Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro V ❦ Reinado de Carlos II
Apéndice
Informe de una junta compuesta de individuos de todos los consejos, sobre abusos y excesos del Santo Oficio en materias de jurisdicción · Madrid 21 de mayo de 1696
Componían la junta los Sres. marqués de Mancera, conde de Frigiliana, don José Soto, don José de Ledesma, don Francisco Comes y Torro, don Juan de la Torre, don Antonio Jurado, de Diego Iñiguez de Abarca, don Francisco Camargo, Don Juan de Castro, don Alonso Rico, y el marqués de Castrofuerte.
Señor: El real decreto en que V. M. fue servido de ordenar la formación de esta junta y lo que se debía tratar en ella, dice así:
«Siendo tan repetidos los embarazos que en todas partes se ofrecen entre mis ministros y los del Consejo de Inquisición sobre puntos de jurisdicción y el uso y práctica de sus privilegios y las cosas y casos en que deben usar de ellos, de que se siguen inconsiderables daños hacia la quietud de los pueblos y recta administración de justicia, como actualmente está sucediendo en algunas provincias, motivando continuas competencias y diferencias entre los tribunales. Y deseando yo muy vivamente que el Santo Oficio, propugnáculo el más firme y seguro de la fe y de la religión, en todos mis dominios se mantenga en aquel respeto y veneración que le solicita su recomendable erección y que con plausible emulación han procurado conservar mis gloriosos progenitores, y que al mismo tiempo se trate de dar una regla fija, individual y clara que evite en adelante semejantes embarazos, controversias y disputas, y que experimente el Santo Tribunal aquella aceptación y amor con que ha sido atendido en todos tiempos, sin entrometerse en cosas y materias ajenas de su venerable instituto, y manteniéndose unos y otros ministros en los términos debidos: he resuelto a este fin se forme una junta en que concurran el marqués de Mancera y conde de Frigiliana, del Consejo de Estado; don José de Soto y don José de Ledesma, del de Castilla; don Francisco Comes y Torro, y don Juan de la Torre, del de Aragón; don Antonio Jurado y don Diego Iñiguez de Abarca, del de Italia; don Francisco Camargo y don Juan de Castro, del de Indias; don Alonso Rico y el marqués de Castro-fuerte, del de Ordenes; y que don Martín de Serralta, oficial mayor de la secretaría de Estado del Norte, entre en ella con los papeles, con advertencia de que precisamente se ha de tener una vez a lo menos cada semana, hasta su entera y efectiva conclusión, no obstante que falte algún ministro de los referidos, como asista otro de cada consejo; y fío del celo y experiencia de los que la componen que tratando esta materia con la atenta reflexión que pide su importancia y el deseo que me asiste, de que se dé a ella feliz éxito, no omitan diligencia, aplicación ni desvelo que pueda conducir a fin tan honesto y justo, representándome lo que se le ofreciere y pareciere para que yo tome la resolución más conveniente.»
Para obedecer esta real orden con mayor puntualidad y más presente comprensión, suplicó la Junta de V. M. se sirviese de mandar a los Consejos de Castilla, Aragón, Italia, Indias y Ordenes, que por lo tocante a cada uno y a los territorios de su jurisdicción formasen resúmenes de los casos en que pareciese haber excedido los tribunales de la Inquisición con perjuicio de la jurisdicción real, y que estos y copias de las concordias que se hubiesen tomado con la Inquisición, se pusiesen en las reales manos de V. M., para que V. M. mandase remitirlo a la Junta, y habiéndole V. M. ordenado se ejecutó así.
Reconocidos estos papeles, se halla ser muy antigua y muy universal en todos los dominios de V. M. a donde hay tribunales del Santo Oficio la turbación de las jurisdicciónes por la incesante aplicación con que los inquisidores han porfiado siempre en dilatar la suya con tan desarreglado desorden en el uso, en los casos y en las personas, que apenas han dejado ejercicio a la jurisdicción real ordinaria ni autoridad a los que la administran; no hay especie de negocio, por mas ajeno que sea de su instituto y facultades, en que con cualquier flaco motivo no se arroguen el conocimiento. No hay vasallo, por más independiente de su potestad, que no lo traten como a súbdito inmediato, subordinándole a sus mandatos, censuras, multas, cárceles, y lo que es más, a la nota de estas ejecuciones. No hay ofensa casual ni leve descomedimiento contra sus domésticos, que no le venguen y castiguen como crimen de religión, sin distinguir los términos ni los rigores: no solamente extienden sus privilegios a sus dependientes y familiares, pero los defienden con igual vigor en sus esclavos negros e infieles: no les basta eximir las personas y las haciendas de los oficiales de todas cargas y contribuciones públicas, por más privilegiadas que sean, pero aun las casas de sus habitaciones quieren que gocen la inmunidad de no poderse extraer de ellas ningunos reos, ni ser allí buscados por las justicias, y cuando lo ejecutan experimentan las mismas demostraciones que si hubieran violado un templo; en la forma de sus procedimientos y en el estilo de sus despachos usan y afectan modos con que deprimir la estimación de los jueces reales ordinarios, y aun la autoridad de los magistrados superiores: y esto no solo en las materias judiciales y contenciosas, pero en los puntos de gobernación política y económica ostentan esta independencia y desconocen la soberanía.
Los efectos de este pernicioso desorden han llegado a tan peligrosos y tales inconvenientes, que ya muchas veces excitaron la providencia de los señores reyes y la obligación de sus primeros tribunales a tratar cuidadosamente el remedio, y sobre muy consideradas consultas de juntas graves y de doctos ministros, se formaron concordias, se expidieron cédulas, y se asentaron reglas para el mejor concierto de estas jurisdicciónes en todos los reinos de esta monarquía con proporción a la conveniencia y estado de cada uno.
Pero aunque estas prudentes disposiciones se anticiparon a preservar estos daños aun antes de su experiencia, pues en el año de 1484, inmediato del de la gloriosa institución del Santo Oficio, los señores Reyes Católicos que religiosamente la habían promovido mandaron formar una junta de consejeros suyos y varones graves, en que se tomase acuerdo sobre el uso de la jurisdicción temporal que habían concedido por fortalecer y autorizar el ejercicio de la apostólica, y aunque después sucesivamente en todos los reinados de estos dos siglos se han repetido estas importantes prevenciones, no han sido bastantes a facilitar el fin que con ellas se ha procurado, y que siempre ha sido engrandecer la autoridad de la Inquisición, moderando los excesos de los inquisidores: antes con su inobservancia e inobediencia han dado muchas veces ocasión justa para severas reprensiones, multas, mandatos de comparecer en la corte, extrañaciones de los reinos, privación de temporalidades y otras demostraciones correspondientes a los casos en que se han practicado, pero no conformes a el mayor decoro de los tribunales del Santo Oficio, consideración que debiera por su propio respeto haber reprimido a sus ministros.
Debe la Inquisición a los progenitores augustos de V. M. todo el colmo de honores y autoridad que dignamente goza su fundación y asiento en estos reinos, y los de la corona de Aragón y de las Indias, su elevación al grado y honra de Consejo Real, la creación de la dignidad de Inquisición general con todas las especiales y superiores prerrogativas, la concesión de tantas exenciones y privilegios a sus oficiales y familiares, la permisión del uso de la jurisdicción real que ejerce en ellos, y la más apreciable y singular demostración de la real confianza, suspendiendo en los negocios dependientes de la Inquisición los recursos y conocimientos por vía de fuerza: pero aunque estos favores han sido tantos y tan precisos, deberá más a V. M. si con una reformación acordada y reducida a reglas invariables fuere V. M. servido de mandar que se prescriban a los tribunales de la Inquisición los términos y modo en que se debe contener la jurisdicción temporal que administran en causas y materias no pertenecientes a la fe, pues el abuso con que esto se ha tratado ha producido desconsuelo en los vasallos, desunión en los ministros, desdoro en los tribunales, y no poca molestia a V. M. en la decisión de tan repetidas y porfiadas competencias.
Pareció esto tan intolerable aun en sus principios al señor emperador don Carlos, que en el año de 1535, resolvió suspender a la Inquisición el ejercicio de la jurisdicción temporal que el señor rey don Fernando su abuelo la había concedido, y esta suspensión se mantuvo por diez años en este reino y en el de Sicilia, hasta que el señor don Felipe el Segundo, siendo príncipe y gobernador por la ausencia del César su padre, volvió a permitir que el Santo Oficio usase de su jurisdicción real, pero ceñida a los capítulos de muy prevenidas instrucciones y concordias que después han sido muy mal observadas, porque la suma templanza con que se han tratado las cosas de los inquisidores, les ha dado aliento para convertir esta tolerancia en ejecutoria, y para desconocer tan de todo punto lo que han recibido de la piadosa liberalidad de los señores reyes, que ya afirman y quieren sostener con bien extraña animosidad que la jurisdicción que ejercen en todo lo tocante a las personas, bienes, derechos y dependencias de sus ministros, oficiales, familiares y domésticos, es apostólica eclesiástica, y por consecuencia independiente de cualquier secular por suprema que sea.
Y porque sobre esta presuposición fundan los tribunales del Santo Oficio las extensiones de sus privilegios y facultades a personas, casos y negocios ni comprendidos ni capaces de comprenderse en ellas, y fundan el uso de las censuras en materias no pertenecientes a esta disciplina eclesiástica, y fundan también la desobligación de observar las concordias y obedecer las resoluciones, leyes y pragmáticas reales; representará a V. M. esta junta la insubsistencia de estos fundamentos que han parecido dignos de mayor reflexión para pasar con mayor seguridad a proponer lo que sobre estos puntos se ofrece.
Señor: toda la jurisdicción que administran los tribunales del Santo Oficio en personas seglares y en negocios no pertenecientes a nuestra santa católica fe y cristiana religión, es de V. M. concedida precariamente y subordinada a las limitaciones, modificaciones y revocaciones que V. M. por su real y justísimo arbitrio fuere servido de ejercitar en ella: esta verdad tiene tan claras y perceptibles demostraciones, que solamente a quien cerrase los ojos a la luz podrán parecer oscuras.
En todo el tiempo que el ministerio santo de la Inquisición estuvo por los concilios y cánones sagrados encargado al cuidado y pastoral vigilancia de los obispos, no fueron menos vigilantes y cuidadosos los emperadores y reyes cristianos en establecer severos edictos y saludables leyes para conservar la pureza de la fe preservada del contagio de las herejías, atendiendo en esto no solo al oficio de vicarios de Dios en lo temporal, pero también a la seguridad y duración de sus imperios y dominios, uniendo con la sobrenatural y suave fuerza de nuestras católicas verdades los corazones de los súbditos entre sí y todos a la fidelidad y obediencia de sus príncipes, que son los efectos que influye la unidad de culto y religión insensiblemente en los ánimos: pudiera bien decirse que estos piadosos príncipes fueron verdaderos inquisidores. Lo no dudable es que el título y nombre de inquisidores contra la herejía se halla con diferencia de muchos años antes en las leyes imperiales que en las eclesiásticas, pues la primera vez que se lee con esta expresión en el derecho canónico es en una decretal de la santidad de Alejandro IV, que rigió la Iglesia en los principios de el décimo tercio siglo, cuando ya desde los fines del siglo IV por constitución expresa de Teodosio el Grande se habían creado jueces con nombre de inquisidores contra los maniqueos; y no es menos notable haberse visto el cargo y ejercicio de inquisidor general concedido a ministro seglar y aunque por esto incapaz de jurisdicción espiritual confirmada después por la Sede Apostólica con asignación de asesores: así sucedió en Flandes cuando en el año de 1522 el señor emperador don Carlos dio patente e instrucción para esta dignidad al doctor Francisco de Hultet, del consejo de Brabante, a quien, no obstante el ser lego, confirmó en el año siguiente el pontífice Adriano VI con que se valiese de asesores, eclesiásticos y teólogos.
Tal ha sido en todos tiempos el celo con que las supremas potestades temporales han dedicado la más excelsa parte de su soberanía, que es la jurisdicción, a la autoridad y aumento de los tribunales de la fe, pero esto manteniéndose en la distinción de ministros y ejercicios, hasta que los señores Reyes Católicos, para ocurrir al grande y cercano peligro que amenazaba en la frecuente conversación de los muchos infieles indios y moros que habitaban en estos reinos, cuya infección había tocado ya la parte más vital y noble en algunos prelados y personas eclesiásticas, erigieron la dignidad de inquisidor general y el consejo de la general Inquisición, al cual y a sus tribunales, entre otras prerrogativas, concedieron la administración y uso de su jurisdicción real para todo lo concerniente a la mayor expedición de sus encargos y delegaciones apostólicas; pero esta religiosa largueza fue, como era justo, acompañada con la prudente prevención de que era permitir, no enajenar, y que aquella jurisdicción, cuya administración se cometía a los inquisidores, no se abdicaba de la regalía: así lo declararon en una real cédula expedida en el año de 1501, en que con la cláusula «todo es nuestro,» explicaron que su real ánimo había sido conservar este derecho jurisdicciónal enteramente.
Con igual expresión repitió esto mismo el señor emperador don Carlos, en otra cédula dada en 10 de marzo de 1553, que fue la concordia en que se dio forma a la Inquisición, para volver a usar de la jurisdicción que estaba suspendida, y en ella se dijo: Quede a los inquisidores, sobre los familiares, la jurisdicción criminal, para que procedan en sus causas y las determinen como jueces, que para ello tienen jurisdicción de S. M. Y así, en esta cédula como en otras que antes se habían despachado, se previno que los inquisidores debiesen arreglarse a las instrucciones que se les daba.
Y el señor don Felipe II repitió esta misma declaración, en las concordias de los años de 1580, 1582 y 1597, que todas concluían diciendo: todo lo cual, según dicho es, sea y se entienda por el tiempo que fuere mi voluntad y de los reyes mis sucesores. Y para después mandar a los ministros reales y a los inquisidores, que observen los capítulos procediendo cada uno en lo que por ellos le toca, y con imposición de penas a los inobedientes y transgresores.
El señor don Felipe III en las reales cédulas expedidas en los años de 1606 y 1608, con ocasión de las controversias que ocurrieron entre el duque de Feria y los inquisidores de Sicilia, y tratándose entre otras pretensiones que tenían los inquisidores, la de ejercer jurisdicción contra los arrendadores de los estados, puestos en diputación o concurso, la decidió por estas palabras: Y mucho menos la deben pretender los oficiales de la Inquisición, pues la jurisdicción civil que ejercen contra los meros seculares, es jurisdicción mía, y la tienen a mi beneplácito.
Siguiendo este justo y firmísimo dictamen, el rey nuestro señor don Felipe el Grande, glorioso padre de V. M., en real despacho de 1630, dio la última y mayor claridad a este punto, diciendo en una cláusula: No podían los inquisidores pretender, por la jurisdicción temporal que tienen concedida a beneplácito. Y en otra: «Tanto más por ser en esta parte tan interesada la jurisdicción real, la cual ejercitan los inquisidores en los familiares, temporal, concedida a beneplácito real.»
Y V. M. se ha conformado con este mismo sentir, tantas veces cuantos han sido los reales decretos en que se han mandado observar estas concordias y prevenciones, y cuantas han sido las resoluciones que V. M. se ha servido dar a las competencias que se han ofrecido con la Inquisición, lo cual no pudiera haber pasado así, tratándose de jurisdicción eclesiástica.
Este concepto, seguido por seis reinados y por casi dos siglos, autoriza tanto esta verdad, que no deja disculpa a la temeridad de dudarla, y más cuando se halla asistida de buenas y firmes reglas de justicia, porque V. M. en todos sus dominios funda, por todos derechos, ser suya universalmente la jurisdicción temporal, de que solo se trata, no mostrándose, por quien la pretendiese, título justo y eficaz para habérsela trasferido, el cual ni se muestra por los inquisidores, ni se ha mostrado en tantos años como ha que mantienen esta porfía, y solo han podido hallar en sus archivos y trasladar en los papeles que han escrito sobre esto y que ya se alegan como libros, algunos reales decretos y despachos en que se les concede el uso de esta jurisdicción, pero ninguno en que funden haber sido esta concesión irrevocable, ni haberse esta jurisdicción separado del alto dominio que solo reside en V. M., ni haberse alterado su naturaleza. Y con esto solo se da fácil y breve respuesta a cuantas ponderaciones han repetido, en los discursos que han hecho sobre esto, tan flacas, que aun no merecen el nombre de argumentos, porque siendo proposición indisputable que toda concesión de jurisdicción, dada en ejercicio, se debe tener por precaria, no es más innegable, cuando en el mismo acto de la concesión y en otros subsiguientes, se halla declarada esta calidad por la expresión de quien concede y por la aceptación de quien recibe; que son los términos puntuales de las declaraciones ya referidas y todas aceptadas por los inquisidores.
Y es subterfugio ajeno de la gravedad de esta materia el querer que esta concesión se considere como hecha a la Iglesia y que por esto sea irrevocable; porque esta proposición solo es cierta en las donaciones hechas, y específicamente en las jurisdicciónes concedidas a la Iglesia romana y a su cabeza el sumo pontífice, pero no en las que se conceden a otras personas o cuerpos eclesiásticos, y mucho menos a los inquisidores, a cuyo favor no podrá hallarse más fundamento que haberlo dicho así voluntariamente algún escritor parcial de sus pretensiones.
Ni hay más razón para querer que por haberse esta jurisdicción unido con la eclesiástica que residía en los inquisidores, se haya mezclado ni confundido tanto con ella que haya podido pasar y transfundirse en eclesiástica: a esto resiste la misma forma de la concesión y el expreso ánimo de los señores reyes, que siempre han dicho no haber sido su intención confundir estas jurisdicciónes y siempre han llamado y tratado como temporal: resiste también en el defecto de potestad, pues de los príncipes temporales no se puede derivar jurisdicción eclesiástica, y no menos el menor defecto de aptitud para su ejercicio, pues en causas profanas y con personas seglares no le puede tener la jurisdicción eclesiástica; y el concurrir en un mismo tribunal o persona las dos jurisdicciónes no repugna a que a cada una conserve su naturaleza y cualidades como si estuviesen separadas, como sucede en los Consejos de Ordenes y Cruzada, en el maestre de escuela de la universidad de Salamanca, y en todos los prelados que son dueños de jurisdicciónes temporales, sin que en ninguno de estos ejemplos se haya considerado ni intentado jamás esta nueva especie de trasmutación de jurisdicción temporal en eclesiástica, que se ha inventado por los inquisidores con insustanciales sutilezas.
Discurrir en qué prescripción o costumbre puedan haber dado a la Inquisición este derecho, sería olvidar las reglas más conocidas y trilladas, pues se trata de jurisdicción absoluta, omnímoda e independiente y de mero imperio, que son de la primera clase de la suprema regalía, y por esto imprescriptibles e incapaces de esta forma de adquisición: ni puede hallarse de costumbre inmemorial cuando el principio de las concesiones y el de la misma Inquisición se tienen tan a la vista, ni en las leyes canónicas ni civiles puede hallar sufragios una costumbre contraria al mismo título en que se funda y desacompañada de la buena fe de quien la propone, como sucedería si los inquisidores intentasen de prescribir como irrevocable la jurisdicción que se les permitió como precaria, y si leyendo cada día y repitiendo en todas sus representaciones las reales cédulas, concordias y decretos en que apoyan el ejercicio de esta jurisdicción, se hicieren desentendidos de aquellas cláusulas en que se dejaron siempre estas concesiones, pendientes de la voluntad de quien las hizo.
Mal se puede llamar posesión la que ha sido tan interrumpida que no ha tenido paso sin tropiezo: si esta jurisdicción fuese eclesiástica, si no fuese toda de V. M., si en esto hubiese duda, ¿cómo se hubieran expedido tantas concordias y despachos en que para todos los reinos se ha dado forma a su mejor uso, exceptuando casos y personas según ha parecido conveniente, imponiendo a los inquisidores preceptos para su observancia, no sin conminación de penas, y todo esto sin pedir beneplácito a la Sede Apostólica ni consentimiento a los inquisidores generales? ¿cómo se hubiera ejecutado aquella suspensión de dos quinquenios sin que los inquisidores reclamasen ni los sumos pontífices la resistiesen? ¿cómo se pudiera haber tolerado la práctica de que las competencias entre los tribunales de la Inquisición, no conformándose en su determinación los ministros, se consulten y remitan a V. M., que como es servido las resuelve? Nada de esto hubieran ejecutado ni permitido las religiosísimas conciencias de V. M. y de tantos señores reyes católicos, si no tuviesen incontrovertible seguridad de que esta jurisdicción era temporal y suya, y de que en ella son los inquisidores jueces delegados de V. M., como lo son de la Sede Apostólica en la jurisdicción eclesiástica que en su nombre y con su autoridad administran.
Grave testigo de esta verdad tiene contra su intento la Inquisición en su inquisidor, después obispo de Astorga, don Nicolás Fermosino, el cual, en la dedicatoria de sus libros que ofreció a la majestad del rey nuestro señor don Felipe IV, puso una cláusula en que dijo así:
«Y habiendo hallado el señor rey don Fernando en los principios de su reinado la jurisdicción real ordinaria en suma alteza, de manera, que todo corría por una madre, y no había más fueros privilegiados que el de la milicia en los ejércitos y el del estudio en las universidades, tuvo por bien de darla cinco sangrías muy copiosas a la jurisdicción ordinaria, y favorecer la de la Inquisición con la exención de sus oficiales y familiares, la de la Santa Hermandad para los delitos cometidos en el campo, la de la Mesta y Cabaña Real para los ganados y pastos, la del Consulado para las causas mercantiles; que todas estas jurisdicciónes las instituyó y fundó desde sus principios.» Y omitiendo otras reflexiones que se ofrecen sobre esta cláusula, lo que literalmente hay en ella, es, que este prelado, que tan afectuosamente escribió por los privilegios y derechos de la Inquisición, como lo manifiestan sus obras, hizo voluntariamente esta ingenua confesión, de que toda esta jurisdicción la recibió el Santo Oficio de los señores reyes, y que la recibió con la naturaleza de temporal y en la misma forma que las otras con que la equipara.
Sabía bien este escritor y saben bien los inquisidores, que nunca podrán hallar otro origen, ni fundar en otro principio esta especie de jurisdicción que administran, pues la que por los sagrados cánones se concedió a los obispos en cuyo lugar se han subrogado, fue limitada a las causas de fe, y con severas prohibiciones de no tocar ni extenderse a otras; y dentro de estos precisos términos se les permitió el conocimiento de las dependencias inseparables y de las incidencias unidas a la consecución de su principal fin, y la facultad de interpelar a los jueces seglares para que con su jurisdicción diesen auxilio en lo que no pudiese ejecutar por sí la eclesiástica, y aun obligarlos con censuras cuando sin razón lo resistiesen, tener ministros seglares con el nombre de familia armada, y conocer de las culpas o excesos que cometiesen en sus oficios y proceder contra los autores de estatutos y decretos impeditivos del oficio de la Inquisición, contra los inobedientes de los mandatos de los inquisidores, contra los protectores y auxiliadores de herejes y otros reos en materia de religión, contra los que ofendiesen o incluyesen en las personas de los inquisidores: esto y nada más les concede el derecho canónico, prescribiéndoles tan precisos los términos de su potestad, que aun no permitió la usasen en los delitos de adivinaciones y sortilegios, cuando en ellos no hubiese manifiesta malicia de herejía; y la santidad de Clemente VIII no condescendió a la súplica, que en nombre del señor don Felipe II se le hizo, para que permitiese a la Inquisición el conocimiento y castigo de otro delito abominable, dando por razón, que todo el cuidado, ocupación y ejercicio de los inquisidores, debía aplicarse y contenerse en solo el gran negocio de la fe, cláusula repetida por el sagrado oráculo de la Iglesia, pues ya la había proferido en una decretal la santidad de Alejandro IV.
Las bulas y privilegios apostólicos en que los inquisidores pretenden fundar el principio y calidad eclesiástica de esta jurisdicción, se enuncian y alegan indistintamente y con grande generalidad, pero no se producen los escritores que han inclinado más su dictamen a la extensión de las facultades del Santo Oficio: tampoco las refieren literalmente; mas la obligación de esta junta en proponer a V. M. apuradas las verdades de esta materia, ha pasado a reconocer cuidadosamente todas las bulas que suelen alegarse sobre esto, y lo que se halla es, que en las más antiguas, desde el pontificado de Inocencio III hasta el de León X, que pasaron 314 años, en que se comprenden las expedidas por Alejandro IV, Urbano IV, Clemente IV e Inocencio VIII, ni hay ni pudo haber disposición adaptable al intento de los inquisidores, porque este encargo entonces le tenían los obispos, cuya potestad nunca excedió los límites determinados por derecho canónico, y obraban auxiliados de los jueces seglares, y así lo comprueban las mismas bulas, que todas son dirigidas a los obispos, excitando la obligación de los magistrados y justicias temporales a darles su asistencia y auxilio. Y es notable una constitución de Inocencio IV, confirmada por Alejandro IV, en el año primero de su pontificado, que fue el de 1254, en que se da forma para la elección de los notarios, sirvientes y ministros necesarios para las prisiones de los herejes, y para la averiguación de sus culpas y formación de sus procesos, sin hacer mención alguna de fuero privilegiado en estos ministros, ni atribuir a los inquisidores jurisdicción sobre ellos en sus causas temporales; y en la bula de Clemente VII, que se dio a instancia del señor emperador don Carlos y de la señora reina doña Juana su madre, a favor del arzobispo de Sevilla, inquisidor general entonces, y de sus sucesores, delegándoles el conocimiento de todas las apelaciones que se hubiesen interpuesto o se pudiesen interponer a la Sede Apostólica, se halla expresamente la explícita limitación a las causas tocantes a la fe, sin mencionar otras.
Las bulas que con mayor frecuencia y confianza se alegan por los inquisidores, son las del santo Pío V, y especialmente la que se publicó en Roma en 2 de mayo del año de 1569, que empieza Si de protegendis; pero examinados con desapasionada atención los catorce capítulos que contiene el proemio en esta bula, no hay en ellos cláusula aplicable al intento de los inquisidores, porque en el proemio y en el capítulo primero se propone la congruencia que hay en que la Sede Apostólica conserve en su inviolada protección a los ministros aplicados al Santo Oficio de la Inquisición, y a la exaltación de la fe católica, y se pondera que la impiedad y malas artes de los herejes aplicados a impedir el recto ejercicio de este instituto y disturbar a sus ministros, instaba al más pronto remedio exacerbando las penas. En el capítulo segundo trata de cualesquier comunidades, o personas privadas, o constituidas en dignidad, que matasen, hiriesen, maltratasen o amedrentasen a los inquisidores, abogados, procuradores, notarios u otros ministros del mismo Santo Oficio, o a los obispos que le ejercieren en sus diócesis o provincias, y los que ejecutaren alguna de estas violencias en los acusadores, denunciadores o testigos en causas de fe. En el capítulo tercero, extiende esta disposición a los que invadiesen, incendiasen y despojasen las iglesias, casas y otras cosas públicas o particulares del Santo Oficio, y a sus ministros, y a los que en cualquier forma quitaren, o suprimieren libros, protocolos o escrituras, y a los que asistieren o auxiliaren a esto. En el capítulo cuarto habla de los efractores de las cárceles, y de los que eximieren algún preso, y en cualquier manera dispusieren o maquinaren su fuga, a los cuales y a los mencionados en los capítulos antecedentes, impone pena de anatema y las que corresponden a los reos de lesa majestad en primera especie. En el capítulo quinto dispone que los culpados en estos delitos cometidos en odio y menosprecio del Santo Oficio, no pueden defenderse si no fuere con evidentes probanzas de su inocencia, y comprende en esta disposición a las personas eclesiásticas, de cualquier dignidad o privilegio, para que siendo convencidos o condenados se degraden y remitan a las justicias seglares. En el sexto reserva a la Sede Apostólica el conocimiento de las causas de los obispos. En el sétimo prohíbe las intercesiones a favor de estos reos. En el octavo indulta a los que declararen o revelaren estos delitos. En el nono prescribe la forma de absolución o habilitación en estos casos. En el décimo comete la ejecución a los patriarcas, arzobispos y otros prelados eclesiásticos. En el undécimo deroga las constituciones contrarias. En el doce manda que hagan entera fe los trasuntos de esta bula. En el trece exhorta a los príncipes cristianos a la protección del Santo Oficio. Y en el catorce concluye con la conminación de penas a los transgresores.
Esta es, puntualmente reasumida, la célebre, santa y saludable bula de San Pío V, en que, ni por su letra se halla, ni por inducciones se colige, que la intención de aquel grande y bienaventurado pontífice fuese dar a los inquisidores jurisdicción alguna en causas temporales, pues todo su contexto se refiere a materias de fe, y todo el fin a que se dirige es a prevenir la libertad del Santo Oficio en su principal y sagrado ministerio; y en este sentido solo, y no en otro, se ha podido entender el capítulo segundo de esta bula, y que las ofensas de que habla en los ministros del Santo Oficio, sean las que se hicieren en odio, o por venganza, o para impedimento de los oficios que administran: pero no las que sin esta dependencia nacieren de enemistad, o causa particular con sus personas, y así lo explica la misma bula en el capítulo quinto, y así lo declara con otros expositores un docto ministro de la Inquisición, que escribió con sinceridad de ella.
Otra bula de este mismo pontífice suele alegarse publicada en el año de 1570, pero en ella no se halla más que una confirmación de los privilegios concedidos a la sociedad de los Cruces ignatos; cuyo instituto era asistir a los inquisidores en todo lo que pertenecía a la persecución de los herejes, y en cuyo ministerio se han subrogado los familiares del Santo Oficio; y siendo como es cierto, que por la constitución de Inocencio III, a que se refiere esta bula, solamente se concedían a los Cruces ignatos, gracias e indulgencias sin pasar a cosa tocante a jurisdicción, no puede conducir al intento de los inquisidores esta disposición.
La bula de Sixto V expedida en el año de 1587, en la primera congregación de la Santa Inquisición que se tuvo en Roma, es confirmatoria de privilegios concedidos a los inquisidores y sus ministros, sin aumentar ni alterar cosa alguna, y concluía ordenando que, en cuanto a la Inquisición de España, erigida pocos años antes, no se innove sin especial providencia de la Sede Apostólica, y siendo constante que en aquel tiempo no tenían los inquisidores, según se ha visto, concesión de lo que pretenden, es claro que no pudo ser intención del sumo pontífice confirmarles lo que no tenían.
Tiénese noticia que los inquisidores, para esforzar su proposición o propósito, han hecho suprimir y han esparcido copias de un decreto de la santidad de Paulo V dado en 29 de noviembre del año de 1606, en que extendió el breve concedido por San Pío V a la santa y general Inquisición de Roma, a los tribunales de la Inquisición de estos reinos de España, para poder, sin incurrir en irregularidad ni censura, sentenciar y condenar en cualquier pena, hasta la de muerte, y relajar para su ejecución, en todas las causas cuyo conocimiento pertenezca al Santo Oficio, aunque no sean de herejía: de aquí los inquisidores quieren deducir que ya por la sede apostólica tienen reconocida y aprobada la jurisdicción para proceder, no solo en los delitos de herejía, sino también en los temporales.
La inconsecuencia de este discurso se percibe teniendo presente, que los tribunales de la Inquisición no solo conocen, en virtud de la autoridad y delegación apostólica, en las causas de herejía, sino en otras muchas, que por derecho común no les pertenecía, pero en odio de algunos delitos y por motivos especiales se las han cometido los sumos pontífices; y así se ve en el delito de la usura que por bula de León X se cometió a los inquisidores de Aragón y reinos de su corona; y en el crimen detestable a la naturaleza, que por bula de Clemente VII se cometió a los inquisidores de los mismos reinos; y en los diez casos contenidos en la bula de Gregorio XIII, para proceder contra los indios; y en la bula de Gregorio XIV, contra los confesores solicitantes, y en otros muchos casos declarados en otras bulas, a los cuales sin duda puede y debe referirse el decreto de San Pío V, pues todas estas causas y negocios, aunque no sean de herejía, se tratan y conocen en los tribunales de la fe, y en esta inteligencia habla el decreto de Paulo V para los inquisidores de España, dándoles la misma permisión en esta formal cláusula; tanto en las causas del mismo Santo Oficio, cuanto en otras causas criminales que los inquisidores hacen y conocen en el tribunal de la Santa Inquisición, por concesión de su santidad y de la santa sede apostólica.» Palabras que solo deben y pueden entenderse en estas causas, en que sin ser propias del Santo Oficio, proceden sus tribunales por concesión de los sumos pontífices, la cual no tienen para las causas temporales de sus oficiales y ministros, ni de ellas puede entenderse este decreto, ni acomodarse sus palabras ni sentido.
En el año de 1627, resolvió el rey nuestro señor don Felipe IV, por motivos que entonces le persuadieron, que conociese la Inquisición de los que introdujesen moneda de vellón en estos reinos, y por decreto de 15 de febrero del mismo año, se declaró que tocase al fisco de la Inquisición en las causas que sobre esto hiciese la cuarta parte, que por leyes del reino se aplica a los jueces seglares; digan los inquisidores si la jurisdicción que se les permitió para esto, la adquirieron irrevocablemente, y digan si se trasfundió en la naturaleza de eclesiástica, y si por concurrir en un mismo sujeto estas jurisdicciónes, dejó de conservar cada una entera y separadamente su propia naturaleza. No podrán decirlo ni entenderlo así tan doctos y tales ministros.
Dicen que los sumos pontífices, por la universal jurisdicción temporal que habitualmente tienen, han podido eximir de jurisdicción real todas las personas aunque legas y seglares de los oficiales, ministros, familiares y otros dependientes de los tribunales del Santo Oficio, privilegiándolos con que de ellos y sus causas conozca la jurisdicción eclesiástica, por considerar esto necesario al ministerio de la Santa Inquisición y a los altísimos fines de la pureza y exaltación de la fe a que se dirige; y sobre esta proposición se han escrito dilatados y afectados discursos, pero sin proporción ni aplicación a su intento.
Porque aunque es doctrina cierta, común y católica que puede el papa sin conocimiento de los príncipes católicos eximir de su jurisdicción, y pasar al fuero eclesiástico algunos vasallos cuando esta se requiere para la consecución de algún fin espiritual e importante a la Iglesia; esta potestad no la ejerce la Sede Apostólica fuera de los casos en que es necesaria para el efecto y fin espiritual que se desea, como sucede en los clérigos y religiosos, sin cuya asunción no pudiera constar el estado eclesiástico, que con el civil compone el perfecto cuerpo de la monarquía, y a estas personas para eximirlas del fuero seglar se les dan aquellas calidades de orden y religión que repugnan con él, y aun en estos tan justos y convenientes términos tienen los cánones y concilios prevenida la moderación, porque la suma y santa justicia de la Sede Apostólica retribuye a el obsequio de los reyes en la obediencia de sus sagrados decretos con el cuidado de mantener independientes sus regalías.
La exención de los oficiales, familiares y otros ministros de la Inquisición, ni es ni se puede considerar medio necesario para el cumplimiento de su instituto, ni tiene dependencia con la buena dirección de las causas de fe el que de las causas temporales de estos ministros conozcan los inquisidores como delegados apostólicos o como regios: y las razones que movieron para concederles esta jurisdicción, mirando a la mayor autoridad de estos tribunales cuando se introducían y formaban, y al estado de aquellos tiempos en que por ser tantos los enemigos de la religión era menester mayor fuerza y número de ministros para perseguirlos, y que estos se moviesen a la mayor asistencia de los inquisidores reconociéndolos por sus jueces; fueron todas razones de congruencia, pero no de necesidad, pues sin esta circunstancia se había ejercido la Inquisición por tan largo tiempo, y se ejerció después por el que estuvo suspendida la jurisdicción temporal, bastándoles a los inquisidores las facultades concedidas por el derecho canónico y el auxilio que se les daba por las potestades y justicias seculares: pero estos motivos no siendo de necesidad no los tuvieron por bastantes los sumos pontífices para decretar esta exención, ni la decretaron: con que es ociosa y no conveniente la cuestión de potestad, y solo es cierto que aun estas congruencias con que se concedió la jurisdicción temporal han cesado muchos años ha en estos reinos, pues con las expulsiones de los judíos y moriscos, y con el celo y vigilancia de los inquisidores se ha purificado el cuerpo de la religión que ha crecido hasta el sumo grado el respeto del Santo Oficio, y se ha aumentado el fervor de todos en tal forma, que tiene ya la Inquisición tantos ministros y familiares de quien servirse en los negocios de fe cuantos son los vasallos de V. M.
Si los inquisidores reconociesen de V. M. esta jurisdicción y usasen de ella en la conformidad que les fue concedida, ajustándose a los términos de las concordias y a las declaraciones de los reales decretos en las resoluciones de las competencias, sería dignísimo y propio de la grandeza de V. M. el mantenerlos sin novedad en esta concesión, viéndola encaminada y convertida en aumento y exaltación del Santo Oficio; pero no es esto así; niegan desagradecidamente el especiosísimo don que en esto recibieron, desconocen la dependencia siempre reservada al arbitrio de V. M., y sin rendirse a las leyes canónicas que saben, ni a las bulas apostólicas que han visto, ni a los decretos reales que guardan en sus archivos, inventan motivos no seguros ni legales con que dan calor y pretexto a sus abusos, y teniendo contra sí el sentir de cuantos graves y acreditados escritores han tratado con ingenua verdad esta materia, se persuaden o quieren persuadir a lo que artificiosa y apasionadamente dijeron pocos, que lo escribieron así porque eran inquisidores, o lo fueron después porque lo habían escrito. Reconocieron este inconveniente dos grandes ministros, don Alonso de la Carrera y don Francisco Antonio de Alarcón, y consultaron que se mandase recoger sin permitir que se divulgasen ni imprimiesen los escritos, en que se impugnase ser esta jurisdicción de V. M. revocable a su arbitrio; y en la junta formada para conferir y consultar sobre la concordia del año de 1635, en que asistieron el arzobispo de las Charcas y don Pedro Pacheco, ambos del Consejo de la Inquisición, se sabe que sin contradicción asintieron a esta verdad, como lo han hecho otros doctos inquisidores, y lo harán cuantos la tratasen con desempeñada indiferencia: y el vice canciller de Aragón don Cristóbal Crespí, en su libro de Observaciones, hace mención de una junta que se tuvo en Valencia por orden del conde de Oropesa, virrey entonces de aquel reino, en que concurrieron diez graves teólogos, de los cuales fueron los cuatro obispos, y habiéndose tratado entre otros puntos éste, no discordaron en que esta jurisdicción fuese temporal y dimanase de V. M.
No crece la representación ni la potestad del Santo Oficio con lo que excede los límites de sus facultades; solamente puede ya ser mayor no queriendo ser más de lo que debe en la proporción justa; mejor que la desmesurada grandeza se asegura la conservación de las cosas, y más la de los cuerpos políticos: ¿qué decoro podrá dar a la Inquisición santa, cuyo instituto veneran profundamente los católicos y temen los herejes, el que se vea distraída la aplicación de sus tribunales a materias profanas, puesto el cuidado y el empeño en disputar continuamente jurisdicción con las justicias reales para acoger al privilegio de su fuero los delitos muchas veces atroces cometidos por sus ministros, o para castigar con sumos rigores levísimas ofensas de sus súbditos y dependientes? Escandalizó a todos el caso que pocos años ha sucedió en la ciudad de Córdoba, donde un negro, esclavo de un receptor o tesorero que lo había sido de aquel Santo Oficio, escaló una noche la casa de un vecino honrado de aquella ciudad por desordenado amor de una esclava, y habiendo sentido algún ruido la mujer del dueño de la casa, salió, y encontrando con el esclavo la dio una puñalada de que la pasó el pecho, y a sus voces acudió el marido y concurrieron otras personas que le prendieron al esclavo, el cual fue entregado a la justicia, y confesó en su delito, fue condenado a muerte de horca y puesto en la capilla para su ejecución; y a este tiempo el tribunal del Santo Oficio despachó letras para que el alcalde de la justicia le remitiese el preso, y aunque por el alcalde se respondió legalmente y se formó la competencia, nada pudo bastar para que el tribunal dejase de imponer y reagravar censuras y penas, hasta que atemorizado el alcalde entregó el esclavo; y habiendo llegado esta noticia al consejo de Castilla, hizo repetidas consultas a V. M. representando las graves circunstancias de este caso y la precisa obligación que el tribunal tenía de restituir el esclavo, y las grandes razones para no dejar tal ejemplar consentido; y aunque V. M. fue servido de mandar al inquisidor general que hiciese luego restituir el preso para que se siguiese y determinase la competencia, y que pasase a demostración competente con los ministros de aquel tribunal para que sirviese de escarmiento, hizo para no cumplirlo así otras consultas el consejo de Inquisición, y repitió las suyas el de Castilla: acudió a los reales pies de V. M. la ciudad de Córdoba representando su aflicción en las consecuencias de este suceso, y V. M. cuatro veces resolvió y mandó que se cumpliese lo que tenía ordenado; y viendo los inquisidores que no quedaba otro recurso a su inobediencia, dijeron que el esclavo se había huido de su cárcel, dejando desobedecido a V. M., ajada la real justicia, sin satisfacción las ofensas de aquel vasallo y las de la causa pública, desconsolados a todos, en libertad el reo y vencedora por este injustísimo modo la tema de los inquisidores.
En Córdoba también sucedió que habiéndose ofrecido ejecutar prontamente una sentencia de azotes, y faltando allí entonces ejecutor de la justicia, se ofreció a serlo en aquella ocasión un mozo esclavo de don Agustín de Villavicencio, del Consejo de Inquisición, que se hallaba preso en aquellas cárceles por fugitivo, y habiendo hecho la ejecución voluntariamente y recibido la paga que se concertó por ella, la Inquisición, con pretexto de que se habían vulnerado sus privilegios, de los cuales y de su fuero debía participar aquel mozo por ser, como decían, comensal de un inquisidor, procedió contra el corregidor, siéndolo entonces don Gregorio Antonio de Chaves, alcalde de corte, y puso preso en las cárceles del Santo Oficio a un criado suyo, perturbando la quietud de aquella ciudad, hasta que el rey nuestro señor don Felipe IV, a consulta del Consejo de Castilla, fue servido de mandar a la Inquisición que soltase al criado del corregidor y cesase en sus procedimientos.
Pudiera referir a V. M. esta junta otras muchas, y semejantes y aún más graves cosas que se han visto en los papeles que han llegado a ella, en que con iguales fundamentos ha procedido la Inquisición a no menores ni menos extravagantes demostraciones. No es esto lo que la recta y santa intención de los sumos pontífices ha encargado a los inquisidores, ni para esto se les concedieron los privilegios de que gozan, ni se les permitió la jurisdicción temporal de que usan: estos desórdenes pudieron en algunas partes hacer mal quisto el venerable nombre de inquisidores, y ya en Flandes fue conveniente mudarle en el de ministros eclesiásticos, y los napolitanos, temerosos de estas destemplanzas, carecen del gran bien de la Inquisición en aquel católico reino.
No fueron otras aquellas quejas que lastimaron los oídos y provocaron la santa indignación de los padres que asistieron a el décimo quinto concilio ecuménico celebrado en Viena el año de 1311, en el pontificado de Clemente V. Clamaron allí muchos que los inquisidores excedían su potestad y su oficio; que las providencias que la Sede Apostólica había ordenado para el aumento de la fe, con circunspección y vigilancia, las convertían en detrimento de los fieles, y con especie de piedad agravaban a los inocentes, que con afectados pretextos de que se les impedía su ministerio maltrataban a los inculpados; así se lee en una Constitución que con el nombre de Clementina, por el de aquel pontífice, se halla incorporada en el derecho canónico. Allí se decretaron contra estas culpas las gravísimas penas de suspensión a los obispos superiores, y a los de menor grado excomunión incurrida por el mismo hecho y reservada su absolución al romano pontífice, con revocación de cualquiera privilegio; este gran dispertador tiene la obligación y la conciencia de los inquisidores.
Considerando esta junta cuán infructuosas han sido cuantas providencias se han aplicado para arreglar los tribunales de la Inquisición en el ejercicio de esta jurisdicción temporal, y que antes se experimenta mayor relajación en su abuso y mayores inconvenientes contra la autoridad real, la buena administración de justicia y quietud de los vasallos, pasaría muy sin escrúpulo a proponer como último remedio la revocación de las concesiones de esta jurisdicción, que como se ha fundado, es innegablemente de V. M., y solo puede depender de su real beneplácito, el cual notoria y sobradamente se justificaría con las razones de faltar la Inquisición al reconocimiento de este beneficio, escribiendo y afirmando que esta jurisdicción es plena y absolutamente suya, usar mal de ella contraviniendo a la forma de su concesión, y hallarse ya gravemente perjudicial a las regalías de V. M. y a los derechos y conveniencias de la causa pública, motivos tales, que ningunos pueden imaginarse ni más justos ni mayores.
Pero atendiendo a que serán más conformes a la religiosa intención de V. M. los temperamentos que ocurriendo efectivamente a estos perjuicios mantengan el decoro de la Inquisición con mayor actividad, reducido a su esfera, desembarazando sus tribunales de la que menos dignamente los distrae y ocupa, dirá aquí algunos puntos generales, cuya resolución y buena práctica entiende que será bastante para el fin que se desea.
Lo primero, y que esta junta tiene por importantísimo, es que V. M. se sirva de mandar, que los inquisidores en las causas y negocios que no fueren de fe espirituales ni eclesiásticas, y en que ejercen la jurisdicción temporal, no procedan por vía de excomuniones ni censuras, sino en la forma y por los términos que conocen y proceden los demás jueces y justicias reales.
Es tan considerable y tan esencial este punto, que sin él serán incurables e inútiles como hasta ahora cuantos medios se apliquen, porque los inquisidores con las censuras que indistinta e indiscretamente fulminan en todos los casos y causas temporales, por leves que sean, bien que contra las disposiciones de los sagrados cánones y santos concilios, se hacen tan formidables a las justicias reales, con quien disputan la jurisdicción, y a los particulares con quien proceden, que no hay aliento para resistirles, pues aunque la interior conciencia los asegure del rigor de las excomuniones, la exterior apariencia de estar tenidos y tratados como excomulgados, aflige de modo que las más veces se dejan vencer de la fuerza de esta impiedad, y ceden al intento de los inquisidores; y si algunos ministros más advertidos responden con formalidad y formar la competencia, lo cual no suele ser bastante para que los inquisidores suspendan sus procedimientos, es siempre gravísimo el perjuicio que se sigue a la causa principal, porque en las inmensas dilaciones que tienen las competencias con la Inquisición, si el negocio es civil, se desvanecen las probanzas, se ocultan los bienes, se facilitan las cautelas y se frustra la satisfacción de los acreedores: y si es criminal, en que importa más la pronta solicitud de las diligencias, se embarazan las averiguaciones, se desvanece la verdad de los hechos y se da lugar a la fuga de los delincuentes. De esto son tan frecuentes los ejemplos, que sería prolijo y ocioso el repetirlos.
Con este violento uso de las censuras consiguen los inquisidores, contra la razón y las leyes, la extinción del fuero, no solo pasivo, sino también activo, en sus ministros titulares, y se le mantienen aun en los casos más exceptuados de juicios universales, deudas y obligaciones que resulten de oficio y administración pública, de tratos, tutelas, curadorías o tesorerías, aunque sean de rentas reales: con esto también los preservan y a sus familiares de todas las cargas públicas, que deben participar como vecinos de los pueblos, y aun de aquellas en que les comprende la natural obligación de vasallos.
Fue notable el caso que sucedió el año de 1639, con don Antonio de Valdés, del Consejo de Castilla, y uno de los más doctos ministros que ha tenido este siglo, que habiendo salido de la corte con especial comisión y orden del rey nuestro señor, don Felipe IV, para disponer el apresto de unas milicias, y para pedir generalmente algún donativo que sirviese a este gasto, habiendo ejecutado esta orden con algunos oficiales y familiares de la Inquisición de Llerena, despacharon aquellos inquisidores escrituras con censuras, ordenando a don Antonio que restituyese luego lo que hubiese repartido y cobrado de los ministros y dependientes de aquel tribunal, y habiendo consultado sobre esto al Consejo, ponderando la inconsideración de los inquisidores con ministros de aquel grado y el defecto de potestad para proceder en aquel caso con censuras, se sirvió V. M. resolver entre otras cosas, que el auto en cuya virtud se habían despachado aquellas letras, se testase y se notase para que nunca hubiese ejemplar, y que esta nota se fijase en la pieza del secreto de aquel tribunal, y se remitiese testimonio de haberse ejecutado así; el cual vino al Consejo de Castilla: pero ni aun esta severa y sensible demostración ha bastado para que los inquisidores se abstengan de este abuso.
Con este medio de las censuras, se constituyen los inquisidores tan desiguales y tan superiores a los ministros de V. M., como lo explicó el Consejo de Castilla en consulta de 7 de octubre de 1622, en que significando bien esta verdad, dijo: «Y es dura cosa, que la prisión corporal que aflige al cuerpo, no la haga la jurisdicción real en los ministros de la Inquisición, y que ella tenga esta ventaja de afligir, como lo hace, al alma con censuras y la vida con desconsuelos, y la honra con demostraciones.» El caso que dio motivo a aquella consulta fue, que habiendo procedido el corregidor de Toledo contra un despensero y carnicero de aquel tribunal del Santo Oficio, por intolerables fraudes que cometía en perjuicio del abasto público y sus vecinos, y habiéndolo hecho prender por esta causa, procedió aquel tribunal contra el corregidor, para que le remitiese los autos y el preso, pasando a publicarle excomulgado y ponerle en las tablillas de las parroquias, e hizo prender al alguacil y portero del corregidor, que habían preso al carnicero, poniéndolos en los calabozos de la cárcel secreta, sin permitirles comunicación por muchos días, y cuando los sacaron, para recibirles su confesión, fue haciéndoles primero quitar todo el cabello y barbas, y que saliesen descalzos y desceñidos, y los examinaron, mandándoles primero santiguar y decir las oraciones, y preguntándoles por sus padres, parientes y calidad, y después los condenaron en destierro; y aunque pidieron testimonio de la causa, para preservar su honra y la de sus familias, no quisieron los inquisidores mandar que se les diese.
Hirió este caso, con dolor y lástima, los corazones de aquellos vasallos, y estuvo la ciudad de Toledo en contingencias peligrosas al respeto del Santo Oficio: formose, por orden de S. M., una junta de once ministros, y procediendo su consulta, se resolvió lo que convino por entonces, pero no se dieron providencias para después, porque siempre se ha confiado que los tribunales de la Inquisición atenderían a mejorar sus procedimientos, lo cual no ha sucedido.
Que V. M. pueda mandar a los inquisidores, que en estos casos y en todo lo tocante a lo temporal no usen de censuras, es tan cierto que no puede sin temeridad dudarse; pues esto mismo se halla ordenado por leyes de estos reinos y se practica sin embarazo con todas las personas eclesiásticas y prelados en quien concurre jurisdicción temporal, y no se les permite que para nada perteneciente a ella usen de censuras, sino que procedan en la misma forma que los otros jueces reales, y lo mismo se observa con los ministros de cruzada; y aunque el consejo tiene también ambas jurisdicciones, se previene en las leyes, que para todo lo tocante a lo temporal y a proceder contra personas legas, no se use de excomuniones ni censuras, y la Inquisición, para este modo de proceder, en reinos de la corona de Aragón, tuvo necesidad de que se le permitiese por fueros y concordias, y este con la prevención de que hubiesen de hacerlo con todo miramiento, según se dice en la concordia que llaman del cardenal Espinosa, y en la de Sicilia con la moderación de que no se entendiese esto con los virreyes, ni con los presidentes de la gran corte, ni en los casos en que, por los jueces reales, se formase competencia o se pidiese conferencia; y lo mismo se previno para Cataluña, Valencia y Cerdeña, por los virreyes y lugartenientes generales, y para los reinos de las Indias en la concordia del año de 1610; y en la real cédula de 11 de abril de 1633, en que se añadieron algunos puntos y declaraciones a esta concordia, se mandó expresamente a los inquisidores que no procedan con censuras contra las justicias y jueces de aquellas provincias; y así se ve que esto ha dependido enteramente de la permisión de los señores reyes, la cual nunca han tenido los tribunales de la Inquisición para los reinos de Castilla, aunque también en ellos se les ha tolerado.
Ni podrán los inquisidores con buen fundamento decir, que en este uso de las censuras se les haya concedido el derecho; porque lo cierto es, en la doctrina canónica, que los prelados y jueces eclesiásticos, para defender sus propios bienes y posesiones temporales, pueden propulsar las violencias, invasiones y despojos con las armas de la Iglesia en defecto de otro remedio, pero ningún canon ni expositor ha dicho, que para el mero ejercicio de la jurisdicción temporal, concedida a un prelado o tribunal eclesiástico, pueden usar de censuras, y mucho menos cuando en la misma jurisdicción temporal tiene medios eficaces para compeler a los súbditos y poner en ejecución sus mandatos, procediendo en los términos y forma que todos los jueces de V. M.
Persuade esto mismo la razón de que estas jurisdicciones se conserven cada una en su especie, sin turbarse ni confundirse, como precisamente sucede, cuando en las causas profanas contra personas seglares se procede con censuras, que es modo propio de negocios y juicios eclesiásticos, y en esto es de gravísima consideración el perjuicio de los vasallos, pues además de las leyes reales, que deben obedecer, se les grava también con las eclesiásticas; a cuya disposición, en materias temporales, no están sometidos ni pueden voluntariamente someterse, porque sería perjuicio de la regalía y de la integridad de jurisdicción que reside en ella, razón que justifica estas y otras semejantes leyes sin ofensa de la inmunidad.
Cierto es que no pertenece a la potestad real, sino a la pontificia, el dar o quitar la facultad de fulminar censuras; pero igualmente es cierto que en todas las supremas potestades temporales, no solo hay facultad, sino precisa obligación de proteger a sus súbditos, cuando los jueces eclesiásticos, en causas del siglo, ejercen contra ellos la jurisdicción de la Iglesia; por esto han podido las leyes prohibir a la Inquisición, a los prelados y a los ministros de cruzada, el uso de las censuras en causas y con personas seglares; y por esto también se pudo prohibir lo mismo a la Inquisición: y el no haberlo hecho, esperando que tan cautos y justos tribunales se contuviesen en lo debido, no se entiende que fuese darle facultad, sino tan solamente no impedírsela quedando siempre reservada a la regalía, la moderación de los excesos y la revocación de cualquiera permisión o tolerancia como la misma jurisdicción temporal y sus concesiones.
La costumbre en que se hallan los tribunales de la Inquisición de proceder en esta forma, no puede haberles dado razón en que estribe el derecho de continuarla, porque siendo cierto, como lo es, y se ha manifestado, que esta jurisdicción se les concedió precariamente y con expresas cláusulas preservativas del arbitrio de revocarla, no puede dudarse que estas mismas calidades influyen en el uso de la misma jurisdicción, y que contra esto no puede haber prescripción ni costumbre, la cual no admite el derecho en lo que se posee y goza con títulos precarios, porque destruyen la buena fe sin la cual nada se puede prescribir, y el quererlo hacer la voluntad y forma dada por el concedente, sería convertir la posesión en usurpación, y hacer fructuosa la culpa; y habiendo sido acto facultativo en los señores reyes el impedir o tolerar a la Inquisición el uso de las censuras, es conclusión firmísima que no se puede dar prescripción contra esta facultad, como lo es también que todas las concesiones de jurisdicción llevan consigo, implícita e inseparable, la condición de que el que las reciba deba ejercerla en la misma forma que la ejercía el superior que se la concede, y así deben la Inquisición y sus tribunales usar de esta jurisdicción; no de otro modo que en nombre de V. M. la ejercen sus tribunales y justicias.
Goce en hora buena la Inquisición de la jurisdicción temporal que para aumento de su autoridad y decoro le concedieron nuestros piadosos reyes, y que será tan propio de la igual piedad de V. M. el mantenerla, pero sea esto sin alterársela, sin que la confundan con la eclesiástica, sin molestar con ella a los ministros de V. M., y sin gravar a sus vasallos: esto, y el prohibir para esto el uso de las censuras, que es de donde nacen siempre estas turbaciones, se ha tenido en todos tiempos por tan conveniente y tan justo, que lo ha representado así el Consejo de Castilla en muchas consultas, y en una que hizo en 30 de junio del año de 1634, con ocasión de los grandes embarazos que entonces hubo por haberse repartido a un familiar, vecino de Vicálvaro, pocos reales para el carruaje del señor infante don Fernando, tío de V. M., en su jornada a Barcelona; habiendo pasado desde este tan pequeño principio el tribunal de Toledo, y después el Consejo de Inquisición, a los mayores empeños y más extraordinarias demostraciones que jamás se han visto, dijo entre otras cláusulas así: «Mucho se excusaría, mandando V. M. no ejerza la jurisdicción real de que usa la Inquisición por medio de censuras, moderándosela y limitándosela en esta parte, como puede V. M. quitársela, siendo precaria, sujeta a la libre voluntad de V. M., de quien la obtuvo la Inquisición, como ya lo confiesa en sus consultas, como quiera que lo han negado algunos inquisidores en escritos suyos, de lo cual se seguiría muchas conveniencias, y entre otras, excusar la opresión grande de los vasallos de V. M., contra quienes han procedido y proceden a censuras, oprimiéndolos y molestándolos con ellas por muchos meses, intimidándolos por este medio para que no se atrevan a defender la jurisdicción real, y dilatándoles la absolución aún después de mandarlo V. M.;» comprendiéndolo todo en estos pocos renglones aquel grave consejo, y en la resolución de esta consulta el rey nuestro señor don Felipe IV se sirvió de mandar al consejo de Inquisición que nunca procediese con censuras contra los alcaldes de corte sin dar cuenta primero a S. M., dejando autorizado con esta deliberación que el uso de las censuras en semejantes casos es dependiente del real arbitrio.
Y habiendo de quedar en el Santo Oficio reducido el uso de la jurisdicción temporal a los términos en que la ejercen los jueces de V. M., será prevención muy importante, que siendo V. M. servido, se mande, que todas las personas que por orden del Santo Oficio se prendieren, no siendo por causas de fe o materias tocantes a ella, se hayan de poner en las cárceles reales, asentándose allí por presos del Santo Oficio, y teniéndose en la forma de prisión que se ordenare por los inquisidores correspondiente a la calidad de las causas: con esto se evitará a los vasallos el irreparable daño que se les sigue cuando por cualquier causa civil o criminal, independiente de punto de jurisdicción, se les pone presos en las cárceles del Santo Oficio, pues divulgándose la voz y noticia de que están en la cárcel de la Inquisición, sin distinguir el motivo, ni si la cárcel es o no secreta, queda a sus personas y familias una nota de sumo descrédito y de grande embarazo para cualquier honor que pretendan; y es tan grande el horror que universalmente está concebido de la cárcel de la Inquisición que en Granada, el año de 1682, habiendo ido unos ministros del Santo Oficio a prender una mujer por causa tan ligera como unas palabras que había tenido con la de un secretario de aquel tribunal, se arrojó, para no ir presa, por una ventana y se quebró ambas piernas, teniendo esto por menos daño que el de ser llevada por orden de la Inquisición a sus cárceles; y aunque es cierto que en algunas concordias se asienta, que la Inquisición tenga cárceles separadas para los presos por causas de fe, y para los que no lo son, es constante el abuso que hay en esto, y que debiéndose regular por la calidad del negocio, depende solamente de la indignación de los inquisidores, que muchas veces han hecho poner en los calabozos más profundos de las cárceles secretas a quien no ha tenido más culpa que la de haber ofendido a alguno de sus familiares. Todos los presos por los consejos de V. M., y por el de Estado, y aun por orden de V. M., se ponen en las cárceles reales, y no se halla razón para que dejen de ponerse los del Santo Oficio cuando se procede con jurisdicción real contra ellos, ni para que se tolere el gravísimo inconveniente que resulta a muchas honradas familias, no siendo este punto de importancia al Santo Oficio, más que para mantener aún en esto la independencia y la separación que afecta en todo.
El segundo punto, no menos esencial y que parece a esta junta preciso, para que la Inquisición se abstenga del uso de las censuras en juicios seglares según se ha dicho, es, que V. M. se sirva de mandar que en caso que los inquisidores en los negocios y causas tocantes a la jurisdicción temporal que administran contra personas legas procediesen con censuras, puedan las tales personas contra quienes las fulminan recurrir por vía de fuerza al consejo, chancillería y tribunales a quienes toca este conocimiento, agraviándose de este modo de proceder de los inquisidores, y con la queja de la parte o a pedimento del fiscal de V. M. se conozca en sus tribunales sobre estos recursos, y se proceda en ellos, y se determinen por la vía y forma que se tiene en los artículos de fuerza, y se intentan de proceder y conocer los jueces eclesiásticos excediendo de su jurisdicción.
Este conocimiento de las fuerzas, que con diferentes nombres se practica en todos los reinos y dominios católicos, era de la primera y más alta soberanía y tan unida a la majestad, que por esto antonomásticamente se llama oficio de los reyes, porque en él consiste la conservación de su propia real dignidad y el amparo y protección de sus vasallos; muy presente tuvieron esto los prudentísimos señores Reyes Católicos, que habiendo sido fundadores de la Inquisición en estos reinos, y habiéndola enriquecido con tantos privilegios, dejaron siempre intacta esta regalía del recurso de las fuerzas, hasta que pasados algunos años, en el de 1553, el señor emperador don Carlos y el señor rey don Felipe II, abundando en liberalidad con la Inquisición, tuvieron por bien inhibir a todos sus tribunales reales del conocimiento, por vía de fuerza, en todos los negocios y causas tocantes al Santo Oficio, remitiendo y cometiendo este conocimiento a solo el consejo de la santa y general Inquisición.
No fue esto abrogar ni prohibir los recursos por vía de fuerza en los negocios y causas de la Inquisición, ni tal pudiera ser, ni pudieran quererlo así las majestades del señor emperador y su hijo, porque sería esto destruir una regalía en que se enlazan la primera obligación de los príncipes y el último y mayor auxilio de los vasallos: lo que verdaderamente se hizo fue, usar de otra regalía, que consiste en la distribución de los negocios, la cual depende únicamente de la real voluntad, y por ella se asignan y cometen a los tribunales las causas y materias en que han de tener conocimiento, pero esto alterable al arbitrio de quien lo distribuye; y así el conocimiento de las fuerzas, que generalmente estaba cometido al consejo chancillería, se cometió entonces particularmente al consejo de Inquisición, por lo tocante a las fuerzas de sus tribunales, quedando siempre existente este recurso y quedando en la potestad real la facultad de alterar esta comisión; así han entendido y declarado los escritores más autorizados y clásicos la real cédula que se despachó sobre este punto.
Considerándose dos especies de fuerzas, a estas corresponden los recursos que ordinariamente suelen intentarse: la primera es cuando los jueces eclesiásticos niegan la apelación de las determinaciones apelables: la segunda cuando con la jurisdicción eclesiástica proceden en causas y con personas seglares: en el primer caso en que se presupone fundada la jurisdicción eclesiástica, y solo consiste el agravio en la injusticia de la determinación, será bien y muy justo queden reservados siempre al Consejo de Inquisición los recursos de las fuerzas de sus tribunales; pero en el segundo, en que el agravio consiste en proceder sin jurisdicción el eclesiástico en causas y contra personas que no son de su fuero, usurpando, turbando e impidiendo la jurisdicción real, no pudo ni podrá jamás abdicarse de V. M. este conocimiento, ni sería bien que la enmienda de estos agravios se fiase a los inquisidores, tan formalmente interesados y atentos en ampliar su jurisdicción, y en mantener y en abrigar los excesos y aun los errores que con este fin cometen sus tribunales, como cada día lo muestra la experiencia.
Por esto cuando los inquisidores en causas profanas en que ejercen jurisdicción temporal proceden con censura, será litigio el recurso por vía de fuerza, porque el acto de la fulminación de censuras es ejercicio de jurisdicción eclesiástica, la cual no tienen ni pueden ejercer en aquellos casos, y usándolos individualmente en ellos es notorio en esto el defecto de jurisdicción, y es notorio el perjuicio que se hace a la real y el agravio de la parte con que se justifica el recurso, y será jurídica la determinación declarando la fuerza con el auto que llaman de legos.
Y no podrá causar gran novedad esta resolución a los inquisidores, porque no pueden ignorar que después del año de 1558, en que se suspendió el conocimiento de las fuerzas a los tribunales reales, han acontecido algunos casos en que no obstante aquella disposición se ha usado de este recurso sin que en esto haya habido desaprobación real; así sucedió en Sevilla el año de 1598, con ocasión del embarazo que tuvieron la Inquisición y Audiencia de aquella ciudad en la iglesia mayor de ella, estándose celebrando las exequias funerales del señor don Felipe II, y habiendo procedido los inquisidores con censuras contra la Audiencia, se propuso en ella por su fiscal el recurso y se mandaron llevar los autos por vía de fuerza, y vistos se declaró que la hacían los inquisidores, y se les mandó que repusiesen, y habiéndose despachado segunda provisión para que lo hiciesen así, se dio cuenta al señor rey don Felipe III, que fue servido de mandar que los inquisidores no conociesen ni procediesen más en aquel negocio, y alzasen las censuras que hubiesen impuesto, y absolviesen a cautela libremente a los que por aquella causa hubiesen excomulgado, y que los inquisidores Blanco y Zapata compareciesen en esta corte y no saliesen de ella sin licencia de V. M., de que se despacharon cédulas reales en 22 de setiembre de aquel año de 98.
Y en el año de 1634, con motivo de unos excesos del tribunal de Inquisición de Toledo, procedió el Consejo de Castilla en la misma forma, y habiéndose traído a él los autos, se proveyó uno para que un clérigo notario del Santo Oficio fuese sacado de estos reinos y privado de las temporalidades, y para que al inquisidor de Toledo que residía en esta corte se le notificase que no procediese más en aquella causa y se inhibiese de ella, con apercibimiento de pena de las temporalidades; y que el inquisidor más antiguo del tribunal de Toledo compareciese en esta corte, y habiéndose dado cuenta de esta resolución a S. M., fue servido sin desaprobarlo de mandar que el Consejo en semejantes casos antes de usar del remedio de las fuerzas lo pusiese en su noticia.
En el año de 1639 la chancillería de Valladolid mandó sacar unas multas a los inquisidores de aquella ciudad por los excesos con que habían procedido en unas controversias pendientes, y los inquisidores, bien advertidos, no usaron de censuras y acudieron a S. M., por cuya orden se acomodó aquella dependencia.
En el año de 1682, habiéndose ofrecido otra controversia entre la chancillería de Granada y los inquisidores de aquella ciudad, dio cuenta la chancillería al Consejo, y en él resolvió que a don Baltasar de Luarte, inquisidor más antiguo de aquel tribunal, se le sacase de estos reinos de Castilla, y a don Rodrigo de Salazar, secretario del secreto de aquella Inquisición, se le sacase desterrado veinte leguas de Granada, cometiéndose la pronta ejecución de uno y otro al presidente de aquella chancillería; y habiéndose consultado a V. M. esta resolución, fue servido de conformarse, para lo cual se despacharon provisiones, aunque por entonces no pudieron ejecutarse, porque así el inquisidor como el secretario se retiraron adonde no se tuvo noticia de ellos en muchos meses, hasta que después V. M. en real decreto de nueve de marzo de 1683, tuvo por bien mandar que el secretario volviese y que el inquisidor quedase desterrado de Granada, declarando V. M. que por esto no quedase perjudicada su regalía para usar de ella en los casos que conviniese al real servicio.
Y en todas las resoluciones que V. M. y los señores reyes antecesores se han servido de tomar mandando por sus reales órdenes y decretos decisivos ejecutar algunas demostraciones cuando ha convenido así, para corregir los excesos de los inquisidores en el uso de la jurisdicción, no es dudable que se ha ejercido esta regalía y se ha obrado en conformidad de una ley de estos reinos, en que el conocimiento y enmienda de los excesos, impedimentos o usurpaciones que contra la jurisdicción real se hacen por los eclesiásticos, se reserva privativamente a la persona real, que por tan privilegiado e importante se ha considerado siempre este punto.
Por lo tocante a estos reinos de Castilla, no se puede ofrecer dificultad ni reparo, en que al Consejo y Chancillería se vuelva el conocimiento de las fuerzas, cuando los inquisidores procediesen con jurisdicción eclesiástica y con censuras sin poderlo hacer; porque en estos reinos ninguna concordia ni ordenanza ha permitido a los inquisidores el uso de las censuras para lo temporal; y así es evidente el defecto de facultad y jurisdicción con que en esto proceden, y es manifiesta la fuerza que hacen.
Para los reinos de las Indias procede la misma consideración, pues por la ordenanza del año de 1563 y otras leyes y cédulas posteriores está mandado que aquellas audiencias, en el conocimiento de las fuerzas, se arreglen a lo que observan las chancillerías de Valladolid y Granada, con que la forma que se diere para estas habrá de tenerse en las otras; y allí no solo es igual, pero superior la razón: pues, como se ha dicho, está prohibido a los inquisidores el uso de las censuras contra los ministros, con que será notoria la fuerza si las usasen.
En Aragón es cierto que por fuero de aquel reino el año de 1646, en que se estableció la forma y términos que habían de tener entre sí la jurisdicción real y la de la Inquisición, se permite que puedan los inquisidores valerse de las censuras en caso que por la jurisdicción real se contravenga a lo que dispone aquel fuero: pero en aquel reino providentísimo en la conservación de sus derechos no se necesita de nuevas providencias; porque si los inquisidores exceden sus límites, se usa indificultablemente el remedio de las firmas e inhibiciones, con que se les corta los pasos cuando no van bien dirigidos.
En los otros reinos de aquella corona se dio providencia, en las concordias del año de 1568 del cardenal Espinosa y del año de 1631 del cardenal Zapata, para que sin llegarse a usar de la citación del banco regio ni de la conminación del banimiento, que son los remedios que allí corresponden al de las fuerzas de Castilla, se determinasen o compusiesen por vía de conferencias o en formalidad de competencias las controversias de jurisdicción entre los inquisidores y jueces reales; y aunque para esto se impusieron penas pecuniarias y otras a los ministros de una y otra jurisdicción, que faltasen a la observancia de lo que allí se dispone, mostró después la experiencia la gran dificultad y dilaciones que había en practicar este remedio, ocasionando siempre por parte de los inquisidores los embarazos, y continuándose por la del juez los procedimientos; con que fue preciso, siempre que los inquisidores rehusaban la conferencia, o procedían contraviniendo o apartándose de las concordias, usar el remedio de la citación al banco regio y otros consiguientes a él; lo cual afirman haberse practicado así los escritores más bien informados de aquellos estilos, y ya no puede esto dudarse, por haberlo mandado así el rey nuestro señor don Felipe IV en real cédula de 2 de junio de 1661, y V. M. en otra de 10 de abril de este año se ha servido de mandar que se observe y cumpla precisa y puntualmente, sin embargo de otras cualesquier órdenes anteriores o posteriores que por los inquisidores se pretenda hacer en contrario: y así en aquellos reinos tienen remedios bien proporcionados para los casos en que la Inquisición exceda usando de las censuras.
Para el reino de Sicilia se necesita más de especial providencia; porque allí, por capítulo de la concordia del año de 1580 no alterada en esto por las posteriores, no solo se concedió a los inquisidores el uso de las censuras en estas causas temporales, pero se prohibió expresamente al juez de la monarquía el conocimiento de este punto por vía de recurso y en otra forma y el poder dar absolución a instancia de parte ni de oficio.
Mas como todo esto se ordenó con la declaración de que se hubiese de entender y ejecutar por el tiempo que fuese la real voluntad, y no más, habiendo mostrado la experiencia los gravísimos daños que en perjuicio de la regalía y de aquellos vasallos produce esta forma, que pareció conveniente entonces, será conforme a toda razón y reglas de buen gobierno mejorarle de modo que se ocurra a los inconvenientes que después se han reconocido, y más cuando es tan notoria a V. M. por las frecuentes cartas de los virreyes de Sicilia y consultas del Consejo de Italia la inobediencia y poca cuenta con que aquellos inquisidores tratan las concordias y órdenes que se han expedido para el mejor ejercicio de ambas jurisdicciones, y especialmente lo que mira a la determinación de las competencias, pues ni las admiten aunque se formen, ni las conferencias ni juntas aunque se les ofrezca, ni remiten los autos al Consejo de Inquisición, para que aquí se vean con los que hubiere en Italia y se consulten, ni suspenden los procedimientos; con que si algunas personas se hallan excomulgadas o presas, se quedan en aquel estado y sin remedio, eternizándose estos embarazos, hasta que la fuerza de los inquisidores rinde a la razón de los tribunales de V. M. y a la justicia de sus vasallos.
Y aunque en la concordia del año de 1635 para remediar esto se ordenó que los ministros de una y otra jurisdicción, que ofreciéndoseles la conferencia y junta, no la aceptasen, incurriesen por la primera vez en la pena de quinientos ducados y por la segunda en suspensión de sus oficios, ni ha bastado esto ni puede llegar el caso de ejecutarse contra los inquisidores; por una parte siempre se rehúsa la conferencia, porque allí se dispone que para la ejecución de esta pena, cuando incurrieren los inquisidores, haya de dar comisión el inquisidor general y Consejo de Inquisición al Consejo de Italia o a la persona que por él se nombrare: y así, habiendo de proceder la declaración de estar incursos en la pena los inquisidores y la comisión del un Consejo al otro para convocarla, es tan dificultosa y dilatada la práctica de esto, que jamás llegó ni podrá llegar a conseguirse; por lo cual parece a esta junta necesario que V. M. se sirva de mandar que, en caso que los inquisidores del reino de Sicilia procedan con censuras en causas temporales, puedan las personas que se sintieren de esto gravadas, recurrir al juez de la monarquía; el cual en estos casos use de su jurisdicción y facultades no obstante lo dispuesto en las referidas concordias, que en cuanto a esto hayan de quedar expresamente derogadas.
No se necesita de discurrir medios para reprimir los procedimientos de los inquisidores, y contenerlos en los límites justos: tienen ya prevenido el modo las leyes dadas por V. M. a sus dominios: si V. M. manda que se ejecuten, no serán impuntuales sus efectos. Si el señor rey don Felipe II hubiese imaginado que el suspender a sus tribunales las fuerzas de los inquisidores, se había de convertir en dar a los inquisidores más fuerzas para perturbar la jurisdicción real y molestar a sus vasallos, debemos creer que se hubiera prudentemente abstenido de exceptuar los tribunales de la Inquisición de lo que no se exceptúan los de todos los prelados y príncipes de la Iglesia, ni los nuncios y legados del papa: lo que obró entonces una piedad confiada, podrá ahora mejorarlo una experiencia advertida. Señor, este remedio de volver a los tribunales de V. M. el conocimiento de las fuerzas, no solo con la limitación que ahora le propone esta junta para cuando exceden usando censuras en causas temporales, sino con la generalidad de todos los casos en que se practica con los demás jueces eclesiásticos, le ha consultado muchas veces significando ser necesario el Consejo de Castilla, y especialmente en consulta de 8 de octubre de 1631, habiendo discurrido en los excesos de los inquisidores, concluyó diciendo: «Para cuyo remedio, y que la jurisdicción de V. M. tenga la autoridad que conviene a la puntual observancia de sus leyes y pragmáticas, y que las materias de gobierno y hacienda real corran con la igualdad y seguridad que deben sin el embarazo de tantos y tan poderosos privilegiados, importaría mucho dejase conocer V. M. la jurisdicción real de las fuerzas, en todo lo que no fuese materia de fe, porque no es justo ni jurídico que los privilegios seculares que ha concedido V. M. a la Inquisición y a sus ministros se hagan de corona, se defiendan con censuras teniendo excomulgados muchos meses a los corregidores, y empobreciendo a los particulares con la dilación de las competencias y de su decisión, en que cada día, y hoy particularmente, ve el Consejo con grande lástima padecer gente muy pobre sin poderla remediar, y esto mismo repitió en consultas de 1634, 1669, y 1682: y en una representación llena de prudencia y de celo que hizo sobre esto el obispo de Valladolid, don Francisco Gregorio de Pedrosa, el año de 1640, dijo al rey nuestro señor, don Felipe IV: «Es un daño grande que el Consejo real permita imprimir libros, ni entrar de fuera impresos sin examinar ni borrar lo que en esta materia van extendiendo los autores dependientes o pretendientes de la Inquisición, pues llegan a estampar que la jurisdicción que V. M. fue servido de comunicar a los inquisidores por el tiempo de su voluntad no se la puede quitar sin su consentimiento, proposición a que casualmente no puede responderse, sino es viendo el mundo que V. M. o se la quita o se la limita…»
El tercero punto, y que es fundamental para evitar los continuos embarazos con los inquisidores y sus tribunales, consiste en dar asiento fijo sobre las personas que han de gozar del fuero de la Inquisición, y la regla que en esto se ha de tener, moderando el desorden y relajación que hoy se tiene, por lo cual es necesario considerar tres grados de personas, unas de los familiares, criados domésticos y comensales de los mismos inquisidores; otras de los familiares de la Santa Inquisición; otras de los oficiales y ministros titulares y salariados.
En cuanto a los primeros, debe esta junta representar a V. M. que por los papeles que en ella se han reconocido parece que las más frecuentes y reñidas controversias que en todas partes se ofrecen con los tribunales de la Inquisición y las justicias reales, son originadas de este género de personas adherentes a los inquisidores, que muy sin razón están persuadidos de que gozan de todo el fuero activo y pasivo que pueden pretender ellos mismos, y sobre este desacertado supuesto, si a un cochero o lacayo de un inquisidor se le hace por cualquier causa la más leve ofensa aunque sea verbal, si a un comprador o criada suya no se le da todo lo mejor de cuanto públicamente se vende, o se tarda en dárselo, o se le dice alguna palabra menos compuesta, luego los inquisidores ponen mano a los mandamientos, prisiones y censuras, y como las justicias de V. M. no pueden omitir la defensa de su jurisdicción, ni permitir que aquellos súbditos suyos sean molestados por otra mano, ni llevados a otro juicio; de aquí se ocasionan y fomentan disensiones que han llegado muchas veces a los mayores escándalos en todos los reinos de V. M.
En los de Castilla no tienen los inquisidores razón ni fundamento para pretender esto, pues seguramente puede afirmarse que ni hay disposición canónica ni civil que tal les conceda, de lo cual tenemos dos declaraciones irrefragables; la primera fue de los señores Reyes Católicos en el año 1504, dirigida al abad de Valladolid don Fernando Enríquez, el cual pretendía que se remitiesen para conocer de ellos unos criados suyos presos por la justicia ordinaria, y en la real cédula que sobre esto se le despachó, se le dice así: «E agora dis que se querian escusar o salvar diciendo que son vuestros familiares, e somos de ello maravillado, porque allende que de derecho no gozan por vuestros familiares, no debíades vos favorecerlos.» La otra y bien expresa se halla en una de las notas de la recopilación de las leyes de Castilla que dice: «Los familiares de los obispos y prelados no gozan del privilegio del fuero;» y en esta conformidad se despacharon reales cédulas a las chancillerías que están entre sus ordenanzas, y así se observa por todos los tribunales.
Recurren los inquisidores destituidos del derecho propio a valerse del de los obispos, los cuales eran inquisidores antes de la nueva institución del Santo Oficio, y han querido fundar en largos y prolijos escritos que a los obispos tocaba este conocimiento y que por esto les toca a ellos como subrogados en su lugar y oficio, pero es de ningún provecho para su intento este recurso, porque también no hay canon ni decreto que les diese tal privilegio a los familiares de los obispos, ni a ellos tal conocimiento; y una decretal de Honorio III que alegan y en que principalmente se fundan, solamente refiere la duda que sobre esto se propuso a aquel pontífice y que la remitió a jueces delegados para aquella causa, cuya determinación ni aquel texto la dice ni hasta ahora se sabe, y aunque algunos autores que han escrito con afecto a la Inquisición o a extender el fuero eclesiástico se han inclinado a esta opinión, lo cierto y seguro es lo que dispone el santo concilio, en que reformándose el uso antiguo de que los seglares ordenándose de menores órdenes gozasen del fuero eclesiástico, se definió que para gozarle no teniendo beneficio hubiesen de tener precisamente los otros requisitos de hábito clerical, corona y asignación a Iglesia, sin que de otro modo, aun siendo clérigos, se eximiesen de la jurisdicción ordinaria: sobre este sólido fundamento apoyan los más doctos teólogos y graves escritores y más religiosos la resolución de que ni los criados de los obispos gozaron, ni los de los inquisidores gozan este fuero; y aun los que han sido de la opinión contraria lo dicen ambigua y dudosamente, refiriéndose siempre a las costumbres de los reinos y provincias, y así en Castilla no tienen los inquisidores más motivo que el de su deseo, y esto mismo se entiende sin diferencia para los reinos de las Indias.
En Aragón, por capítulo de las cortes del año de 1646, se concedió a los criados comensales de los titulares oficiales y asalariados de la Inquisición, cuyo número allí se redujo a veinte y tres personas, que gozasen del fuero pasivamente en las causas criminales, exceptuando algunas de mayor gravedad; pero en aquel reino es menor inconveniente, así por reducirse esto a poco número de personas, como porque es fácil y practicado el remedio si excediesen los inquisidores.
En Valencia, por la concordia y cedula real del año de 1568, gozan también los criados y familiares de los inquisidores y oficiales salariados del fuero pasivo, y en Cataluña por la concordia del mismo año corre esto en la misma forma.
En Sicilia tiene esto más extensión, porque en la concordia del año 1580 se concedió indistintamente el fuero del Santo Oficio, no solo para las familias de los inquisidores, sino también a las de los oficiales y ministros de su tribunal, y a sus tenientes y las suyas, aunque después en las concordias de los años de 1597 y 1631, se declaró el modo de entender esta generalidad moderándola a los verdaderos comensales.
Con esta diferencia se practica esta exención de las familias de los inquisidores; siendo cierto que en los reinos donde la gozan, ha sido por concesiones reales, en que revocable y precariamente se ha permitido a los inquisidores esta jurisdicción temporal en sus domésticos y adherentes, y dependiendo absolutamente del real arbitrio de V. M. el revocársela, parece a esta junta justo, conveniente y preciso que V. M. se la revoque, y que las familias, criados, adherentes y comensales de los inquisidores y de los oficios titulares y salariados de la Inquisición, no gocen de este fuero privilegiado en causas criminales ni civiles, activa ni pasivamente: este privilegio ni conduce ni importa aun remotísimamente a la autoridad de la Inquisición ni a su mejor ejercicio: ha sido y es principio de escandalosísimos casos en que se han visto demostraciones ajenas de la circunspección de los inquisidores y aun de la decencia de las personas; estimación suya será apartarlos este riesgo en que tantas veces ha peligrado y padecido la opinión de su integridad, y enmendar en los dominios de V. M. este abuso de que con la librea de un inquisidor se adquiera un carácter y una inmunidad que ni tema ni respete a las justicias reales, y que se vean en implacable lid las jurisdicciones por este fuero de adherencia no conocido en las leyes y mal usado para estorbo de la justicia.
En los familiares del Santo Oficio también hay variedad, porque en estos reinos y los de Indias no gozan del fuero en causas civiles, sino tan solamente en las criminales, con la exención de algunos casos. En Aragón se observa esto mismo de las cortes del año de 1646: en Valencia, Cataluña, Cerdeña y Mallorca, gozan del fuero pasivo en lo civil y en lo criminal, también con algunas excepciones, y así también en Sicilia. Todo esto no tiene inconveniente que corra en la misma forma y sin novedad, porque en las concordias en que se les ha permitido el fuero en lo civil, se exceptúan los casos en que no le deben gozar, y se previene el número de familiares que ha de haber en cada parte, y las circunstancias que han de concurrir en sus personas y forma de sus nombramientos, y arreglándose los inquisidores a estas disposiciones, y estando cuidadosos los ministros de V. M. sobre que las observen, no se necesita de nueva providencia y bastará que V. M. se sirva de mandárselo a unos y a otros, para que estén más advertidos. Solo para Mallorca, donde no hay concordia ni otra disposición en que se prefiere el número de los familiares que debe haber en aquel reino, con que se da ocasión para que lo sean como actualmente lo son los que componen la mayor y mejor parte, eximiendo por este medio de la jurisdicción real y causando muchos y graves inconvenientes, será bien que V. M. se sirva de mandar que en aquel reino se modere el número de los familiares, arreglándose en todo a la forma dada en la concordia del cardenal Espinosa.
Sobre los oficiales y ministros titulares y salariados es bien menester más remedio, porque no hablando de ellos ni comprendiéndolos las concordias de estos reinos y de las Indias, ni pudiendo por las de Cataluña, Valencia, Cerdeña y Sicilia gozar en lo criminal y civil más fuero que el pasivo, pues solamente en Aragón se les concedió el activo por el capítulo de cortes; pretenden absolutamente en todas partes este fuero, y sin más título ni razón que la facilidad que hallan en los inquisidores para defender sus pretensiones con todo el rigor de las censuras, interesándose en esto la extensión de su jurisdicción, llevan a sus tribunales todos los negocios criminales o civiles en que tienen o pretenden tener cualquier interés activa o pasivamente: privilegio tan exorbitante que excede a la inmunidad del estado eclesiástico: esto ofende únicamente a la jurisdicción real, y es intolerable perjuicio de los vasallos, y así parece a esta junta que V. M. se sirva de mandar que estos ministros titulares y salariados de cualquier grado que sean, gocen solamente en lo pasivo, civil y criminal, el fuero de la Inquisición, así en los reinos de Castilla y las Indias, como en Cataluña, Valencia, Cerdeña, Mallorca y Sicilia, exceptuando solamente a Aragón por la especial disposición que allí está dada en cortes, y que esto se entienda con que en lo criminal no hayan de gozar en aquellos casos y delitos que en las concordias de todos los reinos referidos se exceptuasen para con los familiares, y que en lo civil se exceptúen las causas y pleitos sobre mayorazgos y vínculos y sobre bienes inmuebles y raíces, así en propiedad como en posesión, los juicios universales de pleitos y concursos de acreedores, las particiones y divisiones de herencias, los discernimientos de tutelas, curadorías y administraciones, y las cuentas y dependencias de todo esto, quedando el conocimiento en estos casos, enteramente y sin embarazo a las justicias ordinarias; y para los reinos fuera de los de Castilla, y donde por concordia y costumbre estuviere asentado o introducido que los familiares gocen del fuero pasivo en lo civil se podrá mandar si V. M. fuese servido, que todas las limitaciones prevenidas con ellos se entiendan también con los oficiales y ministros titulares y salariados, para que gocen como los familiares y no más.
Esto se conforma con lo que ordenan las leyes, con lo que dicta la razón y con lo que pide la buena distribución de las jurisdicciones.
El cuarto punto se reducirá a algunas prevenciones importante, para cortar las dilaciones que suelen ofrecerse, procuradas siempre o afectadas por los inquisidores en las determinaciones de las competencias, en que suelen pasar años sin llegar el caso de decidirse, con desconsuelo de los que se hallan excomulgados o presos y sin modo para conseguir absolución o soltura, y esto sucede en los casos en que los inquisidores se hallan menos asistidos de justicia para fundar su jurisdicción…
Sigue la junta aconsejando y proponiendo a S. M. la nueva forma que se debe emplear para estos procedimientos, y para corregir los abusos de que se lamenta, en Castilla, en Aragón, en Valencia, en Cataluña, en Cerdeña, en Mallorca, en Sicilia, y en los reinos de Indias, según las circunstancias particulares en que se encontraba cada uno de estos países, y concluye:
Señor: reconoce esta junta que a las desproporciones que ejecutan los tribunales del Santo Oficio corresponderían bien resoluciones más vigorosas: tiene V. M. muy presentes las noticias que de mucho tiempo a esta parte han llegado y no cesan de las novedades que en todos los dominios de V. M. intentan y ejecutan los inquisidores, y de la trabajosa agitación en que tienen a los ministros reales: ¿qué inconvenientes no han podido producir los casos de Cartagena de las Indias, Méjico y la Puebla, y los cercanos de Barcelona y Zaragoza, si la vigilantísima atención de V. M. no hubiera ocurrido con tempestivas providencias? y aun no desisten los inquisidores, porque están ya tan acostumbrados a gozar de la tolerancia, que se les ha olvidado la obediencia. Tocará a los tribunales por donde pasan aquellos casos particulares, y representando a V. M. sobre ellos lo que sea más de su real servicio: a esta junta parece, por lo que V. M. se ha servido cometerla, que satisface a su obligación proponiendo estos cuatro puntos generales: Que la Inquisición en las causas temporales no proceda con censuras: que si lo hiciere, usen los tribunales de V. M. para reprimirlo el remedio de las fuerzas: que se modere el privilegio del fuero en los ministros y familiares de la Inquisición, y en las familias de los inquisidores: que se dé forma precisa a la más breve expedición de las competencias. Esto será mandar V. M. en lo que es todo suyo, restablecer sus regalías, componer el uso de las jurisdicciones, redimir de intolerables opresiones a los vasallos, y aumentar la autoridad de la Inquisición, pues nunca será más respetada que cuando se vea más contenida en su sagrado instituto, creciendo su curso con lo que ahora se derrama sobre las márgenes, y convirtiendo a los negocios de la fe su cuidado, y a los enemigos de la Religión su severidad. Este será el ejercicio perpetuo del Santo Oficio; santo y saludable cauterio, que aplicado adonde hay llaga la sana, pero donde no la hay la ocasiona.
El conde de Frigiliana dijo, que sirviéndose V. M. en el real decreto expedido para la formación de esta junta de mandar se trate en ella de todos los excesos de la Inquisición, así en materias de jurisdicción como en sus privilegios, y siendo punto tan considerable el del Fisco, el cual tiene entendido el conde ser de V. M., conformándose a esto las reales órdenes, que siendo virrey de Valencia tuvo para poner cobro en el Fisco de la Inquisición de aquel reino, cuyo efecto no pudo conseguir: sería de dictamen que se hiciese memoria a V. M. de lo tocante a esto y de su importancia, por si V. M. fuese servido de que sin suspender las resoluciones que la junta lleva consultadas sobre las demás providencias, se examinase y apurase de una vez donde V. M. se sirviese de ordenar: si la Inquisición tiene o no este privilegio de no dar cuenta de los caudales que entran en aquel Fisco, pues la obligación de mantener aquellos tribunales parece que se halla ya satisfecha sobre el dote que tienen asignado en las prebendas de las iglesias, con el de tantas haciendas raíces que por razón de confiscaciones poseen, y tantos censos y juros adquiridos o impuestos con caudales confiscados, y esta representación parece al conde más conveniente para que los inquisidores no aleguen otro día, que el no haberse hecho en esta junta ha sido reconocer o aprobar el derecho que suponen tener a otros.
A la junta pareció que el real decreto de V. M. no comprende este punto, ni más que las materias jurisdiccionales, por lo cual no pasa a discurrir en esto. V. M. mandará lo que fuere servido.
Madrid 21 de mayo de 1696.