Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VI ❦ Reinado de Felipe V
Capítulo VII
Negociaciones de Luis XIV
Guerra general: campañas celebres
De 1708 a 1710
Toma de Alcoy.– Pérdida de Orán.– Pensamiento político atribuido al duque de Orleans.– Sitio, ataque y conquista de Tortosa.– Bodas del archiduque Carlos.– Fiestas de Barcelona.– Campaña de Valencia.– Recóbranse para el rey Denia y Alicante.– Quejas de los catalanes contra su rey.– Respuesta de Carlos.– Piérdense Cerdeña y Menorca.– Conflicto y aprieto en que los alemanes ponen al Sumo Pontífice.– Invaden sus Estados.– Aprópianse los feudos de la Iglesia.– Espanto en Roma.– Obligan al Pontífice a reconocer a Carlos de Austria como rey de España.– Campaña de 1708 en los Países Bajos.– Apodéranse los aliados de Lille.– Retírase el duque de Borgoña a Francia.– Causas de esta extraña conducta.– Planes del duque.– Situación lamentable de la Francia.– Apuros y conflictos de Luis XIV.– Negociaciones para la paz.– Condiciones que exigen los aliados, humillantes para Francia y España.– Firmeza, dignidad y españolismo de Felipe V.– Conferencias de la Haya.– Artificios infructuosos de Luis XIV.– Exíjese a Felipe que abdique la corona de España.– Noble resolución de Felipe y de los españoles.– Juran las cortes españolas al príncipe Luis como heredero del trono.– Entereza de Felipe V con el Papa.– Causas de su resentimiento.– Despide al nuncio y suprime el tribunal de la nunciatura.– Quejas de los magnates españoles contra la Francia y los franceses: disidencias de la corte.– Decisión del pueblo español por Felipe V.– Discurso notable del rey.– Hábil y mañosa conducta de la princesa de los Ursinos.– Separación del embajador francés.– Ministerio español.– Altivas e ignominiosas proposiciones de los aliados para la paz.– Rómpense las negociaciones.– Francia y España ponen en pié cinco grandes ejércitos.– Ponen otros tantos y más numerosos los aliados.– Célebres campañas de 1709.– En Flandes.– En Italia.– En Alemania.– En España.– Resultado de unas y otras.– Situación de la corte y del gobierno de Madrid.
Bajo auspicios favorables comenzó la campaña de 1708, rindiendo el conde Mahoni la importante villa de Alcoy (9 de enero), receptáculo de los miqueletes y voluntarios valencianos, y en cuyos habitantes dominaba el mismo espíritu de rebelión que tan caro había costado a los de Játiva. No hubo quien pudiera impedir a los soldados el saqueo de la villa, y para que sirviese de escarmiento a otros fue ahorcado en la plaza el comandante de los miqueletes Francisco Perera, y puesto después su cuerpo en el camino de Alicante. Mahoni había ejecutado esta empresa sin la aprobación de los generales Berwick y Dasfeldt, que hubieran querido dar algún reposo a las tropas y no acabar de fatigarlas en aquella cruda estación. Y tanto por esto, como por la poca subordinación que habitualmente solía tener el conde Mahoni a sus superiores, lograron éstos que el rey le destinara con su regimiento de dragones irlandeses al reino de Sicilia, que andaba algo expuesto después de la pérdida del de Nápoles, así como al brigadier don José de Chaves con los cuerpos que mandaba, y que en todo seguía la conducta y la marcha de Mahoni.
Algo neutralizó la satisfacción que tantos y tan continuados triunfos habían causado en la corte y en toda España la nueva que a este tiempo se recibió de haberse perdido la plaza de Orán, que sitiada mucho tiempo hacía por los moros argelinos, auxiliados de ingenieros ingleses, holandeses y alemanes, falta de socorros desde que el marqués de Santa Cruz se pasó a los enemigos con las dos galeras y los cuarenta mil pesos que se le habían dado, al fin hubo de rendirse, huyendo con tal precipitación y desorden el marqués de Valdecañas su gobernador y los principales oficiales, que dejaron allí otros muchos en miserable esclavitud de los moros. Lástima grande fue que así se perdiera aquella importante plaza, conquista gloriosa del inmortal Cisneros, que estaba sirviendo constantemente de freno a los moros argelinos. Al decir de autorizados escritores, no le pesó al embajador francés que se perdiera para España aquella plaza.
Al volver de Francia el duque de Orleans a tomar otra vez la dirección superior de la guerra, mostró traer ciertos pensamientos, acaso inspirados por el duque de Borgoña, nada desinteresados y nada favorables al rey don Felipe; al menos dábalo a sospechar así con su conducta y sus palabras{1}, lo cual no podía agradar a los españoles. De contado antes de entrar en España ordenó al duque de Berwick que pasase a Bayona donde hallaría órdenes del rey Cristianísimo, y éstas eran de destinarle a la guerra del Delfinado. Llevose muy a mal el que así se sacara y alejara de España al ilustre vencedor de Almansa. La conducta del de Orleans en la corte, en el tiempo que ahora permaneció en ella, que fue del 11 de marzo al 13 de abril (1708), le hizo también perder mucho en el concepto de todos los hombres sensatos, y aun en el del público. Porque asociándose solo del duque de Havré, del marqués de Crevekeur, del de Torrecusa, y de otros jóvenes conocidos por sus costumbres libres y por su vida licenciosa y disipada, dieron tales escándalos que fue menester que el alcalde de corte y aun el mismo gobernador del Consejo tomaran ciertas providencias que reclamaba el público decoro y pedía la decencia social. Con que la merecida reputación que tenía de general entendido, de guerrero valeroso, activo y firme en la ejecución de los planes que concebía, la deslustró con la fama de inmoral que adquirió en la corte, y que no desmentía ni aun en medio de las ocupaciones de la campaña.
Salió al fin de Madrid, resuelto a continuar la que en Cataluña dejó pendiente el año pasado, y después de dar en Zaragoza las providencias conducentes a su propósito, de publicar un nuevo indulto para los miqueletes de Aragón que dejasen las armas, de inspeccionar las guarniciones y proveer a la defensa de las fronteras, puso en movimiento el ejército destinado al sitio y ataque de Tortosa, que era la empresa que ahora traía meditada, y a la cual había de ayudar el duque de Noailles, general del ejército del Rosellón, acometiendo la Cerdaña y distrayendo las tropas de los aliados hacia el Norte del Principado. Dilatáronse las operaciones del sitio hasta el mes de junio a causa de la lentitud con que llegaban las provisiones, y que un convoy de cien barcos que iba cargado de víveres fue sorprendido por una escuadra inglesa que se apoderó de todos, a excepción de nueve que pudieron salvarse. Al fin el marical Dasfeldt, junto con el gobernador y el comisario ordenador del ejército de Valencia, hallaron medio de surtir al de Orleans, no solo de vituallas, sino de artillería y municiones y de todo lo necesario para el sitio, y con esto, y construido, aunque con trabajo, un puente sobre el Ebro, se apretó el cerco, comenzó el ataque y se abrió trinchera (20 a 22 junio, 1708).
Los aliados no habían dejado de prepararse también, cuanto a cada potencia le permitían sus particulares circunstancias y apuros{2}, para ver de reparar el funesto golpe de Almansa y la serie de desastres que a él se siguieron. La reina Ana de Inglaterra envió algunos refuerzos de tropas y más de un millón de libras esterlinas que el parlamento, haciendo un esfuerzo, le concedió para la guerra de Cataluña y Portugal; hizo embarcar también un cuerpo de los que operaban en Italia, y dio el mando del ejército de Cataluña al general Stanhope, a quien invistió con el título de embajador cerca del rey Carlos III de España. El lord Galloway se volvió a mandar las tropas inglesas de Extremadura, porque el marqués de las Minas, hombre de avanzada edad, se había retirado a Portugal a poco de lo de Almansa, y quedose sin mando. También el emperador José, a instancias de las potencias marítimas, únicas que hasta entonces habían estado sosteniendo la guerra de España, envió ahora un cuerpo de ejército a las órdenes del conde de Staremberg, el más hábil de sus generales después del príncipe Eugenio. Mas todas estas fuerzas, además de la lentitud con que llegaban de países tan distantes, apenas sirvieron sino para reforzar las guarniciones de Alicante, Denia, Cervera y Tortosa, y muchas de ellas eran poco a propósito para pelear en un país que no conocían.
Por otra parte el archiduque Carlos no dejaba de andar distraído con el asunto de su matrimonio que se celebró por este tiempo en Viena con la princesa Isabel Cristina de Brunswick, que para casarse con él había abjurado el año anterior la religión protestante abrazado la católica romana ante el arzobispo de Maguncia. La joven princesa fue enviada ahora a España y conducida desde Génova por el almirante Lake, trayendo al mismo tiempo en su flota algunos cuerpos de tropas alemanas y palatinas, y desembarcó el 20 de junio en Barcelona (1708), donde fue recibida con demostraciones de júbilo y con todos los honores de reina, como que lo era para los catalanes como esposa de su rey Carlos III.
Fue esto a tiempo que el duque de Orleans tenía ya apretada la plaza de Tortosa. Habíale servido grandemente para esto el caballero Dasfeldt, que además de las provisiones y víveres que le envió desde Valencia, había ocupado muy oportunamente los desfiladeros que conducen de este reino a Cataluña. El conde Staremberg acudió con todas las fuerzas que pudo reunir para hacer levantar el sitio, pero era demasiado débil para ello, y la plaza se rindió por capitulación el 11 de julio con todos los honores de la guerra. De los trece batallones de tropas extranjeras y cuatro de catalanes que componían la guarniciín, apenas llegaron a dos mil hombres los que capitularon: los demás habían perecido en la defensa; y de aquellos, más de mil quinientos se alistaron en las banderas del rey don Felipe{3}. El 19 hizo su entrada el duque de Orleans en Tortosa, cantose el Te Deum en la catedral, puso de gobernador al caballero de Croix, mariscal de campo, y el 24 volvió a salir con su ejército, dejando encomendado a don Melchor de Macanáz el cuidado de establecer el gobierno político, civil y criminal de la ciudad{4}.
En tanto que en Barcelona se celebraban las fiestas con que solemnizaron los catalanes el arribo de su reina, los dos ejércitos se observaban, y aunque eran frecuentes los reencuentros y los choques, y a las veces también sangrientos, entre los forrajeadores y las partidas avanzadas de uno y otro campo, desde la toma de Tortosa no hubo en el resto del año por la parte de Cataluña empresa de consideración: lo único que tuvo alguna importancia fue la ocupación de la Conca de Tremp por el de Orleans, cuya entrada quisieron los enemigos disputarle y les costó alguna pérdida. Después de esto estableció sus cuarteles de invierno, vínose a Madrid (noviembre, 1708), y partió luego otra vez para Francia, poco satisfecho ahora de la acogida que encontró en el pueblo, entre la nobleza, y en los reyes mismos, todo producido por las causas que antes hemos indicado.
De más resultado fue el resto de la campaña en Valencia. El caballero Dasfeldt, a quien el de Orleans, como en prueba de la confianza y aprecio en que ya le tenía, reforzó con siete batallones de infantería y el regimiento de caballería de la Reina, se propuso recobrar a Denia y Alicante, únicas plazas de consideración que conservaban en Valencia los aliados. Alcanzó lo primero después de dos semanas de sitio, y hubo necesidad de entrar por asalto (17 de noviembre, 1708). La guarnición, que era de portugueses e ingleses, fue hecha prisionera de guerra; los voluntarios, en número de tres mil, se rindieron a discreción, se los desarmó y se los envió a Castilla; encontráronse en Denia veinte y cuatro piezas de bronce, veinte y seis de hierro, y considerable cantidad de municiones: no quedaron en la ciudad sino treinta y seis vecinos ancianos y pobres.
Rendida Denia, pasó Dasfeldt a sitiar a Alicante. Ocupadas las fortificaciones exteriores, la ciudad capituló pronto (2 de diciembre, 1708). La guarnición pasaría a pié a Barcelona; las milicias y vecinos rebeldes quedarían a merced del rey; para los eclesiásticos se imploraría la clemencia real. Quedaba el castillo, fuerte por estar situado en una eminencia sobre una roca. Esto hacía difíciles las obras y las operaciones del sitio, especialmente para incomunicarle con el mar. Determinose pues abrir una mina en la misma roca; trabajo pesado y duro, pero que se consiguió a fuerza de paciencia y de actividad. Luego que la mina se halló lista para poder ponerle fuego, el caballero Dasfeldt tuvo la generosa atención de avisar y prevenir a los sitiados del peligro que corrían, y en especial al gobernador de la plaza, general Richard, a quien invitó a que enviara dos ingenieros que reconociesen los trabajos de la mina, porque no podía dejar de lamentar el sacrificio de tantos valientes, a quienes ofrecía dejar paso libre para Barcelona. Este generoso aviso no fue estimado; y aunque llegó a enseñárseles la mecha encendida, todavía no se creyeron en peligro, o porque calcularon que la roca resistiría a la explosión, o porque confiaron en que el fuego respiraría por una contramina que tenían hecha; y el intrépido gobernador, para mostrar a los suyos el ningún recelo que abrigaba, sentose a la mesa con varios de sus oficiales en una pieza que caía sobre la misma mina. Llegó el caso de prenderse fuego a ésta, e instantáneamente volaron y desaparecieron entre escombros el gobernador Richard, el del castillo, Syburg, cinco capitanes, tres tenientes y el ingeniero mayor, que estaban de sobremesa, con otros ciento cincuenta hombres que a aquella parte se encontraban (28 de febrero, 1709). El estruendo no fue grande, a causa de las cisternas del agua, pero los peñascos que se desprendieron sepultaron cerca de cuatrocientas casas, y se estremeció la tierra una legua alrededor. Todavía no se aterró con esto el coronel Albon que tomó el mando. Por más de mes y medio mantuvo la defensa del castillo con los restos de aquella guarnición intrépida. A socorrerles por mar acudió el vice-almirante Baker con veinte y tres navíos, acompañándole con tropas de desembarco el general inglés Stanhope. Pero la artillería de los sitiadores, más certera que la de los navíos, hizo a ésos gran daño; el mismo Stanhope envió a tierra una lancha con bandera blanca, suspendiose el fuego, y ajustada la capitulación, salió la guarnición del castillo con arreglo a lo estipulado (17 de abril, 1709), y en los mismos navíos fue trasportada a Barcelona. Con la rendición del castillo de Alicante se completó la sumisión de todo el reino de Valencia{5}.
Exasperados los barceloneses con tantas pérdidas y contratiempos, y con tantos y tan infructuosos sacrificios como hacían, habían dirigido en principios de 1708 a su rey una representación, no ya vigorosa y fuerte, sino descarada y audaz, quejándose agriamente, ya de no ver cumplidas sus promesas, ya de las inmensas sumas que le tenían prestadas, ya de los robos, saqueos e insolencias de las tropas, ya de no ser respetados sus fueros.
«Señor (le decían): viendo que hace ya dos años que, mantenidos de vanas esperanzas, V. M. nos tiene suspensos, esperando grandes sumas de dinero para pagar, no solamente las tropas, cuyo número (en realidad muy corto), había de crecer tanto (según embajadas y respuestas dadas por V. M. diferentes veces a los síndicos del Excmo. Consejo de Ciento), que no solo habían de ser suficientes a defender a V. M. y a conquistar toda la monarquía, sino que también con ellas había de obligar a la Francia a hacer una paz, restituyendo todo lo que es de V. M., o ponerla en tal consternación, que de ella se viese quizá amenazada su poderosa corona de un precipicio, y también que con dicho dinero pagaría V. M. todo lo que debe, no solamente a aquellos que para mantener su real palacio han dado todos sus haberes; a aquellos cuyo dinero ha sido tomado o mandado dar por orden de la junta de medios; a los cabildos, comunidades, colegios, gremios, cofradías y demás comunes, que en todo es una cantidad inmensa; sino también lo que tiene prestado a V. M. esta ciudad de Barcelona, por cuyo efecto se halla casi sin crédito, tras haber acuñado tanta moneda corta, para satisfacer las vivas instancias con que V. M. pedía los tesoros que habían quedado en las iglesias; viendo que en lugar de dar socorro a Lérida, a cuya función prometió V. M. (si llegara la necesidad) llevar la vanguardia en persona, no se emplearon en esto las suficientes tropas que tenía V. M., sino solo en saquear, violar, robar cuanto encontraban bien lejos de los enemigos, y en hacer los más execrables daños que jamás han hecho en esta provincia enemigas tropas; y que en el mismo tenor van continuando en sacar los trigos de los graneros, sin considerar que lo que falta de necesario alimento a los racionales emplean ellos por cama, y sin darles otra cosa a sus caballos, acémilas y demás animales, quemando lo que no pueden llevar, satisfaciendo con decir, que pues se lo han de comer los enemigos, vale más que ellos se aprovechen y lo consuman; causando estas insolencias tan lamentables sentimientos en los vasallos de V. M., que está la ciudad llena de síndicos de las villas y lugares de Urgel, Campo de Tarragona y otros, a explorar en lo que han errado, o si V. M. les manda así satisfacer los inexplicables servicios que a V. M. tienen prestados.
»Viendo que contra nuestras patricias leyes, y capítulos de Cortes firmados de vuestra real mano y de vuestros gloriosos predecesores, despóticamente se aposentan los soldados por toda la provincia, forzando a todos sus moradores a que los alimenten, y den granos y paja a sus caballos y bagajes, y en esta ciudad los oficiales se entran y sirven de las casas que les parece, sea o no gusto del dueño: Viendo que de los ministros de V. M. ninguno procura hacer su real servicio, antes tirando solamente a robar y hacer ajustes de comunes y particulares, donde con causa o sin ella pueden meter mano; y al que tiene conveniencias, bajo el nombre de botiflero, ejecutan todo el rigor que se les antoja en sus bienes y hacienda, ocasionando con ello grandes odios en muchos vasallos: Y finalmente, viendo que lo que podía valernos todo ha salido contrario, y el quedar destruidos verdadero; que los insultos van creciendo, y los afectos y efectos disminuyéndose; que los enemigos se van internando, y las tropas de V. M. enteramente huyendo; que está cerca la campaña, y nosotros, aunque vengan (como nos tiene ofrecido V. M.) diez mil hombres de Italia, incapaces de hacer una honrada defensa: Por tanto suplica esta ciudad de Barcelona a V. M. procure el remedio, para el resguardo de su real persona y la de sus fidelísimos vasallos. De nuestra Diputación, &c.{6}»
A esta representación contestó Carlos prometiéndoles, y empeñándoles de nuevo su real palabra, que de Inglaterra, y de Italia, y de Alemania llegarían pronto cuerpos numerosos de tropas, y abundancia de dinero; y añadiendo que la armada de mar había ido a apoderarse de Cerdeña, que el príncipe Eugenio entraba por el Delfinado, y dándoles otras no menos lisonjeras noticias, que se publicaron e imprimieron en Barcelona, y aquietaron por de pronto, los ánimos. Mas como después ocurriera la pérdida de Tortosa, volvieron los catalanes a alzar la voz, y a reproducir sus quejas, y a desacreditar al mismo Staremberg, lo cual movió al general alemán a intentar la recuperación de Tortosa, aun no bien reparada, con un cuerpo de tropas escogidas. Poco faltó para que lograra su intento, merced a la deslealtad y traición de un eclesiástico de la ciudad, que había tenido maña para hacerse el confidente del comandante Adrian de Betancourt; el cual avisaba de todo al enemigo y le llamó en el momento en que por artificio suyo estaban Betancourt y toda la guarnición descuidados. Apoderados estaban ya los alemanes de una parte de la plaza, pero fue tal el arrojo con que se condujeron aquellos valientes defensores tan pronto como se apercibieron del peligro, que a pesar de haber caído muerto el mismo Betancourt en el ataque, ellos siguiendo puntualmente sus anteriores instrucciones los rechazaron con gran pérdida, y salvaron la plaza maravillosamente (diciembre, 1708). El rey don Felipe recompensó aquel rasgo de heroísmo premiándolos a todos, y mandando dar a los soldados dos pagas más de lo ordinario por cierto tiempo. El caballero Dasfeldt cuidó luego de la buena y pronta reparación de la plaza.
Y fue verdad, y se cumplió la mayor parte de lo que el archiduque había ofrecido a la diputación de Barcelona; porque los socorros vinieron, que fue con lo que se sostuvo el conde Guido Staremberg en Cervera y sus inmediaciones, despreciando los catalanes el nuevo bando de perdón general que desde el Buen Retiro expidió otra vez el rey don Felipe: y fue también verdad que la armada del almirante Lake que trajo la archiduquesa a Barcelona, se apoderó de la isla de Cerdeña, donde quedó de virrey el conde de Cifuentes; y dirigiéndose desde allí a la de Menorca, mandando la gente de desembarco el inglés Stanhope, la tomaron también, junto con el castillo de San Felipe, sin haber disparado un cañonazo, porque no hubo necesidad, toda vez que les fue entregado por los mismos comandantes, francés el uno y español el otro. La conquista de estas dos islas facilitó no pocos recursos a los catalanes, y les dio aliento, y los consoló y recompensó en parte de sus pérdidas en el Principado.
Habíanse visto en Italia durante el año de 1708 los funestos efectos de la dominación alemana en Nápoles y Milán, desde que españoles y franceses fueron arrojados de aquellos antiguos dominios de España. El yugo de los alemanes se hacía sentir tan pesadamente sobre aquellos nuevos súbditos, inclusos los españoles que los habían ayudado a la rebelión, tales como el duque de Monteleón, el cardenal su hermano y otros, que no pudiendo soportarle andaban ya discurriendo unos y otros cómo volverían a estar bajo la mano menos tiránica de los españoles; y aun hubo en una ocasión un principio de tumulto en que se dieron vivas a Felipe V, bien que por entonces no tuviera esto más consecuencias.
Pero en toda Italia se hizo sentir aquella pesada y despótica dominación, y muy especialmente en los Estados de la Iglesia, con no poco detrimento y mucho más peligro de la autoridad pontificia. Comenzaron los alemanes por apoderarse en Nápoles y Milán de todas las rentas y beneficios eclesiásticos, sin temor, y aún con menosprecio de las censuras; a tal punto, que habiendo hecho prender el virrey de Nápoles, conde de Thaun, a un clérigo por afecto al rey don Felipe, y no bastando a defenderle el arzobispo, como el papa reclamara la persona del clérigo amenazando con que de lo contrario emplearía las censuras de la Iglesia, respondiole el virrey que él enviaría sus tropas a buscar la absolución; y el clérigo fue ajusticiado públicamente. Siguieron exigiendo del pontífice que reconociera a Carlos de Austria como rey de España; ocuparon los feudos que tenían en Nápoles los duques de Parma y de Florencia; y aún después de reemplazar el cardenal Grimani al conde Thaun en aquel virreinato, continuó embargando todas las rentas de los eclesiásticos ausentes, y negándose a admitir los breves pontificios y a darles cumplimiento sin remitirlos antes al archiduque, al mismo tiempo que en Milán el príncipe Eugenio prohibía que se sacase dinero para Roma con cualquier motivo o pretexto que fuese, ni dar ni recibir libranzas los comerciantes y banqueros bajo pena de la vida.
Marchando progresivamente los austriacos en su sistema hostil a la corte romana, acordaron en una junta varios artículos al tenor de los siguientes: que en adelante no se tomará la investidura de los reinos de Nápoles y Sicilia, por no ser feudos de la Iglesia, como hasta entonces falsamente se había supuesto: que se habrán de restituir al reino de Nápoles los Estados de Avignon y el Benevento, como injustamente usurpados a aquel reino, el uno por Clemente VI, el otro por Pío II: –que los obispados habrán de proveerse a nominación del archiduque, dando por nula la transacción hecha entre Carlos V y Clemente VII, &c.: a este tenor los demás. No contentos con exigencias verbales y con condiciones escritas, pasaron a vías de hecho, y moviendo cautelosamente sus tropas se apoderaron del Estado de Comachio, perteneciente a las tierras de la Iglesia, y habrían hecho lo mismo con el de Ferrara, a no haber acudido con prontitud a su defensa tropas pontificias. Ya era excusado todo disimulo; la guerra de los católicos alemanes a la Santa Sede era manifiesta: el papa se previno a la defensiva, escribió a todas partes, reclamó el auxilio de las potencias amigas, especialmente de Francia y España, tomó cuantas medidas le permitían sus recursos, y fortificó el castillo de Sant-Angelo.
Hizo bien, y no hacía nada de más en todo esto, porque los imperiales, después de haber ratificado en la Dieta de Ratisbona los artículos de la junta de que hemos hecho mérito; después de publicar el rey de Romanos en un manifiesto que los Estados de Parma y Plasencia no eran feudos de la Iglesia, como se creía, sino del imperio; que la Iglesia no tenía bienes temporales; que si los emperadores le habían hecho algunas donaciones eran nulas, y lo que no tenía por donación era usurpado, y por consecuencia todo debía volver al imperio; después de declarar también nulas las censuras puestas por S. S. a los que cobraban las contribuciones en Parma y Plasencia, y de exigir al duque de Parma que dentro de quince días hiciera reconocimiento de estos feudos a favor del imperio, continuaban sus invasiones armadas en los Estados Pontificios, y bloqueaban y amenazaban a Ferrara, sin soltar a Comachio. Preveníase el papa; naves francesas que iban en su ayuda amagaban a Nápoles; el mariscal de Tessé fue enviado por Luis XIV para empeñar a los príncipes italianos en la guerra contra los alemanes; acudían allá los oficiales españoles que estaban en Nápoles y Milán, y el pontífice mandó dar armas a los paisanos. Pero ya las tropas imperiales corrían el Boloñés, el Ferrarés, la Romaña, todos los Estados de la Iglesia, bloqueaban a Ferrara y otras grandes poblaciones, temblábase en Roma, y llegó el caso de cerrarse tres de sus puertas y llamarse tropas para la defensa interior.
Atreviose el marqués de Prie a proponer al papa medios de ajuste, para lo cual tuvo con él una audiencia de tres horas en Roma. Los preliminares para este ajuste eran: 1.º que S. S. desarmara y licenciara sus tropas: 2.º que reconociera por rey de España al archiduque: 3.º que diera cuarteles en los Estados de la Iglesia para diez y ocho mil alemanes. En vano el Pontífice, en vista de tales propuestas, se dio prisa a fortificar el castillo de Sant-Angelo, y a llenar sus fosos de agua: los alemanes siguieron estrechándole, entraban en ciudades y castillos, cobraban en todas partes las rentas de la Santa Sede, las tropas pontificias se retiraron a Ancona, el papa se vio precisado a pedir al marqués de Prie una suspensión de armas, y aquel le respondió que solo tenía orden de ofrecer la guerra o la paz. Los embajadores y cardenales de Francia y de España en Roma ofrecían a S. S. socorros de mar y tierra, y empeñar a otros soberanos de Italia en la lucha contra el imperio, si él se decidía por la guerra; bien que uno de ellos, el duque de Uceda, al tiempo que en público hacía esfuerzos en este sentido, se estaba entendiendo en secreto con los alemanes. El marqués de Prie apretaba con amenazas a S. S.; el pontífice respondía con vigor, pero no admitía las ofertas de España y Francia; avanzaban los alemanes; todo era confusión y espanto en Roma, porque no había ya más plaza libre que Ancona. Resuelto estuvo ya el pontífice a fugarse de la ciudad santa, pero los cardenales no se lo permitieron. Así estaban las cosas al terminar el año 1708. Por último S. S. se vio precisado a suscribir a lo que los alemanes quisieron proponerle; hízose el ajuste al modo que ellos desde el principio lo habían pretendido, y ni siquiera restituyeron a la Iglesia el estado de Comachio. Tal fue para la Santa Sede el funesto resultado de la expulsión de los españoles de Nápoles y Milán dos años antes, y bien a su costa conoció la diferencia de la dominación imperial a la dominación española en aquellos antiguos estados de la corona de Castilla{7}.
No habían sido favorables en ese mismo año los sucesos de la guerra de los Países Bajos a la causa de los Borbones, a pesar de haberse reunido un ejército de cien mil hombres en aquella frontera, y de haberse dado el mando de aquellas grandes fuerzas al duque de Borgoña, heredero presunto de la corona de Francia, bajo la dirección del hábil y acreditado duque de Vendôme, y a pesar de los estragos que causaron en los pueblos de Holanda las terribles inundaciones que sufrieron. Al principio lograron apoderarse por sorpresa de Gante, Bruges y algunas otras plazas del Brabante, pero repuestos luego ingleses y holandeses, libres ya del cuidado en que los había tenido la malograda expedición de Jacobo de Inglaterra desde Dunkerque, que dejamos en otro lugar indicada, acometieron Marlborough y el príncipe Eugenio un cuerpo de treinta mil franceses en Oudenarde, e hicieron en él tanto estrago (11 de julio, 1708), que acaso habría sido totalmente deshecho si del Rhin no hubiera acudido, llamado por el duque de Borgoña, el mariscal de Berwick con otro cuerpo de veinte mil hombres. Con esto los enemigos pudieron poner en contribución todo el Artois, y se prepararon para el sitio de Lille. Inmensas masas se reunieron de una y otra parte para este célebre sitio. Tenía el mariscal de Bouflers dentro de la plaza veinte y cinco batallones, con dos regimientos de dragones y otros doscientos caballos. El príncipe Eugenio la asediaba con todo el ejército aliado. A socorrer la guarnición fue el duque de Berwick con treinta mil hombres, a los cuales se juntaron otros diez mil que mandaba La Cruz; y todos se incorporaron luego con el duque de Borgoña que dirigía el resto del ejército francés. Y sin embargo no se pudo impedir a los enemigos embestir la plaza, abrir trincheras y dar asaltos, bien que en unas y otras operaciones no dejaran de sufrir graves pérdidas.
En fin, después de sesenta y un días de abierta brecha, y de setenta y dos de sitio, cuyas vicisitudes excusaremos referir, y de haber perdido ya en él los aliados veinte mil hombres, el mariscal de Bouflers pidió capitulación (22 de octubre, 1708), y otorgósele con las condiciones que propuso. Quedaba la ciudadela, que continuó defendiéndose hasta el 8 de diciembre que se entregó, saliendo la guarnición con todos los honores militares, porque el duque de Borgoña al retirarse con el ejército a Francia había dejado orden para que se rindiese.
La causa de esta extraña retirada del de Borgoña, y de la no menos extraña orden que dejó para que se rindiera la ciudadela de Lille, así como de su inacción en los últimos días de la campaña, solo puede explicarse por el designio que llevara, y que ya muchos, como hemos dicho, le atribuían, de conducir las cosas de la guerra a un estado en que fuera necesario al rey su abuelo hacer la paz, despojando a su hermano de la corona de España. Y no en otro sentido le habló sin duda el ministro de la Guerra marqués de Chamillardt, que ahora, como en otro tiempo, se presentó en el teatro de la guerra, y le aconsejó lo mismo que en otra ocasión había aconsejado a los generales de Italia. Pero pudo haber dado siquiera alguna muestra de que estaba allí, por salvar las apariencias, y el honor del ejército, y no que dio lugar a que éste conociera su intención, y le tratara con menos respeto del que era debido a un general en jefe, y más a un príncipe heredero del trono francés{8}.
Con la pérdida de Lille, y con la de Gante, que le siguió poco después (29 de diciembre, 1708), despojábase la Francia de una de las mejores y más importantes conquistas de Luis XIV en los Países Bajos, y siendo Lille la llave de los que bañan el Lys y el Escalda, quedaba completamente descubierta la frontera francesa por aquella parte y abiertas las puertas del Artois y de la Picardía. Entonces comprendió Luis XIV con mucho pesar suyo la necesidad de proteger sus propias provincias contra el poder de los vencedores. Pero causábale todavía más pesar la imposibilidad en que se hallaba de emplear los medios necesarios para ello. La situación de la Francia era miserable y casi desesperada. Además de los reveses que acababa de sufrir en la guerra, las inundaciones y las heladas del memorable invierno de 1708 la dejaron sin frutos y sin esperanza de cosecha. El tesoro estaba agotado, los almacenes vacíos, no había de dónde sacar para el soldado ni paga ni pan; disgusto y desánimo en el pueblo, desánimo y deserción en las tropas; los enemigos envalentonados como vencedores; la amistad de España sirviéndole de carga más que de apoyo; y el duque de Borgoña y los de su partido pronunciados contra la guerra y contra los sacrificios que estaba costando a la Francia el empeño de sostener a Felipe en el trono español.
En situación tan funesta no vaciló Luis XIV en entablar negociaciones secretas para la paz con los holandeses, que parecían ser entonces los árbitros de las potencias de Europa, sin detenerse porque hubieran sido infructuosas otras tentativas anteriores. Envió pues al presidente Rouillé (marzo 1709) con plenos poderes para tratar con los diputados de los Estados Generales, y por parte de Felipe fue también el marqués de Bergueick, autorizado para dar a los holandeses toda clase de pruebas de amistad y confianza. Pero éstos hablaron como vencedores, exigiendo como base preliminar del tratado la cesión de la España y de las Indias. Aún con esta condición, todavía Luis XIV quería continuar las negociaciones, mas cuando llegó el caso de explorar por medio del embajador Amelot los sentimientos de su nieto Felipe, sublevado el ánimo del joven monarca, envió a su abuelo la siguiente enérgica y dura respuesta: «Ya tenía yo noticia de lo que escribís a Amelot, esto es, de las negociaciones quiméricas e insolentes de los ingleses y holandeses relativas a los preliminares de la paz. Jamás he visto otras semejantes, y se me resiste creer que podáis escucharlas, vos que por vuestras acciones habéis sabido ganar más gloria que ningún soberano del mundo; pero me indigna que haya quien se imagine que podrá obligárseme a salir de España. No sucederá por cierto mientras corra por mis venas una sola gota de sangre, porque no podría soportar semejante baldón, y haré cuantos esfuerzos sean necesarios para conservar un trono, que debo, en primer lugar a Dios, después a vos, y nada me arrancará de él más que la muerte… &c.»
Conocida por el monarca francés la firmeza del español, trató de sondear el espíritu que dominaba en España, y el apoyo y los recursos con que podía contar su nieto. De todo esto le informó Amelot, asegurándole que era casi general el amor que le tenían los pueblos de España, y que a pesar de los sacrificios que la guerra les imponía, no se oían quejas, ni se observaban síntomas de desobediencia, sino era por parte de algunos magnates, descontentos de no disponer y mandar a su albedrío, y de la parte que en el gobierno tenía el mismo Amelot: que el rey era equitativo, y aliviaba a los pueblos cuanto podía; la reina afable, benéfica, económica y prudente; la princesa de los Ursinos tan desinteresada, que ni pensaba siquiera en pedir los sueldos y pensiones que se le debían; que solo los jefes de oposición al gobierno, que eran Montalto, Montellano, Frigiliana, Aguilar y Monterrey criticaban la abolición de los fueros aragoneses, y la poca consideración que decían se guardaba a los pueblos; que por lo demás, siendo cierto que hacía pocos años no tenía Felipe ni tropas, ni armas, ni artillería, ni dinero para pagar a sus propios criados, ahora disponía de un ejército considerable; que era verdad que se trabajaba por la separación de Amelot y de la princesa de los Ursinos, y que la oposición había crecido desde la malhadada campaña de Flandes; y sobre todo confesaba que si Luis XIV retiraba sus tropas, los españoles más amantes de su rey creerían que le abandonaba, y acaso le desampararían también, viendo que no podría sostenerse{9}.
En vista de todo, se decidió el monarca francés a seguir la negociación entablada, sin aceptar ni rechazar definitivamente la condición humillante impuesta por los holandeses. El plan de Luis XIV parecía el de llegar a la paz, siquiera se hiciese a expensas de Felipe, halagando el pensamiento de cada uno, incluso el del duque de Orleans, que le tenía sobre el trono español. Pero el ministro Torcy, que fue a la Haya para activar la negociación, no encontró los ánimos mejor dispuestos, y no viendo disposición a tratar separadamente con los de Holanda, tuvo que someter las proposiciones a los aliados, con cuyos plenipotenciarios se celebraron conferencias en la Haya. En vano recurrió el anciano monarca francés a varios artificios para eludir la condición primera que se le exigía. En vano fue sucesiva y gradualmente haciendo concesiones, hasta llegar a convenir en abandonar a España y sus dominios, excepto Nápoles y Sicilia: insistían los aliados en la restitución completa de la monarquía española a la casa de Austria, a excepción de lo ofrecido a Saboya y Portugal; accedía ya el francés a esta condición, pero confesaba serle imposible arrancar el consentimiento de Felipe, aunque retirara sus tropas de la península; los aliados como garantía de su promesa le exigían que respondiera él mismo de su compromiso, y pedíanle como prenda las plazas que en España ocupaban las tropas francesas, lo cual rechazaba Luis, como condición que lastimaba su delicadeza, haciéndole sospechoso de obrar de mala fe{10}.
Semejante negociación no podía menos de alarmar a Felipe y sus adictos, los cuales no dejaron de manifestar a Luis XIV sus temores y sus quejas. Las respuestas del soberano de la Francia no eran en verdad a propósito para aquietarlos y disipar sus recelos, puesto que llegó a decir a su embajador (abril, 1709), que fuera preparando a Felipe para que cediera la España, pues era necesario concluir la paz a cualquier precio que fuese. Veían, pues, Felipe y los españoles con el más profundo sentimiento y desagrado que en la imposibilidad en que parecía encontrarse el francés de continuar la lucha, se proponía alcanzar la paz más ventajosa posible sacrificando la España. Desmayaban unos, volvían otros los ojos al Austria, y otros pensaban en el de Orleans para el caso en que Felipe se viese obligado a abdicar la corona. Que el de Orleans abrigaba estas aspiraciones cosa fue que llegó él mismo a confesar a su tío en explicaciones que entre los dos mediaron, y que a Luis no pareció pesarle, o por lo menos lo tomó como un medio y una solución más para sus combinaciones. La princesa de los Ursinos, nunca amiga del de Orleans, era la que vigilaba activamente su conducta y la de sus agentes en España, y con su acostumbrada habilidad hizo que se descubriera en el equipaje de uno de ellos una parte de la correspondencia entre el duque y el general inglés Stanhope, su antiguo compañero en galanteos. Con tal motivo reiteró Felipe V sus quejas a su abuelo, y le rogó con instancia que no permitiese al duque de Orleans volver a tomar en ningún tiempo el mando del ejército de España, porque sería la señal de la explosión, y acaso de la ruina del trono. Conoció entonces Luis XIV los peligros de su condescendencia con los proyectos del sobrino, y temiendo los resultados de su insistencia se constituyó como en mediador entre el sobrino y el nieto, y ofreció a Felipe obrar en el sentido que él deseaba{11}.
Entretanto el rey don Felipe había dado otra prueba de su resolución de no abandonar nunca la España, convocando Cortes de castellanos y aragoneses para el reconocimiento de su hijo el infante don Luis como príncipe de Asturias y heredero del trono de Castilla; fue en efecto reconocido y jurado el príncipe con universal beneplácito y con toda la solemnidad y ceremonias de costumbre en las Cortes a este fin congregadas en la iglesia de San Gerónimo del Prado de Madrid (7 de abril, 1709). Mas por si alguno dudaba todavía de la firmísima resolución del rey don Felipe en esta materia, escribió otra vez a su abuelo la siguiente carta (17 de abril), notable por la vigorosa energía con que de nuevo se afirmaba en la decisión que siempre había manifestado.
«Tiempo hace que estoy resuelto, y nada hay en el mundo que pueda hacerme variar. Ya que Dios ciñó mis sienes con la corona de España, la conservaré y defenderé mientras me quede en las venas una gota de sangre: es un deber que me imponen mi conciencia, mi honor, y el amor que a mis súbditos profeso. Cierto estoy de que no me abandonará mi pueblo, suceda lo que quiera, y que si al frente de él expongo mi vida, como tengo resuelto antes que abandonarlo, mis súbditos derramarán también de buen grado su sangre por no perderme. Si fuera yo capaz de abandonar mi reino o cederle por cobardía, estoy cierto de que os avergonzaríais de ser mi abuelo. Ardo en deseos de merecer serlo por mis obras, como por la sangre lo soy: así es que jamás consentiré en un tratado indigno de mí… Con la vida tan solo me separaré de España; y sin comparación quiero más perecer disputando el terreno palmo a palmo que empañar el lustre de nuestra casa, que nunca deshonraré si puedo; con el consuelo de que trabajando para bien de mis intereses, trabajaré al mismo tiempo en obsequio de los vuestros y de los de Francia, para quien es una necesidad la conservación de la corona de España.{12}»
No con menos entereza se condujo con el pontífice. Aunque afecto Clemente XI a la causa y dinastía de los Borbones, habíase visto obligado a someterse al ajuste impuesto por los alemanes, como indicamos poco ha. Pero respecto al reconocimiento del archiduque, imaginó que podía salir del embarazo adoptando un término medio, o mejor diríamos ambiguo, reconociéndole solamente como rey Católico, no expresando de España. Sucediole con esto que no satisfizo a los austriacos, y disgustó de tal modo al rey don Felipe, que dándose por muy ofendido mandó salir de España al nuncio de S. S., cerró el tribunal de la nunciatura, prohibió todo comercio con la corte romana, cortó toda comunicación con la Santa Sede, sino en las cosas que pertenecieran exclusivamente a la jurisdicción y potestad espiritual, y tomó otras semejantes medidas, que fueron principio de largas y ruidosas disidencias entre la corte de España y la silla pontificia, que duraron largos años, y de las cuales habremos de tratar separadamente{13}.
Mas todos estos arranques de firmeza de parte del rey no impedían que, excitado el espíritu independiente de los españoles contra todo lo que fuera someterlos a la intervención de agentes extranjeros, creciera en ellos el disgusto y se aumentaran las quejas contra la Francia, contra Amelot, y aun contra la princesa de los Ursinos, a quienes suponían autores de las calamidades que afligían al reino. Este descontento y esta oposición, que se manifestaba en el seno del gabinete, irritó al embajador francés en términos que perdiendo su habitual comedimiento y su carácter naturalmente conciliador, comenzó a tomar medidas severas contra los magnates desafectos a Francia, y consiguió que fuesen separados del consejo Montellano y otros que se hallaban en igual caso, lo cual no hizo sino aumentar la popularidad de los separados. Hubo entre los grandes quien, como el de Medinaceli, propuso unirse con los aliados contra los franceses, que con tratos y proyectos ofensivos a la lealtad española parecían querer arrebatar a la nación un rey que amaba y veneraba, y con quien había identificado sus intereses y sentimientos. Y estas ideas se difundían por el ejército, cundían hasta el soldado, y llegó a tanto la animadversión con que miraban las tropas españolas a las francesas y la prevención del pueblo contra los de aquella nación, que hubo motivos para temer que el populacho de Madrid inmolara un día los franceses residentes en la corte{14}. Y como cualquiera que fuese la combinación que produjeran las negociaciones que andaban pendientes, los españoles calculaban que había de producir, en unos u otros términos, la desmembración de la monarquía, que era lo que ofendía más el nacional orgullo, no veían otra áncora de salvación que sostener a Felipe, a quien hallaban siempre dispuesto a morir en España y por España.
Valiose mañosamente de esta disposición de los ánimos la princesa de los Ursinos, y si bien hasta entonces había apoyado todas las medidas propuestas por el embajador francés, en esta ocasión no tuvo reparo en sacrificar a Amelot, y mostrándose indignada al saber las proposiciones humillantes hechas a Luis XIV por los confederados, y haciendo recaer sobre el embajador el peso y la responsabilidad de las medidas impopulares, pidió su destitución, empleando también para su objeto todo el influjo que con la reina tenía. Y como los consejos de la reina y de la camarera estuviesen en este punto de acuerdo con los sentimientos del rey, convocó Felipe a los ministros y a los principales grandes del reino, y exponiendo ante aquella asamblea la inquietud que le causaba la conducta de la corte de Versalles, y el rumor que corría de que iba a abandonarle la Francia, les repitió su firme resolución de morir antes que renunciar la corona ni dejar a España, les declaró que estaba decidido a guiarse por los que tantas pruebas le habían dado de adhesión y cariño, y concluyó pidiéndoles consejo y apoyo.
Honda sensación y maravilloso efecto produjo este discurso del rey en aquella asamblea. Veíanse en ella muestras generales de aprobación y signos inequívocos de afecto. El cardenal Portocarrero, que a pesar de su avanzada edad y de sus achaques había venido a formar parte de aquella respetable reunión, contestó a nombre de todos en un lenguaje lleno de patriotismo y de dignidad, diciendo que el honor, la lealtad y el deber, todo imponía a los españoles la obligación de defender a su soberano y de sacrificarse por sostenerle en el trono, y que sería mengua y baldón para España consentir que Inglaterra y Holanda desmembrasen la monarquía; y que si Francia no podía en lo sucesivo ayudar a los españoles, ellos solos sabrían defender su independencia y conservar la corona a su monarca, porque no habría español que no corriera gustoso a empuñar las armas para el sostén y defensa de tan sagrados objetos. La asamblea prorrumpió en entusiastas demostraciones de adhesión y de aplauso, y el anciano prelado borró con este último acto de su larga carrera política las manchas y lunares con que en más de una ocasión la había empañado. Concluyó la asamblea rogando al rey que estableciera un gobierno puramente español, excluyendo de él a los franceses, y Felipe accedió a lo que ya de antemano había pensado aceptar. No paró en esto la habilidad de la princesa de los Ursinos, sino en conseguir después, por medio de la reina su protectora, no ser incluida en la resolución general, y aun ella misma fue la primera que anunció a Amelot la nueva de su destitución.
El embajador francés fue reemplazado por Blecourt que había sido antes ministro en España. El duque de Medinaceli fue nombrado ministro de Estado; diose el ministerio de la Guerra al marqués de Bedmar; los demás ministros y secretarios permanecieron en sus puestos por ser españoles. Para las conferencias de la paz que se celebraban en la Haya se nombró plenipotenciarios al duque de Alba y al conde de Bergueick. Las instrucciones que se les dieron no podían ser ni más terminantes ni más dignas. «Decidido está el rey, decían, a no ceder parte alguna de España, de las Indias, o del ducado de Milán; y conforme a esta resolución protesta contra la desmembración del Milanesado, hecha por el emperador a favor del duque de Saboya, a quien se podrá indemnizar con la isla de Cerdeña. En este último caso, y a fin de conseguir la paz, consiente S. M. en ceder Nápoles al archiduque, y la Jamaica a los ingleses, con la condición de que cederán estos a Mallorca y Menorca.» Si a pesar de estas concesiones no se podía lograr la paz, se encargaba a los plenipotenciarios trataran de decidir al rey de Francia a que cediera alguna de sus conquistas, y procurara el restablecimiento de los electores de Baviera y Colonia, dejando al primero el gobierno de los Países Bajos hasta que volvieran estos Estados a la corona de Castilla{15}.
Muy distantes estaban los aliados de acceder, no solo a las proposiciones del monarca español, pero ni a las que el francés les presentó por medio de su ministro de Estado el marqués de Torcy. Antes bien lo que los representantes de los confederados establecieron como preliminares para la paz en lo relativo a la sucesión española, fue el reconocimiento del archiduque Carlos como soberano de toda esta monarquía, de modo que ningún príncipe de la dinastía de Borbón pudiera reinar jamás en parte alguna de ella, con cuya condición suspenderían las hostilidades por dos meses; y si en este plazo no se hubiese realizado, o se negase Felipe a consentir en ella, el rey de Francia se obligaría, no solo a retirar sus tropas de España, sino a unirse con los aliados para arrancar a Felipe este consentimiento{16}. Fijáronse además otras condiciones respecto al Imperio, a Holanda y a Inglaterra. Al leer tan ignominiosas y altivas proposiciones sublevose el espíritu del anciano monarca francés, y pareciendo revivir en él su antiguo aliento declaró solemnemente, que en la dura y cruel alternativa en que se le ponía de pelear contra sus propios hijos o luchar contra extraños, no podía haber para él duda ni vacilación; y apelando al valor y a la lealtad de su pueblo contra el orgullo y la insolencia de sus enemigos; «Es repugnante, decía, a los ojos de la humanidad el hecho solo de suponer que podrán todas las fuerzas humanas hacerme consentir en cláusula tan monstruosa. Aunque no sea menos vivo el amor que me inspiran mis pueblos que el que profeso a mis propios hijos; aunque tenga que sufrir todos los males que la guerra ocasione a súbditos tan fieles; aunque yo haya mostrado a toda Europa mis deseos de darles la paz, cierto estoy de que ellos mismos se negarían a recibir esta paz con condiciones tan contrarias a la justicia y al lustre del nombre francés.»
Y Felipe V decía a su vez a los españoles: «No contentos los aliados con hacer alarde de sus exigencias desmedidas, se atrevieron a proponer como artículo fundamental que el rey mi abuelo hubiera de reunir sus fuerzas a las de ellos a fin de obligarme por fuerza a salir de España, si en el término de dos meses no lo verificaba yo voluntariamente; exigencia escandalosa y temeraria, y sin embargo la única en que mostraron hasta cierto punto que conocían y estimaban mi constancia, toda vez que ni con el auxilio de tan vasto poder se prometían un triunfo seguro.» Y añadía: «Si tales son mis pecados que hayan de privarnos del amparo divino, por lo menos lucharé al lado de mis amados españoles hasta derramar la última gota de mi sangre, con que quiero dejar teñido este suelo de España tan querido para mí. Feliz si calmándose la cólera del cielo con el sacrificio de mi vida, los príncipes mis hijos, nacidos en los brazos de mis fieles súbditos, se sientan un día en el trono en medio de la paz y pública felicidad, y si al exhalar el último suspiro puedo envanecerme de haber embotado los filos de la fortuna contraria, de modo que mis hijos, con quienes ha querido Dios consolidar mi monarquía, logren por último coger los sazonados frutos de la paz…»
Los manifiestos de ambos monarcas produjeron igual efecto en cada uno de sus pueblos. La juventud española se apresuró a alistarse y a tomar las armas: la nobleza hizo cuantiosos donativos, ya en plata labrada, ya en dinero; los obispos, las iglesias catedrales, el clero en general ofreció sus tesoros, y ayudó con sus exhortaciones a combatir a un príncipe sostenido por herejes y protestantes. Por primera vez en este reinado se confió el mando del ejército a un español, el conde de Aguilar, conocido y acreditado entre sus compatriotas por su valor y experiencia militar. Mas como quiera que todos estos esfuerzos no se consideraran suficientes para resistir la España sola al choque que la amenazaba, a instancias y ruegos de la reina, que se hallaba próxima a ser otra vez madre, accedió Luis XIV, no obstante la penuria y los apuros de su propio reino, a dejar en España treinta y cinco batallones franceses solo por el tiempo que necesitara Felipe para reunir y organizar un ejército nacional, y haciéndole entender que si España no hacía un esfuerzo extraordinario para defenderse a sí misma contra los aliados, no le sería posible conservar en el trono a su familia. Por fortuna no fue ahora en España, sino en otras partes, como veremos luego, donde las potencias confederadas hicieron caer el peso principal de la guerra.
Con no menos ardor y decisión respondió la Francia a la voz y al llamamiento de su venerable soberano. Lo extraordinario de los esfuerzos correspondió a las necesidades y a los apuros en que el reino se hallaba. Luis envió su vajilla a la casa de moneda; los príncipes y la mayor parte de las personas o pudientes o acomodadas hicieron lo mismo: el pueblo se prestó a todo. Las conferencias de la Haya terminaron, como era de esperar, sin resultado, y la Francia puso todavía en pié cinco ejércitos para esta campaña. Se pensó que los mandaran los príncipes, pero se renunció a esta idea por los grandes gastos que su presencia ocasionaba y exigía; y así se dio el mando de el de Flandes al mariscal de Villars, al de Harcourt el del que había de operar en el Rhin, al duque de Berwick el de el Delfinado, el del Rosellón al duque de Noailles, y el de Cataluña al mariscal de Bezons. Los aliados tenían también otros cinco ejércitos: el de los Países Bajos, que mandaban el príncipe Eugenio y el duque de Malborough; el del Rhin dirigido por el duque de Hannover; el del Piamonte por el conde de Thaun; el de España, que había de mandar el conde de Aremberg, y además el de Portugal. Unos y otros querían reunir fuerzas enormes en los Países Bajos; los aliados se propusieron aglomerar allí hasta ciento ochenta y tres batallones y trescientos quince escuadrones: Luis XIV aspiraba a reunir ciento cincuenta batallones y doscientos veinte escuadrones. Ni unos ni otros pudieron completar al pronto tan extraordinario número de combatientes, pero después uno y otro ejército sobrepasó esta cifra.
No nos corresponde el relato minucioso de las operaciones y movimientos de aquellas formidables masas de guerreros, que en la célebre campaña de 1709 ventilaban con las armas en los campos y ciudades de los Países Bajos la cuestión de la sucesión española a nombre de casi todas las potencias de Europa. Inauditos esfuerzos tuvo que hacer la Francia para el abastecimiento y manutención de tanta gente en país dominado por los enemigos. Grande fue también, y era en verdad bien necesaria, la actividad y consumada inteligencia del mariscal de Villars para defenderse y preservar el territorio francés contra tan superiores fuerzas como eran las contrarias, mandadas por habilísimos jefes acostumbrados a triunfar. Así, aunque reforzado con veinte escuadrones del ejército del Rhin, con los cuales juntaba un total de ciento veinte y ocho batallones y doscientos sesenta y ocho escuadrones, no pudo evitar que la plaza de Tournay, sitiada por Marlborough, se rindiera por capitulación al cabo de un mes (29 de julio, 1709), y que al cabo de otro mes se entregara también la ciudadela (1.º de setiembre), donde se había refugiado el valiente Surville con la guarnición{17}.
Diose después y a poco tiempo (11 de setiembre) la famosa batalla de Malplaquet, o de Taisnieres, cerca de Mons, una de las mayores, más sangrientas y más singulares que se habían dado hacía más de un siglo, por el número de los combatientes, por la obstinación en el ataque y en la defensa, y por la mucha sangre que se derramó. Perdieron los franceses esta famosa batalla, quedando muertos en ella cinco oficiales generales y otros ocho heridos{18}, si bien la pérdida numérica de hombres y de banderas fue mayor la de los aliados, aunque estos quedaron dueños del campo{19}. «Cáusame, señor, gran pena (decía el mariscal de Bouflers a Luis XIV desde el campo de Quesnoy) que el haber sido hoy gravemente herido el mariscal de Villars me ponga en el caso de ser yo quien os anuncie la pérdida de una nueva batalla: pero puedo asegurar a V. M. que jamás infortunio alguno ha sido acompañado de más gloria; todas las tropas de V. M. la han alcanzado grande por su distinguido valor, por su firmeza, por su constancia, no habiendo cedido sino a la superioridad del número, y habiendo hecho todas ellas maravillas de valor.» Y así era la verdad, según confesión de los mismos aliados{20}.
A la victoria de los confederados en Malplaquet, después de varios movimientos de ambos ejércitos, siguió el sitio y la toma de la fuertísima plaza de Mons, que se rindió por capitulación (20 de octubre, 1709), sin que bastara a evitarlo el haberse reunido al ejército francés de Flandes el mariscal duque de Berwick{21}. Con lo cual terminó la campaña de 1709 en los Países Bajos, retirándose unas y otras tropas a cuarteles de invierno, y volviéndose los generales de uno y otro ejército a las capitales de sus respectivas potencias. «Así terminó, dice un ilustrado escritor francés, una campaña comenzada en las circunstancias más espantosas para la Francia, y las más embarazosas para el general encargado de la defensa de sus fronteras. Sin tropas, sin medios, ante un ejército superior y acostumbrado a vencer, el mariscal de Villars encontró en su genio y en su actividad medios para formar un ejército que no existía, y recursos al través de la general miseria. Su golpe de vista le hizo escoger una posición que los enemigos respetaron y que salvó el reino: su firmeza y su valor reanimaron el de las tropas, abatido por las desgracias y por la falta de todo. En fin, aunque obligado a ceder a la superioridad de los enemigos, supo contener los progresos de sus triunfos y la ejecución de sus vastos proyectos, cerrándoles la entrada del reino, y reduciéndolos a la conquista de dos plazas que no pertenecían a la Francia.»
Si digna de elogio había sido la conducta del mariscal de Villars en la campaña de Flandes, no fue menos digna de admiración la del duque de Berwick en el Delfinado y fronteras de Italia. Trabajos sin cuento tuvo que sufrir, y dificultades sin número que vencer para guardar aquellas fronteras con un ejército desprovisto de todo, sin dinero, sin mantenimientos, sin recursos de ninguna especie, faltándole al soldado la paga, el pan, el preciso e indispensable sustento, acabándose hasta la avena de que se alimentaba en lugar y a falta de trigo, sublevándose las provincias de donde se intentaba sacar algunos mantenimientos, indisciplinándose y desertándose las tropas, imposibilitado el gobierno francés de proporcionar subsistencias, y ofreciendo todo un cuadro desconsolador y espantoso. Y esto delante de un enemigo superior en fuerzas, con recursos y provisiones en abundancia, y a quien el último acomodamiento con el pontífice dejaba en completo desahogo para dominar el país y obrar con entera libertad; que tal era la ventajosa situación del duque de Saboya y de los generales del imperio. Y sin embargo condújose el de Berwick con tanta constancia, habilidad y pericia, y los enemigos con tal inacción o torpeza, que las fronteras de Francia se preservaron, contuviéronse los imperiales del otro lado del Ródano, y al aproximarse el invierno se retiraron a cuarteles en Milán, Mantua, Parma y Plasencia, mientras las tropas francesas quedaban cubriendo la Saboya, el Delfinado, la Provenza y el Franco-Condado{22}.
Con iguales, y si es posible, con mayores escaseces, dificultades y apuros tuvo que luchar en la Alsacia y en el Rhin el general francés del ejército de Alemania duque de Harcourt. Sin paga ni alimento, oficiales y soldados, muchas veces estuvo todo el ejército a punto de desbandarse. Aflige leer la triste pintura que el de Harcourt hacía a cada paso a la corte de Francia del estado lastimoso de sus desnudas y hambrientas tropas, el ahínco y la urgencia con que pedía y reclamaba algunos recursos, y las respuestas desconsoladas de la corte manifestando la imposibilidad de proveerle de remedio, porque todas las provincias de Francia se hallaban en el mismo estado de miseria, de penuria y de ahogo. Y no obstante esta situación angustiosa, y al parecer insostenible, y con haber tenido que desmembrar una parte de aquel ejército para socorrer al de Flandes, como dijimos en su lugar, todavía el mariscal francés sostuvo ante un enemigo poderoso y superior las famosas líneas de Lauter, todavía supo triunfar de él en Rumerskeim, todavía supo contener a los imperiales, aun con el refuerzo del duque de Hannover, y la campaña de Alemania fue aún más desfavorable que la de Italia a los confederados{23}. Raya ciertamente en lo prodigioso la manera como los generales franceses de los tres ejércitos, de Flandes, Italia y Alemania, salvaron en 1709 el reino por todas partes amenazado, y en una de las situaciones más miserables, más calamitosas y desesperadas en que puede encontrarse nación alguna.
Réstanos ver lo que por España ocurrió en la campaña de 1709. La frontera de Portugal había quedado protegida y a cubierto de una invasión, con el triunfo que los españoles, mandados por el marqués de Bay, habían logrado sobre portugueses e ingleses en la batalla que se llamó de la Gudiña, en las cercanías de Campo-Mayor a las márgenes del Caya. El teatro principal de la guerra estaba en Cataluña. El ejército franco-español era allí superior al de los aliados, pero ya hemos dicho la pugna en que estaban las tropas españolas y francesas, hasta el punto de temerse entre ellas serios choques, y el nombramiento del marqués de Aguilar para general en jefe del ejército no había podido agradar tampoco al mariscal Bezons, y había producido frecuentes disputas entre ellos. Conociendo esta disposición de los ánimos el general enemigo conde de Staremberg, pasó el Segre y atacó a Balaguer. Querían los españoles empeñar una acción, pero Bezons, que por un lado tenía órdenes de estar a la defensiva, y que por otro recelaba no se volvieran las armas españolas más bien contra los franceses que contra los aliados, retirose y los abandonó en el momento del combate, teniendo los nuestros el dolor de haber de presenciar la rendición de la plaza y de ver quedar tres batallones prisioneros de guerra{24}.
Este revés, y las disidencias entre Bezons y el conde de Aguilar, que podían ocasionar muchos otros, desazonaron hondamente a Felipe, que nunca perezoso para ir a campaña, resolvió salir a la ligera para ponerse otra vez al frente de su ejército de Cataluña, con la esperanza de que pondría término a aquellas funestas discordias, y apresurose a partir de la corte (2 de setiembre, 1709), no sin enviar delante una carta al general Bezons, en que le manifestaba su sorpresa y su disgusto por el comportamiento que recientemente había observado, y le prevenía que tuviera dispuestos para cuando llegara cuarenta batallones y sesenta escuadrones, pues iba resuelto a hacer algo digno de su persona, y a sostener el honor de la Francia y de la España.
Llegó a poco de esto Felipe, conferenció con Bezons y con el conde de Aguilar; pasó revista a todo el ejército, y desde luego dispuso que las tropas francesas se volviesen a Francia con todos sus generales, incluso el mariscal Bezons, a quien por consideración al rey Cristianísimo su abuelo dio el Toisón de oro, honra que sintieron mucho los españoles, porque, como dice un escritor de nuestra nación, «merecía que se le quitase la cabeza, pues su idea fue perder a los españoles, y ver si podía ganar a Staremberg para que el duque de Orleans quedase con la corona, aunque fuese solo con la de Aragón, de modo que el rey se volviese a Francia, y el archiduque y el de Orleans dividiesen de la monarquía lo que no se había dado o cedido a holandeses, Portugal y Saboya.» Agasajó también mucho a los demás generales, y solo sintió desprenderse del caballero Dasfeldt, de cuya fidelidad y servicios estaba altamente satisfecho.
Desembarazado el rey de las tropas francesas, trató de atacar a los enemigos en sus líneas, mas los halló tan fortificados y en tan ventajosas posiciones, que perdió la esperanza de poderlos desalojar de ellas, contentándose con destacar partidas para cortarles los víveres, privarles de recursos y sacar contribuciones al país. Hecho lo cual, que fue de gran provecho, volviose a la corte (octubre, 1709), dejando el mando de todo el ejército al conde de Aguilar, hasta que éste, viendo que los enemigos acuartelaban sus tropas, y llamado a la corte por los motivos que más adelante diremos, regresó también a ella, dando entonces el rey el mando del ejército de Cataluña al príncipe de Tilly, que era virrey de Navarra.
No había perdido entretanto el tiempo el duque de Noailles, que mandaba el ejército francés del Rosellón. Si en las campañas anteriores había hecho el buen servicio de distraer y divertir por el Ampurdán y la Cerdaña las fuerzas de los aliados, pero sin recobrar plazas ni hacer conquistas; en la de este año (1709), además de haber tomado a los enemigos la no poco importante plaza de Figueras, sorprendió en una ocasión a las puertas de Gerona una respetable columna de los aliados, haciéndola casi toda prisionera, con su general, y con la artillería y bagajes. Y si bien es verdad que cuando el de Noailles se volvió al Rosellón a tomar cuarteles de invierno, no era una superioridad decisiva la que los franceses habían alcanzado sobre el enemigo en el Principado de Cataluña, también lo es que en esta campaña universal que se empeñó y sostuvo este año entre todas las potencias beligerantes, a pesar de la desastrosa situación en que Francia y España se encontraban, los ejércitos de las naciones confederadas, más numerosos y mucho más provistos de recursos, apenas alcanzaron otros triunfos que los de Flandes, y aun allí no correspondieron a tantos elementos como en su favor tenían; fueron contenidos y aun derrotados en Alemania, obligados a retirarse del Delfinado, y batidos en España.
Lo que había variado poco era la situación de la corte y la índole del gobierno de Madrid, no obstante el nombramiento del ministerio llamado español; porque ni el rey había dejado de escuchar el parecer y los consejos del embajador francés Amelot, ni depositado verdaderamente su confianza en el duque de Medinaceli; y tanto éste como Ronquillo y Bedmar se quejaban amargamente de que pesando sobre ellos la responsabilidad oficial de los actos, no eran en realidad los que gobernaban, ni el rey había cumplido sino en apariencia su palabra de encomendar el gobierno a los españoles; y Grimaldo, que parecía ser el único de entre ellos que gozaba de la confianza del rey, era un hombre de carácter demasiado flexible y acomodaticio, y no apropósito para contrariar otras influencias. Para desvanecer estas murmuraciones por lo respectivo a su persona la princesa de los Ursinos, siempre diestra y hábil, volvió a significar su deseo de apartarse de los negocios, pero su verdadera o fingida resolución fue otra vez detenida o contrariada por los ruegos de la reina, que para dar satisfacción al partido español hizo abreviar la salida del embajador francés, el cual milagrosamente y con graves riesgos logró escapar del furor popular.
Todo esto había acontecido al tiempo de partir el rey para la campaña de Cataluña; mas lejos de encontrar, cuando regresó a la corte, las ventajas de aquellas medidas, halló la administración en peor estado y en mas desorden que antes. Sin conocimientos de la ciencia económica los ministros españoles, indolentes además y perezosos, la administración pública había ido cayendo en una especie de letargo, y la nación había vuelto a su anterior penuria, y a su antigua debilidad. Privado el rey de consejeros hábiles, y sin resolución o sin medios para remediar los males, dejábase unas veces dominar de la melancolía, y otras para disiparla se entregaba a las distracciones de la corte, o al entretenimiento de la caza: y el Estado habría caído en todos los inconvenientes de una completa inacción política, sin la intervención de la reina y de la princesa de los Ursinos.
{1} Oíasele decir, sin que se recatara de ello, que si el rey de España su sobrino llegara a consentir en lo que pretendían sus enemigos, que era renunciar la corona y volverse a Francia, él no dejaría perder su derecho, ni abandonaría jamás unos vasallos tan leales y tan valientes como los castellanos, antes tendría a mucha dicha vivir siempre con ellos, y morir en su defensa para no verlos bajo el dominio de una nación extraña cualquiera. Macanáz, Memorias, c. 121.
{2} La Inglaterra estaba entonces amenazada por la invasión que, en efecto, intentó por este tiempo, aunque con desgracia, Jacobo III protegido por Luis XIV, desde el puerto de Dunkerque. La Holanda por el propio motivo tuvo que enviar tropas y naves a Middelburg; y al emperador no le faltaba a qué atender en sus propios estados y en los vecinos.
{3} Belando, Historia civil, parte I, c. 63.– San Felipe, Comentarios, A. 1708.– Macanáz, Memorias, c. 121.– Robres, Guerras civiles: MS. cap. 8.– Feliú, en los Anales de Cataluña, dice que la plaza se rindió antes de tiempo. No es esto lo que se infiere de la relación de todos los demás historiadores.
{4} Macanáz había sido llamado allí por el duque de Orleans, así como el comisario ordenador de Valencia don José Pedrajas, a quienes deseaba conocer, al uno por su fama, y a los dos por los servicios que para este sitio le habían hecho. Allí tuvo ocasión Macanáz de desvanecer la desfavorable prevención que el de Orleans tenía contra Berwick y Dasfeldt, como que había escrito contra ellos a los dos reyes de Francia y de España y lo logró tan cumplidamente, que varió el de Orleans de todo punto de concepto respecto a aquellos dos personajes, y tanto que escribió de nuevo a ambas cortes confesando que había sido engañado, y alabando mucho los méritos y las prendas de Berwick y de Dasfeldt, y en efecto desde entonces los tuvo siempre en grande estima.
{5} San Felipe, Comentarios, A. 1708 y 1709.– Belando, tomo I, cap. 65 y 66.– Macanáz, Memorias, cap. 122.– Este escritor da las siguientes curiosas noticias acerca de la célebre mina del castillo de Alicante: «La montaña en que estaba el castillo tenía una parte escarpada que llamaban la cara, porque tenía la forma de un rostro humano, y por la barba de esta cara se comenzó la mina: desde la abertura hasta la superficie del castillo había más de cuatrocientas varas de altura: se cargó la mina con mil quintales de pólvora, y después se le añadieron otros doscientos, que se llevaron en cueros de a cincuenta libras cada uno, &c.»
{6} Macanáz, Memorias, tomo VIII, c. 123.
{7} Macanáz consagra todo el cap. 129 de sus Memorias, que es muy extenso, a la relación de estas hostilidades entre Alemania y Roma, que nosotros acabamos de compendiar.– Historia de la casa de Austria.– Anales Pontificios.
{8} Memorias militares relativas a la sucesión de España.– Historia de las Provincias-Unidas.– Robres, Guerras, MS, c. 8.– Macanáz, Memorias, c. 130.
{9} Noailles, Memorias, tomo IV.
{10} Memoires de Torcy, tomo II.
{11} San Simón, Memorias, tom. V. Historia de los proyectos del duque de Orleans sobre España.– Belando, Historia Civil, tomo I, c. 71.
{12} Memorias de Noailles, tomo IV.
{13} San Felipe, Comentarios.– Belando, Historia Civil, p. I, cap. 74.– Noailles, Memorias.– Memorias de Tessé.– Id. de Macanáz, cap. 147 y 158.
{14} San Felipe, Comentarios, tomo II.
{15} Noailles, tomo IV.
{16} Artículos 4 y 37 de los preliminares.– Macanáz, Memorias, cap. 155.
{17} Memorias militares relativas a la sucesión de España. Piezas relativas a la campaña de Flandes, p. 342.– Macanáz, Memorias, cap. 155.
{18} Los muertos fueron: el mariscal de Chemerault, el barón de Palavicini, el conde de Beuil, el caballero de Croy, y de Steckemberg. Los heridos: el mariscal de Villars, general en jefe, el duque de Guiche, D'Albergotti, De Courcillon, el conde de Augennes, el duque de Saint-Aignan, y el marqués de Nesle.
{19} Tenemos a la vista la relación que publicaron los franceses de esta batalla, y la que publicaron los aliados; aunque ambas convienen en el fondo, varían notablemente en cuanto a las pérdidas de una parte y de otra. Infiérense no obstante dos cosas del cotejo de ambas relaciones; la una, que la pérdida de los aliados no bajó por lo menos de veinte mil hombres; la otra, que no llegó a tanto la de los franceses y españoles. Por lo demás la publicada en Francia dice, por ejemplo: «Nosotros les cogimos treinta banderas y estandartes; ellos no pudieron tomar sino nueve de los nuestros.» Y la de los aliados dice: «Nosotros les tomamos catorce piezas de cañón y sobre veinticinco estandartes.» Así de otras circunstancias: achaque muy común en las relaciones de batallas de todos los tiempos.
{20} Las tropas de los aliados celebraron en España el triunfo de Malplaquet con salvas y otras demostraciones de regocijo.
«Y en cuanto a lo que V. S. me insinúa (le decía el príncipe Landgrave de Hesse al conde de Sierra Nevada desde Balaguer) del estruendo de artillería que ha oído, puedo decirle no sería de este campo, si bien hoy se dispara con la fusilería en salva real, para celebrar la feliz victoria que han conseguido los aliados en una batalla de Flandes, habida sobre el campo y llanura de San Ginis, cuya alegre noticia doy a V. S. pareciéndome la festejará en el corazón…» Carta original del príncipe desde Balaguer a 3 de octubre de 1709, al conde don Francisco de Moner.
Este don Francisco de Moner y de Miset fue uno de los nobles catalanes que siguieron de buena fe las banderas del archiduque, y le hizo importantes servicios desde el sitio de Barcelona de 1706 hasta la conclusión de la guerra, en remuneración de los cuales el archiduque Carlos le dio el título de conde de Sierra Nevada, le hizo sargento mayor de infantería, le encargó después la asistencia inmediata de la archiduquesa en su salida para Alemania, y más adelante le hizo gobernador del condado de Pallás.
Su cuarto nieto don Joaquín Manuel de Moner nos ha hecho la fineza de confiarnos muchos documentos originales que conserva de su ilustre progenitor, que contienen una parte de su correspondencia con los principales jefes del archiduque, y con el mismo Carlos, y algunos de los cuales se refieren a las operaciones milita res de la guerra de Cataluña en que él tuvo una parte importante.
{21} Los artículos de esta capitulación se hallan en la pág. 395 del tomo IX de las Memorias militares sobre la sucesión de España.
{22} Memorias militares, tomo IX, pág. 117 a 240.
{23} Memorias militares, tomo IX, Campaña de Alemania, páginas 211 a 286.
{24} San Felipe, Comentarios.– Belando, Historia civil, tomo I, c. 69.– Feliú de la Peña, Anales, ad ann.– Macanáz, Memorias, c. 151.