Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo XI
Expedición naval a Sicilia
La cuádruple alianza. Caída de Alberoni
De 1718 a 1720

Progresos de la expedición.– Fáciles conquistas de los españoles en Sicilia.– Aparécese la escuadra inglesa.– Acomete y derrota la española.– Alianza entre Francia, Austria e Inglaterra.– Proposición que hacen a España.– Recházala bruscamente Alberoni.– Quejas y reconvenciones de España a Inglaterra por el suceso de las escuadras. Represalias.– Declaran la guerra los ingleses.– Intrigas de Alberoni contra Inglaterra.– Conjuración contra el regente de Francia.– Cómo se descubrió.– Medidas del regente.– Prisiones.– Manifiesto de Felipe V.– Francia declara también la guerra a España.– Campaña de Sicilia.– Combate de Melazzo.– Los imperiales.– El duque de Saboya.– Cuádruple alianza.– España sola contra las cuatro potencias.– Desastre de la armada destinada por Alberoni contra Escocia.– Pasa un ejército francés el Pirineo.– Sale Felipe V a campaña.– Apodéranse los franceses de Fuenterrabía y San Sebastián.– Frustradas esperanzas de Felipe.– Vuelve apesadumbrado a Madrid.– Invasión de franceses por Cataluña.– Toman a Urgel.– Sitio de Rosas.– Contratiempos de los españoles en Sicilia.– Admirable valor de nuestras tropas.– Armada inglesa en Galicia.– Los holandeses se adhieren a la cuádruple alianza.– Decae Alberoni de la gracia del rey.– Esfuerzos que hace por sostenerse.– Conjúranse todas las potencias para derribarle.– Pónenlo como condición para la paz.– Decreto de Felipe expulsando a Alberoni de España.– Salida del cardenal.– Ocúpanse sus papeles.– Breve reseña de la vida de Alberoni desde su salida de España.
 

Todo lo perteneciente a la expedición que en el anterior capítulo dejamos dada a la vela, había corrido a cargo de don José Patiño, intendente general de mar y tierra, hombre de la mayor confianza de Alberoni, y a quien éste había conferido plena autoridad, así para los aprestos y organización de la armada, como para sus operaciones, tanto que los jefes de la expedición llevaban instrucciones de obedecerle en cuantas órdenes les diera en nombre del rey. Habíaseles también prevenido que los pliegos que llevaban no los abriesen sino en días y lugares determinados: con todo este misterio se conducía aquella empresa.

Abriose el primer pliego en Cerdeña, en la bahía de Cagliari (Cáller), donde se les unió el teniente general Armendáriz con las tropas que allí tenía, y junto todo el armamento siguió su rumbo a Sicilia, hasta dar fondo en el cabo de Salento (1.º de julio, 1718), donde desembarcaron las tropas. Abriose allí el otro pliego, y se declaró al marqués de Lede capitán general de aquel ejército y virrey de Sicilia. A los dos días marchó la expedición sobre Palermo: el conde Maffei que la gobernaba se retiró a Siracusa, dejando guarnición en el castillo. Gran parte de la nobleza siciliana acudió a presentarse al marqués de Lede, y los diputados de la ciudad salieron a ofrecerla al rey Católico, pidiendo solo que les fueran conservados sus privilegios. Los españoles entraron en la ciudad, y batido el castillo, se rindió a los pocos días a discreción (13 de julio, 1718). Destacáronse fuerzas sobre varias plazas y ciudades de la isla. Tomose Castellamare: al bloquear a Trápani vinieron las milicias del país a unirse con los españoles, matando ellas mismas a los piamonteses: la ciudad de Catana hizo prisionera la guarnición piamontesa y aclamó al rey don Felipe: en Mesina el pueblo mismo la hizo retirar a la ciudadela: Términi y su castillo se rindieron a discreción (4 de agosto); y Siracusa, desamparada por Maffei, fue ocupada por don José Vallejo y el marqués de Villa-Alegre. Las galeras sicilianas se refugiaron a Malta, donde acudió don Baltasar de Guevara a pedirlas al Gran Maestre, el cual se negó a entregarlas diciendo que aquél era un territorio neutral, y él no era juez de las diferencias de los príncipes.

Con esta rapidez y con tan felices auspicios marchaba la conquista de Sicilia, cuando se presentó en aquellas costas la escuadra inglesa, mandada por el almirante Jorge Byng, y compuesta de veinte navíos de guerra, el que menos de cincuenta cañones. Y como estaba ya acordada por las potencias la trasmisión de Sicilia al emperador, el almirante inglés protegió el paso de tres mil alemanes a reforzar la ciudadela de Mesina. Con esto los españoles se retiraron hacia el Mediodía. Propúsoles Byng una suspensión de armas, y como no fuese aceptada, se hizo a la vela, y encontráronse ambas escuadras (11 de agosto) en las aguas de Siracusa. Aun no se presentaban los ingleses abiertamente como enemigos, porque habiéndose quejado el marqués de Lede a un oficial enviado del almirante de que hubiese escoltado tropas alemanas, respondió que aquél no era acto de hostilidad, sino de protección a quien se amparaba del pabellón británico. Acaso cierta credulidad de los españoles en este dicho fue causa de que el jefe de nuestra escuadra don Antonio Gastañeta esperara a la capa a la de los ingleses, superior en fuerzas, y en la pericia y práctica de sus marinos; y aunque lo más acertado habría sido que se retirara a sus puertos hecho el desembarco, sin duda no se atrevió a hacerlo, por no estarle mandado, ni por Alberoni, ni por Patiño. Ello es que mezcladas ya ambas escuadras, vio Gastañeta que no era tiempo ya de evitar el combate, y comenzó éste faltando la brisa a los españoles y favoreciendo el viento a los ingleses, y en ocasión que el marqués de Mari con algunos buques se hallaba separado del cuerpo principal de nuestra armada. Y así fue que desordenados y separados nuestros navíos, fueron casi todos embestidos aisladamente por fuerzas superiores, y unos tras otros se vieron obligados a rendirse, aunque no sin pelear con admirable denuedo. Toda la escuadra española, a excepción de cuatro navíos y seis fragatas que lograron escapar, fue destruida o apresada, cayendo prisionero el general en jefe después de mortalmente herido. La misma suerte tuvo la flota del marqués de Mari, arrojada a la ribera de Aosta (11 y 12 de agosto, 1718).

«Esta es la derrota de la armada española (dice desapasionadamente un escritor de nuestra nación después de describir la pelea), voluntariamente padecida en el golfo de Aroich, canal de Malta, donde sufrió un combate sin línea ni disposición militar, atacando los ingleses a las naves españolas a su arbitrio, porque estaban divididas. No fue batalla, sino un desarreglado combate, que redunda en mayor desdoro de la conducta de los españoles, aunque mostraron imponderable valor, más que los ingleses, que nunca quisieron abordar por más que lo procuraron los españoles. El comandante inglés dio libertad a los oficiales prisioneros, y envió uno de los suyos al marqués de Lede, excusando aquella acción como cosa accidental, y no movida de ellos, sino de los españoles que tiraron el primer cañonazo: cierto es que la escuadra de Mari disparó los primeros, cuando vio que se le echaron encima para abordarle.{1}»

En tanto que esto pasaba en Sicilia, se habían comunicado a Madrid las condiciones del tratado entre Austria, Francia e Inglaterra. Eran las principales la cesión de Sicilia al emperador, la reversión de Parma y Toscana al príncipe Carlos, hijo de Felipe V y de Isabel de Farnesio, la adjudicación de la Cerdeña a Víctor Amadeo como compensación de la pérdida de Sicilia, consintiendo el emperador en dejar el título que seguía dándose de rey de España, y señalando el plazo de tres meses para que Felipe y Víctor Amadeo se adhiriesen al tratado. Contestó Alberoni con despecho, que S. M. estaba decidido a luchar sin tregua, hasta arriesgarse a ser expulsado de España, antes que consentir en tan degradantes proposiciones; y prorrumpió en acres invectivas contra las potencias aliadas, y especialmente contra el duque de Orleans, de quien dijo que iba a dar al mundo el espectáculo escandaloso de armar la Francia contra el rey de España su pariente, aliándose para ello con los que habían sido siempre mortales enemigos de la Francia misma.

Esto mismo dijo al coronel Stanhope; y aun añaden algunos que hizo mucho más, y fue, que enseñándole el ministro inglés la lista de los buques que componían la escuadra británica para que la comparase con los de la española, y presentándola con cierta presuntuosa arrogancia, encolerizose Alberoni, y tomando el papel le rasgó y pisó a presencia del enviado. Y la carta que el almirante Byng despachó desde la altura de Alicante, participando que S. M. británica le enviaba a mantener la neutralidad de Italia, con orden de rechazar a todo el que atacara las posesiones del emperador por aquella parte, la devolvió el cardenal al ministro inglés con una nota marginal, en que decía secamente: «S. M. Católica me manda deciros que el caballero Byng puede ejecutar las órdenes que ha recibido del rey su amo. Del Escorial, a 15 de julio.– Alberoni.»

Poco menos duro estuvo el cardenal con el conde de Stanhope, que vino luego a Madrid a proponer a Felipe la adhesión al tratado que llamaba de la cuádruple alianza, suponiendo, equivocadamente o de malicia, la conformidad de la república holandesa, que rehuía unirse a las otras tres potencias por sus razones particulares, esforzadas por las gestiones del ministro español. El cardenal, picado de la conducta de Inglaterra, alentado con los progresos que iban haciendo nuestras armas en Sicilia, y más animado con la remesa de doce millones de pesos que acababan de traer los galeones de Indias, insistió en llevar adelante la guerra, y rompiendo las conferencias con Stanhope, le dio su última resolución formulada en ocho capítulos, reducidos en sustancia a decir: que solo podía el monarca español admitir las proposiciones de paz, quedando por España, Sicilia y Cerdeña, satisfaciendo el emperador al duque de Saboya con un equivalente, reconociendo que los Estados de Parma y Toscana no eran feudos del imperio, y retirándose a sus puertos la armada inglesa. Esto dio lugar a nuevas contestaciones y recriminaciones mutuas, que hicieron perder toda esperanza de reconciliación. Por otra parte Alberoni se esforzaba por presentar a Víctor Amadeo la ocupación de Sicilia, no como acto de agresión, sino como una precaución tomada para evitar que le fuese arrebatada a su legítimo dueño por las mismas potencias que le habían garantizado su posesión en el tratado de Utrecht, asegurando que solo la tendría en depósito hasta que pudiera volvérsela sin riesgo. Este ardid no alucinó ya al saboyano, que considerándose burlado por las fingidas protestas de amistad de Alberoni prorrumpía en amargas quejas contra él, y se dirigía a Francia e Inglaterra haciéndolas responsables del cumplimiento del tratado de Utrecht. De esta manera se culpaban y acusaban unos a otros de doblez y de perfidia, en cartas, notas y manifiestos que se cruzaban; siendo lo peor que a nuestro juicio todos se increpaban con justicia y con razón, pues los sucesos y los datos que tenemos a la vista nos inducen a creer que ninguna de las potencias obraba de buena fe y con sinceridad.

Subieron de punto las quejas y reconvenciones del gobierno español al de la Gran Bretaña desde el momento que se supo el ataque de la escuadra inglesa a la española y la derrota de ésta en las aguas de Siracusa. El marqués de Monteleón, nuestro embajador en Londres, dirigió al secretario de Estado de aquella nación un papel lleno de severísimos cargos, calificando duramente la conducta del almirante Byng que había obrado como enemigo cuando llevaba el carácter de medianero, acusando de ingrata con España la nación inglesa, y manifestando no poder seguir ejerciendo su cargo de embajador hasta recibir instrucciones de su corte. Difiriósele tres semanas la respuesta, en tanto que llegaba la relación oficial del almirante; la contestación no fue satisfactoria, y en su virtud escribió Alberoni al embajador en nombre y por mandato del rey, diciéndole entre otras cosas: «La mayor parte de la Europa está con impaciencia por saber cómo el ministro británico podrá justificarse con el mundo después de una violencia tan precipitada… S. M. no puede jamás persuadirse que una violencia tan injusta y tan generalmente desaprobada haya sido fomentada por la nación británica, habiendo sido siempre amiga de sus aliados, agradecida a la España y a los beneficios que ha recibido de S. M. C… Todos estos motivos, y aquel que S. M. tiene (con gran disgusto) de ver cómo se corresponde a sus gracias, la reflexión de su honor agraviado con una impensada ofensa y hostilidad, y la consideración de que después de este último suceso la representación del carácter y ministerio de V. E. será superfluo en esa corte, en donde V. E. será mal respetado, han obligado al rey Católico a ordenarme diga a V. E. que al recibo de esta se parta luego de Inglaterra, habiéndolo así resuelto. Dios guarde, &c.{2}»

Monteleón en virtud de esta orden pasó a la Haya, donde en unión con el marqués de Berretti Landi hizo ver a los Estados Generales, mostrándoles copias de las cartas, las razones de la conducta del rey Católico. Felipe mandó salir de los dominios de España los cónsules ingleses, y tomar represalia de todos los efectos de aquella nación, haciendo armar corsarios; y como lo mismo ejecutasen el rey de Inglaterra, el emperador y el de Sicilia, llenáronse los mares de piratas, con gran daño del comercio de todos los países. Con este motivo escribió Alberoni de orden del rey otra carta a Monteleón, que comenzaba: «Aunque la mala fe del ministerio británico se haya dado bastantemente a conocer por la injusta e improvisada hostilidad que el caballero Byng ha cometido contra la escuadra de S. M., no obstante como M. Craigs, secretario de Estado, por la carta que escribió a V. E., parece querer persuadir al público lo contrario, es indispensable el repetir a V. E. que este suceso era ya premeditado, y que el almirante Byng ha disimulado su intención para mejor abusar de la confianza de nuestros generales en Sicilia, bajo la palabra que se les había dado de que no se cometería hostilidad alguna.» Y en uno de los párrafos decía: «No se niega aquí que puede ser haya sido arrestado el cónsul inglés, o mandado hacer alguna otra represalia; pero ciertamente estas cosas no habrán precedido al combate naval. Y del modo que el ministerio de Londres habla, no solamente quiere disponer de los reinos y provincias ajenas, pero pretende también que se sufra y disimule la osadía de sus insultos y la violencia de su proceder…{3}»

Del lenguaje empleado de palabra y por escrito entre los ministros de ambas naciones no se podía esperar ya otra cosa que un rompimiento abierto entre Inglaterra y España, y así fue. El rey Jorge I, después de conseguir que las dos cámaras aprobaran su conducta en el negocio del almirante Byng, y que le ofrecieran los recursos necesarios, procedió a la declaración solemne de guerra, en un Manifiesto que publicó (27 de diciembre, 1718), culpando, como era natural, al rey de España de la infracción de la neutralidad de Italia que las potencias se habían comprometido a mantener, de haber llevado la guerra a Sicilia, desoído todas las proposiciones de paz que se le habían hecho, de haber ultrajado a sus ministros, y alentado los proyectos del pretendiente al trono de Inglaterra{4}.

Tan cierto era esto último, como que Alberoni había enviado agentes a las cortes de Suecia y Rusia para ver de reconciliar a los dos soberanos Carlos XII y el zar Pedro I, que ambos tenían resentimientos con Inglaterra y querían restablecer en el trono de aquella nación a Jacobo III, ofreciendo para ello la ayuda de España. Y tan adelante fue esta negociación, que además de haber casado una hija del zar con un hijo del pretendiente de Inglaterra, llegó a convenirse que entre ambas potencias aprestarían una armada de ciento cincuenta navíos de línea con treinta mil hombres mandados por el mismo Carlos XII de Suecia, la cual desembarcaría en Escocia, donde iría también la primera expedición que aprontaría la España: y que para divertir las fuerzas del emperador, entraría el zar Pedro en Alemania con ciento cincuenta mil hombres, y España en su expedición llevaría al rey Jacobo a Inglaterra, no saliendo de allí hasta dejarle sentado en el trono. Que después las fuerzas de los aliados pasarían a las costas de Bretaña en Francia para apoyar al rey Católico en su proyecto de derribar al duque de Orleans, y dar el gobierno de aquel reino a una persona que afianzara la corona en la cabeza de Luis XV, desvaneciendo los temores que todos tenían de perderle. Pero Alberoni, que tan reservado era en sus planes, tuvo la flaqueza de revelar la clave de estos al barón de Waclet, y éste lo descubrió todo a los enemigos de España{5}.

Si de este modo intrigaba Alberoni contra Inglaterra, no se meneaba menos para derribar de la regencia de Francia al duque de Orleans; para lo cual no dejaba de brindarle el estado interior de aquel reino, y el gran número de descontentos del gobierno del regente que en él había, entre ellos personas de tanto valer y tan elevada esfera como el mariscal de Villars, el de Uxelles, el duque y la duquesa del Maine, contándose también no escaso partido en favor de la regencia del monarca español. El mismo conde de San Simón, tan amigo del de Orleans, asegura que llegó a decirle: «Si el rey de España entrase desarmado en Francia, y confiándose nada más que a la nación, y pidiese la regencia para sí, confieso que a pesar del sincero afecto que os profeso me apartaría de vos con lágrimas en los ojos, y le reconocería por legítimo regente. Y si yo que tanto os amo desde que existo pienso así, ¿qué podéis esperar de los demás?{6}»

Sea de esta aserción lo que quiera, el de Orleans con su desarreglada conducta había ido perdiendo todo el favor y todo el respeto que en los principios de su gobierno le habían granjeado su buen talento y sus maneras agradables, y culpábanle ya hasta de los males y desórdenes que no consistían en él. La duquesa del Maine entabló correspondencia con la reina de España por medio de nuestro embajador en París Cellamare. Seguíala también el famoso jesuita Tournemine con el padre Daubenton, confesor de Felipe, que era de su misma orden. Se halagó a los oficiales franceses ofreciéndoles ascensos para que se alistaran en las filas españolas, especialmente en Bretaña, donde había muchos descontentos. Y tanto creció la conspiración, que se meditaba ya apoderarse de la persona del regente, y convocar los Estados generales para sancionar el nuevo gobierno, siendo el cardenal de Polignac uno de los que más en esto trabajaban.

Pero las imprudencias de Cellamare fueron causa de que se recelara y de que llegara a denunciarse al regente una tan bien urdida conspiración{7}. Fió la conducción a España de unos pliegos importantes al joven don Vicente Portocarrero, sobrino del cardenal, creyendo que llamaría menos la atención que un correo ordinario. Mas sucedió que el día que había de partir el joven, en unión con su amigo Monteleón, hijo del embajador, uno de los secretarios de Cellamare tenía cita en la casa de una célebre mujer de París, llamada la Tillon, famosa zurcidora de voluntades, y muy conocida del ministro Dubois: y como llegase tarde y se disculpase con haber estado despachando los pliegos que debían traer los dos jóvenes, apresurose la Tillon a dar cuenta de ello a Dubois, el cual destacó inmediatamente emisarios que se apoderaran de los viajeros. Fueron estos sorprendidos en Poitiers, cogidos y sellados los papeles, y conducidos a París (8 de diciembre, 1718); se los sometió a un consejo, y se publicó un relato de la conspiración en carta circular a todos los ministros extranjeros{8}. Portocarrero fue arrestado, y mandado después salir del reino.

Había, en efecto, mediado larga correspondencia secreta entre los reyes y ministros de España y Francia. Felipe escribió algunas cartas a Luis XV, su sobrino (setiembre, 1718), advirtiéndole la poca consideración del regente en ligarse con los enemigos de la corona de España. Habíase dirigido a los parlamentos, excitándolos a que convocaran los Estados generales como único remedio para impedir los males de la política del regente. Envió además un mensaje a los tres Estados de Francia, quejándose amargamente del ilimitado poder del duque de Orleans, y de la injusticia de la cuádruple alianza: y los Estados le contestaron con un escrito que comenzaba: «Señor.– Todos los Órdenes del reino de Francia vienen a ponerse a los pies de V. M. para implorar su socorro en el estado a que los reduce el presente gobierno. V. M. no ignora sus desdichas, pero no las conoce en toda su extensión. El respeto que profesan a la autoridad real… no les permite idear otro medio para salir de ellas, sino por el de los socorros que de derecho esperan de la bondad de V. M.»– Y entre otros párrafos se leían los siguientes: «¿Qué podéis, Señor, temer ni del pueblo ni de la nobleza, cuando V. M. venga a poner en seguridad sus fortunas? El ejército de V. M. ya todo está pronto en Francia, y V. M. puede estar seguro de llegar a ser tan poderoso como Luis XIV. V. M. tendrá el consuelo de ver que le aceptan con unánimes aclamaciones por administrador y por regente… o de ver restablecer con honra el testamento del difunto rey, augusto abuelo de V. M. Por este medio verá V. M. renovarse aquella unión tan necesaria a las dos coronas, &c.{9}»

Descubierta que fue la conspiración, el duque de Orleans, además de despedir al embajador Cellamare, hizo prender al duque y duquesa del Maine, al de Villeroy, ayo del rey Luis XIV, al cardenal de Polignac, y a otros varios personajes que en ella habían estado. Felipe V hizo a su vez salir de España al embajador francés Saint Agnan. Todos eran síntomas y anuncios de próximo rompimiento, y sobre los preparativos de guerra que se observaban en Francia, hizo Felipe una declaración o manifiesto (25 de diciembre, 1748), que parecía más bien un llamamiento a los oficiales y soldados franceses, puesto que ofrecía, cuando se presentaran en sus fronteras, recibirlos con los brazos abiertos como buenos amigos y aliados. «Daré (decía) a los oficiales empleos proporcionados a su graduación; incorporaré los soldados con mis tropas, y me alegraré de emplear (si fuese necesario) mis rentas en su favor, a fin de que todos juntos, españoles y franceses, peleen unidos contra los enemigos comunes de las dos naciones.{10}» Estos papeles no podían detener ya el curso natural de las cosas. El consejo de regencia de Francia condenó el manifiesto del rey de España por sedicioso; y por fin el 9 de enero de 1719, se declaró solemnemente la guerra a España, con una larga exposición de los motivos del rompimiento, de las causas que habían producido la cuádruple alianza, de los cargos que, no a la persona del rey, sino al gobierno español se hacían: porque en estos papeles tratábanse ambos monarcas con toda consideración y respeto; las acusaciones duras se lanzaban, de la una parte contra el duque regente, de la otra contra el cardenal Alberoni. A esta declaración de guerra contestó todavía Felipe con una extensa explicación de los motivos que había tenido para oponerse al tratado de alianza entre el rey de Inglaterra y el duque de Orleans (20 de febrero, 1719), que era una reseña histórica de todo lo acontecido desde la guerra de sucesión, y un resumen de todas las quejas antes en varias ocasiones y en varias formas emitidas. Mas ya no era tiempo de ejercitar la pluma, sino de embrazar las armas.

Antes de entrar en los movimientos y operaciones de esta guerra, necesitamos decir lo que habían hecho las tropas españolas que dejamos en Sicilia.

Las circunstancias habían variado mucho, y no podían los españoles proseguir la conquista con la rapidez y facilidad con que la habían comenzado; porque sobre la pérdida de nuestra escuadra, y el estorbo que les hacía la escuadra inglesa, llegaban y desembarcaban continuamente refuerzos de tropas alemanas protegidos por los ingleses, sin que a los nuestros les pudiera ir más socorro que el que podía llevarles tal cual nave ligera que lograba arribar entre mil peligros. A pesar de todo, el ejército español sostuvo la lucha con una firmeza admirable. La ciudadela de Mesina sufrió terribles ataques durante todo el mes de setiembre (1718); hubo combates sangrientos entre españoles, piamonteses, ingleses y austriacos, en medio de los cuales los españoles iban siempre avanzando y tomando fuertes, hasta que al fin rindieron la ciudadela (30 de setiembre), bajo la condición de salir libre la guarnición, que se componía de tres mil quinientos hombres.

Dueño ya de Mesina el marqués de Lede, partió con varios regimientos a Melazzo, donde había llegado un cuerpo de ocho mil alemanes al mando del general Carrafa. En la lengua de tierra que hace el promontorio de Melazzo hubo una recia y formal batalla (15 de octubre, 1718) entre austriacos y españoles, en que, después de muchos choques sangrientos, murieron de los nuestros más de mil soldados, de los alemanes más de tres mil, lo cual dio gran crédito a las armas españolas en Sicilia, y fue grandemente celebrado en Madrid. Mas como después se reforzasen los imperiales hasta el número de diez y seis mil peones y dos mil jinetes, y aquella guerra nos estuviese consumiendo inmensas sumas, sin medio de reponer las bajas que allí teníamos, ordenó Alberoni al de Lede que cuidara mucho de conservar aquellas tropas, y no exponerlas sino en caso preciso a una acción general. Así que, tanto por aquella parte como por la de Trápani y Siracusa, se redujo nuestro ejército al sistema de bloqueo y circunvalación de estas dos plazas, y a permanecer encerrados en las otras{11}.

Influyó también en esta determinación que Víctor Amadeo, visto el cambio ocurrido en la política de Europa, se adhirió por fin a la cuádruple alianza, conviniendo en ceder al emperador el reino de Sicilia, y conformándose con recibir como equivalente el de Cerdeña, del cual fue reconocido en Viena como rey (5 de noviembre, 1718). Con cuyo motivo dio orden a los gobernadores de las plazas ocupadas todavía por sus tropas para que recibiesen guarniciones austriacas; y el emperador, libre entonces de la guerra de Turquía, pudo enviar a Sicilia cuantos refuerzos le eran menester.

En tal estado sobrevino la declaración de guerra de la Francia, y España se encontró teniendo que luchar sola contra tres naciones tan poderosas como Inglaterra, Francia y el Imperio, además del duque de Saboya, y sin esperanza de divertir por el Norte al enemigo, a causa de haber fallecido el rey Carlos XII de Suecia, con cuya cooperación contra el austriaco y el inglés había contado. A pesar de esto no desfalleció el ánimo altivo y emprendedor de Alberoni. El duque regente de Francia había nombrado general en jefe del ejército que debía invadir la España al duque de Berwick, por haberse negado a tomar el mando el mariscal de Villars a quien se le ofreció antes. Aceptole Berwick, aunque de mala gana y obligado a ello, ya por haber hecho antes la guerra en España en defensa del rey don Felipe contra ingleses y austriacos, ya por el carácter de Grande de España que tenía como duque de Liria, ya por tener a su hijo primogénito casado con hermana del duque de Veraguas. El plan del regente era atacar a Fuenterrabía, lo cual le abría el camino de Vizcaya, sobre cuyos puertos tenía él designios ulteriores; y no quiso que le ayudaran a esto los ingleses, dejándoles que atacaran a España por otro lado.

Discurrió Alberoni que la mejor manera de contener a los ingleses sería llevarles la guerra a su propia casa. Vínole bien para ello la invitación que de Roma se le hizo para que trajese a España al rey Jacobo. Vino en efecto el proscripto príncipe inglés, mientras de Milán participaban a las cortes de Londres, de Viena y de París que tenían allí preso al pretendiente, el cual se hallaba ya en Madrid recibiendo las mayores demostraciones de afecto y amistad de Felipe V y su gobierno: que el preso en Milán era uno que de industria había sido enviado allí con ciertas engañosas apariencias y cierto disfraz que le hacía sospechoso de ser el destronado Stuardo (febrero 1719). Llamó Jacobo e hizo venir de Francia al duque de Ormond que se hallaba refugiado en aquel reino, y cuya desaparición alarmó a los aliados, principalmente al rey Jorge de Inglaterra, que pregonó y puso a talla la cabeza del duque, ofreciendo diez mil libras esterlinas al que le entregara vivo o muerto. No se contentó Alberoni con dar celos a la Gran Bretaña. Su plan era enviar una expedición naval a Escocia, donde Jacobo tenía muchos partidarios. Al efecto dispuso que una flota que él había preparado en Cádiz pasase a la Coruña (10 de marzo, 1719), a unirse con las demás naves que en los puertos de Galicia tenía dispuestas, y allá partió también el duque de Ormond desde Bilbao.

Esta flota había de ir mandada por el entendido y práctico don Baltasar de Guevara; destinábanse a esta empresa cinco mil soldados, muchos de ellos irlandeses y escoceses del partido jacobita, que llevaban armamento para treinta mil hombres. Con razón resistía Guevara la salida, por los riesgos que podía correr la flota en aquella estación y en aquellos mares: obedeció sin embargo, pero la fatalidad justificó pronto la previsión y los temores del ilustre marino. Una borrasca que se levantó en el Cabo de Finisterre, y que duró diez días, deshizo la flota en términos, que divididas las naves, cuatro entraron en Lisboa, ocho volvieron a Cádiz, las demás a Vigo y a otros puertos de Galicia, fracasaron algunos navíos, y de los barcos de trasporte pocos pudieron servir. Solo una parte de la escuadra, con mil hombres, los más de ellos católicos irlandeses, y tres mil fusiles para armar paisanos, llegó a desembarcar en Escocia (abril, 1719); escasísima fuerza para encender allí la guerra civil, y menos para sostenerse contra un monarca poderoso y prevenido. Así fue que solo se les agregaron dos mil paisanos, con los cuales se apoderaron de un castillo, aguardando los demás para levantarse la llegada de mayores fuerzas. Pero éstas no podían llegar; y marchando luego tropas inglesas a sofocar aquella rebelión, protegido además el rey Jorge por los aliados, y hasta por los holandeses, que también se movieron en esta ocasión, pronto dieron cuenta, así de los expedicionarios, como de los paisanos rebeldes; y si bien muchos lograron salvarse con los cabos principales, otros quedaron prisioneros, y fueron llevados en triunfo a Londres. Tal fue el desgraciado éxito de esta malhadada expedición, dispuesta por Alberoni a costa de los caudales de España{12}.

Todavía con las naves que se salvaron en Galicia salió el duque de Ormond de los puertos de Vigo y Pontevedra con intento de sublevar la Bretaña francesa, donde se contaban muchos descontentos del gobierno del duque de Orleans, y no había faltado quien se ofreciera a ser jefe de la sedición. Mas o no hubo valor para rebelarse, o faltaron cabos que la alentaran, y como la mayor parte de la nobleza se mantuviera fiel al regente, quedó también frustrado el objeto y desvanecidas las esperanzas que se habían fundado en esta expedición{13}.

Contribuyó a este resultado la circunstancia de que don Blas de Loyá, encargado de salir de los puertos de Santander y Laredo con dos navíos cargados de armas y patentes para los bretones que habían de sublevarse, correspondió a la fama de cobarde que ya para con sus tropas tenía, y no se atrevió a moverse, disculpando su miedo con el mal temporal. De este modo se le iban frustrando al cardenal Alberoni todos sus intentos, sin que bastaran, es verdad, estas desgracias a enfriarle ni a entibiar su ardor.

Abrieron los franceses la campaña, pasando el marqués de Tilly con veinte mil hombres el Bidasoa por cerca de Vera (21 de abril, 1719): tomaron luego el castillo de Behovia, la ermita de San Marcial, Castelfolit y el fuerte de Santa Isabel, y apoderáronse del puerto de Pasajes, quemando los navíos y almacenes de aquel rico astillero. A los pocos días, y cuando llegó el duque de Berwick, ya se hallaban sobre la plaza de Fuenterrabía. Con esta noticia determinó el rey don Felipe salir personalmente a campaña para ponerse a la cabeza de sus tropas, como tenía de costumbre, no sin hacer antes una solemne declaración (27 de abril), de que hizo circular profusión de copias, y en que después de protestar de su entrañable afecto al rey de Francia su sobrino, y de que su objeto era solo libertar aquel reino de la opresión en que le tenía el regente, manifestaba la esperanza que tenía, o aparentaba tener de que se le habían de unir las tropas francesas{14}. El duque de Orleans respondió a este documento con otro, a nombre del rey, en que a su vez afirmaba que sus tropas no venían a hacer la guerra al rey de España, sino a librar esta nación del yugo de un ministro extranjero, a quien debía imputarse la resistencia de su soberano, las conspiraciones contra la Francia, y los escritos injuriosos a la majestad del Cristianísimo.

Mientras estos papeles se cruzaban, Felipe salió de Aranjuez, con la reina, el príncipe de Asturias y el cardenal, y todos pasaron a Navarra, donde se formó con dificultad un ejército de quince mil hombres, cuyo mando se dio al príncipe Pío. Escasas fuerzas eran estas para librar a Fuenterrabía, donde había llegado otro cuerpo de tropas francesas del Rosellón. Intentábalo no obstante Felipe, pero opusiéronse a ello Alberoni y el príncipe Pío como empresa arriesgada y difícil, y muy especialmente el cardenal, que no quería le fuera atribuido el mal éxito de ella{15}. Empeñóse, sin embargo, el rey en seguir avanzando, confiado en que su presencia produciría deserción en los franceses; mas cuando estaba ya a dos millas de Fuenterrabía, supo que la plaza se había rendido (18 de junio, 1719) después de una regular defensa.

Un cuerpo de franceses, que se embarcó en tres fragatas inglesas, atacó y tomó a Santoña, y quemó unos navíos españoles y los materiales de otros que estaban en construcción. El mariscal de Berwick, rendida Fuenterrabía, mandó combatir la plaza de San Sebastián, que también se entregó con menos resistencia de la que habían esperado los franceses (agosto, 1719): con lo cual terminó la campaña por aquella parte. Las Provincias Vascongadas acordaron prestar obediencia al gobierno francés, a condición de que se les conservaran sus libertades y fueros; proposición que no pareció bien al de Berwick, el cual respondió que aquella guerra no se había emprendido con miras de engrandecimiento, sino solo para obligar al monarca español a hacer la paz{16}.

Cosa extraña pareció que después de estos triunfos en Guipúzcoa se moviera Berwick con su ejército hacia el Rosellón, con propósito de hacer otra entrada en España por Cataluña, acaso porque este país le recordaba sus victorias de cuando estuvo al servicio del rey Católico. Felipe se retiró disgustado a la corte (setiembre, 1719), y mandó que el ejército siguiera desde Pamplona el movimiento del enemigo. Hízose, en efecto, la invasión por aquella otra parte del Pirineo; apoderáronse los franceses de Urgel (octubre), y pusieron sitio a Rosas, pero una furiosa borrasca destrozó veinte y nueve naves de las que habían de servir para este sitio (27 de noviembre, 1719); con lo que, después de haber estado diez días a la vista de la plaza, se retiró otra vez el ejército francés al Rosellón, en tan miserable estado, por efecto de la intemperie y de las enfermedades, que todo lo iba dejando por los caminos, como si volviera de una larga y penosa jornada{17}, pero confiando el de Berwick en que ya Alberoni quedaría desengañado de la vanidad de sus grandes proyectos.

Había también marchado entretanto con poca prosperidad para los españoles la guerra de Sicilia. Con la orden que se dio al marqués de Lede de que procurara no comprometer las tropas que tenía en aquél reino, y con noticia de que otro cuerpo de doce mil alemanes estaba para llegar en refuerzo de la guarnición de Melazzo, tuvo por prudente abandonar aquellas trincheras (28 de mayo, 1719), y retirarse silenciosamente; pero atacado por dos partes, se vio precisado a hacer una larga marcha hasta Francavilla. Al fin en los campos de esta ciudad tuvo que sostener una reñida batalla campal, la segunda que se daba en Sicilia, con el grueso del ejército alemán, mandado por cuatro de sus mejores generales, el conde de Merci, el de Walis, el barón de Zumiungen y el de Sckendorff (20 de junio, 1719). El combate duró todo el día, con alternativas y vicisitudes varias; peleose de ambos lados bravamente, más todavía por parte de los españoles, que al fin eran inferiores en número, y obligaron a los imperiales a abandonar el campo; la pérdida fue también mayor de parte de éstos, que no bajaría de cinco mil hombres, herido el conde de Merci, y muertos el general Rool y el príncipe de Holstein: murió de los nuestros el teniente general Caracholi y algunos brigadieres, y salió herido, entre otros oficiales de distinción, el teniente general caballero Lede, hermano del marqués generalísimo: mas aunque fue menor nuestra pérdida, la batalla de Francavilla no dejó de ser, como con muchas otras acontece, celebrada como triunfo por unos y otros combatientes, y pintada como favorable a una y otra nación en las respectivas gacetas y papeles alemanes y españoles{18}.

A todos admiraba el valor con que los españoles sostenían aquella guerra a tal distancia y sin medios de recibir socorros ni de reemplazar las bajas que sufrían; pues si bien los naturales del país, siempre desafectos a los austriacos, y más irritados con ellos desde que vieron la tiranía con que trataban a los habitadores de la villa de Lipari de que se apoderaron, los hostilizaban rudamente y asesinaban cuantos soldados alemanes podían{19}, en cambio el emperador embocaba en Sicilia, bajo la protección de la armada inglesa, cuantas fuerzas le eran menester para oprimir el ya poco numeroso ejército español, menguado además con los destacamentos y guarniciones de las plazas que tenían que conservar. Dejando ya los alemanes las cercanías de Francavilla, pasaron a poner sitio a Mesina, llegando el 20 de julio (1719) a la vista de la plaza después de una penosa marcha por estrechos y escabrosos caminos. No se descuidó el marqués de Lede en acudir a su socorro, ni estuvo floja la guarnición en la defensa. Pero faltos de municiones y víveres los que ocupaban los fuertes avanzados, fuéronse los alemanes apoderando de ellos, aunque no sin sangrientos combates, hasta rendir la ciudad, que se entregó al conde de Merci (8 de agosto), bajo el ofrecimiento, que cumplió, de conceder a los ciudadanos cuanto querían.

Continuó la guarnición de la ciudadela, que mandaba el bizarro don Lucas Spínola, resistiéndose heroicamente; y entre el fuego de las baterías, y el estruendo y el humo de las minas que reventaban, parecía, valiéndonos de la frase de un escritor de aquella época, que habían formado los de Mesina otro Mongibelo, pues de día y de noche imitaba a aquel encendido Etna que no muy lejos tenían. Meses enteros duró aquella resistencia obstinada: intentó el marqués de Lede atacar a los sitiadores, pero hubo de suspenderlo con noticia de que estaba para desembarcar, como lo hizo (20 de octubre, 1719), otro refuerzo de cerca de diez mil austriacos. Con esto dispuso el conde de Merci dar un asalto general, que él dirigió personalmente, y aunque fue rechazado con no poco destrozo de sus tropas, comprendió Spínola que no era ya posible llevar más adelante la defensa, y resolvió la rendición (28 de octubre), con condiciones tan honrosas como era la de salir la guarnición libremente con sus armas y equipajes, banderas desplegadas y tambor batiente, y de ser embarcada para reunirse con el cuerpo del ejército español. Al día siguiente quedaron los alemanes dueños absolutos de Mesina y de su ciudadela.

Después de descansar unos días pasaron a Trápani con objeto de hacer levantar el bloqueo que le tenían puesto los españoles. Acampados estaban todavía fuera de la plaza cuando llegó el magistrado de Marsala a ofrecerles la obediencia en nombre de esta ciudad (30 de noviembre, 1719); primera población de Sicilia que voluntariamente se sometió a los austriacos. A poco tiempo ejecutó lo mismo la ciudad de Mazara. Al compás del enemigo se movió también el marqués de Lede con el ejército español, y puso su campo en Castelvetrano, Siaca y otros lugares, donde se defendió el resto del invierno; y aunque no dejaron de menudear los combates parciales, pasose sin notable acontecimiento lo que quedaba de aquel año y hasta apuntar la primavera del siguiente, en que el general español propuso más de una vez suspensión de armas, si bien quedaba siempre sin efecto por algunas condiciones inadmisibles que exigían los alemanes{20}.

De todos lados venían nuevas de sucesos desfavorables. En tanto que por allá se perdía Mesina, en Inglaterra se había estado preparando secretamente una expedición, a la cual se daba el nombre de expedición secreta, por el sigilo que se guardaba sobre su objeto y destino, aunque se suponía ser contra España. En efecto, a poco tiempo se vio aparecer sobre la bahía de Vigo una escuadra de ocho navíos de línea, con algunos brulotes y bombardas, unos cuarenta barcos de trasporte, y cuatro mil hombres de desembarco (10 de octubre, 1719). La ciudad les fue entregada a los ingleses sin resistencia; la ciudadela a los pocos días de ataque (21 de octubre): los ingleses quemaron allí los almacenes y pertrechos de las naves destinadas a la expedición de Escocia, y que aquella borrasca de que hablamos obligó a volver a los puertos de Galicia. Alarmose con esto y se puso en gran cuidado la corte, pero por fortuna no era el ánimo de los expedicionarios internarse; contentáronse con saquear los lugares abiertos de la marina, y se volvieron a embarcar, dando a conocer que habían llevado solamente el propósito de vengar la intentona de los españoles en Escocia.

Para que no faltara contrariedad que no experimentase España en este tiempo, la república de Holanda que se había estado manteniendo neutral, rehusando adherirse a la alianza de las tres grandes potencias, merced a las eficaces gestiones de nuestro embajador el marqués de Beretti Landi, y al estímulo de las ventajas comerciales con España y sus colonias que su conducta le valía, dejose al fin vencer por las instancias y halagos con que acertaron a contentarla y reducirla las cortes de aquellas naciones; y como viese por otra parte los descalabros, contratiempos y adversidades que España estaba experimentando, abandonó su neutralidad, y suscribió al tratado de alianza de las otras potencias, que solo entonces llegó a poderse llamar con propiedad de la Cuádruple Alianza; quedando de este modo España, en las circunstancias más críticas, completamente aislada y sola contra cuatro poderosas naciones de Europa{21}.

Tantos malos sucesos habían hecho ya pensar muy seriamente al monarca español en los compromisos tan graves y en los apuros tan terribles en que le había puesto la política de Alberoni, y ya hacía algunas semanas que notaba el cardenal cierta mudanza en el rostro de Felipe y ciertas señales que le significaban el desagrado en que había caído. La reina, en quien buscaba apoyo, se mostraba también cansada de sostener a quien había colocado al rey en situaciones y empeños de que no podía salir airoso. Como medio para sostenerse, manifestaba al rey la parte que le convenía de los despachos que se recibían de los ministros en las cortes extranjeras, para lo cual les previno que se los enviaran a él directamente, y no a los secretarios del despacho universal, como en todo Estado y en todo gobierno se practica; y era cosa bien anómala y extraña que los ministros y embajadores hubieran de entenderse oficialmente con quien no tenía carácter de primer ministro, ni otra representación legal que la que le daba la privanza del monarca y su tácito consentimiento. Y como sospechase que el P. Daubenton, confesor del rey, era uno de los que le informaban del mal estado de la monarquía y de la necesidad de ponerle remedio, discurrió traer a España otro jesuita, muy conocido de la reina, el P. Castro, que se hallaba en Italia hacía muchos años, e introducirle en la gracia de Felipe y derribar de este modo y sacar de España a Daubenton.

Pero todos estos esfuerzos eran ya tardíos. Felipe deseaba la paz, y las potencias aliadas habían significado por medio de sus representantes, y de otros agentes que en las negociaciones intervinieron{22}, que no podría hacerse la paz tan deseada de todos, sin la condición de que fuera antes alejado de los consejos del rey, y aun echado de España Alberoni, a cuyo influjo o manejos atribuían el haberse encendido de nuevo la guerra, y cuyo talento y travesura temían todavía. Y como ya estaba bastante predispuesto el ánimo de Felipe, resolvió deshacerse del cardenal, de la manera como suelen dar estos golpes los reyes. La mañana del 5 de diciembre (1719) salió para el Pardo en compañía de la reina, habiendo dejado por la noche firmado un decreto, que encargó al secretario del despacho don Miguel Fernández Durán, marqués de Tolosa, notificara a Alberoni, escrito de su puño y letra, que decía:

«Decreto.– Estando continuamente inclinado a procurar a mis súbditos los beneficios de una paz general, trabajando hasta este punto para llegar a los tratados honrosos y convenientes que puedan ser duraderos; y queriendo con esta mira quitar todos los obstáculos que puedan ocasionar la menor tardanza a una obra de la cual depende tanto el bien público, como asimismo por otras justas razones, he juzgado apropósito el alejar al cardenal Alberoni de los negocios de que tenía el manejo, y al mismo tiempo darle, como lo hago, mi real orden para que se retire de Madrid en el término de ocho días, y del reino en el de tres semanas, con prohibición de que no se emplee más en cosa alguna del gobierno, ni de comparecer en la corte, ni en otro lugar donde yo, la reina, o cualquier príncipe de mi real casa se pudiese hallar.»

Golpe fue éste que hirió como un rayo al purpurado personaje. Pidió que se le permitiera ver una vez al rey o a la reina, y le fue negado. Concediósele solamente escribir una carta, que no produjo efecto alguno. Ordenósele hacer entrega de todos los papeles que tenía, pero la hizo solo de los más inútiles e insustanciales, reservando los que podían convenirle para sus ulteriores fines, y los que encerraban secretos de Estado. En cumplimiento pues del real decreto salió Alberoni de Madrid (12 de diciembre, 1719) con decorosa escolta de soldados, dirigiéndose a Génova por Aragón, Cataluña y Francia. En Lérida le alcanzó un oficial, que de orden del rey le pidió las llaves de sus cofres para buscar unos papeles que no se encontraban; él las entregó, e hizo pedazos delante del oficial una letra de cambio de veinte y cinco mil doblones que llevaba consigo. Hecho el escrutinio de los papeles, no se hallaron los más esenciales que se andaban buscando. Los catalanes no olvidaban que durante su ministerio había sido sometida Barcelona, y antes de llegar a Gerona fue acometido por una partida de miqueletes, que le mataron un criado y dos soldados; salvose él, merced a la buena escolta que llevaba, y a un disfraz con que pudo entrar en Gerona a pié. Entró en Francia, y cruzó el Languedoc y la Provenza con pasaporte del duque regente, y se embarcó en Antibes para Génova{23}.

La caída de Alberoni es otro de los innumerables ejemplos del término que suelen tener las privanzas con los príncipes. De ella se regocijaron unos, celebrando como uno de los días más felices aquel en que le vieron salir de España: lamentáronla otros muchos, pregonando que con él habían perdido el monarca y la monarquía uno de los mejores ministros que se habían conocido. «Y no se le puede negar la gloria, dice un escritor, que en verdad no era apasionado suyo, de que los tres enemigos irreconciliables de España, el emperador, el duque de Orleans y la Inglaterra se conjuraron para sacar de España a este hombre.» Diversos y muy encontrados juicios se han formado sobre este célebre personaje; nosotros emitiremos también el nuestro cuando juzguemos a los hombres importantes de este reinado. Por ahora anticiparemos solamente que un contemporáneo suyo, y de los que le trataron con más severidad, no pudo menos de decir de él estas palabras:

«Arrancada de las manos del pontífice la apetecida púrpura, soltó las riendas a sus ideas, encaminadas todas a adquirirse gloria; bien es verdad que no ganó poca en su tiempo la nación española, ni poco crédito las armas del rey.{24}» Y otro de sus mayores adversarios y que no le ha tratado con indulgencia, escribió también:

«La España caminaba a su ruina, porque, aunque la tiranizó Alberoni, al fin la puso en paraje de dar la ley a la Europa.{25}»

Siguiendo el sistema que nos hemos propuesto respecto a los personajes extranjeros que han ejercido grande influjo en el gobierno y en los destinos de España, y después han salido del reino para no volver más a él, daremos una breve noticia de su azarosa vida desde que salió desterrado de nuestra península.

Embarcado, como dijimos, en el pequeño puerto de Antibes en una fragata que le envió la república de Génova, tomó tierra en un pueblo de aquella señoría llamado Sestri a Levante. Allí se encontró ya con una carta del duque de Parma prohibiéndole la entrada en sus estados, y con otra del cardenal Paulucci, secretario de Estado del papa Clemente XI, que no le permitía dudar del enojo que contra él abrigaba el pontífice, con cuyo motivo suspendió su viaje, quedose en Sestri, y receloso de todos puso en seguridad sus papeles y todo lo de más precio que tenía. Los reyes de España le culpaban de todos los desastres de la guerra, y con un encono que contrastaba con el extremado cariño de antes, recomendaron a los ministros de las potencias aliadas excitaran al pontífice a que le despojara de la púrpura y le hiciera encerrar para siempre en una fortaleza. El papa por medio del cardenal Imperiali pidió a la república de Génova su arresto, diciendo que su prisión importaba muchísimo a la Iglesia, a la Santa Sede, al Sacro Colegio, a la religión católica, y a toda la república cristiana, a cuyo efecto presentaba contra él diez capítulos de acusación, a saber: –que había engañado al papa, obligándole con malas artes a darle el capelo: –que había atacado la autoridad de la Santa Sede de un modo inaudito: –que había apartado la corte de España de la obediencia a la Santa Sede: –que había turbado el reposo público de Europa: –que era el autor de una guerra impía: –que había sido fautor del turco: –usurpador de bienes eclesiásticos: –violador de los breves pontificios: –enemigo implacable de Roma: –y por último, que había abusado inicuamente de la firma del rey de España.

El senado de la república, que antes de ver los capítulos había determinado que Alberoni permaneciese arrestado en su casa de Sestri, vistos después los cargos, y no considerándolos bastante probados para violar la hospitalidad y el derecho de gentes, puso en libertad al cardenal, bien que no permitiéndole permanecer en sus estados, y escribiendo al pontífice una respetuosa carta, en que explicaba los motivos de esta resolución. El marqués de San Felipe, embajador de España en Génova, y autor de los Comentarios que tantas veces hemos citado en nuestra Historia, trabajó cuanto pudo, aunque inútilmente, para que no se le restituyese la libertad, y Génova con esta generosa conducta se indispuso con Roma, con España, y con las potencias aliadas.

Alberoni, durante su permanencia en Sestri, escribió varias cartas en justificación de los cargos que se le hacían; en ellas negaba haber sido el autor de la guerra, y probábalo con su carta escrita al duque de Pópoli, de que hemos hecho mérito en la historia, y apelaba al testimonio del nuncio Aldobrandi y del mismo rey don Felipe, que decía haber sido el motor de la guerra, contra el dictamen, y aun con manifiesta desaprobación del cardenal. Por este orden iba contestando a los demás capítulos. A estas cartas, que el secretario Paulucci presentó a S. S., respondió el pontífice, copiando párrafos de otras del rey Felipe y de su confesor Daubenton, enviadas indudablemente por éstos, de que resultaba que la expulsión del nuncio de España y la salida de los españoles de Roma habían sido mandadas sin orden ni noticia del rey; y con respecto a la guerra, había una de Alberoni al marqués Beretti Landi, en que después de excitarle a que concluyera cuanto antes las negociaciones para que empezara la guerra sin dilación, decía estas notables palabras: «porque ella nos ha de satisfacer de los agravios recibidos de la corte de Roma, que procede repitiéndolos cada día con la mayor desenvoltura, &c.» No parecía fácil que pudiera Alberoni desenvolverse y sincerarse de estos y otros semejantes cargos; respondió no obstante, que todas las pruebas que S. S. aducía como incontestables no hacían mella en su ánimo, tranquilo con su conciencia, aunque no pareciese así a los ojos de las gentes, y que estaba escribiendo para confundir a sus enemigos, y hacer ver al mundo que las cosas que más ciertas parecen son las más falsas. Escribió en efecto otras Cartas a Paulucci, sus Alegaciones, y su Apología, que publicó más adelante.

Pero estos escritos le atrajeron más ruda persecución. La corte de Madrid ordenó al inquisidor general que le formase proceso por comisión del pontífice. El duque de Parma, en unión con España, exigía que fuese degradado. Alberoni, no contemplándose seguro, abandonó la mansión de Sestri, embarcose para Spezia, y desde allí se ocultó a los ojos del mundo, sin que pudiera nadie saber su paradero. De esta fuga pidieron satisfacción el Santo Padre y el rey de España a los genoveses, no obstante que, como declara el mismo embajador de Génova, San Felipe, «acerca de los crímenes que se le imputaban no nos consta del fundamento que la acusación tenía, o si todo era calumnias;» y más adelante: «cuyas culpas abultaba el vulgo de los españoles más de la verdad, por el odio que a su persona tenía.» Súpose después que se había refugiado en Lugano, ciudad de Suiza, que algunos confunden con Lugnano, pequeña aldea de Italia, donde permaneció en tanto que sus perseguidores hacían diligencias para apoderarse de su persona.

La muerte del papa Clemente XI (1721) produjo un cambio completamente favorable en la vida del ilustre proscrito. El colegio de cardenales, en que siempre había tenido amigos y protectores, le convocó al conclave que había de celebrarse para la elección de pontífice. Entonces dejó Alberoni su retiro; mas como supiese o sospechase que las cortes de Parma y de España le buscaban todavía para prenderle, hizo el viaje por caminos extraviados y llegó a la capital del orbe católico, donde el pueblo se agolpó, ávido de curiosidad por conocer a tan célebre personaje, en términos que la muchedumbre le embarazaba el tránsito por todas las calles que tenía que atravesar. Tomó Alberoni parte en el cónclave, y el nuevo papa, Inocencio XIII, le permitió vivir retirado en Roma. Pero por halagar a las cortes de Francia y España nombró una comisión de cardenales para que viesen y fallasen su causa, con cuyo motivo escribió otro papel titulado: Carta de un hidalgo romano a un amigo suyo, que alcanzó mucha boga, y al que por lo mismo el partido español se vio precisado a replicar. Condenado por la comisión a tres años de retiro en un convento, el papa conmutó los tres en uno. Habiendo muerto su encarnizado perseguidor el duque de Orleans, Inocencio XIII le absolvió de todo, y le confirió con toda ceremonia el capelo. Benedicto XIII que sucedió a aquel papa, y a cuya elevación había contribuido Alberoni, le consagró obispo de Málaga, y le dio la pensión de que gozan los cardenales, y el cardenal Polignac, enemigo del difunto duque regente de Francia, consiguió que su gobierno le señalara otra pensión de diez y siete mil libras tornesas.

Ni faltó mucho para que por empeño de Polignac y del mariscal Tessé se le viera nombrado embajador de España en Roma, e indemnizado con los honorarios de catorce mil escudos de la pensión que había tenido sobre la mitra de Málaga, si no lo hubiera estorbado la interposición de Inglaterra, que se mostró celosa de la consideración que iba recobrando su antiguo enemigo. Pero de tal modo se había ido reponiendo en la opinión de los españoles, que cuando el príncipe Carlos tomó posesión de los ducados de Parma y Plasencia, no tuvo reparo en permitir a Alberoni que residiese en su ciudad natal, donde fundó y dotó un seminario. Más adelante el papa Benedicto XIV le nombró vicelegado suyo en la Romania. Allí dio una prueba de que la edad no había acabado de extinguir su inclinación a la intriga, intentando poner bajo la dependencia de la Santa Sede la pequeña república de San Marino; proyecto diminuto como aquella república, y que se miró como una especie de parodia que tuvo la flaqueza de hacer en sus últimos años de los grandes planes con que admiró a Europa cuando gobernaba la España.

Este hombre extraordinario acabó sus días en Roma (26 de junio, 1752), a los ochenta y ocho años de edad, con la reputación de un ministro más intrigante que político, con fama de ser tan ambicioso como Richelieu, tan astuto como Mazarino, pero más imprevisor y menos profundo que el uno y el otro. Después de su muerte se publicó el Testamento político de Alberoni, de quien nadie sin embargo le cree autor, y se ha atribuido con mas verosimilitud a Mauberto de Gouvert.– Vida de Alberoni, por Rousset.– Historia de Alberoni, impresa en la Haya.– Memorias de San Simón.– Ídem de Polignac.– G. Moore, Disertación sobre Alberoni.– San Felipe, Comentarios.– Cartas, Alegaciones y Apología de Alberoni.– Disertación histórica, que sirve de explicación a algunos lugares oscuros, &c.– Macanáz, Memorias para la Historia.– Íd., Agravios que me hicieron, y procedimientos de que usaron mis enemigos para perseguirme, &c.– Memorias de Brandeburg.




{1} El marqués de San Felipe, Comentarios, tomo II, Año 1718.– Belando, Historia Civil, p. III, cap. 39 a 44.– Correspondencia del almirante Byng con Stanhope.– Estado político, vol. XVI.– Macanáz, Memorias para la Historia del gobierno de España, tomo I, pág. 132 a 135.– Botta, Istoria d'Italia.

{2} Despacho de 26 de setiembre, 1718.– Respuesta del ministro inglés Craigs al marqués de Monteleón.– Belando, parte IV, cap. 26 y 27.

{3} Despacho de 10 de octubre, 1718.– Es extraño que el historiador William Coxe, que conoció tanta correspondencia diplomática y es tan dado a enriquecer con ella su historia, no haya hecho uso de estos documentos.

{4} «Hallándonos empeñados con diversos tratados (comenzaba el Manifiesto) a mantener la neutralidad de Italia, y a defender a nuestro buen hermano el emperador de Alemania en la posesión de los reinos, provincias y derechos que gozaba en Europa, y deseando ardentísimamente establecer la paz y la tranquilidad de la cristiandad sobre los fundamentos más justos y duraderos que nos fuesen posibles, hemos a este fin comunicado de cuando en cuando nuestros pensamientos y nuestras intenciones pacíficas al rey de España por medio de sus ministros, y teníamos concebida la esperanza que habían de tener su aprobación.

»Y como el dicho rey de España tenía invadida con hostilidad y de una manera injusta la isla y reino de Sicilia, le hemos hecho proponer amigables representaciones sobre este punto; mas hallándonos obligados a mantener y esforzar nuestras instancias con un armamento naval, enviamos en el verano pasado nuestra flota al Mediterráneo, con una llana y sincera intención de no servirnos de su presencia en aquel mar sino para sostener la negociación de paz, a fin de reconciliar las partes que estaban en guerra, y prevenir con aquel medio las calamidades que deberían seguirse…»

Continúa exponiendo, en el sentido que le convenía, los demás pasos dados con el rey don Felipe brindándole con la paz, la negativa de éste, las secas y desabridas respuestas dadas a sus embajadores, la confiscación de los navíos ingleses decretada por el monarca español, atribuyéndole la violación de los tratados de Utrecht y de Baden, &c., y concluye: «Por estos motivos, poniendo nuestra mayor confianza en la ayuda de Dios Todopoderoso, que conoce las intenciones buenas y pacíficas que siempre hemos tenido, hemos juzgado apropósito declararle la guerra al dicho rey de España, y efectivamente la declaramos con las presentes… &c.– Dada en nuestra Corte de San James a los 27 de diciembre de 1718, en el año quinto de nuestro reinado.»

{5} Belando, Historia Civil, parte IV, cap. 34.

{6} San Simón, Memorias, vol. VII.

{7} Atribúyese a este ministro falta de circunspección y de tacto en la elección de personas para la ejecución de los proyectos, y cierto aire misterioso que más excitaba que desvanecía la curiosidad y la sospecha. Parece que en sus expediciones nocturnas se servía del carruaje del marqués de Pompadour, haciendo de cochero el conde de Laval.

{8} San Simón, Memorias, tomo VII.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Memorias de Staal o Anécdotas de la regencia.

{9} El Padre Belando conoció todos estos documentos, y los inserta íntegros en la Parte IV de su Historia Civil, cap. 29 a 32.

{10} Dado en el Pardo, a 25 de diciembre.– Belando, P. IV, capítulo 32.

{11} Belando, Historia Civil, parte II, cap. 44 a 50.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Relación de los progresos de las armas españolas en el reino de Sicilia delante de Melazzo: impresa en seis fojas, con un catálogo nominal de los muertos, heridos y prisioneros.

{12} San Felipe, Comentarios, tomo II.– Belando, parte IV, cap. 34.– Marlés, Continuación de la Historia de Inglaterra, de John Lingard, cap. 34.

{13} El desgraciado Jacobo III pasó a Santiago de Galicia a visitar el sepulcro del Santo Apóstol. Después de regresar de allí, determinó salir de España, y embarcándose en los Alfaques tomó tierra en Liorna, volviéndose desde allí a Roma, de donde había salido.

{14} «Espero (decía) que las tropas francesas todas, a mi ejemplo, se unirán a las mías, y que las unas y las otras, animadas del mismo espíritu… &c.»– Declaracion del Católico monarca don Felipe V.

{15} «A mí se me achaca, le decía, cuanto de malo ocurre, y el revés que resultaría de una tentativa de esta naturaleza justificaría todavía más lo que se dice vulgarmente, que mis proyectos extravagantes no pueden acabar de otro modo, y que nada bueno se puede esperar siguiendo los consejos de un lunático.»– Vida de Alberoni.

{16} Belando, parte IV, c. 35 y 36.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Memorias de Berwick.

{17} «Se miraba toda la tropa tan destruida, dice el P. Belando, que con la deserción, enfermedades, falta de víveres y forrajes, no había batallón ni escuadrón que no le faltara más de la mitad de la gente. Muchos de los soldados hubieron de llevar los caballos de la rienda, porque ya no les quedaba sino la piel y los huesos; y algunos oficiales llegaron a Montalbán a pie, confesando que apenas se hallaba quien llevase las banderas. De manera que el ejército se vio en un extremo tan lastimoso, que si la caballería española le sigue, Berwick y toda su gente hubieran quedado prisioneros.»

Belando escribió esta parte de su historia con los datos que le suministraron las cartas y notas originales de Macanáz, que a la sazón se hallaba en la frontera de Francia, y seguía correspondencia con el rey, de la cual hemos tenido copia en nuestras manos.

{18} Belando, Historia Civil, parte IV, c. 46 y 47.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Lutzen, Historia de Alemania.– Ojeada sobre los destinos de los Estados italianos, libro XII, c. 3.– Gaceta de Madrid de 25 de julio, 1749.– Carta del marqués de Lede al conde de Montemar, en el campo de Francavilla, Tomo de Varios, pág. 94.

{19} Fue esto de tal conformidad, dice un historiador de aquel tiempo, que los hombres más rústicos y la gente del campo más inexperta meneaban las armas con tanta destreza como el arado.

{20} Belando, parte II, c. 49 al 53.– San Felipe, Comentarios, tomo II.

{21} Contentó el gobierno inglés a la Holanda haciendo que el emperador diera cumplimiento al tratado de la Barrera, estipulado en 1715 entre el Imperio y las Provincias-Unidas.

{22} Era uno de estos el marqués Aníbal Scotti, que había sido enviado a Madrid con este objeto por el duque de Parma, el cual lo hizo fustigado y ganado por el lord Peterborough. El Scotti pasó a París, so pretexto de seguir de allí a Bruselas para conferenciar con nuestro embajador en Holanda. Pero detenido en aquella ciudad con achaque de los pasaportes, el duque de Orleans, a quien los soberanos aliados habían encomendado la ejecución del plan contra Alberoni, acordó con Scotti lo que había de informar a los reyes de España para llevar adelante la negociación. El marqués volvió a Madrid, y habló privada y secretamente con los reyes, informándoles de los deseos y de las proposiciones de los soberanos de Austria, Francia e Inglaterra.

Algunos escritores de Memorias secretas añaden que esta conferencia la logró Scotti por mediación de una azafata de la reina llamada Laura Piscattori, que había sido su nodriza, y aun bautizada en la misma parroquia de Alberoni, la cual era enemiga del cardenal, y solía leer a la reina las coplas satíricas y mordaces que se escribían ya contra el privado.– San Felipe, Comentarios, tomo II.–  Belando, Historia Civil, parte IV, c. 37.– Correspondencia de Stanhope con Dubois: Papeles de Hardwick.– San Simón, Memorias.– Duclos, Memorias secretas de los reinados de Luis XIV y Luis XV.

{23} Historia del cardenal Alberoni.– Duclos, Memorias secretas.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Belando, parte IV, cap. 37.

{24} El Marqués de San Felipe, Comentarios, tomo II, pág. 200.

{25} Macanáz, Memorias para la historia del gobierno de España, MS, tomo 1, pág. 160.