Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo I
Felipe V en España
La reina María Luisa de Saboya
1701-1702

Aclamaciones: regocijos públicos.– Consejo de gobierno: Portocarrero; Arias; Harcourt.– Sistema de reformas.– Influencia francesa.– Disgusto contra los ministros.– Reconocimiento y jura del rey en las Cortes de Madrid.– Oposición al restablecimiento de las antiguas Cortes de Castilla para tratar las cosas de gobierno.– Conciértase el matrimonio de Felipe con María Luisa de Saboya.– Jornada del rey a Cataluña a recibir a la reina.– Nombra a Portocarrero gobernador del reino en su ausencia.– Recibimiento de Felipe en Zaragoza.– Ídem en Barcelona.– Llegada de la reina con la princesa de los Ursinos.– Cortes de Cataluña.– Determina el rey pasar a Nápoles.– Regencia de la reina.– Celebra cortes a los aragoneses.– Viene a Madrid.– Admirable talento, prudencia y discreción de la joven reina.– Reforma de costumbres.– Admiración de Luis XIV.– Estado en que halló María Luisa la corte de España.– Disposición de los ánimos.
 

La solemnidad y el júbilo con que, a ejemplo de Madrid, proclamaron al nuevo rey Felipe V de Borbón todas las ciudades de España, sin exceptuar las de Cataluña, no obstante hallarse allí de virrey el príncipe de Darmstad, austriaco y adicto al emperador (bien que fuese pronto reemplazado por el conde de Palma, que fue el primer despacho que el nuevo monarca firmó de su mano en Bayona); las fiestas y regocijos populares y las demostraciones de afecto con que fue recibido y agasajado en todas las poblaciones por donde pasó, desde que puso su planta en el suelo español (28 de enero, 1701) hasta que llegó a la capital de la monarquía (18 de febrero); el buen efecto que produjo la presencia del joven príncipe, afable, vivo y cortés, en un pueblo acostumbrado al aspecto melancólico, al aire taciturno y a la prematura vejez del último soberano, todo parecía indicar el gusto con que acogían los españoles al vástago de una estirpe a la sazón vigorosa, que venía a reemplazar en el trono de Castilla a la vieja y degenerada dinastía de Austria.

Felipe, después de haber dado gracias a Dios por su feliz arribo en el templo de Nuestra Señora de Atocha, pasó a aposentarse en el palacio del Buen Retiro que se le tenía destinado, hasta que se concluyeran los preparativos que se hacían para su entrada pública y solemne, la cual había de verificarse con suntuosa ceremonia y con magnificencia grande. El primer acto del nuevo monarca, después del besamanos de aquel día, fue nombrar al cardenal Portocarrero, al gobernador del Consejo de Castilla don Manuel Arias, y al embajador francés conde de Harcourt, para que asistiesen al despacho con S. M., y dar orden a don Antonio de Ubilla para que continuara desempeñando la secretaría del despacho universal. Anticipadamente la había dado ya a la reina viuda para que saliera de la corte. Una disputa que esta princesa había tenido con los individuos de la junta de gobierno, y sobre la cual había elevado sus quejas al rey, sirvió a éste de pretexto para enviarle antes de llegar a Madrid la siguiente sucinta pero significativa respuesta: «Señora; toda vez que algunas personas intentan por diferentes medios turbar la buena armonía que debe haber entre nosotros, parece conveniente, a fin de asegurar nuestra mutua felicidad, que os alejéis de la corte hasta que yo pueda examinar por mí mismo las causas de vuestro resentimiento. He dado las órdenes necesarias para que seáis tratada con todas las consideraciones que os son debidas; recibiréis puntualmente la viudedad que os señaló el rey vuestro esposo, y os autorizo a escoger para vuestra residencia la ciudad de España que pueda seros más agradable.» Con esta carta, y con algunas mortificaciones que Portocarrero la hizo todavía sufrir, decidiose la reina viuda doña Mariana de Neuburg a trasladarse a Toledo, donde también la madre de Carlos II estuvo en otro tiempo desterrada.

Inmediatamente dieron principio Portocarrero y Arias a proponer al rey su sistema de reformas, comenzando por la supresión de muchos empleos en la servidumbre de palacio; los gentiles-hombres quedaron reducidos a seis de cuarenta y dos que eran: reforma a que Felipe accedió en consideración a lo disminuidas y empeñadas que encontró las rentas reales, pero con la cual disgustaron aquellos ministros a muchas familias de la corte, quedando como quedaban los reformados sin sueldo, gaje, ni emolumento de ninguna especie. Por consejo de Portocarrero, que se proponía consolidar su influjo deshaciéndose de todos los que no le eran devotos, so pretexto de parcialidad a favor de la casa de Austria, fue privado el almirante don Juan Tomás Enríquez de su cargo de mayordomo mayor: confirmado el destierro de Oropesa; mandado retirar a su obispado de Segovia el inquisidor general; proscritos y alejados de la corte varios otros grandes, y colocados en los gobiernos de las provincias y en los empleos de la administración los parciales y hechuras del cardenal; lo cual, aunque se hizo con sosiego y sin resistencia, dio ocasión a que empezara a manifestarse en la corte cierto espíritu de oposición al nuevo gobierno.

En estas medidas, y señaladamente en la deferencia a los consejos de Portocarrero, no hacia Felipe sino seguir las instrucciones que de Luis XIV, su abuelo, había recibido, y en que le decía: «Tened gran confianza en el cardenal Portocarrero, y mostradle la buena voluntad que le tenéis por la conducta que ha observado.{1}»

Una vez lanzados los dos ministros Portocarrero y Arias en el camino de las reformas, no perdonaron ni a los establecimientos de beneficencia, ni a las miserables viudas, y, lo que fue peor para ellos y les atrajo más enemigos, ni a los militares, cuyos sueldos se rebajaron, en ocasión que ellos esperaban iban a llover las gracias, como suele ser costumbre al advenimiento de un nuevo soberano. A estos motivos de descontento para una gran parte del pueblo y de familias respetables se agregó una medida que hirió en lo más vivo el orgullo universal, a saber, la de dar a los pares de Francia los mismos honores y consideración que a los grandes de España{2}. Sucedió también (y esto era de esperar, porque es una consecuencia casi natural de la venida de un monarca extranjero), que la corte se fue inundando de franceses de todas las clases, de los cuales unos, pertenecientes a la plebe, desacreditaban su país con sus vicios e insultaban a los naturales con sus excesos, otros de más elevada esfera, envanecidos con habernos dado un monarca de su nación, aspiraban a introducir sus trajes, uniformes, usos y costumbres, y hasta las salsas francesas en la real cocina; innovaciones que no podían dejar de ser de muy mal efecto en un pueblo el más apegado a sus antiguos hábitos.

Distaban mucho Portocarrero y Arias, por su carácter, por su talento y por su política, de ser a propósito para captarse las voluntades y hacerse partido, ni para acreditar su gobierno y administración, ni menos para atraer y afianzar el cariño del pueblo hacia el nuevo soberano. Engreído Portocarrero con los servicios que había hecho a la casa de Borbón; avaro de influencia y de poder; pareciéndole poca toda recompensa a sus merecimientos; mañoso para inspirar mutuas desconfianzas entre el monarca y los grandes, y para alejar a éstos de palacio, so color de preservar al rey de la esclavitud en que habían tenido a Carlos II los favoritos; dando el dictado de austriacos a todos los que quería desacreditar, o que le inspiraban celos; lento y nada lince en el despacho de los negocios; reservado, adusto y terco con los inferiores; flexible, acomodaticio y agasajador con los que calculaba que podían serle útiles; adulador hasta la bajeza con Luis XIV, cuyos deseos quisiera adivinar, y cuyas indicaciones eran para él como leyes, que hacía ejecutar sin examen, y sin mirar si eran útiles o perniciosas a los intereses de España; imprudente en las reformas e inconsiderado con las familias que quedaban arruinadas, ni siquiera sabía ser político con el monarca francés a quien se había propuesto servir; porque egoísta antes que todo, cuando observaba que una medida producía gran descontento y excitaba antipatías, apresurábase a culpar de ella a la corte de Versalles, y hacer recaer el odio popular sobre el mismo a quien él servilmente la había propuesto.

Aunque de más talento y más apto para los negocios don Manuel Arias, presidente del consejo y cámara de Castilla, no era ni más tratable y expansivo, ni menos áspero que el cardenal, y acaso le excedía en el servilismo y humillación con los que necesitaba. Veía con envidia la púrpura que adornaba a su compañero, y con la esperanza de vestirla y de llegar a ser inquisidor general y primado de España, se acogió a la Iglesia y se hizo sacerdote a los cincuenta años, y obtuvo la mitra de Sevilla. De sus ideas políticas da muestra la máxima que profesaba de que Dios tenía destinado a Felipe para ser el rey más absoluto de toda la cristiandad, y de que sus vasallos no tenían ni aun el derecho de quejarse sin su permiso.

No era posible por mucho tiempo la concordia, y buena armonía entre dos personajes de tal carácter y de tanta ambición; mas por de pronto, abusando de su influencia y teniendo de continuo asediado al rey, íbanle haciendo retraído, apocado e indolente, no obstante ser de claro y despejado entendimiento, y adornarle otras virtudes no comunes en su edad. Y unida la inexperiencia del monarca al abuso de los ministros, íbase formando en la corte misma de España un partido de descontentos, que los soberanos y las potencias enemigas de la nueva dinastía comenzaban a explotar, y con el cual contaban para los planes que desde el advenimiento de Felipe, y aun desde la aceptación del testamento de Carlos II por Luis XIV estaban fraguando, y poniendo ya en ejecución para ver de arrebatarle la corona, como iremos viendo.

Uno de los primeros actos del nuevo monarca, aun antes de hacer la entrada pública con que se solemnizó su traslación del Buen Retiro al palacio (14 de abril, 1701), había sido el de convocar a los diputados de las ciudades y villas de voto en cortes{3}, con objeto de que le prestaran el juramento de fidelidad, y de jurar él al propio tiempo las leyes y fueros del reino. Aun esta buena idea no fue inspirada por Portocarrero, sino por el marqués de Villena, más advertido en esto que el cardenal. Las Cortes se juntaron el 8 de mayo en la iglesia de San Gerónimo, y el juramento mutuo se hizo con toda la ceremonia y con todas las solemnidades de costumbre{4}.

Quería luego el marqués de Villena, duque de Escalona, y propuso que se convocaran de nuevo cortes de Castilla, no ya para una ceremonia como el reconocimiento de un soberano, sino para que trataran como antiguamente las cosas de gobierno, y principalmente del negocio importante de la hacienda. La razón de este empeño fue, que Portocarrero, abrumado con las dificultades de la gobernación, que excedían en mucho a sus escasas luces, no contento con haber inducido al rey a que aumentara su consejo de gabinete con dos ministros más, que fueron el marqués de Mancera, presidente del de Aragón, y el duque de Montalto, del de Italia, pidió a Luis XIV le enviara una persona que pudiera establecer un plan de hacienda en España, y corregir y reformar los abusos de la administración. El monarca francés envió a Juan Orri, hombre de oscuro nacimiento, de carácter impetuoso, impaciente y altivo, si bien inteligente y práctico. Hizo el superintendente o ministro de hacienda francés grandes reformas en la cobranza de la rentas, pero tuvo la imprudencia de querer asimilarlo todo de repente al sistema rentístico de Francia, y desarraigar algunos abusos que tocaban a los grandes señores. Con esto ofendió a todas las clases, a las unas porque lastimaba sus intereses, a las otras porque chocaba con las inveteradas costumbres de la nación. Así fue que los nobles, y principalmente el de Villena, uno de los más ilustrados de entre ellos, clamaron porque se restablecieran con sus antiguos derechos y se llamaran las cortes de Castilla, decaídas desde Carlos V. y olvidadas en el último reinado.

Hubo sobre este punto diferentes opiniones y debates en los consejos. Consultose al monarca francés, a quien Portocarrero parecía querer entregar el gobierno interior de España, y Luis XIV, más prudente y más político que los ministros españoles de su nieto, se negó a intervenir en un negocio tan delicado y puramente nacional. Vuelto a tratar el asunto en Consejo, prevaleció el dictamen contrario a la convocación de las Cortes; bien que para no ofender al pueblo y a muchos grandes, se dio por pretexto que el rey tenía que partir a Cataluña a recibir a la reina María Luisa de Saboya, con quien se había estipulado su matrimonio, según se anunció ya en las Cortes de mayo{5}.

En efecto, el rey Cristianísimo había negociado el matrimonio de Felipe con la hija del duque de Saboya Víctor Amadeo, uno de los príncipes que primero reconocieron al nuevo rey de España. El marqués de Castel-Rodrigo fue a ajustar y firmar las capitulaciones; y debiendo la reina venir por Barcelona, resolvió Felipe ir a esperarla a aquella ciudad, y celebrar al mismo tiempo Cortes de catalanes, y si podía también de aragoneses y valencianos, siendo notable que para estas no hubiera oposición en el Consejo. Habiendo comenzado ya entonces la guerra movida por el emperador, de que daremos cuenta después, y sospechando Felipe que su ausencia de la corte podría ser larga, se previno para todo evento dejando nombrado gobernador del reino al cardenal Portocarrero, con asistencia de don Manuel Arias{6}, al marqués de Villena para el virreinato de Sicilia, y para el despacho de los negocios durante el viaje determinó llevar consigo al duque de Medinasidonia, caballerizo mayor, al conde de Santisteban, y al secretario Ubilla, que acababa de recibir el título de marqués de Rivas, debiendo acompañarle también el conde de Marín, que había reemplazado en la embajada de Francia al de Harcourt.

Hecho este arreglo, emprendió el rey su jornada (5 de setiembre, 1701) camino de Aragón, en cuyo reino, desde que puso en él su planta, y principalmente en la capital, fue recibido con las más vivas demostraciones de afecto y de júbilo, y festejado con toda clase de espectáculos, locos los aragoneses con la expresiva fisonomía y los modales agraciados de Felipe, que les habían pintado con dañada intención contrahecho de cuerpo, y pobre y escaso de espíritu. En los días que se detuvo en Zaragoza juró en el templo de Nuestra Señora del Pilar, ante el Justicia mayor, comunidades, magnates y pueblo, guardar las leyes, fueros y libertades aragonesas (17 de setiembre). Allí recibió noticia de haberse celebrado el 11 sus desposorios con María Luisa, y de que el 12 salía de Turín a embarcarse para España.

Partió pues Felipe de Zaragoza (20 de setiembre), y después de haber sido agasajado en Lérida y otros pueblos de Cataluña, hizo su entrada pública en Barcelona (2 de octubre); y primero en la plaza de San Francisco, donde había un suntuoso solio, después en la catedral, y luego en las Cortes que congregaron para esto (12 de octubre), juró también guardar los fueros, usages y constituciones de la ciudad y del principado{7}. Como ya en este tiempo hubiera estallado una conjuración en Nápoles contra el gobierno de España, movida y manejada por el emperador, empleó Felipe los días siguientes en disponer el embarque de tropas de Cataluña y de otras partes para aquella ciudad de sus dominios. Después de lo cual se dirigió a Figueras a esperar y recibir a la reina su esposa. Llegado que hubo la princesa, ratificó el matrimonio el patriarca de las Indias (3 de noviembre), y a los dos días partieron los regios consortes para Barcelona, donde fueron agasajados con magníficas fiestas y con todo género de regocijos. Participó Felipe tan fausto suceso a Luis XIV y a las cortes de todas las potencias amigas.

El monarca francés había dispuesto que al llegar la reina a la frontera de España fuese despedida toda la comitiva de piamonteses que traía, y así se ejecutó con gran pesadumbre de la joven María Luisa. Hacíalo Luis XIV por temor a la doblez y a la ambición del duque de Saboya su padre, y al influjo que los personajes saboyanos podrían ejercer en el ánimo y conducta de la reina. Acompañábala solamente, en concepto de aya y de camarera mayor, buscada y escogida para esto por el mismo Luis XIV, la princesa de los Ursinos, Ana María, hija de Luis, duque de Noirmoutiers, de la ilustre familia de la Tremouille. Esta señora, destinada desde entonces a ejercer una grande influencia y a representar un gran papel en todos los negocios de España, había vivido algún tiempo en la península con su primer marido Adrian de Talleyrand. Después estuvo en Roma, donde conoció y tuvo amistad con Portocarrero, ministro entonces de España cerca de la Santa Sede. Casó en segundas nupcias con Flavio de Orsini, duque de Bracciano, cuyo apellido tomó y conservó después de haber enviudado de este segundo marido{8}. Habíase hecho notable en Roma por su talento y sus encantos: no fue menos ventajosamente conocida en la corte de Versalles, donde se hizo amiga íntima de la célebre madama de Maintenon. De ella y de la duquesa de Noailles se valió para indicar su deseo de venir a Madrid luego que supo haber sido elegida para esposa del rey una princesa italiana{9}. No vaciló Luis XIV en elegir para camarera de la nueva reina de España a una señora de tan raras prendas y condiciones y que le inspiraba por muchos títulos una confianza completa. Proponíase que con su talento neutralizaría el ascendiente que de la reina temía, aunque joven, sobre el carácter dócil y suave en demasía de su nieto, y esperaba que sería también a propósito para instruir a la joven reina en el arte de dirigir y manejar una corte con dignidad. El tiempo justificó la previsión del monarca francés{10}.

Aunque las Cortes de Cataluña, que entonces se celebraron en Barcelona, y cuyas sesiones duraron hasta el 12 de enero del año siguiente (1702), sirvieron desde luego al rey con un donativo de millón y medio del país, y acordaron un servicio de doce millones pagaderos en seis años, que no llegó a realizarse, su principal objeto y ocupación fue el restablecimiento de sus antiguos privilegios y franquicias, y la adquisición de otros nuevos. Y si bien el rey puso al principio alguna resistencia a varias de las peticiones que le hacían cada día, es lo cierto que en último resultado obtuvieron más de lo que habían podido prometerse, y que, como dice un acreditado escritor de aquel tiempo, «lograron los catalanes cuanto deseaban, pues ni a ellos les quedó qué pedir, ni al rey cosa especial que concederles, y así vinieron a quedarse más independientes del rey que lo está el parlamento de Inglaterra.{11}» Dioles además catorce títulos de marqueses y condes, veinte privilegios de nobleza, veinte de caballeros, y otros veinte de ciudadanos. Lo cual no fue agradecido, ni sirvió más que para enorgullecerlos, no atribuyéndolo a generosidad del rey, sino a temor y debilidad, y no tardaremos en ver cómo correspondieron a la liberalidad de su nuevo soberano.

Los sucesos de Nápoles inspiraron a Felipe el deseo y la resolución de pasar a Italia en persona, a jurar sus fueros a los de Nápoles y Sicilia, y ponerse al frente de su ejército para resistir a los enemigos. Mas no lo hizo sin pedir su venia y aprobación a Luis XIV su abuelo. «No perdiera Felipe II (le decía muy dignamente entre otras cosas) sus estados de Holanda, si a ellos se hubiera trasladado cuando convenía: por lo que a mí toca, os respondo que si llego a perder algunos de mis estados, no será jamás por igual falta.» No pudo Luis negarle su consentimiento a pesar de algunos inconvenientes que en ello veía, y al fin le escribió una carta satisfactoria de aprobación ofreciéndole navíos para su embarque y el de sus tropas, y dándole instrucciones y sanos consejos{12}.

Pensó Felipe en el principio llevar consigo a su esposa, a lo cual le animaban también la misma reina y la princesa de los Ursinos, aquella por el natural deseo de no separarse de su esposo, y ambas por el placer de presentarse en su país con el brillo y aparato de su nueva posición. En cuya virtud había ya nombrado una junta de gobierno bajo la presidencia de Portocarrero, dando a éste la misma autoridad que había tenido la reina doña Mariana por el testamento de Carlos II. Pero la consideración al aumento de gastos, el temor de Luis XIV a que la reina volviera a verse con su padre el duque de Saboya, el estado de la corte misma de Madrid, donde los ánimos andaban ya inquietos, agitados por los austriacos, todo movió a Felipe a renunciar a su primer pensamiento. En su consecuencia determinó dejar a la reina encomendado el gobierno de España{13}, y que se volviese a Madrid después de celebrar Cortes a los aragoneses. La joven María Luisa sufrió la privación de ir a Italia y el dolor de separarse de su marido con una resignación y una prudencia que encantó a Luis XIV, admiró a Louville que le había noticiado la resolución, y acreditó un talento y una fortaleza de ánimo que en su corta edad no esperaba nadie. «No tengo más voluntad que mi deber,» solía decir aquella joven reina{14}.

Ni Portocarrero ni los consejos aprobaban la jornada del rey a Nápoles, e hicieron repetidos esfuerzos para disuadirle de tal propósito. Pero Felipe les contestó con una firmeza e insistió en ello con una resolución que a todos asombró, atendida la docilidad de carácter que hasta entonces había manifestado. Así fue que el tiempo que permaneció en Barcelona aguardando los bajeles de Francia, le empleó en dictar disposiciones para el gobierno de España durante su ausencia, en preparar y dar el destino conveniente a las tropas que habían de quedar y las que habían de irse, en proveer los principales mandos y puestos, especialmente los militares; y luego que llegaron los navíos de Francia con el vice-almirante conde de Estrées, y que todo estuvo listo para la jornada, despidiose tierna y cariñosamente de la reina, y diose a la vela para Nápoles (8 de abril, 1702). Allá le seguiremos después, y daremos cuenta a su tiempo de lo que hizo en esta expedición importante.

A los dos días salió la reina camino de Zaragoza, con título de lugarteniente del reino, y con plenos poderes para celebrar las Cortes de Aragón, que estaban convocadas desde el 19 de marzo. Acompañola el nuncio de Su Santidad, a quien encontró en Monserrate, el cual venía a suplicar al rey se inclinase a procurar la paz de Europa. La entrada de la reina en la capital de Aragón fue saludada con las mismas demostraciones que antes se habían hecho al rey: también ella juró los fueros y leyes del reino, y el 27 de abril (1702), después de haber regalado una preciosa joya a la Virgen del Pilar, abrió las Cortes, explicando los motivos de la jornada del rey a Italia, pidiendo que confirmasen, moderasen o corrigiesen sus leyes y fueros, según les aconsejara su prudencia, y suplicando concluyesen lo más brevemente posible las Cortes en atención al estado de la monarquía.

Sin embargo, no pecaron tampoco estas Cortes de dóciles y complacientes. Sin faltar en nada a la reina, y atentos con ella los aragoneses, mostráronse remisos en otorgar los subsidios, recelosos de la autoridad real, y severos en rechazar todo aquello de que sospecharan que podía lastimar, siquiera fuese indirectamente, sus fueros.

Las Cortes hubieron de suspenderse y cerrarse, prorrogándose para de allí a dos años, a causa de haber recibido la reina un despacho del rey, en que la prevenía que se trasladara con urgencia a Madrid, y entonces los cuatro brazos del reino acordaron hacerle un donativo de 100.000 pesos. S. M. se apresuró a enviar este débil socorro a su marido para las necesidades de la guerra, y partió de Zaragoza muy satisfecha del afecto personal que le habían mostrado los aragoneses (16 de junio, 1702). En aquel despacho nombraba el rey una junta de gobierno que había de auxiliar a la regente, compuesta del cardenal Portocarrero, de don Manuel Arias, ya electo arzobispo de Sevilla, del duque de Montalto, el marqués de Mancera, presidente del consejo de Aragón y de Italia, el conde de Monterrey, del de Flandes, el duque de Medinaceli, del de Indias, el marqués de Villafranca, mayordomo mayor de S. M., y secretario don Manuel de Vadillo y Velasco{15}.

Llegó la reina a Madrid el 30 de junio. Con un talento, una prudencia y una política admirables en sus cortos años (que contaba solamente catorce), había prevenido que se excusasen de hacer para su recibimiento comedias, ni toros, ni otra clase alguna de regocijos, pues que estando el rey ausente no quería que se hiciesen ni gastos ni alegrías públicas, y se contentó con que la aguardasen en palacio, donde se encaminó en derechura, y sin ostentación, ni aparato, ni ruido. A todos asombró la modestia, el desinterés, la rectitud, la discreción, la inteligencia y afán con que la joven María Luisa se consagró desde su llegada al despacho de los negocios públicos, asistiendo diariamente a las sesiones de la junta de gobierno, haciéndose respetar de todos los consejeros, enterándose con admirable facilidad de los asuntos, no habiendo consulta que no examinara, ni papel que no leyera, ni queja que no escuchara, sin vérsela nunca ni en las diversiones ni aun en los paseos, adicta siempre a remediar las necesidades de los pueblos, y a que no faltaran al rey los posibles socorros. «Esta ocupación, solía decir con aire jovial, es sin duda muy honrosa, pero no es muy divertida para una cabeza tan joven como la mía, sobre todo no oyendo hablar a todas horas sino de las necesidades urgentes del tesoro y de la imposibilidad de salir del paso.»

Asistiéndola y ayudándola con lealtad su camarera la princesa de los Ursinos, reformaron entre las dos las costumbres interiores de palacio: prohibieron los galanteos de las damas y camaristas que estaban tan admitidos y fueron causa de tanta murmuración en los reinados anteriores, e hicieron del regio alcázar una casa de virtud y de recogimiento.

Con una política que no habría ocurrido a un hombre de madura edad y experiencia, cada vez que recibía noticias del rey, no se contentaba con comunicarlas al consejo y a los grandes, sino que ella misma saliendo a un balcón de palacio las ponía verbalmente y en alta voz en conocimiento del pueblo para satisfacción de sus vasallos; con cuyo motivo, siempre que se sabía haber llegado despachos de Italia, acudían las gentes a la plaza de palacio ansiosas de oír de boca de S. M. noticias de la salud de su rey y de los sucesos de la guerra{16}.

Semejante conducta no pudo menos de captarle la admiración, la confianza y el cariño de Luis XIV, en términos que a las cartas en que le pedía consejos contestaba lleno de entusiasmo: «No consejos, sino elogios es lo que debo y quiero daros: seguid como hasta aquí vuestras inspiraciones, a que podéis entregaros con toda seguridad; sin embargo, no os negaré los consejos de mi experiencia, pero cierto estoy de que los adivinaréis vos, y de que solo tendré que admiraros y renovar la seguridad de la ternura que os profeso.» No era solo Luis XIV el que pensaba así: uno de los españoles más ilustrados de la época escribía, hablando de la reina, estas notables palabras: «Su espíritu se descubría tanto más, cuanto excedía a toda humana comprensión: y así en su gobierno todos fueron aciertos, y si hubiese sido sola, se habrían visto milagros.»

El pueblo y la corte de España, con solo cotejar el comportamiento de su nueva reina con el de las últimas princesas austriacas que habían ocupado el trono de Castilla, habrían tenido sobrado motivo para felicitarse del cambio de dinastía, y la joven María Luisa de Saboya habría excitado más el amor popular, a no haber encontrado la corte minada por las intrigas de los alemanes, los consejeros y ministros divididos entre sí, en mal sentido algunos magnates, aborrecido Portocarrero del pueblo por su carácter, su conducta, su ambición y su incapacidad, y ofendido el orgullo español de la sumisión a la influencia francesa, que se ponderaba de propósito, y a la que había empeño en atribuir todas las desgracias de la monarquía.

Pero es tiempo ya de dar cuenta de la situación en que había colocado a España respecto a las potencias de Europa el testamento de Carlos II y el advenimiento de un soberano de la familia de Borbón, y de los importantísimos sucesos a que había dado ya lugar por este tiempo una novedad de tanta trascendencia.




{1} Primeras instrucciones de Luis XIV a su nieto:

«No faltéis jamás a vuestros deberes, en especial con respecto a Dios; conservad la pureza de las costumbres en que habéis sido educado; honrad al Señor siempre que podáis, dando vos mismo ejemplo; haced cuanto sea posible para ensalzar su gloria; lo cual es uno de los primeros bienes que pueden hacer los reyes.

»Declaraos en todas las ocasiones defensor de la virtud, y enemigo del vicio.

»No tengáis jamás afecto decidido a nadie. ……

»Amad a los españoles y a todos los súbditos que amen vuestro trono y vuestra persona; no deis la preferencia a los que más os adulen; estimad a aquellos que no teman desagradaros a fin de inclinaros al bien, pues que estos son vuestros amigos verdaderos.

»Haced la felicidad de vuestros súbditos, y con este intento no emprenderéis guerra alguna sino cuando os veáis obligado a ello, y que hayáis considerado bien y pesado en vuestro consejo los motivos.

»Procurad poner concierto en la hacienda; cuidad de las Indias y de vuestras flotas, y pensad en el comercio.

»Vivid en estrecha unión con Francia, no siendo nada tan útil para ambas potencias como esta unión, a la cual nada podrá resistir.

»Si os veis obligado a emprender una guerra cualquiera, poneos al frente de vuestros ejércitos, con cuyo fin procurad regularizar vuestras tropas, empezando por las de Flandes.

»Jamás abandonéis los negocios para entregaros al placer, pero estableced un método tal que os dé tiempo para el recreo y la diversión.

»Nada hay más inocente que la caza y la afición a las cosas del campo, con tal que no os ocasione esto gastos excesivos.

»Prestad grande atención a los negocios de que os hablen, y al principio escuchad mucho, sin decidir nada. ……

»Procurad que vuestros virreyes y gobernadores sean siempre españoles. ……

»Tened gran confianza en el cardenal Portocarrero, &c.

»No olvidéis a Bedmar, gobernador de los Países Bajos, que es persona de mérito, y capaz de serviros bien.

»Dad entero crédito al duque de Harcourt, pues es hombre hábil, que os dará consejos desinteresados, no teniendo en cuenta más que vuestro interés.

»Procurad que los franceses no salgan jamás de los límites del respeto, y que no falten a lo que os deben.

»Tratad bien a vuestros servidores, pero no uséis con ellos de familiaridad extremada; que no sean confidentes vuestros; pero servíos de ellos mientras sean prudentes, y despedidlos a la menor falta, no apoyándolos jamás contra los españoles.

»No tengáis más trato con la reina viuda que aquel de que no podáis dispensaros: haced de modo que salga de Madrid, pero procurad que no salga de España. Observad su conducta, y no consintáis que se mezcle en negocio alguno: mirad con recelo a los que tengan con ella trato demasiado frecuente.

»Amad siempre a vuestros deudos, recordando el dolor que han tenido al separarse de vos. Conservad con ellos continuas relaciones, sobre todo en los negocios importantes; en cuanto a los pequeños, pedidnos todo aquello que necesitéis y no se halle en vuestro reino, que lo mismo haremos nosotros.

»No olvidéis jamás que sois francés por lo que pueda acontecer. Cuando tengáis asegurada la sucesión de España en hijos que os conceda el cielo, id a Nápoles, a Sicilia, a Milán y a Flandes, lo cual nos dará ocasión de volver a vernos; mientras tanto visitad la Cataluña, Aragón y otras provincias; no descuidando lo que convenga hacer en Ceuta.

»Arrojad algún dinero al pueblo cuando os halléis en España, y especialmente al entrar en Madrid. ……

»Evitad cuanto podáis el conceder gracias a los que dan dinero para alcanzarlas.

»Dad oportuna y liberalmente, y no aceptéis regalos, a menos que no sean bagatelas; y cuando no pudiereis evitarlos, haced otros de más valor que los que recibiereis, pero con intervalo de algunos días.

»Tened una caja en que conservéis lo que merezca estar más reservado, y cuya llave guardareis vos mismo.

»Concluyo dándoos un consejo de los más importantes: no os dejéis gobernar: sed siempre amo, no tengáis favorito ni primer ministro. Escuchad y consultad a los de vuestro consejo, pero decidid. Dios que os hace rey os dará todas las luces necesarias, mientras abriguéis buenas intenciones.»– William Coxe, España bajo el reinado de la casa de Borbón, cap. 1.

{2} El duque de Arcos, como grande de España, elevó al rey una enérgica y sentida representación en queja de esta providencia, haciéndole ver por la historia que ningún monarca se había atrevido a conceder tales honores y prerrogativas a los extranjeros, por elevada que fuese su calidad, como no fuesen príncipes de la sangre. Al final de ella se lee el siguiente curioso párrafo, que nos da idea de los privilegios que entonces gozaban los grandes de España.

«Y si V. M. fuese servido de mandar examinar todos los archivos, y consultar nuestras verdaderas historias, hallará en ellas lo que fuimos y lo que somos. Y que las mismas casas y familias, extintas muchas ya, las cuales se decían ricos-hombres entonces, son las que hoy se llaman grandes, con los mismos derechos y los mismos privilegios de cubrirse, de sentarse, de ser tratados con grado de primos, de presidir en las Cortes a todos los del gremio de nuestra nobleza, de tomarse las armas cuando entran por la posesión de grandeza a besar la mano, ponérseles guardas en los ejércitos donde residen o por donde pasan; y cuando entren en las metrópolis de Aragón, Navarra y Cataluña, visitarlos las ciudades y los reinos, y si iban a los de Italia, los virreyes, como en Nápoles, Milán, &c., dándoles preferencia en su casa y en la calle que no estilan con otro alguno; no pueden sin cédula especial rendirse a prisión, que es lo mismo que no estar sujetos a la justicia ordinaria, con los más privilegios que son notorios: demostraciones todas que en cualquier estado monárquico arguyen ser los primeros y más cercanos al príncipe, y que no manteniéndolos éste, se sigue un grave perjuicio al más autorizado brazo de la nación española, &c.»

Poco debió agradar al rey esta representación, hecha en julio de 1701, cuando en 19 de agosto le pasó el real decreto siguiente.– «Excmo. Señor.– El rey N. S. (Dios le guarde) me manda decir a V. E. será muy conforme a las grandes obligaciones de V. E. y a la representación de su dignidad el pasar luego a Flandes a dar ejemplo con su persona y valor en el ejército de S. M., como se lo ordeno, de que aviso a V. E. para que lo tenga entendido. Dios guarde a V. E. muchos años como yo deseo. Palacio, 19 de agosto de 1701.– Don Antonio Ubilla.– Sr. duque de Arcos.»– MS. del archivo de la Real Academia de la Historia, Leg. 9, v. 15.

{3} Real cédula convocatoria de 10 de marzo.

{4} Diario del secretario Ubilla, donde se hace una descripción minuciosa de este acto, con los nombres y títulos de todos los que prestaron juramento.– Macanáz, Memorias para la Historia desde la muerte de Carlos II, MS. tomo I, cap. 3.– Belando, Historia civil de España, p. I, c. 8 y 9.

{5} El marqués de San Felipe, en sus Comentarios de la guerra de España, e Historia de Felipe V, da algunos pormenores sobre los debates del Consejo en la cuestión de llamar o no las Cortes, tomo I, año 1701.

{6} Reales decretos de 31 de agosto y 2 de setiembre, 1701.

{7} Viaje de S. M. a Barcelona con todas las circunstancias que sucedieron: MS. de la Real Academia de la Historia.– Macanáz, Memorias, tomo 1, cap. 4. MS.– Archivo de la corona de Aragón, Procesos de Cortes.– El día que juró el rey en la catedral le hicieron canónigo, y le dieron asiento en el coro, y todos los días iban dos racioneros y un pertiguero con las ropas de coro a llevarle el pan que le tocaba por el canonicato, el cual repartía él a los pobres.– Belando, Historia civil de España, Parte I, c. 19.

{8} Llamaban los franceses, y así lo escribían, «des Ursins,» a la familia de los Orsini; y los españoles, traduciéndolo del francés, dijeron siempre los Ursinos: de aquí el haber seguido denominándola constantemente La Princesa de los Ursinos.

{9} «Mi deseo, escribía a la de Noailles, es ir hasta Madrid, donde permaneceré el tiempo que plazca al rey, viniendo en seguida a dar cuenta a S. M. de los pormenores de mi viaje. Soy viuda de un grande de España, se el español, me estiman en aquel país, y tengo en él muchos amigos, entre ellos el cardenal Portocarrero. Según esto juzgad vos qué podría resistir a mi influjo, y si es extraña vanidad en mí ofrecer mis servicios.»– Memorias de Noailles.

{10} El marqués de San Simón, que conocía personalmente a la princesa de los Ursinos, hace de ella el siguiente retrato:

«Era una mujer más bien alta que baja, morena, con ojos azules que decían lo que ella quería, torneada cintura, hermosa garganta, rostro encantador, aunque no bello, y aspecto noble. Tenía en su porte cierta majestad, y tanta gracia hasta en la cosa más insignificante, que a nadie he visto que se pareciese ni en cuerpo ni en entendimiento: agasajadora, cariñosa, comedida, agradable por solo el placer de agradar, y seductora hasta un punto que no era fácil resistir. Añadíase a esto cierto aire, que al propio tiempo que anunciaba grandeza, atraía en vez de imponer: su conversación era deliciosa, inagotable y divertida, como quien había visto muchos países y conocido muchos personajes; su tono de voz y manera de hablar agradables y dulces. Había leído mucho, y meditado bastante, y como había tratado tantas gentes, sabía recibir a toda clase de personas por elevadas que fuesen… Como tenía mucha ambición, era también dispuesta a intrigas; pero era una ambición elevada, muy superior a las de su sexo y a las de muchos hombres… &c.»– San Simón, Memorias, tomo III.

{11} Macanáz, Memorias manuscritas, tomo I, cap. 5.– En el mismo sentido, y más fuertemente se explica el marqués de San Felipe en sus Comentarios, tomo I, año 1702.– Archivo de la corona de Aragón, Registro de Cortes.– Diario de Ubilla.

{12} «He aprobado siempre (le decía) el intento que tenéis de ir a Italia, y deseo que le llevéis a cabo; pero por lo mismo que me interesa vuestra gloria no puedo menos de pensar en las dificultades que vos no podéis preveer. Las he examinado todas, y debéis conocerlas por los apuntes que Martín os ha leído. Veo con satisfacción que no os arredran para acometer una empresa tan digna de vuestra sangre como es la de ir vos mismo a defender vuestros estados de Italia. Ocasiones hay en que debe uno resolver por sí mismo, y puesto que no os intimidan los inconvenientes que os han expuesto, alabo vuestra firmeza y confirmo vuestra decisión… &c.» – Noailles, Memorias, tomo II.

{13} Decreto de 8 de marzo, 1702.

{14} «Bien puedo deciros sin que se ofenda la modestia (escribía a Luis XIV), que amo con pasión al rey… Sin embargo, reconozco que es preciso hacer este sacrificio por su gloria, y permanecer en España para dar ejemplo de fidelidad a sus súbditos que desean mi permanencia, y socorrerle en las necesidades que la guerra trae consigo. Espero, señor, que con los buenos consejos que V. M. le da… &c.»

{15} Decreto de 12 de mayo de 1702.

{16} Macanáz, Memorias, MM.SS. tomo II, c. 7.