Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo VIII
El archiduque en Madrid
Batalla de Villaviciosa. Salida del archiduque de España
De 1710 a 1712

Decisión y esfuerzos de los castellanos.– Resuelve el rey salir nuevamente a campaña.– Retirada del conde de Aguilar.– Prisión del duque de Medinaceli.– Derrotas de nuestro ejército.– Funesto mando del marqués de Villadaria.– Reemplázale el marqués de Bay.– Terrible derrota del ejército castellano en Zaragoza.– Vuelve el rey a Madrid.– Trasládase a Valladolid con toda la corte.– Entrada del archiduque de Austria en Madrid.– Desdeñoso recibimiento que encuentra.– Su dominación y gobierno.– Saqueos, profanaciones y sacrilegios que cometen sus tropas.– Indignación de los madrileños.– Cómo asesinaban los soldados ingleses y alemanes.– Hazañas de los guerrilleros Vallejo y Bracamonte.– Carta de los grandes de España a Luis XIV.– El duque de Vendôme generalísimo de las tropas españolas.– Rasgo patriótico del conde de Aguilar.– Traslación de la reina y los consejos a Vitoria.– Viaje del rey a Extremadura.– Admirable formación de un nuevo ejército castellano.– Impide al de los aliados incorporarse con el portugués.– Abandona el archiduque desesperadamente a Madrid.– Retirada de su ejército.– Entrada de Felipe V en Madrid.– Entusiasmo popular.– Va en pos del fugitivo ejército enemigo.– Gloriosa acción de Brihuega.– Cae prisionero el general inglés Stanhope.– Memorable triunfo de las armas de Castilla en Villaviciosa.– Retíranse los confederados a Cataluña.– Triunfos y progresos del marqués de Valdecañas.– Felipe V en Zaragoza.– La fiesta de los Desagravios.– Pierden los aliados la plaza de Gerona.– Apurada situación del general Staremberg.– Muerte del emperador de Alemania.– Es llamado el archiduque Carlos.– Parte de Barcelona.– Paralización en la guerra.– Gobierno que establece Felipe V para el reino de Aragón.– Intrigas en la corte.– Gravísima enfermedad de la reina.– Es llevada a Corella.– Se restablece, y viene la corte a Aranjuez y Madrid.– Situación respectiva de las potencias confederadas relativamente a la cuestión española.– Inteligencias de la reina Ana de Inglaterra con Luis XIV para la paz.– Condiciones preliminares.– Dificultades por parte de España.– Véncelas la princesa de los Ursinos.– Acuérdanse las conferencias de Utrecht.– El archiduque Carlos de Austria es proclamado y coronado emperador de Alemania.
 

Ni el abandono de la Francia, ni la prolongación y los azares de la guerra, ni los sacrificios pecuniarios y personales de tantos años, nada bastaba a entibiar el amor de los castellanos a su rey Felipe V. Por el contrario, hicieron con gusto nuevos y muy grandes esfuerzos para la campaña siguiente; las dos Castillas dieron gente para formar veinte y dos nuevos batallones; las Andalucías y la Mancha suministraron cuantos caballos se necesitaban para la remonta; las tres provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya sirvieron con tres regimientos de infantería, cuyo mando se dio a jefes naturales de cada una de ellas; y muchos se ofrecieron a levantar y vestir cuerpos a su costa. Con que además de los veinte y dos nuevos batallones que se formaron, y se aplicaron como segundos a los batallones viejos, se crearon otros regimientos, entre ellos el de artillería real de dos mil plazas. Animaba a todos la mayor decisión y el mejor espíritu, y no los arredraba haber quedado solos los españoles para mantener la guerra contra ingleses, holandeses, portugueses e imperiales, a quienes daban gran fuerza los rebeldes catalanes, aragoneses y valencianos.

Felizmente la cosecha del año anterior había sido abundante, y se atajó y remedió a tiempo la escasez que iba produciendo la extracción de granos a Francia. Oportunamente arribó también a Cádiz la flota de Nueva España, con la rara fortuna de haberse podido salvar de la muchas escuadras enemigas que cruzaban los mares (febrero, 1710), y el dinero que trajo no pudo venir más a tiempo para emprender las operaciones de la guerra. Con esto el rey declaró su resolución (10 de marzo) de salir otra vez a campaña y mandar sus ejércitos en persona.

Influyó en esta resolución de Felipe la circunstancia siguiente. El conde de Aguilar, que había mandado el ejército de Cataluña, había sido llamado a la corte, como en el anterior capítulo indicamos. Fue el motivo de este llamamiento el poco afecto del conde a la reina y a la princesa de los Ursinos. Era el de Aguilar entendido y hábil cual ningún otro en la formación y organización de los ejércitos, y así, aunque joven, había tenido el manejo de todo el ministerio de la Guerra. Pero era al propio tiempo ambicioso y altivo. Así cuando la reina le quiso atraer con agasajo y le rogó con cariño que volviera al mando del ejército, exigió primeramente que se le diera la presidencia de las Órdenes que tenía el duque de Veragua, muy querido de la reina, y de quien él era enemigo. Como esto no pudiese lograrlo, pidió que se aumentaran sus rentas y estados con los de la corona, no obstante que poseía ya una renta de 24.000 ducados. Hízole la reina reflexiones sobre las estrecheces y atrasos en que la corona se hallaba; mas como nada bastase a satisfacer al de Aguilar, la reina, sintiendo ya haberse excedido en sus ruegos, le volvió la espalda con enojo, y él determinó retirarse a sus estados de la Rioja. Esta fue una de las causas que más contribuyeron a que el rey se decidiera esta vez a dirigir personalmente la campaña.

Otro incidente ocurrió a este tiempo, y que hizo gran ruido, y que sin duda debió ser muy disgustoso a los reyes, a saber, la prisión del duque de Medinaceli. Este ministro, que tenía todo el manejo del gobierno desde que se formó el consejo de gabinete llamado español, descubriose estar en correspondencia con los enemigos. El rey le llamó, mostrole algunas de sus cartas, quedose él turbado, y al salir de la real cámara fue entregado por el secretario del despacho universal Grimaldo al sargento mayor de guardias, que con escolta le condujo al alcázar de Segovia. A consecuencia de cierto clamoreo que se levantó sobre haberse hecho la prisión de tan alto personaje sin previa formación de causa, mandó S. M. que se instruyese proceso, y el duque fue trasladado al castillo de Pamplona, donde más adelante murió. No ignoraba el rey que había otros que como el de Medinaceli mantenían correspondencia con los aliados desde que se vio que los franceses habían salido de España, pero lo disimulaba más o menos según que en ello había o no peligro, si bien observaba cuanto hacían. Al duque había procurado ganarle con la confianza, dándosela hasta para tratar un ajuste particular de paz con ingleses y holandeses, o con algunos de ellos, y el negocio se comenzó con algún acierto; mas parece que en sus cartas privadas daba a entender que sería rey de España el archiduque{1}.

No era el mayor mal el que para la próxima campaña se viera el rey privado del talento y de los conocimientos del conde de Aguilar, sino que cometiera el incomprensible error de encomendar la dirección principal del ejército al marqués de Villadarias, tan desconceptuado desde el funesto sitio de Gibraltar. Así fueron los resultados, que todo el mundo preveía o recelaba, a excepción del monarca, que en este punto se mostró obcecado de un modo extraño. Anticipó su marcha al ejército el de Villadarias, y con aviso suyo de estar todo preparado y dispuesto partió el rey de Madrid (3 de mayo, 1710), dejando como de costumbre el gobierno a cargo de la reina. Llegado que hubo a Lérida, celebró consejo de guerra, por cuyo acuerdo pasó todo el ejército el Segre (15 de mayo), y acampó en las llanuras de Termens frente a Balaguer. Tenían los enemigos esta plaza bien fortificada y guarnecida. Ardua empresa era acometerle en sus atrincheramientos, y convencido de ello Felipe determinó repasar el Segre, y acampar entre Alguayre y Almenara. Pasáronse así muchos días, hasta que instado por el marqués de Villadarias se decidió a ir a buscar al enemigo para darle la batalla. En vano el general Berboon enviado a reconocer sus posiciones expuso que eran impenetrables, y que no podían ser atacadas sin riesgo de perderlo todo. Aunque era el mejor y más acreditado ingeniero de España, Villadarias combatió atrevidamente su informe y se opuso a su dictamen; hubo entre ellos serios altercados; casi todos los generales se adhirieron al sentir de Berboon, pero picó el de Villadarias su pundonor militar significando que el pensar así era cobardía, y entonces todos pidieron que se presentara la batalla.

Así se hizo (13 de junio, 1710); nuestro ejército se puso a tiro de fusil de los aliados; mantuviéronse éstos inmóviles en sus líneas, haciendo considerable daño en nuestras tropas, mientras ni la infantería podía ofenderles a ellos, ni la caballería maniobrar: viose a costa de mucha pérdida el desengaño de que era verdad lo que había informado Berboon, y el rey mandó retirar el ejército contra el parecer de Villadarias, que aún insistía con temeraria tenacidad en permanecer allí. Dio esto ocasión para que los oficiales generales dijeran al rey que con un jefe como Villadarias, a quien por otra parte no negaban ardimiento y arrojo, era imposible obrar con acierto, y que viera de ir con cuidado no se perdiera todo el ejército por él. La advertencia no era ni superflua ni infundada. El rey colocó su campo entre Ibars y Barbenys, donde permaneció hasta el 26 de julio, enviando gruesos destacamentos, ya a lo interior de Cataluña a recoger trigo, de que trajeron algunos miles de fanegas, así como cuantos ganados podían coger, ya para cortar convoyes a los enemigos o para socorrer algunas fortalezas que aquellos tenían bloqueadas. Hasta que con noticia de haber llegado refuerzos a los aliados, y considerando que contaban con generales como el alemán Staremberg, como el holandés Belcastel, y como el inglés Stanhope, con ninguno de los cuales podía cotejarse el marqués de Villadarias, levantó su campo y se retiró a Lérida. Dio lugar el de Villadarias a que los enemigos tomaran al día siguiente el paso del Noguera, derrotando un grueso destacamento de caballería que acudió tarde a impedirlo. El rey con esta noticia salió a toda brida de Lérida, dando orden a la infantería para que le siguiese con la mayor diligencia. El combate se empeñó en las alturas de Almenara; con la presencia del rey se rehicieron algo los nuestros, pero una parte del ejército no pudo ya repararse: la noche llegó, los aliados se hicieron dueños del campo, y los nuestros huyeron en tal desorden, que a haberlos seguido el enemigo hubiera acabado de derrotarlos.

El rey, en vista de este nuevo desengaño, ya no vaciló en llamar al marqués de Bay, que mandaba en las fronteras de Portugal, y acababa de apoderarse de la plaza de Miranda, retirándose el de Villadarias a su casa, de donde, como dice un escritor de aquel tiempo, habría sido mejor que no hubiera salido nunca. A consecuencia de la derrota de Almenara retrocedió el ejército castellano a Aragón, dejando guarnecida la plaza de Lérida. Siguiole el de los aliados hasta Zaragoza: el del rey, guiado ya por el marqués de Bay, que acababa de incorporársele, se formó en batalla, apoyando la izquierda en el Ebro y la derecha en Monte Torrero: el del archiduque, mandado por Staremberg, se aprestó también al combate; y en la mañana del 20 de agosto (1710) comenzaron a hacer fuego las baterías de una y otra parte, con la desgracia de que una bala de cañón quitara la vida al teniente general duque de Havré, coronel del regimiento de guardias walonas. El ala derecha de nuestra caballería arrolló a los enemigos, y los siguió hasta el Ebro, faltándole poco para hacer prisionero al archiduque, que se hallaba en una casa cerca de la Cartuja. Mas como casi al mismo tiempo rompiesen los aliados el centro y la derecha, a las doce del día cantaron ya victoria, y la cantaron con razón, porque habían hecho gran destrozo en las filas del ejército real, y la batalla de Zaragoza fue una de las más funestas y desgraciadas de aquella porfiada guerra{2}.

Pocos golpes en verdad tan terribles como éste había llevado la causa de los Borbones en España, y hubiera sido mayor si los enemigos hubieran sabido aprovecharle como supieron darle. El rey don Felipe se retiró apresuradamente a Madrid, donde entró el día 24 (agosto, de 1710). El marqués de Bay fue recogiendo poco a poco las reliquias de su destrozado ejército, y conforme el rey le dejó ordenado se encaminó con él a Valladolid por la Rioja. El archiduque Carlos, que entró en Zaragoza al día siguiente del triunfo, en lugar de perseguir el deshecho y desordenado ejército castellano, se entretuvo en nombrar justicia mayor de Aragón, gobernador interino del reino, y diputados de los cuatro brazos, y luego en instalar consejos y audiencia, y en derogar todo lo que de orden del duque de Anjou, como ellos decían, se había hecho, en tanto que sus oficiales reconocían el castillo de la Aljafería, donde encontraron no pocos cañones, morteros, fusiles y carabinas, multitud de balas, bombas y granadas, abundancia de pólvora, de prendas de vestuario, y de otras provisiones de guerra. Y cuando salió de la ciudad (26 de agosto), invirtió todavía cinco días en conferenciar y discutir con sus generales lo que deberían hacer. Opinaban unos que se persiguiera al derrotado ejército antes que tuviera lugar de rehacerse; otros que se ocupara a Pamplona y Fuenterrabía para cortar todo comercio de España con Francia. Cualquiera de las dos cosas pudieron hacer con facilidad, y respecto a Pamplona, hubiéranla tomado sin disparar un tiro, porque el gobernador duque de San Juan, que era un medroso y cobarde siciliano, había ya dicho en consejo de guerra que era menester dar la obediencia a los enemigos tan pronto como la pidiesen a fin de evitar los estragos de un sitio. Pero el general inglés Stanhope fue de parecer que el archiduque pasara con todo su ejército a Madrid, por las grandes y ventajosas consecuencias que produciría la ocupación de la capital, y este dictamen fue el que abrazó el archiduque, y con esto se puso en marcha en esta dirección todo el ejército (31 de agosto, 1710).

En este intermedio, a pesar de la honda sensación que la derrota de Zaragoza, junto con la llegada del rey, habían causado en la corte, ni el monarca ni su pueblo cayeron de ánimo. El rey se aplicó inmediatamente con todo ardor a la formación de un nuevo ejército. El conde de Aguilar, que, como dijimos, se había retirado a sus estados de la Rioja por resentimiento con la reina, condújose en esta ocasión con mucha hidalguía. Tan pronto como supo el desastre de Zaragoza vínose a Madrid a ofrecer a su soberano su persona y servicios. Felipe le agradeció mucho tan generoso porte, y le encomendó la organización, equipo y armamento del nuevo ejército, para lo cual tenía, como ya hemos dicho, especial habilidad y genio, y a que él se dedicó con celo y aplicación esmerada. El pueblo de Madrid en todas sus clases dio una nueva prueba de amor a sus reyes en la manera como después del infortunio de Zaragoza celebró el natalicio del príncipe Luis, y hubo magnates, como el inquisidor general don Antonio Yáñez de la Riva Herrera, arzobispo de Zaragoza y electo de Toledo, y como el almirante duque de Veragua, a quienes el susto y la pena de aquella desgracia afectó tan profundamente que les costó la vida{3}.

Noticioso Felipe de que el ejército victorioso de los aliados se dirigía a la capital, determinó abandonar segunda vez la corte, y trasladarse a Valladolid con toda la familia real y los consejos, bien que dictando diferentes disposiciones que la vez primera. Ordenó ahora, a fin de que no padeciesen después los inocentes, que todos los que por alguna justa causa tuvieran que quedarse en la corte, no solo no serían tenidos por delincuentes ni considerados como desleales, sino que a su regreso (mediante Dios) serían mantenidos en sus empleos, sueldos y honores, con tal que no sirvieran al archiduque, fuera del caso de ser violentados a ello. En el mismo día (7 de setiembre, 1710), tuvo una junta compuesta de eclesiásticos y seglares{4}, a la cual consultó si en el caso en que se hallaba podría en conciencia echar mano de la plata de las iglesias, como lo prevenía la ley del reino, y lo habían practicado los reyes católicos don Fernando y doña Isabel, así como de los depósitos de San Justo y otros, y de las rentas de los espolios y vacantes de los obispados. La junta respondió por unanimidad, que el rey podía valerse de todo ello, y aún de los vasos sagrados, pero que estando tan cerca el archiduque con poderoso ejército, los prelados e iglesias tan prevenidos con los breves del papa, y el rey tan próximo a abandonar la corte, la medida podría ser de más daño que provecho, y dar ocasión a los enemigos a que ellos pusieran la mano en lo más sagrado. Y así era de parecer que se limitase a los depósitos y rentas de los espolios y vacantes; con lo cual se conformó S. M., y por real decreto mandó a don Francisco Ronquillo, gobernador del Consejo de Castilla, que diera desde luego las providencias necesarias para que se recogiesen los frutos del arzobispado de Toledo y de otros que se hallaban en igual caso.

Verdad es que después de la salida de los reyes representó el Consejo que S. M. no podía poner la mano en tales frutos y rentas, y que así sería mejor dejarlo al cuidado de la iglesia de Toledo, que ella sabría dar las providencias que conviniesen. Pero indignado el rey, contestó a aquella representación: «Lo que he mandado al Consejo es que ejecute mi resolución, no que me dé dictamen; y cuando no tuviese mi conciencia bien asegurada, nunca pediría dictamen sobre ello al Consejo, por no ser de su inspección. Y extraño mucho que sabiendo vos el gobernador, y vuestro hermano don Antonio Ronquillo, y no ignorando los demás de ese Consejo el dictamen que para este valimiento he tenido, y las demás providencias que hasta aquí he dado sobre las materias eclesiásticas, con parecer de ministros de Estado y de Justicia, y de teólogos, ahora se me pretenda embarazar todo, en ocasión que por no haberse hecho en tiempo lo que he mandado se hallan ya los enemigos en paraje donde han ocupado la mayor parte de los frutos y rentas de esta vacante, y que muy en breve las ocuparán del todo, siendo este el fruto que se saca de no haberse obedecido, y el cuidado que el Consejo parece que pone para embarazarme a mí los medios, y franqueárselos a mis enemigos; de modo, que a no estar persuadido de vuestra fidelidad, creería que ésta no era inadvertencia ni ignorancia, sí una malicia muy perjudicial a los intereses de la corona y de mis vasallos; y así lo tendréis entendido, para que por cuantos medios fueren posibles se procure por ese Consejo remediar el daño que se ha seguido de la inobediencia.» Hubo, pues, que hacer lo que el rey mandaba, aunque luchando con algunas dificultades, si bien lo que entonces se sacó de aquellas rentas fue de corto socorro.

Salieron los reyes de Madrid la mañana del 9 de setiembre (1710), con el llanto en los ojos la reina, con pena y amargura en los corazones todo el pueblo, dejando el gobierno de la población a cargo del ayuntamiento, y por corregidor interino a don Antonio Sanguinetto, con orden de que cuando los enemigos pidiesen la obediencia se la dieran sin dilación, a fin de evitar el saqueo y demás estragos que pudiera traer la resistencia; y así se verificó cuando a nombre del archiduque la pidió lord Stanhope, saliendo cuatro regidores a recibirle en representación de la villa (21 de setiembre, 1710). Al siguiente día de la entrada del general inglés se sacaron por mandato suyo de la iglesia de Nuestra Señora de Atocha todas las banderas y estandartes que en aquel templo se conservaban como gloriosos trofeos de los triunfos de las armas españolas, y después de pasearlas por las calles de Madrid las llevaron a su ejército. El 26 llegó el grueso de las tropas aliadas a Canillejas, donde fueron a prestar homenaje a su rey algunos grandes y prelados adictos a su causa, entre ellos el arzobispo de Valencia y el auxiliar de Toledo. Hasta el 28 no hizo su entrada el archiduque en Madrid, quedando muy poco satisfecho del frío recibimiento que se le hizo, guardando el pueblo un silencio profundo y desdeñoso, cerrando puertas y balcones, mostrando en la pobreza y escasez de las luminarias el disgusto y la violencia con que cumplían el bando, y aun oyéndose por la noche vivas a Felipe V. De modo que herido en su amor propio se volvió a su quinta, donde tuvo besamanos el 1.° de octubre para celebrar el aniversario de su natalicio, que aquel día cumplía los veinte y cinco años de su edad.

Fue ciertamente cosa extraña, y que parece inexplicable, que habiendo el archiduque salido de Zaragoza el 26 de agosto, hallándose con un ejército victorioso y fuerte, derrotado y disperso el del rey, absortos los ánimos, y resuelto Felipe a abandonar la corte por no considerarse seguro en ella, cosa que el austriaco no podía ignorar, tardara más de un mes en venir a Madrid; sobre cuya injustificable lentitud se escribieron papeles y se publicaron escritos satíricos que ponían en ridículo la imperdonable calma de quien se mostraba tan afanoso por conquistar el trono español; así como sobre las cualidades de las personas que nombró para los consejos y tribunales{5}.

Hízose notable el gobierno del archiduque en Madrid, o sea del titulado rey de España Carlos III, por algunas de sus medidas. Mandó bajo pena de la vida que le fueran presentados cuantos caballos hubiese, los cuales fueron destinados, sin pagarlos a sus dueños, a la formación de un regimiento titulado de Madrid, cuyo mando se confirió a don Bonifacio Manrique de Lara, así como se formaron otros con los nombres de Guadalajara y Toledo. Diose un bando para que todas las señoras, madres, esposas, hijas o hermanas de los grandes que habían seguido al rey a Valladolid, saliesen inmediatamente de la corte y pasasen a Toledo en el término de cuatro días, lo cual ejecutaron desde luego algunas. Hizo esta medida grande y profunda sensación en la corte y en toda España. El general francés duque de Vendôme (que por los motivos que luego diremos había sido enviado por Luis XIV a su nieto Felipe) escribió desde Casa-Tejada, donde se hallaba el cuartel real, una enérgica carta al conde Guido Staremberg quejándose de tan inaudita tropelía. Contestole el general del archiduque explicándole el motivo de aquella providencia, que había sido, decía, para que estuviesen más respetadas y seguras, y para librarlas de los desórdenes, excesos y desacatos a que suelen entregarse así los soldados como la plebe en las grandes poblaciones en novedades y circunstancias como la entrada de un ejército extranjero, y que así la medida, lejos de haber sido de rigor, lo era de consideración, respeto y galantería a aquellas señoras. Y para acreditarlo así, hallándose el archiduque en Ciempozuelos, expidió un decreto ordenando que las que en cumplimiento del anterior edicto habían pasado a Toledo pudieran regresar a la corte, o establecerse en el punto que fuese más de su conveniencia o agrado{6}.

Publicose otro bando (15 de octubre), mandando que en el término de veinte y cuatro horas salieran todos los franceses de Madrid bajo pena de la vida; y otro en que se imponía la propia pena (17 de octubre) a todos los que en el mismo perentorio plazo no entregaran las armas de fuego que tuviesen. Se pasó una circular (19 de octubre) a los prelados de todos los conventos de Madrid, ordenándoles que diesen razón de los bienes que tenían escondidos pertenecientes a los que seguían el partido de Felipe de Borbón, y tres días después se celebró una junta para acordar la manera de apoderarse de todo cuanto hubiese en lugar sagrado, como así se ejecutó. Prohibiose igualmente con pena de la vida toda correspondencia con los afectos al rey, y se condenaba a muerte afrentosa a los que sin legítimo permiso viniesen o hubiesen venido de Valladolid, y fuesen encontrados en calles, puertas o casas, como asimismo a los que dieran vivas a Felipe V, o hablaran mal del gobierno de Carlos III y de los aliados, o por otros actos se hiciesen sospechosos. De éstas y otras semejantes y no menos despóticas providencias eran o autores o ejecutores don Bonifacio Manrique de Lara, el marqués de Palomares, don Francisco de Quincoces, don Francisco Álvarez Guerrero, y algunos otros que desempeñaban en nombre del archiduque los cargos de corregidor y de alcaldes de corte{7}; a alguno de los cuales se vio precisado él mismo a destituir por sus atrocidades.

Sin embargo, nada incomodó tanto al católico pueblo español como los saqueos de los templos, los sacrilegios y profanaciones de objetos y lugares sagrados que las tropas del archiduque cometían en la corte y sus contornos, y en las cercanías de Toledo y Guadalajara; y sobre todo la impudencia con que vendían por las calles de Madrid ornamentos, cálices, copones, cruces, y todo lo que en un pueblo religioso se destina y consagra al servicio y culto divino. Estas impiedades, ni nuevas ya, ni del todo extrañas en tropas que, a mas de ser extranjeras, en su mayor parte no eran católicas, irritaron sobremanera los ánimos, y también sobre esto se escribieron y se hacían circular multitud de papeles, en que se referían y pintaban con negras tintas, y acaso se exageraban los excesos de los enemigos, y sus desacatos y tropelías en iglesias, monasterios y santuarios{8}.

A pesar de las numerosas fuerzas con que el archiduque ocupaba la capital, y no obstante los tiránicos bandos que cada día se publicaban para tener a raya un pueblo que con razón miraba como enemigo, ni él ni su ejército se contemplaban seguros ni en la corte ni en su comarca. El príncipe rehuía vivir en Madrid, escarmentado del mal recibimiento que había tenido, y el cuartel general no pudo nunca gozar ni de seguridad ni de reposo, ni en Canillejas, ni en el Pardo, ni en Villaverde, ni en Ciempozuelos, puntos en que sucesivamente se estableció, ni sus tropas podían moverse sino en cuerpos muy considerables, ni andar soldados sueltos o en pequeñas partidas sin evidente riesgo y casi seguridad de ser sacrificados.

La causa de esto era que cuando la corte de Felipe V se trasladó a Valladolid, dejó el rey a las inmediaciones de la capital a don José Vallejo, coronel de dragones, con un grueso destacamento, encargado de molestar a los enemigos. No podía haberse hecho una elección más acertada para el objeto. Porque era el don José Vallejo el tipo más acabado de esos intrépidos, hábiles e incansables guerreros, de esos famosos partidarios en que se ha señalado en todas épocas y tiempos el genio y el espíritu bélico español. Correspondió el Vallejo a su cometido tan cumplidamente, y ejecutó tales y tantas proezas, que llegó a ser el terror de las tropas aliadas con ser tan numerosas y a poner muchas veces en aprieto y conflicto el mismo cuartel general del príncipe austriaco. De contado situándose entre Madrid y Guadalajara, cortó las comunicaciones entre la corte y los reinos de Aragón y Cataluña, interceptaba los correos y cogía los despachos, pliegos y cartas del archiduque y la archiduquesa, y al paso que a ellos los incomunicaba, él se ponía al corriente de todos sus pensamientos y planes. Destruía las partidas que se enviaban en su persecución, y siempre en continuo movimiento, caminando día y noche, y tan pronto en la Mancha como en tierra de Cuenca, en las cercanías de Toledo como en las de Madrid, empleando mil estratagemas y ardides, haciendo continuas emboscadas y sorpresas, apareciendo a las puertas de la corte o en los bosques del Pardo cuando se le suponía más lejos, destrozando destacamentos enemigos, asaltando convoyes de equipajes, municiones o víveres, alentando los pueblos a la resistencia, acreciendo sus filas con centenares de paisanos resueltos y valerosos que se le unían, y llegando a combatir y derrotar cuerpos de hasta tres mil hombres con el general Stanhope a la cabeza, como sucedió en los llanos de Alcalá. Escribiéronse entonces, y se conservan, y las tenemos a la vista, multitud de relaciones de las hazañas de Vallejo.

Trabajaba en igual sentido, y también con gran fruto, por la parte de Guadarrama don Feliciano de Bracamonte, a quien el rey encomendó el cargo de cubrir aquellos puertos con un grueso destacamento para impedir a los enemigos el paso a la Vieja Castilla. Entre los dos dieron tanto aliento a los paisanos, que no podía andar por los caminos ni moverse partida suelta de los enemigos sin riesgo de ser sorprendida y acuchillada. Ni aun en las casas y alojamientos estaban seguros, porque sus patrones fingiéndose amigos los embriagaban para asesinarlos después: acción vituperable y bárbara, pero que demuestra el espíritu del paisanaje castellano, y el encono con que miraba a los enemigos de Felipe V. Y esto sucedía en la corte misma, y esto acontecía en Toledo, donde se hallaba con una fuerte división el general del archiduque conde de la Atalaya, que a pesar del gran rigor que empleó para enfrenar a los toledanos no pudo impedir las bajas diarias que éstos hacían en sus filas, cazando, por decirlo así, a los soldados y arrojándolos desnudos al río, viéndose al fin precisado a dejar libre la ciudad y fortificarse en el alcázar; hecho lo cual, comenzaron los de Toledo a quemar las casas de los que llamaban traidores{9}.

Veamos lo que entretanto había hecho el rey don Felipe desde que se trasladó con la corte y las reliquias del ejército a Valladolid.

Luego que se perdió la batalla de Zaragoza escribió Felipe al rey Cristianísimo su abuelo, rogándole que, ya que no pudiera socorrerle con tropas, le enviara al menos al duque de Berwick o al de Vendôme. Luis XIV envió este último, porque el primero estaba mandando en el Delfinado, y con él vinieron el duque de Noailles y el marqués de Toy, aquél para informarse del estado de la España, éste para quedarse acá. Los grandes y nobles que habían seguido al rey a Valladolid, que eran muchos, escribieron, a excitación de la princesa de los Ursinos, una carta al monarca francés (19 de setiembre, 1710) pidiéndole socorros con la urgencia que la situación requería{10}. Contestó Luis XIV muy cumplida y satisfactoriamente a esta carta, que le entregó en propia mano el duque de Alba, embajador de España en París, y sirviole mucho para desengañar al duque de Borgoña y a las potencias enemigas del error en que estaban de que Felipe tenía contra sí la nobleza española, y para desvanecerles las esperanzas que sobre ello habían fundado.

Túvose en Valladolid consejo de generales presidido por el rey para acordar las medidas que reclamaban las circunstancias, y en él se resolvió, que el marqués de Bay se volviese a las fronteras de Portugal para contener a los portugueses e impedir su unión con el ejército confederado de Madrid; que el rey se situase en Casa-Tejada con el propio objeto, y el de darse la mano con las Andalucías, Extremadura y las Castillas, y en aquellas partes se formaría un nuevo ejército; que Vallejo y Bracamonte cubrirían Castilla la Vieja, la Mancha, Toledo y cercanías de Madrid; que la reina con el príncipe, los Consejos y las damas se trasladarían a Vitoria para su mayor seguridad; que Vendôme quedaría mandando como generalísimo las armas de Castilla, y Noailles se volvería a Perpiñán, y con las tropas del Rosellón obraría por la parte de Cataluña y pondría sitio a Gerona para distraer por allí los enemigos. Así se ejecutó todo, y pocas veces habrán correspondido tan felizmente a un plan los resultados.

Ya hemos visto cuán admirablemente desempeñaron su cometido Vallejo y Bracamonte. El rey partió de Valladolid (3 de octubre, 1710) para Salamanca en dirección de Extremadura con su corto ejército, y deteniéndose un solo día en aquella leal e insigne ciudad, prosiguió su marcha en medio de un temporal terrible de lluvias y fríos, encaminándose por Plasencia a Casa-Tejada, donde fijó sus reales, en tanto que Vendôme corría las riberas del Tajo para observar a los aliados e impedir su apetecida reunión con los portugueses. Allí fue donde el conde de Aguilar acabó de acreditar su rara y singular inteligencia y su actividad maravillosa para la formación y organización de los ejércitos; pues a mediados del mes de noviembre los restos del que había sido derrotado en Zaragoza se hallaron como por encanto aumentados hasta cuarenta batallones y ochenta escuadrones, perfectamente armados, equipados y provistos de todo. Los pueblos de Castilla, Extremadura y Andalucía se prestaron gustosos a facilitar hombres y recursos: cuidó admirablemente de la provisión de almacenes el comisario general conde de las Torres, y la reina desde Vitoria envió buena cantidad de dinero, producto de su plata labrada que había hecho reducir a moneda en Bayona. Con esto Vendôme se consideró ya fuerte, no solo para resistir, sino para ir a buscar los enemigos, hizo la distribución de las tropas, situándolas convenientemente, y el rey ocupó el puente de Almaraz para cortar el paso de los aliados a Portugal e interceptar toda comunicación con aquel reino, objeto preferente de los planes del archiduque y de su general Staremberg.

Convencido al fin el pretendiente austriaco de la ninguna simpatía que su causa tenía en las Castillas; desesperanzado, en vista de tantas tentativas frustradas, de poderse dar la mano con el ejército portugués; atendidas las considerables fuerzas que había reunido el rey don Felipe; no habiendo podido Staremberg conseguir que Vendôme alterara su magnífico plan de defensa; falto de víveres, porque los pueblos se negaban a dar mantenimientos, y Vallejo y Bracamonte se apoderaban de todos los convoyes; viendo perecer diariamente sus soldados a manos del paisanaje, en caminos, en calles y en alojamientos; determinó, con acuerdo de sus generales, evacuar la capital a los cincuenta y un días de su trabajosa dominación. Y aunque su resolución era volverse por Zaragoza a Barcelona, único punto de España donde se contemplaba seguro, dio orden a sus fantásticos Consejos para que pasasen a Toledo, dando a entender que se iba a trasladar la corte a aquella ciudad como más fuerte. Salieron pues de Madrid las tropas del archiduque (9 de noviembre, 1710), no sin haberse discutido antes si se había de saquear la población: pretendíanlo los catalanes, alemanes y portugueses, pero opusiéronse los generales Staremberg, Stanhope y Belcastel. Apenas la corte se vio libre de los que miraba como molestos y aborrecidos huéspedes, aclamó de nuevo estrepitosamente a su rey Felipe V, y todavía pudo oír el archiduque el festivo clamoreo de las campanas, y el confuso rumor de otras demostraciones con que se celebró tan fausto suceso.

Solo llegaron a Toledo Staremberg y Stanhope con un cuerpo de seis mil hombres; y mientras estos generales daban apariencias de fortificar aquella ciudad como para hacerla residencia de su rey y establecer los cuarteles de invierno, el archiduque, siguiendo su propósito, tomó desde Ciempozuelos el camino de Zaragoza, escoltado por un cuerpo de caballería, y seguido de unos pocos magnates de su parcialidad. Detúvose en aquella ciudad solos cuatro días (de 29 de noviembre a 3 de diciembre), y prosiguió aceleradamente su viaje a Barcelona, donde su presencia causó profunda tristeza y desmayo, calculándose, no sin razón, que debía ser muy fatal el estado de sus tropas cuando no fiaba su seguridad a ellas; y solo dio contento su ida a la archiduquesa, que estaba temblando no le embarazase la retirada el duque de Noailles, que ya se decía entraba en Cataluña con el ejército francés del Rosellón.

El mismo día que llegó el archiduque a Zaragoza evacuó el ejército aliado a Toledo (29 de noviembre), después de haber evitado Staremberg que se pusiera fuego a la población, como pretendía el general portugués, conde de la Atalaya. Con el mismo júbilo que en Madrid se proclamó en Toledo al rey don Felipe, y a los oídos de las tropas fugitivas debieron llegar los silbidos, y los insultos y oprobios con que las despedían los toledanos. Apresuráronse a entrar, en Madrid don Feliciano de Bracamonte, en Toledo don Pedro Ronquillo, con cuya entrada creció el regocijo de ambas poblaciones. Pero subió de punto la alegría y llegó al mayor grado imaginable, cuando el rey, noticioso por Ronquillo de la retirada de los aliados, partiendo de Talavera de la Reina, donde tenía entonces sus reales, llegó a las puertas de Madrid (3 de diciembre, 1710), y después de visitar el templo de Atocha, se encaminó a Palacio. Dio el pueblo rienda a su gozo, y agrupándose con loca algazara en derredor del caballo del rey, apenas le permitía dar un paso. Tres días solamente permaneció Felipe en Madrid, en todos los cuales no cesaron las aclamaciones y los regocijos públicos, en términos que no pudo menos de exclamar el duque de Vendôme: «Nunca pude yo imaginar que nación alguna fuese tan fiel, y diese tales pruebas de amor a su soberano.{11}»

Volvió, pues, a salir el rey de Madrid el 6 de diciembre, en unión con el generalísimo duque de Vendôme, camino de Guadalajara, a unirse con el ejército que marchaba apresuradamente en seguimiento del de los aliados. El 7 se supo que el general inglés, Stanhope, con ocho batallones y otros tantos escuadrones que componían la retaguardia, había ido a pasar la noche en Brihuega, villa de la Alcarria. Con esta noticia, y con el deseo que todos tenían de cortar algún cuerpo del ejército enemigo, dispuso Vendôme que se adelantara el marqués de Valdecañas con la caballería ligera, los dragones y granaderos, y dos piezas de artillería hasta Torija. Excedía el de Valdecañas a cuantos generales se conocieron en esta guerra en la formación de un ejército, en la disciplina y regularidad de sus marchas. Ejecutolo el marqués con tal celeridad, que al amanecer del 8 había logrado cortar a Stanhope todas las salidas de Brihuega, y comenzado a batir su alto, aunque sencillo muro, y en esta actitud le encontró el rey cuando llegó al mediodía a la vista de la población. Resistíanse los ingleses con la esperanza de ser pronto socorridos por Staremberg; animáronse los nuestros con el parte que les envió don Feliciano de Bracamonte de haber sorprendido y hecho prisionero un regimiento de infantería alemana. Todo el día jugaron nuestras baterías: y como llegara otro expreso de Bracamonte participando que en efecto Staremberg venía con todo el ejército a socorrer a los sitiados, fue menester apresurar el asalto, que mandó el conde de las Torres, y en que tomaron parte el marqués de Toy, y los tenientes generales don Pedro de Zúñiga, el conde de Merodi y el de San Esteban de Gormaz; y entretanto el conde de Aguilar fue destinado a detener con la caballería a Staremberg, acompañándole el mismo Vendôme. El asalto fue rudo y sangriento, y la entrada en la población costó reñidísimos ataques y gran número de víctimas. Los regimientos de Guardias, el de Écija y los granaderos hicieron maravillas. A las ocho de la noche, cuando ya había vuelto Vendôme dejando apostada la caballería a media legua de Brihuega, pidió Stanhope capitulación, y como urgía poner término a aquella lucha, se le concedió, quedando todos prisioneros de guerra, inclusos los tres generales, Stanhope, Hyl y Carpentier, este último herido, y todos los mariscales, brigadieres, coroneles y oficiales. El regimiento de caballería de la Estrella que mandaba el conde del Real fue el encargado de conducir los prisioneros e internarlos en Castilla, e hízolo llevándolos a marchas forzadas. Tal fue la famosa acción de Brihuega (9 de diciembre, 1710). Stanhope aseguró aquella noche muchas veces que serían las últimas tropas inglesas que entrasen en España{12}.

Contábase con tener batalla al día siguiente, y así fue. Al salir los prisioneros de Brihuega vieron ya toda la infantería puesta en orden donde antes había estado la caballería a la parte de Villaviciosa, formando el centro, y teniendo la caballería a los costados. Mandaba la derecha de la primera línea el marqués de Valdecañas con el teniente general don José Armendáriz y los mariscales conde de Montemar y don Pedro Ronquillo, el cual tuvo la desgracia de perecer de un cañonazo antes de empeñarse formalmente la batalla: guiaba la izquierda el conde de Aguilar, con el conde de Mahoni y el mariscal de campo don José de Amézaga: el centro el marqués de Toy con el teniente general marqués de Laver y el mariscal conde de Harcelles. La derecha de la segunda línea mandábala el conde de Merodi con el mariscal don Tomás de Idiáquez; la izquierda el marqués de Navalmorcuende con el mariscal don Diego de Cárdenas: el centro don Pedro de Zúñiga y el mariscal Enrique Crafton. En tal estado comenzó el fuego de la artillería enemiga. El rey corrió con valor las líneas, no obstante haber dado dos balas de cañón cerca de su persona. Empezó siéndonos favorable el combate, arrollando el marqués de Valdecañas con su derecha la izquierda enemiga, que gobernaba el mismo Staremberg: pero nuestra izquierda fue por tres veces rechazada, y desordenado el centro por falta de caballería; error imperdonable, por lo mismo que se había cometido en la batalla de Almansa, y fue roto por la misma causa; y el marqués de Toy que acudió a repararle cayó prisionero de los portugueses.

El duque de Vendôme, que vio rechazada la izquierda, descompuesto el centro, y expuesta la persona del rey, perdió la esperanza de ganar la batalla, y llevose a S. M. consigo al sitio donde habían estado la noche anterior, y mandó al conde de Aguilar que retirara la infantería y la pusiera a salvo; orden que obedeció el de Aguilar como buen soldado, por más que a lo contrario le instaban otros generales, en especial Valdecañas y San Esteban que llevaban derrotado al enemigo{13}. Y era así la verdad; y además el conde de Mahoni se había apoderado de su artillería y sus bagajes, y recogido multitud de alhajas de oro y plata, y otras riquezas de las robadas en los templos de Toledo y Madrid; y acometido luego Staremberg por la espalda por Mahoni y Bracamonte, aunque defendiéndose desesperadamente y con toda la regla y arte de un buen general, fue por último puesto en confusión y desorden por don José de Amézaga que arremetió furiosamente con la caballería de la Reina y descompuso su cuadro. Mas no había medio de sacar a Vendôme del funesto error en que estaba de que la batalla era perdida, por más emisarios que al efecto le enviaban. Y tan ganada estaba ya, que nuestros generales despacharon al sargento mayor don Juan Morfi a decir a Staremberg, que puesto que se veía perdido, y había hecho cuanto cumplía a un buen general por la gloria y el honor de sus armas, no diera lugar a que se derramara más sangre. Con este recado, después de haber oído su consejo de guerra, respondió el general alemán estimando mucho el favor que le hacían, y pidiendo una suspensión de armas por lo que restaba de noche, asegurando que si al reconocer el campo por la mañana veía ser cierto que aún había en el nuestro treinta batallones y cincuenta escuadrones, como Morfi decía, sin hacer mas fuego se rendiría con lo que quedaba de su ejército.

Pasose, pues, la noche sin hostilidad, pero también sin pan, sin vianda, sin lumbre y sin abrigo, y el rey sin cenar y sin acostarse, y ateridos todos de frío, por la densa y helada niebla que hubo, y con que amanecieron blancos los sombreros y los vestuarios de todos, como si hubiera nevado. Aprovechó Staremberg la oscuridad de la noche para irse retirando sin ruido de trompetas ni timbales, cuya noticia llevó al rey primeramente don Rodrigo Macanáz, después el marqués de Crevecoeur, y últimamente el conde de Mahoni, el cual pidió le diesen tres mil caballos para cortar los enemigos. Fuéronle negados por cierto resentimiento y enojo que con él tenía el conde de Aguilar, que a habérselos dado hubiera podido cortar o detener a los vencidos, y puesto a nuestro ejército en paraje tal vez de acabar con ellos. Ordenose solamente a Vallejo y Bracamonte que los siguiesen por los costados y retaguardia: y en tanto que esto se disponía, iban llegando al campo del rey oficiales y soldados cargados de estandartes y banderas, otros conduciendo prisioneros de Estado, tal como el obispo auxiliar de Toledo, y otros con los cálices y vasos sagrados cogidos al enemigo, y con los equipajes y joyas del arzobispo de Valencia y de algunas señoras y magnates que le seguían. Aquella mañana despachó el rey dos expresos con la noticia de tan señalada victoria, uno a la reina, su esposa, otro al rey de Francia, su abuelo; hecho lo cual, fue a caballo a reconocer el campo de batalla, y luego pasó a la inmediata villa de Fuentes, donde recibió la nueva de haber hecho don José Vallejo tres mil prisioneros, y en cuya iglesia se cantó un solemne Te Deum, en acción de gracias al Dios de los ejércitos por tan completo y memorable triunfo.

Tal fue el resultado de la célebre batalla de Villaviciosa (10 de diciembre, 1710), que aseguró la corona de Castilla en las sienes de Felipe V de Borbón, a los pocos días de haber estado en el mayor, y al parecer más inminente peligro de perderla, y que decidió moralmente la lucha que hacía diez años traían empeñada España y Francia contra todas las potencias de Europa. Entre las dos jornadas de Brihuega y Villaviciosa se perdieron del ejército de Castilla sobre tres mil hombres, entre ellos oficiales generales de la mayor distinción: hiciéronse a los enemigos más de doce mil prisioneros, y se les cogieron cincuenta banderas, catorce estandartes, veinte piezas de artillería, dos morteros, y casi todas las armas, tiendas y equipajes: murieron de una y otra parte personajes de cuenta y jefes de las primeras graduaciones{14}.

Staremberg con su derrotado ejército prosiguió en retirada camino de Zaragoza, donde entró el 23 de diciembre (1710), siempre acosados sus flancos y retaguardia por Vallejo, Bracamonte y Mahoni, que iban cogiendo prisioneros en gran número, entre ellos el destacamento de Villaroel, compuesto de más de quinientos soldados alemanes y de oficiales de todas las naciones. Permaneció el general austriaco en Zaragoza hasta el 30, en que habiendo recogido cuantas tropas pudo, partió para Cataluña, y pasando el Cinca y el Noguera, no paró hasta Balaguer, flanqueándole siempre los nuestros, que entraron también en el Principado, y se apresuraron a reforzar las guarniciones de Mequinenza, Lérida, Monzón, y algunas otras que se habían mantenido fieles. El denodado vencedor de Brihuega y Villaviciosa, marqués de Valdecañas, siguió igualmente en pos de los enemigos a Zaragoza, y se internó tras ellos en Cataluña. El rey don Felipe, después de haberse detenido en Sigüenza hasta el 24, esperando la reunión de las tropas diseminadas, y después de haber enviado ocho batallones, y ocho escuadrones a reforzar y cubrir la frontera de Portugal, prosiguió, aunque más lentamente, camino también de Zaragoza, donde no llego hasta el 4 del inmediato enero (1711).

Allí instituyó Felipe V la festividad religiosa llamada de los Desagravios del Santísimo Sacramento; que era una función que mandó celebrar anualmente en todas las parroquias del reino el domingo inmediato al día de la Concepción de María Santísima, ya en conmemoración y agradecimiento de los dos gloriosos triunfos que Dios había concedido a las armas católicas en los días 9 y 10 de diciembre, ya en manifestación del dolor, sentimiento y horror por los ultrajes, profanaciones y sacrilegios cometidos por los enemigos en los templos, imágenes y vasos sagrados durante su pasajera y efímera dominación en Castilla.

Casi al mismo tiempo que marchaban tan en bonanza para el rey don Felipe los sucesos de la guerra en Castilla y Aragón, penetraba en Cataluña el general francés duque de Noailles con las tropas del Rosellón, en conformidad a lo acordado con el rey y con Vendôme en el consejo de Valladolid. A mediados de diciembre (1710) comenzó el francés a molestar la plaza de Gerona, objeto de sus designios, no obstante haberse llenado aquellos caminos y montañas de voluntarios catalanes. En medio de los rigores de un crudísimo invierno apretó el sitio de aquella importante y fuertísima plaza. Aunque él y sus tropas pasaron infinitas molestias, privaciones, entorpecimientos y trabajos, empeñose en esta empresa el de Noailles con tanto ahínco, y tanto y con tanto afán trabajó e hizo trabajar a sus soldados, a fin de conquistarla antes que pudiera ser socorrida de los aliados o de los naturales, que sin acobardarle las lluvias y las inundaciones que con frecuencia deshacían sus minas y sus obras de ataque, ni desalentarle el valor y la resistencia de los sitiados, poco a poco se fue apoderando de torres, puertas y bastiones, y el 25 de enero (1711) logró rendir la plaza por capitulación. En cumplimiento de sus artículos hizo su entrada en Gerona el vencedor duque de Noailles el 1.° de febrero, señalándola con un bando de perdón general, que hizo publicar a nombre del rey de Castilla para los naturales que volvieran a su obediencia y le prestaran sumisión. Hiciéronlo así muchos habitadores de aquella veguería que antes se habían retirado a las montañas. Siguieron su ejemplo los de la Plana de Vich, ansiosos de gozar de la seguridad y sosiego que se les ofrecía. Y de esta manera quedó desde entonces Gerona y el país comarcano del Ampurdán sometido a la obediencia del rey católico. Pasó el de Noailles a Zaragoza, y el rey don Felipe en premio y recompensa de tan señalado servicio le hizo merced de la grandeza de España, y dio el Toisón de oro a los dos tenientes generales Beaufremont y Estayre{15}.

La fortuna volvía ahora en todas partes su risueño rostro a los que pocos meses antes se le había mostrado torvo y severo: los que en agosto de 1710 habían sido vencidos y arrojados de Zaragoza, y en diciembre volvieron a la misma ciudad coronados de laureles, seguían recogiéndolos en los campos que nuevamente iban recorriendo. El marqués de Valdecañas tomaba a Estadilla haciendo prisionera su guarnición; apoderábase de Benabarre y Graus, y sometía todo el país de Ribagorza. Los aliados no se consideraron bastante fuertes para esperarle en Balaguer, retiraron de allí cuanto tenían, y a su aproximación abandonaron aquel puesto que tanto habían fortificado y en que tanto tiempo habían permanecido, ocupándole en seguida el de Valdecañas, y cogiendo ocho cañones y dos morteros que no pudieron llevarse los enemigos. Entretanto el comandante general que operaba en Valencia, don Francisco Gaetano, rendía la plaza de Morella, desembarazando por aquella parte los confines de Cataluña. Una brigada de walones se apoderaba del castillo de Miravet (28 de febrero, 1711), haciendo también prisionera de guerra su guarnición. Poco más adelante (marzo) eran deshechos los miqueletes de la veguería de Cervera, y ocupada la ciudad de Solsona; y el infatigable marqués de Valdecañas marchaba contra Calaf, que los enemigos abandonaron también al saber que se aproximaba, y deshacía un cuerpo de voluntarios en la Conca de Tremp, quedando de este modo libre la comunicación en aquellas montañas de Cataluña. Y hubiera este intrépido general ido más adelante y activado más sus operaciones, a no detenerle la falta de granos y demás provisiones que tenía que recibir de Castilla.

Viendo Staremberg que era temeridad luchar contra la fortuna; que los españoles se habían adelantado hasta Balaguer y Calaf; que dominaban el territorio del valle de Arán y el llano de Vich; que no le quedaban en el Principado más plazas de consideración que Cardona, Tarragona y Barcelona; que le faltaban medios para formar otro ejército; que Inglaterra y Holanda se manifestaban resueltas a no enviar más soldados a España, limitándose a mantener la guerra en Flandes; que por el contrario el gobierno español se ocupaba activamente en levantar reclutas y formar nuevos cuerpos; que de Castilla eran enviados a Cataluña ocho mil fusiles y más de cien cañones; que entre tropas españolas y francesas llegaron a juntarse sesenta y dos batallones y ochenta escuadrones, sin contar los que escoltaban los convoyes y guardaban las plazas, pidió, como prudente, licencia para retirarse. Mas como no la obtuviese, se aplicó a fortificar y proveer las plazas de Tarragona y Barcelona, y con los cortos socorros que pudo lograr acampó en Igualada y Martorell, bien que sin otro efecto que el que luego veremos. Valdecañas situó el suyo entre Cervera y Tárrega. Allí permanecían ambos ejércitos cuando llegaron a Lérida los generales franceses Vendôme y Noailles.

Pero dos sucesos, ambos inopinados, y ambos de igual índole, vinieron como a entibiar el ardor de la campaña y a influir poderosamente en el resultado futuro de esta larga guerra. El uno fue la muerte del delfín de Francia (14 de abril, 1711), padre del rey don Felipe V, que sucumbió víctima de las viruelas, a los cuarenta y nueve años y medio de edad; suceso que afectó mucho al rey su hijo, y más por haber coincidido con una peligrosa enfermedad que a la sazón estaba padeciendo la reina. El otro, de más influencia todavía, fue el fallecimiento del emperador de Alemania (17 de abril), alma y sostén de la confederación y de la guerra; y así por esto, como por suponerse o calcularse que podría ser llamado el archiduque Carlos a ocupar aquel trono, como lo deseaban las potencias marítimas, con la esperanza de que así podría realizarse mejor el antiguo proyecto de la división de la monarquía española, mudaba de todo punto el semblante de las cosas, variaba el aspecto de la cuestión que había producido la lucha, el rey Cristianísimo tomó con menos calor el mantenimiento de la guerra en España, fundado en que el archiduque sería llamado a Alemania, y el mismo Felipe suspendió el sitio de Barcelona que tenía proyectado.

Y así fue, que no tardó el archiduque en ser instado por los electores del imperio, y por su madre y parientes, para que se trasladara a Viena dejando la pretensión de España, a lo cual él se mostró resuelto. De modo que con esto, y con no haber vuelto Inglaterra y Holanda a enviar socorros de tropas a los aliados, y con ser muy cortos los que de Italia habían recibido, y con el recuerdo de las pasadas derrotas, estuvo Staremberg frente de nuestro ejército sin atreverse a acometerle, y aun tuvo la mayor parte de él que acercarse a Barcelona para proteger la marcha del archiduque.

Tampoco Vendôme emprendió nada, ya por la falta de provisiones, culpa y malicia de sus asentistas, que estaban abusando con escándalo de la bondad de aquel general, ya porque el duque de Noailles, rival del de Vendôme, se propuso deslucir sus operaciones, poniéndole embarazos a todo, y dejando consumir el ejército en una inacción injustificable. Solamente se tomó Benasque, y poco más adelante se rindió la fortaleza de Castel-León en lo alto de la montaña, siendo de admirar la operación dificilísima de subir los soldados a brazo la artillería hasta lo más encumbrado de los Pirineos. Por último, resuelto el viaje del archiduque a Alemania, diose a la vela en el puerto de Barcelona con rumbo a Italia en una escuadra inglesa (27 de setiembre, 1711), quedando Staremberg de virrey y capitán general de Cataluña. Situose entonces el general con todas sus fuerzas en Prats de Rey: salió el de Vendôme de Cervera a buscarle con las suyas: pusiéronse ambos ejércitos a la vista teniendo de por medio el río; pero lo más que consiguió el mariscal francés fue que el austriaco retirara su campo a las alturas, lo cual facilitó a Vendôme apoderarse de Prats de Rey a la vista de su enemigo.

Bien penetrado Staremberg de que sus fuerzas no podían resistir un ataque formal de las de Vendôme, trató de distraerle intentando una sorpresa sobre Tortosa (octubre, 1711): pero sus tropas fueron vigorosamente rechazadas con pérdida de quinientos prisioneros y otros tantos entre muertos y heridos. Paralizado nuestro ejército, siempre por la falta criminal de provisiones, al fin sitió, atacó y rindió a Cardona (noviembre, 1711); no así el castillo, donde los enemigos se retiraron, merced a la malísima colocación de las baterías, acaso por inteligencia del jefe ingeniero con el duque de Noailles para deslucir al de Vendôme. Es lo cierto que desprovisto el generalísimo francés de medios y recursos, como habitualmente le sucedía, abandonó al fin del año (1711) el sitio y ataque de aquel castillo, con no poca pérdida de hombres y caballos, que así se malogró la última operación de aquella campaña{16}.

No fue tampoco muy viva este año la guerra de Portugal. Redújose a que los portugueses, mandados por el general Noronha, recobraran a Miranda de Duero (15 de marzo, 1711), haciendo prisioneros unos seiscientos hombres que la guarnecían. Intentaban después invadir la Extremadura, pero reforzado ya el marqués de Bay con los batallones y escuadrones que le envió el rey después de la batalla de Villaviciosa, detuvo al conde de Mascareñas que guiaba el ejército lusitano. Viéndose estuvieron ambos ejércitos por espacio de tres días (mayo), pero sin acometerse. Pasose el resto de la primavera en movimientos sin resultado, hasta que llegado el estío se retiraron unos y otros a cuarteles de refresco. Esto no impidió que algunos destacamentos de Castilla hicieran incursiones en Portugal, y tomaran algunas fortalezas y villas, como Caravajales, la Puebla y Vimioso. Ni en el otoño hicieron otra cosa que estar mutuamente a la defensiva, y observar el uno los movimientos del otro.

Dejemos en este estado la guerra, y veamos ya lo que había acontecido en Zaragoza desde la llegada del rey, y las novedades y mudanzas que hubo en el gobierno.

A poco de llegar el rey a Zaragoza quiso tener en su compañía la reina y el príncipe, que, como sabemos, se hallaban en Vitoria juntamente con los Consejos. Estos tuvieron orden de restituirse a Madrid, y la reina se trasladó a la capital de Aragón, recibiendo en todas las poblaciones del tránsito toda especie de agasajos y toda clase de demostraciones de amor y de cariño. Las ciudades, villas y cabildos de Rioja y de Navarra, y a su ejemplo las de otras provincias, enviaron generosa y espontáneamente considerables donativos para atender a estos gastos y a las necesidades de la guerra. El rey salió a Calahorra a recibir a su esposa y su hijo, y juntos entraron en Zaragoza la tarde del 27 de enero (1711).

Dedicose Felipe a organizar el gobierno militar, civil y económico del reino de Aragón. Dio la comandancia general al príncipe de Tilly, el gobierno interino de Zaragoza al mariscal de campo conde de Montemar, y la intendencia y administración general de las rentas a don Melchor Macanáz, con retención de los cargos que tenía en el reino de Valencia. Suspendiose la contribución de la alcabala, y en su lugar se impuso un millón de pesos por vía de cuartel de invierno, dejando su repartimiento y cobranza a cargo de las justicias: se incorporaron a la corona todas las salinas del reino, que constituían la renta más saneada y pingüe: hízoseles tomar el papel sellado a que antes se habían resistido; y además al tiempo de la cosecha se les sacaron hasta trescientas mil fanegas en trigo, cebada y otros granos, que el rey prometió admitirles en cuenta de contribuciones, pero que no se cumplió, antes se continuó en los años siguientes haciendo repartimientos, aunque algo menores, de granos y dinero.

Formose una junta o tribunal llamado del Real Erario, compuesto de un presidente, que debía serlo el capitán general, y de ocho individuos, dos por cada uno de los brazos o estamentos que antes componían las Cortes, e igual en número a la diputación permanente de las mismas. Encomendose a esta junta el reparto y recaudación de los impuestos, de que no se eximia ninguna clase del Estado, ni aun los eclesiásticos, ni las comunidades religiosas de ambos sexos, aunque fuesen mendicantes: el rey fijaba las contribuciones, la junta no hacía sino distribuirlas y cobrarlas con arreglo a los fueros, pero no tenía manejo alguno en los caudales, ni había de hacer otra cosa que ponerlos todos en la tesorería a disposición del intendente, que no daba cuentas a otro alguno sino a la persona del rey, lo cual se ordenó así por un decreto especial, que fue como una solemne derogación de los fueros aragoneses{17}.

En cuanto al orden judicial, después de haber estado algún tiempo indeciso, resolvió establecer (3 de abril, 1711), no una chancillería como antes, sino una audiencia conforme a la planta de la de Sevilla, con dos salas, una para lo civil y otra para lo criminal, bajo la presidencia del capitán general del reino. En los negocios civiles entre particulares fallaría la nueva audiencia con arreglo a los fueros y a la legislación particular de Aragón, pero en los que tocaran directa o indirectamente al rey o al Estado, así como en las materias criminales se había de regir el nuevo tribunal por las leyes y el derecho de Castilla. Posteriormente en el mismo año se añadió otra sala para lo civil para nivelarla a la de Sevilla que tenía dos{18}.

Pululaban en la corte de Zaragoza las rivalidades y las cábalas, ya entre los duques de Vendôme y de Noailles, enemigo aquél de los duques de Borgoña y de Orleans, y afectísimo a Luis XIV y a Felipe V, representante éste del partido francés contrario, y que trabajaba cuanto podía para hacer tiro, y si era posible para reemplazar al generalísimo del ejército español; ya de parte del conde de Aguilar, a quien se unía Vendôme, y que miraba con aborrecimiento al duque de Osuna, a Grimaldo, y a todos los que eran del partido de la reina y de la princesa de los Ursinos, o de cualquier modo no eran del suyo. Viose también el intendente Macanáz denunciado como partícipe de los planes y manejos del conde de Aguilar, y costole no pocos esfuerzos desengañar a la reina y al rey, y justificarse ante ellos. Representaron después contra él los individuos de la junta de Hacienda de Madrid{19}, y aunque el rey le dio una honrosa satisfacción nombrándole presidente de aquella misma junta en lugar del marqués de Campo Florido, cosa que resistió Macanáz por particulares razones, prodújole todavía aquella rivalidad serios disgustos, y fue ocasión de disidencias, así en Zaragoza, como en Madrid, donde se vio obligado a venir{20}.

En medio de estas intrigas cortesanas enfermó la reina en Zaragoza; una fiebre lenta la iba consumiendo, en términos de dar gravísimo cuidado al rey y muy serios temores a toda la nación: los dos médicos franceses que la asistían llegaron a manifestar que no tenían confianza alguna de salvarla; por fortuna dos facultativos de Zaragoza, a quienes se consultó, volvieron a su apenado esposo la esperanza y el consuelo, declarando no tener síntomas de tisis, que era lo que generalmente se recelaba o suponía, y que aún podía curarse. Asombró a todos en esta ocasión el rey con las pruebas que dio de verdadero amor a su esposa, y digno se hizo de universal alabanza por el exquisito esmero, interés y asiduidad con que acompañaba y asistía a la augusta enferma, durmiendo mucho tiempo en su mismo lecho, hasta que por formal mandamiento del confesor, que le representó los males que de ello a uno y a otro podían seguirse, accedió a mudar su cama a la pieza inmediata{21}. Luego que la reina comenzó a experimentar un ligero alivio, determinose que mudase de aires, y se eligió para su convalecencia la ciudad de Corella, en Navarra. Su estado de extenuación hizo necesario conducirla acostada en una carroza, y con ella se trasladó la familia real y toda la corte (12 de junio, 1711). Probole, en efecto, aquella estancia, en la cual pasaron todo el estío; y de tal modo se robusteció, que cuando se acordó en el mes de octubre volviese la corte al real sitio de Aranjuez, habíanse advertido ya en la reina señales inequívocas de embarazo. Publicose la nueva de tan fausto suceso en aquel real sitio, y a los pocos días vinieron los reyes a Madrid (14 de noviembre, 1711), siendo recibidos con iguales o mayores demostraciones de amor y de júbilo con que en todas ocasiones había solemnizado esta leal población la entrada de unos soberanos por quienes estaba haciendo la nación tan heroicos y tan espontáneos sacrificios.

Tales fueron los principales sucesos que dentro de la Península ocurrieron en los dos años que abarca este capítulo. Digamos algo del aspecto que en lo exterior presentaba la guerra de la sucesión española, de la situación respectiva de las diferentes potencias, y de los primeros pasos que se estaban dando para el arreglo de la paz.

Mucho dependía el éxito de la guerra de la lucha empeñada en los Países Bajos, y la campaña de 1710 había sido allí fatal a la Francia. Los aliados habían añadido a sus conquistas las plazas de Douai, Bethune, Saint-Venant y Aire; y rota la frontera de Francia, otra campaña igualmente feliz habría puesto a Luis XIV en la necesidad de recibir a las puertas de la capital de su reino las condiciones de paz que quisiesen imponerle. Mas cuando la Francia se hallaba en su mayor abatimiento, los triunfos de Felipe V en España, la muerte del emperador de Alemania y el llamamiento del archiduque, los celos que se despertaron entre los confederados, y el cambio de política de la reina Ana de Inglaterra, pusieron estorbo a las operaciones militares, y salvaron a Francia en los momentos más críticos.

La reina Ana, que no había heredado de Guillermo la animosidad política ni personal contra la Francia ni contra su soberano, y que deseaba ardientemente restablecer en el solio a su destronada familia, dispuso las cosas de su reino del modo más conveniente a este fin y al de entablar negociaciones particulares y secretas de paz con Francia, tomando entre otras medidas la de hacer secretario de Estado al lord Bolingbroke, conocido por su inclinación a la Francia y por su odio a todo lo que fuese austriaco: de modo que decía con razón el ministro francés Torcy: «Lo que hemos perdido en los Países Bajos, lo hallamos en Londres.» Así, con sus nuevos ministros y con la cooperación del parlamento pensó en disolver la grande alianza, y entró en negociaciones con Luis XIV. Las bases que el francés propuso, aunque vagas, pues solo se referían a la seguridad del comercio de Inglaterra en España y las Indias, fueron aceptadas por el ministerio inglés. Respecto a Holanda manifestó deseos de que Inglaterra fuese la mediadora; y estaba dispuesto a hacer concesiones comerciales a los holandeses, y a ceder el País Bajo español al elector de Baviera. Sobre estas bases se abrieron las conferencias para la paz. La dificultad estaba en el rey de España, y en la reina, y en la princesa de los Ursinos, y en los ministros, y en el pueblo, que todos se sublevaban a la idea de una desmembración de la monarquía; y fieros con los recientes triunfos, y aborreciendo cada vez más a los extranjeros, preferían renunciar a la amistad de Francia a sucumbir a cesiones humillantes, por mucho que desearan la paz, y por mucho que quisieran la unión de las dos naciones.

Sin embargo todavía dio Felipe plenos poderes al marqués de Bonnac, que había reemplazado a Noailles como enviado extraordinario del rey Cristianísimo, para que autorizase a este monarca a tratar con los ingleses de la restitución de Gibraltar y de Menorca, y la concesión de lo que llamaban el asiento{22}, con un puerto en América para la seguridad de su comercio. Pero alzose llena de indignación la corte de España cuando supo que Luis XIV, excediéndose de la autorización, concedía a los ingleses hasta cuatro plazas en las Indias, y la ocupación de Cádiz por una guarnición suiza para asegurar la ejecución del tratado del asiento. Felipe V declaró indignado que jamás consentiría en una proposición que le privaría de Cádiz y arruinaría el comercio de América. Al fin se fijaron y firmaron los preliminares para la paz entre Francia e Inglaterra, los cuales encerraban el reconocimiento de la reina Ana y de la sucesión protestante; la demolición de Dunkerque; la cesión a los ingleses de Gibraltar, Menorca y San Cristóbal; el pacto para el tráfico de negros por treinta años, en los mismos términos que lo habían tenido los franceses; privilegios para el comercio inglés en España iguales a los que se habían concedido a aquellos, y una parte de territorio para escala de la trata en las orillas del río de la Plata. Respecto a las demás potencias de la confederación, se ofrecía la cesión de los Países Bajos al de Baviera, formar en ellos una barrera para los holandeses, y otra para el imperio de Austria en el Rhin. Pero nada se decía del punto principal de la cuestión, que era impedir la reunión de las coronas de Francia y de España en una misma persona.

Resentíase todavía el orgullo del monarca español de la insistencia en obligarle a ceder los Países Bajos, y sentíase sobre todo humillado de que sus plenipotenciarios no tuviesen parte en unas conferencias en que se trataba de la suerte de España: «¿Qué pensarán mis súbditos, decía a Bonnac, si ven que los intereses de la monarquía se ponen únicamente en manos de los ministros de Francia? –Pensarán, contestó el diplomático, que si V. M. confía en el rey, su abuelo, para continuar la guerra, también puede sin desdoro entregarse a él para la conclusión de la paz.» Y a las observaciones del ministro Bergueick respondía, que tampoco en la paz de Ryswick habían tenido más parte los ministros de Carlos II que la de firmarla. Pero Bergueick, que de gobernador de los Países Bajos había venido a España a encargarse de los dos ministerios de Hacienda y Guerra, y gozaba del favor y de la confianza del rey, y era en esto apoyado por la reina y por la princesa de los Ursinos, insistía en una oposición que desesperaba a Bonnac y a los agentes del tratado.

Acordose por último entre éstos, y se tomaron medidas para celebrar en Utrecht un congreso compuesto de plenipotenciarios de todas las potencias beligerantes. Determinación que anunció Luis XIV a su nieto diciéndole, entre otras cosas: «Dejad que atienda yo a vuestros intereses, y terminad, os ruego, el negocio del elector de Baviera, cuyo retraso os aseguro que no es honroso para V. M. y puede perjudicar a la negociación. No dudéis que en los consejos que os doy me propongo solamente vuestro bien.» Mas si bien el conde de Bergueick se mantenía inflexible, y ponía cada día nuevas dificultades, venciéronse con el favor y la influencia de la princesa de los Ursinos.

La princesa, que había parecido siempre tan desinteresada, y que en efecto dio muchas pruebas de servir a los reyes por cariño y por amor, y como si fuesen sus hijos, no pidiendo nunca para sí, ni aun tomando cosa alguna sino lo que espontáneamente los reyes le daban, solo en una ocasión, y por satisfacer su vanidad, que era su pasión dominante, les pidió una gracia, que fue la de que, si llegaba el caso de separarse de España los Estados de Flandes, se le cediese en ellos un territorio donde tener un retiro en que poder vivir, si la reina por otra enfermedad llegase a faltarle. Diéronle, en efecto, el condado de La Roche, que producía unos treinta mil pesos de renta, para que le poseyese como soberana; y esto la alegró tanto más, cuanto que a la merced se le agregó el título de Alteza que vivamente apetecía. Con este aliciente, y con la esperanza de salvar en cualquier arreglo su pequeña soberanía, consiguió por mediación de la reina que Felipe consintiera en ceder los Países Bajos al elector de Baviera, y luego solicitó la intervención de Luis XIV para que el de Baviera y los aliados accediesen a la excepción de aquel territorio. Agradecida al apoyo que encontró en el monarca francés, y viendo por este medio la próxima realización de sus esperanzas, desvaneció las dificultades que oponía Bergueick, y alcanzó de Felipe no solamente el que no instara por la admisión de sus plenipotenciarios en el congreso de Utrecht, sino que diera plenos poderes a su abuelo para seguir y terminar la negociación{23}.

Durante el curso de esta negociación importante el archiduque Carlos, llamado a Alemania, en su tránsito por Italia había sido recibido como rey de España por las repúblicas de Génova y Venecia, y por los duques de Parma y de Toscana. En Milán solemnizaron sus nuevos súbditos su entrada con aclamaciones y fiestas. Allí tuvo la lisonjera noticia de haber sido elevado al trono imperial por los votos de todos los electores del imperio, a excepción de los de Colonia y Baviera, que no se contaron por hallarse ausentes. El 22 de diciembre (1711) fue coronado en Francfort con las ceremonias y pompa de costumbre. Entre sus títulos no dejó de tomar el de rey de España: y desde Viena, donde pasó a tomar posesión de los estados hereditarios de la casa de Austria, comenzó a hacer nuevos y vigorosos preparativos para continuar la guerra con la de Borbón, y hacer lo posible para frustrar e impedir las negociaciones de paz que se habían entablado. Pero era ya tarde. Las relaciones diplomáticas entre Inglaterra y Austria se habían interrumpido; cayó Marlborough, principal sostén de la guerra en los Países Bajos, y la misión del príncipe Eugenio cerca de la reina Ana no produjo resultado alguno, teniendo al fin que retirarse de Londres.




{1} Macanáz, Memorias inéditas, cap. 159.– Traducción de un papel que en fin de mayo de 1711 se publicó en la Haya, en que se declaran los motivos de la prisión del duque de Medinaceli.– Arch. de la Real Academia de la Historia, Est. 25, gr. 3, c. 35.

{2} San Felipe, Comentarios, A. 1710.– Belando, Historia civil, tomo I, c. 72 a 76.– Macanáz, Memorias, cap. 163.

En la relación que los enemigos imprimieron en Zaragoza se hacía subir nuestra pérdida a cinco mil muertos y dos mil quinientos heridos, entre ellos seiscientos oficiales desde alférez hasta general; treinta piezas de artillería, tres morteros y ochenta y seis banderas; y se decía que se les habían pasado y tomado partido con ellos más de ochocientos caballos, y que cada día les llegaban otros muchos. Añadían que aquel mismo día hacia tres años se había instalado en Zaragoza la Real Chancillería, y sujetado los aragoneses a la legislación castellana con derogación de sus fueros y libertades.

{3} Macanáz, Memorias, cap. 164.

{4} Componíanla el obispo de Lérida Fr. Francisco de Solís, el Padre Robinet, jesuita, confesor del rey, don Antonio Ronquillo, del Consejo y Cámara de Castilla, don Juan Antonio de Torres, del mismo Consejo, el cura de Santa María de la Almudena don Pedro Fernández de Soria, y el maestro Fr. Francisco Blanco, del orden de Santo Domingo.

{5} Entre estas publicaciones podemos citar una Carta que se suponía escrita por el marqués de las Minas al general Staremberg, para demostrar la diferencia entre la actividad de aquel cuando ocupó la capital del reino en 1706, y la tardanza de este, gastando un mes en llegar a Madrid, cuando no había nada que se lo estorbase.– Una relación o consulta hecha a Su Beatitud sobre lo sucedido en la corte y sus contornos con las tropas de los aliados mandadas por el conde de Staremberg bajo las órdenes del archiduque don Carlos de Austria. En el párrafo 3.º de este escrito, que firmaba el licenciado don Luis Antonio Velázquez, se hacía una descripción del aspecto melancólico que presentaba el pueblo de Madrid a la entrada del archiduque, y se decía que los ministros puestos por él habían sido todos castigados por traiciones y otros delitos, y que los principales eran tres, uno a quien el almirante sacó la toga porque supo disponer una corrida de toros, otro que había dejado el hábito de San Francisco, y otro a quien un clérigo había dado una bofetada en palacio delante de toda la corte por ser un traidor; y que los alguaciles eran todos gente condenada a pena de muerte por sus crímenes.

Por este orden se publicaban multitud de escritos, con títulos muchos de ellos extravagantes y del gusto de aquel tiempo, como Gaceta de Gacetas, Noticia de Noticias y Cuento de Cuentos, &c.: los Memoriales del Pobre de las Covachuelas al doctor Bullón; Historia del Calesero, en verso: Luces del Desengaño y destierro de tinieblas, &c.– Tenemos a la vista un grueso volumen en que se recopilaron los escritos de este género de aquel año, los cuales dan a un mismo tiempo idea del espíritu público que dominaba y del gusto literario de la época.

{6} Carta de Vendôme a Staremberg, a 29 de octubre de 1710.– Respuesta de Staremberg, a 7 de noviembre, desde Villaverde.– Decreto del rey (el archiduque) de 11 de noviembre.– Todos estos documentos se imprimieron en Madrid el mismo año.

{7} En las Memorias de Macanáz, cap. 165, se expresan además los nombres de los sujetos a quienes dio el archiduque plazas en los Consejos de Castilla, Hacienda, Ordenes, Indias, &c. y en los demás tribunales y oficinas generales del Estado.

{8} Aparte de los folletos y hojas que sobre esta materia se escribían, el mismo Macanáz dedicó a este asunto capítulos enteros de sus Memorias, con epígrafes como este: «Relación de los sacrilegios, desacatos, blasfemias, robos, indecencias, saqueos y atrocidades que las tropas del archiduque cometieron en los lugares del arzobispado de Toledo, &c.» Y va enumerando los hechos de esta clase, y designando las circunstancias, sitios y tiempo en que tales crímenes se perpetraron.

{9} Las historias, y sobre todo, las relaciones particulares que se publicaron en aquel tiempo, dan noticias más individuales y circunstanciadas de estos hechos. Encuéntranse algunas en el Tomo de Varios que antes hemos citado.

{10} Esta notable carta iba suscrita por los personajes siguientes:

El conde de Frigiliana.

El duque de Popoli.

El marqués de Aytona.

El conde de Baños.

El de Santisteban.

El marqués de Astorga.

El conde de Altamira.

El marqués de Bedmar.

El de Pastrana.

El duque de Medinasidonia.

El de Montalto.

El de Veragua.

El de Atrisco.

El de Sessa.

El marqués de Almonacid.

El Condestable.

El señor de los Cameros, conde de Aguilar.

El conde de Lemus.

El marqués de Montealegre.

El de Villafranca.

El de Tavara.

El conde de Alba.

El duque de Havré.

El de Montellano.

El de Arcos.

El de Feria.

El marqués del Carpio.

El conde de Oñate.

El duque de Béjar.

El conde de Benavente.

El de Peñaranda.

No firmó el marqués de Camarasa por hallarse enfermo, el conde de Castañeda por estar sus estados en litigio, y el duque de Osuna por haber sido de sentir que antes era ofrecer cada uno todo aquello a que sus fuerzas alcanzasen.– Eran sumamente expresivas las protestas de amor y de adhesión al rey don Felipe que hacía en esta carta la grandeza española. Fue producción del conde de Frigiliana, hombre, como dice un escritor de su tiempo, «de elegante pluma y fácil explicación».

{11} «Relación diaria de todo lo sucedido en Madrid desde el día 20 de agosto hasta el día 3 de diciembre de este año de 1710, en que S. M. entró en su corte.»– «Real triunfo y general aplauso, con que el rey N. S. don Felipe V entró en su corte católica el miércoles por la tarde 3 de diciembre, &c.»– Macanáz, Memorias, cap. 166.– San Felipe, Comentarios, tomo II.–  Belando, Historia Civil, tomo I, c. 75 a 89.–  «Noticia diaria, muy por menor y sucinta de todo lo que ha pasado en la ciudad de Toledo desde que entraron las tropas enemigas hasta el día en que salieron, &c.» Tomo de Varios.

{12} Relación diaria, &c.– Relación de los progresos del ejército del rey N. S. &c.– San Felipe, Belando, Macanáz, ub. sup.

Tenemos a la vista un testimonio librado por el secretario del juzgado y escribano de número de la villa de Brihuega, don Camilo López y Gomara, en 1854, de una pequeña relación de la batalla, que se conserva en el registro de escrituras públicas de la villa, con copia de una inscripción que hay a la puerta por donde se dio el asalto.

{13} A este tiempo se vio huir el regimiento de la Muerte, así llamado porque antes había sido el terror de los portugueses, y como lo reparase uno de nuestros oficiales, dijo a sus soldados: «Ea, soldados, ánimo! cuando la Muerte huye, nuestra es la victoria

{14} Relación de los jefes muertos y heridos que tuvo

El ejército castellano.

Muertos.

El mariscal de campo, don Pedro Ronquillo.

El brigadier, conde de Rupelmonde.

Brigadier, don Rodrigo Correa.

Brigadier, don Juan José de Heredia.

Brigadier, don Juan Fernández Pedroche.

Brigadier, Monsieur de Velmó.

Brigadier, conde de Borbón.

Coronel, don José Sotelo.

Coronel, marqués de Torremayor.

Coronel, vizconde Kolmalok.

Coronel, don Félix de Marimón.

Coronel, don Juan de Vargas.

Coronel, don José Yossa.

Coronel, marqués de Santeldegarde.

Coronel, conde de la Tuz.

Coronel, don Gonzalo Quintana.

Coronel, don Bartolomé de Urbina.

Coronel, don Francisco Ramírez Arellano.

Coronel, don Juan de Fontes.

Coronel, marqués de Franluy.

Coronel Espreafigo.

Coronel, don Francisco Navarro.

Coronel, Lauteldolf.

Coronel, Rulfort.

Coronel, Blon.

Coronel, don Carlos Espelfico.

Teniente coronel, don José Martínez.

Ídem, don Alonso Fariñas.

Ídem, don Juan de la Sierra.

Ídem, don Francisco Torralva.

Ídem, barón de Alburquerque.

Comandante, barón Espau.

Comandante, Araciel.

Otros treinta y seis comandantes.

Heridos.

El capitán general, marqués de Toy, prisionero.

El teniente general, don José de Armendáriz.

El mariscal de campo, don José de Amézaga.

Brigadier, marqués de Bemél.

Brigadier, marqués de Casa-Estrada.

Ídem, duque de Platoncha.

Ídem, don Francisco Valanza.

Coronel, don Vicente Fuen-Buena.

Coronel, conde de Salvatierra.

Ídem, don Bartolomé Ladrón.

Ídem, don Juan de Cigarrote.

Ídem, don Mateo Cron.

Otros ocho coroneles.

Más de cuarenta tenientes coroneles.

Del ejército enemigo.

Muertos.

El general holandés, Belcastel.

El general inglés, lord Hamilton.

Muchos brigadieres, coroneles, &c.

Prisioneros.

Lord Stanhope, general de las tropas inglesas.

Saint-Aman, mayor general de las holandesas.

M. de Franquemberg, jefe de las palatinas.

General Wetzel, holandés.

Y otros muchos oficiales generales de distinción.

Además de las noticias que dan de esta célebre batalla los historiadores contemporáneos, marqués de San Felipe, Fr. Nicolás de Jesús Belando, don Melchor Macanáz y otros, se publicaron varias Relaciones particulares, entre ellas una titulada: «Relación de Relaciones de lo sucedido, &c.;» la que escribió el caballero de Villeriu, francés; y el Viaje Real del Rey N. S., que publicó de orden de su Majestad don Pablo de Montestruch.– Nosotros hemos seguido con preferencia la que hace en el cap. 166 de sus Memorias manuscritas don Melchor de Macanáz, testigo ocular de ambas jornadas, el cual rectifica las inexactitudes de las otras relaciones, y explica las razones que tuvo cada cual para escribir como lo hizo.

El rey mandó batir una medalla en memoria del triunfo de Villaviciosa, que representa en el anverso el busto del rey con un lema latino, en el reverso una Victoria con una palma en la derecha Y una corona de laurel en la izquierda, con otro lema en latín. En 1734 se creó en conmemoración el regimiento de dragones llamado de Villaviciosa, y en el escudo de los estandartes se puso: In Villaviciosa victor et vindex:

«Nunca (dice el marqués de San Felipe en sus Comentarios, hablando de Staremberg), nunca tuvo general alguno de ejército más presencia de ánimo en acción tan sangrienta, varia y trágica: decían sus propios enemigos que solo él podía haber sacado formada aquella gente, que salió vencida del campo, pero no deshecha; y si hubiera tenido tan fuerte caballería como infantes, hubiera obtenido la victoria: dos veces vio de ella la imagen; tres rechazó la infantería española; pero desamparado de sus alas, y cargado de ocho mil caballos resueltos a morir o vencer, cedió a la fortuna del rey Felipe y al valor de sus tropas.»

{15} San Felipe, Comentarios, tomo II.– Belando, Historia Civil, tomo I, cap. 83.– Macanáz, Memorias, cap. 180.– Halló Noailles en Gerona cincuenta piezas de bronce, otras tantas de hierro, y gran cantidad de provisiones de boca y guerra.

{16} Es muy curioso lo que acerca de este hecho cuenta don Melchor de Macanáz.

«El duque de Bandoma, dice, envió a pedir al rey cinco mil doblones, asegurándole que con ellos acabaría de rendir muy en breve este castillo: el rey me despacho un expreso en 26 de noviembre, ordenándome buscase a crédito este dinero, y se le enviase al duque de Bandoma, y que hecho esto pasase al punto a la corte. La ciudad de Zaragoza me prestó este dinero, y al punto mismo lo pasé a disposición del duque de Bandoma, y me fui a Madrid, a donde, de que llegué por la brevedad con que el rey me lo ordenaba, no creyó S. M. que hubiese podido haber recibido el orden; pero de que le aseguré que el dinero quedaba entregado se alegró mucho, y me dijo: «–Yo bien sé que este dinero se perderá, como el demás que hasta aquí se ha enviado, y que el castillo no se tomará, y el ejército acabara de perecer; pero como ya no hay que temer a los enemigos no he querido disgustar al duque de Bandoma, sino es dejarlo hasta que reconozca que está engañado de los que tiene cerca de sí.»

»Y así fue, pues en fin del año abandonó el sitio y se retiró, habiendo muerto casi toda la caballería por falta de cebada, y padecido igualmente la infantería por la falta de pan; y destruido el reino de Aragón por haberle sacado después de la cosecha setenta mil caizes de granos por fuerza, y con ellos todos los machos, mulas, caballos y demás bestias, que perecieron a manos de miqueletes, y con los malos tratos de los proveedores, a los cuales se les hubo de tolerar tanta maldad por no disgustar a Bandoma, siendo Mañani su secretario el que lograba la utilidad de todo, y tan temerario, que al pasar el ejército el puente de Lérida, a vista de todo él dio de palos al abad Alberoni, porque obraba tan mal en todo.»– Memorias manuscritas, cap. 181.

Estos asentistas y proveedores eran causa de que se viera siempre el ejército apurado y falto de todo, y de que nunca hubiera mayor desorden y despilfarro en la hacienda militar, consumiéndose sin provecho para la guerra lo que se sacaba a los pueblos, porque toda aquella gente medraba y prosperaba a la sombra de la bondad y del desinterés del duque de Vendôme, y muy principalmente su secretario Mañani, de quienes vivía lastimosamente engañado. Era Vendôme un general entendidísimo en la guerra, pero que aborrecía ocuparse en los detalles de formación, gobierno y subsistencias del ejército; tan desinteresado, y ya tan excesivamente descuidado en el gobierno económico de su casa y familia, que todos sus criados altos y bajos le robaban. Un día se le presentó uno de ellos pidiéndole licencia para retirarse; preguntándole su amo la causa, le respondió que había observado que allí todos robaban, y que él no quería estar entre semejante gente: entonces el duque le replicó riendo: «pues roba tú también, y no me prives de tus servicios.»

Cuenta Macanáz que en una ocasión le ordenó el rey facilitase dos mil doblones que el secretario de Vendôme le dijo necesitaba su amo para salir a campaña. Macanáz vio al duque y le aseguró que tendría pronto el dinero, pero por vía de anticipación, porque los sueldos atrasados estaban todos satisfechos. Mostrose el duque sorprendido, diciendo que él no servía al rey de España por sueldo, que todo lo hacía a su costa, y que los dos mil doblones los pagaría en el término de veinte días. Ignoraba que desde que entró en España se le estaban pasando dos mil doblones mensuales, ciento cincuenta al secretario Mañani, ciento al capitán de guardias Cotron, y otros ciento para gastos de secretaría, además de las raciones y bagajes. Cuando se le informó de esto, manifestó que todas aquellas sumas habían sido robadas al rey, porque él costeaba su gasto, el de la secretaría, secretario, capitán y bagajes, que no había venido a servir por dinero, y que quería que todo se restituyese. Macanáz le indicó que convendría constase todo esto por escrito; hízolo así el de Vendôme, y se dio parte al rey. Pero noticioso de ello el secretario Mañani, halló medio de informar que todo lo había empleado y consumido en servicio de S. M., quedando el rey tan admirado de la extremada bondad del duque como de la refinada maldad del secretario.– Macanáz, Mem. ubi sup.

{17} Macanáz, Memorias, c. 180 y 181.

{18} Decretos de 3 de abril en Zaragoza, y de 12 de setiembre en Corella.– Belando, en el capítulo 87 de su Historia civil, copia el oficio que con esta última disposición pasó al príncipe de Tilli el secretario del despacho don José de Grimaldo.– Este funcionario estuvo algún tiempo separado del ejercicio de su empleo, porque Vendôme y el conde de Aguilar le miraban como muy apasionado de la reina y de la princesa de los Ursinos, con quienes el de Aguilar no acababa de reconciliarse, despachando entretanto el marqués de Castelar. Pero las intrigas del de Aguilar, así contra Grimaldo como contra el duque de Osuna, a quien tuvo siempre encono, se fueron deshaciendo, y volvió aquél al ejercicio de su secretaria del despacho universal.

{19} Eran éstos el marqués de Campo Florido, el de Bedmar, el conde de Aguilar y don Francisco Ronquillo.

{20} El mismo Macanáz cuenta muchos pormenores de estos incidentes en los capítulos 180 y 181 de sus Memorias manuscritas, tomo XI.

{21} William Coxe, en su España bajo el reinado de la casa de Borbón, atribuye el consejo o prescripción de esta medida, no al confesor, sino al duque de Noailles, y añade que propuso al rey «debía tomar por manceba una de las damas de la servidumbre de la reina.»–  «Proposición tan indecorosa, dice, no podía menos de lastimar en lo más hondo de su pecho a un príncipe de costumbres tan severas como Felipe, y que guiado por los principios religiosos y por el amor que a su mujer profesaba, en todos tiempos había conservado una fidelidad inviolable al tálamo nupcial. No solamente le irritó esto, sino que al punto fue a contarlo a la reina y a la princesa de los Ursinos. Indignose la reina, y con razón, de semejante ofensa, y en el momento lo escribió a la hermana del duque de Borgoña, quien lo refirió a la Maintenon y a toda la corte de Versalles, de donde la galantería estaba ya desterrada, y donde no tuvo mejor acogida la proposición de Noailles que en Madrid. Se dio por lo mismo orden a Noailles para que se volviera a Francia, y Aguilar perdió todos sus empleos civiles y militares, y fue desterrado de la corte. Hubo mucho cuidado en que no se descubriese la causa de este cambio, y se dio por pretexto de esta caída la mala salud de Noailles, y se supuso que las medidas tomadas contra Aguilar tenían por causa las disputas de este personaje con Vendôme. Nadie descubrió este misterio más que San Simón, el cual, como es notorio, tenía un diario en que escribía todas las anécdotas palaciegas, y a quien nada gustaba tanto como las ocurrencias escandalosas.»– Coxe, cap. 19.

Nosotros creemos que la anécdota se resiente de este gusto de San Simón por las ocurrencias escandalosas. Sobre parecernos inverosímil la proposición que se atribuye a Noailles, está en contradicción con lo que nos refieren los escritores españoles que se hallaban en la corte y estaban bien informados de lo que en ella pasaba. Además Noailles no era amigo del conde de Aguilar; el amigo de Aguilar era Vendôme, y justamente Noailles era del partido opuesto. En el retiro del de Aguilar influyeron causas bien diferentes, y que nosotros hemos apuntado. Y mal se concierta el haberse ocultado este hecho y no haber descubierto el misterio nadie más que San Simón, con la publicidad que supone el haberlo dicho a la reina, a la de los Ursinos, a la hermana del de Borgoña, a la Maintenon, a toda la corte de Versalles, y con el efecto que se dice haber hecho en Versalles y en Madrid. Incompatible es esta publicidad con aquel misterio.

No es ciertamente William Coxe el historiador que muestra hallarse mejor informado de lo que en este reinado acontecía dentro de España. Conoció bastante lo exterior, pues da indicios de haber visto mucha correspondencia diplomática, y también se fió mucho de las comunicaciones y de los informes que de aquí dirigían los embajadores y generales extranjeros. De los escritores españoles contemporáneos apenas parece haber conocido más que al marqués de San Felipe, único que suele citar, y no pocas veces sin exactitud. Así incurre en varios errores: sin salir, por ejemplo, de su cap. 8.º, comete varios en la relación de la batalla de Villaviciosa, y asegura que en realidad la ganó Staremberg: –que los tribunales se trasladaron de Valladolid a Vitoria, y la reina fijó su residencia en Corella en cuanto Felipe tomó el mando del ejército, siendo así que no fue a Corella sino después de haber estado en Zaragoza: –que cuando el rey fue a Zaragoza había llegado ya la reina con su séquito, siendo así que el rey salió de Zaragoza a recibirla a Calahorra, como que Felipe estaba allí desde el 4 de enero, y la reina no llegó hasta el 27, &c. No nos detenemos a notar otras inexactitudes del historiador inglés.

{22} Era el Asiento de Negros cierto empeño con que se obligaban por algún tiempo los franceses, ingleses u otros, a poner un número de negros tomados de África en la América española y otras provincias para el servicio de sus colonias.

La primera patente para la importación de negros en las posesiones españolas de Ultramar se concedió a los flamencos en 1517. De resultas de atentados que más adelante cometieron contra los españoles, entre ellos el de asesinar al gobernador de Santo Domingo, se prohibió completamente la trata en 1580. Pero luego se volvió a conceder a los genoveses para que con su producto se fuesen reintegrando de las sumas anticipadas a Felipe II para los gastos de la armada Invencible, que los apuros del erario no permitían satisfacer: gozaron los genoveses de este privilegio hasta 1646. Compráronle más tarde dos alemanes. Después le tuvieron sucesivamente los portugueses y los franceses, y por último en estos preliminares para la paz general se daba a los ingleses.

{23} Memorias de Noailles, tomo IV.– Íd. de Torcy, tomo III.– Íd. de San Simón, tomo V.– Correspondencia de Bolignbroke, tomo 1.– Comentarios de San Felipe, tomo II.– Memorias manuscritas de Macanáz, c. 183.– Historia de Luis XIV.– Sommerville, Historia de la reina Ana.– Colección de documentos inéditos para la Historia de Francia; sucesión de España.

«Me ha informado el marqués de Bonnac (decía Felipe V a su abuelo en carta de 18 de diciembre de 1711), del estado de las negociaciones de la paz, y de las dificultades que ingleses y holandeses presentaban para recibir desde luego a vuestros plenipotenciarios, pidiéndome al mismo tiempo de parte vuestra un poder nuevo para tratar con ellos. El deseo que tengo de daros cada día testimonios más patentes de mi gratitud, y de la confianza que en vuestra amistad tengo, unido a mi anhelo de contribuir en cuanto me sea posible a proporcionaros satisfacciones y tranquilidad, y las disposiciones de todos los pueblos comprometidos en esta guerra cruel, no me ha permitido vacilar al enviaros este pleno poder, a fin de que podáis acordar en nombre mío preliminares con los holandeses, como habéis hecho con los ingleses. Espero que no tardarán en arreglarse, y no dudo que tardaré yo poco en gozar de los resultados, y que me reconozcan estas dos potencias, admitiendo mis plenipotenciarios en cuanto lleguen. Me halaga la esperanza de que os ocupareis de este asunto como un padre que me mira con ojos de tanta bondad, y que no llegará jamás el caso de que me arrepienta de la confianza que en vos tengo. Os envío además una carta que podéis mostrar a los ingleses, a fin de que no se maravillen de que las ventajas que les he concedido como preliminares no se hallan comprendidas en estos nuevos plenos poderes, y que conozcan las razones que me han impedido incluirlas en ellos.»