valido.
Por lo demás, los recursos eran necesarios: las guerras que desde el principio del reinado volvieron a emprenderse los hacían precisos; la penuria de la hacienda los hacía indispensables. ¡Qué melancólico cuadro el que presentó al rey un procurador de una de las ciudades de Andalucía! «Muchos lugares despoblados, templos caídos, casas hundidas, heredades perdidas, tierras sin cultivar, habitantes mudándose de unos lugares a otros con sus mujeres e hijos buscando el remedio, comiendo yerbas y raíces del campo para sustentarse, otros emigrando a diferentes reinos y provincias donde no se pagan los derechos de millones…!» ¡Qué confianza tendrían ya los pueblos en sus gobernantes cuando apelaban a los obispos y curas para que vieran de remediar la miseria y la desnudez que los afligía por la falta de fábricas y la carestía de los artefactos! Íbanse sintiendo cada día más los efectos de la expulsión de la población morisca.
Sin duda con objeto de fomentar la industria nacional, prohibió el de Olivares todo género de comercio con los países rebeldes o enemigos de España, que eran ya casi todos los de Europa, no permitiendo la introducción ni de objetos de lujo, ni de artículos de vestir, ni de producciones alimenticias, ni de nada de lo más necesario para el sustento de la vida y para el abrigo del cuerpo. Felipe IV por su consejo nos aisló mercantilmente del mundo, como Felipe II nos había aislado intelectualmente. Acá no había fabricación: del extranjero no podían venir artefactos: era difícil proveer a las necesidades de la vida: el contrabando se hizo una ocupación para unos, y un recurso para otros.
Enmendó, es verdad, el desacierto del reinado anterior de haber doblado el valor de la moneda, pero estableció la tasa en el precio de los cereales. Las cortes le esquivaban ya los recursos, o se los escatimaban, porque les dolía verlos emplear en guerras innecesarias y ruinosas. Recurrió Felipe IV, como su antecesor, a la generosidad de los particulares, y no la invocó en vano. Hubo grandes que levantaron a su costa regimientos; rasgo laudable de patriotismo, pero que rebajaba el prestigio de la corona, y debilitaba el poder real. Con permiso del pontífice echó mano de una parte de las rentas eclesiásticas y de las de cruzada; y sin permiso de los dueños solía apoderarse como Felipe II del dinero que venía de Indias para particulares. Vendíanse hábitos y oficios, y se inventó el impuesto del papel sellado. En lugar del alivio que se había prometido al pueblo, se le cargaba con nuevas gabelas. El de Olivares era mirado ya como un embaidor; porque se veía además que quien al principio se había mostrado tan severo fiscalizador de las fortunas de otros no se descuidaba en acrecentar la suya. La junta de Reformación de costumbres había sido una bella creación, pero se redujo a creación fantástica. Si hubiera funcionado, habría tenido que residenciar a su propio autor, y no sabemos qué pena le hubiera impuesto.
Quiso también la fatalidad que afligieran a la desgraciada España en este reinado porción de calamidades públicas, inundaciones, terremotos, epidemias, incendios, que asolaron pueblos y campiñas y devoraron hombres y ganados. ¿Qué remedios aplicaban, o por lo menos qué luto vestían en tales infortunios el monarca y su primer ministro? Casi humeaban todavía las ruinas de la Plaza Mayor de Madrid, cuyos dos ángulos había reducido a pavesas el voraz incendio de 1631, cuando asistieron el rey y la corte a la fiesta de toros y cañas que se celebró en el mismo lugar de la catástrofe. Que estuviera constantemente distraído con espectáculos y festines, con justas y torneos, con toros y comedias, con banquetes, monterías y saraos, y lo que era peor, con galanteos; esta había sido la política del de Olivares con Felipe desde que era príncipe. Estudiar y halagar sus pasiones juveniles, darles pábulo, embriagarle con placeres y recreos, hacerle tomar aversión a los negocios y hastío a las ocupaciones graves, aparecer entonces el favorito como el alivio y el sustentáculo del rey, haciendo el sacrificio de tomar sobre sus hombros la pesada carga del gobierno, de que sabía fingirse como abrumado, magnetizar con estos artificios, la voluntad y el corazón del monarca y hacerse el árbitro de la monarquía; éste era el sistema del conde-duque con Felipe IV.
Si tragaba un terremoto poblaciones enteras, en Madrid se construía un coliseo en el Buen Retiro. ¿Qué importaba que se rebelaran provincias, con tal que el rey y la reina y las damas de palacio se entretuvieran en representar comedias? ¿Se insurreccionaba y se perdía un reino? El monarca y su favorito se distraían entre bastidores, hacían los galanes con las comediantas de oficio, y corrían aventuras y lances nocturnos; los resultados de estas misteriosas escenas se hacían públicos, con tanta mengua de la majestad de rey como del decoro y de la dignidad de hombre, y en las conversaciones y en los escritos se mezclaban de continuo los nombres y se glosaban a un tiempo las travesuras de María Calderón, la cómica, y de Felipe IV rey de España.
Así andaban de sueltas las costumbres públicas. Así los galanteos sin recato; así la licenciosa vida sin miramiento a la decencia social; así el frecuente y público quebrantamiento de los deberes conyugales; así la profanación de los lugares mismos destinados a servir de asilo a la virginidad; así los procesos escandalosos a individuos y comunidades religiosas de ambos sexos; así las pendencias, las riñas, y los desafíos diarios; así los asesinatos, en casas, en portales y en plazas; así las refriegas, y las estocadas, y las muertes, de los grandes señores entre sí, entre los magnates y sus propios criados y cocheros, y aún entre clérigos y magistrados, que a tal situación habían venido todas las clases{1}; así aquellos perdona-vidas de profesión, y aquellos espadachines y matones de oficio, escándalo de la época; así las amargas y sangrientas censuras de los escritores de aquel tiempo contra la corrupción y la inmoralidad del palacio, de la corte y del pueblo, que les valían el destierro, la prisión y las cadenas.
Pero así aseguraba el conde-duque de Olivares su privanza con el soberano, para quien todo iba bien, con tal que le proporcionaran goces, y no le turbara nadie en ellos, que estos eran los reales hechizos de que por primera vez comenzó a hablar el vulgo. Estorbábanle al conde-duque los Consejos, y encomendaba los negocios a juntas extraordinarias, que formaba a su conveniencia y disolvía a su antojo. Aquella multitud de juntas, algunas de las cuales eran ya extravagantes por sus títulos y ridículas por la frivolidad de sus ocupaciones, semejaban otras tantas máquinas que se movían por un resorte oculto, y funcionaban a voluntad del fabricante, y solo en la forma y por el tiempo que entraba en su interés y en sus cálculos. No se puede negar al de Olivares cierta habilidad y artificio para resolver a su arbitrio todos los asuntos del reino bajo la apariencia de resoluciones de los tribunales, de los consejos o cuerpos consultivos del Estado, así como para aparecer a los ojos del rey un ministro fabulosamente laborioso e incomprensiblemente infatigable. ¡Causaba grima y compasión al buen Felipe ver a su lado un hombre chorreando siempre memoriales, consultas, legajos y expedientes, sacrificando el sueño, el reposo, la salud y la vida, todo por tener el reino gobernado y arreglado a maravilla con descanso y sin molestia de su rey y señor!
No fue más feliz el de Olivares en las luchas exteriores en que empeñó a su soberano y en que volvió a comprometer la España. Con la muerte de Felipe III se acabó aquel breve período de reposo, cuya prolongación hubiera sido tan conveniente a la monarquía para reponerse de sus quebrantos. «Yo os haré, dijo el de Olivares al nuevo monarca, el señor más poderoso de la tierra.» Y lo creyó el joven e inexperto príncipe. Y acaso llegó también a creerlo el mismo don Gaspar de Guzmán; ¡qué tan alto rayaba la presunción de su capacidad y talento! Y puso otra vez a la enflaquecida España en lucha con toda Europa como en los tiempos de su mayor pujanza y robustez. Resucita imprudentemente la cuestión de la Valtelina, y provoca una confederación de Francia, Saboya, Venecia y Holanda contra España. Oblíganos a hacer esfuerzos y sacrificios prodigiosos, y con ayuda de algunas repúblicas y príncipes italianos logramos salvar a Génova y ajustar un tratado de paz. Mas luego sueña en agregar a la corona de Castilla el ducado de Mantua, o por lo menos la mitad del Montferrato: otra guerra en Italia entre españoles y franceses, imperiales, saboyanos y venecianos, en que perdemos al ilustre marqués de Espínola, alma y sostén del nombre español, y sin ganar a Mantua, ni conquistar siquiera a Casal, tenemos que sucumbir a la humillante paz de Querasco.
El loco empeño y temerario afán de hacer a los españoles los redentores del emperador en sus sangrientos litigios con la Turquía, y la Bohemia, y la Suecia, y con los príncipes protestantes del imperio germánico, había llevado al propio tiempo las armas españolas a Alemania. Glorioso era que tremolara triunfante el pabellón de Castilla en los campos de Fleurus; justo y natural era el orgullo de ver al cardenal infante de España don Fernando coronarse de laureles en Nordlinghen; pero, aparte de la gloria militar, ¿qué bien redundaba a España de que los sajones fueran arrojados de Bohemia, ni de que el Rhindgrave Othon fuera derrotado por el lorenés, y de que sucumbiera peleando heroicamente en Lutzen el gran Gustavo de Suecia? Consumir hombres y tesoros, y quedarnos sin tesoros y sin hombres con que mantener nuestros propios dominios.
Fue desgracia haber espirado al advenimiento de Felipe IV al trono la tregua de doce años con las Provincias Unidas de Holanda, y que volviera a encenderse también la antigua guerra de los Países Bajos. Otro ministro menos presuntuoso y más hábil que el de Olivares hubiera procurado o renovar la tregua o convertirla en paz: el favorito de Felipe IV, que desde el principio pareció haber querido inspirar a su rey aquella jactanciosa divisa con que se dice que después hizo acuñar moneda: Todos contra Nos, y Nos contra todos; no halló dificultad ni reparo en luchar con todos los aliados de los holandeses, con Dinamarca, Francia e Inglaterra; y las fuerzas militares de la empobrecida España, desparramadas por las tierras de Europa y por los mares de África y de la India, peleaban simultáneamente en Alemania y en Flandes, en la Lorena y en Milán, en la Alsacia y en la Valtelina, en el interior de Francia y en las costas de Inglaterra. Nuestros guerreros y nuestros marinos mantenían todavía la antigua gloria y renombre de España: Espínola en el sitio de Breda, don Martin de Aragón en el combate del Tesino, don Fadrique de Toledo en Puerto Rico y Guayaquil, don Francisco Manrique en las costas africanas, un ejército de imperiales y españoles amenazando a París como en los tiempos de Carlos V y Felipe II, todos estos eran esfuerzos honrosos, señales y como restos gloriosos de la antigua grandeza, pero semejantes ya a los últimos arranques de un enfermo que está cerca de acabar, a los últimos fulgores de una antorcha que está para extinguirse.
La nueva guerra de Flandes nos costó la pérdida de Landrecy, de La Chapelle, de Chatelet, de Hesdin, de Arras, y de otras plazas importantes en el Brabante, en el Artois y en el Luxemburgo: en Italia nos tomaron los franceses a Turín: nuestras tropas fueron arrojadas de la Guiena y del Languedoc: los ejércitos de Francia se atrevieron a penetrar en Guipúzcoa y en el Rosellón, y aunque fueron escarmentados delante de Fuenterrabía y de Salces, merced aquí al arrojo de los voluntarios catalanes, allá al denuedo de los soldados castellanos, es lo cierto que la España, invasora por más de dos siglos, comenzaba a ser invadida por más de una frontera. Nuestras escuadras, mandadas por Oquendo y Mascareñas, eran derrotadas por los almirantes holandeses en el canal de la Mancha y en los mares de la India. La compañía holandesa de este nombre nos apresó en trece años sobre quinientos bajeles de guerra y mercantes, y aquellas presas la decidieron a intentar la conquista del Brasil. El príncipe de Nassau subyugó todo el litoral de la América del Sur. Pero don Gaspar de Guzmán era primer ministro de España, y seguía nombrando a su rey Felipe el Grande.
En tal estado, suceden las dos revoluciones casi simultáneas de Cataluña y Portugal; aquella para entregarse a un rey extraño, ésta para darse un rey propio; la una y la otra para librarse del gobierno de Castilla, de quien habían recibido agravios. Ya no eran países remotos, ya no eran regiones apartadas por la inmensidad de los mares que nos arrebataba una potencia enemiga o rival. Eran nuestras propias provincias las que espontáneamente se separaban de su natural y legítimo soberano. ¡Qué descenso desde Felipe II hasta Felipe IV! Felipe II había estado a punto de ser rey de Francia, y sus tropas dieron guarnición a París. En el reinado de su nieto es proclamado rey de Cataluña Luis XIII de Francia, y tropas francesas vienen a guarnecer a Barcelona. Felipe II de Castilla fue a Lisboa a coronarse rey de Portugal. Felipe IV de Castilla supo que Portugal había dejado de pertenecerle cuando estaba ya coronado en Lisboa don Juan IV de Braganza. ¡Y sin embargo el adulador ministro de Felipe IV seguía apellidándole el Grande!
¿A qué sino a la soberbia y la torpeza del ministro castellano se debió que estallara la rebelión en Cataluña? ¿A qué sino a su torpeza y su soberbia se debió la duración de una guerra que pudo haberse sofocado en su origen? Antiguo y no infundado era el odio de los catalanes al conde-duque: recientes y fundadas eran sus quejas por los malos tratamientos que habían recibido de las tropas reales y del gobierno de Madrid. El mismo que había sido siempre era ahora el pueblo catalán. El de Olivares debía conocerle y no le conoció. Ahora como a fines del siglo XIII la decisión y el arrojo de los catalanes lanzó a los ejércitos franceses del Rosellón. Si entonces destrozaron el ejército de Felipe el Atrevido de Francia, ahora acababan de escarmentar las huestes de Luis XIII acaudilladas por el príncipe de Condé. ¿Merecían por recompensa la carga de los alojamientos, la violación de sus fueros y usages, los ultrajes e insultos de los soldados castellanos, los menosprecios del marqués de los Balbases, las irritantes respuestas del conde-duque, y los rudos ordenamientos de Felipe de Castilla? ¿Se había olvidado lo que había sido siempre el pueblo catalán en los arranques de su indignación y su despecho? ¿Habíase borrado de la memoria la guerra de diez años sostenida en el siglo XV por ese pueblo belicoso, altivo, pertinaz, temoso e inflexible en sus adhesiones como en sus odios, contra don Juan II de Aragón su legítimo soberano? ¿No se tenía presente que en aquella ocasión ese pueblo, tan adicto a los monarcas nacidos en su suelo, anduvo brindando con la corona y señorío del Principado sucesivamente a Luis XI de Francia, a Enrique IV de Castilla, a Pedro de Portugal, a Renato y Juan de Anjou, y que se dio a buscar por Europa un príncipe que quisiera ser rey de Cataluña, antes que doblegar su altiva cerviz al monarca propio contra quien una vez se había rebelado?
Nosotros dijimos entonces: «Semejante tesón y temeridad daba la pauta de lo que había de ser este pueblo indómito en análogos casos y en los tiempos sucesivos: pueblo que por una idea, o por una persona, o por la satisfacción de una ofensa, ni ahorra sacrificios, ni economiza sangre, ni cuenta los contrarios, ni mide las fuerzas, ni pesa los peligros{2}.» ¿No era de temer, añadimos ahora, que se entregara en esta ocasión a Luis XIII de Francia, como entonces se entregó a Luis XI? ¿O no han de servir nada a los que gobiernan los Estados las lecciones de la historia?
Si desacertado y torpe anduvo el de Olivares en no precaver una rebelión que se veía venir, no anduvo más atinado en los medios de vencerla cuando conoció la necesidad de reprimirla. La sublevación, que comenzó por los bárbaros desmanes de las turbas de agrestes segadores, por el asesinato del virrey Santa Coloma y por las tragedias horribles ejecutadas con los magistrados, los nobles y los soldados castellanos, se convirtió por su culpa en ruda, obstinada y sangrienta guerra, sembrada de matanzas horrorosas, de lastimosas catástrofes, de represalias feroces. Si al principio las disciplinadas tropas del rey de Castilla vencían y arrollaban por todas partes las irregulares masas de los insurrectos, después entre franceses y catalanes acabaron sucesivamente con tres ejércitos castellanos, mandados por los marqueses de los Vélez, de Povar y de Leganés, haciendo uno de ellos prisionero, sin que se escapara ni infante, ni jinete, ni maestre de campo, ni oficial, ni soldado. Y cuando el conde-duque de Olivares comprendió la necesidad de sacar al rey de la mansión encantada de la corte y de acercarle al teatro de la guerra para que diese con su real presencia ánimo a sus guerreros y calor a la campaña, contentose con tenerle como enjaulado en Zaragoza, luciendo brillantes galas, pero sin cuidarse de operaciones militares; y mientras el rey de Castilla jugaba a la pelota en la capital de Aragón, el mariscal francés La Motte derrotaba al ejército castellano en la colina de los Cuatro Pilares. Felipe IV regresaba mustio de Zaragoza a Madrid, y el general francés era recibido en triunfo por los catalanes en Barcelona. Por no perder el de Olivares su privanza, perdió la corona de Castilla para siempre el Rosellón, y el monarca y el privado dejaron triunfante la insurrección de Cataluña, después de haber impuesto al reino sacrificios costosísimos, que vio con tanta amargura malogrados como había sido la buena voluntad con que se había prestado a hacerlos.
La revolución de Portugal no fue otra cosa que el movimiento natural de un pueblo vejado y oprimido, que se acuerda de que fue libre, y que encuentra ocasión de recobrar su antigua independencia. Tratado por los tres Felipes más como reino conquistado que como hermano y amigo, su anexión a Castilla duró solamente lo que Castilla tardó en debilitarse y Portugal en preparar su emancipación. El conde-duque de Olivares acabó de avivar, en vez de templar o extinguir, las añejas antipatías entre pueblo y pueblo; la guerra de Cataluña dejaba desguarnecido de fuerzas a Portugal, y Portugal se habría levantado aun sin las instigaciones y los auxilios de la Francia. El sigilo con que se manejó la conjuración, la rapidez con que el plan fue ejecutado, el éxito completo y fácil que alcanzó, todo manifiesta evidentemente que era uno de esos movimientos nacionales que empujados por la fuerza impalpable e irresistible de la pública opinión llevan en el sentimiento universal de un pueblo la seguridad de su triunfo. Felipe IV de Castilla nada supo hasta que le anunciaron que don Juan IV de Braganza era rey de Portugal. Un monarca que ignora lo que pasa en uno de sus reinos hasta que le ha perdido, no merece poseerle. El ministro Olivares le dio la nueva riendo, y quiso hacer participar de su fingida risa al monarca diciéndole que el de Braganza había perdido el juicio. El rey debió comprender que quien le había perdido era el conde-duque de Olivares.
¿Qué hizo después el de Olivares para ver de engastar otra vez a la corona de Castilla y de León aquella joya lastimosamente desprendida? Mientras don Juan IV obtenía el reconocimiento de las principales potencias europeas, la corte de Madrid se contentaba con trabajar, a costa de producir escenas de escándalo, para que el embajador portugués no fuera recibido en audiencia por el Santo Padre. En tanto que el de Braganza era jurado en las cortes portuguesas, y que se rodeaba de decididos y leales vasallos y se afirmaba en el trono de sus mayores, el de Olivares se vengaba en hacer aprisionar allá en Alemania al valeroso e inocente príncipe don Duarte de Portugal. El nuevo monarca lusitano fortificaba sus plazas de guerra, y el soberano de Castilla perdía las antiguas posesiones portuguesas de África y de las Indias, que se segregaban a medida que se iban informando del alzamiento de Portugal. Fraguose una conspiración para derrocar al de Braganza y proclamar de nuevo al de Castilla, y los conjurados perecieron en los calabozos o en los patíbulos: ni siquiera supo el ministro del rey de España cómo había sido descubierta la conjura. Se trató de formar ejércitos para la reconquista, y merced a un llamamiento patriótico y a un esfuerzo extraordinario se logró reunir algunos cuerpos de tropas en las fronteras de Extremadura, de Galicia y de Castilla, no bien disciplinadas y peor dirigidas. El nieto de aquel Carlos V que viajó cuarenta veces por Europa ganando coronas y sujetando imperios, no se movió de la corte para recobrar un pequeño reino que se le escapaba casi a la vista de los balcones de palacio. La nación cuyos ejércitos habían dado la ley al mundo, se veía reducida a hacer vandálicas incursiones de incendio y de saqueo en una de sus mismas provincias. La poderosa España era impotente para recobrar el Portugal. A tal flaqueza había venido con Felipe IV la monarquía gigante de Felipe II.
Aun quedaba en España bastante pundonor, al menos para no sufrir con resignación impasible tantas humillaciones y quebrantos fuera, tanto baldón e ignominia dentro, tan miserable y bochornosa situación dentro y fuera. El dedo público señalaba al de Olivares como al causador de todas las afrentas, y el fascinado monarca halló al fin quien le apartara de los ojos la venda que se los cubría hacía más de veinte y dos años. Hiciéronle ver que el hombre de los pomposos ofrecimientos, el que había prometido hacer a España la nación más formidable del orbe, y al monarca español el príncipe más poderoso de la tierra, era el hombre que estaba acelerando la ruina y perdición del monarca y la ruina y perdición de la monarquía. El mismo rey no pudo sostener ya al favorito, y cayó el conde-duque de Olivares. Debiose esta novedad principalmente a la reina Isabel de Borbón, ofendida del valido, que hasta allí había llegado su desatentado orgullo: a la princesa Margarita de Saboya, que por causa suya había perdido la regencia de Portugal; y a algunos prelados, consejeros, embajadores y grandes, que ayudaron a aquella buena obra tan pronto como encontraron tan poderoso apoyo. No se pareció la caída del don Gaspar de Guzmán a la de don Álvaro de Luna y a la de don Rodrigo Calderón. Para el de Olivares no hubo patíbulo ni roca Tarpeya: bajó del Capitolio más como quien se desliza suavemente y por su voluntad, que como quien es derrumbado con violencia y por castigo. Felipe IV se dignó concederle el permiso que solicitaba de retirarse, diciendo que estaba muy satisfecho de su desinterés y su celo. Bastaría esto solo para hacer la calificación de este monarca.
Francia había ido creciendo todo lo que España había ido menguando. Eran dos reinos que vivían de devorarse, al modo de dos plantas vecinas, de las cuales la una se alimenta y robustece del jugo que roba a la otra. La rivalidad venía desde Carlos V y Francisco I. Verdad es que Luis XIII era más rey que Felipe IV, y que los guerreros de la Francia comenzaron a brillar, cuando los insignes capitanes españoles se habían casi extinguido, y de ellos no quedaba sino tal cual muestra y muchos gloriosos recuerdos. Pero lo que influyó más en la preponderancia de uno sobre otro reino fue la gran diferencia, en capacidad, talento, astucia y energía, entre el primer ministro del soberano francés y el primer ministro del monarca español. Richelieu fue un gran político y un grande hombre, mientras Olivares no fue sino un gran presuntuoso y un gran soñador. Y no es que el ministro cardenal aventajara al magnate favorito, ni en moralidad, ni en pureza, ni en sobriedad, ni en recato, ni en otro género de virtudes. Al contrario, con ser un prelado de la iglesia Armand Duplessis, aún fue más dado al fausto y a la disipación que don Gaspar de Guzmán: montaba el gasto de su casa a mil escudos de oro por día; las riquezas que acumuló el de Olivares eran una modesta fortuna al lado de la escandalosa opulencia de Richelieu: si el Guzmán alejó de la presencia del rey a los infantes sus hermanos, Richelieu iba siempre delante de los príncipes de la sangre, pensó sobrevivir a su soberano, y hacerse patriarca y regente del reino: si Olivares sacrificó algunas víctimas a la envidia y la rivalidad, el ministro de Luis XIII ejerció execrables venganzas personales, tiranizó la nobleza, abatió los hugonotes del reino siendo protector de los calvinistas de fuera, fue ingrato con la reina madre, con el hermano del rey, con el rey, y con la reina misma, a quienes se hizo tan necesario como odioso: acabó con las libertades francesas, y vivió y murió aborrecido.
Mas si en las prendas del corazón no aventajó el de Richelieu al de Olivares, en las dotes del entendimiento no sufren paralelo las de uno y otro ministro, el gran talento y la sabia política de aquel tenaz y eterno enemigo de la casa de Austria fueron las dos grandes fatalidades para la monarquía española en este reinado. Sin que aceptemos nosotros la apasionada asimilación que algunos escritores franceses quieren establecer entre el célebre Richelieu y el inmortal Jiménez de Cisneros, modelo éste de virtud y de grandeza, varón santo y gobernador admirable a un tiempo, confesamos que la Francia debió a Richelieu grandes servicios, que abatió las dos ramas de la casa de Austria, humilló una aristocracia insolente, favoreció el movimiento de la civilización, protegió las letras y las artes, engrandeció el reino, y le colocó a la cabeza de las naciones europeas. Así fue que si por sus vicios y su orgullo el ministro de Luis XIII murió aborrecido, por sus servicios y su grandeza murió admirado. El ministro de Felipe IV vivió teniendo quien le aborreciera, y murió sin tener quien le admirara.
{1} Entre los muchos hechos de esta especie que podríamos citar, solo mencionaremos el del condestable de Castilla, que mató a uno de sus criados, e hizo armas contra un alcalde de corte, todo lo cual quedó impune: el del asesinato del marqués de Cañete por un lacayo suyo, en venganza de haber intentado su amo herirle antes; mas como quiera que el asesinato apareciera y se creyera cometido por don Antonio de Amada, y éste fuera condenado a muerte, clero, grandeza y pueblo, todos tomaron parte, unos en contra, otros en pro del sentenciado, y formáronse cuadrillas armadas de frailes y de criados, de señores y de plebeyos, unas para arrancar al reo de las manos del verdugo, otras para hacer que se ejecutara el suplicio, y hubiera habido un choque terrible, que por fortuna se evitó por haber declarado el cochero que él era el culpable. Por aquellos mismos días el cochero del duque de Pastrana en una reyerta con su amo le dijo, que todos eran hombres, y que cada uno se tenía por hijo de su padre. Todo esto era producido por el género de vida que hacían muchos de los grandes de aquel tiempo con desdoro de la clase.
{2} Parte II, libro III, cap. 31 de nuestra Historia.