Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo II
Principio de la guerra de Sucesión
Felipe V en Italia
De 1701 a 1703

Reconocen algunas potencias a Felipe V como rey de España.– Esfuerzos de Luis XIV para justificarse ante las naciones de Europa.– Niégase el Imperio a reconocer a Felipe.– Conducta de Inglaterra y de Holanda.– Invasión francesa en los Países Bajos.– Conspiración en Nápoles, movida por el emperador.– Jornada de Felipe V a Nápoles.– Espíritu y comportamiento de los napolitanos con el rey.– Pasa Felipe a Milán.– Pónese al frente del ejército.– Guerra en el Milanesado.– Derrota Felipe el ejército austriaco orillas del Po.– Uniforma las divisas de las tropas francesas y españolas.– Arrojo y denuedo del rey en los combates.– El príncipe Eugenio el duque de Saboya: Vendôme: Crequi.– Elogios que hace Luis XIV de su nieto.– Retírase Felipe a Milán con ánimo de regresar a España.– Causas de esta resolución.– Conducta indiscreta del monarca francés.– Inglaterra y Holanda juntamente con el Imperio declaran la guerra a Francia y España.– Guerra en Alemania y en los Países Bajos.– Expedición naval de ingleses y holandeses contra Cádiz.– Miserable situación de Andalucía.– Apuros de la corte.– Resolución heroica de la reina.– Frústrase el objeto de la expedición anglo-holandesa.– Lastimosa catástrofe de la flota española de Indias en el puerto de Vigo.– Prudencia y serenidad de la reina María Luisa.– Defección del almirante de Castilla.– Regresa Felipe V a España.– Decreto notable expedido desde Figueras.– Aclamaciones y festejos con que es recibido en Madrid.
 

Había sido Luis XIV bastante hábil para conseguir que fuera sin dificultad reconocido y proclamado su nieto Felipe como rey de España, así en los Países Bajos, que gobernaba el elector de Baviera, como en Milán, donde estaba de gobernador el príncipe de Vaudemont, súbdito austriaco, y como en Nápoles, cuyo virreinato tenía el duque de Pópoli. Respecto a las potencias extranjeras, empleando alternativamente la amenaza y el halago, logró que le reconociera Portugal firmando un tratado de alianza con Luis; ganó al duque de Saboya negociando el enlace de su hija con Felipe, y lisonjeando al piamontés consiguió poner guarnición francesa en Mantua para ir asegurando la Italia. Supo también atraerse en Alemania a los electores de Colonia y de Sajonia, y al obispo de Munster.

Por lo que hace al Imperio, y a las potencias marítimas con quienes había hecho los dos tratados anteriores de partición, de sobra conocía Luis XIV que no habían de resignarse ni permanecer pasivas a vista del poder colosal que adquiría la Francia ocupando el trono de España un príncipe de la casa de Borbón. Por eso, aunque el monarca francés estaba bien convencido de que en último resultado la cuestión había de decidirse por las armas, y no se había descuidado en prepararse para la guerra, intentó sin embargo justificar su conducta, y al comunicar oficialmente a aquellas naciones la aceptación del testamento de Carlos II y el advenimiento de Felipe al trono de España, lo presentó como un acto de necesidad, como un sacrificio de los intereses de la Francia hecho en obsequio de la paz de Europa, la cual había de asegurar mejor que los tratados de partición, protestando su deseo de conservar la buena armonía con aquellas potencias, y la integridad y la independencia de la monarquía española{1}.

Era evidente que no habían de bastar tales disculpas para tranquilizar aquellas naciones, que sobre conocer la desmedida ambición del monarca francés y sus artificios, comprendían demasiado que aunque pareciesen dos dominaciones distintas la de Felipe de Anjou y la de Luis XIV, el interés de familia las había de confundir, y lejos de fiarse de sus pacíficas promesas, suponíanle el pensamiento de realizar sus antiguos designios, de unir otra vez el Portugal a España, las Provincias Unidas de Holanda a los Países Bajos españoles, de restablecer en el trono de Inglaterra a los Estuardos, y sobre todo de colocar con el tiempo en una misma cabeza las dos coronas de Francia y de Castilla. Luis XIV había cometido la grave falta de dar lugar a este juicio, dejando traslucir este pensamiento en sus cartas patentes de diciembre de 1700 con ciertas palabras proféticas{2}. Sin embargo, ni Inglaterra ni Holanda se declararon al pronto contra él. Solo el emperador Leopoldo se negó abierta y resueltamente a reconocer el testamento de Carlos II, diciendo que ni había podido hacerle libremente, ni en ningún caso tenía facultad para dictar una disposición contraria a los derechos de su familia y a los compromisos solemnes de los tratados, y se preparó a la guerra, o para conquistar la sucesión de España, o para desmembrarla al menos. Inglaterra y Holanda, aunque sin acabar de decidirse, tomaron también sus disposiciones; llenaron sus almacenes, repararon sus fortalezas, aumentaron sus fuerzas de mar, y se dieron a extender sus alianzas.

Pero Luis XIV, que se había anticipado a todos como de costumbre, y tenía listos para ello sus ejércitos, hizo invadir de improviso los Países Bajos, y de acuerdo con el elector de Baviera se apoderó de todas las plazas que guarnecían los holandeses en virtud del tratado de Ryswick, haciendo prisioneros quince mil soldados. Intimidado con esto el gobierno holandés, y después de conferenciar los diputados de la república con los representantes de Inglaterra en la Haya, decidiéronse ambas potencias a reconocer a Felipe V, bien que exigiendo que evacuaran inmediatamente las tropas francesas los Países Bajos, y que los ingleses no pudieran tener guarnición en Nieuport y en Ostende, proposición que oyó Luis XIV con silenciosa altivez.

Tampoco se había descuidado entretanto el emperador, ya excitando a las potencias marítimas a la guerra, ya enviando emisarios donde quiera que podía suscitar enemigos al francés, inclusa la corte de Madrid, donde no faltaban parciales de la casa de Austria, y donde el descontento crecía con el gobierno aborrecido del cardenal Portocarrero, y ya principalmente dirigiendo sus fuerzas a Italia, y preparando una conspiración en Nápoles. Inclinados a la novedad los napolitanos; divididos entre sí, aunque no mal gobernados por el duque de Medinaceli, prevaliéndose algunos contra él de ciertos desarreglos propios de la juventud a que se entregaba{3}, las intrigas del emperador encontraron algún eco en aquella ciudad: llegó a estallar la conjuración, se atentaba a la vida del duque, se dio suelta a los presos de las cárceles, y se puso en lugares públicos el retrato del archiduque de Austria{4}. La energía del de Medinaceli y algunas fuerzas españolas mandadas por el duque de Pópoli, sofocaron aquel amago de rebelión en su origen. Pero la noticia de este suceso, y la de los trabajos y manejos que estaba empleando el emperador en Italia, recibidas por Felipe V en su expedición a Barcelona, fueron bastantes para inspirarle el deseo y la resolución de pasar a Italia a visitar y proteger personalmente aquellos pueblos de sus dominios, para lo cual tomó las disposiciones que en el anterior capítulo dejamos indicado.

Embarcose, pues, según dijimos, Felipe V en Barcelona (2 de abril, 1702), con veinte galeras y los ocho navíos que habían llegado de Francia, llevando consigo a don Carlos de Borja, limosnero mayor; a su confesor el padre D'Aubenton, jesuita; al embajador francés conde de Marsin; al duque de Medinasidonia, nombrado Gran Justicia del reino de Nápoles; al conde de San Esteban; al secretario general Ubilla, marqués de Rivas, con cuatro oficiales; al conde de Benavente, al de Villaumbrosa, al duque de Osuna, al conde de Priego, al duque de Monteleón, al de Béjar, y otros varios señores con sus respectivos mayordomos y pajes; así como varios caballeros franceses de su servidumbre, cuyo jefe era el marqués de Louville; entre todas ciento doce personas, sin contar los sirvientes. Hizo felizmente su navegación, y luego que hubo desembarcado salieron a recibirle el marqués de Villena, nuevo virrey de Nápoles, el arzobispo de la ciudad cardenal Cantelmo, y muchos nobles napolitanos en lujosas carrozas, con cuyo séquito hizo su entrada en aquella hermosa capital (16 de abril), en medio de la muchedumbre que obstruía las calles, y las aclamaciones de las tropas españolas, que a su paso abatían las banderas y gritaban: «¡Viva Felipe V!»

Aunque causó una agradable impresión en el pueblo napolitano la presencia de su nuevo monarca, y todos los funcionarios y corporaciones acudieron a besarle respetuosamente la mano, no produjo en verdad aquel entusiasmo que es la expresión del verdadero amor y cariño. Un incidente, de aquellos a que el vulgo da en ocasiones gran significación, vino a hacer formar extraños juicios y cálculos a las gentes crédulas y sencillas. El día que S. M. fue a visitar la capilla de la catedral llamada el Tesoro, donde se conserva con gran veneración la sangre del santo mártir y patrono popular de Nápoles San Genaro, el arzobispo y cabildo quisieron hacer ver al rey el milagro de licuarse la preciosa sangre de la santa ampolla. Pero aquel día no se liquidó como otras veces la sangre a la aproximación del relicario que encierra la cabeza del santo, y Felipe salió del templo con el desconsuelo de no haber visto aquel tan celebrado prodigio. La sangre se licuó después; apresuradamente salieron algunos a dar aviso al rey, que ya iba camino de palacio, y volvió más tarde a ver el milagro. Mas ya no faltó en el pueblo quien comentara el suceso como una señal visible de que no le había de asistir la protección del cielo{5}.

Hizo no obstante cuando pudo Felipe para captarse el aprecio de aquellas gentes: indultó a los comprometidos en la pasada conspiración: rebajó impuestos, perdonó deudas atrasadas, suprimió gabelas; remuneró largamente a los que se habían conducido bien en el motín de 23 de setiembre de 1701; confirió a muchos nobles napolitanos la grandeza de España, haciéndolos cubrir a su presencia; recibió cortés y afablemente a los legados de Roma, y a los que iban a besarle la mano y rendirle homenaje a nombre de los príncipes y de las repúblicas de Italia; presentábase con frecuencia y con cierta franca dignidad en los sitios y en las diversiones públicas; juró solemnemente los fueros y privilegios otorgados a aquel reino por sus antecesores; halagó al clero y al pueblo, obteniendo una bula de S. S. en que se declaraba a San Genaro patrón de España como el apóstol Santiago; oía misa diariamente, y daba ejemplo de devoción y de piedad; en las fiestas públicas le ensalzaban y prodigaban alabanzas, y le consagraban multitud de honrosas inscripciones. Y sin embargo no cesaban de susurrarse tramas, ni dejaba de hablarse de conspiraciones, que probaban no ser del todo sinceras aquellas exteriores demostraciones de afecto; algunas personas fueron desterradas, y otras eran vigiladas por sospechosas{6}.

Deseaba ya Felipe V pasar a Milán para ponerse al frente del ejército de Lombardía, donde los imperiales conducidos por el príncipe Eugenio hacían la guerra a españoles y franceses, a intento de arrebatar a Felipe la posesión del Milanesado. Había tratado Eugenio de sorprender a Mantua y a Cremona, y aunque no logró su propósito, hizo prisionero al mariscal francés Villeroy, que fue reemplazado por el intrépido Vendôme. Un ejército de cincuenta mil franceses, enviado por Luis XIV, había penetrado en Italia, obligado al príncipe imperial a levantar los sitios de Mantua y de Goito, y a concentrar sus fuerzas entre Mantua y el Pó. A apoderarse del país que domina el Pó y a arrojar a los alemanes de Italia dirigía sus miras y sus movimientos el general francés. En tal estado salió Felipe de Nápoles (2 de junio, 1702); fue visitando las plazas y guarniciones españolas de la costa de Toscana, recibió felicitaciones de la república de Génova, y el 11 desembarcó en Finale, donde le esperaba el gobernador de Milán príncipe de Vaudemont con gran cortejo de damas y caballeros, y donde hizo multitud de mercedes de grandezas y títulos, y dio libertad a algunos oficiales alemanes prisioneros que le fueron presentados, diciéndoles: «Id al ejército imperial, y decid a mi primo el príncipe Eugenio que pronto me verá al frente de mis tropas.» Prosiguiendo su viaje a Milán, saliole al encuentro cerca de Alejandría el nuncio de S. S., aquel mismo de quien dijimos en el primer capítulo que había venido a España a tratar de la paz a nombre del pontífice, y que había encontrado a la reina en Monserrate. Allí acudieron también a saludarle los duques de Saboya, padres de su esposa la reina de España, y después de mutuos agasajos y de algunas conferencias volviéronse aquellos a Turín, y el rey continuó su jornada a Milán, donde llegó el 18 (junio, 1702), e hizo su entrada a caballo, y recorrió las calles en medio de las más vivas aclamaciones de los milaneses{7}.

Todo era en Milán festejos y regocijos; mostráronsele tan de corazón adictos aquellos naturales, que a diferencia de los catalanes, aragoneses y napolitanos, ni siquiera le indicaron que les jurara sus fueros; adhesión a que el rey correspondió también por su parte; pero las fiestas y agasajos no le impidieron pensar en los aprestos de guerra para salir a campaña, como lo verificó el 1.° de julio (1702), después de dejar ordenadas las cosas del gobierno{8}. En Cremona, donde se reunieron los generales y se celebró gran consejo, determinó el rey mandar en persona un cuerpo de treinta mil hombres, con el duque de Vendôme, y el conde de Aguilar, general de la caballería extranjera: otro de veinte mil había de mandar el príncipe de Vaudemont, con el marqués de Aytona, maestre de campo general; y distribuidas convenientemente las demás fuerzas, se puso en marcha el ejército combinado (20 de julio), dividido en columnas, de las cuales la izquierda era la del rey, con resolución de pasar el Po. No lejos de este río encontró el de Vendôme, que se había adelantado con una parte de la columna del rey, un cuerpo respetable de tropas imperiales (26 de julio), el cual, después de un combate obstinado, fue completamente derrotado y deshecho, con más de mil muertos y heridos, y con pérdida de muchos pertrechos de guerra y trece estandartes, que se trajeron a la iglesia de Nuestra Señora de Atocha en Madrid. Llamose aquel el campo de la Victoria, y aquella misma noche apresurose el rey a comunicar tan fausta nueva, así a la reina de España, su esposa, como a Luis XIV, su abuelo, el cual publicó el parte en Versalles con mucha pompa y haciendo grande elogio del joven monarca español.

Desde aquel día todos los movimientos y operaciones de la campaña fueron importantes. En más de dos meses que asistió a ella Felipe, apenas se dio un día de descanso; en unas partes acometía él mismo a la cabeza de los escuadrones, en otras intimaba las plazas y las rendía, y en otras recorría las líneas a caballo en medio de los mayores peligros, sin querer tomar ni cota de malla, ni peto, ni espaldar, ni otra defensa alguna. Para unir más las tropas de ambas naciones, mandó que a la escarapela encarnada, que era la de los españoles, se añadiera la blanca, que era la francesa, y que los franceses a su vez juntaran a la escarapela blanca la encarnada de los españoles, quedando así confundidas las divisas de las tropas de ambos reinos. En uno de los más recios combates, el que se dio a la parte meridional del Po, orillas del canal de Tezo (14 y 15 de agosto, 1702), pasó el rey cerca de cuarenta horas sin dormir, y casi sin tomar alimento. En esta célebre batalla murió, por parte de los austriacos, el príncipe de Commerci, el más hábil de sus generales y el más querido del príncipe Eugenio; por parte de los franceses, el veterano mariscal de Crequi con otros generales; el mismo Felipe fue herido, aunque no de gravedad, y una bala de cañón mató a un oficial que estaba a su lado. No se distinguió menos por su valor y serenidad en el sitio de Borgoforte.

«Repárese, dice un ilustrado historiador español de aquel tiempo, que el día de Santiago fue el primero que el rey marchó con el ejército en batalla; día de Santa Ana derrotó a los enemigos en el campo de la Victoria; día de la Asunción en el de Luzzara, y día de la Natividad de Nuestra Señora se le rindió Guastalla; todas cuatro fiestas celebradas de los españoles, y de gran devoción de los señores reyes.{9}» Condujéronse también bizarramente el duque de Vendôme, el de Saboya, que mandaba las tropas de su estado, el conde de San Esteban de Gormaz, el de Monteleón, el virrey marqués de Villena, y otros ilustres generales españoles. Al de Vendôme púsole el rey por su mano el toisón de oro en premio de su comportamiento en esta campaña. El resto de ella se pasó tomando casi todas las demás plazas que ocupaban los imperiales.

A fines de setiembre se retiró Felipe V a Milán, con ánimo de regresar a España, donde urgía ya su presencia a causa de sucesos que estaban ocurriendo en otros estados de los dominios españoles, y muy especialmente en la península y en la corte misma. Desde Italia escribió al rey Cristianísimo dándole las gracias por los eficaces socorros que le había enviado, y Luis XIV le contestó alabando su conducta en la guerra. «Habéis correspondido, le decía, durante la campaña, a lo que yo esperaba de vuestro valor, y las pruebas que de él habéis dado muestran que sois digno de vuestra sangre y del trono en que el Señor os ha colocado. El amor de los españoles aumenta a proporción de la gloria que habéis adquirido, y antes de vuestro regreso a España os doy con placer todas las alabanzas que ya sabía yo habíais de merecer, las cuales no deben pareceros sospechosas, siendo yo el que os las tributo, porque solo alabaré en vos lo digno de elogio, así como os daré consejos en punto a vuestros defectos, deber que me imponen el cariño que os profeso y la confianza que en mí tenéis…{10}»

Tampoco habrían venido mal al mismo anciano monarca algunos buenos consejos. Puesto que en vez de calmar con una conducta prudente y moderada los celos y la alarma de las demás naciones, las provocó y exasperó de modo que se envolvió él y envolvió a España en sangrientas luchas que acaso se habrían podido evitar. No contento con haber reconocido tácitamente en sus cartas patentes los derechos eventuales de su nieto a la corona de Francia; con irritar a la Holanda invadiendo bruscamente los Países Bajos; con dañar e incomodar a la Inglaterra, lastimando sus intereses mercantiles, y cerrando a los buques de las dos potencias marítimas los puertos de España; con ponerlas en el caso de confederarse con el Imperio, con Dinamarca y con Brandeburgo para libertar los Países Bajos de la ocupación del ejército francés, impedir la reunión de las dos coronas de España y Francia en una misma persona, y la posesión que Francia pretendía de una parte de las Indias Occidentales españoles, y aun la agregación de los Países Bajos al dominio francés; todavía cometió otra mayor imprudencia, que puso el sello a todas las anteriores. Habiendo muerto el destronado rey de Inglaterra Jacobo II (17 de setiembre, 1701), Luis XIV hizo la locura de reconocer a su hijo como legítimo rey de la Gran Bretaña; acto que el pueblo inglés miró como un ultraje, como un atentado contra sus derechos y su independencia, y que hizo prorrumpir a aquella nación en un grito general de guerra contra la Francia. Entonces el parlamento aprobó por unanimidad el tratado de la Haya, votó auxilios poderosos para el aumento del ejército y para los gastos de la guerra, y aprovechando Guillermo III aquel espíritu tan favorable a sus miras, se apresuró a enviar a Holanda un cuerpo de diez mil hombres al mando del conde de Marlborough, y se preparó a pasar él mismo el estrecho para dirigir las operaciones de la guerra{11}.

La muerte sorprendió a aquel belicoso príncipe cuando tan cerca estaba de realizar sus planes (8 de marzo, 1702). Pero el pensamiento estaba ya en el espíritu de la nación inglesa, y no por eso se entibió el ardor nacional. Llamada al trono la princesa Ana de Dinamarca, hija de Jacobo, pero protestante y enemiga de la Francia; confiada por la nueva reina la administración del estado a Godolfín y a Marlborough, versado el primero en los negocios de hacienda y de gobierno interior, distinguido el otro por su habilidad en la guerra y en la diplomacia: puestos los dos de acuerdo con el gran pensionario de Holanda Heinsius, renovose la unión de las dos potencias marítimas tan estrechamente como cuando habían sido regidas ambas por Guillermo de Nassau.

Mas si Marlborough llegó a reunir en los Países Bajos un ejército de sesenta mil hombres, otros tantos mandaba allí el duque de Borgoña, nombrado por Luis XIV general en jefe de sus tropas, dirigido por el mariscal Buflers; esto además de los cuarenta y cinco mil con que había cubierto la frontera de Alemania. Sin embargo, no obtuvieron los franceses en aquella campaña las ventajas a que estaban acostumbrados, antes bien perdieron varias plazas importantes, entre ellas Venlóo, Ruremunda y Lieja. También en la Alsacia presenciaron la rendición de la de Landau. La guerra de Alemania había sido declarada en la dieta de Ratisbona, y publicada en un mismo día en Londres, Viena y la Haya (15 de mayo, 1702) contra Luis XIV y Felipe V como usurpadores del trono de España, y corría sus vicisitudes y alternativas, sostenida con habilidad por los generales del Imperio.

Pero lo que puso más en cuidado a la reina y al gobierno español fue la noticia de haber arribado a la bahía de Cádiz (julio, 1702) una escuadra anglo-holandesa de cincuenta buques de guerra, con los barcos necesarios para el trasporte de catorce mil hombres, de que era general en jefe el duque de Armond, y almirantes el inglés sir Jorge Rooke y el holandés Allemond. El objeto de esta expedición formidable era apoderarse de Cádiz y de los puntos vecinos, y establecido un centro de operaciones irse derramando por el país y promover un alzamiento general contra Felipe, para lo cual contaban con los adictos al Austria y con los descontentos del gobierno. El plan había sido fraguado entre el príncipe de Darmstad, que desde Lisboa fue a incorporarse a la armada, y el almirante de Castilla, uno de los magnates enemigos del gobierno de Portocarrero, y hombre de muchas relaciones y mucho influjo en las provincias del Mediodía{12}.

Razón sobrada había para alarmarse y temer, atendido el estado de abandono en que la Andalucía, como todas las demás provincias, se hallaba; ruinosas y desguarnecidas sus fortalezas, sin provisiones sus almacenes, sin naves sus puertos, vacíos sus astilleros y arsenales, sin tropas de que disponer el gobernador de Andalucía, que lo era el marqués de Villadarías, pues al arribo de la flota enemiga apenas pudo reunir ciento cincuenta infantes y treinta caballos. No pasaba de trescientos hombres la guarnición de Cádiz, sin provisiones ni municiones de guerra. La poca fuerza militar de España estaba en Italia y en Flandes, y toda la que había en los dominios españoles no excedía de veinte mil hombres; la marina estaba reducida a unos pocos buques viejos y estropeados. Había una milicia urbana en la nación, pero sin instrucción ni disciplina militar; se había obligado a los labradores y ganaderos a tener en su casa un arcabuz, y se había inscrito por fuerza sus nombres en un libro, pero no había otras señales de su existencia{13}.

Cuando parecía no haber medio de conjurar tan grave conflicto, la reina María Luisa de Saboya, con una resolución, con un valor y una inteligencia superiores a su edad y a su sexo, reúne su consejo, ofrece sus joyas para atender a los gastos de la guerra, y declara que está dispuesta a ir ella misma a Andalucía, y perecer, si es necesario, para salvar aquella provincia.

«Yo veo, les dijo, que no pensáis en las providencias según la necesidad lo pide: el rey empeñado en combatir sus enemigos en Italia ha expuesto cada día su persona a los mayores peligros, y no será justo que en el interior yo esté con quietud viendo padecer sus vasallos y peligrar la España. Y así tened entendido que desde esta tarde saldré yo a campaña, e iré a exponer mi persona por mantener al rey lo que es suyo, y librar a sus vasallos de las hostilidades de los ingleses; pues cuando el rey acabe allá, y yo perezca acá por tan justa causa, habremos cumplido lo que ha estado de nuestra parte; y así mis joyas, oro, plata y cuanto tengo, ha de salir conmigo hoy de esta corte, para ir a la oposición de los enemigos.» Y diciendo esto, dejó derramar algunas lágrimas{14}.

La decisión y la elocuencia de la joven reina sacan de su apatía a sus indolentes ministros: el cardenal Portocarrero se ofrece a mantener seis escuadrones de tropas ligeras; el obispo de Córdoba un regimiento de infantería; el arzobispo de Sevilla todos los frutos y rentas de su arzobispado; nobleza, clero, pueblo, todos se prestan a tomar las armas, todos le ofrecen sus vidas y haciendas, y hasta el almirante de Castilla, conde de Melgar, el autor de aquella empresa extranjera contra su patria, para alejar la sospecha que de él se tenía y disimular su complicidad, ofrece sus servicios a su soberana. Toda la Andalucía alta y baja se puso en armas, pretendiendo cada cual ser el primero en sacrificarse por su patria y por sus reyes.

Por fortuna, divididos y desacordes entre sí los jefes de la expedición, después de enojosos debates sobre el modo de verificar el desembarco y el ataque, y de las dilaciones que esto produjo, limitáronse a amagar los fuertes de Santa Catalina y Matagorda, a saquear los pueblos de Rota y Puerto de Santa María, donde los habitantes de Cádiz habían trasportado sus objetos más preciosos, no perdonando templo ni lugar sagrado en que no se cebara su codicia, ni pudiendo evitar las vírgenes consagradas al Señor la brutalidad lasciva y desenfrenada del soldado. Y acobardados ante la actitud imponente que ya presentaba el país, volvieron a embarcarse, dejando muchos prisioneros y muertos, libre la provincia, y llena de inmortal gloria la reina. Y el príncipe de Darmstad, que había dicho con arrogancia: «Había ofrecido ir a Madrid pasando por Cataluña: ahora veo que será preciso ir a Cataluña pasando por Madrid,» renunció a venir a la corte, contentándose con llevar algunos millones a que ascendió el fruto del pillaje y del saqueo. Con esto sufrió un notable cambio el espíritu público de España, indignando tan infame conducta de los aliados a los mismos que antes parecía estar más dispuestos a declararse por la causa del Austria.{15}

Mas a este tiempo había llegado al puerto de Vigo (huyendo de encontrarse en Cádiz con la armada. enemiga), la flota que venía de Indias con dinero a cargo del general don Manuel de Velasco, y escoltada por una escuadra francesa que mandaba Mr. de Chateaurenaud. Como el arribo a aquel puerto era una cosa impensada y fuera de costumbre, y no se encontrara allí ministro que reconociera las mercancías para el pago de derechos, sin cuyo requisito no podía hacerse el desembarco, según las leyes, sucedió, que en tanto que se dio aviso a la corte, que aquí se discutió largamente sobre la persona que había de enviarse, que se determinó enviar a don Juan de Larrea, que este consejero dispuso despacio su viaje, y empleó en él largo tiempo, y que después de llegar se entretuvo en discurrir sobre el ajuste de lo que venía en la flota; diose lugar a que la armada anglo-holandesa de Cádiz, que tuvo noticia de todo, se dirigiese y arribase a las aguas de Vigo antes de efectuarse el desembarco. Y embistiendo la flota española, y rompiendo la cadena que defendía la boca del puerto, y sufriendo el fuego que se les hacía desde los baluartes de la ciudad, apresaron trece navíos españoles y franceses, entre ellos siete de guerra, echaron a pique otros, incendiose uno de tres puentes inglés, perdiose una inmensa riqueza en oro, plata y mercancías, perecieron dos mil españoles y franceses, y ochocientos ingleses y holandeses, y sucedieron otros desastres lastimosos (octubre, 1702).

Recibiose la noticia de esta catástrofe en Madrid el día y a la hora que se había señalado para que la reina saliera en público a dar gracias a la Virgen de Atocha por los triunfos del rey y a colocar en aquel templo las banderas cogidas a los enemigos en Italia. Aquella prudente señora lloró amargamente tan fatal nueva, mas no queriendo, afligir y desalentar a su pueblo, revistiose de firmeza, y llevando adelante su salida, presentose con tan sereno rostro que dejó a todos maravillados de su prudencia y su valor, y la ceremonia se ejecutó como si nada hubiera sucedido. Túvose por conveniente no formar proceso a los culpables de la calamidad de Vigo, que hubieran sido muchos, sin exceptuar los ministros, y todavía pudo sacarse no despreciable cantidad de oro y plata de los buques que se habían ido a fondo{16}.

Aunque al almirante de Castilla le alcanzaba tanta responsabilidad por la desgracia de Vigo, como consecuencia de la expedición contra Andalucía, sin duda solo se tenían de él sospechas, cuando el cardenal Portocarrero para alejarle de la corte y siendo tan contrario suyo no se atrevió a hacerlo sino bajo un pretexto honroso, nombrándole embajador cerca de la corte de Versalles, donde no podía hacer daño, y cuyo nombramiento aprobó el soberano francés. Vaciló algún tiempo el orgulloso magnate en aceptar aquel cargo, recelando que fuese una emboscada política, y temiendo hasta verse preso en llegando allá. Pero después, discurriendo que aquello mismo podía facilitarle burlar mejor a sus contrarios, admitió la embajada, y tomando públicamente sus disposiciones para emprender el viaje, y sin revelar su oculto pensamiento sino al embajador de Portugal don Diego de Mendoza su amigo, despidiose de la reina y de la corte, y partió camino de Francia. Mas a las pocas jornadas, figurando haber recibido nuevas instrucciones de la reina para pasar antes a Portugal, varió de rumbo y encaminándose a aquel reino penetró en él y se dirigió a Lisboa, donde ya desembozadamente explicó las razones de aquel proceder, y aún publicó un manifiesto, que era una verdadera invectiva contra el gobierno de Madrid, bien que protestando todavía fidelidad a su rey. Sin embargo, el embajador de España en Portugal le proclamó rebelde, y de serlo dio hartas pruebas en adelante siendo uno de los más eficaces partidarios y auxiliares del archiduque de Austria. Formósele proceso, y le fueron confiscados los bienes.

La defección del almirante, uno de los más poderosos magnates de Castilla, y de los más emparentados con casi toda la grandeza y nobleza de España, hombre además de bastante ingenio, travesura y expedición, fue de un ejemplo funestísimo, y todos consideraron su fuga como la señal de una defección general en la grandeza y como el preludio de la guerra civil.

Todos estos acontecimientos habían hecho y hacían cada día más necesario el pronto regreso de Felipe V a España. Detúvose no obstante todo el mes de octubre en Milán hasta poder pasar revista a un regimiento de caballería española y otro de infantería walona, con una compañía de mosqueteros flamencos, que creó para guardia de su real persona. Hizo allí merced del Toisón a los príncipes sus hermanos y a algunos otros caballeros franceses; otorgó varias mercedes de títulos y grandezas de España, distribuyó los mandos del ejército de Italia, y designó las personas que le habían de acompañar a la península. La ciudad de Milán le regaló una corona y un cetro de oro en señal de su fidelidad, único presente que S. M. aceptó de aquellos naturales. Allí recibió también al cardenal d'Estrées, enviado por Luis XIV como embajador extraordinario de España en reemplazo del conde de Marsin. Las instrucciones dadas por el monarca francés al nuevo embajador manifiestan que, más conocedor ya del carácter del pueblo español, había determinado seguir una nueva y diferente política para con la España: puesto que en ellas le exponía sus quejas de Marsin y de Louville por su funesta influencia con Felipe, a causa de la excesiva preferencia que le hacían dar a los franceses, con justa ofensa y manifiesto agravio de la dignidad y del orgullo español, cuyo amor y simpatías corría grande riesgo de enajenarse. Añadíale que la mejor consejera del rey debía ser la reina su esposa, cuyo talento y discreción elogiaba, en unión con la princesa de los Ursinos{17}.

Partió pues Felipe V de Milán (7 de noviembre, 1702), acompañado del nuevo embajador, y encaminándose por Pavía y Alejandría a Génova, detúvose algunos días en esta ciudad, recibiendo los obsequios y atenciones del dux y del senado de aquella república amiga. Llegole allí por extraordinario la fatal noticia de la catástrofe de Vigo, y aunque pareció que debería ser un aguijón para acelerar su viaje, hízole más lentamente de lo que era de esperar. Puesto que desde Génova, donde se reembarcó el 16, hasta Figueras empleó un mes cumplido (hasta el 16 de diciembre). Esperábale allí el conde de Palma, virrey de Cataluña. Desde aquella ciudad despachó un extraordinario a la reina, con un decreto en que mandaba cesase la junta de gobierno que había creado al tiempo de pasar a Italia, agradeciendo mucho el celo con que durante su ausencia habían desempeñado su cargo todos los ministros, el cual tendría presente para remunerar sus servicios, y ordenando que se le enviasen los negocios para despacharlos por sí mismo, a excepción de los que por su urgencia hubiera de despachar la reina{18}.

Prosiguió el rey su viaje por Cataluña y Aragón, descansando algunos días en Barcelona y Zaragoza; y no empleando más celeridad que antes en el camino llegó el 13 de enero a Guadalajara, donde había salido la reina a recibirle, y juntos hicieron su entrada en Madrid (17 de enero, 1703), siendo aclamados por el pueblo con las mismas o mayores demostraciones de regocijo que cuando por primera vez entró en la corte de España{19}.




{1} Memoria enviada por Torcy al embajador de Inglaterra.– Carta de Luis XIV al embajador francés conde de Briond.– Obras de Luis XIV, tomo VI.

{2} Cartas patentes de Luis XIV para conservar a Felipe V sus derechos eventuales a la corona de Francia. Memorias de Lamberty, tomo I.

{3} «El virrey, dice Lebret, estaba dominado de una pasión violenta hacia una cantatriz llamada Angelina Giorgina, que había llevado de Roma como sirviente de su mujer. Por su mano pasaban todas las gracias, se daban todos los empleos, y a su influencia se atribuían todas las injusticias y las dilapidaciones de los caudales públicos.»

{4} Los conjurados habían ganado al cochero del virrey y al maestro de armas de sus pajes para que le asesinaran. Fuele denunciado este proyecto a Medinaceli, y a la media noche hizo prender y dar tormento a los dos asesinos. La conspiración, sin embargo, llegó a estallar, aunque parcialmente. Cometiéronse algunos desórdenes, y se puso una bandera imperial en el convento de San Lorenzo. La sofocó el duque de Pópoli, poniéndose al frente de algunos soldados españoles y de muchos nobles del país. Fueron ejecutados algunos sediciosos; el marqués de Pescara y el príncipe de Caserta fueron acusados de alta traición, y se les confiscaron sus bienes. Sin embargo, hubo necesidad de relevar a Medinaceli, y de reemplazarle con el marqués de Villena, duque de Escalona.– Botta, Storia d'Italia.

{5} Journal du voyage d'Italie, de l'invincible et glorieux monarque Philippe V, roy d' Espagne et de Naples: par Antoine Bulifon.

{6} Botta, Storia d'Italia.– Dochez, Ojeada sobre los destinos de los Estados italianos de 1700 a 1765.– Belando, Historia civil de de España, Parte II, c. 6 y 7.– Rebelion de Nápoles en 1701: Archivo de Salazar, us. 56 y 65.

Entre los manuscritos de la Real Academia de la Historia se encuentra también copia en italiano de un bando puesto por los conjurados a nombre de Carlo VI. Re di Napoli; unos versos castellanos felicitando al rey por la separación de Medinaceli, y una comedia festiva y satírica, en tres jornadas, titulada: La pérdida de España renovada en Nápoles, cuyos papeles se distribuían de la manera siguiente:

Rey don Rodrigo……Duque de Medinaceli.
Ataulfo, primer ministro…Príncipe Ottaiano.
El obispo Oppas……Monseñor Noriega (el confesor).
Florinda, (a) la Cava……La Giorgina.
Conde don Julian……Príncipe de Machia.
El general Tarif……Don Carlos de Sangro (el que degollaron).
Muza……El príncipe de Caserta, &c.

{7} Journal du voyage d' Italie.– Macanáz, Memorias, MSS. tomo I, cap. 7.– William Coxe, Historia de Felipe V, c. 6.– Bolando, Historia civil, p. II, c. 8 y 9.

{8} Seguía despachando con él el secretario Ubilla, y cuenta Macanáz que allí facultó a Ubilla para que en lo sucesivo estuviera sentado mientras el rey despachaba; «cosa, añade, que jamás se había visto, pues hasta entonces el secretario del despacho universal siempre había asistido mientras duraba el despacho hincado de rodillas.»

{9} Macanáz, Memorias, tomo I, c. 8.– San Felipe, Comentarios, tomo I, A. 1702.– Memorias de Tessé, tomo I.– Journal du voyage d'Italie.– Belando, P. II, capítulo 10 a 13.– Botta, Storia d'Italia.

{10} Memorias de Noailles, tomo II.– Los consejos, o más bien reconvenciones que le hacía en la misma carta, se referían a cierta indolencia o apatía que decía notársele para el despacho de otros negocios que no fuesen los de la guerra, y quejábase que hasta las cartas que le escribía, así a él como a la reina de España, eran dictadas por Louville. Lo cual acaso consistía en cierto humor hipocondriaco que se observó haber comenzado a dominarle en Italia, y que llegó a degenerar después en una verdadera enfermedad y terrible padecimiento.

{11} John Lingard, continuación de la Historia de la Inglaterra, cap. 15 y 16.– Belando, Historia Civil, Parte III, c. 1 a 4.

{12} Cuenta el marqués de San Felipe en sus Comentarios, que algún tiempo antes había sido enviado un comisario holandés a Cádiz, con la misión de explorar el estado del país, el de sus fuerzas militares, el de las plazas y castillos, el de la opinión pública, y el número y calidad de los parciales de Austria. Que de allí pasó a la corte, y se hospedó en la casa del embajador de Holanda, y ambos hablaron con el almirante, el cual, enseñándoles un mapa de España, y alabándoles el país de Andalucía, les informó de lo descuidadas y desguarnecidas que estaban las plazas, siendo como era la llave del reino. Que el holandés recogió la especie, y regalando al almirante un reloj de repetición, le dijo: «Acordaos de mí cuando suene la campana.» Con lo cual ambos se entendieron. «Así se tramó, dice, una tácita conjura, comprendiendo el forastero explorador que se debía atacar la Andalucía, y que no sería el almirante el postrero a declararse por los austríacos. Así lo refirió a su vuelta al gobierno de la Holanda, etcétera.»– Belando, Historia civil, parte I, c. 22.

{13} San Felipe, Comentarios, tomo I, pág. 50.

{14} Macanáz, Memorias MM. SS. cap. 9.

{15} Solo el gobernador de Rota se pronunció por los austriacos, pero habiendo caído en manos de sus compatriotas, le hicieron expiar con la vida su deslealtad.– San Felipe, Coment., tomo I.– Belando, p. I, c. 22.

{16} Macanáz, Memorias manuscritas, cap. 9.– San Felipe, Comentarios, A. 1702.– Belando, Historia civil, p. I, c. 23.

{17} «Desvía el rey de su servicio a los españoles (le decía entre otras cosas) a causa de una preferencia demasiado manifiesta a los franceses. Diríase que sus súbditos son para él insoportables; a lo menos de esto se quejan ellos, asegurando que por esta razón muchos se volvieron a Madrid en lugar de acompañarle al ejército: añaden que desde que S. M. ha salido de la capital, ha cesado completamente de hablar su idioma… El rey es frío, y los españoles circunspectos: nada por lo tanto sirve de lazo entre el soberano y sus súbditos, y así se aumenta la natural antipatía entre franceses y españoles. Es preciso que ponga el rey de España el mayor conato en ganar la voluntad de sus vasallos: si estima poco a los españoles, es fuerza que lo oculte cuidadosamente, reflexionando que ellos son los que gobierna y con ellos tiene que vivir… La nación española no ha dado al mundo menos hombres eminentes que otra cualquiera, y puede dar muchos más todavía… Su amistad a Francia debe inspirarle el deseo de que vivan en la más estrecha unión españoles y franceses, y si prefiere a estos, se aumentará el odio de aquellos, y harto fuerte es ya por desgracia la antipatía.»– Memorias de Nouilles, tomo II.

{18} Macanáz, Memorias, cap. 9.– San Felipe, Coment. A. 1702.– El itinerario de su viaje hasta salir de Italia puede verse en el opúsculo Journal de Philippe V en Italie.

{19} San Felipe, Comentarios.– Belando, Historia civil.– Macanáz, Memorias, MSS.– Diario de sucesos de 1701 a 1706. MS. de la Biblioteca Nacional.