Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro V España en el siglo XVII

Capítulo XV
III. Reinado de Felipe IV desde la caída de Olivares hasta la muerte del rey

Algo mejoró con la caída de Olivares la situación del reino, aunque no tanto, ni con mucho, como el pueblo creía y esperaba; que los pueblos son siempre fáciles en creer y largos en esperar de toda mudanza que desean. Pareció, en efecto, que el rey empezaba a ser rey, la reina a ser reina, a ser consejos los consejos, a funcionar las cortes como cortes, y a ser tratados como hombres de valer los hombres que algo valían. El rey dando de mano a los devaneos y poniéndola en los negocios; la reina recobrando su influencia legítima; los consejos deliberando; las cortes votando los subsidios; los hombres de valer volviendo del destierro a ocupar los altos cargos del Estado. Comenzaron a arribar con plata los galeones de Méjico; mejoró la guerra de Cataluña; tremoló en Lérida el pabellón de Castilla; y Felipe IV, que ya fue al teatro de la guerra, no como un cautivo con las insignias y galas de rey, sino como un rey que había salido de la cautividad, entró en aquella ciudad en triunfo, y le juró sus fueros.

Coincidió felizmente con este cambio la muerte del ministro de Francia Richelieu; sucedió el fallecimiento del monarca Luis XIII; la hermana del rey España quedaba regentando aquel reino a nombre del niño Luis XIV; esperábase mucho de tan inmediato deudo entre la gobernadora de Francia y el monarca español; confiábase no poco en los disturbios que allá se suscitarían en la minoría del rey; y cuando se trató de paz se desechó el pensamiento, por creer que traía ya mejor cuenta guerrear que hacer paces. Todo iba bien con tal que durara.

Pero si hubo algunas prosperidades, sobrevinieron mñas infortunios; aquellas fueron breves y pasajeras, éstos largos y duraderos. Malogrose en Flandes el cardenal infante de España don Fernando, y desgraciose en Madrid la reina Isabel de Borbón. Allá con el infante faltó a España la única columna que sostenía, mal que bien, el resto de nuestra dominación en aquellos países: acá con la reina faltó al monarca el buen consejo, la única influencia legítima y saludable. La reina regente de Francia no se condujo como la hermana de Felipe IV de Castilla, sino como la viuda de Luis XIII y como la madre de Luis XIV de Francia. Con la muerte de Richelieu nada adelantamos; porque Mazarino que le sucedió, cardenal como él, primer ministro como él, privado como él, político como él, y todavía más astuto y sagaz que él, era tanto o más enemigo que él de las casas de Austria y de España, con tanta o mayor pertinacia y tenacidad que él empeñado en abatir y destruir los dominios alemanes y españoles.

Y en tanto que allá sucedía un gran político a otro gran político en el ministerio, acá reemplazaba en la cámara real un privado a otro privado. Felipe IV se cansó pronto de obrar como rey: fatigábanle los negocios y volvió a los devaneos, y entregó su poder y su confianza a don Luis de Haro, como antes la había entregado a don Gaspar de Guzmán. Así el indolente monarca dividió su largo reinado en dos períodos, señalados por dos privanzas de dos inmediatos deudos, tío y sobrino. El favoritismo parecía ya hereditario como la corona. Y en verdad no pronosticó bien el que a la caída de Olivares fijó a la puerta del palacio aquel pasquín que decía: «Ahora serás Felipe el Grande, pues el Conde-duque no te hará pequeño.» Felipe IV no fue más grande con el marqués del Carpio que con el Conde-duque de Olivares, con don Luis de Haro que con don Gaspar de Guzmán.

La batalla de Rocroy, en que el joven Condé recogió los laureles con que engalanó la dorada cuna del niño Luis XIV, acabó con la reputación que aún habían podido ir conservando los viejos tercios españoles de Flandes. Allí pereció el valeroso conde de Fuentes, último representante de aquella antigua escuela de ilustres guerreros castellanos. El triunfo de imperiales y españoles allá en los campos de Tuttlinghen no fue ya sino como una chispa que revivió y brilló entre apagadas cenizas. Sucesivamente nos fue arrebatando el francés las plazas de Thionville, Gravelines, Mardik, Armentieres, Courtray y Dunkerque. Nuestros generales, Melo, Fuensaldaña, Piccolomini, Carmona y Bech, no eran hombres que pudieran competir con Orleans, Condé, Gassion, Chatillon y Rantzau; ni el archiduque Leopoldo de Austria fue el sustituto que se necesitaba en el gobierno de Flandes para reemplazar al cardenal infante de España. Los Países Bajos amenazaban acabar de perderse.

Con languidez vergonzosa se arrastraba la guerra de Portugal, reducida a irrupciones asoladoras, y a tentativas recíprocas, de los castellanos sobre Olivenza, de los portugueses sobre Badajoz. Las fuerzas de Castilla estaban casi todas en Cataluña, donde alternaban entre triunfos y reveses, merced a las disidencias y al disgusto que entre los pocos buenos generales que aún quedaban produjo el nuevo favoritismo a que se había entregado el rey, retirándose desazonados los que habían sabido vencer, y dirigiendo la campaña los que en otros países no habían sabido triunfar. Y cuando habría podido sacarse gran provecho de la reacción que en el espíritu de los catalanes se estaba obrando en contra de la Francia y en favor de Castilla, sobrevienen las insurrecciones de Sicilia y de Nápoles, y con ellas la necesidad de desmembrar el no robusto ejército de Cataluña para apagar el fuego que por aquella parte ardía voraz e imponente.

Las rebeliones de Sicilia y de Nápoles fueron producidas por causas semejantes a las de Cataluña y Portugal: acá por la imprudencia y el mal gobierno del rey y su ministro, allá por las tiranías y las concusiones de los virreyes, acá y allá por la multitud de exacciones y tributos arrancados a los agobiados pueblos para atender a tantas guerras funestas y ruinosas, y para enriquecerse a la sombra y so pretexto de ellas ministros, virreyes y gobernadores. Cierto que en la península española como en la italiana soplaba el francés la discordia y atizaba la rebelión. Pero al modo que Cataluña y Portugal se hubieran alzado aún sin las intrigas de Richelieu, Sicilia y Nápoles se habrían rebelado también aún sin ser movidas por Mazarino. Revoluciones en que se alzaban tantas poblaciones y tantos hombres no podían menos de ser populares. En todo el reino de Sicilia solo la ciudad de Messina se mantuvo fiel a España: en sola la ciudad de Nápoles llegaron a ponerse en armas ciento veinte mil hombres. ¿Cómo, si aquellos alzamientos no hubieran sido populares, habrían podido llegar a dominar en capitales tan populosas hombres de tan baja extracción como un calderero y un vendedor de pescado? ¡Qué degradación la de nuestros virreyes! ¡Qué transacciones tan bochornosas, la del marqués de los Vélez con José Alecio, la del duque de Arcos con Masaniello! ¿Quién habría podido reconocer en aquellos dos degenerados magnates los sucesores del gran don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna?

Sofocose la insurrección de Sicilia, merced a los barones y señores del país que la combatieron. Tenaz y sangrienta fue la de Nápoles. Después de mil escenas de horror, de desolación, de estragos, de muerte y de exterminio, aquella rica y bella conquista de los monarcas españoles estuvo ya muy cerca de perderse ignominiosamente para España. A imitación de Cataluña, Nápoles aspiró a hacerse independiente, proyectó erigirse en república, y concluyó por entregarse a un francés, descendiente de la antigua casa de Anjou. Por fortuna la elección de los insurrectos fue para ellos desacertada. Si el duque de Guisa no hubiera sido un presuntuoso, que comenzó portándose con imprudencia para acabar conduciéndose con cobardía, la insurrección habría triunfado. Como gobernador, causó y descontentó a los napolitanos, como guerrero no supo resistir a las tropas españolas. Hecho prisionero en Capua, y traído al alcázar de Segovia, fugose de la prisión; pero alcanzado en Vizcaya, fue de nuevo encerrado en ella. El que había sido imprudente en Nápoles, cobarde en Capua y desleal en Segovia, obró después como un ingrato para concluir su carrera como un traidor. Bien hicieron la reina Ana de Austria y el ministro Mazarino en no proteger la dominación del de Guisa en Nápoles, aún con ser príncipe francés, y España fue la que recogió el fruto de aquel desvío.

Debiose, pues, la recuperación de Nápoles a las locuras de Masaniello, al desenfreno y a la versatilidad del populacho, a la presuntuosa arrogancia de el de Guisa, a las rivalidades entre la regente y el ministro de Francia con la casa de Lorena, al oportuno socorro que llevó don Juan de Austria, y al reemplazo del indiscreto y desconceptuado duque de Arcos por el acreditado y hábil conde de Oñate. El joven de Austria, hijo bastardo de Felipe IV, comenzó allí su carrera, obrando con una firmeza, con una cordura y un tino que hizo concebir esperanzas de que en los hechos como en el nombre habría de ser un trasunto del bastardo de Carlos V. Esta ilusión desapareció después. El de Oñate pecó de severo y rudo en el castigar, y tanto regó aquel suelo de sangre, que faltó poco para que volviera a brotar la insurrección.

El tratado de Westfalia puso término a la guerra de los Treinta años en el imperio alemán, y a la lucha de ochenta años entre España y las provincias disidentes del País Bajo. ¡Ochenta años de continuo pelear! ¡Ochenta años de consumir tesoros y hombres para acabar por reconocer la independencia de aquellas provincias! Y sin embargo, aquella paz fue recibida y celebrada con júbilo en Madrid. ¿Qué había de hacerse ya? Quebrantado el poder de España en Flandes, enflaquecido en Italia, anulado en Portugal, y vacilante en Cataluña, la paz de Westfalia, si bien ponía de manifiesto nuestra flaqueza a los ojos de Europa, daba al menos un respiro para atender a las dos guerras que ardían simultáneamente en dos extremos de nuestra propia península.

Lo único en que Felipe IV y don Luis de Haro obraron con algún talento fue en atizar las discordias que luego agitaron la Francia, fomentando las guerras llamadas de la Fronda. Lograron ver al temible Mazarino objeto allá del odio popular, como acá lo había sido el de Olivares: abatirle y ensalzarle alternativamente los partidos: desterrarle los unos del reino, los otros darle más ascendiente y poder: en peligro estuvo su cabeza, y a milagro pudo tener salvarla. Los más famosos generales franceses abandonaron la causa del rey, y emigraron a Flandes a tomar partido en favor de España: algunos nos dejaron para volver a ser realistas de Luis XIV, pero el gran Condé permaneció constante aliado y auxiliar perseverante del rey Católico y del archiduque gobernador de Flandes contra el Cristianísimo de Francia, su soberano. Magnífica ocasión para reponerse España de sus pasados reveses y pérdidas, a no haberle contrariado dos fatalidades. De la una culpamos a la torpeza política de nuestra corte; la otra no podía ser remediada. Fue la primera no haber sabido el de Haro ni nuestros embajadores en Londres convertir en provecho de España la revolución de Inglaterra: más hábil o más afortunado que ellos el cardenal Mazarino, acertó a decidir a Cromwell en favor de la Francia, y el terrible protector envió tropas inglesas a Flandes contra nosotros, y naves inglesas contra nuestras Antillas, se apoderó de la Jamaica, amagó a Méjico, Cuba y Tierra Firme, y nos apresó galeones, hombres y dinero.

Fue la segunda fatalidad, que el joven Luis XIV, el que al cumplir su mayor edad entró en el parlamento con un látigo, símbolo de la monarquía absoluta que iba a establecer, entró también en los Países Bajos espada en mano, símbolo de su belicoso espíritu, y de sus aspiraciones a dominar la Europa con las armas. No era menester más que un rey del temple de Luis XIV, que presenciaba todos los sitios de las plazas, y hacía las campañas como un soldado, para augurar la suerte que habían de correr nuestros ya harto cercenados dominios de Flandes. Don Juan de Austria y Condé habían sido afortunados delante de Valenciennes, pero después perdimos nuestro ejército en las Dunas, sitio tan fatal para nuestros tercios de Europa como lo habían sido los Gelbes para nuestras tropas de África; y así como la Holanda nos había llevado antes toda la parte septentrional de los Países Bajos, la Francia nos arrebató después la parte meridional del Brabante, del Artois y del Henao.

Barcelona, y casi todo el principado de Cataluña, volvieron a la obediencia del rey de Castilla a los trece años de una guerra sangrienta y tenaz, y volvieron más por odio a los franceses que por afición a los castellanos. Sin rebajar el mérito del marqués de Mortara y de don Juan de Austria en el sitio de Barcelona que produjo su rendición, de cierto no habría sido fácil, dado que fuera posible, sujetar al Principado, a no haber precedido el grito popular de: «¡mueran los franceses!» Tan abominablemente, se habían estos conducido, tales habían sido sus tiranías, atropellos, vejaciones, desafueros y liviandades, que les pareció a los catalanes cien veces más soportable y preferible la dominación de Castilla que habían sacudido que el yugo francés a que se habían sujetado, y aquel pueblo altivo y fiero se irritó más contra los nuevos tiranos por lo mismo que los había invocado como libertadores. La ingratitud de la Francia al pueblo catalán fue horrible; así el odio que quedó en Cataluña al pueblo francés fue tan profundo que duró todo el resto de aquel siglo y gran parte del otro. Discreto y político, como no tenía de costumbre, anduvo Felipe IV de Castilla en confirmar a los catalanes sus fueros tan luego como se sometió Barcelona.

Menester es conocer el tesón y la tenacidad de los naturales de aquella provincia para no sorprenderse de la pertinacia y temeridad de algunos catalanes, que no obstante la sumisión general del Principado llevaron su espíritu de rebelión al extremo de seguir ayudando a la Francia a mantener todavía la guerra en su territorio por otros seis años. Fue necesario un tratado de paz general para que las armas francesas evacuaran el suelo catalán, que por cerca de veinte años habían estado asolando.

Afrentoso era lo que entretanto pasaba por las fronteras de Portugal. Tan raquítica y miserablemente se había hecho la guerra por aquella parte, que se celebró como hazaña y se solemnizó como suceso próspero haber rendido a Olivenza a los diez y siete años de lucha y después de cien tentativas frustradas. En cambio a poco tiempo de esto se vio la corte de Castilla consternada, el rey abatido, los ministros azorados, asustados los consejos, encendida en vergüenza y ardiendo en ira toda la población. ¿Por qué tanto aturdimiento y espanto? Porque un general portugués estaba a punto de apoderarse de Badajoz, la plaza más importante de la Extremadura española. La nación conquistadora de tantas regiones e imperios se veía invadida y temía ser dominada por el diminuto reino lusitano, poco ha provincia suya. Hiciéronse tales esfuerzos como si se tratara de una empresa gigantesca, y el primer ministro y favorito del rey se vio precisado a trocar los goces de la corte y los artesonados salones del regio alcázar por el estruendo y las fatigas del campamento militar. Por fortuna el portugués abandonó el sitio de Badajoz antes que llegara don Luis de Haro. Pero debió creer sin duda el sucesor y heredero de los títulos y del favor de Olivares que era lo mismo atacar una plaza que recibir un embajador, y librar un combate al enemigo que dar un consejo al rey: porque solo así se explica la confiada arrogancia con que penetró en Portugal y puso sitio a Elvas contra el dictamen del veterano San Germán: ¿para qué? para presenciar la batalla desde punto donde no podían alcanzarle las puntas de las lanzas, ni siquiera el humo de los mosquetes, y huir azoradamente a uña de caballo después de haber perdido un ejército y olvidado con la prisa hasta los papeles de la cartera ministerial. Y todavía le llamó Felipe IV a su corte y le mantuvo en su real privanza. Hizo más; que fue escogerle y enviarle, no solo como el hombre de su mayor confianza, sino como el más hábil negociador político, a la isla de los Faisanes, a conferenciar con Mazarino sobre la paz general de que ya entonces se trataba.

La paz de los Pirineos, tan humillante como fue para España, no era sino una natural y precisa consecuencia de la diversa situación en que se encontraban las dos potencias contratantes. Fue la promulgación oficial de la pujanza francesa y de la decadencia española formulada en capítulos. Fue lo que no podía ya menos de ser. La política de Felipe II dejó a Felipe III la necesidad de la tregua de doce años; aquella tregua hacía presentir el tratado de Westfalia; y tras la paz de Munster no era difícil augurar la paz del Bidasoa. Los tres tratados fueron sucesivamente la expresión de la debilidad, de la flaqueza, y de la impotencia a que gradualmente iba viniendo España. Esto tenía que suceder con monarcas como Felipe III y Felipe IV y con ministros como el de Lerma, el de Olivares y el de Haro, en pugna y competencia con soberanos como Luis XIII y Luis XIV, con ministros como Richelieu y Mazarino. Esto tenía que acontecer, vista la superioridad de los generales franceses Turena, Condé, Crequi, Grammont, La Motte, Luxemburgo y Schombert, sobre los generales españoles marqueses de los Balbases, de los Vélez, de Pobar, de Leganés, de Aytona, de Caracena, y sobre el mismo don Juan de Austria. Si ya el tratado de Westfalia había sido una necesidad, quebrantado, como dijimos, el poder de España en Flandes, enflaquecido en Italia, anulado en Portugal y vacilante en Cataluña, ahora que Felipe se veía abandonado del emperador con ingratitud inaudita, que los príncipes de Saboya habían cambiado la alianza española por la francesa, que nos había faltado el auxilio del lorenés, que la flor de nuestras posesiones de Flandes y de la India se habían repartido entre holandeses, ingleses y franceses, que el Rosellón había dejado de pertenecernos, que las quinas portuguesas abatían al león de Castilla, que en Cataluña luchábamos débilmente contra la Francia, ¿qué había de hacer Felipe IV sino aceptar la paz de los Pirineos con las condiciones que quisiera dictar el vencedor? Una de ellas, la del matrimonio de la infanta María Teresa de España con Luis XIV, fue sin duda la cláusula en que contrastaron más la astucia y la doblez del ministro de Francia, la nobleza y buena fe del que ellos llamaban «un cumplido caballero español.» Con anticipado cálculo y con propósito para lo futuro la propusieron y estipularon Luis XIV y Mazarino; sin preveer que con el tiempo había de costar sangrientos litigios su interpretación, la acordaron y suscribieron el ministro y el rey de Castilla. Luis XIV después de abatir la España quiso cimentar su futura dominación sobre ella. El cimiento fue la cláusula matrimonial de la paz de los Pirineos. La muerte de Mazarino precedió poco tiempo a la del marqués del Carpio, como la de Richelieu había acontecido poco antes de la caída y de la muerte del conde de Olivares. Los dos favoritos del rey de España no sobrevivieron a los dos ministros cardenales de Francia sino lo necesario para conocer y llorar lo cara que al reino había costado su rivalidad con quienes tanto los habían aventajado en talento.

Portugal no había sido comprendido en el protocolo de los Pirineos, pero se estipuló que Francia no le daría auxilios. Dióselos sin embargo Luis XIV muy eficaces. Esta fue una iniquidad de la Francia muy fatal a Castilla. A pesar de esto, Portugal debió ser reconquistado; porque ningún otro punto nos quedaba ya a qué atender; allí pudimos concentrar nuestras fuerzas. Favorecíanos el ser el nuevo monarca portugués un joven licencioso, un calavera, un libertino de la peor especie, desconceptuado entre los extraños y aborrecido de los suyos. Pero faltaba a Felipe IV sufrir la última amargura, y a España la última afrenta con el resultado de esta postrera campaña.

Don Juan de Austria fue en Portugal como en Flandes afortunado en el principio y desgraciado después. Rindió muchas plazas y llevó el espanto hasta Lisboa: tomó a Évora para ser luego derrotado en Amejial, donde se portó como mal general, y peleó como buen soldado. Pero al menos en Amejial se salvó la honra y la fama del valor castellano: no así delante de Castel-Rodrigo, donde la gente que acaudillaba el duque de Osuna, hijo degenerado del gran don Pedro Téllez Girón, no recogió en su cobarde huida sino baldón y vituperio. Ambos generales fueron bien separados. Como un remedio heroico se hizo venir de Flandes al marqués de Caracena, que prometió con presuntuosa arrogancia marchar en derechura a Lisboa, y conquistar todo el reino con la rapidez de un César. Al poco tiempo el soñador de tan rápida conquista comunicaba al rey desde Badajoz el desastre que había sufrido en Villaviciosa, donde se consumó la ruina militar de España, y aseguró Portugal su independencia. La poderosa monarquía de Carlos V y de Felipe II, la nación a cuyo nombre y ante cuyas banderas había temblado el orbe entero, después de agotar todos sus recursos acabó por ser anonadada en Villaviciosa por un puñado de portugueses. El infortunio de Villaviciosa fue el resumen de un siglo entero de política infausta, consumido en empresas temerarias y ruinosas; fue el fruto y como el compendio de los errores y de los desaciertos de tres reinados.

Felipe IV, no obstante la resignación religiosa con que exclamó: «¡Dios lo quiere, cúmplase su voluntad!» no pudo resistir aquel golpe, y sucumbió de pesadumbre. Bajó pues a la tumba, dejando la monarquía menguada de reinos, despoblada de hombres, agotada de caudales, desprovista de soldados, extenuada de fuerzas, desmoralizada, abatida y pobre dentro, menospreciada y escarnecida fuera.

«Hallábanse, dice un escritor contemporáneo, los reales erarios, sobre consumidos, empeñados; la real hacienda vendida; los hombres de caudal unos apurados y no satisfechos, y otros que de muy satisfechos lo traían todo apurado; los mantenimientos al precio de quien vendía las necesidades; los vestuarios falsos como exóticos; los puertos marítimos con el muelle para España y las mercadurías para fuera, sacando los extranjeros los géneros para volverlos a vender beneficiados; galera y flotas pagados a costa de España, pero alquilados para los tratos de Francia, Holanda e Inglaterra; el Mediterráneo sin galeras ni bajeles; las ciudades y lugares sin riquezas ni habitadores; los castillos fronterizos sin más defensa que su planta, ni más soldados que su buen terreno; los campos sin labradores; la labor pública olvidada; la moneda tan incurable, que era ruina si se bajaba, y era perdición si se conservaba; los tribunales achacosos; la justicia con pasiones; los jueces sin temor a la fama; los puestos como de quien los posee habiéndolos comprado; las dignidades hechas herencias o compras; los honores tan vendidos en pública almoneda, que solo faltaba la voz del pregonero; letras y armas sin mérito y con desprecio; sin máscara los pecados y con honor los delitos; el real patrimonio sangrado a mercedes y desperdicios; los espíritus apegados a la vil tolerancia, o a la violenta impaciencia; las campañas sin soldados, ni medios para tenerlos; los cabos procurando vivir más que merecer; los soldados con la precisa tolerancia que pide traerlos desnudos y mal pagados; el francés, como victorioso, atrevido; el emperador defendiendo con nuestros tesoros sus dominios; y finalmente sin reputación nuestras armas; sin crédito nuestros consejos; con desprecio los ejércitos, y con desconfianza todos.»

¿Qué dejaba Felipe IV, cuando descendió a la tumba, para remediar tan hondos males? Una reina regente, alemana, caprichosa, soberbia, dominante, y enemiga de España; muchos hijos bastardos{1}, y un solo hijo legítimo, niño endeble, enfermizo, pusilánime, apropósito para dejar caer el reino en mayor postración.

Pero este reinado tan desastroso en lo militar, tan funesto en lo político, tan miserable en lo económico y tan vituperable en lo moral, señalose en una de las glorias más apreciables de un pueblo, la gloria artística y literaria. No hubo, es verdad, ni grandes filósofos, ni políticos profundos, ni publicistas distinguidos; y gracias que alguno alcanzó no común reputación de pensador y escritor entendido, en medio de la compresión que ejercía sobre las inteligencias en estos ramos del saber el severo tribunal del Santo Oficio, y del aislamiento en que vivía España del movimiento intelectual europeo desde Felipe II. En cambio florecieron y brillaron multitud de ingenios en el campo libremente cultivado de las bellas letras y de las artes liberales, y siempre se recordarán con deleite y se verán con admiración los delicados pensamientos del fecundo Lope, las maliciosas agudezas de Tirso, las lozanas galas de Calderón, los sutiles, aunque extravagantes conceptos de Góngora, las amargas sales de Quevedo, las delicadas rimas de Rioja, así como los inspirados y encantadores cuadros de Velázquez, las grandiosas y sencillas obras de Cano, las excelentes y atrevidas de Zurbarán, y las dulces y maravillosas creaciones de Murillo.

Ni faltaban todavía hombres doctos, y muy enteros en sostener con firmeza las regalías de la corona en las competencias y negocios de las jurisdicciones eclesiástica y real. Monarcas tan piadosos como Felipe III y Felipe IV, que consagraron tantos esfuerzos y trabajaron con tanto ardor a fin de que se declarara dogma de fe el misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen, reclamaban de Su Santidad, a consulta de consejeros de ciencia y de ánimo firme, la libertad de opinar en materias de jurisdicción, y que no rigieran en España las declaraciones de la Congregación del Índice, ni se estimaran las prohibiciones publicadas por el Nuncio contra las obras y escritos en que se defendían las prerrogativas del poder real{2}.

Mas ¿cómo podían sostenerse estos arranques de dignidad nacional? ¿Cómo habían de seguir sustentándose con entereza estos saludables principios de derecho público? ¿Cómo habían de poder conservarse la gloria de las letras y el lustre de las artes en medio de la abyección general? Imposible que sobrevivieran al universal marasmo. Y a la muerte del cuarto Felipe el genio de las letras y el genio de las artes debieron avergonzarse de la corrupción en que con rapidez tan lastimosa habían caído.




{1} Hacemos mérito de esta circunstancia, para que se vea con cuánta razón hemos hablado de la vida desenvuelta, disipada y licenciosa del rey, ejemplo funesto de inmoralidad, y causa grande de abandono en el gobierno del Estado. Cuéntase pues entre los hijos bastardos de don Felipe, además del conocido don Juan de Austria, otro don Francisco de Austria, que murió de edad de ocho años; doña Margarita, monja que fue en la Encarnación de Madrid; don Alfonso de Santo Tomas, obispo de Málaga; un don Carlos o don Fernando Valdés, general de artillería en Milán; don Alonso de San Martín, obispo de Oviedo; y don Juan Corso, llamado fray Juan del Sacramento, que se hizo predicador célebre. El reconocimiento de don Juan de Austria le hizo a instigación del conde-duque de Olivares, que tampoco tenía hijos legítimos, y deseaba que el rey diese el ejemplo para reconocer él a un bastardo que también tenía, y se llamaba Julián Valcárcel, y fue después don Enrique Felipe de Guzmán.

{2} Quedó un testimonio solemne y honroso de las ideas que aún en aquellos tiempos de abatimiento sostenían los españoles doctos en tales puntos, en el célebre Memorial que a nombre del rey Felipe IV presentaron al papa Urbano VIII en calidad de embajadores extraordinarios el obispo de Córdoba don Fr. Domingo Pimentel y el consejero de Castilla don Juan Chumacero sobre abusos de la Nunciatura y de la Dataría de Roma, sobre provisiones de beneficios, sobre jurisdicción de los obispos españoles, sobre creación de Rotas, compuestas de ministros de España, y otros diferentes puntos de disciplina. Este famoso Memorial, aunque no surtió todo el fruto que se deseaba, produjo no obstante una especie de concordato muy favorable a España, y fue como la base y el principio de la doctrina llamada regalista que con tanto tesón, firmeza y dignidad sostuvieron los españoles más eminentes del siguiente siglo.

El título de este célebre opúsculo era: «Memorial de S. M. C. que dieron a nuestro muy Santo Padre Urbano Papa VIII don Fray Domingo Pimentel, obispo de Córdoba, y don Juan Chumacero y Carrillo, de su Consejo y Cámara, en la embajada a que vinieron el año de 633, incluso en él otro que presentaron los reinos de Castilla juntos en cortes el año antecedente, sobre diferentes agravios que reciben en las expediciones de Roma, de que piden reformación: con la respuesta de Monseñor Maraldi, y la réplica de los mismos embajadores.» Este célebre documento, impreso en aquel mismo siglo, se reimprimió en Vitoria en 1842.