Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo VI
La batalla de Almansa
Abolición de los fueros de Valencia y Aragón
1707

Reveses e infortunios de Felipe en la guerra exterior.– Derrota del mariscal Villeroy en Ramilliers.– Apodérase Marlborough de todo el Brabante.– Piérdese la Flandes española.– Españoles y franceses son arrojados del Piamonte.– Proclámase a Carlos de Austria en Milán y en Nápoles.– Guerra de España.– Vuelve el archiduque a Barcelona.– Célebre batalla de Almansa.– Triunfo memorable del duque de Berwick.– Consecuencias de esta victoria.– Orleans y Berwick someten a Valencia y Zaragoza.– Rendición de Játiva.– Sitio y conquista de Lérida.– El duque de Orleans en Madrid.– Bautizo del príncipe de Asturias.– Nueva forma de gobierno en Aragón y Valencia.– Abolición de los fueros.– Chancillerías.– Confiscaciones.– Terrible castigo de la ciudad de Játiva.– Es reducida a cenizas.– Edifícase sobre sus ruinas la nueva ciudad de San Felipe.
 

Si grandes fueron las contrariedades que en estos últimos años sufrió la causa de los Borbones en España, mayores habían sido y de más difícil remedio los reveses y los infortunios de fuera. Los Estados de Flandes, aquella rica herencia de Carlos V, por cuya conservación tantos y tan costosos sacrificios habían hecho por espacio de siglos los monarcas españoles de la casa de Austria, estaban destinados a dejar de ser patrimonio de la corona de Castilla con el primer soberano de la casa de Borbón. Considerables fuerzas habían aglomerado allí los aliados, y el activo conde de Marlborough que iba y venía de Inglaterra a Holanda, se había propuesto juntar cuantas fuerzas pudiese de mar y tierra para dar un golpe decisivo a Francia y España en los Países Bajos, y en verdad no le salió vano su intento.

Marchando pues el de Marlborough con sus tropas a unirse con las de Holanda, Prusia y Witemberg, dirigiose a Brabante, donde se hallaba acampado con su ejército el mariscal francés Villeroy. No esperó éste para aceptar la batalla a que se le reuniera el mariscal de Marsin que pasaba a juntársele con diez mil hombres. La consecuencia de esta conducta, en que acaso no hubo ni error ni precipitación, sino obediencia a las órdenes que tenía, como diremos luego, fue sufrir una completa derrota (mayo, 1706), en que perdió trece mil hombres, cincuenta piezas de cañón y ciento veinte banderas. El resultado de la derrota de Ramilliers, que así se llamó por el lugar en que se dio el combate, fue rendirse Malinas y Bruselas, de donde el gobernador, que era el elector de Baviera, se apresuró a sacar consejos y tribunales, y llevarlos a Amberes, y retirarse a Mons el mariscal de Marsin que se hallaba ya cerca del campo de batalla. El marqués de Chamillard, ministro de la guerra de Luis XIV, que fue enviado por este monarca a Flandes para informarse del estado del país y dar órdenes para su defensa, y estaba de inteligencia con los duques de Borgoña y madama de Maintenon, autores de aquellos desastres, persuadió al rey Cristianísimo que convenía llevar a los Países Bajos al duque de Vendôme, único que estaba sosteniendo en Italia la causa y los estados de Felipe V, y trasladar a Italia al mariscal de Marsin: funesto plan, que envolvía el designio de abandonar a un tiempo la Italia y la Flandes.

Así fue que el de Marlborough se apoderó fácilmente de casi todo el Brabante, el elector de Baviera tuvo que retirarse también a Mons con las tropas walonas y españolas, y hasta el gobernador de Amberes, que era el español don Luis de Borja, marqués de Caracena y hermano del duque de Gandía, entregó aquella plaza al enemigo, mancillando el lustre y la fidelidad de su casa y familia. Algo se recobró el valor perdido de nuestras tropas con la llegada del duque de Vendôme (agosto, 1706), mas no tardaron en volver a desalentarse al ver a los enemigos enseñorearse de Menin y de Dundermonde, de modo que pudo el de Marlborough establecer sus cuarteles en todo el Brabante español (setiembre). Y todavía pasó a Holanda a pedir más tropas para la próxima campaña, con tener ciento treinta y seis batallones de infantería, que hacían cerca de setenta mil hombres, y ciento cuarenta y cinco escuadrones de caballería que componían quince mil caballos. También el duque de Vendôme fue a París a solicitar refuerzos. Pero es lo cierto que ya quedaban perdidos para España casi todos los Países Bajos españoles, y para Francia aquella línea de fortificaciones que con su activa política había ido formando y le daba la superioridad sobre la Holanda, siendo ahora los aliados los que quedaban dominando en aquellos países y amenazando a la Francia.

Solo en Alemania el mariscal de Villars sostenía con gloria el honor de las armas francesas, dominando desde el Rhin hasta Philisburg, bloqueando y amenazando a Landau, protegiendo la Alsacia, derrotando o teniendo en respeto al príncipe Luis de Baden y al conde de Frisia que mandaban el ejército imperial, y poniendo en contribución a Worms, Spira y otros pueblos del Palatinado.

Porque en Italia no habían ido las cosas de españoles y franceses menos de caída que en Flandes, por influjo de las mismas siniestras causas. Cuando los mariscales Berwick y Vendôme, tomada Niza y cortados los caminos del Mincio, tenían ya reducido al príncipe Eugenio de Saboya a solas dos plazas, y aun de ellas amenazada de sitio la de Turín, el duque y la duquesa de Borgoña, y madama de Maintenon, los envidiosos de la fortuna de Felipe V de España, sacaron de allí aquellos dos generales, haciendo que el de Vendôme fuera llamado a Versalles y el de Berwick destinado a la Extremadura española. Al fin volvió el de Vendôme, porque hizo comprender a Luis XIV lo que importaba acabar la guerra de Italia; derrotó un cuerpo de alemanes, echándolos del otro lado del Adige, y unido a La Feuillade circunvalaron ambos la importante ciudad de Turín, obligando al duque de Saboya a retirar a Génova su familia para no exponerla a los peligros de un sitio. En tal estado, o por mejor decir, cuando tenían ya apretado el cerco, tomadas las obras exteriores de la plaza, abierta trinchera, intimidada la guarnición y a punto de coronar sus esfuerzos con la ocupación de la capital de Lombardía, no obstante que llegaba el príncipe Eugenio con un refuerzo de tropas alemanas, entonces (julio, 1706), con motivo de la derrota sufrida por Villeroy en Ramilliers de Flandes, fue destinado el de Vendôme a los Países Bajos y reemplazado por Marsin, dejando el ejército sitiador al mando del duque de Orleans.

Diose con esto lugar a que el príncipe Eugenio con sus alemanes forzando sus marchas se uniera al duque de Saboya, los cuales desde luego resolvieron atacar al ejército sitiador en sus mismas líneas. Dos veces fueron rechazados, pero a la tercera lograron forzarlas, desordenando de tal modo a los franceses, que herido de muerte el mariscal de Marsin (de cuyas resultas murió de allí a poco), con dos heridas también el de Orleans, muertos cerca de cuatro mil hombres, y hechos otros tantos prisioneros, el resto abandonó artillería, tiendas, municiones y bagajes (setiembre, 1706), y huyendo en el mayor desorden, en lugar de retirarse por el Milanesado, donde había otro cuerpo de ejército, repasó los Alpes, dejando libre, no solo a Turín, sino todo el Piamonte, cuyas plazas se dieron sin resistencia alguna al de Saboya. Desembarazados de la guerra del Piamonte, pasaron el de Saboya y el príncipe Eugenio al Milanesado: entregóseles Novara; Milán les abrió las puertas; fue ocupada Lodi; las tropas francesas y españolas se recogieron a las plazas fuertes, y se proclamó a Carlos de Austria en el Milanesado. Si el duque de Borgoña y sus malos consejeros, a quienes muchos suponían autores de estas pérdidas, se proponían debilitar el poder de España, celosos o envidiosos del engrandecimiento de Felipe, debieron conocer cuánto se estaban dañando a sí mismos, porque todo esto cedía visiblemente en mengua de la Francia, y sus fronteras quedaban expuestas a las invasiones de los aliados.

No se ocultaban estas y otras gravísimas consecuencias al claro entendimiento de Luis XIV; y aunque perdido ya su antiguo vigor, no tanto por la mucha edad como por la poca salud, hubiera querido, y esta era su resolución, mantener la guerra de Italia. Pero dominado por la Maintenon, por Chamillard y por los duques de Borgoña sus nietos, los cuales le persuadían de que abandonada la Italia mejoraría la guerra de España, en la Alsacia y en Flandes, y que Génova, Venecia y el Papa, tan pronto como vieran la Italia desamparada por los franceses, se unirían por su propio interés para sacudir el yugo de los alemanes, dejose vencer de sus instigaciones. Y arreglando secretamente un tratado de neutralidad con el emperador y con el duque de Saboya, se dieron las órdenes a los generales franceses y españoles para que evacuaran las plazas fuertes que se conservaban en Milán y en el Mantuano, como así se verificó (marzo y abril, 1707), concediendo el emperador y el saboyano en virtud del convenio el paso a Francia a los veinte mil hombres encerrados en aquellas ciudades, plazas y castillos. Los italianos no quisieron salir, y la mayor parte tomaron partido con los enemigos, indignados de semejante conducta. Así se sacrificaron aquellas tropas, y así se privó a España de unos dominios que sobraban fuerzas para conservar.

Hecha la ocupación del Piamonte, y puesto el duque de Saboya en posesión de Alejandría, de Valenza del Po, del Monferrato y otras plazas que se le ofrecieron, cuando dejó el partido de España y se pasó a los aliados, faltando estos abiertamente al tratado de neutralidad que acababa de estipularse, enviaron un cuerpo de ejército para que se apoderara del reino de Nápoles: empresa que llevaron a cabo sin gran dificultad; ya por la falta de medios en que se había dejado al marqués de Villena para su defensa, ya por la disposición de los napolitanos, ya porque dentro de la misma capital se había estado fomentando la rebelión. El leal marqués de Villena hizo todo género de esfuerzos para sostener aquellos dominios, incluso el de dar el ejemplo de convertir en moneda su vajilla de plata, reducido a comer en vajilla de peltre, para alentar a los demás a proporcionar recursos sin gravar a los pueblos. Pero abandonado de todos, inclusos los gobernadores, los magistrados, y algunos magnates españoles que faltando a su fe y a su patria hicieron causa con el enemigo, y viendo que esperaba en vano socorros ni de Francia ni de España, tuvo que refugiarse, no sin gran trabajo, con algunas tropas españolas y walonas en Gaeta, que más adelante fue tomada por asalto después de un gran bloqueo. Perdiose pues también para España el reino de Nápoles, y reconociose en él y se juró obediencia a Carlos de Austria.

Solamente la Sicilia permaneció fiel a Felipe V, merced a la lealtad y a las acertadas y prudentes medidas del virrey marqués de los Balbases, que sabiendo calmar a los descontentos, logró tener en respeto a los austriacos, cuando todos creían que la conquista de Sicilia sería por lo menos tan fácil como la de Nápoles{1}.

Tales habían sido las desgracias de España, y tan infelizmente iba para ella en el exterior la guerra de sucesión, al tiempo que en la península acontecían los sucesos de que hemos dado cuenta en el anterior capítulo, y los ejércitos enemigos se preparaban y reforzaban para la segunda campaña. Unos y otros habían entretenido los meses de invierno (de 1706 a 1707) en irrupciones y empresas fronterizas, y en esa especie de guerra de vecindad, por lo común sangrienta, que se hacen entre sí los pueblos de una misma nación pronunciados por diferentes partidos. Muchas de estas expediciones de incendio y de saqueo, y de estas acometidas destructoras habían sufrido las villas y lugares de las fronteras de Aragón, Valencia y Castilla. El archiduque Carlos se volvió de Valencia a Barcelona (7 de marzo, 1707), dejando por virrey de aquel reino al conde de Corzana, y por generales del ejército a milord Galloway y al marqués de las Minas.

El de los aliados había recibido un considerable refuerzo por Alicante. Los nuestros esperaban también el que venía de Francia y había entrado ya por Navarra, con el duque de Orleans, que después de la desgraciada campaña del Piamonte, había sido destinado a España con el mando superior del principal ejército. Todo parecía anunciar algún acontecimiento importante. Moviéronse Galloway y el de las Minas hacia Yecla y Villena: el duque de Berwick se situó con su ejército en Almansa. Aquellos querían adelantar la batalla antes que llegaran las tropas francesas: éste procuraba dar tiempo a que viniese el de Orleans con su gente: porque además de no querer privarle del honor de mandar las armas, si bien nuestra caballería era buena y de confianza, la infantería era muy inferior en número y calidad a la del enemigo, soldados bisoños y reclutas muchos, habiéndolos que no habían disparado todavía un fusil. Sin embargo los oficiales españoles, que ardían por entrar en combate, murmuraban a voz en grito del general, y públicamente decían que como era hermano de la reina Ana de Inglaterra se había ajustado con los ingleses, y trataba de que se perdiera todo, y escribíanlo así a la corte. Nada de esto ignoraba el de Berwick, y tenía la prudencia de tolerarlo, guardando silencio como si de ello no se apercibiese.

Aquellas quejas no dejaron de hacer algún efecto en la corte; por lo cual se dieron las disposiciones más activas para que el de Orleans pasase inmediatamente a tomar el mando del ejército. Había llegado a Madrid el 18 de abril (1707), donde fue recibido con honores de infante de España y tratamiento de Alteza; y al mediodía del 21, sin reparar en que fuese la gran festividad de Jueves Santo, partió a la ligera, porque era la voz común que sin su presencia nada se haría, puesto que Berwick andaba esquivando la batalla. Felizmente todos los cálculos salieron fallidos: la batalla se dio, y la victoria se ganó antes que el de Orleans llegara.

Contando Galloway y el de las Minas con que no podría el de Orleans llegar a Almansa hasta el 26 (abril), abandonaron apresuradamente el 24 el sitio que tenían puesto al castillo de Villena, y marcharon a Caudete. A las once de la noche supo el de Berwick que los enemigos avanzaban sobre Almansa; preparose a recibirlos, y envió a llamar al conde de Pinto, a quien había destacado con cuatro mil hombres sobre Ayora. A las once de la mañana del 25 se vio el ejército enemigo puesto en orden de batalla con toda la arrogancia de quien parecía contar con un triunfo seguro. Comenzó el combate atacando con vigor la caballería española del ala derecha para recobrar un ribazo de que se había apoderado el enemigo, pero con gran pérdida, porque fue dos veces deshecha y rechazada. A las dos de la tarde se mezclaron ambos ejércitos con furor. Los enemigos rompieron nuestro centro, y matando los tres brigadieres que mandaban los regimientos que le formaban, pasaron hasta las puertas de Almansa. Berwick se apresuró a reemplazarlos con otros de caballería e infantería del cuerpo de reserva; remedió el primer desorden; recorrió y reanimó todas las líneas; el intrépido Dasfeldt sostuvo otra carga a la derecha, mientras por la izquierda y centro arremetieron infantes y jinetes con tal ímpetu, especialmente los regimientos de don José de Amézaga, que rompiendo y desordenando a los enemigos, desamparándolos su caballería, heridos sus dos generales, y teniendo que retirarse del campo de batalla, al cerrar la noche se consumó su derrota; terrible fue la matanza, y toda su artillería y bagajes quedaron a merced de los nuestros. El conde de Dohna, holandés, que con trece batallones había logrado a favor de la oscuridad retirarse a las alturas de Caudete, fue obligado al día siguiente a rendirse por el valeroso y hábil Dasfeldt, quedando prisionero con todos sus batallones.

La victoria no pudo ser más completa. Hiciéronse en esta célebre batalla doce mil prisioneros, con cinco tenientes generales, siete brigadieres, veinte y cinco coroneles, ochocientos oficiales, toda la artillería, y cien estandartes y banderas. Murieron cinco mil de los aliados; siendo lo más notable de este triunfo que de nuestra parte apenas se perdieron dos mil hombres. El brigadier don Pedro Ronquillo, que vino a traer al rey la noticia de la victoria, fue hecho mariscal de campo. El conde de Pinto fue enviado con las banderas cogidas al enemigo para colocarlas en el templo de Atocha. Berwick, a quien sin duda debió su salvación la España, recibió en recompensa el Toisón de Oro, y fue hecho grande de España con el título de duque de Liria y de Gérica. A la ciudad de Almansa se le concedieron también privilegios especiales, y más adelante se erigió en el lugar del combate el monumento que hoy existe para perpetuar la memoria de tan glorioso y memorable suceso{2}.

Muchas y muy curiosas particularidades nos han sido conservadas acerca de esta famosa batalla. Escribiéronse y se imprimieron varias relaciones, algunas bastante extensas. En ellas se expresa que ambos ejércitos estaban divididos en dos líneas, en el de los aliados interpolada en ambas la caballería con la infantería, en el nuestro la infantería en el centro y la caballería a los costados. Mandaba la derecha de nuestra primera línea el duque de Pópoli con los mariscales conde de Pinto y Lilly; la izquierda el marqués Davaray y don Francisco Medinilla; el centro los generales San Gil y Labadie.– La derecha de la segunda línea el caballero Dasfeldt; la izquierda el duque de Habre con el mariscal Mahoni; el centro el general Hessy con el mariscal don Miguel Pons de Mendoza. El duque de Berwick quiso quedar libre para poder atender donde más conviniese, como lo ejecutó.– Del ejército enemigo mandaba la derecha de la primera línea el conde de Villaverde, general de la caballería; la izquierda milord Galloway; el centro el marqués de las Minas. La segunda derecha don Juan de Atayde, general de la caballería; la izquierda el conde de la Atalaya: el centro Frisón y Vasconcellos. Mandaban como generalísimos el portugués marqués de las Minas, y milord Galloway, francés refugiado en Inglaterra, que en Francia había sido antes conocido con el nombre de marqués de Ruvigny.– Este ejército constaba de cuarenta y cuatro batallones y cincuenta y siete escuadrones, con un número de oficiales casi duplicado al que correspondía, por no haber acabado de llegar los reclutas de que se iban a formar otros cuerpos.– Dase noticia del orden que hubo en el combate, y de las funciones que tocó desempeñar en él a cada jefe y a cada cuerpo.– Se especifican nominalmente todos los prisioneros de alguna graduación que se hicieron, así holandeses, ingleses y portugueses, como catalanes, aragoneses y valencianos, según consta de las revistas parciales que después se fueron pasando a los de cada nación.– El campo de batalla estaba entre el Oriente y Poniente de Almansa los enemigos venían de la parte de Mediodía nuestro ejército los esperó de la parte del Norte, teniendo a las espaldas sobre la derecha el cerro de San Cristóbal, en el centro la villa de Almansa, y a la izquierda la ermita de San Salvador.

La infantería española, a pesar de ser en mucha parte compuesta de reclutas y forzados, se condujo de un modo que dejó admirado al de Berwick, y así lo expresó en su carta al rey. La de los Guardias, que mandaba el mariscal don Antonio del Valle, no peleó, porque estando formada, habiéndole hecho una descarga los enemigos, y viendo que se mantenía inmóvil, fue tal el terror que les causó que se retiraron y la dejaron{3}.

No siempre siguen a un triunfo los inmediatos y prósperos resultados que siguieron a éste. El duque de Orleans, que llegó a la mañana siguiente, con el sentimiento de no haber estado a tiempo de participar del honor de tan gloriosa jornada, después de haber felicitado a Berwick por su inteligencia y acierto y rendido homenaje al valor de las tropas, no queriendo desaprovechar un momento, de acuerdo con Berwick dio orden para que las tropas que venían de Francia junto con las que había en la frontera de Navarra marchasen sobre Zaragoza, donde iría en breve; y ordenó al caballero Dasfeldt que con un cuerpo considerable de tropas fuese a someter el país del otro lado del Júcar, y con el ejército principal avanzara a Valencia. El de Orleans y el de Berwick marcharon con el resto a Requena, cuya guarnición se rindió fácilmente quedando prisionera de guerra (2 de mayo), y haciendo lo mismo a los dos días la de Buñol y su castillo, desde allí envió el de Orleans un trompeta a la ciudad de Valencia pidiéndole la obediencia y sumisión.

El conde de Corzana, virrey por el archiduque, que tenía engañada la población publicando haber sido favorable a los aliados el éxito de la batalla de Almansa, tanto que se había celebrado en Valencia con iluminación y Te Deum, viéndose tan de cerca amenazado, dispuso salvar su persona y equipaje, y huyó con alguna caballería a Barbastro y de allí a Tortosa. Tumultuose con esto la ciudad, y había quien proponía que se ahorcara al trompeta. Pero a su vez el de Orleans, viendo que el trompeta no volvía y la respuesta se dilataba, estaba resuelto a entrar a sangre y fuego, cuando salieron el obispo auxiliar y otros a ofrecerle las llaves de la ciudad y a pedirle perdón para sus habitantes. Concedioles el duque el perdón de las vidas, dejando todo lo demás a merced del rey, y en su virtud entró el de Berwick en Valencia (8 de mayo, 1707) con diez batallones de infantería española y seis escuadrones. Se publicó el perdón, se restableció la autoridad real, se recogieron las armas a los vecinos, y quedando de gobernador el general don Antonio del Valle, que supo tener aquella bulliciosa población en la quietud más completa, salió Berwick a incorporarse al ejército.

Había entretanto el conde de Mahoni sometido a Alcira, y el caballero Dasfeldt puesto sitio a la ciudad de Játiva, la población valenciana más tenaz en su rebeldía desde el principio de la guerra, y bien lo acreditó cuando la tuvo asediada el conde de las Torres. Tampoco ahora quiso rendirse, no obstante carecer de tropas regladas, y ofrecérsele repetidas veces el perdón, y constarle la derrota de Almansa y la sumisión de Alcira y de Valencia; que con todo esto, ahora como antes, todos sus moradores se pusieron en armas, seglares, clérigos, frailes, mujeres y niños; y fuele preciso a Dasfeldt ir ganando casa por casa a costa de muchísima sangre de unos y de otros, siendo tan horrible la mortandad como asombrosa la resistencia. Al llegar al convento de San Agustín, fortificado y defendido por los frailes, algunos de ellos, que no habían hecho armas y habían estado orando, se interpusieron con el Santísimo Sacramento en la mano entre la tropa y sus armados compañeros, mas no pudieron contener el furor y el estrago, y cogidos ellos entre dos fuegos, perecieron los más, y murieron casi todos los frailes en aquella obstinada defensa. Así se conquistó la rebelde ciudad de Játiva, que en castigo de su tenacidad fue mandada quemar, y no dejar en ella piedra sobre piedra, como habremos de ver luego.

El duque de Orleans, que había venido rápidamente a la corte dejando al de Berwick el cargo de acabar de reducir el reino de Valencia, volviose inmediatamente (15 de mayo) a buscar el ejército que estaba en la frontera de Aragón. Sometiósele de paso Calatayud, a la cual impuso una multa de trece mil doblones para gastos de guerra, y el 25 llegó a la vista de Zaragoza. El conde de la Puebla que allí mandaba saliose con la guarnición austriaca del otro lado del Ebro, y abandonada la ciudad a su suerte pidió capitulación ofreciendo la obediencia, por sí y a nombre de todo el reino. Entró pues el de Orleans en Zaragoza (26 de mayo, 1707), desarmó a los habitantes, ofreció respetar las vidas y haciendas a las ciudades, villas y lugares del reino que en el término de ocho días entregaran las armas y volvieran a la obediencia del rey, y así lo ejecutaron casi todas{4}.

Por su parte el de Berwick siguiendo sus marchas llegó sin considerable oposición hasta el arrabal de Tortosa, y atacó el puente de barcas que había sobre el Ebro para impedir la comunicación de Cataluña y Valencia. Rindiéronsele muchos lugares, socorrió el castillo de Peñíscola, y encaminándose luego por Caspe pasó a unirse en Bujaraloz con el de Orleans, que había partido de Zaragoza, ansioso de someter la Cataluña antes que llegaran refuerzos de los aliados. Juntos pues ambos generales, se dirigieron con todo el ejército hacia Fraga, pasaron, aunque con alguna dificultad, el Cinca, hallaron en Fraga víveres, municiones y alguna artillería que los enemigos abandonaron, se recuperó el castillo de Mequinenza, haciendo prisionera la guarnición, y llegando a las cercanías de Lérida, redujéronse a bloquearla, dando cuarteles de refresco a las tropas fatigadas de las marchas, en tanto que se reunían los medios materiales y se vencían otras dificultades y obstáculos para poner un sitio en forma.

Como en este tiempo tuvieran los aliados sitiada la ciudad y puerto de Tolón de Francia, fue menester que Berwick partiera allá por la Provenza con un cuerpo de doce mil hombres, quedando entretanto el de Orleans con su cuartel general en Balaguer esperando la artillería de batir (23 de agosto, 1707). Muchos trabajos tuvo que pasar y muchos combates parciales que sostener antes de poder embestir la plaza de Lérida, empresa contra la cual estaban las cortes de Madrid y de Versalles. Era ya el 25 de setiembre (1707) cuando comenzó esta operación: abriose la brecha el 2 de octubre, y el 13 se retiraron los enemigos a la ciudadela. El príncipe Enrique Darmstadt envió a rogar al de Orleans que tratara con consideración a las mujeres y niños que quedaban en la ciudad: el duque se los envió todos a la ciudadela para que él los guardase como quisiese. El mariscal de Berwick, después de haber hecho levantar el sitio de Tolón, regresó a marchas forzadas y llegó todavía a tiempo de tomar parte en el de Lérida. La ciudadela fue atacada con un vigor sin ejemplo, y a pesar de las contrariedades que los enemigos y las continuadas lluvias oponían, el 11 de noviembre, cuando todo estaba dispuesto para el asalto, el día mismo que se recibió orden de Versalles para no empeñarse en tamaña empresa, pidieron los sitiados capitulación, que se les otorgó con todos los honores militares, y el 14 salieron las guarniciones de la ciudadela y castillo.

A la rendición de Lérida siguió la de una gran parte de los lugares del llano de Urgel. Cervera encontró la ocasión que deseaba de librarse del yugo de la rebelión. Sometiose también Tárraga. Un destacamento que fue enviado a Morella tomó en principios de diciembre aquella ciudad, que dominando las montañas de Valencia y Aragón, abría la puerta a la comunicación con los de Tortosa{5}. El duque de Noailles, que por orden de Luis XIV había entrado con un cuerpo de ejército por el Ampurdán, llenó su objeto de distraer por el norte de Cataluña algunas tropas de los aliados y miqueletes; bien que teniendo también que concurrir a libertar a Tolón, sitiada por el duque de Saboya, su cooperación en Cataluña, aunque útil, no tuvo otro resultado que el de divertir algunas fuerzas enemigas.

Terminadas estas operaciones, volviose el de Orleans a Zaragoza, y desde este punto vino en posta a Madrid. Aposentósele en el palacio que se decía de la reina madre (por haberle vivido la madre de Carlos II), y recibiósele con el placer y con el amor que merecía por su linaje y por sus recientes hechos (30 de noviembre, 1707). Aquí tuvo la honra de ser padrino de bautismo a nombre de Luis XIV, del príncipe de Asturias, primogénito de nuestros reyes, que había nacido el 25 de agosto, día de San Luis rey de Francia, y a quien por lo mismo se puso el nombre de Luis Fernando. Que para que este año todo fuese en bonanza para Felipe V, quiso Dios colmar sus deseos y los de la reina y afirmarle en el amor y cariño de los españoles, dándole sucesión varonil. Y como los enemigos habían propalado ser falso el anuncio de este feliz suceso, por lo mismo se celebró el alumbramiento y se solemnizó el bautismo con extraordinarios regocijos y con abundante distribución de gracias y mercedes{6}. Concluida aquella ceremonia, partió el de Orleans para Francia (18 de diciembre). También el de Berwick se encaminó a París, pero hízole volver el rey a Zaragoza para que continuara al frente del ejército hasta el regreso del de Orleans.

Las cosas de Aragón y Cataluña quedaban al terminar el año 1707 de la manera que hemos dicho. En el reino de Valencia las tres poblaciones de importancia que conservaban los rebeldes eran Alicante, Denia y Alcoy. Cerca de la primera pusieron los nuestros un cuerpo de observación que la tuviera como bloqueada por tierra. A Denia, población tan porfiada en su rebeldía como Játiva, se le puso sitio, y llegó a darse un asalto. Pero defendíala don Diego Rejón, caballero murciano que por un justo resentimiento había tomado partido por el archiduque; hombre que por su generoso comportamiento, por su prudencia, su valor, su instrucción y su caballerosa delicadeza se hizo querer de nuestros mismos generales, y honraba como guerrero, como político, y como hombre de buenos sentimientos al partido a que perteneciera. Rechazaron guiados por él los paisanos armados de Denia el asalto de los nuestros, y determinose levantar el sitio hasta ocasión más propicia y mejor estación. Encargado el caballero Dasfeldt del mando de todo el reino de Valencia, situose en la capital, cuyos habitantes encontró descaradamente hostiles al gobierno del rey. Los bandos de Orleans y de Berwick para que entregaran las armas no habían sido cumplidos: un decreto real que prescribía lo mismo tampoco había sido ejecutado, antes se despreciaba con desvergüenza haciendo alarde de enseñar las armas por debajo de las capas. Dasfeldt se empeñó en hacerlos cumplir, y como viese que tampoco era obedecido, mandó primeramente hacer un reconocimiento de algunas casas sospechosas con grande aparato. De sus resultas hizo ahorcar a un hijo del impresor Cabrera, en cuya casa se hallaron armas, habiéndose fugado su padre. Y como todavía no bastase este ejemplar para traer a obediencia aquella gente indócil, publicose otro bando imponiendo irremisiblemente pena de la vida a los que en el término de veinte y cuatro horas no entregaran las armas, y a los que sabiendo que las tenían otros no lo manifestaran. Esto los intimidó de tal modo, que en un día y una noche, entre las que se entregaron y las que arrojadas a la calle por las puertas y ventanas recogieron las patrullas, se hallaron más de treinta y seis mil de todas especies. Así solamente se pudo sujetar aquella ciudad que se mostraba indomable{7}.

Habíase tratado, luego que se vio vencidas las rebeliones de Aragón y de Valencia, de la nueva forma de gobierno que convendría dar a aquellos reinos, que, como es sabido, se regían de muy antiguo por sus particulares constituciones, fueros y franquicias. Encomendó el rey el estudio de este gravísimo negocio, para que sobre él le diese dictamen, a don Melchor de Macanáz, que gozaba reputación de gran jurisconsulto, mandándole que conferenciase sobre ello con don Francisco Ronquillo, gobernador del Consejo de Castilla, y con el embajador de Francia Amelot, que eran las dos personas a quienes estaba en aquel tiempo confiado todo el gobierno de la monarquía{8}. Tratado el asunto con la meditación que merecía, y oído el parecer de aquellos personajes, especialmente el de Macanáz, a quien se envió con este objeto a examinar la legislación de Valencia, se acordó abolir los fueros y privilegios de Valencia y Aragón, y que estos dos reinos se rigieran en lo sucesivo por las leyes de Castilla, estableciéndose en la capital de cada uno de ellos una chancillería igual a las de Valladolid y Granada, con un superintendente para la administración de la hacienda, que también se había de uniformar a la de Castilla. Expidió Felipe V en 29 de junio (1707) el famoso decreto en que se derogaban los antiguos fueros aragoneses y valencianos.

«Considerando (decía) haber perdido los reinos de Aragón y Valencia, y todos sus habitadores, por la rebelión que cometieron, faltando enteramente al juramento de fidelidad que me hicieron como a su legítimo rey y señor, todos los fueros, privilegios, exenciones y libertades que gozaban, y que con tan liberal mano se les habían concedido, así por mí como por los reyes mis predecesores, particularizándolos en esto de los demás reinos de mi corona; y tocándome el dominio absoluto de los referidos reinos de Aragón y Valencia, pues a la circunstancia de ser comprendidos en los demás que tan legítimamente poseo en esta monarquía, se añade ahora la del justo derecho de la conquista que de ellos han hecho últimamente mis armas con el motivo de su rebelión; y considerando también que uno de los principales atributos de la soberanía es la imposición y derogación de las leyes, las cuales con la variedad de los tiempos y mudanzas de costumbres podría Yo alterar, aun sin los grandes fundados motivos y circunstancias que hoy concurren para ello en lo tocante a los de Aragón y Valencia: He juzgado por conveniente, así por esto, como por mi deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla, tan loables y plausibles en todo el universo, abolir y derogar enteramente, como desde luego doy por abolidos y derogados, todos los referidos fueros, privilegios, prácticas y costumbres hasta aquí observadas en los referidos reinos de Aragón y Valencia; siendo mi voluntad que estos se reduzcan a las leyes de Castilla, y al uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en ella y en sus tribunales, sin diferencia alguna en nada, pudiendo obtener por esta razón igualmente mis fidelísimos vasallos los castellanos oficios y empleos en Aragón y Valencia, de la misma manera que los aragoneses y valencianos han de poder en adelante gozarlos en Castilla, sin ninguna distinción; facilitando Yo por este medio a los castellanos motivos para que acrediten de nuevo los afectos de mi gratitud, dispensando en ellos los mayores premios y gracias, tan merecidas do su experimentada y acrisolada fidelidad, y dando a los aragoneses y valencianos recíproca e igualmente mayores pruebas de mi benignidad, habilitándolos para lo que no lo estaban, en medio de la gran libertad de los fueros que gozaban antes, y ahora quedan abolidos.

»En cuya consecuencia he resuelto, que la audiencia de ministros que se ha formado para Valencia, y la que he mandado se forme para Aragón, se gobiernen y manejen, en todo y por todo, como las dos chancillerías de Valladolid y Granada, observando literalmente las mismas reglas, leyes, práctica, ordenanzas y costumbres que se guardan en estas, sin la menor distinción ni diferencia en nada, excepto en las controversias y puntos de jurisdicción eclesiástica, y modo de tratarla; que en esto se ha de observar la práctica y estilo que hubiere habido hasta aquí, en consecuencia de las concordias ajustadas con la Santa Sede Apostólica, en que no se debe variar; de cuya resolución he querido participar al Consejo, para que lo tenga entendido. Buen Retiro, a 29 de junio de 1707.{9}»

Gran novedad causó esta providencia en pueblos tan de antiguo acostumbrados a gobernarse por leyes propias y especiales, y que gozaban tantas y tan privilegiadas exenciones. Y como en ella fueran comprendidos hasta las villas y lugares, y los particulares y nobles que habían permanecido fieles al rey, para acallar sus quejas dio otro segundo decreto (29 de julio), en que ofrecía expedir nuevas confirmaciones de sus privilegios y franquicias a las villas, lugares o familias de cuya fidelidad estaba informado{10}. Fue igualmente extinguido el Consejo Real de Aragón, y distribuidos sus ministros entre los demás consejos, conservando a su presidente el conde de Frigiliana todos sus honores, sueldos y gajes{11}. A establecer la nueva chancillería fue enviado a Valencia don Melchor de Macanáz con especiales facultades e instrucciones, y a su mediación, y a su talento y prudencia se debió que se fuesen arreglando y dirimiendo muchas y muy graves disidencias que sobre competencia de autoridad surgieron al principio, entre el presidente de la audiencia don Pedro de Larreategui y Colón, y el caballero Dasfeldt, comandante general del reino. También se dio a Macanáz el cargo de juez especial para entender en todos los procesos de las confiscaciones que habían de hacerse a los rebeldes, con tal autoridad, que de su fallo no se admitía apelación sino al Consejo, y no a otro tribunal alguno{12}.

Tales fueron las providencias generales que se tomaron contra aquellos dos reinos en castigo de su rebelión. Pero aún fue mayor y más rigoroso y duro el que se impuso a la ciudad de Játiva. Esta población que tanto se había señalado por su ciega adhesión a la causa del archiduque, por su porfiadísima resistencia a los ejércitos reales que dos veces la habían cercado, y por su arrogante desprecio del perdón con que fue repetidamente convidada, sufrió todo el rigor de las iras del vencedor, toda la severidad de que es capaz en su enojo un soberano. Játiva, a propuesta del general Dasfeldt que la entró a sangre y fuego, propuesta que aprobaron el de Berwick, y el de Orleans, y el Consejo, y el monarca mismo, fue mandada quemar y reducir a pavesas, y que se borrara su nombre y quedara todo sepultado en sus cenizas. Y así se ejecutó (de 12 a 20 de junio, 1707). Sacadas primero las monjas de sus dos monasterios, y llevadas a Castilla las mujeres y niños de la ciudad, con prohibición de volver a entrar jamás en el reino de Valencia, púsose fuego a aquella desventurada población, y toda, a excepción de los templos, fue convertida en cenizas.

Pero en aquel mismo año, a consecuencia de vivas representaciones y repetidas instancias dirigidas al rey por don Melchor de Macanáz, determinó Felipe V y ordenó que sobre las ruinas de la ciudad destruida se reedificara y levantara otra ciudad, no ya con el nombre de Játiva (que había de quedar borrado para siempre), sino con el de San Felipe: que de los bienes de los rebeldes se indemnizara a los pocos que en la ciudad habían sido leales de los daños que sufrieron; que lo demás se aplicara y repartiera entre los nuevos pobladores, y que a los pobres que se hubieran mantenido fieles se les señalara la porción conveniente para su manutención. El cargo de ejecutar esta providencia y todo lo relativo a la reedificación de la nueva ciudad y orden que en ello había de guardarse, fue también encomendado por el rey al mismo don Melchor Rafael Macanáz, juez de confiscaciones en el reino de Valencia{13}, el cual, con la actividad y celo que acostumbraba desplegar en todo, dio principio antes de expirar aquel mismo año a la obra de la repoblación.

Tales habían sido en este año de 1707 los felices sucesos de las armas castellanas y francesas que debían afirmar el reinado de Felipe de Borbón dentro de la península española, y tal el estado en que quedaban los tres reinos de la Corona de Aragón rebelados por el archiduque; restándonos solo añadir que por la frontera de Portugal habían también los españoles recobrado a Ciudad-Rodrigo. Mas a pesar de esta serie de triunfos sobre los aliados, no por eso renunciaron a continuar la lucha con la actividad y energía que iremos viendo.




{1} Le Clerc, Historia de las Provincias-Unidas.–  Lamberti, Memorias para la Historia del siglo XVIII.–  Quinci, Historia militar de Luis XIV.– Historia de la casa de Austria.– Comentarios de la guerra de España, tomo I.– Belando, Historia Civil, p. III, c. 22 y 23.– Macanáz, Memorias MM. SS., c. 104.– Botta, Storia d'Italia.– Memorias de Berwick.– Historia de las campañas del duque de Vendôme.– San Felipe, Comentarios, tomo I.– Belando, p. II, capítulos 22 al 31.

{2} El monumento consiste en una pirámide de piedra de cuarenta y ocho palmos de altura, cuyo remate es un león coronado en pie, con una espada en la garra derecha. En cada uno de sus cuatro lados se leen largas inscripciones en castellano y latín, en verso y en prosa.

La de Poniente dice:

Dei Omnipotentis misericordia.

«Para eterno reconocimiento al gran Dios de los Ejércitos y de su Santísima Madre; de la insigne victoria que con su protección consiguieron en este sitio en 25 de abril de 1707 las armas del rey N. S. don Felipe V el Animoso, auxiliado del señor rey Cristianísimo Luis XIV el Grande, siendo general de todas el mariscal duque de Verbik, contra el ejército de rebeldes y sus aliados de cuatro grandes potencias, quedando enteramente derrotados; muertos en la campaña, heridos y prisioneros diez y seis mil; apresada toda su artillería, tren y bagaje, con un botín riquísimo.

Lilia fulxerunt fremitunque dedere Leones:
Hic Batabus Luctus Risus utriusque fuit.
»

En la del Norte se lee:

Deo optimo maximo.

Del Quinto Carlos memorias
Felipe Quinto también
Excita en nobles victorias,
Cuando de dos Jaimes glorias
En este campo se ven.

Tempore quo hic Mauris
Jacobus castra subegit
Werbicus etigias sistere fecit aquas
.

«El rey don Jaime, llamado el Conquistador, derrotó a los Moros la primavera del año 1255 en este mismo campo.»

No creemos necesario copiar las demás inscripciones, que por otra parte no tienen gran mérito.

{3} El timbalero de las guardias napolitanas, que huyó a los principios de la batalla, encontró al duque de Orleans a cuatro leguas del campo, y le dijo que todo lo había perdido Berwick sin poderse salvar un solo cuerpo, y que él había podido escapar e iba tocando el timbal para avisar a todos que huyesen. El duque le creyó al pronto, lamentándose de que acaso por no haber llegado a tiempo él y sus tropas se hubiera perdido la batalla; mas luego desconfió de aquel hombre, y siguió su camino. A poco tiempo encontró otro que tenía aire como de criado de cocina, montado en una buena mula y con una gran maleta. Este le dijo que la batalla se había ganado, y todos los enemigos quedaban o muertos o prisioneros, y que él en el pillaje había tomado aquella mula y aquella maleta. Recobrose con esto el de Orleans; mas luego sospechó si aquello lo habría robado aquel hombre a su amo, y sería ficción lo de la batalla. En estas incertidumbres llegó a dos leguas de Almansa, donde ya encontró mucha gente de aquellos lugares, que iba con azadas y otros instrumentos que el duque de Berwick había mandado llevar para enterrar los muertos y retirar los heridos. Entonces ya supo lo cierto del caso. El de Orleans llegó a Almansa a poco de haber terminado el combate.– Relación de la Batalla de Almansa, publicada en 14 de julio de 1707.– Otras relaciones impresas.– Comentarios de San Felipe, Año 1707.– Belando, Historia civil, tomo I, c. 56.– Macanáz, Memorias, cap. 84 y 108.– Santa Cruz, Reflexiones militares.– Memorias de Berwick.– Id. de San Simon.

{4} Cuenta Berwick en sus Memorias que para alucinar al pueblo de Zaragoza había el conde de la Puebla propalado y hecho creer al vulgo que no había tal ejército francés que llegara de Navarra, y que el campamento que se divisaba no era cosa real y verdadera, sino de magia y encantamiento, y que hizo salir al pueblo y al clero en procesión a la muralla a conjurarlo con toda formalidad y ceremonia. Es muy posible que el conde, y el clero mismo, lograran persuadir algo de esto a la sencilla plebe para que no se desalentara a la vista del peligro.

{5} San Felipe, Comentarios Año 1707.– Belando, Historia Civil de España, p. I, c. 60.– Macanáz, Memorias, cap. 85.– El conde de Robres, Historia de las Guerras Civiles, MS.

Macanáz, en el capítulo 85 de sus Memorias, pone los nombres de los aragoneses y valencianos más notables que pelearon este año de 1707 en favor del archiduque, y sirvieron como jefes y cabos en sus ejércitos; y Feliú en el libro XXIII de sus Anales, inserta también varios catálogos nominales de ellos.

{6} Cuando en 29 de enero se anunció al pueblo el estado de la reina, publicaron los rebeldes en la Gaceta de Zaragoza de 10 de febrero que el duque de Anjou (como llamaban siempre al rey), viéndose incapaz de sostenerse, para engañar a las Castillas, había hecho publicar que la duquesa de Anjou, su mujer, se hallaba preñada y con tres faltas; y añadían ellos que las tres faltas eran ciertas, pero que eran falta de dinero, falta de víveres y falta de tropas.

{7} Macanáz, capítulo 86, donde se expresan otras particularidades y se refieren varias escenas que manifiestan la agitación de los ánimos y el encono de los partidos en aquel reino.

{8} He aquí la curiosa pintura que hace Macanáz de las cualidades y prendas de estos dos personajes, de los cuales Ronquillo cuidaba de los consejos y tribunales, y de todo lo tocante a la justicia y al gobierno político y económico, Amelot de la Guerra, Marina, Hacienda e Indias, aunque los dos corrían de acuerdo en todo.

«Amelot (dice), era prudente, docto, muy experimentado, advertido y trabajador; Ronquillo poco advertido, nada estudioso, corto de ingenio, fácil a ser engañado, difícil de desengañarse, tenaz en el concepto que hacía, o en el que le ponían los que estaban a su lado, pero muy celoso de la justicia, desinteresado, amante del rey, y enemigo de los traidores: y aun su poca política hizo al rey tantos enemigos, que en las Memorias de los hechos de Galloway que los ingleses imprimieron, no excusaron de decir que más gente había aumentado don Francisco Ronquillo al partido del archiduque, que las armas de todos los aliados habían sujetado en toda la guerra, y que con pocos ministros como Ronquillo habría el archiduque logrado que todas las Castillas se le hubiesen sujetado, como Aragón, Cataluña y Valencia lo habían hecho.» Memorias, cap. 87.

Acaso Macanáz no fue del todo desapasionado en este juicio de Ronquillo, por lo mucho que le contrariaron los consejos del íntimo amigo de aquel ministro, el inquisidor de Murcia, obispo de Oviedo, cuyo carácter y costumbres pinta con muy feos colores, y cuya historia refiere muy minuciosamente.

{9} MS. de la Real Academia de la Historia, Est. 20, gr. 2, número 22.– Belando, Historia civil, p. I, c. 58.

{10} Hallase copia de él en Belando, Historia civil, tomo I, c. 59.

{11} Macanáz fue el que propuso la extinción de este Consejo, a consecuencia de una representación que aquel cuerpo dirigió al rey, pidiendo en términos bastante atrevidos las reformas que le parecía en el gobierno de aquel reino.– Macanáz, Memorias, cap. 87.

{12} «Don Felipe por la gracia de Dios, &c. (decía el decreto): A vos don Melchor Macanáz, salud y gracia: Sabed que a nuestro servicio conviene os encarguéis y ejerzáis el juzgado de confiscaciones de bienes tocantes a rebeldes de nuestro reino de Valencia, &c.» Y concluía así: «Y si de los autos y sentencias que sobre ello diéredes y pronunciáredes, por alguno de los interesados se introdujere algún recurso, o se apelase en los casos y cosas en que conforme a derecho se deben otorgar las apelaciones, se las otorguéis para ante los del nuestro Consejo, y no para ante otro juez ni tribunal alguno, porque a los demás consejos, audiencias, chancillerías y demás ministros y justicias de estos nuestros reinos les inhibimos y habemos por inhibidos del conocimiento referido, pues solo habéis de conocer vos de ello, según y en la forma que va expuesto, sin que se os embarace por persona alguna, que así es nuestra voluntad. Dado en Madrid, a 5 de octubre de 1707.»

{13} Digno es también de ser conocido este notable documento: «Don Felipe por la gracia de Dios, &c. A vos don Melchor Rafael Macanáz, juez de confiscaciones de nuestro reino de Valencia, salud y gracia. Sabed, que la obstinada rebeldía con que hasta los términos de la desesperación resistieron la entrada de nuestras armas los vecinos de la ciudad de Játiva, para hacer irremisible el crimen de su perjura infidelidad, desatendiendo la benignidad con que repetidas veces les franqueó nuestra real persona el perdón, empeñó nuestra justicia a mandarla arruinar para extinguir su memoria, como se había ejecutado para castigo de su obstinación, y escarmiento de los que intentasen su mismo error; y no siendo nuestro real ánimo comprehender en esta pena a los inocentes (aunque fueron muy pocos), antes sí de salvar sus vidas y haciendas, y manifestarles nuestra gratitud tan merecida de su amor y fidelidad, calificada con los trabajos y persecuciones que padecieron por nuestro real servicio en poder de los rebeldes, de cuyas personas de todos estados se hallaba informada nuestra real persona, por cuyos motivos he resuelto que vuelvan a ocupar sus casas y posesiones a la referida ciudad y sus términos, y que de los bienes de los rebeldes del mismo territorio se les dé cumplida satisfacción de todos los daños y menoscabos que en los suyos hubieren padecido, y a los que siendo pobres se mantuvieron leales, se les asigne conforme a su calidad la porción conveniente para su mantenimiento…

»Y porque el culto divino y todo lo sagrado quede indemne y restablecido con mejoras, a proporción del número de los nuevos pobladores, es nuestra voluntad que la iglesia colegial, parroquias, conventos y capellanías conserven la propiedad y usufructo de todas sus posesiones, sobre que por nuestra real persona se darán en tiempo oportuno las providencias necesarias para su reedificación, no siendo admitida en dicha ciudad persona alguna eclesiástica ni seglar notada del crimen de infidelidad, y para formar de las ruinas de una ciudad rebelde como la expresada de Játiva (cuyo nombre ha de quedar borrado) una colonia fidelísima que se ha de intitular de San Felipe.

»Y asimismo es nuestra voluntad que todos los bienes de rebeldes, raíces, muebles y semovientes, derechos y acciones que en cualquier manera les pertenezcan o hayan pertenecido, se apliquen a nuestro real fisco, para repartirlos a arbitrio de nuestra real persona a nuevos pobladores beneméritos, y en especialidad a oficiales de nuestras tropas, soldados estropeados, viudas y huérfanos de militares, y otros que se hubieren interesado con igual empeño en nuestro real servicio; para lo cual se les mandarán dar los despachos necesarios…

»Y confiando de vos que en este negocio os aplicaréis con el celo y rectitud que se ha experimentado en los demás que se os han encomendado, os cometemos este encargo y nueva población… &c. Dada en Madrid a 27 días del mes de noviembre de 1707 años.»– Y sigue la instrucción.