Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro V España en el siglo XVII

Capítulo XV
IV. Reinado de Carlos II. El Padre Nithard: la Reina Madre: Valenzuela: don Juan de Austria

¿Quién puede determinar nunca cuál es el último grado de la escala del engrandecimiento de un imperio, y quien puede decir: «este es el postrer escalón de su decadencia, y de aquí no descenderá ya más»? Por precipitada y rápida que esta sea, las naciones que han llegado a ser muy poderosas tienen una distancia necesaria que recorrer desde la cumbre de su grandeza hasta el abismo de su ruina. Por eso la caída de los grandes imperios se semeja siempre a un estado de agonía más o menos prolongada y lenta. Por eso también, aunque en los últimos tiempos de Felipe IV parecía haber llegado la monarquía de Carlos V al último periodo de su caimiento, todavía le faltaba venir a mayor postración. No podía ni pronosticarse ni esperarse otra cosa de los elementos que quedaban dominando a la muerte de aquel monarca.

En nuestro discurso preliminar habíamos dicho: «Un rey de cuatro años, flaco de espíritu y enfermizo de cuerpo, una madre regente caprichosa y terca, toda austriaca y nada española, entregada a la dirección de un confesor alemán y jesuita, inquisidor general y ministro orgulloso; con un reino extenuado y un enemigo tan poderoso y hábil como Luis XIV, ¿qué suerte podía esperar a esta desventurada monarquía?»

Nada más natural que el aborrecimiento del pueblo español a la reina regente y al confesor Nithard, y que este pueblo volviera los ojos al hermano bastardo del rey: porque al fin don Juan de Austria, con no ser ni un genio para la guerra, ni una capacidad para el gobierno, ni un ejemplo de virtudes, ni un dechado de personales prendas, era la persona de más representación que había quedado en España; y por su buena edad, y por los cargos que había desempeñado, y por ser hijo de rey, y por enemigo de la reina madre y del inquisidor alemán, y como apreciado de la grandeza, parecía el único que pudiera reanimar la monarquía y sacarla de su desfallecimiento y de su letargo. ¿Cómo correspondió don Juan de Austria a estas esperanzas del pueblo?

Firme y enérgico se mostró en un principio en su lucha con la reina y con el confesor, prefiriendo el destierro de Consuegra al gobierno de Flandes; constituyéndose en vengador del infame suplicio de Malladas, y de la ruidosa separación de Patiño; proclamándose el reparador de los escándalos de la corte; haciéndose el jefe natural del partido español contra las influencias austriacas, y el eco del odio popular a la madre del rey y al jesuita alemán su favorito. Su carta a la regente desde Consuegra al huir de la prisión que le amenazaba, revelaba un hombre de corazón y de nervio, lleno de justo enojo, capaz de grandes y atrevidas resoluciones, y decidido a ejecutarlas. Cuando luego se vio al fugitivo de Consuegra partir de Barcelona con gruesa escolta en dirección a la corte, ser recibido con aclamaciones en Zaragoza, allegársele allí nueva gente de armas, acercarse en esta imponente actitud a tres leguas de Madrid, y exigir imperiosamente desde Torrejón la pronta salida de España del P. Nithard, intimidose la reina, esperanzáronse sus amigos, turbáronse sus contrarios, y temieron unos, y confiaron otros, y creyeron todos que era hombre capaz de trastornar el gobierno y erigirse en árbitro de la monarquía.

Salió pues de España el confesor jesuita, befado y escarnecido, y casi apedreado del pueblo, sin pena de los mismos jesuitas españoles, y solo llorado de la reina. Como rival y enemigo del inquisidor, ha triunfado el bastardo príncipe; se ha vengado; ha satisfecho su amor propio. Como hombre de gobierno, exige reformas y economías; la reina le teme, accede a todas sus pretensiones, inclusa la creación de la Junta de Alivios, y le asegura su cumplimiento con la garantía del papa. ¿Qué faltaba a don Juan para hacerse dueño del reino, regirle a su placer, dirigir al rey menor, y llenar las esperanzas y deseos que generalmente se habían en él fundado? Amigos y enemigos, en gran número aquellos, en corto éstos entonces, todos le estaban viendo entrar en Madrid, y la corte se hallaba en una angustiosa expectativa. Pero viose con sorpresa al hombre amenazador y exigente de Torrejón retroceder primero a Guadalajara, retirarse después mansamente a Zaragoza, y quedar mandando sin contradicción la reina madre. ¿Qué fue lo que produjo tan súbito cambio en don Juan de Austria? El príncipe para cuya ambición parecía no bastar un cetro, que se había presentado como un Aníbal a las puertas de Roma, dio por satisfecha su vanidad con el virreinato de Aragón, besó humildemente la mano de su real enemiga, y regresó dócil a regir una provincia de la monarquía española en nombre de la reina alemana.

Si él creía en el horóscopo de Flandes, y el horóscopo de Flandes le había avivado la ambición, anunciándole que estaba destinado para grandes cosas, ¿qué le impidió intentar un golpe de mano sobre Madrid, y acaso aprovechar la ocasión de ver cumplido el vaticinio astrológico? Apoyábale el favor popular; Cataluña y Aragón le guardaban la espalda; aclamado había sido en su viaje; favorecíale la opinión de los consejos, de las ciudades y de los prelados a quienes se había dirigido; eran sus amigos la mayor parte de los nobles; el papa y su nuncio no eran afectos a la regente; el confesor salió desterrado; llena de espanto estaba la reina; sin tropas de guarnición la corte; y la guardia Chamberga que se creó para resistirle, se organizó trabajosamente y con universal repugnancia. Con tantos y tan propicios elementos no tuvo resolución don Juan para penetrar en la corte, librar a España del aborrecido gobierno de la regente, y ser proclamado como libertador del reino; y prefirió volverse a Aragón a gestionar desde allí con el papa para que privara al jesuita Nithard de los títulos y empleos que aún conservaba, en vez de darle el capelo que pretendía. Semejante conducta daba la medida de los pensamientos y de la capacidad del de Austria. ¿Podía este hombre ser el regenerador de la desfallecida monarquía?

Casi no había aun fijado su planta don Juan en Aragón, cuando ya campeaba en palacio un sucesor del P. Nithard en el favor y en la privanza de la reina. Este no era ni religioso, ni confesor, ni inquisidor, ni jesuita. Era un joven aventurero, agraciado, decidor, resuelto, galante, poeta, que de paje de un grande había pasado sucesivamente a adlátere del confesor, a galanteador de una camarista, y a confidente de la reina. La nueva privanza creció y se mantuvo llevando el favorito y oyendo la regente los chismes, las murmuraciones y las intrigas de la corte contra la madre del rey. El título de Duende de Palacio fue el primero con que bautizó la voz popular al joven Valenzuela por su habilidad en ejercer esta especie de indigno espionaje. Hasta los valimientos degeneraban ya, y se iban degradando.

Viose luego al Duende subir rápidamente a introductor de embajadores, a primer caballerizo, a marqués de San Bartolomé de Pinares, a caballerizo mayor, a primer ministro, a marqués de Villasierra, a Grande de España, a embajador de Venecia, a general de la costa de Andalucía, a todo lo que quiso y podía ser encumbrado. ¡Si al menos el improvisado poderoso hubiera guardado los deberes del decoro, y las prescripciones del recato y del pudor! Pero aquellas divisas de que hacía jactancioso y pueril alarde en los torneos, aquellos lemas de los Amores reales y de Yo solo tengo licencia, motes más imprudentes que verdaderos, ¿qué habían de producir sino pasquines como el de Esto se vende, y Esto se da, señalando el uno a los empleos, el otro al corazón de la reina?

Y con todo eso, los magnates al principio tan resentidos, los cortesanos que tanto le aborrecían, los ociosos que tanto murmuraban, los poetas que tantas sátiras escribían, el pueblo laborioso que tanto se lamentaba, cuando observaron que el Duende era el dispensador de las mercedes, el distribuidor de los títulos, el repartidor de los empleos y dignidades, todos iban quemando incienso en las aras del nuevo ídolo, todos se iban agrupando en torno suyo, los unos por alcanzar pingües sueldos, los otros en busca del lucro de las magníficas obras que emprendía, los menos interesados porque les gustaba asistir de balde a los teatros, donde daba entrada gratis cuando se representaban comedias suyas. Así trascendía la degradación, de los monarcas a los validos, de los validos a los magnates, de los magnates al pueblo. Y solo cuando veían que no había puestos elevados ni empleos lucrativos para todos, volvían los desairados, que eran muchos, a conspirar contra el favorito, poner otra vez los ojos en don Juan de Austria, a traerle de nuevo a Madrid, a introducirle en palacio, a proponerle al rey el día que entraba en su mayor edad para su primer ministro.

Pero toda aquella trama, que parecía tocar a su término, se deshace como el humo al débil soplo de una mujer. La reina habla a su hijo. Don Juan recibe orden de volverse a Aragón. Sus parciales se reúnen y murmuran, pero no obran. Al siguiente día, el general de los ejércitos de Nápoles, de los Países Bajos, de Cataluña y de Portugal, el que había rehusado el gobierno de Flandes y el virreinato de Sicilia por no salir de España, el destinado por el horóscopo para grandes cosas, el aclamado en Cataluña, en Aragón y en Madrid, el querido del pueblo, el protegido de la nobleza, el presunto regenerador de España, emprende otra vez el camino de Zaragoza, mustio, pero no resignado, abochornado, pero sin renunciar a sus proyectos, lleno de pesadumbre, pero devorado de la misma ambición.

Alimentada ésta por aquel pueblo generoso, amparo casi siempre de los perseguidos por los monarcas, y ahora justamente indignado contra la reina y el valido; confederados después los magnates de la corte, y hasta las señoras de la primera grandeza, y juramentados todos para derrocar el poder de la reina madre y del privado Valenzuela; fugado el rey de su propio palacio a deshora de la noche, como un niño que se escapa del colegio por huir de la férula de su maestro; llamado otra vez por todos don Juan a Madrid para conferirle el poder como el único redentor y salvador del reino, por tercera vez se presenta el de Austria en las cercanías de la corte con grande aparato; pero no entra; pide desde allí que le sean apartados todos los estorbos; y todo se le allana: y la guardia chamberga se aleja; y la reina madre es enviada a Toledo; y Valenzuela se esconde; y suceden las escandalosas escenas de su prisión en el Escorial; y se le encierra en un castillo; y el rey espera a su hermano bastardo con los brazos abiertos; y grandes, y prelados, y nobles, y pueblo, todos aguardan a don Juan de Austria con hosannas y festejos que le tienen preparados. Y cuando ya no hay obstáculo que le detenga, ni estorbo que le embarace, entra don Juan en Madrid, y empuña las riendas del gobierno que tanto ambicionaba.

Ya es dueño del apetecido poder el hombre por todos aclamado; ya domina sin contrariedad al débil Carlos el bastardo príncipe que lleva el nombre de otro ilustre bastardo del linaje de Austria; todos le ayudan, y nadie le estorba; libre y desembarazadamente puede consagrarse el nuevo ministro a sanar los males y cicatrizar las llagas de la monarquía. ¿Cómo corresponde a las públicas esperanzas?

Ensáñase don Juan con sus adversarios, pero no recompensa a sus amigos. Largo en venganzas y mezquino en premios, persigue, pero no remunera. Altivo y soberbio, dase aire de príncipe más que de ministro: toma para sí silla y almohada en la capilla, y no da asiento en la secretaría a los embajadores. El hombre de la Junta de Alivios cuando era pretendiente, recarga a los pueblos en vez de aliviarlos cuando es gobernante. Los tributos crecen, los mantenimientos menguan. La justicia anda tan perdida como la hacienda, y la guerra tan mal parada como la hacienda y la justicia. Mientras se pierden plazas en Cataluña y Flandes, don Juan se ocupa en proscribir las golillas de los cuellos y en sustituirlas con corbatas. Mientras Luis XIV dispone de la suerte de España en Nimega, don Juan dispone que el caballo de bronce sea trasladado del palacio al Buen Retiro. Fijos el pensamiento y los ojos en el alcázar de Toledo, ni ve, ni oye, ni lee lo que pasa en los Países Bajos, pero ve, oye y lee todos los chismes que de la reina madre le traen o comunican sus numerosos espías. Nimiamente suspicaz, y puerilmente receloso, el que se suponía con aspiraciones a una corona, desciende al papel de un jefe de policía local. Las sátiras y pasquines que contra él pululan le trastornan el juicio; tómalos por lo serio, castiga en vez de despreciar, y llueven escritos malignos y picantes, que a él le desesperan, y al pueblo le alivian en su desesperación.

Este pueblo, que, como hemos dicho en otro lugar, pasa fácilmente del aplauso al enojo, del entusiasmo al aborrecimiento, y más cuando ve de tal manera defraudadas sus esperanzas, toma a don Juan tanto odio como había sido su cariño, y hace escarnio y befa del ídolo que antes había adorado. Mal correspondida la nobleza que le encumbró, da las espaldas al de Austria, y vuelve otra vez el rostro a la desterrada de Toledo, que con ser caprichosa y avara, orgullosa y vengativa, con ser extranjera y desafecta a España, con haber merecido la abominación general, le parece preferible al príncipe español, y conspira para traerla de nuevo a la corte. El pueblo casi echaba de menos a Valenzuela; la grandeza buscaba otra vez a la reina madre: melancólico testimonio del menosprecio en que había caído el príncipe bastardo, a quien no quedaba más amparo que el rey, que ni le amaba ni le aborrecía; visitábale en sus enfermedades, pero en los negocios solía decir: «Importa poco que don Juan se oponga.» Sucumbió el de Austria devorado por la pesadumbre de tan universal abandono, y no alcanzó a ver las bodas del rey con María Luisa de Orleans, que él mismo había negociado con la ilusoria esperanza (que de esperanzas y sueños viven más que todos los hombres los que reciben más tristes desengaños), de que había de encontrar en ella favor y apoyo. El rey ni sintió su muerte, ni se alegró de ella: no pensó más que en esperar a su esposa, y en ir a Toledo a buscar a su madre para traerla otra vez a su lado. El pueblo continuó preparando sus fiestas para el recibimiento de la princesa de Francia que venía a ser su reina.

Así se pasó el primer tercio del reinado de Carlos II. Ni un solo pensamiento salvador para esta desgraciada monarquía, ni un solo hombre de estado, ni una sola esperanza de remedio. Nada más que orgullo acompañado de ineptitud, ambición acompañada de flaqueza y cobardía, genio para la intriga acompañado de incapacidad para el gobierno; que esto y no más representaban la reina madre, el confesor Nithard, el privado Valenzuela, y el hermano natural del rey. El pobre Carlos II que cumplió la mayor edad para no dejar nunca de ser tratado como niño, víctima inocente de aquellas intrigas y rivalidades, tenía al menos la fortuna de no sufrir, porque tenía la desgracia de no conocer cómo se iba acabando la monarquía. Hasta ahora figuraba tan poco el rey en su reino, que, como habrá observado el lector, apenas hemos tenido necesidad de nombrarle.

Con tan miserable estado en lo interior del reino, ¿qué podíamos prometernos fuera? Si al menos Luis XIV, ya que no acostumbraba a ser generoso, hubiera sido justo…! Mas no pueden ser estas nunca las virtudes del hombre a quien domina una ambición insaciable. El monarca francés, aguijoneado por la codicia y nada atormentado por la conciencia, rasga sin escrúpulo dos páginas del tratado solemne de los Pirineos, y por una parte fomenta y protege la guerra de Portugal, por otra conduce atrevidamente sus ejércitos a los Países Bajos, allí para arrancarnos un reino, aquí para arrebatarnos los menguados dominios que nos quedaban, so pretexto del pretendido derecho de devolución que alega corresponder a la reina su esposa.

No nos maravilla que en menos de tres meses se hiciera el francés dueño de toda la línea de fortificaciones que había entre el Canal y el Escalda, y que en cuatro semanas se apoderara del Franco-Condado. Confesamos su actividad, pero no le atribuimos gloria, porque no hay gloria donde no hay resistencia, y era bien escasa la que podía oponerle el marqués de Castel-Rodrigo. Triste necesidad, pero necesidad verdadera fue para España, si no había de desatender a lo de Flandes, hacer las paces con Portugal, y reconocer la independencia del reino lusitano, casi ya de hecho reconocida, después de veinte y ocho años de estéril y vergonzosa lucha. La pérdida estaba consumada: el reconocimiento no era más que una formalidad. Aun desembarazada Castilla de aquella atención, habría sido impotente para recobrar lo de Flandes, porque sus fuerzas, y sus recursos estaban agotados{1}.

Por fortuna la ambición y la osadía de Luis XIV alarma las potencias marítimas; y Suecia, Inglaterra y Holanda, recelosas de tanto engrandecimiento, y temiendo por su propia seguridad, se unen para oponer un dique a tales agresiones, y obligan a Francia a suscribir, a España a resignarse con la paz de Aquisgrán. España se sostiene ya de la caridad de otras potencias; pero recibiendo siempre heridas mortales. ¿Qué importa que se le devuelva el Franco-Condado, que no ha de poder conservar, si retiene el francés las plazas de Flandes que le hacen dueño del Lys y del Escalda, y le abren fácil pasó a los Países Bajos españoles?

Que el violador de la paz de los Pirineos no había de ser más escrupuloso guardador de la de Aquisgrán, cosa era que podía preverse. Inglaterra y Suecia ceden vergonzosamente al oro y los halagos de Luis XIV; y deshecha así la triple alianza, y so pretexto de vengar agravios recibidos de los holandeses, y como si no existiera el tratado de Aquisgrán, arrójase el francés sobre las Provincias-Unidas, su primer ímpetu es irresistible, y penetra hasta las puertas de Amsterdam. La invasión de los Países Bajos españoles había alarmado las Provincias-Unidas; la invasión de las Provincias alarma la Alemania. Aquella produjo la triple alianza; esta produce la gran confederación entre el emperador Leopoldo, los Estados germánicos, la Holanda y la España.

Viose entonces un fenómeno notable, y digno de la consideración de los hombres pensadores. Las provincias disidentes de Flandes, que protegidas por Francia y por Inglaterra habían sostenido una lucha sangrienta de ochenta años contra España y el Imperio por sacudir la dominación española; aquella república de las Provincias-Unidas, cuya independencia reconoció por último España, se encontró ahora invadida por Francia e Inglaterra, sus antiguos amigos y protectores, y halló el más noble apoyo, los más leales aliados en España y en el Imperio, sus antiguos dominadores y enemigos.

Y es que los papeles han cambiado. Luis XIV de Francia representa en el siglo XVII el que habían desempeñado, en el siglo XVI, Carlos I y Felipe II de España, el de aspirante a la dominación universal de Europa; y ahora como entonces las naciones por el instinto de la propia conservación se unen para combatir al coloso que amenaza absorberlas. Las sociedades políticas buscan su equilibrio como los cuerpos fluidos; y la necesidad y la conveniencia del equilibrio europeo, sistema nacido en el siglo XVI para atajar la desmedida preponderancia de un monarca español, produce a su vez que España en el siglo XVII reducida a la mayor impotencia encuentre naciones que se interesen en defender lo que aún le resta de sus antiguos dominios. Suecia es vencida en esta lucha. Luis XIV pierde sus conquistas con la misma celeridad que las había hecho. Inglaterra abandona a la Francia; desampáranla también el elector de Colonia y el obispo de Munster, y Luis XIV se queda solo contra todos los aliados. No le importa, y así se cumplen los deseos de su ministro y consejero Louvois, que le estaba diciendo siempre: «Vos solo contra todos{2}

En esta ocasión acreditó la Francia cuán inmenso era su poder militar: Luis XIV se mostró uno de los más activos y más hábiles guerreros de su siglo; y sus generales, Condé, Turena, Crequi, Humieres, Luxemburgo, Schomberg, Enghien, Rochefort, Orleans y La Feuillade ganaron infinitos lauros peleando contra todas las potencias aliadas, en la Alsacia y la Lorena, en Flandes y en Henao, en Rosellón y en Cataluña. En las campañas de 1674 a 1679 parecían inagotables las fuerzas de la Francia, y en la persona y en los ejércitos de Luis XIV se veían reproducidos los mejores tiempos de Carlos V. En seis semanas se apoderó por segunda vez del Franco-Condado, para hacerle dominio permanente de la Francia. El príncipe de Condé vencía en Seneff al de Orange, el mejor general holandés: Turena fatigaba y rendía en Alemania a Montecuculli, el mejor general del imperio: Schomberg y Noailles nos tomaban en Cataluña a Figueras y Puigcerdá. La guerra era colosal, y el triunfo coronaba por lo común el vigor, la actividad la superior inteligencia de los guerreros franceses.

La desgraciada España, que en medio de su flaqueza y de su desconcierto interior, hacía esfuerzos inverosímiles, como galvanizada por los auxilios de las potencias confederadas, iba perdiendo las mejores plazas del País Bajo español, y solo en Cataluña estaban sirviendo de estorbo a mayores conquistas del francés las hazañas heroicas de los miqueletes del país, que hacían maravillas de valor y de arrojo.

Mas para colmo de nuestro infortunio, hubo necesidad de desmembrar las escasas fuerzas que operaban en el Principado, para llevarlas a Italia. Messina, la única ciudad de Sicilia que había permanecido fiel a España cuando se sublevaron aquel reino y el de Nápoles en el reinado de Felipe IV, se insurreccionó ahora contra el gobernador español en reclamación de sus fueros hollados. Ahora en Messina, como entonces en Nápoles, fueron abatidos los escudos de armas españoles al grito de «¡Viva Francia! ¡Muera España!» Aquella ciudad aclamó y juró por rey a Luis XIV, como Barcelona algunos años antes a Luis XIII. Allá pelearon también por tierra y por mar las tropas y las naves españolas y francesas: sufrimos contratiempos y reveses sangrientos, perdimos una escuadra, y pereció lastimosamente nuestro más poderoso auxiliar, el famoso almirante holandés Ruyter.

Tal era nuestro miserable estado en Italia, en Cataluña y en Flandes, cuando se estipuló la célebre paz de Nimega, en que a costa de algunas plazas que nos fueron devueltas, perdimos todo el Franco-Condado y catorce ciudades de los Países Bajos. Victorioso en todas partes Luis XIV, tan diestro negociador como incansable guerrero, tuvo habilidad para ir pactando separadamente con cada potencia y obligando a todas. ¿Qué había de hacer España sino resignarse y aceptar cualesquiera condiciones, viéndose abandonada de las Provincias-Unidas, ajustadas ya en convenio separado con la Francia? ¿Y qué habían de hacer el emperador y los príncipes del Imperio sino someterse y suscribir, faltándoles ya todos sus aliados? La paz de Nimega señaló el punto culminante de la grandeza de Luis XIV. Habíase cumplido la máxima de Louvois: Solo contra todos.

Con la paz de Nimega comienza el influjo moral de Luis XIV en España. La política de la corte de Madrid muda de rumbo. Deshácese el tratado de casamiento de Carlos II con una archiduquesa de Austria, solemnemente estipulado y firmado, y se trae para reina de España a María Luisa de Orleans, sobrina carnal de Luis XIV.




{1} «Me he informado particularmente, escribía el embajador de Francia, de los medios que se han empleado aquí para reunir dinero a fin de socorrer pronto a Flandes… Los señores del consejo de Castilla han dado voluntariamente la mitad de sus emolumentos de un año, que puede calcularse en veinte mil escudos… El de Indias ha dado cuarenta mil en ciertos bienes confiscados que le correspondían. Los demás consejos han seguido la misma proporción, hasta el de Estado… y he sabido que el marqués de Mortara, que no anda muy desahogado, ha contribuido con mil patacones. Este medio ha podido producir una cantidad efectiva de ciento cincuenta a doscientos mil escudos, que se han enviado a Flandes por letras de cambio, que acaso no serán aceptadas. En cuanto a los otros donativos de personas de categoría, aun no he sabido más que el del almirante de Castilla de mil pistolas. Sin embargo, la reina ha escrito una carta circular a todos los particulares exponiendo los apuros del reino, y asegurándoles que estará eternamente agradecida por los auxilios que le preste cada uno en esta ocasión según sus fuerzas. Como este medio es puramente voluntario, no creo produzca mucho dinero, porque ya principia a decirse que eso viene a ser pedir limosna.– Acaba de adoptarse otra resolución, que es rebajar aun el quince por ciento a las rentas de los juros por vía de socorro: antes les habían rebajado el cincuenta por ciento; en seguida el diez por ciento de la otra mitad; y ahora le quitan el quince por ciento, de modo que el jurista ya no cuenta eso en el número de sus bienes, lo que empobrece aquí una infinidad de casas particulares… También se ha dado un decreto para que se paguen cien escudos al año por los carruajes de cuatro mulas, cincuenta por los de dos, y quince por las mulas de paso que los particulares montan por la ciudad. Es cuanto puede hacerse aquí para sacar dinero.»– Despacho del duque de Embrun a Luis XIV.–  Mignet, Sucesión, tomo I.

{2} «Si algún emblema ha sido justo bajo todos los puntos de vista, es el que se ha hecho para Vuestra Majestad: Solo contra todos.»– Testamento político de Louvois, en la Colección de Testamentos políticos, tomo IV.