Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VI ❦ Reinado de Felipe V
Capítulo IV
Guerra de Portugal
Novedades en el gobierno de Madrid
De 1704 a 1706
Ilusiones del archiduque y de los aliados.– Mal estado de aquel reino.– Grandes preparativos militares en España.– Sale a campaña el rey don Felipe.– El duque de Berwick.– Triunfos de los españoles.– Apodéranse de varias plazas portuguesas.– Retíranse a cuarteles de refresco.– Regresa el rey a Madrid.– Fiestas y regocijos públicos.– Empresa naval de los aliados.– Dirígese la armada anglo-holandesa a Gibraltar.– Piérdese esta importante plaza.– -Funesta tentativa para recobrarla.– Sitio desastroso.– Levántase después de haber perdido un ejército.– Recobran algunas plazas los portugueses.– Intrigas de las cortes de Madrid y de Versalles.– Separación de la princesa de los Ursinos.– Profundo dolor de la reina.– Nuevo embajador francés.– Carácter y conducta de Grammont.– Cambio de gobierno.– Habilidad de la princesa de los Ursinos para captarse de nuevo el afecto de Luis XIV.– Va a Versalles.– Obsequios que le tributan en aquella corte.– Vuelve a Madrid, y es recibida con honores de reina.– El embajador Amelot.– El ministro Orri.– Campaña de Portugal.– Tentativa de los portugueses sobre Badajoz.– Nueva política del gabinete de Madrid.– El Consejo de gobierno.– La grandeza.– Conspiraciones.– Notable proposición del embajador francés.– Es desechada.– Disgusto de los reyes.– Mudanzas en el gobierno.– Situación de los ánimos.
Dejamos en el capítulo anterior hecha por ambas partes la declaración de guerra entre Portugal y España, y muy próximas a romperse las hostilidades. El almirante de Castilla, alma de los planes de los enemigos en Lisboa, había representado al archiduque Carlos de Austria y a todos los aliados como muy fácil la empresa de apoderarse de este reino y de ceñir la corona de Castilla. De tal manera le había pintado abandonadas las plazas, las provincias sin defensa, sin ejército la nación, el tesoro sin dinero, descontentos los españoles de la dinastía y del gobierno francés, y dispuestos a sublevarse y adherirse al austriaco tan pronto como éste pisara el territorio español, que Carlos llegó a creer que no hallaría resistencia formal, y no ansiaba sino el momento de invadir las provincias castellanas. Acaso hubo más de ilusión que de mala fe en el almirante, porque en todos tiempos los emigrados a extraños países por causas políticas se persuaden fácilmente de que los espera en su patria un partido numeroso, irresistible, que no aguarda sino su presencia para levantarse y derrocar lo existente. Pues solo de esta manera se concibe que siguiera pensando así aquel magnate después de haber visto el encono con que los extremeños perseguían a los portugueses desde que Portugal se declaró por el archiduque{1}, y después de haber visto la suerte que habían corrido los emisarios y exploradores enviados por él a diferentes puntos de España{2}.
Por otra parte no había en Portugal ni almacenes provistos, ni plazas habilitadas para la defensa, ni soldados disciplinados, ni oficiales instruidos; y aunque se reclutaron veinte y ocho mil hombres, era casi toda gente improvisada e inexperta; no hubo medio de montar sino una tercera parte de la caballería; apenas se encontraba un general a quien poder confiar la dirección de la guerra; el mismo rey don Pedro, hipocondriaco e inerte, había perdido todo el vigor y la energía de otro tiempo, y no era popular en su reino la alianza con naciones protestantes. Disputábase quién había de mandar en jefe el ejército; resentíanse los portugueses de que no fuera uno de su nación; y la igualdad de grado entre los generales inglés y holandés, Schomberg y Faggel, produjo también rivalidades y disputas, y todo contribuía a una inacción y pérdida de tiempo con que no había podido contar el archiduque de Austria.
Todo lo contrario había sucedido en España. Además de los numerosos reclutamientos y de los preparativos de guerra de todas clases que en otra parte dejamos ya indicados, un cuerpo de doce mil franceses al mando del duque de Berwick, hijo natural del rey Jacobo II de Inglaterra, había entrado en España por Bayona, y penetrado después, dividido en dos columnas, en las provincias de Castilla. Habíanse hecho venir algunas fuerzas de Milán y de los Países Bajos, y llamádose de allí los oficiales generales de más reputación y experiencia. Estas tropas, en unión con las que se habían levantado dentro de la península, fueron destinadas a las fronteras de Portugal, y principalmente a la provincia de Extremadura. Y en tanto que los portugueses y sus aliados perdían en disputas más tiempo del que sin duda creyeron gastar en la conquista, el rey Felipe V, resuelto a hacer personalmente la campaña, salió de Madrid (4 de marzo, 1704), dejando el cuidado del gobierno a la reina, y seguido de muchos grandes y nobles que a su ejemplo quisieron compartir con él las fatigas y los peligros de la guerra. El mal estado de los caminos por efecto de las copiosas lluvias de aquellos días hizo que fuese más lenta de lo que se había creído esta jornada del rey a Extremadura. Mas ni esta circunstancia, ni el tiempo que en Plasencia se detuvo para acordar con los generales el plan de la campaña bastaron a los aliados de Portugal para proveer convenientemente a la defensa de aquel reino, ya que después de tantos alardes no habían tomado la ofensiva.
Publicado por el rey don Felipe un manifiesto expresando los justos motivos que le impulsaban a emprender aquella guerra; pasada revista a las tropas, que no bajarían de cuarenta mil hombres, y dado un severísimo bando prohibiendo bajo pena de la vida el robo, el saqueo, y la profanación de los templos; imponiendo la propia pena a todo el que causara daño o molestia a los eclesiásticos, ancianos, mujeres, niños u otras personas inofensivas, o hiciera otros prisioneros que los que fuesen cogidos con las armas en la mano, moviose el rey hacia Salvatierra, primera plaza portuguesa, que embistió y rindió el conde de Aguilar, entregándose su gobernador Diego de Fonseca con seiscientos hombres (7 de mayo, 1704). A la rendición de esta plaza siguieron las de Penha-García, Segura, Rosmarinhos, Idaña y otros lugares, cuyos habitantes prestaban sin dificultad obediencia al rey de España. La guarnición del castillo de Monsanto que puso alguna más resistencia, fue pasada a cuchillo, y la villa dada a saco, a pesar de la severa prohibición del bando real. Mientras el conde de Aguilar lograba estos fáciles triunfos, don Francisco Ronquillo, que había sido corregidor de Madrid y mandaba un cuerpo volante, ponía en contribución todo el país hasta las puertas de Almeida: el mariscal francés príncipe de Tilly por la parte de Alburquerque se había corrido quince leguas dentro de Portugal, y llegado hasta la vista de Arronches; el marqués de Villadarias con las tropas de Andalucía entró por Ayamonte saqueando pueblos y recogiendo ganados. Sitiada Castello-Branco por el brigadier Mahoni, rindiose también después de una corta defensa, a presencia del rey. Encontráronse allí víveres, armas inglesas encajonadas, vajillas de plata, y las tiendas destinadas para el rey de Portugal y para el archiduque, que habían pensado hacer su cuartel real en aquella plaza.
Construyose luego un puente de barcas sobre el Tajo junto a Villa-Velha, y después de ahuyentado el general holandés Fagel, que se había atrincherado con dos regimientos, de los cuales se le cogieron un mariscal de campo, dos coroneles, treinta y tres oficiales y quinientos hombres de tropa, atacó el rey el puente con doce mil hombres, y penetró sin oposición en la provincia de Alentejo (30 de mayo, 1704). Tampoco la encontró en los desfiladeros y gargantas que tuvo que atravesar hasta dar vista a Portalegre, cuyo sitio dispuso y dirigió el duque de Berwick. Rindiose a los pocos días de ataque aquella importante ciudad (9 de junio, 1704), cogiéndose en ella ocho cañones, y quedando prisioneros de guerra mil quinientos portugueses de tropas regulares, quinientos ingleses, y las milicias del país.
Con esto puso el rey su campo en Nisa, y destacó al marqués de Aytona para que sitiase a Castel-Davide. Allí se destruyó y pereció por falta de cebada y de forraje casi todo el cuerpo principal de nuestra caballería, por más esfuerzos que se hicieron para buscar mantenimientos, pero al fin se entregó Castel-Davide (25 de junio, 1704), saliendo la guarnición anglo-lusitana sin banderas. Cogiéronse allí treinta piezas de artillería, las más de bronce. Y en tanto que algunas de nuestras tropas se apoderaban de Montalbán, rindiéndose a discreción las cuatro solas compañías que la guarnecían, el marqués de Villadarias de orden del rey tomaba a Marsan, situada en una eminencia, con lo cual dejó abierta y expedita la comunicación entre Valencia y Alcántara. Esta serie de triunfos solo fue interrumpida por la pérdida de Monsanto, que recobraron los enemigos, después de un serio combate, en que quedaron vencedores, por culpa de don Francisco Ronquillo, que más acostumbrado a manejar la vara de corregidor que el bastón de coronel, creyendo derrotada nuestra caballería huyó precipitadamente con la infantería que mandaba, envolviendo en su desorden a los demás cuerpos, que a su ejemplo se retiraron a la desbandada sin haber visto a los enemigos. Apoderáronse éstos después de Fuente-Guinaldo, a cuatro leguas de Ciudad-Rodrigo, que aunque lugar abierto fue de gran perjuicio para la guarda de aquella frontera{3}.
Los rigorosos calores de la estación, lo mal parada que había quedado la caballería, lo fatigada que se hallaba toda la tropa, y las instancias de los generales, movieron al rey a suspender la campaña, y a dar al ejército cuarteles de refresco: y haciendo demoler las fortalezas de Portalegre, Castel-Davide y Montalbán, y trasportar a Alcántara el puente de barcas formado sobre el Tajo, y ordenando que el mariscal duque de Berwick se incorporara con sus regimientos a las tropas que operaban en la provincia de Beyra, emprendió Felipe su regreso a Madrid (1.° de julio, 1704). La reina salió a esperarle a Talavera, donde se detuvieron dos días a disfrutar de los festejos que les tenía preparados aquella villa. Las aclamaciones se repitieron en todos los pueblos del tránsito, y su entrada en Madrid (16 de julio) se solemnizó con las más entusiastas demostraciones de amor y de regocijo. Porque la reina, durante la ausencia de Felipe, había seguido su costumbre de salir a un balcón de palacio a anunciar de viva voz al pueblo los triunfos de las armas de Castilla en Portugal, y a darle noticias de su rey cada vez que recibía despachos del teatro de la guerra, por cuyo medio mantenía vivo el entusiasmo popular, y los vecinos de la corte iluminaban espontáneamente sus casas para celebrar las victorias y mostrar su cariño a sus soberanos.
En esta primera campaña de Portugal debió aprender el pretendiente de Austria cuán lejos estaba de serle el espíritu de los españoles tan favorable y propicio como se le había pintado el almirante de Castilla, y que no era tan fácil empresa como había creído la de sentarse en el trono de sus mayores. Los mismos portugueses se quejaban amargamente de la alianza de su rey con el archiduque. Viendo los aliados cuán mal iba para ellos la guerra en aquel reino, determinaron probar fortuna por otra parte, enviando dos escuadras, una de cincuenta velas a Barcelona, otra de veinte a Andalucía, con objeto de levantar aquellos países, que suponían más dispuestos en su favor. A fin de concitar a la rebelión iban unos y otros en abundancia provistos de manifiestos, proclamas, cartas y despachos de gracias, con los nombres en blanco, los cuales entregaban en los pueblos de la costa a las personas con quienes ya contaban, para que los distribuyesen. Ningún fruto produjo la tentativa en Andalucía, no obstante ser el país en que estada más relacionado el almirante: las guarniciones y milicias cumplieron con su deber: los seductores fueron descubiertos y castigados, y quemados los papeles subversivos.
No era en verdad tan sano el espíritu que dominaba en las provincias del Este de España, señaladamente en Valencia y Cataluña. Iba mandando la escuadra destinada a Barcelona el príncipe de Darmstad, austriaco, virrey que había sido de Cataluña en el último reinado, y llevaba dos mil hombres de desembarco. Dispuesto tenían ya los barceloneses de su partido abrirle por la noche la puerta del Ángel. Pero descubiertos y castigados los autores de esta trama, tuvo que reembarcarse con su gente el de Darmstad, aunque no sin dejar la ciudad llena de papeles sediciosos. Vista la disposición de los catalanes, tratose de enviar al Principado tropas francesas: mas el virrey don Francisco de Velasco representó tan vivamente contra esta medida, a causa de la antipatía de aquellos naturales a la gente de Francia, que auguraba que con esta se perdería todo, y no necesitaba más fuerzas para mantener tranquila y obediente la provincia que los mil seiscientos infantes y los seiscientos coraceros que le habían sido enviados de Nápoles. Confianza imprudente, que puso al Principado y a la España entera en el conflicto que veremos después{4}.
Aún duraba en Madrid el júbilo producido por los prósperos sucesos de Portugal, cuando vino a turbarle un acontecimiento que había de ser de fatales consecuencias para lo futuro. El príncipe de Darmstad, enemigo temible, por lo mismo que había estado muchos años ejerciendo mandos superiores al servicio de España, dirigiose con su escuadra a poner sitio a la importante plaza de Gibraltar, que se hallaba descuidada y desguarnecida. Su gobernador don Diego de Salinas había venido a Madrid antes que el rey saliera a campaña a hacer presente la necesidad de guarnecer y artillar aquella fortaleza; mas su justa reclamación fue muy poco atendida, y el marqués de Villadarias, a quien por último el rey encargó su cuidado, no pensó en ello, ni creyó que los enemigos intentasen nada por aquella parte. Así fue que cuando desembarcaron los dos mil hombres de Darmstad (2 de agosto, 1704), apenas llegaría a ciento, inclusos los paisanos, la guarnición de la plaza. Cortada fácilmente por los enemigos toda comunicación por tierra y por mar, y sin esperanza de socorro los de dentro, todavía el gobernador contestó con valentía a la intimación del de Darmstad; y harto fue que resistiera dos días a los impetuosos ataques de los ingleses; mas como quiera que le faltasen de todo punto elementos para prolongar más la resistencia, hizo una decorosa capitulación, saliendo él con todos los honores, y ofreciendo el príncipe austriaco conservar a los habitantes su religión, sus bienes, casas y privilegios; condición que no fue cumplida, porque los templos fueron profanados, las casas saqueadas, y los vecinos tratados con todo el rigor de la guerra. De este modo perdió España aquella importante plaza, baluarte de Andalucía y llave del Mediterráneo{5}. Posesionados los ingleses de Gibraltar, a nombre de la reina Ana, hicieron una tentativa sobre Ceuta, pero vista la valerosa contestación y la firme actitud del gobernador, marqués de Gironella, desistió el de Darmstad de aquel intento.
Quiso el marqués de Villadarias enmendar su falta anterior, y acudió a socorrer a Gibraltar, pero llegó ya tarde. Lo mismo sucedió con la escuadra francesa del Mediterráneo, que desde Tolón, al mando del conde de Tolosa, hijo natural de Luis XIV y primer almirante de Francia, tomó rumbo hacia Gibraltar. Encontrose esta armada, compuesta de cincuenta y dos buques mayores y algunas galeras de España, con la anglo-holandesa, mandada por el almirante Rook, que constaba de unos sesenta, en las aguas de Málaga. Preparáronse una y otra para el combate; el viento favorecía a la de los aliados; diose no obstante la batalla que tanto tiempo hacía se esperaba entre las fuerzas navales de las potencias enemigas (24 de agosto, 1704). Muchas horas duró la refriega; ambos almirantes pelearon con inteligencia y valor, y hubo pérdidas de consideración por ambas partes: de los franceses murieron mil quinientos hombres, con el teniente general conde de Relingue y el mariscal de campo marqués de Castel-Renault; los enemigos perdieron al vice-almirante Schowel; pero unos y otros hicieron relaciones exageradas y pomposas de la batalla{6}, atribuyéndose cada cual la victoria. Aunque después volvieron a verse ambas escuadras, no mostraron deseos de repetir el combate. Los anglo-holandeses hicieron rumbo hacia el Océano; el conde de Tolosa dejó doce navíos con gente y artillería cerca de Gibraltar para reforzar al marqués de Villadarias, y dejando también las galeras de España en el Puerto de Santa María, se volvió a Tolón, de donde había partido.
Con mucho ardimiento emprendió el de Villadarias la recuperación de Gibraltar, para cuya empresa contaba con las tropas que él había llevado, con los tres mil quinientos hombres y los doce navíos que al mando del barón de Pointy le dejó el conde de Tolosa, con la gente que llevó el marqués de Aytona, y con algunos grandes que concurrieron voluntariamente a la empresa, como el conde de Aguilar, el duque de Osuna, el conde de Pinto y otros. Pero había el de Darmstad fortificado bien la plaza: había recibido un refuerzo de dos mil ingleses; echose encima la estación lluviosa; las aguas deshacían las trincheras; las enfermedades diezmaban el campamento español; consumíanse inútilmente hombres, caudales y municiones; los oficiales generales reconocían todos que era imposible tomar la fortaleza, y sin embargo el de Villadarias escribía siempre al rey que pensaba tomarla en pocos días. Así lo creyó Felipe, hasta que con vista del plano de la plaza y obras del sitio, y pesadas las razones del marqués y de los demás generales, se convenció de que estos eran los que discurrían con acierto y aquél el engañado. Mas por consideración al marqués, y a fin de proceder con más conocimiento y seguridad, no quiso dar orden para que se levantara el sitio hasta que le reconociera el general francés mariscal de Tessé, que vino por este tiempo a Madrid (7 de noviembre, 1704) a reemplazar el duque de Berwick en el mando superior del ejército.
Era ya principio del año siguiente (1705) cuando el mariscal de Tessé pasó al Campo de Gibraltar a reconocer los cuarteles, y vio los trabajos y fatigas de todo género que durante el invierno habían pasado los sitiadores, y que los sitiados recibían con frecuencia socorros, y que la bahía estaba cuajada de naves enemigas; y aunque conoció la dificultad de la empresa, no quiso abandonarla sin tentar un esfuerzo. Hizo que acudieran de Castilla más de otros cuatro mil hombres, y se determinó a dar un asalto (7 de febrero) con diez y ocho compañías, las nueve de granaderos. El asalto fue infructuoso, y costó algunas pérdidas. Ya no quedaba más esperanza que el auxilio de la armada francesa, pero ésta fue en parte dispersada por una tempestad, en parte destruida por otra inglesa de cuarenta y ocho navíos que al mando del almirante Lake salió del Támesis a proteger a los de Gibraltar. Todo esto determinó al mariscal de Tessé a levantar el sitio; sitio desastroso, y costosísimo a España, por los muchos hombres y caudales que en él lastimosamente se consumieron; y esta fue, dice con justo dolor un escritor contemporáneo, la primera piedra que se desprendió de esta gran monarquía{7}.
Por el lado de Portugal, viendo el rey don Pedro y el archiduque Carlos una parte de nuestras tropas distraídas en el sitio de Gibraltar, otras descansando en cuarteles de refresco, y como les hubiese llegado un refuerzo de cuatro mil ingleses, repuestos algún tanto de su aturdimiento anterior, emprendieron las operaciones por la parte de Almeida, e hicieron una tentativa sobre Ciudad-Rodrigo. Pero frustró sus cálculos la habilidad y presteza del duque de Berwick, que se adelantó a aquella ciudad con un cuerpo de ocho mil peones, con los cuales no solo protegió la plaza, sino que contuvo del otro lado del río al ejército aliado, no obstante que se componía de treinta mil hombres, entre portugueses, ingleses y holandeses, no haciendo otra cosa el general Fagel que movimientos y evoluciones inciertas, sin atreverse a pasar el río, ni a comprometer una acción, teniendo que retirarse al cabo de tres semanas (8 de octubre, 1704) con el rey y el archiduque. Igual éxito tuvo otra tentativa de los aliados sobre Salvatierra, con lo cual desanimaron de tal modo que tuvieron a bien volverse a Lisboa. Al propio tiempo el marqués de Aytona con la gente que mandaba en Jerez de los Caballeros menudeaba las incursiones en territorio portugués, teniendo el país en continua alarma, y llevando siempre presa de ganados y no pocos prisioneros{8}.
En medio del estruendo de las armas no habían cesado las intrigas y las rivalidades palaciegas, influyendo no poco en la marcha del gobierno, y aun de las operaciones militares. Aprovechó Luis XIV la salida de Madrid de su nieto Felipe para separar a la princesa de los Ursinos, lo cual dispuso que se ejecutara con tales y tan misteriosas precauciones, como si se tratara de un asunto de que dependiera la suerte de su reino. Las instrucciones que dio a su embajador sobre la manera como había de comunicar al rey esta resolución poniéndose antes de acuerdo con el marqués de Rivas y el duque de Berwick; los términos en que escribió al rey y a la reina; las medidas que mandó tomar para que saliera la princesa sin despedirse de su soberana; la orden que recibió la de los Ursinos de emprender inmediatamente el viaje hacia el Mediodía de la Francia, de donde se trasladaría a Roma; la amenaza de que en el caso de resistirse a esta medida retiraría su apoyo y haría la paz abandonando la España a su propia suerte, todo mostraba el decidido empeño del monarca francés, como de quien estaba persuadido, y así lo decía, de que con el alejamiento de la camarera iban a desaparecer todos los desórdenes, todo el descontento y todos los males de España.
Separado Felipe de su esposa, no se atrevió a oponer resistencia; la reina callo, devorando el amargo dolor que aquel golpe le causaba; la princesa le recibió con dignidad y con orgullo; obedeciendo el mandamiento, salió de Madrid sin poder ver a la reina (marzo, 1704), y en Vitoria se encontró con el duque de Grammont, que venía a reemplazar en la embajada de Francia al abate Estrées, separado también por Luis XIV. Fue nombrada camarera mayor la duquesa viuda de Béjar, una de las cuatro que el monarca francés proponía para sustituir a la de los Ursinos.
Lleno de presunción, y con no pocas pretensiones de dirigir y gobernar la España, llegó el nuevo embajador a Madrid y se presentó a la reina. Mas no tardó en conocer que la joven María Luisa, a pesar de su corta edad, tenía sobrado carácter para no ser dócil instrumento de extrañas influencias: desde la primera conferencia comprendió también que ni perdonaría jamás la ofensa de haberla privado de su confidente y su íntima amiga, ni se consolaría nunca de la pena y mortificación que esto le había producido; y con este convencimiento partió Grammont a reunirse al rey en la frontera de Portugal. Extendíanse las instrucciones del nuevo embajador a trabajar por la destitución de todo el gobierno formado por influjo de la princesa de los Ursinos; y como hallase resistencia en Felipe, empleó todos sus esfuerzos en convencer a la reina, por cuyos consejos sabía se guiaba y dirigía el rey: pero no pudo sacar de ella sino esta irónica y evasiva respuesta: «¿Qué entiendo yo, niña e inexperta como soy, en materias de política y de gobierno?» De contado esta pretensión produjo paralización en todos los negocios públicos, confusión y desorden, quejas y descontento general. A pesar de toda la insistencia de Luis XIV por derribar y cambiar el gobierno, tal vez no habría podido vencer la resistencia de los reyes de España, si los sucesos de la guerra hubieran hecho menos necesaria su protección. Pero la pérdida de Gibraltar les puso en el caso de no poder descontentar a su augusto protector, y dio ocasión al monarca francés de ponderar los resultados de la mala administración de Orri y de Canales, «quienes en buena ley, decía, merecerían que se les cortara el pescuezo.»
Con esto no se atrevieron los reyes a resistir más, y consintieron, aunque con repugnancia, en el cambio de gobierno (setiembre, 1704). Orri fue llamado a París para que diese cuenta de su administración y conducta: el marqués de Canales fue separado, y se devolvió al de Rivas todo el lleno de su antiguo poder como secretario de Estado, y se formó una Junta compuesta del conde de Montellano, gobernador del consejo de Castilla, del duque de Montalto, presidente del de Aragón, del conde de Monterrey, que lo era del de Flandes, del marqués de Mancera, del de Italia, de don Manuel Arias, arzobispo de Sevilla, y del duque de Grammont, embajador de Francia. Fue complacida la reina en no incluir en el nuevo gabinete a Portocarrero y a Fresno, a quienes rechazaba. Pero esto no impidió para que Luis XIV, penetrado de la disposición y del espíritu de la reina, le escribiera una carta fuerte, en la cual, entre otras cosas, le decía: «¿Queréis a la edad de quince años gobernar una vasta monarquía mal organizada? ¿Podéis seguir consejos más desinteresados y mejores que los míos?… Sobrado sé que vuestro talento es superior a vuestra edad… apruebo que os lo confíe todo el rey, pero todavía uno y otro tendréis por mucho tiempo necesidad de ajeno auxilio, porque no es posible tener lo que solo da la experiencia…»
En cuanto a la princesa de los Ursinos, cuya ausencia no cesaba de llorar la reina, y con la cual seguía manteniendo relaciones confidenciales, no solamente logró por medio de sus amigos de la corte de Versalles permanecer en Tolosa, en lugar de Roma, donde había sido destinada, sino que calculando Luis XIV lo que le interesaba ganar aquella mujer importante, comenzó a halagarla impetrando un capelo para el abate La Tremouille, su hermano, y nombrándole después embajador cerca de la Santa Sede. Notose desde entonces una variación completa de conducta en ambas cortes. Tratábanse y se comunicaban con expansión los que antes no se hablaban sino con recelo y desconfianza. De la nueva disposición del gabinete francés se aprovechó la reina para conseguir que fuera separado el duque de Berwick, y que viniera a reemplazarle en el mando del ejército el mariscal de Tessé, adicto a la princesa de los Ursinos (noviembre, 1704). A poco tiempo solicitó la princesa el permiso para presentarse en Versalles a dar sus descargos. Concediósele Luis XIV, y esta debilidad del monarca francés equivalió a confesarse vencido por el mágico poder de aquella mujer seductora. El mariscal de Tessé con sus informes acerca de la situación de España y de la conducta de cada personaje, contrarios a los que habían dado los embajadores{9}, y el conde de Montellano, presidente de Castilla, con sus trabajos en favor de la reina y de la favorita, cooperaron mucho al nuevo giro y al desenlace que iba llevando este ruidoso asunto.
Por más que el embajador Grammont y el confesor D'Aubenton trabajaron en opuesto sentido, ponderando a Luis XIV el pernicioso influjo de la princesa para con la reina, y el de la reina para con su marido, pintando a éste como un hombre sin voluntad propia y enteramente sometido a la de una reina niña, que era oprobioso se mezclara tanto en los negocios públicos, y que por lo mismo era muy conveniente separarlos, todos sus esfuerzos e intrigas se estrellaron contra la mayor habilidad de la reina y de la princesa, y contra el mayor ascendiente que habían ido adquiriendo sobre el monarca francés. El mismo Felipe se confesó arrepentido de las declaraciones contrarias a sus sentimientos que había hecho por instigación del embajador y del confesor, y el resultado fue tan contrario a sus planes y proyectos, que los separados fueron ellos mismos. El monarca francés se penetró del mérito de la princesa de los Ursinos, y volviendo a su antiguo plan de gobernar a la reina por medio de la camarera, anunció a Felipe su resolución de devolver a la princesa y a Orri sus anteriores empleos y cargos.
Semejante mudanza en la política de un hombre de la edad, de la experiencia y del talento de Luis XIV, por extraña que pareciera, pudo preverse desde que accedió a que la princesa fuese a Versalles a justificarse. Después de haber salido a esperarla el duque de Alba, embajador de España, con otros muchos magnates y cortesanos, su recibimiento fue como el de una persona a quien se trataba de desagraviar, y pronto se vio concurrir a su casa tantos y tan distinguidos personajes como al palacio real. Cómo se manejaría esta mujer singular en sus entrevistas y conferencias con el rey y con la Maintenon, dejábanlo discurrir los favores y distinciones con que Luis XIV de público la honraba. Pero lo que se comprendía menos era ver, que después de obtenido el permiso para volver a España al lado de la reina, después de nombrado un embajador que le era completamente adicto, Amelot, presidente del parlamento de París, y hombre de vastos conocimientos y práctica diplomática, aun permaneciese la princesa en Versalles, sin saberse la causa, y dando lugar a que se hiciesen sobre ello juicios tal vez temerarios. Es lo cierto que parece haber despertado los celos de la Maintenon, y llegado este caso no pudo prolongar más su permanencia; con lo cual se resolvió a volver a Madrid, no sin traer carta blanca para nombrar un ministerio y dirigir el gobierno a su antojo{10}.
Los reyes mismos salieron de la corte a esperarla, y llegaron hasta Canillejas, donde la encontraron, y después de abrazarla con efusión la invitaron a tomar asiento en la regia carroza, honra desusada, que ella tuvo bastante discreción y política para no aceptar. En Madrid tuvo un recibimiento de reina (5 de agosto, 1705), y pueblo y nobleza mostraron el mayor júbilo de volverla a ver. La reina estaba loca de gozo, y lo singular es que Luis XIV escribiera ensalzando con entusiasmo las prendas de la princesa, y esperando que sería el remedio de los males de España, como antes había supuesto que era la causadora de ellos. Orri y Amelot la habían, precedido, a fin de tener preparado lo que a cada uno según su cargo le correspondía{11}.
Pero es ya tiempo de que volvamos a anudar las operaciones de la guerra, en las cuales veremos cómo influyó el gobierno que hubo antes y después del regreso de la de los Ursinos.
Como todo se había consumido en el malhadado sitio de Gibraltar, ejército, caudales, artillería y municiones, y las pocas tropas que quedaban se hallaban repartidas en las guarniciones y fronteras, los enemigos se aprovecharon de esta circunstancia para recobrar a Marban y Salvatierra, y apoderarse de Valencia de Alcántara y de Alburquerque (mayo, 1705). Y después de amagar por un lado a Badajoz, por otro a Ciudad-Rodrigo, pero sin emprender el sitio de ninguna de estas plazas, se retiraron a cuarteles de refresco. Acaso influyó en esta retirada la muerte repentina del almirante de Castilla don Juan Tomas Enríquez de Cabrera, el gran atizador de la alianza de Portugal contra Felipe V de España{12}.
Habiendo después enviado los aliados a Portugal un refuerzo de quince mil hombres al mando del general Peterborough, se prepararon a emprender una campaña vigorosa. Y en tanto que el archiduque, y el de Darmstadt, y el de Peterborough, partiendo de Lisboa con la grande armada anglo-holandesa recorrían todo el litoral de España por la parte del Mediterráneo, sublevando algunas de sus provincias contra la dinastía dominante y en favor de la casa de Austria, en los términos que luego referiremos, el ejército enemigo de Portugal volvió sobre Badajoz, con ánimo al parecer de ponerle formal asedio (octubre, 1705). Mandaba entonces las tropas inglesas el general Galloway, Fagel las holandesas, y las portuguesas el marqués de las Minas. A socorrer la plaza, estrechada hacía ya más de ocho días, acudió el mariscal de Tessé, y aunque el número de sus tropas era muy inferior a las de los aliados, no lograron estos impedirle el paso del río (15 de octubre). Metió en ella un socorro de mil hombres; y puestos luego los dos ejércitos en ademán de combate, y después de hacerse fuego por algunas horas, retiráronse los aliados, herido mortalmente Galloway, y abandonando multitud de cureñas, municiones y otros efectos de guerra. Con esto acabó la campaña de Portugal por este año de 1705.
Mas no por eso tenía nada de lisonjera la situación de España. Pronunciábanse las provincias de Levante en favor del archiduque, como hemos indicado, y de lo cual daremos luego cuenta separadamente, y la marcha y conducta de los hombres del gobierno contribuía no poco a empeorar, en vez de mejorar aquella situación. Se habían hecho algunos cambios en el personal antes del regreso de la princesa de los Ursinos: el marqués de Rivas había sido separado de nuevo, y los negocios de su ministerio se dividieron otra vez, quedando los de Estado a cargo del marqués de Mejorada, los de Hacienda y Guerra al de don José de Grimaldo, muy estimado de los reyes. Pero quejábase la de los Ursinos del difícil remedio que tenían las discordias y divisiones creadas durante su ausencia. Al mismo tiempo el embajador Amelot, que se había propuesto seguir una línea de conducta opuesta a la de sus antecesores, y solicitar la cooperación de los ministros en vez de mostrar pretensiones de gobernarlos, se quejaba de su indolencia y de su abandono; de que sería imposible restablecer el orden en los negocios públicos; de la oposición a las miras de Luis XIV que la reina había alimentado antes, y aun duraba; de que los soldados se desertaban por falta de pan, los oficiales pedían su retiro, todo el mundo reconocía la falta de dinero, y nadie se cuidaba de buscarlo{13}; de que los grandes no pensaban sino en recobrar su antiguo poder, y tener al rey en perpetua tutela; de que el descontento del pueblo crecía, y las conjuraciones de los magnates se multiplicaban.
Por su parte el ministro de Hacienda Orri, afanado por proporcionar recursos con que atender a las necesidades de la guerra, no se atrevió a restablecer sus antiguos proyectos, la tentativa de un nuevo impuesto personal estuvo a punto de producir una rebelión, toda proposición para levantar fondos era combatida, y el gran economista tuvo que apelar a un donativo de dos millones de libras que le ofreció el gobierno francés. El mariscal de Tessé daba por su parte iguales o parecidas quejas respecto al número, organización, pagas y subsistencias de las tropas. Y la princesa de los Ursinos veía que cualquier innovación, por pequeña que fuese, alarmaba y sublevaba a los quisquillosos grandes, que así se impacientaban por que se intentara aumentar la guardia real, como porque se faltara en algo a las prescripciones de la etiqueta palaciega, dando al príncipe de Tilly, nombrado grande de España, cierto asiento de preferencia en la misa de la capilla real.
No era solo oposición de este género la que había de parte de algunos grandes; eran ya verdaderas conspiraciones. Una hubo para apoderarse de los reyes el día del Corpus al tiempo que volvieran al Buen Retiro. El conde de Cifuentes había formado un partido austriaco en Andalucía, y si bien, descubiertas sus tramas, fue preso en Madrid, logró fugarse para ir a sublevar los reinos de Valencia y Aragón. Hubiese preso al marqués de Leganés (11 de agosto) en el mismo palacio del Retiro. Afírmase que la mañana que se le prendió amanecieron las puertas de las casas de Madrid señaladas con dos cifras, una encarnada y otra blanca, que se tuvieron por signos o emblemas de la conspiración; y aunque no se pudo hacer prueba legal contra el marqués, recaían sobre él vehementes sospechas, lo cual bastó para que se le encerrara en el castillo de Pamplona, de donde fue después trasladado a Francia. La grandeza se ofendió mucho de aquella prisión del marqués, hecha sin guardar las formalidades y sin respeto a los privilegios de su clase{14}.
A vista de estas disposiciones se hace menos extraño que la princesa de los Ursinos, antes tan enemiga de la influencia francesa, se mostrara ahora desconfiada de los españoles y partidaria del influjo y de los intereses de la Francia; que los reyes mismos buscaran ya en ella su apoyo, y que el embajador Amelot propusiera en el Consejo que las plazas de Sanlúcar, Santander, San Sebastián, y otras de Guipúzcoa y Álava recibieran guarnición francesa. Pero esta proposición, aunque hecha a presencia del rey, y sostenida por él, de acuerdo con la reina, fue combatida con energía por los consejeros como deshonrosa para el monarca y vergonzosa para el reino, y desechada como tal, expresándose con calor en contra de ella el marqués de Mancera y el de Montellano, lo cual hizo al rey producirse con una viveza desusada, y al embajador Amelot faltar a su habitual circunspección. Con este motivo Monterrey y Montalto hicieron dimisión de sus plazas; se dio al conde de Frigiliana la presidencia del consejo de Aragón, y se nombró individuos del consejo de gabinete al duque de Veragua y a don Francisco Ronquillo. En cambio empeñáronse los grandes en que el embajador francés no asistiera al consejo, en tanto que el embajador español no asistiera también a los consejos del gabinete de Versalles{15}.
Tal era la situación del ejército, de la hacienda, de la corte y del gobierno, cuando se levantó el estandarte de la rebelión en varias provincias de España contra su legítimo soberano Felipe de Borbón, proclamando los derechos del archiduque Carlos de Austria, en los términos que vamos a referir en el capítulo siguiente.
{1} Desde este tiempo los extremeños comenzaron a hacer invasiones en los pueblos fronterizos de Portugal, quemando campos, labranzas y caseríos, y no dando cuartel ni perdón a ningún portugués que cayera en sus manos; tanto, que tuvo el rey que prohibirles aquellas entradas, hasta que pudieran hacerlo unidos con las tropas.– Macanáz, Memorias, cap. 17.
{2} Uno que envió con cartas al gobernador de Vigo fue preso por el conde de la Atalaya que mandaba en aquella frontera, y enviado a la Coruña para que pagase allí su delito.– El hermano bastardo del almirante, que vino a levantar el Principado, fue también preso, y llevado a la ciudadela de Barcelona, y más adelante a Burdeos.– Otro espía quo vino a Castilla disfrazado de fraile franciscano, fue igualmente descubierto, cogido y duramente castigado. Así otros varios ejemplares.– Id. íbid.
{3} Belando, Historia civil de España, parte I, cap. 27 a 30.– Marqués de San Felipe, Comentarios, ad ann.– Macanáz, Memorias manuscritas, cap. 17.– Faria y Sousa, Epitome de Historias portuguesas.– Sucesos acaecidos entre España y Portugal, &c. Lisboa, 1707.– Noticias individuales de los sucesos más particulares &c. desde 1703 a 1706, Carta 3.ª, en el Semanario Erudito de Valladares, tomo VII.
{4} Macanáz, Memorias, cap. 11.– Belando, Historia Civil, p. I, c. 30.– San Felipe, Comentarios, tom. I.– Feliú de la Peña, Anales de Cataluña.
{5} San Felipe, Comentarios.– Belando, Historia Civil de España, parte I, c. 31.– Macanáz, Memorias, cap. 18.– John Lingard, Hist. de Inglaterra.
{6} Belando, San Felipe, Macanáz, en sus respectivas historias.– Las historias de Inglaterra.– Relación de esta batalla en la Gaceta de Madrid.
{7} Belando, Historia civil de España, tomo I, cap. 31 a 35.– San Felipe, Comentarios, A. 1704-1705.– Macanáz, Memorias, capítulo 18.
{8} Sucesos acaecidos, &c.– Belando, San Felipe, Macanáz, ub. sup.– Semanario Erudito, tomo VII.
{9} «Preferirían los españoles, decía entre otras cosas en su informe el mariscal, ver la destrucción del género humano, a ser gobernados por los franceses: tal vez antes se hubieran sometido, pero ya es demasiado tarde. La profunda aversión que tiene la reina al duque de Grammont nace de haber sabido por boca del rey que había tratado de que no tomase parte en los negocios públicos… Sabe además que el embajador y el confesor andan muy unidos y confabulados a fin de impedir la vuelta de la favorita, que parece indispensable…»
Luego, pasando revista a cada uno de los del Consejo, decía: «El presidente de Castilla, Montellano… tiene, a lo que parece, buenas intenciones, con tal de que pase todo por la cámara de Castilla, que se considera como el tutor, no solo del reino, sino también del rey….– El marqués de Mancera es muy anciano, y no conoce más que la vieja rutina; es como un consejero nominal.– Montalto parece bien intencionado, aunque no me atrevo a asegurarlo: aborrece la guerra, en que no entiende nada, y es incapaz de sujetarse.– Monterrey ha visto algo en Flandes, y ha logrado algunos triunfos: tiene más imaginación que los otros, pero en cuanto a los pormenores de la guerra, lo mismo entiende que si no hubiera sido gobernador de Flandes.– El marqués de Mejorada es hombre honrado y rico: no ha servido nunca y no quiere responder de nada: sería un dependiente fiel y concienzudo, si no tuviera más que hacer que lo que le mandaran… Estos y el embajador de Francia son los que componen el gabinete… En resumen, un rey joven que no piensa más que en su mujer, y una mujer que se ocupa de su marido: cuatro ministros desunidos entre sí, que se hallan acordes cuando se trata de cercenar la autoridad del rey, y un secretario de Estado sin voto, y que se conforma con obedecer.– Más capaz de servir sería el marqués de Rivas, pero como tuvo la desgracia de indisponerse con la princesa de los Ursinos, se hizo insoportable a la reina…
»En cuanto al Consejo de la guerra, compónese de gentes que jamás han estado en ella, que han leído algunos librotes, que hablan del asunto, y que tienen una aversión indecible hacia todo lo que se llama guerra: quisieran triunfos, pero sin hacer nada para prepararlos… &c.» Memorias de Noailles, tomo III.
{10} Memorias de Noailles, tomo II.– Ídem de Berwick, y de Tessé.– William Coxe inserta, como siempre que trata de estos asuntos, varias cartas curiosas de Luis XIV, de Felipe V, de la princesa de los Ursinos, de Torcy, y de otros personajes que figuraban en estos enredos.
{11} La duquesa de Béjar se apresuró a hacer su renuncia tan luego como llegó la princesa.
{12} Cuéntase la muerte de aquel funesto magnate de la siguiente manera. Dicen que comiendo con el general del ejército portugués marqués de las Minas, y disputando con el conde de San Juan, le dijo éste que él no era traidor como él a su rey. El almirante fue a embestir al conde, y el conde por su parte hizo lo mismo: interpusiéronse el marqués de las Minas y otros, y acompañaron al almirante hasta su tienda; dijo que quería reposar y se echó en la cama, y a poco rato le hallaron muerto en ella. Había publicado un manifiesto explicando los motivos que tuvo para pasarse a Portugal, y hecho imprimir otros documentos importantes.– Macanáz, Memorias MS., cap. 33.– San Felipe, Comentarios.– Noticias individuales de los sucesos, &c., tomo VII del Semanario Erudito.– Belando, p. I, c. 35.
{13} Ya en principio del año había apelado el rey a un recurso extraordinario, por cierto bien gravoso, con el título de donativo.
«Necesitando, decía el real decreto, la justa defensa de estos reinos de medios correspondientes a los crecidos gastos de la guerra, y no bastando el producto de las rentas reales, ni el de otros medios extraordinarios que hasta aquí han podido servir de algún alivio; ha sido preciso recurrir al medio que el Consejo de Castilla me propuso, del repartimiento general por vía de donativo en todas las provincias del reino; y conformándome con lo que el mismo Consejo y ministros de él me han representado sobre este punto: Ordeno y mando que por vía de donativo general se cobre luego en todas las ciudades, villas y lugares de estos reinos un real a cada fanega de tierra labrantía; dos reales a cada fanega de tierra que contenga huerta, viña, olivar, moreras, u otros árboles fructíferos; cinco por ciento de alquileres de casas, y en las que habitaren sus dueños el valor que regularmente tendrían, si se arrendasen; cinco por ciento de los arrendamientos de dehesas, pastos y molinos; cinco por ciento de los arrendamientos de los lugares y términos que los tuvieren a pasto y labor, cuya paga fuere en maravedís; cinco por ciento de fueros, rentas, y derechos, excepto los censos; un real de cada cabeza de ganado mayor cerril, vacuno, mular y caballar; ocho maravedís de cada cabeza de ganado menudo, lanar, cabrío y de cerda: que la paga de estas cantidades sea íntegra, sin que por razón de carga de censo u otra alguna se haga baja ni descuento; que ante las justicias de cada una de las ciudades, villas y lugares presenten todos los vecinos relación jurada de los bienes que cada uno tiene y posee, pena de perdimiento de lo que ocultase… &c. En Madrid a 28 de enero de 1705 años.– A don Miguel Francisco Guerra, gobernador del real Consejo de Hacienda.» MS, de la real Academia de la Historia.
{14} Había en contra del marqués el antecedente de haberse negado a prestar el juramento de fidelidad al nuevo soberano, y haber dicho en aquella ocasión: «Es cosa terrible querer exponerme a que desenvaine la espada contra la casa de Austria, a la cual debe la mía tantos beneficios.»– Sobre la prisión y proceso del marqués de Leganés pueden leerse las Memorias de Tessé, las manuscritas de Macanáz, cap. 11, las cartas de la princesa de los Ursinos a madame de Maintenon, &c.– El conde de Robres, Historia de las Guerras civiles de España, MS. lib. 5, parr. 3.º
Tenemos a la vista una relación manuscrita de esta prisión, hecha en aquellos mismos días, en que se dan curiosos pormenores del modo como fue ejecutada por el príncipe de Tilly al llegar el de Leganés al cuarto del rey, cómo se le condujo en un coche hasta Alcalá, donde ya había otro preparado para llevarle a Guadalajara, y allí otro carruaje dispuesto para trasportarle a Pamplona, y cómo dos alcaldes de corte pasaron luego a su casa, tomaron todos sus papeles, y llevaron a la cárcel a todos sus criados mayores. En cuanto a las causas de la prisión, dice: «Es vergüenza tomar en la boca las quimeras, embustes y novedades que en esta Corte se han inventado sobre que había traición, y que corría peligro la persona del rey, y que había armas dispuestas, con otro millón de desatinos, y solo se tiene por cierto que la prisión del marqués ha sido por asegurarse el rey de su persona, la cual por muchos motivos ha sido tenida por desafecta a su real casa, y porque no había hecho el juramento de fidelidad, aunque se le había dado a entender lo hiciese; y otras razones que en los reyes no se pueden apurar.»– MS. de la Biblioteca Nacional, H. 13.
{15} San Felipe, Macanáz, Noailles, Tessé, Berwick, San Simón, en sus respectivas Memorias.– Duclos, Memorias secretas.