Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VI ❦ Reinado de Felipe V
Capítulo V
Guerra Civil
Valencia : Cataluña : Aragón : Castilla
De 1705 a 1707
Formidable armada de los aliados en la costa de España.– Comienza la insurrección en el reino de Valencia.– Embiste la armada enemiga la plaza de Barcelona.– El archiduque Carlos: el príncipe de Darmstadt: el conde de Peterborough.– Crítica posición del virrey Velasco.– Espíritu de los catalanes.– Ataque a Monjuich.– Muerte de Darmstadt.– Toman los enemigos el castillo.– Bombardeo de Barcelona.– Estragos.– Capitulación.– Horrible tumulto en la ciudad.– Proclámase en Barcelona a Carlos III de Austria.– Declárase toda Cataluña por el archiduque, a excepción de Rosas.– Decídese el Aragón por el austriaco.– Terrible día de los Inocentes en Zaragoza.– Guerra en Valencia.– Ocupan los insurrectos la capital.– Sale Felipe V de Madrid con intento de recobrar a Barcelona.– Combinación de los ejércitos castellano y francés con la armada francesa.– Llega la armada enemiga y se retira aquella.– Sitio desgraciado.– Retírase el rey don Felipe.– Jornada desastrosa. Vuelve el rey a Madrid.– El ejército aliado de Portugal se apodera de Alcántara.– Marcha sobre Madrid.– Sálense de la corte el rey y la reina.– Ocupa el ejército enemigo la capital.– Proclámase rey de España al archiduque Carlos.– Desastres en Valencia.– Entereza de ánimo de Felipe V.– Reanima a los suyos y los vigoriza.– Parte de Barcelona el archiduque y viene hacia Madrid.– Sacrificios y esfuerzos de las Castillas en defensa de su rey.– Cómo se recuperó Madrid.– Se revoca y anula la proclamación del austriaco.– Entusiasmo y decisión del pueblo por Felipe.–Movimientos de los ejércitos.– Retirada de todos los enemigos a Valencia.– Pérdidas que sufren.– Cambio de situación.– Estado del reino de Murcia.– Hechos gloriosos de algunas poblaciones.– Salamanca.– Ardimiento con que se hizo la guerra por una y otra parte.– Cuarteles de invierno.– Regreso del rey y de la reina a Madrid.
La pérdida de un ejército entero en el malhadado sitio de Gibraltar, la falta de caudales, consumidos en aquella desgraciada empresa, las discordias de la corte, la oposición a admitir guarniciones francesas, el descontento y la inquietud de los ánimos producida por las disidencias de los gobernantes, por los conspiradores de dentro y por los agentes de los aliados de fuera, el poco tacto en el castigo y en el perdón de los que aparecían o culpables o sospechosos de infidelidad, la ocupación en las fronteras del reino lusitano de las pocas fuerzas que habían quedado a Castilla, los reveses que en la guerra exterior habían experimentado por aquel tiempo las armas españolas, de que daremos cuenta oportunamente, todo alentó a los enemigos de la nueva dinastía y les dio ocasión para tentar la empresa de acometer el litoral de España, provocar la rebelión y apoderarse de los puntos en que contaban con más favorables elementos.
A este fin, después de larga discusión en la junta magna que se celebró en Lisboa entre los representantes de las potencias aliadas, se resolvió la salida de una grande expedición naval anglo-holandesa, compuesta de más de ciento setenta naves, la mayor parte de guerra, que los Estados de las Provincias-Unidas y la reina de la Gran Bretaña tenían preparada en aquellas aguas. La empresa se dirigía principalmente contra Barcelona y Cataluña, sin perjuicio de sublevar otras provincias del Mediodía y Oriente de España. Iba en la armada el pretendiente austriaco, y por general de las tropas el inglés conde de Peterborough. En medio del sol abrasador de julio (1705) se presentaron algunos navíos a la vista de Cádiz, hicieron una tentativa inútil sobre la Isla de León, que encontraron prevenida, tomaron rumbo a Gibraltar, donde se embarcó el príncipe Jorge de Darmstadt con tres regimientos de tropas regladas, y pasaron a recorrer las costas de Almería, Cartagena y Alicante. La lealtad de los alicantinos respondió con entereza a las propuestas que desde bahía les enviaron los confederados (8 de agosto), con lo que prosiguieron éstos adelante, dando fondo en Altea, donde acudió desde Ondara un don Juan Gil, antiguo capitán del regimiento de Saboya, vendido ya a los aliados, al cual entregaron cuatrocientos fusiles y algunos tambores, para que levantara y armara partidas de paisanos en la comarca, dejándole también cartas y credenciales para el arzobispo de Valencia, el conde de Cardona y otros de su partido.
En tanto que el grueso de la armada seguía su derrotero a Barcelona, algunos navíos anclaron en el puerto de Denia, avisaron con salvas a los moradores, de cuyas disposiciones sin duda estaban ya seguros, y les enviaron pliegos pidiendo se les entregara la ciudad. Congregado el ayuntamiento con los principales vecinos, y de acuerdo con el gobernador, que lo era entonces don Felipe Antonio Gabilá, se resolvió franquearles las puertas y entregarles las llaves de la ciudad y castillo. Al día siguiente (8 de agosto) desembarcaron los ingleses, se proclamó solemnemente a Carlos III de Austria como rey legítimo de España, y se cantó el Te Deum, en medio de los repiques de las campanas y de las salvas de la artillería. Dejaron allí los aliados por comandante general a un valenciano llamado Juan Bautista Basset y Ramos, hijo de un escultor de Valencia, que sentenciado a pena de horca por un asesinato que había cometido, logró fugarse, y habiendo pasado primero a Milán y después a Viena sirvió en la guerra que el emperador hacía al turco en Hungría, y ahora el archiduque le había dado patente de mariscal de campo. Esta fue la primera ciudad de la corona de Aragón que faltó a la fidelidad de Felipe V y proclamó al archiduque de Austria{1}.
Difundiose con esto la alarma y la perturbación por todo el reino de Valencia. Los trabajos del conde de Cifuentes y de otros magnates desafectos a la casa de Borbón no habían sido infructuosos. El país estaba minado: tumultuáronse varios pueblos, vacilaban otros, y a todos alcanzaba la conmoción. El don Juan Gil había repartido los fusiles, y andaba ya con su tropa de paisanos, en cuerpo de camisa, con sus alpargatas de esparto a los pies y sus piernas desnudas; primeras tropas que se forman siempre en las guerras civiles. A sofocar aquel principio de incendio acudió a la villa de Oliva el virrey de Valencia, marqués de Villagarcía, asistido del mariscal de campo don Luis de Zúñiga, con la poca gente de que podían disponer. Agregóseles el duque de Gandía, como señor de muchos de aquellos lugares; y el rey don Felipe envió al general don José de Salazar con la caballería de las reales guardias, y otro regimiento de la misma arma mandado por el coronel don José Nebot. Tal vez habría sido esto suficiente para apagar en su origen la rebelión valenciana, si iguales o parecidas novedades por la parte de Aragón no hubieran hecho necesario enviar allá al Salazar con sus guardias y las milicias, quedando solo con Zúñiga el catalán Nebot. Para la defensa de Denia no tenían los rebeldes sino un solo cañón: pero don Juan Gil, que había acudido con algunos de sus paisanos armados, supo engañar las tropas reales figurando cañones de troncos pintados, y haciendo hileras de bultos que remedaban hombres.
Sin embargo, este artificio habría sido insuficiente sin la infidelidad de Nebot, que pasándose con su regimiento a los rebeldes, llevó prisioneros a los oficiales que no querían seguirle, y uniéndose a Basset en Denia, salieron juntos y sorprendieron y aprisionaron en Oliva al general Zúñiga con todos los suyos (12 de diciembre, 1705). Este golpe fue fatal para todo el reino de Valencia. Los rebeldes se apoderaron pronto de Gandía, de cuya ciudad sacaron la artillería que en el siglo XVI hizo fabricar su antiguo duque San Francisco de Borja, y con ella guarnecieron a Alcira que les abrió las puertas. Dirigiéronse desde allí a la capital, que el virrey marqués de Villagarcía abandonó, viéndolo todo perdido. El pueblo, previa una formal capitulación, en que se le ofreció todo lo que quiso pedir, abrió la puerta de San Vicente a su compatriota Basset, que entró en Valencia con quinientos infantes, y trescientos hombres montados en mulos y caballos de labranza (16 de diciembre, 1705). Basset y Nebot recibieron el tratamiento de Excelencia, y Basset sustituyó el virreinato en el conde de Cardona, a quien se le confirmó después el archiduque{2}.
Declarada Valencia por el archiduque, todo fue ya sublevaciones y confusión en aquel reino. Levantose en Játiva y se apoderó de ella un don Juan Tárraga; de Orihuela el marqués del Rafal; y en tanto que en los castillos de Peñíscola y de Montesa se refugiaban algunos capitanes leales, y que Alicante, y la Hoya de Castalla eran el asilo de los que se mantenían fieles, y que unos pueblos aclamaban a un rey y otros a otro, la gente perdida que sale siempre y se mueve en las revoluciones, saqueaba, robaba y asesinaba a su libertad y sabor. El arzobispo de Valencia, resentido de que no le hubieran dado el virreinato, se vino a Madrid con el marqués de Villagarcía blasonando de leal. A Basset le aclamaban libertador y padre de la patria, y le daban una especie de adoración popular, celebrando como milagros todas sus acciones. En tal estado quedaban las cosas en Valencia al expirar el año 1705, cuando fue nombrado virrey el duque de Arcos, y comenzaron a entrar tropas para sujetar la rebelión.
Sucesos harto más graves habían ocurrido a este tiempo en Cataluña, donde los ánimos de los naturales estaban más predispuestos todavía que en Valencia contra la dinastía de Francia, incomodados además con el gobierno de don Francisco de Velasco, y grandemente irritados con las prisiones, destierros y castigos por él ejecutados en Barcelona y otras ciudades catalanas{3}. Entonces se vio el daño de su indiscreta obstinación en no querer admitir guarniciones francesas, considerándose bastante fuerte para conservar aquella provincia y ocurrir a todo evento.
El 22 de agosto (1705) fondeó en la playa de Barcelona la grande armada anglo-holandesa, con no poco susto del virrey Velasco, que comenzó a tomar algunas medidas de defensa, y a querer imponer con severos castigos a la población haciendo ahorcar algunos que tenía por sospechosos. El espíritu del país empezó también a mostrarse luego, acudiendo del llano de Vich mas de mil hombres a orilla del mar a proteger el desembarco de las tropas de la armada. Hiciéronlo éstas en los días siguientes, con el conde de Peterborough, el príncipe de Darmstadt y otros principales cabos, acampándose en línea recta desde el muelle hasta San Andrés del Palomar, y al sexto día una salva general de los navíos anunció haber saltado a tierra el archiduque Carlos de Austria, el cual plantó sus reales en la Torre de Sans, y allí comenzó a ser tratado como rey por los embajadores de Portugal e Inglaterra, y por los naturales del país, que a bandadas bajaban ya de las montañas: y tanto, él como el conde de Peterborough en los manifiestos que publicaban y hacían esparcir prometían a los catalanes la conservación de su religión, de sus privilegios, fueros y libertades, como quienes iban a librarlos (decían) del yugo del monarca ilegítimo que los tiranizaba. Crítica era en verdad la posición de Velasco: la armada enemiga era poderosa y formidable; los catalanes de la comarca al toque de somaten afluían a reconocer y ayudar al nuevo soberano; desconfiaba de los habitantes de la ciudad, y en sus mismos bandos y pesquisas indicaba el convencimiento de que dentro de sus muros se abrigaba la traición; sus fuerzas eran escasas, y consistían en algunas compañías de miqueletes, y en las pocas tropas que habían traído de Nápoles el duque de Popoli, el marqués de Aytona y el de Risburg: la falta de medios de defensa quería suplirla con medidas interiores de rigor, ya apoderándose de todos los mantenimientos, ya mandando degollar a todo el que se encontrara en la calle después de las nueve de la noche, con cualquier motivo que fuese, ya prohibiendo bajo pena de la vida salir de casa durante el bombardeo, aunque en ella cayesen bombas y se desplomase, y otras providencias por este orden, contra las cuales en vano le representaba por medio de su síndico la ciudad.
El 14 de setiembre dos columnas de los aliados, mandadas la una por el príncipe de Darmstadt, la otra por el conde de Peterborough, subieron por la montaña de Monjuich, y matando algunas avanzadas se apoderaron de las obras exteriores y se posesionaron del foso. Pero una bala disparada del fuerte atravesó al príncipe de Darmstadt, de cuyas resultas murió luego. Era el de Darmstadt el autor de aquella empresa, y el más temible de los jefes aliados, como virrey que había sido de Cataluña: fue por lo mismo su muerte muy sentida y llorada de todos los catalanes partidarios de la casa de Austria{4}. Mas si bien este acontecimiento animó a los de la ciudad, y subiendo el virrey y los demás generales lograron hacer cerca de trescientos prisioneros ingleses y holandeses, con lo cual se volvieron gozosos a la plaza, no cesó en los tres días siguientes por parte de los aliados ni el ataque de Monjuich, ni el bombardeo simultáneo de la plaza y del castillo, haciendo las bombas no poco estrago en la población, e incendiando entre otros edificios la casa de la diputación. Al cuarto día, o producido por una bomba, según unos, o por traición, según otros, volose con horrible estruendo el almacén de la pólvora de Monjuich (17 de setiembre), que contenía cerca de cien barriles, y derribando la mayor parte de la muralla que mira al mar y a Barcelona, embistieron los aliados y se apoderaron del castillo, haciendo prisioneros de guerra a los trescientos hombres que en él había, habiendo antes perdido la vida el gobernador Caracho.
Dueños de Monjuich los aliados, todas las baterías de cañones y morteros, así de los navíos, como del castillo y del medio de la montaña, formada esta última por los paisanos, comenzaron a arrojar sobre la ciudad (18 de setiembre) tal número de bombas, balas y granadas, que aterrados los habitantes, sin cuidarse del bando del virrey ni ser éste capaz a impedirlo, se atropellaban a salir de la población, verificándolo cerca de diez mil personas. Todos los días siguientes continuó jugando casi sin interrupción la artillería, causando las bombas incendios y estrago en los edificios, abriendo las balas ancha brecha en el muro. Escasos eran los medios de defensa de los sitiados; faltaba quien sirviera la artillería, y aun dando doce doblones de entrada y diez reales diarios se encontraron muy pocos que quisieran hacer aquel servicio. A la primera y segunda intimación que hizo el de Peterborough a Velasco para que entregara la plaza si quería evitar los horrores del asalto (26 y 28 de setiembre), contestó el virrey con entereza: no así a la tercera (3 de octubre), en que solo le daba cinco horas de plazo para la resolución. Entonces Velasco anunció a la ciudad y diputación que estaba dispuesto a capitular, y comunicada esta resolución al general enemigo, se suspendieron las hostilidades. El 8 de octubre se publicaron las capitulaciones acordadas entre milord Peterborough y don Francisco de Velasco, que en verdad no podían ser más honrosas para los vencidos. Constaban de cuarenta y nueve artículos, de los cuales era el principal: Que la guarnición saldría con todos los honores de la guerra, infantería en batalla, caballería montada, banderas desplegadas, tambor batiente, y mechas encendidas, con diez y seis piezas de batir, tres morteros y seis carros cubiertos, que no podrían ser reconocidos.
Tomábanse los días siguientes las disposiciones necesarias para evacuar la plaza, cuando el 12 se difundió por la ciudad la voz de que el virrey quería llevarse los presos que desde el año anterior tenía en la Torre de San Juan, por sospechosos de traidores, y que para eso había pedido los seis carros cubiertos. Publicose también, y era verdad, que Gerona, Tarragona, Tortosa, casi toda Cataluña había proclamado ya por rey a Carlos III de Austria. Añadiose que Velasco trataba de ajusticiar secretamente algunos de los presos, y que se habían encontrado en el foso de la muralla tres cuerpos de hombres decentemente vestidos, sin cabezas y cubiertos con esteras. Exaltados estaban con esto los ánimos, cuando el día 14 (octubre) quiso la fatalidad que el alférez de la guardia de la Torre, de resultas de algunas palabras que tuvo con uno de los presos, echase mano a una pistola; entonces los presos comenzaron a gritar: «¡que nos quieren matar! ¡misericordia! ¡socorro!» Los vecinos del barrio, que con el recelo estaban ya al cuidado, gritaron a su vez corriendo de una calle en otra: «A las armas, germans; que degollan los presos; aném a salvarlos las vidas; ¡Visca la Patria! ¡Visca Carlos Tercer!» A estas voces, al ruido de las campanas de todos los templos, inclusa la catedral, que tocaban a somaten, moviose general alboroto dentro y fuera de la ciudad, asustose la guarnición, todos, hasta los clérigos y frailes, tomaron las armas que hallaban a mano, los vecinos dejaban la defensa de las casas a las mujeres y se lanzaban a la calle y a la ribera; la primera operación de los tumultuados fue soltar los presos de la Torre, después los de todas las cárceles; todos discurrían como frenéticos, acometiendo a los soldados y desarmándolos, asaltando la casa de la ciudad, el palacio del virrey, los baluartes, sin miedo a la artillería, hasta apoderarse de los cañones, obligando a los tercios de Nápoles, al antiguo de la milicia azul de España, a la caballería, a la gente de todas armas a abatirlas, y clamar: «buen catalán, sálvame la vida;» a lo que contestaban ellos: «¡Santa Eulalia, victoria, visca Carlos Tercer!»
Ya en toda la comarca tocaban también las campanas a somaten; corrió la voz entre los de fuera que los ciudadanos y la guarnición se estaban degollando, y acudieron con chuzos, picas y todo género de armas en socorro de los de la ciudad. Todo era confusión, espanto, gritería, ruido de armas, mortandad y estrago en Barcelona. En tal estado las tropas aliadas, y al frente de ellas el archiduque, tuvieron por conveniente entrar, sin esperar la formalidad de la evacuación. Ya casi estaban apoderados de todo los paisanos; soldados y naturales se saludaban llamándose camaradas, proclamando todos; «¡Viva la casa de Austria! ¡Viva Carlos III!» Sabiendo los conselleres que el virrey Velasco se hallaba en el monasterio de San Pedro, discurrieron que el mejor medio de salvarle la vida era encomendar su persona al general conde de Peterborough, y así se lo suplicaron, y él aceptó gustoso la noble misión, conduciendo al Velasco a su lado con la correspondiente escolta a una casa de campo a tiro de cañón de la plaza, y desde allí le hizo conducir a los bajeles, junto con los principales cabos de la guarnición y algunos nobles de la ciudad. Desde el 14 hasta el 20 de octubre fueron entrando en la plaza las tropas de los aliados, y el 5 de noviembre se verificó la entrada pública del archiduque con todos los honores de la Majestad, siendo solemnemente jurado como rey de España y conde de Barcelona por todas las corporaciones y en medio de los mayores regocijos. Así el don Francisco de Velasco, que nueve años antes (en 1697) había sido causa de que Barcelona se rindiera a los franceses mandados por el duque de Vendôme, lo fue también en 1705 de que aquella insigne ciudad pasara al dominio del príncipe austriaco, perdiéndola dos veces para los reyes legítimos de Castilla{5}.
Decían bien los que propalaban que casi toda Cataluña obedecía ya a Carlos de Austria. Antes que los aliados ocuparan la capital, el llano de Urgel había reconocido al archiduque: solo Cervera hizo alguna resistencia. Dos hermanos labradores que habían servido en las pasadas guerras tumultuaron el campo de Tarragona, el Panadés y la ribera del Ebro. Cundió la insurrección al Vallés, al Ampurdán, a todas partes, si se exceptúa a Rosas, de tal manera, que como dice un escritor, testigo ocular, en menos tiempo del que sería menester para andar el Principado un hombre desembarazado y bien montado, le tuvo Carlos reducido a su obediencia.{6}» Faltaba Lérida, que gobernaba don Álvaro Faria de Melo, portugués al servicio de España; el cual hallándose sin provisiones las pidió al obispo de la ciudad don fray Francisco de Solís. Negóselas el prelado; y entonces acudió el Faria al virrey interino de Aragón y arzobispo de Zaragoza don Antonio de la Riva Herrera; mas el corto socorro que éste acordó enviarle llegó con tanta lentitud, que ya el gobernador, estrechado por los enemigos, desamparado por los soldados faltos de pan y de pagas, había tenido que rendir la ciudad, y refugiádose a la ciudadela con su mujer y un solo criado. Allí se mantuvieron los tres solos por espacio de ocho días, manejando ellos la artillería, y corriendo de noche los tres llamando a los centinelas para hacer creer que había más gente; hasta que consiguió una honrosa capitulación, quedándose absortos y como abochornados los enemigos cuando entraron en la ciudadela, y se encontraron con aquellas tres solas personas, tan maltratados y estropeados sus cuerpos como sus vestidos. Los rebeldes saquearon el palacio episcopal, expiando así el prelado su acción de no haber querido socorrer a los leales{7}.
También a Aragón se extendió el contagio, y no fue el conde de Cifuentes quien menos predispuso los ánimos de aquellos naturales a la sublevación. Ayudó a ello la libertad con que los sediciosos catalanes corrían las fronteras de aquel reino; y un fraile catalán, carmelita descalzo, hermano del conde de Centellas, fue el que acabó de excitar a la rebelión la villa de Alcañiz. Siguieron su ejemplo Caspe, Monroy, Calaceite y otras poblaciones. Alarmados algunos nobles aragoneses, levantaron compañías a su costa para sostener la causa de la lealtad. Doscientos hombres reunió por su cuenta el conde de Atarés, cincuenta caballos el marqués de Cherta, veinte y cinco don Manuel del Rey, y la ciudad de Zaragoza levantó ocho compañías de a pie y ciento sesenta hombres montados. El rey don Felipe nombró capitán general de Aragón al conde de San Esteban de Gormaz; envió en posta al príncipe de Tilly; ordenó que fuese el ministro Orri para la pronta provisión de víveres; mandó que acudiera desde Valencia don José de Salazar con las guardias reales, y dispuso que pasaran a Aragón los tres regimientos formados en Navarra. El príncipe de Tilly recobró fácilmente a Alcañiz, huyendo los sediciosos a Cataluña, y sujetó otros varios lugares, si bien el haber ahorcado a cincuenta rebeldes hechos prisioneros en Calanda abrió un manantial de sangre que había de correr por muchos años en aquellas desgraciadas provincias.
Ocupó el de San Esteban las riberas del Cinca cubriendo a Barbastro. Pero rebelose todo el condado de Ribagorza, y se levantaron los valles vecinos al Pirineo, manteniéndose solo fiel el castillo de Aínsa; y si se conservó la plaza de Jaca, debiose al auxilio que a petición del conde de San Esteban envió oportunamente el gobernador francés de Bearne. No había tropas para atender a tantos puntos, y con mucha dificultad pudo el de San Esteban disputar e impedir a los sediciosos el paso del Cinca y mantener en la obediencia a Barbastro, y no alcanzó a estorbarles que se apoderaran de Monzón y su castillo (octubre, 1705). En Fraga tuvieron que capitular con los rebeldes dos regimientos de Navarra que allí había, después de haber sido gravemente herido el conde de Ripalda su comandante. Todo era reencuentros, choques y combates diarios entre las milicias reales y los partidarios del archiduque, ganándose y perdiéndose alternativamente villas, plazas y castillos. Menester fue ya que acudiera el mismo mariscal de Tessé con las tropas de la frontera de Portugal, ya que afortunadamente lo permitía la retirada de los portugueses del sitio de Badajoz. Mas al llegar estas tropas a Zaragoza, negáronles el paso los zaragozanos alegando ser contra fuero, y hubo necesidad de acceder a que pasaran por fuera, a que pagaran el pontazgo, a que las armas, municiones y víveres satisficieran los derechos de aduanas, a señalarles alojamientos con simple cubierto, y ni pagando al contado les facilitaban el trigo, la cebada y otros mantenimientos, a pesar de tenerlos en abundancia; con lo cual se vio sobradamente el mal espíritu que dominaba en la capital de Aragón.
Fomentábanle el conde de Sástago y el marqués de Coscojuela. El capitán general conde de San Esteban que había cogido la correspondencia de estos dos magnates con el conde de Cifuentes y otros del partido austriaco, quiso cortar el mal de raíz, y no pudiendo prenderlos por ser contra fuero, y puesto que la traición era notoria y las cartas la hacían patente, pidió permiso al rey para darles garrote una noche y mostrarlos al pueblo por la mañana. Felipe lo consultó con el Consejo de Aragón, y éste se opuso, diciendo que, sobre estar el conde engañado, aun cuando fuese cierta la infidelidad todo se perdería si se ejecutaba aquel castigo. Entonces pidió el conde que se los sacara del reino, con cualquier pretexto que fuese. También a esto se opuso el Consejo de Aragón a quien consultó el rey, y aquellos dos hombres hubieron de quedar en libertad, por no contravenir a los fueros, dejando con esto el reino y la capital expuestos a todos los peligros que el conde había previsto; costándole ya no poco trabajo, y no pocos esfuerzos de eficacia y de prudencia conseguir que se franquearan los graneros a los proveedores de las tropas, y que se diera paso por algunas poblaciones a los regimientos{8}.
No tardaron en sentirse los desastrosos efectos de la funesta influencia de aquellos dos hombres en Zaragoza. Las órdenes y pragmáticas del rey no eran cumplidas: ellos hacían que la población se opusiera a todo so pretexto de infracción de fueros, bien que fuesen de los que estaban expresamente derogados por los anteriores monarcas sin reclamación del reino: además de negar a las tropas alojamientos, raciones y bagajes, obstinábanse en no permitirles la entrada en la ciudad. Pero el virrey las necesitaba, y el día de los Inocentes (diciembre, 1705) entró un batallón de los de Tessé con mucho silencio, y con orden del mariscal para que nada dijesen ni hiciesen, aunque oyeran gritar: ¡Viva Carlos III! De allí a poco entró otro batallón por la puerta del Portillo, y apenas habían entrado las dos primeras compañías, el pueblo, a la voz de: «¡Mueran los gabachos y vivan los fueros!» cerró la puerta, dejando cortado el batallón, y cargando sobre las dos compañías, oficiales y soldados fueron degollados, rotas las banderas y destruidos los tambores. Montó el virrey a caballo, y por todas las calles le gritaban las turbas: «¡Viva nuestro virrey! ¡guárdense los fueros y no quede francés a vida!» El conde logró sosegar el tumulto; pero aquella noche intentaron asesinar al mariscal de Tessé y a los oficiales que con él estaban: don Melchor de Macanáz los sacó de la casa disfrazados, y los llevó a la del virrey, de donde los trasladó al campo y a la Aljafería. Se llamaron las tropas del contorno, y se envió por la artillería para castigar el insulto. Mas antes de ejecutarse, la ciudad reclamó el privilegio de la Veintena{9}, con el cual ella castigaría en un día a los principales cómplices, sin exponer a los inocentes ni a que se tumultuase todo el reino, y de ello se dio cuenta al rey. Felipe, que ya había pensado salir a campaña, y temía que de encomendar el castigo a las tropas se valiera el reino de aquel pretexto para rebelarse todo, y se complicaran las dificultades, oído el Consejo de Aragón contestó que por aquella vez usase la ciudad del privilegio, y que en ella ponía su real confianza para el castigo de tan horrenda maldad.
Mas no solamente no logró el rey atraer con aquella consideración y aquella generosidad a los zaragozanos, sino que al propio tiempo se rebelaron contra su persona y autoridad los de Daroca, los de Huesca, los de Teruel y los de todas aquellas comarcas, derramando la sangre de los soldados. La ciudad de Zaragoza fue de dificultad en dificultad difiriendo el castigo de los delincuentes, y harto daba a entender que no tenía intención de ejecutarle. El rey por su parte se propuso no dar motivo, ni aun pretexto de queja a los zaragozanos, a fin de que no le embarazasen su jornada, y mandó que no se hablara más de ello. Antes bien dio orden al mariscal de Tessé para que pasase con sus tropas a las fronteras de Cataluña, y al virrey le ordenó que pagara a los aragoneses los bagajes y todos los gastos que las tropas hubieran hecho y daños que hubieran causado (30 de diciembre, 1705). Todo se ejecutó puntualmente; pero nada bastó a mejorar el espíritu de aquellos naturales. Ellos, so pretexto de destinarlos a la defensa del rey, hicieron fabricar multitud de cuchillos de dos cortes y largos de una tercia, con sus mangos de madera correspondientes: ellos sobornaron a los fabricantes de unas barcas que el virrey había mandado construir para formar un puente; y el rey quiso que se disimulara todo para que no se inquietasen, con objeto de no tener ese embarazo más para el viaje de campaña que tenía premeditado y estaba ya muy próximo.
La rebelión de los tres reinos había sido escandalosa; grandes los excesos, robos y rapiñas a que los sediciosos se entregaban; y así fue también cruel el principio de la guerra, luego que comenzaron a poder operar las tropas con los refuerzos que fueron de Castilla a la entrada del año 1706. El conde de las Torres, destinado a atajar la revolución de Valencia, tomó a fuerza de armas la villa y castillo de Monroy, y los saqueó. Entró sin resistencia en Morella, y dejando allí una pequeña guarnición, pasó a San Mateo, de cuya empresa tuvo que desistir por las copiosas lluvias y por falta de artillería. Continuando su marcha hacia Valencia, acometió a Villareal, donde los rebeldes le hicieron tan obstinada resistencia, que después de haberle costado mucha sangre penetrar en la villa, halló de tal manera fortificadas las casas, que tenía que irlas conquistando una por una, hasta que irritado de tanta pertinacia mandó aplicar fuego a la villa por los cuatro costados, y en medio de las horrorosas llamas que la reducían a pavesas, sus soldados saqueaban y acuchillaban sin piedad, sin reconocer ni perdonar edad ni sexo, salvándose solo los que se refugiaron a las iglesias, y las monjas dominicas, que fueron sacadas a las grupas de los caballos de los dragones. Con este escarmiento, Nules y otras villas se sometieron sin violencia: el conde corrió luego las riberas del Júcar, recobró a Cullera, y sentó sus reales en Moncada, una legua de la capital. Y al propio tiempo don Antonio del Valle por la parte de Chiva con las milicias de Castilla que se le habían reunido, incendiaba a Cuarte y a Paterna; e incorporados luego los dos jefes a las inmediaciones de Valencia, derrotaron y escarmentaron varios destacamentos que contra ellos hicieron salir de aquella ciudad los rebeldes Basset y Nebot. El duque de Arcos, virrey de Valencia, hombre que ni entendía de cosas de guerra ni para ellas había nacido, fue llamado por el rey a Madrid a ocupar una plaza en el consejo de Estado, para lo cual era más a propósito por su instrucción y talento, y fue en él uno de los más calificados votos, quedando por general de las tropas de Valencia el conde de las Torres.
Alicante, que se mantenía fiel, y había resistido ya a una tentativa que sobre ella hizo el valenciano Francisco de Ávila, natural de Gandía, con la gente de alpargata que acaudillaba, fue luego bloqueada por los rebeldes de Játiva, Orihuela, Elche y sus vecindades, con cinco piezas de artillería; pero acudiendo en su auxilio las milicias leales de Murcia, llevando por su general al obispo, quitaron a los bloqueadores la artillería y cuanto llevaban, y pasaron ellos mismos a sitiar a Onteniente.
Valencia, teatro de las tiranías, y de la avaricia y ambición de Basset y de Nebot, se hallaba en tan miserable estado, que tuvo por conveniente el general inglés conde de Peterborough trasladarse allá con un cuerpo de miqueletes catalanes y de tropas inglesas a poner orden y concierto en la ciudad. Como saliesen a recibirle armados los frailes de diferentes comunidades y religiones, para mostrar así mejor su entusiasmo por el nuevo rey: «Ya he visto, les dijo, la iglesia militante; ahora dejad las armas, y retiraos a vuestros conventos, que por ahora no necesito de vuestra ayuda.» Puso coto a las exacciones de los dos caudillos valencianos; trató con cariño a los adictos al rey don Felipe, que sufrían todo género de vejámenes, y especialmente a las señoras que se habían refugiado a los conventos, les permitió volver a sus casas con seguridad, y dio escolta a las que quisieron salir a buscar sus maridos.
En la frontera de Aragón y Cataluña se peleaba ya también con furor y crueldad, cometiéndose desmanes y excesos por los de uno y otro partido. Al abandonar los ingleses a Fraga, después de haberla saqueado, robaron los vasos de los templos, arrojaron las sagradas formas al Cinca, e hicieron otros sacrilegios que escandalizaron a aquellos católicos habitantes. Por su parte las tropas francesas y castellanas daban al saco y al incendio las poblaciones rebeldes que tomaban, como lo ejecutaron, entre otras, con Calaceite, la villa más rica de Aragón antes de la guerra, y ahorcaban a los cabos de la rebelión, como lo hicieron con dos hermanos, hijos de un notario de Caspe, que se habían resistido en Mirabete. Algunos pueblos del condado de Ribagorza volvieron a la obediencia del legítimo rey, merced a la actividad de las tropas leales. El mariscal de Tessé había puesto su cuartel general en Caspe, donde cuidó de tenerlo todo preparado para la jornada del rey, que se le había de incorporar en aquella célebre villa. Y el virrey de Aragón, conde de San Esteban, añadió a los importantes servicios que ya había hecho a su monarca, el de ofrecerle todas las rentas de sus estados y de los del marqués de Villena su padre, con la artillería que tenían en varios lugares y castillos de sus señoríos (ofrecimiento que el rey agradeció mucho, y rehusó con delicadeza); el de ir conteniendo a fuerza de prudencia a los zaragozanos, y el de saber todos los planes y proyectos de los rebeldes en Cataluña y Aragón, ganando los espías y correos, por medio de los cuales se entendían y comunicaban, especialmente el conde de Cifuentes, el de Sástago y el marqués de Coscojuela, abriendo su correspondencia, copiándola y volviendo a enviársela cerrada{10}.
Salió al fin el rey Felipe V de Madrid (23 de febrero, 1706) para su jornada de campaña, dejando a la reina el gobierno de la monarquía, acompañado solo de los grandes de la servidumbre, pues no quiso que le siguieran los muchos que a ello se ofrecieron, porque temió que le embarazaran, y llevando por secretario del despacho universal a don José de Grimaldo. Excusose de pasar por Zaragoza so pretexto de tener que acelerar su marcha, si bien dejando a la diputación y ciudad dos finísimas cartas, en que les decía que dejaba confiada a su lealtad la población y el reino, en prueba de lo cual iba a llevar consigo todas las tropas, inclusas las que guarnecían la Aljafería, que dejaba encomendada a la defensa de los naturales. Admirable y discreto modo de comprometer a la fidelidad a los pundonorosos aragoneses, de quienes tanto motivo tenía para recelar, y tan poco afectos se le habían mostrado{11}. Incorporósele el conde de San Esteban, a quien hizo mariscal de campo, y que por seguirle a la campaña dejó la capitanía general de Aragón, y con él fue también el secretario don Melchor de Macanáz. Y prosiguiendo el rey su jornada, llegó a Caspe, donde le esperaba el mariscal de Tessé (14 de marzo, 1706).
El plan, inspirado y aconsejado por los franceses, era marchar y caer simultáneamente sobre Barcelona, el rey con las tropas de Aragón, Valencia y Castilla, por la parte de Lérida, el duque de Noailles con un ejército francés por el Ampurdán, y por mar la armada del conde de Tolosa; con la idea de que, tomada Barcelona, y hecho prisionero el archiduque, se rendiría todo el Principado, y aun los reinos de Valencia y Aragón. El proyecto no parecía malo, si hubiera sido posible prevenir todas las eventualidades, y si no quedaran a la espalda tantos países enemigos{12}. Antes de salir de Caspe concedió el rey un indulto general amplísimo a todos los que volvieran a su obediencia dentro de un término dado, y este bando le hizo introducir y circular por Cataluña: pero este acto de política y de generosidad fue atribuido por los catalanes a miedo, y le recibieron con menosprecio y desdén.
Al tercer día (17 de marzo, 1706) partió el rey de Caspe con el ejército, y haciendo cortas jornadas, deteniéndose en algunos puntos por esperar a que se le incorporaran más tropas, pasó el 2 de abril el Llobregat, y desde las alturas de Monserrat divisó la armada del conde de Tolosa, compuesta de veinte y seis navíos de línea y muchos trasportes, que estaba ya en la bahía de Barcelona. Al día siguiente puso su ejército en batalla cerca de la ciudad, y encontró ya acampado a la otra parte al duque de Noailles con el ejército francés. Todo hasta aquí había correspondido exacta y puntualmente a la combinación. El de Tolosa comenzó a desembarcar provisiones de boca y guerra en abundancia, ocupando la Torre del Río; el de Noailles se situó en el convento de Santa Madrona, a la falda de Monjuich; el rey celebró consejo, en el cual por acuerdo de los generales e ingenieros franceses se resolvió atacar el castillo, cuya operación comenzó el 6 (abril), mas con mala dirección y poco fruto. Empeñose Felipe en reconocer por sí mismo los trabajos en medio del fuego de los morteros, cañones y fusiles enemigos, y como los cabos todos le disuadieran de aquel pensamiento por los peligros que iba a correr su persona: «Donde suben los soldados a hacer el servicio, respondió, bien puede subir también el rey.– Pero soldados hay muchos, le replicaron, y rey no hay más que uno.– Eso no es del caso,» contestó. Y subiendo animosamente aquella tarde (13 de abril), reconoció todas las obras; mostrose poco satisfecho de ellas, pero admirando lo que habían trabajado los soldados, les mandó dar veinte y cinco doblones, y otros tantos a los artilleros.
Hallábase en la plaza el archiduque con escasa guarnición; pero el conde de Cifuentes salió a levantar el país, cosa que logró fácilmente, de modo que los nuestros no podían ya dar un paso fuera de su campo. Juntóseles el príncipe Enrique, landgrave de Hesse, con la guarnición de Lérida, cuya frontera mandaba. El ingeniero francés, que tan mal dirigía los ataques del campamento real, murió de un balazo (18 de abril). Reemplazole con ventaja un ingeniero aragonés llamado don Francisco Mauleón, con lo que pudo el marqués de Aytona tomar las obras exteriores del castillo, hacer doscientos prisioneros ingleses, con cinco piezas de artillería, y en este combate murió el comandante del castillo, milord Dunnegal (21 de abril). En esto se oyó tocar a somaten las campanas de Barcelona: a poco rato se vio salir de la ciudad ondeando el estandarte de Santa Eulalia más de diez mil personas, hombres, mujeres, muchachos, frailes y clérigos, que subiendo en tres columnas empeñaron un vivísimo y sangriento combate con las tropas; hubo necesidad de desalojarlos a la bayoneta, con muerte de cerca de seiscientos, arrojándolos hasta las puertas de la plaza: el marqués de Aytona corrió grandes peligros: una bala le llevó el sombrero; el mariscal de campo y brigadier que con él estaban fueron heridos, y todos sus ayudantes quedaron reventados del trabajo.
Los días siguientes se atacó y bombardeó resueltamente la plaza y el castillo a un mismo tiempo por mar y por tierra. Mas cuando ya se había comenzado a romper la muralla, la mañana del 7 de mayo (1706) tres salvas de artillería y algunos voladores de fuego anunciaron a los de la plaza el arribo de la escuadra anglo-holandesa compuesta de cincuenta y tres navíos de línea. La del conde de Tolosa, que se reconocía inferior, se apresuró a retirarse a los puertos de Francia. Golpe fue éste que desconcertó a los sitiadores, y más cuando vieron que desembarcaban ocho mil hombres de la armada enemiga, y la prisa que se dieron los de dentro a cerrar la cortadura del muro. Pero no fue este solo el contratiempo. A los dos días llegó al rey la funesta nueva de que los portugueses habían tomado la plaza de Alcántara con ocho batallones de nuestra mejor infantería, y que se proponían marchar a la corte, sin que hubiera fuerzas que pudieran impedirlo.
A vista de tales desastres celebró el rey otro consejo (10 de mayo 1706) para deliberar si se había de dar el asalto a la plaza, o se había de levantar el sitio. Pesados los inconvenientes de lo uno y de lo otro, se resolvió lo segundo. Discurriose también por dónde convendría más hacer la retirada, y considerada la situación de Cataluña y la poca confianza que el Aragón ofrecía, túvose por más seguro retirarse por el Ampurdán y el Rosellón. Levantose, pues, el campo de noche, y sin tocar trompetas ni timbales, pero incendiando todas las casas del contorno, y dejando prendidas también las mechas de las minas que tenían hechas al castillo, bien que una sola reventó, llegando los de la ciudad a tiempo de apagar las otras. Oscura la noche, estrecho el camino y lleno de precipicios, ramblas y barrancos, en desorden las tropas, ya era harto desastrosa la marcha del ejército, cuando apercibiéndose de ella los enemigos se dieron a perseguirle y hostilizarle por alturas y hondonadas. Para mayor infortunio se eclipsó al día siguiente el sol, se encapotó el cielo, y creció la confusión y el espanto, que la preocupación abultaba, como a la presencia de tales fenómenos acontece siempre. A fin de hacer más desembarazaba la huida se abandonó toda la artillería, todas las municiones, vituallas y bagajes{13}. Aun así continuó siendo lastimosa su retirada, picándoles la retaguardia, y coronadas siempre las montañas de miqueletes, incendiando ellos poblaciones y campos, y todo lo que encontraban por delante. Al fin el 23 de mayo llegó el rey a Perpiñán, con seis mil hombres menos de los que había llevado a Cataluña.
Tal fue el resultado desgraciadísimo del sitio de Barcelona{14}. Excusado es ponderar lo que celebraron este triunfo los catalanes y los aliados. El rey, después de descansar dos días en Perpiñán, dando tiempo a que fueran llegando las tropas, y dejando las órdenes convenientes para que le siguiesen, encomendándoles al caballero Dasfeldt, porque ya ni del mariscal de Tessé ni de otros generales se fiaba{15}, y participándolo todo al rey de Francia, su abuelo, partió a la ligera para Madrid, por Salces, Narbona, Carcasona, Tolosa, Pau, San Juan de Pie de Puerto, Roncesvalles y Pamplona, llegando a Madrid el 6 de junio (1706), en cuyos habitantes encontró, a pesar de la desgracia, la buena acogida que le habían hecho siempre.
En tanto que esto pasaba en Barcelona, la guerra civil ardía vivamente en el reino de Valencia. Había poblaciones cuya decisión por la causa del archiduque rayaba en entusiasmo. En cambio el reino de Murcia se distinguía por su acendrada lealtad a Felipe V. Pueblos hubo que se hicieron famosos como el de Hellín, el cual, no obstante ser lugar abierto, resistió heroicamente a diez mil rebeldes mandados por Nebot y Tárraga, hasta que cortada el agua, y viendo que enfermaba casi toda la población y milicia, tuvo que rendirse ésta prisionera de guerra, pasando después mil trabajos aquellos hombres valientes y leales, ya en Valencia, donde solo los alimentaban con algarrobas como a las bestias, ya en Denia, donde sufrieron todo género de tiranías, ya en los caminos, por donde los llevaban enteramente desnudos y amarrados con cuerdas, prefiriendo los martirios y la muerte a faltar a su fidelidad. En Valencia, desde que el conde de Peterborough regresó a Barcelona con motivo del asedio, el conde de Cardona, que era virrey por el archiduque, dio un plazo de veinte y cuatro horas para que pudieran salir de la ciudad todos los afectos a Felipe V, y así lo realizaron muchos nobles y personas distinguidas, que pasaron a incorporarse a las tropas reales, no haciéndolo otros por no permitírseles sacar bagajes ni propios ni ajenos.
El conde de las Torres, con la escasa fuerza que le había quedado, y con las milicias de Murcia y los dragones del brigadier Mahoni, hacía esfuerzos prodigiosos, y se movía con una actividad infatigable. Después de haber hecho un canje de prisioneros quemó algunos lugares y sometió otros, entre ellos la villa de Cullera, de que le hizo merced la reina con el título de marqués, cuyo marquesado confirió antes el rebelde Basset a su madre, y le otorgó además la famosa Albufera de Valencia. Animado con esto el de las Torres, intentó apoderarse de Játiva, la segunda población de aquel reino, llevando toda la fuerza disponible, con cuatro piezas de campaña (mayo, 1706). Pero todos sus esfuerzos fueron infructuosos. Defendía Basset la ciudad. Basset era una especie de ídolo para todos los valencianos partidarios del archiduque: las poblaciones rebeladas le tributaban cierta adoración, y él poseía el arte de inspirar y mantener el entusiasmo en las personas de todas las edades y estados. Así fue que en Játiva los eclesiásticos como las mujeres, y las mujeres como los niños, todos hacían oficios de soldados, todos trabajaban en las obras de defensa, todos combatían, con armas, con piedras, con todo género de proyectiles: hubieran muerto el último párvulo y el último anciano antes que rendir la ciudad o abandonar a Basset. Entraron en la plaza muchos socorros de ingleses y valencianos; súpose y se celebró el desastre del ejército real en Barcelona; túvose noticia de haberse apoderado los portugueses de Alcántara; todo era regocijo y animación dentro; y como por otra parte le informasen al conde de las Torres de que los enemigos amenazaban venir sobre Madrid, tuvo que retirarse abandonando la empresa (24 de mayo, 1706), después de quince días de ataques inútiles, para incorporarse a los que habían de detener la marcha de los aliados a la capital del reino.
Era por desgracia cierto que el ejército aliado de Portugal, mandado por el marqués de las Minas y por el general inglés milord Galloway, se había apoderado de Alcántara (14 de abril), rindiendo y haciendo prisioneros de guerra por capitulación a diez batallones que la defendían con el gobernador mariscal don Miguel Gasco. Error grande de nuestros generales encerrar diez batallones en una plaza dominada por la montaña, para cuya defensa en lo posible habría sido igual uno solo{16}. Pero esto provino, dice un escritor español contemporáneo, de que el mariscal de Berwick, nombrado de nuevo general en jefe del ejército de la frontera portuguesa, obraba así por instrucción del duque de Borgoña, a quien este escritor supone siempre, y no infundadamente, autor del designio de ir arruinando la España. Y a la verdad, la conducta de Berwick no parecía abonar mucho su buen propósito. Porque habiendo pasado los aliados el Tajo, tomado de paso algunas villas, detenídose dos días en Coria, y saliendo luego a buscar al de Berwick, que se fortificaba junto a Plasencia, fuese éste retirando, no obstante contar con diez batallones de infantería y cuatro mil jinetes, dejando a los enemigos que ocuparan a Plasencia (28 de abril). De retirada en retirada, y avanzando a su vez los aliados hasta el famoso puente de Almaraz (4 de mayo), ya habían comenzado a hacer minas para volarle; mas recelando dar lugar a que se uniera a Berwick el marqués de Bay con las tropas que guarnecían a Badajoz, discurrieron en consejo de guerra la dirección que deberían tomar: milord Galloway era de opinión de perseguir a Berwick hasta la capital, y hasta arrojarle de Castilla; el marqués de las Minas y los suyos fueron de parecer de ir a sitiar a Ciudad-Rodrigo, y este dictamen fue el que prevaleció.
A vista de tantos peligros y reveses, la reina María Luisa que gobernaba el reino con su acostumbrada eficacia, hacía rogativas públicas, escribía a las ciudades, movía a los prelados, excitaba el patriotismo de los nobles, estimulaba a todos a la defensa del reino. Imponderable fue el entusiasmo con que las provincias leales respondieron a las excitaciones de la joven soberana. Sevilla, Granada, todas las Andalucías se pusieron en armas y proporcionaron recursos de guerra. Ejecutó lo mismo Extremadura. Navarra y las Provincias Vascongadas hicieron donativos. La universidad y la iglesia de Salamanca ofrecieron sus rentas: Palencia y otras ciudades de Castilla dieron provisiones y dinero: los nobles de Galicia se armaron, y sus milicias penetraron en Portugal guiadas por don Alonso Correa. Los gremios de Madrid, el concejo de la Mesta, las órdenes militares que presidia el duque de Veragua, el corregidor y los capitulares de la villa, todos los nobles de la corte se regimentaron, y salieron a caballo, divididos en cuatro cuerpos, llevando por coroneles y cabos al corregidor y regidores y a los señores de la primera grandeza. Toda España se puso en armas y en movimiento, dispuesto cada uno a ir donde se le ordenara.
Los aliados entretanto rindieron a Ciudad-Rodrigo (fin de mayo, 1706), después de resistir valerosamente por ocho días el solo regimiento que con algunas milicias había en la plaza. Ya se estaba viendo al enemigo marchar sobre Madrid, y a impedirlo concurrían todas las tropas, en cuyo estado llegó el rey a la corte (6 de junio) de vuelta de su malhadada expedición a Barcelona. En el momento resolvió juntar cuanta gente pudiera, y salir él mismo a campaña, y así se lo participó a los Consejos. Mas como quiera que el enemigo se fuese aproximando a la capital, quiso poner en seguridad la reina, por lo que pudiera sobrevenir, y dispuso que saliera a Guadalajara con todos los Consejos y tribunales. Verificose así el 20 de junio (1706), y la mañana del día siguiente partió también el rey en dirección de Fuencarral, ofreciéndose a servirle y sacrificarse por él todos los moradores de la corte, a quienes enternecido manifestó su agradecimiento.
A tiempo salieron los reyes de Madrid. Porque el mismo día 20 se hallaba ya el ejército enemigo en el Espinar, y avanzando por el puerto de Guadarrama acampó el 24 a las cuatro leguas de Madrid, de donde al siguiente día se adelantó el conde de Villaverde con dos mil caballos a pedir a la corte la obediencia al rey Carlos III de Austria. La corte se prestó a ello sin dificultad, porque así lo había dejado prevenido el mismo Felipe V para evitar violencias y desgracias, y así se lo advirtió al corregidor don Fernando de Matanza, marqués de Fuente-Pelayo, en las instrucciones que le dejó, por cuya docilidad el conde de Villaverde le mandó continuar en su puesto hasta nueva orden. Desde el 27 de junio hasta el 5 de julio acamparon los enemigos en la ribera del Manzanares desde el Pardo hasta la Granja de San Gerónimo. En este intermedio fue aclamado en Madrid el archiduque con el nombre de Carlos III rey de España, pero presentando la población tal aspecto de tristeza que más parecía función de luto que fiesta de regocijo. En la Plaza Mayor, punto principal de la solemnidad, no había más concurrencia que la gente que asistía de oficio, y algunas turbas de muchachos a quienes milord Galloway y el marqués de las Minas mandaron arrojar dinero en abundancia para que echaran vivas; pero ellos gritaban: «Viva Carlos III mientras dure el echarnos dinero.» Costó trabajo hallar un regidor que llevara el estandarte, porque todos se fingían enfermos. Advertíase cierto aire mustio en todos los semblantes, reflejo del disgusto y la pena que embargaba los corazones; y la prueba de que el sentimiento era general fue que en una capital tan populosa apenas llegaron a trescientas personas las que se mostraron espontáneamente adictas al nuevo soberano; solo la tropa se vistió de gala, y los generales del archiduque tuvieron muchas ocasiones de conocer cuánta era la adhesión de los castellanos al rey don Felipe{17}.
Para dar más autoridad a las medidas de gobierno, mandaron reunir y funcionar los consejos y tribunales, bien que no hubieran quedado sino los enfermos y algunos otros que por falta de carruaje u otras causas no habían podido seguir a la reina{18}. Hicieron timbrar papel con el sello y nombre de Carlos III, y en él comenzaron a circular provisiones y ordenanzas; mas los pueblos en vez de cumplirlas las enviaban originales a su legítimo rey, y se negaron a recibir el papel sellado que se les distribuía. La ciudad de Toledo fue una de las que más pronto prestaron obediencia al archiduque, por la circunstancia de residir allí la reina viuda de Carlos II, doña Mariana de Neuburg, naturalmente afecta a un príncipe de su familia. Pero no tardó tampoco aquella ciudad en volver a proclamar a Felipe, a riesgo de que le hubiera costado muy caro, porque la viuda de Carlos II fue insultada, y presos y maltratados algunos de sus domésticos y servidores. También Segovia volvió pronto a aclamar al rey don Felipe, tomando las armas los fabricantes de paños: y el obispo don Baltasar de Mendoza, partidario del archiduque, porque esperaba ser repuesto en el empleo de inquisidor general de que había sido privado, tuvo que salir huyendo a Madrid, disfrazado de militar y acompañado de su sobrina la marquesa de San Torcaz. Por cierto que dieron en manos de una partida de caballería del rey Felipe, y ambos fueron llevados prisioneros. Los aliados no dominaban sino en los pueblos que ocupaban militarmente; tan pronto como los evacuaban, ya no se reconocía allí la autoridad de Carlos III.
Felipe dispuso que la reina y los consejos se trasladaran a Burgos para mayor seguridad; y así se verificó, después de pasar un gran susto producido por una noticia equivocada, a saber, que los enemigos tenían interceptado el puerto de Somosierra, siendo así que quien le ocupaba era el general Amézaga con tropas reales para proteger el paso de la reina. Las falsas noticias que se propalaban y hacían circular de que todo estaba perdido, de que el rey solo trataba de retirarse a Francia con cautela, y otras semejantes, desalentaron de tal modo a sus partidarios, que los mismos de su ejército le abandonaban, desbandábanse las tropas, y hasta el regimiento de caballería de las Ordenes militares se desertaba para volverse a la corte. Súpolo Felipe en el convento de Sopetrán, donde se detuvo unos días: reunió los ministros, grandes y generales, a todos los de la comitiva: les hizo ver la falsedad de las noticias que los tenían alarmados; les aseguró que nunca jamás saldría de España; «si no me quedara, añadió, más tierra que la necesaria para poner los pies, allí moriría con la espada en la mano defendiéndola:» y tales cosas les dijo, y con tanta energía les habló, y tal ánimo supo inspirarles, que todos, grandes, ministros, generales y oficiales, a una voz y con lágrimas en los ojos, le ofrecieron morir en su servicio y no abandonarle nunca. Con esto montó a caballo, revistó las tropas, y las arengó con tal fuego, que los soldados prorrumpieron en vivas, juraron todos perder la vida en su defensa, y nadie desertó ya más. Súpose también a este tiempo que en los cuatro reinos de Andalucía se había juntado un poderoso ejército de treinta mil infantes y veinte mil caballos, pronto ya a partir en socorro de S. M.: con que el desánimo que antes se advertía en los reales se trocó en animación y en regocijo. El marqués de las Minas pasó con su ejército a Alcalá (12 de julio, 1706), y el rey se retiró a Jadraque y Atienza, donde se le juntó la gente de Somosierra, quedando solo un cuerpo para cortar el paso del Guadarrama.
Mas no faltaban por otras partes reveses e infortunios. En Valencia, después que el conde de las Torres levantó el sitio de Játiva y vino a incorporarse a las tropas de Castilla, Basset y Nebot quedaron enseñoreándose de aquel reino, vengándose de los adictos al rey, apoderándose de sus caudales, y reduciendo poblaciones, entre otras la villa de Requena, cuyos habitantes en unión con el comandante Betancour, resistieron por espacio de un mes con un valor digno de toda alabanza. Y el general inglés Peterborough, que volvió de Barcelona a Valencia, publicando indultos solemnes a nombre de Carlos III, como dueño ya del país, y ofreciendo la conservación de todos sus empleos, grados y honores a los que dejaran el servicio del duque de Anjou (como él decía siempre), hacía vacilar la lealtad de nuestras escasas tropas en aquel reino, y aun arrastró a la defección algunos jefes. El marqués de Raphal, que mandaba en la parte de Orihuela, se unió a los rebeldes, e hizo que la ciudad proclamara al archiduque. El conde de Santa Cruz, gobernador de las galeras de España, que se hallaba en Cartagena, y a quien se le dieron 57.000 pesos para el socorro de Oran que se encontraba estrechada por los moros, en lugar de enderezar la proa al África se fue a buscar la armada enemiga mandada por Lake, y con sus galeras proclamó al archiduque. Y no contento con esto el traidor Santa Cruz, indujo al almirante inglés y le proporcionó los medios de apoderarse de la importante plaza de Cartagena. Peligraba Murcia, y era amenazada la fidelísima Alicante, para no tardar en caer ambas bajo el dominio y poder de los enemigos de Felipe{19}.
Mas no era esto lo que acontecía de más adverso. El archiduque, desembarazado del sitio de Barcelona, y sabedor de que su ejército de Portugal venía sobre Madrid, resolvió venir él también en persona, con la confianza de entrar sin obstáculo en la corte. Con este propósito partió de Barcelona el 23 de junio (1706): su ánimo era hacer la jornada por Valencia; mas como en Tarragona recibiese la nueva de haberle aclamado por su rey Zaragoza y todo el reino de Aragón, determinó variar de rumbo y venir por este reino. En efecto, el 29 de junio desató la ciudad de Zaragoza los flojos lazos de la obediencia que de mala gana estaba ya prestando al rey Felipe V, proclamó a Carlos III de Austria, y envió cartas y despachos a todo el reino para que hiciese lo mismo. Los obispos de Huesca y de Albarracín se apresuraron a levantar las ciudades y pueblos de sus diócesis: ejecutaron lo propio las comunidades de Calatayud, Daroca, Teruel, Cantavieja, Alcañiz y otras; las milicias se negaron a seguir al conde de Guara, que tuvo que fugarse a media noche de Barbastro por habérsele rebelado la ciudad. En fin, todo el reino se alzó en rebelión, sino es Tarazona y Borja, y la plaza de Jaca y castillos de Canfranc y Ainsa, merced al socorro que a instancias del rey les llevó el gobernador francés de Bearne, cruzando con gran trabajo por lo más áspero de las montañas; y allá acudió también el virrey nuevamente nombrado de Aragón, don Fr. Antonio de Solís, obispo de Lérida, que andaba como fugitivo por la frontera de Navarra.
El famoso agitador conde de Cifuentes escribió desde Tarragona a los labradores y menestrales de Zaragoza felicitándoles por su alzamiento{20}. Las tropas aliadas y catalanas se adelantaron a entrar en Zaragoza el 4 de julio; y el archiduque, que habiendo partido el 3 de Tarragona, no llegó hasta el 15, fue recibido con grandes regocijos y luminarias. Estuvo, no obstante, dos días sin salir de palacio, hasta hacer la entrada pública y solemne, que verificó el 18. Empleó los días siguientes en nombrar justicia mayor, y ministros del Consejo de Aragón y de la real Audiencia; hizo publicar un edicto mandando salir de la ciudad y del reino a todos los franceses, al modo que lo habían hecho ya Basset y Nebot en Valencia{21}; escribió una afectuosa carta de gracias a los labradores y gremios de las parroquias de San Pablo y la Magdalena; asistió a una corrida de toros con que le obsequió la ciudad, y a una gran mascarada con que le festejó la cofradía de San Jorge; dio el grado de capitanes a todos los mayordomos de los gremios; formó una junta para el secuestro y administración de las rentas de los eclesiásticos que seguían el partido del rey, y sin jurar sus fueros a los aragoneses, ni estos reclamarlos, partió de Zaragoza (24 de julio, 1706,) en dirección de la corte y a reunirse a su ejército de Castilla.
Abiertas comunicaciones y pudiendo ponerse en combinación los tres ejércitos enemigos, el del archiduque que venía de Zaragoza, el de Valencia mandado por Peterborough, nombrado ya embajador de Inglaterra, y el del marqués de las Minas que había estado en Madrid, y ocupaba a Alcalá y sus inmediaciones, y avanzaba a Guadalajara y Jadraque a recibir e incorporarse a su rey (28 de julio), parecía no podía ser más crítica la situación de Felipe V detenido en Atienza hasta que se le juntaran las tropas francesas que le enviaba Luis XIV, su abuelo. Llegaron éstas al fin tan oportunamente, que poniéndose al punto en movimiento formó su campo el día mismo que el de las Minas entró en Jadraque{22}. De allí salieron los generales aliados a reconocer nuestro campamento desde una colina; el general portugués fue de opinión de que debía darse la batalla, porque creyó que las muchas tiendas que se veían eran engaño y artificio: el inglés Galloway fue de sentir que no solo no debía intentarse, sino discurrir la manera de salvar el ejército. Y prevaleciendo su dictamen, así lo ejecutaron, emprendiendo la retirada por la noche, sin tocar tambor ni trompeta. Las llamas de las casas que iban incendiando fueron las que avisaron a nuestros reales la marcha y dirección de los enemigos, en la cual se los fue persiguiendo por la ribera del Henares, picando siempre su retaguardia, matándoles alguna gente, mezclándose a veces las tiendas, y obligándolos a pasar el río, hasta Guadalajara donde hicieron alto.
Determinose entonces dar un golpe de mano atrevido sobre la corte, el día mismo que se creía había de entrar en ella el archiduque: y destacándose a los generales marqués de Legal y don Antonio del Valle con un cuerpo de caballería, cruzaron éstos el río, y por las alturas de San Torcaz cayeron antes de amanecer sobre Alcalá, sorprendieron y cogieron a algunos que iban de la corte a besar la mano al archiduque, e interceptaron un gran convoy de provisiones. Allí se les incorporaron el marqués de Mejorada, secretario del despacho universal, que iba con pliegos del rey para la villa de Madrid, don Lorenzo Mateo de Villamayor, alcalde de casa y corte, y don Alonso Pérez de Narváez, conde de Jorosa, nombrado corregidor de Madrid en reemplazo del marqués de Fuente-Pelayo. Y saliendo todos de Alcalá, enviaron delante un correo acompañado de dos guardias de corps, con carta para el procurador general de Madrid, en que se le prevenía que para las cuatro de la tarde tuviera reunido el ayuntamiento, para darle cuenta de un despacho del rey. El correo y los guardias entraron en Madrid al medio día (4 de agosto, 1706); el pueblo los conoció, y comenzó a gritar: ¡Viva Felipe V! Al alboroto que siguió a este grito montó a caballo el conde de las Amayuelas que mandaba en Madrid por el archiduque, y con los miqueletes catalanes, aragoneses y valencianos que tenía a sus órdenes acometió e hizo fuego al pueblo, el cual enfurecido sostenía con valor la refriega. Batiéndose estaban pueblo y miqueletes cuando llegaron Legal y Valle con sus escuadrones: ni una sola persona encontraron desde la puerta de Alcalá hasta el Buen Suceso. Allí había ya gente: al ver tropas del rey, por todas las calles resonaron las voces de: ¡Viva Felipe V! ¡mueran los traidores! Y el pueblo se apiñaba en derredor de la tropa, de modo que con mucho trabajo pudieron los escuadrones avanzar hasta la calle de Santiago, donde recibieron una descarga de los miqueletes, en tanto que por la parte de la casa de la villa se dejó ver el conde de las Amayuelas con gran plumero blanco en el sombrero. Dividiéndose entonces los escuadrones, soldados y pueblo arremetieron por todas partes con tal furia, que, aunque a costa de alguna pérdida, lograron encerrar en palacio al de las Amayuelas y sus miqueletes, y desde allí continuaron haciendo fuego; pero sitiados, y no muy provistos de municiones, tuvieron al fin que capitular y rendirse, poniéndose a merced del rey{23}.
Dueñas otra vez de Madrid las tropas reales, tratose de si habría de aclamarse de nuevo al rey, pero el mismo Felipe avisó que no se hiciese, puesto que Madrid no había faltado nunca a su obediencia y fidelidad, y solo por la fuerza se había sujetado al enemigo. Acordose entonces desaclamar, por decirlo así, al archiduque. Al efecto se levantó un estrado en la Plaza Mayor, y saliendo de las casas de la villa el corregidor y ayuntamiento con gran comitiva, y llevando a la rastra el pendón que se había alzado para su proclamación, y enrollado un retrato del archiduque con el acta original del juramento, se hizo la ceremonia de quemar solemnemente el estandarte, retrato y acta, declarando intruso y tirano al archiduque Carlos de Austria, con grande alegría del pueblo que concurrió a esta función{24}. Quemose igualmente todo el papel timbrado con su nombre, se inutilizaron los sellos, y se declaró nulo y de ningún valor todo lo actuado a nombre de Carlos III. Los pocos que se habían comprometido por el rey intruso andaban despavoridos y se ocultaban donde podían: el pueblo pedía castigos; el alcalde de casa y corte don Lorenzo Mateo logró prender algunos; solo dos, un escribano y un maestro armero llamado por apodo Caraquemada, fueron ahorcados por las infamias que habían hecho; a los demás se los envió al castillo de Pamplona, casi sin formación de causa, y allí estuvieron muchos años, al cabo de los cuales hubo que ponerlos en libertad, por no resultar nada escrito contra ellos{25}.
Había en este tiempo llegado el archiduque a Guadalajara, donde además del ejército aliado le esperaban el conde de Oropesa, el de Haro, el de Galvez, el de Tendilla, el de Villafranqueza, el de Sástago, el del Casal, y otros grandes y títulos, castellanos, catalanes, valencianos y aragoneses de su partido. Mas luego que reconoció desde las alturas del Henares el campo del rey don Felipe, y supo la ocupación de Madrid, comprendió que no era tan fácil y llano el éxito de su empresa como él se había imaginado, y como a su llegada lo había escrito a los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia. Antes bien, como viese a los nuestros en tren de no esquivar la batalla, tomó el acuerdo de levantar el campo de noche y con gran sigilo (11 de agosto), y encaminándose por la vega del Tajuña, con intento, a lo que se dijo, de quemar a Toledo en castigo de haber aclamado de nuevo al rey don Felipe, y sacar de allí a la viuda de Carlos II, tan adicta al príncipe de Austria como aborrecida y expuesta a los ultrajes del pueblo toledano, acampó entre el Tajo y el Jarama. Moviéronse también los nuestros, y por Alcalá y San Martin de la Vega fueron a poner los reales en Ciempozuelos (15 de agosto), extendiendo la derecha a Aranjuez, donde ya habían acudido seis mil hombres de las milicias de la Mancha con el marqués de Santa Cruz a su cabeza, a tiempo que en Toledo se juntaban otros diez mil; que de esta manera brotaba hombres el suelo castellano para defender a Felipe de Borbón.
A sacar de Toledo la reina viuda, y quitar de allí aquella especie de bandera viva de la casa de Austria, envió el rey desde Ciempozuelos al duque de Osuna con doscientos guardias de corps. Trabajo le costó al de Osuna librar a aquella señora del furor de los toledanos, enconados contra ella por los actos de sórdida codicia con que antes y después de la muerte de su marido, ella y los suyos, en la corte y en aquella ciudad se habían señalado. Llevaba orden el de Osuna de sacarla del reino y acompañarla hasta Bayona, y así lo ejecutó, bien que no pasó por pueblo grande ni pequeño en que la viuda del último rey no fuera insultada y escarnecida, hasta arrojarle piedras y amenazarla con palos: que de esta manera salió aquella reina de un país en que desde el principio no hizo méritos para ser bien recibida.
Veíase el ejército del archiduque apurado de mantenimientos, como que el país no los suministraba sino por fuerza, y de tan mala gana como de buena voluntad los facilitaba a las tropas del rey. Los convoyes eran interceptados y cogidos por la multitud de partidas de tropa, de milicias y de paisanos, que los asaltaban al paso de los puentes y de los ríos, y corrían incesantemente la tierra, y los acosaban sin tregua, llegando muchas veces a las mismas líneas y tiendas de los reales, haciendo prisioneros a centenares y matando soldados y espías, y cortando las comunicaciones y haciendo toda clase de daños. Y si bien acudió a reforzar al archiduque un considerable cuerpo de valencianos, que de paso se apoderaron de la ciudad de Cuenca, en cambio, sobre no ser apenas dueños del territorio que materialmente ocupaban, las Andalucías suministraban en abundancia milicias y recursos al rey don Felipe, Madrid le enviaba artillería y dinero, los pueblos leales del obispado de Tarazona contenían a los aragoneses, la Mancha y Toledo se alzaban casi en masa, de Castilla y León se habían juntado ocho mil hombres que dirigía el teniente general don Antonio de la Vega y Acebedo, Salamanca arrojaba la guarnición portuguesa que había quedado presidiándola; así todo. De forma que el ejército del archiduque y de los aliados se encontraba en el centro de Castilla, país que le era enemigo, sin víveres, acosado por todas partes, cortado el camino de la corte, e incomunicado con Portugal y con los tres reinos de Valencia, Aragón y Cataluña que le eran adictos.
En tal situación, contra el dictamen del marqués de las Minas, que hubiera querido y propuso la retirada a Portugal, acordaron el archiduque y los ingleses, holandeses y valencianos retroceder a Valencia; en cuya virtud pasaron la noche del 7 de setiembre (1706) trabajosamente el Tajo. Tan pronto como esto se supo, marchó en pos de ellos el ejército real picándoles la retaguardia, hasta Uclés, donde se detuvo el rey don Felipe (14 de setiembre) para volver a Madrid, y disponer también la vuelta de la reina y los Consejos. Aunque de nuestro ejército se desmembraron muchas fuerzas, ya para escoltar al rey, ya para alentar y dar calor a las milicias de Tarazona, Borja y Tudela, ya para socorrer a los de Murcia, para cubrir las fronteras de Castilla, y ya también para recobrar a Cuenca que quedaba cortada, como en efecto se recuperó el 8 de octubre{26}, todavía fue bastante para perseguir al enemigo hasta más allá del Júcar. Atribuyose por algunos a aviso secreto dado por el duque de Berwick el no haber cortado y hecho prisioneros a diez mil ingleses que quedaban en Villanueva de la Jara, y aun así hubieron de dejar las tiendas, el tren del hospital con muchos heridos y enfermos, y todo cuanto podía embarazarlos; y tanto corrió nuestra caballería, y tanta fue la confusión y aturdimiento del enemigo, que para salvarse el archiduque tuvo que correr a toda brida con un piquete toda una tarde y noche hasta llegar al Campillo de Altobuey.
Precipitando los unos su retirada, yéndoles los otros al alcance siempre; dejando aquellos a cada paso artillería y municiones, prisioneros y equipajes; uniéndose a éstos milicias y paisanos en los pueblos del tránsito; el archiduque y los suyos no pararon hasta internarse en el reino de Valencia; el mariscal de Berwick con los nuestros, marchando por Albacete, Chinchilla y Almansa, y prosiguiendo por Caudete a Villena, Elda y Novelda, cayó sobre la gran villa de Elche, que tenían sitiada los murcianos después de haber libertado a Murcia y entrado por asalto y saqueado a Orihuela. A la vista del ejército de Berwick se rindieron los de Elche, quedando prisioneros de guerra setecientos ingleses y trescientos valencianos, con ciento cincuenta caballos, siendo tanto el trigo y cebada, aceite, jabón, mulas, y otras provisiones y efectos que allí se encontraron, que hubo para mantener y surtir el ejército por cuatro meses. Allí recibió el obispo de Murcia el título de virrey de Valencia. Una parte de nuestras tropas pasó a recobrar a Cartagena, que se entregó a los cinco días: halláronse en la plaza setenta y cinco piezas de bronce, una de ellas de extraordinaria magnitud, notable además por haberse cogido en la memorable batalla de Lepanto. Quedó por gobernador de Cartagena el mariscal de campo don Gabriel Mahoni, a quien además hizo merced el rey del título de conde. Con esto, avanzada ya la estación, tomaron nuestras tropas cuarteles de invierno en aquellas fronteras.
Durante los sucesos de Castilla la Nueva que acabamos de referir, habíase perdido la plaza de Alicante que tanto se había distinguido por su fidelidad, entrando en ella los holandeses e ingleses (8 de agosto, 1706), y cometiendo grandes excesos y ultrajes en los habitantes y profanaciones escandalosas en los templos, no pudiendo hasta el 4 de setiembre rendir el castillo que defendía el mismo Mahoni que ahora recobró a Cartagena{27}. Así los enemigos invernaron en Alicante y en lo interior del reino de Valencia. Las tropas del rey tenían desde Orihuela hasta las puertas de Alicante, y desde Jijona y Elche y Hoya de Castalla, hasta Elda, Novelda y Salinas, corriendo la línea a Villena, Fuente de la Higuera y Almansa.
Calcúlase en doce mil hombres el número de prisioneros que se hicieron a los ejércitos del archiduque, sin contar los oficiales, desde el campo de Jadraque hasta la toma de Elche. Y al modo que desde las fronteras de Portugal hasta Madrid había venido el marqués de las Minas acosando constantemente al duque de Berwick, en términos que solía decir el general portugués con cierto donaire, que llevaba al duque de Berwick de aposentador, así en la retirada a Valencia pudo decir el de Berwick que llevaba de aposentador al marqués de las Minas.
Al terminar esta campaña la situación había cambiado de todo punto. En la primavera todo parecía perdido para Felipe V de Borbón, en el otoño parecía que todo iba a perderse para el archiduque Carlos de Austria. Debiose este resultado, más a la decisión y a los sacrificios de las provincias que a la habilidad y a los esfuerzos de los generales. Vizcaya hizo donativos y cuidó de la defensa de sus puertos. Galicia, además de cubrir sus fronteras y sus costas, hizo diferentes entradas en Portugal. Extremadura hizo también invasiones ventajosas en aquel reino, y estuvo siempre en armas. León y Castilla la Vieja enviaron gran número de milicias, mantenidas y uniformadas a sus expensas. Sevilla suministró diez regimientos de infantería y cuatro de caballería, aprontó cincuenta cañones y socorrió a Ceuta. Córdoba y Jaén cubrieron los puertos de Sierra Morena, y dieron veinte mil hombres armados y vestidos. Málaga, con su obispo y su iglesia, Almería y Granada, todas aprontaron hombres y dinero. Murcia resistió admirablemente a los valencianos, y sus milicias no reposaron un momento. Madrid, Segovia, Toledo, Ciudad Real y la Mancha se puede decir que se alzaron en masa contra los ejércitos del archiduque. Rioja, Molina y Navarra, en unión con Tarazona y Borja, contenían a los aragoneses. Los de Bearne contribuían a sostener la plaza de Jaca, y Rosas se mantenía firme aun después de rebelarse toda Cataluña, mientras en ambas Castillas no había pueblo grande ni pequeño que no acudiera a la defensa de su patria y de su rey.
Esfuerzos dignos de particular elogio hicieron algunas poblaciones. Entre otras muchas se señaló la ciudad de Salamanca, no solo por el ímpetu con que sacudió el yugo de la guarnición portuguesa que a su paso para Madrid había dejado el marqués de las Minas, sino por la heroica defensa que hizo después contra un cuerpo de ocho mil portugueses llevando por general a un hijo del marqués de las Minas (setiembre, 1706). Habíase quedado la ciudad sin un solo soldado; que aunque León y Castilla le enviaron ocho mil hombres de sus milicias, salió con ellos el general Vega y Acebedo, diciendo que iba a detener a los enemigos; y aunque luego reunió hasta catorce mil con la gente que del país se le incorporó, y con algunos regimientos que le envió el rey desde Ciempozuelos, no se atrevió, o no quiso ir al socorro de la ciudad, so pretexto de que era gente irregular e indisciplinada. A pesar de todo la ciudad resolvió defenderse. El obispo, el cabildo catedral, el clero todo, todas las comunidades religiosas, el corregidor y ayuntamiento, todos los doctores y alumnos de la universidad, los de los colegios mayores, la nobleza, el pueblo entero, hasta las mujeres, todos sin distinción se armaron como pudieron, todos ofrecieron sus haciendas y sus vidas, todos ocuparon gustosos los puestos que les fueron señalados, todos los defendieron con admirable bizarría. Los portugueses tenían que ir conquistando convento por convento, colegio por colegio, casa por casa; hasta que se pidió capitulación, y se obtuvo muy honrosa, obligándose la ciudad a pagar doscientos mil pesos. Aun de estos no llegó a entregarse sino una parte, ni los portugueses ocuparon la ciudad, porque con noticia que tuvieron ya entonces de la retirada del marqués de las Minas con el archiduque a Valencia, ellos también se retiraron a Ciudad-Rodrigo, contentándose con destruir las murallas y llevarse en rehenes al gobernador y corregidor, y otras personas notables y vecinos más acomodados.
Mas no se crea por eso que esta decisión y este entusiasmo eran exclusivamente propios de las poblaciones que se mantuvieron fieles a la causa de Felipe V. Con igual empeño y con igual ardor se conducían los que tomaron partido por Carlos de Austria, que fue una de las circunstancias más notables de esta guerra. Ya hemos visto el frenesí con que se declaró Cataluña por el austriaco{28}. Los aragoneses lo tomaron con el mismo calor; y solamente la ciudad de Zaragoza puso en armas cuarenta y seis compañías de infantería y diez y seis de caballería, además de trescientos voluntarios armados; y a este respecto las demás comunidades de Aragón y de Valencia que abrazaron aquel partido. Cada cual parecía haberse decidido por una de las causas con la más sincera convicción y la más fervorosa buena fe. Lo mismo acontecía con la clase de la nobleza, y lo propio con el clero. Si los clérigos, y las comunidades, y los obispos de Salamanca, de Murcia, de Málaga, de Calahorra y de otras ciudades y diócesis adictas a Felipe de Borbón tomaron la espada y pelearon como soldados aguerridos, obispos y clérigos acaudillaban las huestes que combatían por Carlos de Austria; y los monjes del monasterio de San Victorián en Aragón estuvieron sustentando a su costa todos los rebeldes mientras duró el sitio del castillo de Ainsa, y tuvieron expuestos al público los cuerpos de San Victorián, de San Gaudioso, de San Alvino y San Nazario hasta que se rindió el castillo.
Así la lucha, especialmente en Aragón y Valencia, entre los pueblos que se mantuvieron o se pronunciaron por uno de los dos partidos, era encarnizada y cruel, y las villas y lugares que mutuamente se tomaban eran sin piedad saqueadas y ferozmente dadas al incendio y al degüello; lucha en cuyos pormenores no nos es dado entrar, porque exigiría largos capítulos por sí sola, y pueden verse en las historias particulares de esta guerra.
Hemos referido los hechos principales de ella hasta fin del año 1706, en que se dieron algún reposo las armas, y época en que desembarazado ya de enemigos el interior de España pudo Felipe V restituirse con seguridad a la corte. Partió, en efecto, en esta dirección desde Uclés (17 de setiembre, 1706), y después de pasar algunos días en Aranjuez, hizo su entrada en Madrid (10 de octubre,) cruzando las calles para satisfacer el ansia que tenía de volver a verle este fidelísimo pueblo, y se aposentó en el Buen Retiro. De allí volvió a salir a la ligera para Segovia a recibir a la reina, cuyo regresó de Burgos a la corte en unión con los Consejos se había dispuesto también. Reuniéronse SS. MM. en aquella ciudad con gran contento suyo y satisfacción de los fieles segovianos, y juntos vinieron al monasterio del Escorial (25 de octubre). Al otro día, desde las Rozas, camino de Madrid, enviaron a decir por medio del mayordomo mayor a las damas de honor y demás señoras de la cámara y servidumbre de la reina que no habían seguido a S. M. en su salida de la corte, que se retirasen a sus casas, porque las rentas de la corona no podían costear tan numeroso servicio en palacio, y todo se necesitaba para las urgencias de la guerra, sin perjuicio de quedar al cuidado de SS. MM. el dotarlas convenientemente para sus casamientos; pero en realidad no se ocultaba que con esta providencia quiso la reina mostrar que no había sido de su agrado el que no la hubieran seguido y acompañado en su ausencia y emigración como las otras{29}. Hecho lo cual, continuaron su viaje, viniendo a oír misa en el templo de Atocha (27 de octubre), donde se cantó el Te-Deum, y fueron luego a palacio estando toda la carrera lujosamente adornada, en medio de los plácemes del pueblo, que con vivas y luminarias, y fuegos de artificio y otras fiestas demostró en aquellos días el jubilo de ver otra vez a sus amados reyes en la corte, ocupada algún tiempo por los enemigos{30}.
{1} Relación de la entrada que hicieron en la ciudad de Denia las armas de la Majestad Católica del rey nuestro señor don Carlos III: impresa: tomo de Varios, perteneciente a la biblioteca de don Próspero de Bofarull, archivero general de la corona de Aragón.– Belando, Historia civil, parte I, c. 36.
{2} La capitulación constaba de 21 artículos, y en ella se ofrecía: 1.º que aclamarían por su rey a Carlos III de Austria; 2.º que se conservarían los fueros y privilegios que gozaban a la muerte de Carlos II; 3.º que se mantendrían los derechos e impuestos acostumbrados a la ciudad y reino; 4.º que tendrían franco el comercio con Castilla; 5.º que se conservarían las vidas y haciendas; 6.º que se respetarían las iglesias y comunidades religiosas; 7.º que se daría el plazo de un año a los que quisieran irse o quedarse, con facultad de vender sus bienes; 8.º que no se tocaría a los diezmos y primicias, y demás rentas de la iglesia, &c.– Belando, Historia Civil de España, tomo I, cap. 37.– Macanáz, Memorias MMSS, cap. 33.
A la madre de Basset, que vivía en un estado humilde, se la hizo marquesa de Cullera, y con este título vivió y murió en Denia.– Belando, ubi sup.
{3} Los casos y circunstancias de los rigores que con poca discreción se emplearon, así por Felipe V y su gobierno en la corte, como por el gobernador Velasco en Barcelona, contra varios catalanes acusados o sospechosos de infidencia, se refieren con minucioso conocimiento de los hechos en la Historia de las Guerras civiles del conde de Robres, manuscrita, cap. 5, párr. 5.
{4} Dedicaron a su muerte sermones panegíricos, y muchas composiciones poéticas, en que se expresaba el sentimiento general del país: de uno y de otro se conservan algunos ejemplares impresos que hemos tenido a la vista.
{5} Verídica relación diaria de lo sucedido en el ataque y defensa de Barcelona en este año 1705. En esta relación, impresa en el mismo año, e inserta en los tomos de Varios del señor Bofarull, se da una noticia circunstanciada de todo lo que día por día iba ocurriendo desde que se avistó la escuadra de los aliados hasta la entrada solemne del archiduque.– Feliú, Anales de Cataluña, libro XXIII, cap. 1 y 2.– Belando, Historia civil de España, tomo I, c. 39.– San Felipe, Comentarios, ad. ann.– Macanáz, Memorias manuscritas, c. 33.– El conde de Robres, Historia de las guerras civiles, ined. c. 5.
{6} El conde de Robres.
{7} Cuenta el conde de Robres que en Lérida se había refugiado un hermano suyo, que con harto peligro había podido escapar de las garras de los rebeldes, dando una cuchillada a un paisano que le tenía asido ya el caballo de la brida; que fue de los que opinaron por la defensa de la ciudad, pero que alborotados dentro los gremios, pidieron la salida de todos los refugiados, y en su virtud tuvo que acogerse al reino de Aragón. El conde de Robres y don Melchor de Macanáz difieren algo en la relación de algunas circunstancias de la singular defensa del gobernador de Lérida.
{8} Belando, Historia civil de España, tomo I, cap. 40 a 42.– San Felipe, Comentarios.– Macanáz, Memorias manuscritas, c. 33.– Conde de Robres, Historia de las guerras civiles, MS.
«Por este tiempo, dice don Melchor de Macanáz en sus Memorias, me honró el rey con el título de su secretario, mandándome que asistiese al conde de San Esteban en su virreinato de Aragón, como lo hice, habiéndole debido especial confianza que correspondió al inmenso trabajo que allí tuve.»– Por consecuencia la autoridad de Macanáz es de un gran peso en todo lo que se refiere a los sucesos de aquel reino. Su hermano don Luis Antonio Macanáz era ayudante del capitán general.
{9} El privilegio de la Veintena consistía en lo siguiente. Siendo en lo antiguo frecuentes los tumultos en Zaragoza, y viendo que con castigar a los perturbadores del orden por los términos ordinarios no se conseguía el escarmiento, a petición de la ciudad ordenó don Alfonso el Batallador por un privilegio dado en Fraga, que en tales tumultos congregada la ciudad con un número de consejeros que eligiese, que no pasarían de veinte, se informasen bien de los hechos, y sin salir de la Junta, ni más forma de proceso ni de juicio, hiciesen castigar a los autores de la sedición. Esto se practicó algunas veces, armando la ciudad a las personas nobles y de confianza, sacando un estandarte, y haciendo un alarde general se retiraban; y haciendo venir al ejecutor, se buscaba al reo o reos, donde quiera que estuviesen, aunque fuese lugar sagrado, y sin reparar en fueros ni otras formalidades, los hacían ahorcar del primer balcón, reja o árbol que hubiese, y en esta forma procedían hasta estar satisfecha la vindicta pública.– Fueros del reino de Aragón.– Macanáz, Memorias, c. 34.
{10} «Yo abría las cartas, dice Macanáz, y las copiaba, y después las volvía cerradas... La cifra del conde de Cifuentes se halló también por este medio, pues él era el que más entretenía esta correspondencia, y así nada se ignoraba, y todo se prevenía con tiempo, dando de todo cuenta al rey... &c.»– Memorias manuscritas, c. 48.
{11} He aquí la viva y exacta pintura que hace Macanáz del espíritu y situación de Zaragoza, y aun de todo el reino:
«En cuarenta días y cuarenta noches no entré en cama, no tanto por las prevenciones que se hicieran para la jornada de S. M. y del ejército, cuanto por las continuas alarmas de los rebeldes, y cuidado en haberlos de quietar por amor, y todos los medios más suaves que se pudieron alcanzar; pues era tal la desgracia, que en la audiencia, apenas había de quién fiar, sino del fiscal don José de Rodrigo; en la iglesia, el arzobispo y muy pocos canónigos; en el tribunal del justicia de Aragón, solo don Miguel de Jaca, que es el justicia; en el del gobernador del reino, solo don Miguel Francisco Pueyo, que era el gobernador; en la nobleza, el conde de Albatera, el de Guara, don José de Urríes y Navarro, conde de Atarés, conde de Bureta, conde de San Clemente, conde de Cobatillas, marqués de Sierta, marqués de Tosos, y algunos caballeros, con el Zalmedina don Juan Gerónimo de Blancas; y de los diputados del reino, el marqués de Alcázar y el diputado de Borja. En la ciudad, casi ninguno había bueno; el capitán de guardias don Gerónimo Auton era muy malo. De los obispos, el de Huesca y el de Albarracín eran muy malos; de las comunidades de Teruel, Calatayud y Daroca no había que fiar; de los pueblos, solo de Caspe y Fraga había entera confianza, y Jaca que jamás se perdió; Tarazona y Borja nos fueron fieles. Y conociéndolos a todos, y sabiendo que lo que convenía era conservarlos a costa de sufrir con paciencia sus maldades, no se omitió cosa alguna que pudiera convenir; y si Sástago o Coscojuela no se hubiesen mantenido en el reino animando a todos los rebeldes, y concitando a los labradores y pelaires de las parroquias de San Pablo y la Magdalena, que fueron los que ejecutaron la maldad contra las tropas, sin duda alguna no hubiera habido en el reino movimiento alguno.» Memorias manuscritas, cap. 48.
{12} Don Melchor de Macanáz atribuye a los franceses un designio siniestro en esta combinación, a saber, el de arruinar la España, y que quedara en ella de rey el archiduque, pero tan decaída que no pudiera hacer nunca sombra a la Francia: y dice que entraban en este propósito el duque de Borgoña, el de Noailles, el mariscal de Tessé y otros jefes franceses. En este mismo sentido se explica en varios lugares el marqués de San Felipe, y estos planes se vieron después por desgracia harto confirmados; por lo que no deja de ser extraño lo que respecto al caso presente afirma Belando, a saber, que celebrado consejo, el mariscal de Tessé fue de opinión que convenía someter antes a Lérida, Monzón y Tortosa, para tener guardadas las espaldas en el caso de no salir con la empresa, pero que se opusieron los oficiales españoles por lo fácil que juzgaban la rendición de Barcelona.– Historia Civil, tomo I, c. 47.
{13} Lo que quedó abandonado y en poder de los rebeldes fue: ciento seis cañones de bronce; veinte y siete morteros del mismo metal; más de cinco mil barriles de pólvora; seiscientos barriles de balas de fusil; más de dos mil bombas; diez mil granadas reales; innumerables de mano; ocho mil picos, palas y zapas; cuarenta mil balas de cañón; diez y seis mil sacos de harina; gran cantidad de trigo y avena; más de diez mil pares de zapatos; muchos hornillos de hierro; la botica con todas sus provisiones; además de quinientos soldados enfermos en el convento de Santa Engracia.– Macanáz, Memorias manuscritas, c. 49, p. 37.– Feliú, Anales de Cataluña, lib. XXIII.– Conde de Robres, Historia manuscrita.– Marqués de San Felipe, comentarios de la Guerra Civil, tomo I.– Relación del sitio de Barcelona, Tomo de varios.
{14} Para la relación de este suceso, hemos seguido las Memorias de don Melchor de Macanáz, que iba de secretario del general conde de San Esteban.
Los barceloneses imprimieron y publicaron por su parte un Diario de todo lo acaecido en este célebre sitio. Este Diario conviene con las Memorias de Macanáz en todos los principales hechos, pero añade noticias sumamente curiosas de lo que pasaba dentro de la ciudad, y en el país dominado por la rebelión, lo cual no podían conocer los que estaban en el ejército real. Cuéntase en él, por ejemplo, que en consejo de guerra se resolvió que el archiduque saliera de la plaza para que no se expusiese su persona a los trabajos y peligros de un asedio, y así se lo participó él a la ciudad, a la diputación y al brazo militar, pero que estos tres cuerpos le instaron tanto a que se quedase, ofreciendo sacrificar todos sus vidas por él, que al fin se resolvió a no salir: que una noche muchas personas religiosas vieron sobre el castillo de Monjuich un meteoro en forma de la Cruz de Santa Eulalia, «pero de nuestro ejército (dice el mismo Diario,) ninguno le vio:» que los religiosos de todas las órdenes ocupaban por las noches sus puestos en la muralla, armados, formados y con sus cabos, como si fuesen tropas regladas, y por las noches andaban por la ciudad rondas compuestas de dos canónigos y diez clérigos cada una, con lo cual se evitaron muchos desórdenes: da cuenta de los cabos que mandaban cada cuerpo; de los refuerzos que cada día entraban por mar y por tierra, así de los aliados, como de los somatenes del país; de cómo contribuía cada corporación, cada gremio y cada clase de la ciudad para los mantenimientos; de los puntos que cada día se tomaban o perdían; de los desertores que entraban; del arribo de la armada de los aliados; de la desastrosa retirada de las tropas reales &c.: todo con pormenores y circunstancias, en que a nosotros no nos es dado detenernos.
Este Diario es en general exacto y verídico, si se exceptúa en lo de dar siempre la ventaja de todos los encuentros a los catalanes, y en lo de exagerar los muertos del campo enemigo y disminuir el de los suyos, defecto en que incurren por lo común los escritores de todos los partidos. En él se llama siempre Carlos III al archiduque, y duque de Anjou al rey don Felipe. Al hablar de este Diario, vuelve a insistir Macanáz en su idea, de que tanto los generales franceses del ejército de tierra, Tessé, Noailles y el ingeniero general, como el almirante de la armada conde de Tolosa, pudieron tomar la plaza, pero no quisieron, ni fue este nunca su propósito, sino debilitar las fuerzas de España para que quedara en ella el archiduque, y supone que al efecto se entendían secretamente con los jefes de los aliados. Entre otros cargos, al parecer no destituidos de fundamento, que les hace, es uno la conducta de la armada francesa, que estuvo permitiendo entrar en la plaza socorros de hombres y de víveres, y que pareció faltarle tiempo para abandonar la bahía tan pronto como avistó la de los aliados, sin intentar combatirla, ni embarazarla siquiera.– Memorias, cap. 50, párrafo último.
{15} «Decíase en esta ocasión (dice Belando,) ser la intención del mariscal de Tessé que el rey don Felipe V se quedara en Francia, y que para ello era su persuasión diciendo: que pues estaba S. M. en el reino, que pasase a París a visitar al abuelo. Esto se dijo de Tessé, y asimismo se creyó que las persuasiones del rey Cristianísimo hubieran sido para que el nieto consintiese en el nuevo proyecto de paz que habían ideado y propuesto los aliados. Esta propuesta se reducía a dar al rey don Felipe los Estados que la España poseía en Italia, con las islas de Sicilia y Cerdeña, y al señor archiduque Carlos la España con la América, dejando indeterminado para el de Baviera la Flandes, y para el emperador los Estados de este duque elector. Todo era en cierto modo efectuar la imaginada división de la monarquía de España: mas el monarca don Felipe V, con su ya conocida constancia, respondía siempre: «Que no había de ver más a París, resuelto a morir en España.» Bien conocía S. M. el traidor sistema, pero lo disimulaba su modestia, para no permitir jamás asiento ni entrada al espíritu turbador.» Historia Civil, tomo I, c. 49.
«Porque tenían orden (dice Macanáz,) del duque de Borgoña de llevar al rey a París, de donde no se le dejaría volver; lo que el rey entendió, y le fue fácil averiguar.» Memorias, c. 49.
{16} Los prisioneros que se hicieron fueron cuatro mil soldados efectivos, sin contar todos los jefes y oficiales, con quinientos soldados enfermos y heridos: se cogieron sesenta piezas de artillería de diferentes calibres; cinco mil fusiles; doscientos quintales de pólvora; mil ochocientas cajas de balas de fusil; mil quinientas balas de cañón; ochocientas bombas; tres mil fanegas de trigo; seis mil de cebada; gran cantidad de vino, aceite y ganados; doce mil casacas nuevas, y doscientos cinco caballos.– Macanáz, Memorias, cap. 52.– San Felipe, Comentarios.– Belando, Historia Civil, tomo I.
{17} «Fue, dice un escritor contemporáneo, la función más silenciosa que se ha visto del género. Por más que voceaba la divisa amarilla de que se adornaron todos, no halló correspondencia, ni aún en los muchachos: y hallándose el marqués de las Minas a ver el acto en un balcón de la plaza Mayor, los provocó arrojando algunas monedas de oro y plata; acción que mudó el teatro de fúnebre en alegre, y de silencio en grita, que duró lo que tardaron en recoger las monedas.»
El mismo escritor pone una relación nominal de las personas notables que acompañaron el estandarte de la proclamación, y son entre todas cuarenta y una.– Semanario Erudito, tomo VII, p. 96.
Preguntó el marqués de las Minas al zapatero que llamó para que le calzara, quién era su rey.– «Felipe V, le respondió.– Pues ya no es, dijo el de las Minas, ni debe ser sino Carlos III.– Señor, le replicó, la Bula de la Santa Cruzada que se nos ha dado este año es por Felipe V; ella nos enseña que le debemos tener por nuestro rey, y así lo haremos todos.» Habiendo ido el de las Minas a Castejón, preguntó al alcalde por quien tenía la vara. «La tengo, respondió, por el rey Felipe V.– El marqués se la tomó, y volviendo a entregársela le dijo: «Pues ahora la tenéis por Carlos III.– Y como se resistiese a tomarla y le preguntara por qué, contestó: «Porque he jurado a Felipe V.– Pues ahora juráis a Carlos III.– De ninguna manera; si Carlos III hubiera venido antes, y yo le hubiera jurado, tampoco juraría ahora a otro.– No hubo medio de reducirle, y el marqués tuvo que nombrar otro alcalde. Cuéntanse muchas de estas anécdotas que demuestran el espíritu del pueblo.
{18} «La sala de Alcaldes, dice Macanáz, fue la peor, por haberse puesto por presidente un loco sin letras, incapaz más que de barbaridades (sic).» Pero en el Consejo de Castilla no faltó quien dijera con mucha firmeza de carácter, que todo lo que se hacía era nulo.– Memorias, cap. 53.
Con la reina fueron la princesa de los Ursinos, el conde de Santisteban, el marqués de Castel-Rodrigo, una azafata, una moza de retrete, el tesorero y el aposentador. Las demás camaristas y damas, o se refugiaron a los conventos, como muchas señoras de la grandeza, o se fueron a las casas de sus parientes.– Noticias individuales de los sucesos, &c.
{19} Era notable la decisión y el ardor con que los pueblos de Valencia y Murcia abrazaban una u otra causa. Entre las muchas admirables defensas a que esta decisión dio lugar, merece mencionarse la de un pequeño lugar de Valencia llamado Bañeres, colocado en una altura no dominada por ninguna otra. Los vecinos de este lugarcito, decididos por Felipe V, dejaban encomendada la guarda del pueblo a sus mujeres e hijos, y ellos salían a correr la tierra, llevándose ganados y trigo, y desafiando el poder de Basset, no obstante estar ya casi todo el reino de Valencia por el archiduque. Cuando supieron que el rey había salido de la corte y que los enemigos la ocupaban, tuvieron ellos su especie de consejo para ver lo que habían de hacer, y de acuerdo con un francés, nombrado Raimundo de Casamayor, fugitivo de Játiva por las tiranías que Basset ejecutaba en los de su nación, y a quien ellos llamaron para que dirigiese su defensa, resolvieron «que aunque toda España se perdiese, Bañeres se mantendría, y que Felipe V sería siempre rey de Bañeres.» Enfurecido Basset con tan arrogante reto de un pueblo miserable, hizo prender a la mujer y suegra del francés Casamayor que estaban en Játiva, y enviole a decir que si no hacía que se rindiera el lugar las ahorcaría. Contestó el francés que él no tenía más esposa ni más suegra que el de conservar aquel lugar a su rey Felipe V, y que así hiciera lo que quisiese, que no faltarían traidores en quienes vengar tal agravio. Basset hizo dar a la una doscientos azotes por las calles de Játiva, y sacar a la otra a la vergüenza, ambas montadas en pollinos, y luego las arrojó de la ciudad, diciendo que si volvían serían ahorcadas. Ellas pasaron a Villena, y Casamayor continuó defendiendo a Bañeres.– Macanáz, Memorias, cap. 53.
{20} «A los señores labradores (decía este documento) de la imperial ciudad de Zaragoza, y demás gremios y artesanos de ella, que Dios guarde muchos años.– Señores míos: el suceso del día 29 del mes pasado de haber proclamado a nuestro rey esa ciudad, y de quedar ocupado el fuerte por la influencia y disposición de vuestras mercedes y demás amigos, he celebrado con especial júbilo, como tan interesado, así por las glorias que merece esa ciudad, como por lo que logra S. M., a quien al mismo tiempo que tuve estas nuevas las puse en su real noticia; y yo lleno de vanidad pasé a ponderar a S. M. la acción tan generosa que han hecho los aragoneses, pues hallándose sin tropas han ejecutado con fina voluntad y glorioso ánimo lo que no hicieron los catalanes ni valencianos: pues si este Principado se movió, fue en vista de una armada y con la presencia del rey; y si lo ejecutó Valencia fue preciso que pasasen tropas para poderlos cubrir, &c.– Tarragona, 1.º de julio de 1706.– B. L. M. de vuestras mercedes su servidor; El conde de Cifuentes, Alférez mayor de Castilla.»
{21} Pero al salir los franceses en cumplimiento del bando, eran muertos o maltratados por los naturales o por los soldados del archiduque. Basset y Nebot en Valencia hicieron cosas horribles con algunos. Los desnudaron, los embarcaron atados, y a unos enviaron como en triunfo a Barcelona y a otros hundieron en el mar, dando barreno al barco en que los llevaban.
{22} «Aquí perdí parte de mi ropa, dice Macanáz, porque el día que entraron los enemigos (en Jadraque) no tuve tiempo de retirarla, pues estando comiendo cuando sus partidas entraron en la villa, harto hizo cada uno de tomar su caballo y retirarse.» Memorias, cap. 56.
{23} Hubo en esta entrada de parte del pueblo los excesos que casi siempre se cometen en tales casos. Fueron saqueadas las casas del Patriarca, del conde de San Pedro, y de otros que habían sido desleales. El Patriarca, el obispo de Barcelona y los condes de Lemus habían sido cogidos por las tropas yendo camino de Alcalá, y que iba a entrar aquel día en Madrid. A algunos de estos se envió fuera del reino, y a otros se los destinó al castillo de Pamplona. Allí fueron conducidos también el conde de las Amayuelas y su subalterno fray Francisco Sánchez, religioso de San Francisco de Paula, hombre revoltoso, que ya había sido otra vez preso por haber intentado rebelar a Granada.– El conde de San Juan, portugués, que se hallaba en Villaverde con un fuerte destacamento de caballería, noticioso del suceso de Madrid, huyó hacia Portugal por caminos extraviados, pero en los pueblos de Castilla y Extremadura, así que conocían que eran portugueses e ingleses, en todas partes los recibían a tiros, hasta que fueron acabando con casi todo el destacamento, y por último a él mismo le cogieron herido. Este era el espíritu de los pueblos en las provincias del interior de España.
{24} El rey don Felipe desaprobó y sintió mucho lo de la quema del retrato, pero fue una exigencia del pueblo a que no se creyó prudente resistir.
{25} Memorias de los prisioneros que entraron en el castillo de Pamplona de orden de S. M. el rey N. S. que fueron conducidos desde Madrid y el campo donde se hallaba S. M. y son los siguientes (sigue la relación nominal).– MS. de la Real Academia de la Historia: Papeles de Jesuitas.– Otra relación se halla impresa en el tomo VIII del Semanario Erudito, juntamente con la de todos los que se prendieron el 4 de agosto.
{26} A esto fue destinado el teniente general don Gabriel de Hessy, con una brigada de infantería, dos regimientos de dragones, doscientos caballos, veinte y cinco compañías de granaderos y tres piezas. A los ocho días de sitiada y atacada la ciudad se rindieron quedando prisioneros de guerra los enemigos, que eran, un general de batalla, un brigadier, dos coroneles, tres tenientes coroneles, cinco sargentos mayores, nueve ayudantes, veinte y cinco capitanes, veinte y seis tenientes, cuarenta y un alféreces, sesenta y dos sargentos, dos mil soldados, con tres piezas de artillería. Los irlandeses que entre ellos había se refugiaron a la catedral, de donde salieron con la divisa de España pidiendo seguir en nuestras tropas, lo que se les concedió por ser buenos católicos. Fue notable el rasgo patriótico de un vecino de Cuenca, que viendo que su casa era la que impedía a nuestras tropas la entrada, se salió de ella con toda su familia, y la pegó fuego por sus cuatro ángulos; en efecto entraron luego las tropas por allí, y se siguió la rendición.
{27} El almirante inglés Lake, que tomó a Alicante, pasó desde allí con su armada a las Baleares, y rindió a Mallorca e Ibiza.
{28} El espíritu de los catalanes y su delirio por Carlos de Austria y contra todo lo que fuese francés se manifestaba, no tanto por los hechos de armas y por la defensa de sus plazas y pueblos, como por sus escritos y publicaciones. Además de las muchas Alegaciones en derecho que en diversas formas y en variada extensión dieron a luz sobre el que pretendían tener el archiduque a la corona de España, y que corren todavía impresos, publicaron multitud de folletos, opúsculos y escritos sueltos en el mismo sentido, con lo cual mantenían vivo en el país el odio a Felipe de Anjou, Luis XIV y los franceses, y la adhesión a Carlos de Austria y los aliados. Por ejemplo: Apologético de España contra Francia. –La Francia con turbante: –Clarín de la Europa: Hipocresía descifrada, España advertida, verdad declarada: –Verdad armada de razón: –Profecías de un ermitaño al duque de Anjou: –Clamors de Barcelona al tirá gobern de Velasco: –Ejercicios poéticos a Carlos III y Cataluña: –Norabona a la Excelentísima ciudad de Barcelona: –Multitud de poesías, apologéticos, invectivas y oraciones a cada suceso adverso o próspero.– Ellos escribieron y publicaron que durante el sitio de Barcelona habían visto a Santa Eulalia al lado del archiduque sin separarse un momento: que las religiosas capuchinas vieron en el cielo una cruz cuyo pié tocaba en la ciudad, con los brazos sobre el castillo de Monjuich: que en el campo enemigo habían hallado siete mil esposas de hierro con sus candados para ponerlas a los catalanes, y unos pinchos muy agudos para que despedazasen a los que arrimaran el cuerpo a ellas: que había un sinnúmero de cuerdas para ahorcar a las personas mayores, y de marcas de hierro para marcar en la cara a los niños que no pasaran de siete años: con otras no menos ridículas fábulas e invenciones, propias para avivar el encono de los catalanes a los franceses y a todos los partidarios de Felipe V.
{29} Por consecuencia no es exacto lo que afirma William Coxe, cuando dice: «Ni una sola persona de la servidumbre de la reina abandonó a esta princesa.»– España bajo el reinado de la casa de Borbón, tomo I, c. 14.– Relación de lo sucedido en Madrid, &c. Biblioteca de la Real Academia de la Historia.
{30} Entre los muchos libros y documentos, impresos y manuscritos, que hemos consultado para esta parte de la guerra civil hemos seguido con preferencia los siguientes: –Las Memorias inéditas de don Melchor de Macanáz: once volúmenes, que comprenden desde la muerte de Carlos II hasta el año 1711. Este ilustradísimo escritor era secretario y ayudante del capitán general de Aragón, conde de San Esteban, y acompañó al rey y al ejército en la expedición a Barcelona, en su retirada, y en todas las campañas siguientes. Este autor reúne a su reconocida ilustración el haber sido actor o testigo ocular de todo lo que refiere. Ha tenido la bondad de facilitarnos esta obra, así como otros muchos y muy importantes volúmenes que dejó manuscritos el sabio Macanáz, y que posee hoy su familia (de los cuales iremos haciendo mérito según vayamos tratando los asuntos a que se refieren), su biznieto don Joaquín Maldonado y Macanáz, joven aprovechado y laborioso, que ha dado ya algunas muestras de su buen ingenio en escritos que revelan excelentes dotes históricas, y que hacen esperar dará nuevo lustre a la familia y a la memoria de su ilustre progenitor.
La Historia de las Guerras civiles de España, desde 1700 hasta 1708, del conde de Robres, don Agustín López de Mendoza y Pons, que escribió y dejó reservada para sus sucesores. Este precioso manuscrito, que perteneció al conde de Aranda su pariente, es el original del mismo autor, y no sabemos que exista copia alguna de él. Hoy pertenece a nuestro buen amigo el ilustrado don Próspero de Bofarull, archivero jubilado y cronista de la antigua Corona de Aragón, que también ha tenido la generosidad de facilitárnosle, con otros muchos interesantes manuscritos de su biblioteca particular relativos a la misma época. También el conde de Robres fue testigo de lo que refiere, y es recomendable por su imparcialidad y buen juicio.
Anals consulars de la ciutat de Barcelona tomo III, también manuscrito, y de la propia procedencia.
Historia política y secreta de la corte de Madrid desde el ingreso del señor don Felipe V en ella hasta la paz general. Un volumen, también manuscrito.
De entre los impresos, sabido es entre los hombres de letras hasta qué punto son recomendables los Comentarios de la Guerra de España del marqués de San Felipe, que comprenden desde el principio del reinado de Felipe V hasta la paz general de 1725, por la abundancia y exactitud de sus noticias, a pesar de sus defectos de estilo.
La Historia civil de España del P. Fr. Nicolás de Jesús Belando, que abraza desde el año 1700 hasta el 1733, y se imprimió antes de la muerte del rey don Felipe.
Los conocidos Anales de Cataluña de Feliú de la Peña, tan abundantes en documentos oficiales.
Muchas relaciones sueltas, impresas y manuscritas, de los varios sucesos de aquellas guerras, hechas, ya por los partidarios del archiduque, ya por los que no se apartaron nunca de la fidelidad a Felipe de Borbón.
Las Memorias de San Simon, las de Noailles, las de Tessé, y las de Berwick. Apreciabilísimas son también estas obras, como escritas por los mismos personajes que tuvieron una parte tan principal y activa en los sucesos que refieren. Mas por lo mismo el historiador imparcial no puede descansar en su solo aserto, sin exponerse a juzgar con error sobre las causas de ciertos acontecimientos trascendentales y decisivos en aquella célebre lucha. Porque si ellos mismos estaban en connivencia con el duque y la duquesa de Borgoña en ciertos planes secretos, contrarios a la causa de Felipe, como expresamente lo afirma Macanáz, y lo indican San Felipe, Belando y otros autores españoles, y ellos eran los consejeros de empresas imprudentes y la causa de sucesos desgraciados, no es extraño que atribuyan a otros las adversidades que acaso ellos mismos procuraban para sus fines. Así es que el historiador inglés de España bajo el reinado de la casa de Borbón, William Coxe, que, aparte de los Comentarios de San Felipe, se conoce haberse guiado muy especialmente por aquellas Memorias, juzga de las causas de los sucesos, a nuestro parecer muy equivocadamente, de muy diferente manera que Macanáz, Belando, Robres, San Felipe y los demás escritores españoles.
Documentos manuscritos de la Biblioteca Nacional, y de la Real Academia de la Historia, Archivo de Salazar, Colección de Vargas Ponce, Papeles de Jesuitas, &c.