Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro V España en el siglo XVII

Capítulo XV
V. Reinado de Carlos II. Medinaceli: Oropesa: las Reinas: Porto Carrero. Cambio de dinastía

La corte de Madrid se divertía en celebrar las bodas, y consumía en fiestas todo lo que venía de Indias. Sin curso los expedientes, sin despacho los negocios, sin movimiento la administración, solo se movían y agitaban los aspirantes al puesto vacante de primer ministro. Pretendíale entre otros un hombre que, de simple escribiente, había ido subiendo hasta secretario de Estado, pero tenía cierto favor y confianza con el rey, por el mérito de haber servido a todos los favoritos anteriores. Dividíanse las influencias y andaban las intrigas entre la reina madre, la reina consorte, el confesor del rey, la camarera de la reina, el secretario Eguía y algunas damas de una y otra reina; hasta hombres graves se mezclaban en esta guerra de favoritismo de mujeres.

El duque de Medinaceli, que se alzó por fin con el primer ministerio, era un hombre amable y dulce, pero tan indolente y perezoso que todo lo remitía y confiaba a las juntas. En la de Hacienda, que era la magna, dio cabida a tres teólogos. Así andaba la administración. La alteración de la moneda y la tasa en los precios de los comestibles y artefactos produjo alborotos populares. Los panaderos cerraban sus tiendas o dejaban su oficio, y los zapateros se tumultuaban y ponían en consternación la corte. Al propio tiempo, de todas partes se recibían calamitosas nuevas. Una tempestad hacía desaparecer en el piélago los galeones, el dinero y la tripulación que venían de Indias. Los piratas filibusteros devastaban nuestras posesiones del Nuevo Mundo. El reino de Nápoles estaba plagado de bandidos. Un torrente destruía una ciudad de Sicilia. El mar rompía los diques de Flandes, e inundaba provincias y tragaba poblaciones y comarcas enteras. Lo cual unido al huracán de Cádiz, que antes había sumido en las aguas sesenta bajeles, al horrible y devastador incendio del Escorial, a las epidemias que habían diezmado las provincias españolas de Mediodía y Levante, y a los desastres de las anteriores guerras, todo parecía anunciar el término y fin de esta desventurada monarquía.

Y todavía el desapiadado Luis XIV, prevaliéndose de nuestro infeliz estado, bajo frívolos pretextos de imaginados agravios, con apariencias pacíficas mal disfrazadas, so color de no observarse por nuestra parte la paz de Nimega, cuando era él el violador de todos los tratados, con más codicia que razón, y con menos corazón que avaricia, queriendo fascinar a Europa con un manifiesto insidioso, pretendía usurparnos condados enteros en Flandes, acometía a Gerona en Cataluña, intentaba ser dueño de las principales plazas de Guipúzcoa y de Navarra, y sus escuadras bombardeaban a Génova a fin de arrancarla del protectorado español; y lo que ni el fuego, ni la destrucción, ni la sangre pudieron lograr de aquella república, lo alcanzó más adelante el francés con su engañosa diplomacia.

Aterrados y débiles los demás Estados de Europa, transigen flacamente con el poderoso, y constituyéndose nuevamente en mediadores ponen a España en la triste necesidad de aceptar la tregua de veinte años. La frontera de Francia se extendió desde el Sambre hasta el Mosela, y el mismo emperador tuvo que ceder Strasburg y Kehl. Nunca tan alto había rayado el poder de Luis XIV.

Entretanto en la corte de España los reyes y el primer ministro alternaban, como en tiempo de Felipe III, entre festividades religiosas y diversiones profanas, entre novenarios y cacerías, entre canonizaciones de santos y representaciones de comedias nuevas; celebraban autos de fe con asombrosa solemnidad y con dispendiosa magnificencia, siquiera para exornar y vestir con lujo el teatro hubiera que traer los soldados desnudos. Tomaban parte activa en las miserables intrigas palaciegas, y miraban como los más graves negocios de Estado el que el P. Reluz, confesor del rey, fuera reemplazado por el P. Bayona; que a la camarera duquesa de Terranova sucediera la de Alburquerque; y que el duque de Medinaceli fuera sustituido en el primer ministerio por el conde de Oropesa. Esto último podía ser lo de más trascendencia, y aun esto se debió a la reina María Luisa; que el infeliz Carlos II no hacía otra cosa que oír a todos, y dejarse conducir por quien tuviera más maña para apoderarse de su ánimo.

Comenzó el ministerio de Oropesa bajo buenos auspicios, y muy parecidos a los que en el reinado de Felipe IV señalaron el principio del gobierno del conde-duque de Olivares. Economías en los gastos; alivio en los impuestos; supresión de empleos inútiles y de sueldos innecesarios; represión del lujo; medidas de moralidad dentro del reino; más dignidad y más energía en los representantes de España en las cortes extranjeras; pareció que hasta el entendimiento del rey se había despejado, y que Carlos quería hacerse laborioso.

No dejaban de irse sintiendo en el interior los frutos de una administración regular, y el corazón se abría a lisonjeras esperanzas. En el exterior formose para enfrenar a Luis XIV la famosa liga de Augsburgo, compuesta del emperador, el rey de España, las Provincias-Unidas de Holanda, los estados de Alemania, el rey de Suecia y el duque de Saboya. Habían ido abandonando al francés todos sus aliados. No le faltaba ya perder más que la Inglaterra, y esto no tardó en suceder con la revolución de aquel reino, que produjo el destronamiento de Jacobo II, el protector de los católicos, y la proclamación del príncipe de Orange Guillermo III, el favorecedor de los protestantes. Solo otra vez Luis XIV contra la mayor confederación que jamás se había formado (porque la gran coalición de 1689 era mayor que la liga de Augsburgo de 1686, como esta había sido mayor que la gran confederación de 1673, y esta mayor que la triple alianza de 1668), brindó varias veces con la paz al Imperio y a España, paz que ni aquél ni ésta aceptaron. El emperador se hallaba envalentonado con sus recientes victorias contra los turcos; y Carlos de España, que por este tiempo perdió su esposa María Luisa, y contrajo segundo enlace con la princesa alemana María Ana de Newburg, se halló con esto desligado de Francia, y estrechado con nuevos vínculos de familia con Alemania y el Imperio.

A pesar del completo aislamiento en que se vio Luis XIV, acreditó al mundo y a la historia que una gran monarquía, ventajosamente situada, con un soberano enérgico, y con un ejército numeroso y disciplinado, mandado por generales entendidos, puede luchar sola contra muchas naciones confederadas, impulsadas por intereses diferentes y heterogéneos, sin unidad de miras, y sin un plan uniforme y ordenado. Luis XIV arroja resuelta y simultáneamente sus ejércitos sobre Flandes, sobre Alemania, sobre Italia y sobre Cataluña. Allá en los Países Bajos, a presencia del mismo monarca, gana el mariscal de Luxemburgo la famosa batalla de Fleurus contra holandeses y españoles, y rinde a Mons y se apodera de Hall con harta desesperación de Guillermo de Orange. En el Rin se defiende el delfín de Francia contra tres ejércitos alemanes. En Italia Catinat penetra de improviso en el Piamonte, vence en Staffarde al de Saboya con su ejército de saboyanos, españoles y alemanes, y se apodera de casi todas las plazas y ciudades de Cerdeña. En España el duque de Noailles nos arrebata diferentes plazas de Cataluña, derrota los ejércitos de Castilla y los miqueletes del país, y el conde de Estrées con una escuadra francesa bombardea a Barcelona y Alicante.

Sin temor ya por Alemania ni por Saboya, cargan las formidables fuerzas del francés sobre Flandes y sobre España. Allá rinde a Namur Luis IV en persona. Luxemburgo gana al de Orange la sangrienta batalla de Steinkerque, complemento de la de Fleurus: dos triunfos que solo podían ser eclipsados por el mayor que poco después alcanzó aquel insigne mariscal en Neerwinde contra ingleses, holandeses, alemanes, italianos y españoles, a que siguió la rendición de Charleroy, con que puso término a su gloriosa carrera el general más prudente de su siglo, el más querido de sus soldados, y cuya pérdida lloró la Francia tan amargamente como la del gran Condé.

El afán de restablecer en el trono de Inglaterra a Jacobo II costó a Luis XIV la pérdida de una escuadra en la Hogue; principio de la preponderancia de la marina inglesa sobre la francesa. Pero Tourville, que supo todavía mantener a buena altura el poder naval de la Francia, volvió pronto por la honra de su pabellón marítimo en las aguas de Lisboa.

Todo era desastres para nosotros en Cataluña. Infructuosos eran los sacrificios del reino; inútiles los refuerzos que iban de Castilla; en vano se sustituían unos a otros virreyes; o flojos, o ineptos, o cobardes, ni el duque de Villahermosa, ni el marqués de Villena, ni el de Gastañaga, ni el conde de Corzana, ni don Francisco de Velasco, ni el príncipe de Darmstad, contenían los progresos de los generales franceses Noailles y Vendôme. Nuestras plazas y fuertes iban cayendo en su poder. Gerona, la invicta Gerona, el baluarte y la esperanza de los catalanes, fue miserablemente abandonada, y vergonzosamente rendida. Solo los naturales del país hacían una resistencia desesperada. Eran los catalanes de todos los tiempos: resueltos y heroicos siempre, cualquiera que fuese la causa que abrazaran. El bronco sonido del caracol que resonaba en las montañas llamando a somaten era el terror de los franceses. Hondos gemidos de dolor y lágrimas de desesperación y de coraje arrancó a todos los catalanes la noticia de haber sido entregada Barcelona al duque de Vendôme, y hubo conseller que sucumbió a la fuerza de la amargura y de la pena. La ciudad se había ofrecido a defenderse sola, y acaso se hubiera salvado; pero no le fue otorgado; decretada estaba ya su suerte. La separación del duque de Saboya de la gran liga, y su acomodamiento con Luis XIV permitió al francés descargar con más desahogo su terrible furia sobre los dominios de España.

Afortunadamente entraba ya la paz en los cálculos del soberano francés: deseábanla más que él la mayor parte de las potencias confederadas: Saboya se había separado de la coalición; Suecia se había ofrecido a servir de mediadora; Inglaterra y Holanda esperaban salir aventajadas; para España era una necesidad apremiante; y aunque a disgusto y contra la voluntad del emperador, se firmó la famosa paz de Ryswick (1697), teniendo al fin que adherirse a ella el mismo Leopoldo.

¿Cómo había de haberse prometido la infeliz España, arrollada en todas partes, en todas victorioso el rey Luis, salir tan beneficiada en esta paz, hasta el punto de devolverle generosamente el francés las conquistas hechas en Cataluña y en los Países Bajos después de la paz de Nimega y aun de la tregua de Ratisbona? No nos maravilla que se recibiera con universal alegría, mezclada con el asombro de la sorpresa. ¿Pero quién no investigaba una causa? Porque no era Luis XIV hombre que tuviera fama de obrar con abnegación y desinterés, y por pura generosidad. En el tratado de Ryswick parecía haberse olvidado el gran principio de la alianza, el de asegurar a la casa de Austria la sucesión de España. Olvido meditado fue por parte del que prescribió las condiciones; porque si Luis XIV puso fin a la guerra, fue para mejor negociar la sucesión de España. La paz de Ryswick, sin ser el término de sus glorias, fue el punto en que se detuvo su fortuna.

Al fin, en el exterior, aunque España no tenía más vida que la que le prestaba el egoísmo de otras naciones, salvó como milagrosamente los pobres restos de su antigua dominación, merced a los ulteriores designios del que había estado a punto de aniquilarla. Peor y más irremediable se presentaba su mal en el interior: la gangrena estaba corroyendo las entrañas del cuerpo social: la miseria, la corrupción y la inmoralidad le iban devorando. El ministerio de Oropesa, que pareció el más decente de los de este reinado, cayó también en descrédito por el repugnante tráfico y la vergonzosa granjería que se hacía de todo, sin exceptuar lo más sagrado. Hasta a la misma condesa alcanzó la fama de partícipe en aquel deshonroso comercio.

Por si algo faltaba al cuadro lastimoso que presentaba la corte, vino a darle más subido color la reina María Ana de Newburg, segunda esposa del rey, altanera, antojadiza, codiciosa, entremetida en negocios, y enfermiza además. Vióse, pues, el infeliz Carlos colocado entre dos reinas, ambas alemanas, ambas dominantes y soberbias, ambas caprichosas y avaras, dadas las dos a la intriga y al enredo, de que constituían dos focos. La primera víctima de la nueva reina fue el ministro Oropesa, contra el cual se conjuraron también un confesor lleno de codicia y falto de conciencia, un secretario y un prelado ingratos, un embajador avieso, y varios magnates envidiosos. Resignose, pues, Carlos a separar al de Oropesa, haciéndole protestas de afición y de cariño. Y era verdad que Carlos quería bien al de Oropesa, como había querido bien a Nithard, a Valenzuela, a don Juan de Austria y al de Medinaceli; como quería bien a Matilla y al de Lira. Carlos quería bien a todos; era incapaz de querer mal a nadie, pero los apartaba de su lado si otros no los querían bien.

Con la caída de Oropesa pareció haberse extinguido en la corte y en el palacio de los reyes de Castilla todo sentimiento de dignidad y toda idea de pudor. La nueva reina alemana quedó dominando con sus influencias. Rubor causa recordar los nombres con que el pueblo alto y bajo designaba en las calles y en las tertulias, en las conversaciones y en los escritos, en los libelos y en los salones, estas influencias bastardas y ruines. La Perdiz, el Cojo y el Mulo llamaba a estos personajes de siniestro influjo, que todo lo vendían desvergonzadamente, empleos, dignidades y honores. Pero la Perdiz había sido hecha baronesa de Berlips; el Cojo obtuvo los honores de consejero de Flandes, y el Mulo era secretario del despacho{1}. Con tales distribuidores no se extrañaba que se hiciese caballero de una orden militar a un estanquero penitenciado por el Santo Oficio; a un simple comisionado de un arrendador, superintendente de la hacienda, conde de Adanero, asistente de Sevilla. Todo iba así, merced a la reina y sus dos confidentes. El pueblo lo lamentaba y lo sufría; los grandes lo sentían y lo toleraban. Los ingenios de la corte desahogaban su disgusto en sátiras amargas, y el vulgo le expresaba cantando coplas horriblemente cáusticas{2}.

Cosas pasaban tan de bulto, que al mismo Carlos le sacaban de su apatía y apocamiento, y aguijado por el escándalo (porque él era bueno, y juicio recto no le faltaba), daba algunas muestras de resolución y de energía, apartando influencias perniciosas, y queriendo remediar los males por sí mismo. Mas luego le postraba su enfermedad habitual, le faltaban las fuerzas del cuerpo, le abandonaban las del espíritu, y volvía a caer en la misma inacción. Los alivios eran pasajeros y fugaces; la enfermedad del rey pertinaz y crónica; a la del reino no se le veía remedio ni cura.

La junta Magna de Hacienda dictaba algunas providencias útiles, pero no se ejecutaba ninguna. Se pensó en abolir las mercedes de por vida, y hasta lo que se llamaba el bolsillo del rey. ¿Mas no estaba ya harto agotado el bolsillo de un rey a quien poco tiempo antes no habían querido los mercaderes fiar las provisiones de la cocina real, y cuando sesenta palafreneros se habían salido de las reales caballerizas por debérseles los salarios de cerca de tres años, teniendo el caballerizo mayor que valerse de los mozos de esquina para limpiar los caballos del rey?

Agotados los recursos, y siendo el único que producía algo el derecho de las puertas y aduanas, hubo artículos que se recargaron hasta el doscientos, y aun hasta el cuatrocientos por ciento de su valor{3}. Y para reprimir el contrabando que tan desmedido impuesto producía fue para lo que se inventó acordonar Madrid con un cuerpo de quinientos caballos que se hizo venir de Cataluña; sobre lo cual se escribieron también no pocas sátiras, ridiculizando al corregidor Ronquillo{4}.

En verdad, los medios a que apeló por último la Junta Magna para ver de salir de apuros eran bien sencillos, y no exigían gran esfuerzo de ingenio. Imponer por dos años seguidos un fuerte donativo forzoso a todo el reino, sin excepción de personas; rebajar la tercera parte de los sueldos a todos los empleados altos y bajos; y por último, no pagar, ni mercedes, ni libranzas, ni viudedades, ni juros, ni rentas de ninguna especie. El sistema era sin duda bien cómodo, al menos para aquellos consejeros de administración. No lo fue menos para la célebre junta llamada de los Tenientes el modo de reclutar gente para la guerra. Verdad es que el resultado correspondió a la medida; puesto que si la junta sacó un soldado por cada diez vecinos, a Cataluña apenas llegó uno por cada diez soldados, ocultándose o desertándose los nueve décimos; eran encubridores de prófugos las mismas justicias, consentidores de la deserción los oficiales mismos encargados de la entrega de los reclutas; ¡tan impopular era la medida, y tanta ya la corrupción y la venalidad en todas las clases del Estado!

Con esta flaqueza y penuria, y con este desconcierto y desorden, ¿cómo no había de ser España arrollada y vencida en la lucha con una nación tan pujante entonces como la Francia, y con un soberano tan poderoso, tan famoso en las lides y tan diestro en la política como Luis XIV? ¿Y qué extraño es que allá en los congresos europeos se dispusiera de la suerte de España, si aquí mismo entre cuatro magnates dividían a su gusto la península en cuatro grandes porciones, constituyéndose a sí mismos en reyezuelos y soberanos de su respectivo territorio? La monstruosa junta de los cuatro Tenientes dio ocasión a que se dijera, no sin razón, que en España por falta de un rey se habían levantado cuatro soberanos. La fortuna fue que ellos no supieron serlo.

Débil y flaca la monarquía desde el principio del reinado; flaco y débil desde sus primeros años el monarca; siempre en tutela como un niño por su espíritu apocado; viejo a los treinta y seis años, sin haber sentido nunca el vigor de la juventud; casado sucesivamente con dos mujeres; sin sucesión de ninguna, y sin esperanzas de tenerla; miradas por todos como próximas a extinguirse su vida y su raza; suscítase anticipadamente la cuestión de sucesión para llenar de amargura los últimos días del rey, y de nuevos conflictos al reino.

El desventurado Carlos, hipocondriaco y enfermo, se ve condenado a no oír hablar sino de la proximidad de su muerte y de las gestiones de los que aspiran a heredar su trono. En las cortes extranjeras, en la de España, dentro de su mismo palacio, en el confesonario, en la cámara, en todas partes se agita la cuestión de sucesión. Es el objeto de las negociaciones diplomáticas; es el asunto de las consultas: es el tema de las conversaciones y de los escritos; es el argumento de las intrigas. Emperadores, reyes y príncipes de Europa, el romano pontífice y sus legados, los embajadores de las potencias, los consejos de España, las juntas, la reina madre, la esposa del rey, los confesores, los teólogos, los jurisconsultos, los prelados, los magnates, el pueblo, todos toman parte en esta ruidosa contienda. Hay desacuerdo en los consejos; disidencia entre los grandes; la corte y el pueblo se dividen en dos grandes partidos, austriaco y francés. Motivos de resentimiento sobraban a los unos contra la Francia; motivos de queja contra el Austria sobraban a los otros. Largas y sangrientas guerras había movido a España el francés, y había usurpado gran parte de sus dominios; pero era la nación más poderosa de Europa; su dinastía la más robusta; las reinas que de allí habían venido las que habían dejado mejores recuerdos. Austria era hacía siglos la aliada natural de España; su dinastía la dinastía española; pero era ya un linaje degenerado; las reinas que de allí habían venido, habían sido y estaban siendo funestas a España; Austria nos había correspondido con ingratitud, y su amistad nos había sido más fatal y más costosa que la enemistad de la Francia. Alemanas las dos reinas, ambas querían un sucesor alemán; pero la una pretendía que fuese de la casa de Baviera, la otra del Imperio. No había acuerdo, ni entre la madre y la hija, ni entre el esposo y la esposa. La disputa de sucesión había desatado los lazos de la sangre, y los lazos del consorcio.

Deseábase conocer la voluntad del rey, pero más para contrariarla que para cumplirla. Faltaban fuerzas a Carlos para hacer respetar su voluntad; faltaban fuerzas a la nación para hacer respetar la voluntad de su monarca. Las cortes del reino, ese tribunal supremo y legítimo en que debían fallarse las cuestiones de alto interés nacional, habían dejado de existir: heridas de muerte por Carlos I, habían ido arrastrando una vida lánguida hasta que murieron por inanición con Carlos II.{5} En vano se consultaban consejos y juntas. Esta cuestión esencialmente española no la había de resolver la España: la solución se esperaba de fuera: ¡a tal extremo de impotencia habíamos venido!

Más de treinta años hacía que Luis XIV y el emperador Leopoldo se estaban disputando con prodigiosa antelación la herencia de España. Ya en 1668 se la habían repartido entre sí con arbitrariedad escandalosa. La situación de Europa varió después. Carlos II de España contrajo primeras y segundas nupcias. El emperador tuvo sucesión, y de una infanta de España nació el príncipe de Baviera. Aumentáronse con esto los que podían tener derecho a la corona de España. Las guerras produjeron hondas enemistades entre el austriaco y el francés. Cuando Leopoldo vio rotas todas las antiguas alianzas de la Francia, disuelta la liga del Rin, la Alemania unida al Austria por temor del francés, la dinastía de Orange reemplazando en el trono de Inglaterra a los Estuardos, la Suecia empeñada en los negocios del Norte, la España en guerra con Francia, y a Luis XIV aislado y solo, entonces ya no se contentó con una parte de la herencia española, aspiró a poseerla íntegra. Quiso inutilizar a todos los que podían derivar sus derechos de las hembras descendientes de Felipe IV, haciéndolos remontar a las que descendían de Felipe III; así se erigía en único y legítimo heredero de Carlos II.

¿De qué servía al monarca español dar la preferencia al príncipe bávaro, adoptarle por sucesor suyo, y aun otorgar testamento en su favor? El emperador dominaba a Carlos por medio de la reina, y obligaba al débil monarca a rasgar el documento hecho en favor del príncipe electoral. Un alemán mandaba las armas en Cataluña, y el embajador de Viena intrigaba en la corte, acosaba al rey, le hostigaba, le causaba tedio y hastío, pero tanto le importunó, que estuvo a punto de arrancarle el llamamiento del archiduque de Austria.

En tal estado la paz de Ryswick (1699), en que Luis XIV ha tenido la destreza de dejar suelto el cabo de la sucesión española, le permite reanudar los hilos de la trama que había venido urdiendo desde su matrimonio con la infanta de España. Entonces se presenta en Madrid el embajador francés. Hábil, astuto, amable, pródigo, fecundo en artes diplomáticas, vence al embajador alemán, y le hace retirarse desesperado y aborrecido. El partido austriaco, que era el dominante, se debilita; robustécese el francés: afílianse en él el cardenal Portocarrero, el inquisidor general y otros magnates: es apartado del lado del rey el confesor, de la fracción austriaca, y es traído al confesonario una hechura del cardenal.

Fáltales sin embargo vencer al rey, ganar a la reina, y destruir el influyente manejo de Oropesa, que ha vuelto del destierro a la corte a reanimar el partido del príncipe bávaro. Entonces Luis XIV da otro rumbo a su política; reconcíliase con Guillermo, rey de Inglaterra y de Holanda, y so pretexto de mantener el equilibrio continental, negocia con él el repartimiento de los dominios españoles; con que logra irritar al emperador, ponerle en pugna con las potencias marítimas y con la casa de Baviera, y herir en lo más vivo la altivez española. Era lo que el astuto francés se proponía. La corte y el monarca de Castilla, justamente indignados de que potencias extranjeras dispusieran así a su antojo de la suerte de la monarquía, se deciden por el príncipe José de Baviera, y Carlos en otro testamento le declara heredero suyo.

La muerte prematura del tierno príncipe electo (1699), da ocasión a que los franceses supongan culpable de ella al Austria, a que los alemanes a su vez atribuyan a Francia la culpabilidad del suceso. Nadie dejó de sospechar un crimen. ¿Quiénes serían más capaces de cometerle? De todos modos, la cuestión que parecía resuelta, vuelve a quedar en pié. Se ha simplificado, porque restan ya dos solos pretendientes; pero se ha hecho más espinosa, porque la lucha ha de ser más viva y terrible entre dos rivales igualmente irritados, y casi igualmente poderosos. En la misma corte de Madrid crecen las dos parcialidades, adhiriéndose a la una o a la otra los adictos a la que quedaba ya extinguida, sostenidos los unos por Oropesa, los otros por Portocarrero. Todos se deciden menos el rey, que, enfermo, melancólico, aturdido, mareado entre hechizos, exorcismos e intrigas de sucesión, permanecía irresoluto y vacilante, como quien solo desea morir para que le dejen descansar.

Un motín popular, viene a dar nueva fuerza al partido francés. El pueblo atribuye la escasez de los mantenimientos al conde y la condesa de Oropesa, que dice han vuelto a su antigua costumbre de especular con la miseria pública, y grita: «¡Muera Oropesa!» Harcourt y Portocarrero se aprovechan hábilmente de este tumulto popular para recabar del rey el destierro de Oropesa y sus parciales; y el de Oropesa, y el almirante, y el de Darmstad, y el de Monterrey, y la Berlips, y casi todos los partidarios de Austria son alejados con uno u otro pretexto de la corte. Queda campeando el partido de los Borbones, contra la reina y muy contados de los suyos.

Jamás monarca ni pueblo alguno se vieron en tan lastimosa situación y en tan mísero trance como se hallaron en este tiempo Carlos II y la España. El rey tratado como endemoniado; la nación como presa que se disputan los más fuertes: el monarca siendo juguete miserable de mujerzuelas hechiceras y de frailes exorcistas; la monarquía objeto de partijas entre potencias enemigas y extrañas; el rey moribundo y creyéndose él mismo poseído de los malos espíritus; la nación en otro tiempo señora del orbe siendo materia de partición y como deuda que se reparte en concurso de acreedores: Carlos sin saber a quién pasará su corona; España sin saber a quién pasarán los dominios españoles; monarca y monarquía sin saber quién y de dónde habrá de venir a heredarlos.

Ridículo, extravagante y pueril, absurdo y bochornoso fue todo lo que pasó en el asunto de los hechizos y de los conjuros. Entre inquisidores fanáticos y supersticiosos, confesores indoctos y crédulos, frailes admirablemente cándidos o refinadamente maliciosos, médicos ignorantes, intrigantes cortesanos, monjas que se suponía endemoniadas, y mujeres que se fingían energúmenas, el infeliz monarca, que con igual docilidad se prestaba a tomar las pócimas que le propinaban los médicos, que a sufrir los conjuros de exorcistas alemanes y españoles, de continuo atormentado su flaco cuerpo y su débil espíritu, debía ser, si no lo era, lastimoso espectáculo a propios y extraños. De sobra se traslucía que los malos espíritus no eran ajenos al negocio de sucesión, y que las respuestas de los energúmenos eran sugeridas alternativamente o por el demonio del Austria o por el demonio de la Francia. El único que dio pruebas de discreción y de sensatez en este negocio fue el consejo de la Inquisición, que supo tratar como se merecían, así al malicioso exorcista alemán Fr. Mauro Tenda, como al cándido exorcista español Fr. Froilán Díaz{6}.

El segundo tratado de la repartición de España hecho entre Luis XIV y Guillermo de Inglaterra, (1700), fue mirado, como era de mirar, por el emperador Leopoldo y los austriacos como una traición, por Carlos II y los españoles como un insulto inaguantable y como una humillación insufrible. Duro y acre, pero merecido y justo, fue el lenguaje con que el gobierno español se quejó de tan insolente arbitrariedad ante aquellas cortes. La nación en medio de su decadencia aun conservaba el sentimiento de su dignidad, el abatido espíritu de Carlos todavía se sublevaba a la idea de una desmembración de su reino. Tenía Carlos II entre otras esta buena prenda de rey. Pero conocíala Luis XIV, y por eso le ponía en esta dura alternativa y cruel perplejidad con los tratados de partición. Si elegía sucesor de la casa de Austria, a que le inclinaba su corazón, exponía su reino a ser miserablemente desmembrado y repartido. Si prefería un príncipe francés, como aconsejaba la política, desheredaba su propia dinastía. Para cualquiera habría sido terrible, cuanto más para un hombre que se hallaba en tan deplorable estado de cuerpo y de espíritu, la alternativa, o de sacrificar su pueblo a su familia, o de sacrificar su familia a su pueblo.

Dominante a la sazón en Madrid el partido francés, a cuya cabeza estaba Portocarrero; consultados nuevamente a instigación del cardenal consejos y juntas, teólogos y letrados; favorables sus dictámenes a la sucesión de Francia, como la más legítima y de mejor derecho, y como la única capaz de mantener la integridad del reino, a condición de no reunirse nunca en una misma cabeza las dos coronas de Francia y España; agravados luego los padecimientos de Carlos, y postrado en el lecho de muerte; habiendo cesado los exorcismos, pero circundadas su cámara y su alcoba de los cuerpos, las reliquias y las imágenes de todos los santos y santas de más devoción suya y del pueblo, trasladados allí de los templos de la corte, instalado a su cabecera Portocarrero con dos confesores de su confianza para aconsejarle la resolución más conveniente al descargo de su conciencia y a la salvación de su alma, firma por último con trémula mano el moribundo monarca el testamento en que declara sucesor de su reino y heredero de su corona a Felipe de Anjou, y pronuncia aquella melancólica frase: Ya no soy nada.

Muere Carlos II y se abre su misterioso testamento. La nación española en su mayoría recibe con júbilo la noticia de su última resolución testamentaria. Siglos hacía que no había ocurrido un acontecimiento de tanta trascendencia. Solo la inquietaba ya saber la decisión que a su vez tomaría Luis XIV. La Francia y la Europa entera participaban de la misma inquietud. Tratábase para todos de la resolución más importante del siglo. Los consejos de Francia se dividen también en opiniones, y al mismo monarca francés no le faltaba por qué vacilar. Tenía que elegir entre una corona para su nieto y el engrandecimiento de sus propios estados; entre la extensión de su sistema más acá de los Pirineos y más allá de los Alpes, y la extensión de su poder propio; entre su honor como rey y las ventajas de su reino; entre su familia y la Francia. Cualquiera resolución podía traer la guerra; pero en un caso podía ser corta y de éxito seguro, en otro de duración incierta y de éxito dudoso.

Por último, ante una asamblea de señores y altos funcionarios del reino, presenta al duque de Anjou, y les dice: «Señores, aquí tenéis al rey de España.» Luis XIV ha pronunciado: todo está resuelto. La dinastía de Austria ha concluido en España. Reemplázale la dinastía de Borbón. La suerte y la condición de la monarquía española ha cambiado esencialmente.




{1} Con el título de: Lágrimas del vulgo cuerdo en llorar los desaciertos del regir, se publicaron unas endechas alusivas a estos tres personajes, que empezaban:

Pies del reino es un Cojo;
Una Perdiz las manos;
Un romo es la cabeza;
Miren por Dios qué tres, si fueran cuatro.

Y entre otras, contenía las estrofas siguientes:

Con estos pies España
Anda de pié quebrado,
Haciendo reverencias,
Sometida a cualquiera leve amago…

Manos para sangrías
Sutiles cirujanos,
Que hasta que sangre no haya
Sangrarán sin sentir al real erario…

{2} Como una que decía:

Rey inocente;
Reina traidora;
Pueblo cobarde;
Grandes sin honra.

{3} Memoria del conde de Robenac, embajador en España.

{4} He aquí algunas de ellas:

Lo cierto es que al buen Ronquillo
no le ha de estar mal su ardid,
y el cordón para Madrid
será para su bolsillo.
Va que se enoja de oído,
y nos quiere persuadir
que esto puede producir
para conquistar a Argel;
y va que me… en él

Dice han de dar los montados
a las rentas más valores
y si los arrendadores
quebraren, les trae soldados.
Va que por ello obligados
la taberna y el figón
le ofrecen sueldo y blasón
de teniente coronel;
y va que me… en él.

Y a la junta Magna, que llamaban también Junta de Conciencia le decían

¿Hay tan grande impertinencia
como andarse preguntando
qué es lo que se está tratando
en la junta de Conciencia,
cuando sin indiferencia
se dice por esas plazas
que está discurriendo trazas
para elegir lo mejor,
mandando al corregidor
que tase las calabazas?

Y en otra décima:
Díganme; lo que se junta
de mercedes reformadas,
señorías limitadas,
y cuanto el decreto encierra,
¿se ha de aplicar a la guerra,
o a comedias y jornadas?

Como se ve por estas muestras, y se vería por otras infinitas que podríamos fácilmente acumular, y según anteriormente hemos ya observado, el gusto literario, ya harto corrompido al fin del reinado anterior, acabó de perderse en el de Carlos II. Había, sí, abundancia de ingenios, y eran innumerables las composiciones poéticas que se escribían; pero aquellos en general no llegaban cuando más sino a la medianía, y éstas por lo común eran sátiras ligeras sobre los vicios y contra las flaquezas y miserias de los personajes de la corte; en las cuales, a vueltas de tal cual agudo chiste, de tal cual ingenioso retruécano, y de algunas sazonadas agudezas dichas con donaire, se empleaba las más veces un lenguaje vulgar, poco decoroso, y hasta chocarrero, y frases que no solo la cultura, sino la decencia rechazan.

También en ocasiones se lamentaba por lo serio el estado de las cosas públicas, y no sin cierto fuego y energía, en la idea y en las palabras, como en el siguiente soneto:

 ¡Oh, España, madre un tiempo de victorias,
y hoy irrisión de todas las naciones!
¿Qué se han hecho tus bélicos pendones,
que aun de su orgullo faltan las memorias?

 ¿Quién ha borrado tus augustas glorias,
Siendo toda proezas y blasones?
¿Dónde están tus castillos y leones,
Que dieron tanto asunto a las historias?

 Ya de todo te ves desfigurada,
Sin providencia, sin valor, ni leyes,
Ni quien te mire como madre atento;

 Todo es llanto; la culpa entronizada,
Y faltando los reyes a ser reyes,
También falta razón al escarmiento.

Hacíase en diferentes formas la censura más amarga de todos los personajes, sin perdonar a los reyes, como en el siguiente juguete.
 

«La gran comedia de La Torre de Babel y confusión de Babilonia, que se representa en Madrid, reducida a papeles:

Personas que hablan en ella.

La Majestad cautiva…… El Rey.
La Ambición y el poder…… La reina regente.
La Nobleza ultrajada…… La reina Mariana.
La Herejía exaltada…… La Berlips.
La Púrpura y la Ignorancia…… El Cardenal.
El Todo y la Nada…… El Condestable.
Nembrot y Narciso…… El Almirante.
La Verdad sin provecho…… Montalto.
La Presunción y Arrogancia…… Villafranca.
La Traición laureada…… Aguilar.
La Intención malograda…… Monterrey.
El Desengaño por logro…… Balbases
La Malicia y el Escarmiento…… Oropesa
La Fortuna y la Desgracia…… Baños.
El Sacrificio Violento…… Carnero.
La Insensatez premiada…… Arias.
La Simpleza agradable…… Benavente.
La Maldad necesaria…… Pedro Núñez.
La Universidad de lenguas…… Villena.
La Pérdida de Barcelona…… Gastañaga.
La Experiencia más inútil…… Mancera.
El Diablo con familiar…… El Cojo.
El Antecristo de España…… El Confesor.
La Desunión e Ignorancia…… El Consejo de Estado.
La Paz Octaviana…… El de Guerra.
La Injusticia solapada…… El de Castilla.
La Lástima y Compasión…… El de Aragón.
El Vicio apetecido…… El de Flandes.
El Vicio ilustrado…… El de Italia.
La Sinrazón más impía…… El de Hacienda.
La Gala sin la Milicia…… El de Órdenes.
La Rapiña más cruel…… La Sala de Alcaldes.
La Estafa establecida…… El de Indias.
El Mayor mérito…… El Oro.
La Fábrica en lo caído…… El Corregidor.
El Robo permitido…… El Cordón.
El Vestuario turbado…… La Covachuela.
El Apuntador…… Larrea.
El Teatro…… El Orbe.
La Esperanza del Remedio…… La Sucesión.

La Monarquía acabada, y la comedia también.

O como en el siguiente:
 

Calendario con las fiestas del año

La Expectación…… Por todo el mes.
La Noche-buena…… En el Retiro.
El Niño perdido…… En el Palacio.
El Prendimiento…… En el Escorial.
El Patrocinio…… En Aragón.
Todos Santos…… En la Junta.
Los Inocentes…… En el reino (Ayuno por fuerza).
La Transfiguración…… En el Gobierno.
La Crucifixión…… En Consuegra.
La Soledad…… En Toledo, &c., &c.

Siguieron, pues, las letras, como las artes, el movimiento general de descensión de todo lo que contribuye al bienestar, o al esplendor, o a la prosperidad, o a la dignidad de un pueblo, y solo algún ingenio como el del historiador Antonio de Solís, o como el del pintos Claudio Coello, servían de gloriosas reminiscencias de los buenos tiempos literarios y artísticos de España.

{5} Felipe IV había convocado poco antes de morir las cortes de Castilla (31 de agosto, 1665) para que juraran al príncipe Carlos. Mas habiendo fallecido el rey el 17 de setiembre inmediato, la reina viuda, doña Mariana, gobernadora del reino, dispuso que no tuviera efecto la reunión de las cortes (Real Cédula de 27 de setiembre), puesto que había cesado la causa porque las mandó convocar el rey, habiéndole sucedido ya Carlos en el trono.

No consta ninguna celebración de cortes en el reinado de Carlos II. La prorrogación del servicio de millones se hacía pidiéndola a las ciudades y villas, y otorgándola éstas. Practicábase esto por medio de una diputación permanente, compuesta de tres procuradores de las ciudades de voto en cortes, a quienes tocaba por turno. El cargo de la diputación era vigilar si los tribunales contravenían a las leyes y a las condiciones bajo las cuales se otorgaban los servicios, consultando al rey y poniéndolo en su noticia, procurar la defensa de los pueblos, y celar por todo aquello que podía tener interés para la causa pública. En 4194 hizo Carlos II algunas modificaciones, aunque poco esenciales, en la organización y forma de está diputación.

{6} La conducta prudente del tribunal en esta ocasión, y el luminoso informe de la junta especial de consejeros, a que consultó el rey sobre la manera de corregir las usurpaciones de jurisdicción y otros abusos del Santo Oficio, documento a que nos referimos en otra parte, y que damos por apéndice, todos eran anuncios de lo cerca que estaba la institución de sufrir reformas e ir perdiendo de influjo y de poder; y todo indica que en medio del atraso intelectual en que España había ido cayendo, aun había hombres, bien que no fuese en gran número, de sólida erudición y de buena doctrina, que habían de servir de núcleo a la marcha de reformación que no había de tardar en emprenderse en España tan luego como hubiese quien le diera un impulso saludable.