Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VI ❦ Reinado de Felipe V
Capítulo XIII
Disidencias entre España y Roma
De 1709 a 1720
Causa y principio de las desavenencias.– Reconoce el pontífice al archiduque Carlos de Austria como rey de España.– Protesta de los embajadores españoles.– Extrañamiento del nuncio.– Se cierra el tribunal de la nunciatura.– Se prohíbe todo comercio con Roma.– Circular a las iglesias y prelados.– Relación impresa de orden del rey.– Oposición de algunos obispos.– Son reconvenidos y amonestados.– Breve del papa condenando las medidas del rey.– Enérgica y vigorosa respuesta del rey don Felipe a Su Santidad.– Instrucciones al auditor de España en Roma.– Cuestión de las dispensas matrimoniales.– Dictamen del Consejo de Castilla.– Firmeza del rey en este asunto.– Procedimientos en Roma contra los agentes de España.– Indignación y decreto terrible del rey.– Fuerte consulta del Consejo de Estado sobre los agravios recibidos de Roma.– Desapruébase un ajuste hecho por el auditor Molines.– Invoca el pontífice la mediación de Luis XIV de Francia.– Conferencias en París para el arreglo de las discordias entre España y Roma.– Amenazante actitud de la corte romana.– Consulta del rey al Consejo de Castilla.– Célebre respuesta del fiscal don Melchor de Macanáz.– Condena el inquisidor general cardenal Giúdice desde París el pedimento fiscal.– Manda el rey que se recoja el edicto del inquisidor, y llama al cardenal a Madrid.– Falla el Consejo de Castilla contra el inquisidor, y se le prohíbe la entrada en España.– Nuevo giro que toma este asunto por influencia de Alberoni.– Vuelve Giúdice a Madrid, y retirase Macanáz a Francia.– Proyectos y maniobras de Alberoni.– Edicto del inquisidor contra Macanáz, y conducta de éste.– Alberoni se deshace del cardenal Giúdice, y le obliga a salir de España.– Negocia Alberoni el ajuste con Roma a trueque de alcanzar el capelo.– Concordia entre España y la Santa Sede.– Quéjase el papa de haber sido engañado por Alberoni, y le niega las bulas del arzobispado de Sevilla.– Nuevo rompimiento entre las cortes de España y Roma.– Revoca el pontífice las gracias apostólicas.– Conducta de los obispos españoles en el asunto de la suspensión de la bula de la Cruzada.– Témplanse los resentimientos.– Devuelve Roma las gracias.– Se admite al nuncio, y se restablece el tribunal de la nunciatura en Madrid.
La necesidad de dar cierta conveniente ilación a los sucesos que caracterizaron más la marcha y la fisonomía política de esta primera mitad del reinado de Felipe V, no interrumpiéndola con la narración de otros, que aunque no menos importantes ni de menos trascendencia, eran de muy diferente índole, y exigían a su vez ser presentados a nuestros lectores con aquella trabazón y enlace que requiere y constituye la claridad histórica, nos movió a hacer solamente ligeras indicaciones de ellos en sus respectivos lugares, anunciando, como el lector podrá recordar, que los trataríamos separadamente, según que por su naturaleza lo merecían. Ocasión es esta de cumplir lo que entonces prometimos, ya que hemos terminado la primera de las dos partes o períodos en que este largo reinado naturalmente se divide.
Referímonos al presente a una de las cuestiones más graves y más ruidosas, y que con más interés y por más largo tiempo ocuparon al primer monarca español de la casa de Borbón y a sus ministros y consejeros, a saber, las lamentables desavenencias y discordias que sobrevinieron entre el rey de España y el Sumo Pontífice, entre el gobierno español y la corte romana.
Nacieron estas funestas disensiones del hecho de haber reconocido el papa Clemente XI como rey de España al archiduque Carlos de Austria (1709), obligado a ello por los alemanes, después de haber sido aquel pontífice uno de los que concurrieron y cooperaron a que la corona de Castilla recayera en Felipe de Borbón, y de haberle reconocido y tratado como rey legítimo de España por espacio de muchos años{1}. Apresuráronse a protestar contra este acto los ministros de Francia y España en Roma, y a comunicarlo a sus respectivos soberanos, con testimonio que de ello exigieron{2}. En su virtud formó el rey una junta de consejeros, teólogos y letrados para que le aconsejase lo que en tal caso debería hacer{3}. La junta opinó que la injusticia y ofensas hechas al rey por el papa no podian ser mayores, y que era llegado el caso de la justa defensa y de manifestar el resentimiento, haciendo salir de España al nuncio de Su Santidad, cerrando la nunciatura, prohibiendo todo comercio con Roma, y dando un manifiesto a los prelados, iglesias, religiones y universidades para que supiesen lo que a tales medidas había dado lugar{4}.
En su consecuencia, de acuerdo con la misma junta, ordenó se hiciese saber al nuncio con cuánto dolor se veía obligado a hacerle salir de sus reinos y dominios, y cuán sensible era a un reverente hijo de la Iglesia semejante determinación a que le forzaba la conducta de Su Santidad; que se le diese copia de la protesta hecha por el duque de Uceda; que se le condujera hasta internarle en Francia en coches de las reales caballerizas, como se hizo en tiempo de Felipe II con el que se mandó salir de estos reinos; que se le permitiera llevar consigo doce o quince guardias de corps con un oficial para mayor seguridad, y que le asistiera un mayordomo de la real casa, muy advertido para que evitara que en los pueblos del tránsito pudiera verter de palabra o por escrito especies de naturaleza de producir conmoción en los ánimos. Diósele para dejar la corte el breve plazo de cuarenta y ocho horas, y verificose la salida del nuncio (7 de abril, 1709), según el rey lo había ordenado{5}.
Cerrose el tribunal de la nunciatura, se mandó archivar todos sus papeles, y se dio orden para que salieran también de España el auditor, abreviador, fiscal, y demás ministros extranjeros de aquel tribunal, no vasallos de España. Se prohibió todo comercio y comunicación con Roma, excepto en aquello que perteneciera a la jurisdicción puramente espiritual y eclesiástica, y sobre todo quedó rigorosamente prohibida cualquier extracción de dinero para la corte romana{6}, con orden a los comandantes, gobernadores cabos de las fronteras que vigilasen para que no se introdujera en el reino persona alguna, bula, breve, carta u otro instrumento de Roma, sin que se recogiese y remitiese a S. M.
Se pasó una circular a todos los prelados, cabildos, iglesias y comunidades de toda España, mandándoles que hiciesen rogativas públicas por la libertad del pontífice, al cual se suponía subyugado, oprimido y violentado por los austriacos. Acompañaba a esta circular una Relación que el rey hizo imprimir (junio, 1709) de la causa, principio y progresos de las desavenencias con el papa, y una noticia de las medidas que con este motivo se había visto precisado a tomar{7}; previniéndoles, que atendida la imposibilidad en que ya se hallaban de recurrir a la corte romana, gobernasen en adelante sus iglesias según prescriben los sagrados cánones para los casos de guerra, peste y otros en que no se puede recurrir a la Santa Sede; de todo lo cual se dio también conocimiento a todos los Consejos y tribunales. En todas partes se obedecieron y ejecutaron las órdenes del rey, y solo se opusieron a ellas cuatro prelados, a saber, el arzobispo de Toledo cardenal Portocarrero, el obispo de Murcia don Luis Belluga, el arzobispo de Sevilla don Fr. Manuel Arias, y el de Granada don Martín de Ascargorta, éste notoriamente desafecto al rey, y mal satisfechos los otros de que no les hubiera dejado el gobierno de España, como deseaban, y alguno de ellos se hallaba solicitando de Roma el capelo{8}.
El cardenal Portocarrero, antiguo gobernador de España, hombre sin duda de buena intención y de sanos propósitos, pero no de muchas letras, ni de largos alcances, fue inducido a reunir en su casa una junta de diez teólogos, a fin de que examinaran si el papel impreso de orden del rey y la prohibición de todo comercio con Roma eran ajustados a razón y justicia, y si estaba obligado a obedecer. De ellos los seis fueron de sentir que no solamente era todo justo, sino que si el rey se hallara con fuerzas suficientes no debería contentarse con lo hecho, sino entrar con armas en los Estados de la Iglesia hasta poner guarnición en Roma y en el castillo de Santángelo; «pues la injuria hecha a su persona y monarquía en el reconocimiento hecho por el papa a favor del archiduque no pedía menor satisfacción.» Los otros cuatro opinaron que aunque los sucesos de la Relación fuesen ciertos, se debían ocultar en vez de publicarlos, porque con ello padecía la reputación del papa: que no debió haberse despedido al nuncio ni prohibirse el comercio con Roma, porque esto era declararse el rey enemigo de la Iglesia, y dar lugar a que hubiese un cisma en España; todo lo cual se debería representar al rey con la mayor claridad. Adhiriose Portocarrero a este último dictamen, y en este sentido hizo a S. M. una extensa representación, que puso en manos del secretario del despacho universal. El monarca la pasó en consulta a la junta anterior que ya entendía en las controversias con Roma; esta junta reprobó unánimemente la conducta de Portocarrero, e informó al rey que los cuatro teólogos por cuyo dictamen se había guiado el cardenal eran, sobre desafectos a su persona, los más ignorantes y menos autorizados, a diferencia de los seis primeros, que eran hombres instruidos, y buenos vasallos (julio, 1709).
Opinó además la junta que deberían recogerse a mano real todos los ejemplares de la representación, incluso el borrador de ella, y que llamado el cardenal a la presencia del rey se le reconviniese por su conducta, y se le apercibiese para que no volviera a tener juntas ni escribir papeles de aquel género, no pasando a demostraciones más severas por respeto y consideración a los servicios que en otro tiempo había hecho al Estado; todo lo cual se cumplió por parte del rey, como lo proponía la junta, y el cardenal oyó sumiso la reprensión y obedeció al apercibimiento. No así el obispo Belluga, que publicó y dirigió a todas las iglesias y prelados un papel subversivo, por el cual mereció ser duramente reconvenido y severamente amonestado; y aun después seguía correspondencia con el expulsado nuncio, que se hallaba en Avignon, y desde allí continuaba haciendo oficios de nuncio e inquietando las conciencias de los españoles.
Alentado el pontífice con el apoyo que estos cuatro prelados le prestaban, expidió un breve, que envió a todos los prelados seculares y regulares, y a todas las iglesias de España, condenando el escrito impreso de orden del rey, exhortándolos a que se opusieran a las resoluciones del gobierno sobre la materia, y a negarle toda clase de recursos. Y al tiempo que otorgaba las bulas a cuantos eran presentados por el archiduque para los obispados y prebendas, las negaba a cuantos le eran presentados por el rey don Felipe. Además de esto entregó por su mano al auditor don José Molines en Roma una carta o breve dirigido al rey, en que quejándose de haber vulnerado la jurisdicción eclesiástica y menospreciado la autoridad pontificia, le exhortaba a que para remediar un escándalo, «jamás oído, decía, en los pasados siglos en la religiosísima nación española,» revocase las disposiciones dadas y volviese a llamar al nuncio, en cuyo caso le tendería sus paternales y amorosos brazos, y aprobaría incontinenti las presentaciones hechas para las iglesias vacantes (22 de febrero, 1710). A cada párrafo de este breve puso el doctor Molines una nota impugnando los cargos que en cada uno se hacían al rey, tales como las siguientes. «1. En las partes de España no está vulnerada la jurisdicción eclesiástica, ni despreciada la potestad pontificia por los actos ejecutados por el rey, ni de su orden; porque lo obrado es en materias meramente temporales, y sin perjuicio de la jurisdicción eclesiástica, ni de la Sede Apostólica en las cosas espirituales.– 2. El dolor y sentimiento deben ser contra aquellos que ofenden a la Iglesia o a la Santa Sede, y a la dignidad pontificia, usurpando los bienes y feudos de la Iglesia, y deteniéndolos con escándalo y desprecio, cargando con tributos a los vasallos de la Iglesia (aludía en todo esto a los alemanes); y sin embargo contra estos no hay dolor ni sentimiento, sino gozo y amor, y deseo de todas felicidades con bendición apostólica, como parece del breve dirigido por el mes de octubre del año pasado al archiduque de Austria con título de rey católico de las Españas, después de hecho el reconocimiento a su favor, de cuyo breve se remite la inclusa copia.– 3. No hay escándalo en España por causa de lo obrado por el rey, porque todo lo que ha hecho es lícito, como ejecutado en defensa de su real corona y dignidad… &c.»
Hallábase el rey don Felipe en campaña en las partes de Cataluña, entre Ibars y Barbenys, combatiendo a los catalanes sublevados, cuando recibió el breve y los papeles de Roma, y afectáronle tanto, y dioles tanta importancia, que allí mismo, en medio de las operaciones de la guerra, quiso contestar a todo, lo hizo con la entereza y energía, y en lenguaje tan vehemente como vamos a ver. Primeramente escribió una larga respuesta a Su Santidad; después la redujo a más breves términos; pero envió una y otra al auditor Molines (18 de junio, 1710), ambas rubricadas de su mano y refrendadas por su primer ministro, encargándole pusiera desde luego la una en manos del pontífice; y autorizándole para que del contenido de la otra hiciera el uso que su prudencia le aconsejara, hasta entregársela íntegra, si fuese necesario. Es tan notable este documento, que no podría darse bastante idea de él, ni formarse el juicio conveniente de la gravedad de esta cuestión sin conocerle en todas sus partes.
«Muy Santísimo Padre (decía).– Recibo el Breve de Vuestra Santidad de 22 de febrero, con aquel profundo y religioso respeto que corresponde a la filial observancia que profeso a la Santa Sede a la sagrada persona de V. Beatitud, siendo igual a aquella la admiración con que observo en su contenido el silencio con que V. S. se da por desentendido de mis injurias, cargando toda la consideración en sus asertas ofensas para constituirse acreedor y pedirme satisfacciones como a reo, debiéndomelas dar a mí V. B. como agraviado.
»Si yo, no obstante los incontestables derechos con que V. Sd. ocupa el trono de San Pedro, y con que ha sido recibido de la universal Iglesia, y adorado por mí como su legítimo pastor, reconociese después por verdadero papa, al mismo tiempo que a V. B., a quien intentase usurparle su excelsa dignidad, y arrancarle de sus sagradas sienes la tiara, sin más autos que la autoridad de este hecho me declararían V. S. y el mundo por enemigo capital de su Santísima persona y de la Iglesia que Dios le encomendó, por fautor de un cisma, y por autor de los perjuicios, de los escándalos y ruinas de la cristiandad. Y siendo esta y no otra la conducta que V. B. ha tenido y observa con mi real persona, y con la monarquía de España a que me llamaron la Divina Misericordia, los derechos de mi sangre, las leyes de la sucesión, los votos de la nobleza y de los pueblos, y el testamento del rey mi tío, arreglado al oráculo de la Santa Sede y a los dictámenes de sus reales Consejos y ministros, en cuya consecuencia fui reconocido por V. S. y recibido en todos mis reinos como legítimo monarca, prestándome todos los homenajes y juramentos de fidelidad (que son los estrechos lazos con que las leyes del cielo y de la tierra hacen el nudo indisoluble), dejo a la perspicacísima comprensión de V. B. el que se aplique a sí el juicio y la sentencia que en aquel caso darían contra mí V. S. mismo y el general consentimiento de las gentes.
»En cuya justa ponderación solo haré presente a V. B. lo autorizados que quedan de esta vez el perjurio, la infidelidad y rebeldía; pues sobre el fomento que les presta y la aprobación que les infunde el nuevo reconocimiento pontificio, experimentan hoy las bendiciones y gracias apostólicas que tan francamente dispensa V. S. a los que se las han solicitado con sus crímenes, al tiempo que se les niega y son maltratados los que se las desmerecen solo por observantes de la fe jurada a su monarca; siendo tan circunstanciada la pública injuria que V. B. ha hecho, no solo a corona y monarquía, sino también a todos los legítimos soberanos, cuya causa se vulnera en la mía como penetrada con ella, ni mi conciencia ni mi honor me permitieran la bajeza de un feo, delincuente y torpe disimulo, por ser en mí tan estrecha la obligación de sostener los derechos de mi cetro como en V. B. la de mantener la sacrosanta tiara.
»Pero al mismo paso, haciéndome cargo de mi filial devoción y de mi reverendísima observancia con esa Santa Sede, incapaces una y otra de disminuirse o alterarse, si bien pude alargar mis resoluciones dentro de lo lícito a lo que solo por el motivo de la mayor gloria de Dios y edificación de su casa extendieron las suyas en otros reinos los monarcas que por su heroico celo y piedad se hicieron paso a los altares, y a lo que en España practicaron en causas de menos agravio mis gloriosos predecesores y abuelos Fernando el Católico, Carlos V y Felipe II, quise usar de la bondad de ceñir mis providencias a la esfera de una pura defensiva, en los precisos términos que prescriben por indispensables el derecho de las gentes, el consentimiento del género humano y las costumbres de todas las naciones.
»Y siendo cierto que mis órdenes, sobre justificadas por las leyes natural y divina, sin contradicción alguna en las canónicas, fueron arregladas a los preceptos de la mayor moderación… debo confesar a V. B. la suma extrañeza con que en el Breve de V. B. las veo desacreditadas con la nota de «nuevo ejemplo jamás visto ni oído en estos reinos,» convirtiendo así en censura el elogio debido a la templanza de mi ánimo; pues cotejadas mis providencias con las de mis ínclitos predecesores en casos de menos ofensión… me he contenido, queriendo antes dar nuevos ejemplos de cristiana y heroica tolerancia que los correspondientes al tamaño de la ofensa, en medio de persuadirlos altamente las sentidas inflamadas voces de mi soberanía violada, de mi razón ofendida, y de mi justicia atropellada……
»Cuando de mi moderación y tolerancia, sin ejemplar quizás en otro soberano en caso de igual ofensa, pudiera prometerme que en vista de una y otra se dispondría el pontificio ánimo de V. B. a darme la debida satisfacción que prescriben las leyes de la justicia, y de que no vive exenta la más preeminente dignidad, experimento nuevo agravio en la severísima prohibición con que V. B. proscribe las cartas y Relación que de mi real orden se dirigieron a los prelados de mis reinos para cerciorarlos de la injuria hecha a mi persona y monarquía… Si la potestad de las llaves concedida por Cristo a San Pedro se extendiese en V. S. como sucesor suyo al arbitrio de quitar y poner reyes, al de alterar los derechos de las monarquías, al de atropellar a los soberanos, al de cerrarles las bocas para que no articulen ni una voz de queja en sus insultos, y al de atarles las manos para que no hagan demostración de su justicia cuando la vulneración de ella procediese de V. B., sería sin duda la esclavitud de los príncipes cristianos más dura que la que oprimió a los vasallos de los antiguos monarcas persas. Pero siendo la expresada conducta tan repugnante a las máximas de Cristo, tan opuesta al espíritu de la Iglesia, y tan contraria a todos los derechos, natural, de las gentes, divino, civil y canónico, dejo al juicio de Europa la ponderación de las leyes violadas en mi injuria, al de los reyes la reflexión que este atentado enseña a su escarmiento, y al de V. B. el que seriamente medite si este violento proceder con un monarca servirá de cebo para reducir a los príncipes protestantes a las saludables redes de San Pedro, o de material con que el Norte apoye su obstinación, y maquine sus invectivas y sus sátiras……
»El acto solo de no admitir la presentación (de los obispos) ejecutada con legítima acción, cuando se hace en persona digna, es censurado por las leyes y por el universal consentimiento de los sábios… y en este hecho se ve que V. B. ha relegado de sí para conmigo, no solo la virtud de la equidad tan propia de un padre y tan merecida de mi filial respeto y observancia, sino también la de la justicia, que debe V. S. mantener y administrar como vicario y lugarteniente del justo juez Cristo a los hombres más ínfimos del mundo, cuanto más a quien goza de la soberana preeminencia de monarca… Y el negar hoy los pastores a las iglesias vacantes es un acto, en que además del agravio que V. B. me hace a mí como a patrón, le recibe Cristo en su institución violada, y en su voluntad contravenida; le padecen los fieles, abandonados, destruidos, y privados de los padres, de los maestros, y de los pastores que por precepto del mismo Señor debe V. B. sustituirles; y la obligación de V. S. queda no poco oscurecida, porque una vez reservada a la Santa Sede la provisión de las sedes episcopales, ésta no lo es voluntaria a V. B., ni dependiente de su arbitrio, por ser aquella tan indispensable como los derechos natural y divino que la inducen……
»Reconociendo V. S. los deplorables e inevitables males que por la falta de los pastores se padecen y experimentan cada día en las diócesis vacantes, así en lo que respecta a la disciplina como en lo que mira a las conciencias, se esfuerza V. B. en persuadirme que deberán imputarse a mis edictos, siendo V. S. el único autor a quien será preciso atribuirlos; porque aquellos, sobre justificados, ni tienen conexión con la negativa de las bulas, ni necesitaron de V. B., ni le dieron derecho para la repulsa, ni V. B. aun cuando mis órdenes fuesen criminales podría adquirirle, ni tenerle en virtud de ellas para vindicarse en la sujeta materia tan en perjuicio de las almas, y contraviniendo a la ley del Evangelio. Y yo, para descargo de la obligación que me incumbe por rey y por patrón, paso a decir a V. B. con igual sinceridad y reverencia, que en cumplimiento de la mía proseguiré, como hasta aquí, haciendo las presentaciones que me tocan según fueren vacando las iglesias, y ejecutado este acto, que es el de mi pertenencia, si V. B. no las proveyese de prelados (que me será de sumo dolor por lo que me debo compadecer de las ruinas espirituales de los rebaños del Señor), reconociendo que he satisfecho a mi oficio, y que V. B. olvida el de vicario, a quien por tres veces le encargó San Pedro el cuidado y pasto de sus ovejas y corderos, se las encomendaré al príncipe de los pastores Cristo, a quien V. B. dará la cuenta de su vilicación, quedando a la mía la disposición de los frutos de las vacantes, en que ni V. S. puede dudar el que por ningún derecho es justificable el de percibir el esquilmo de las ovejas en quien no solo no las apacienta, sino que las abandona, y expresa y positivamente se resiste a conceder los pastores que las guíen y alimenten; ni yo dejo de tener presente, así las providencias de los cánones, como las que mi circunspectísimo abuelo y predecesor Felipe II practicó en la provocación de Paulo IV.
»Como V. B. se duele tan altamente de la salida del nuncio, exagerando que fue tratado en ella como enemigo de la patria, no me he querido dispensar de decir a V. S. que la expulsión de los embajadores de los príncipes, de quienes han recibido alguna ofensa intolerable los Estados, es tan conforme al derecho de las gentes como practicada de todas las naciones, sin que en esta regla general sean privilegiados o exentos los legados o nuncios apostólicos. Y si bien para la comprobación de esta verdad suministran oportunos y frecuentes ejemplares los reinos extranjeros, sin reducir a ellos ni lo ejecutado por don Fernando el Católico con el legado Centurión, está bien presente en esta corte, para que pueda ignorarse en esa, el que dio Felipe II cuando por el solo motivo de hallarse mal satisfecho del nuncio le mandó salir de España, con circunstancias de más celeridad y menos decoro que las que de orden mía, y sin ejemplar en la decencia, en el agasajo y en la autoridad se observaron con el de V. B.
»Pero aun cuando el ministro de V. S. hubiese sido tratado como enemigo público, dentro de los términos que permite la salvedad del derecho de las gentes, no debiera V. B. quejarse de mí, sino de sí; pues con la capital ofensa hecha a mi corona y monarquía me puso V. S. en la precisión de mirar a su nuncio como a embajador de un príncipe agresor de los reales derechos de mi Estado…
»Es así que con la salida del nuncio y de los demás ministros cesó su tribunal; mas cuando de la clausura de éste resultasen algunos inconvenientes… se deberán imputar, no a mí, sino a V. B. que me ha puesto en la necesidad de usar de mi derecho… Y aunque es verdad que no pocos reinos y repúblicas cristianas se han conservado y conservan sin tribunal de la nunciatura, y que España se mantuvo sin él desde Recaredo hasta su pérdida, y en su restauración desde don Pelayo hasta Carlos V, como también es notorio que los procedimientos de su juzgado desde su creación en estos reinos le han hecho más digno de suprimirlo que de continuarlo… no obstante, para que V. S. experimente cuánto distingo, en medio de mis agravios, entre la persona de V. B. de quien proceden, y su tiara impecable y sacrosanta, y lo que venero su pontificia potestad, me allanaré al restablecimiento del tribunal apostólico, con la circunstancia de que V. S. haya de delegar las facultades acostumbradas a uno de los prelados españoles que fuese de mi real satisfacción, y yo le proponga, y lo mismo de todos los demás subalternos que dependan y formen este tribunal, y unos y otros administren la justicia y la gracia a las partes tan graciosamente como Cristo mandó a sus ministros la dispensasen cuando les concedió la facultad de ejercitar una y otra.
»Esta fue la práctica de los más florecientes siglos de la Iglesia… esta fue asimismo la que hizo mi referido bisabuelo al papa Urbano con el motivo de los gravísimos daños que de la manutención de un tribunal tan autorizado y compuesto de ministros extranjeros debían recelarse en el Estado; y este es hoy el medio único para precaver aquellos… Si V. B., siendo como es proposición tan justificada, y lo que es más, canonizada en los hechos de San Gregorio el Grande, la aceptase, se ocurriría por esta vía a los males que V. S. considera en la suspensión de este tribunal; y si por el contrario la repeliese V. B., quedará descargada mi conciencia, y a cuenta de la de V. S. el responder de los daños temporales, y de los espirituales perjuicios que produjere la clausura de aquel, pues serán efectos de la espontánea conducta de V. B., y totalmente involuntarios en la mía.
»Y en fin, concluyo expresando a V. B. dos cosas con ingenuidad cristiana, y real y santa libertad. La una, que cuando las dulcísimas palabras de V. B. me persuaden su cordial ternura, su caridad apostólica, y su paternal amor, me lo disuaden las obras que experimento tan contrarias; de suerte que puedo decir con verdad oportuna, que las voces son de Jacob y las manos de Esaú: y como la regla que nos da el Evangelio para discernir el fondo de los corazones es la de calificarlos como los árboles por sus frutos, no se debe extrañar que experimentándolos tan acerbos en las operaciones de V. S., no le franquee a sus amorosas insinuaciones toda la buena fe de mis oídos.
»Y la otra, que emanando de V. B. toda la raíz de los que se exageran escándalos, la cual consiste en la fatal injuria hecha a los reales derechos de mi persona, de mi corona y estados… está solo en la mano de V. S. el removerlos con la satisfacción a que V. B. es el más obligado de todos los mortales, respecto de que, cuanto su excelsa dignidad le hace superior a los demás, son tanto más circunstanciadas sus ofensas. Yo espero de la justificación de V. B. y de las altas obligaciones de su empleo, que siendo tan del oficio de buen pastor el fatigarse por la oveja perdida, creerá V. B. muy propio del suyo el buscar y satisfacer a la agraviada. Y por lo que a mí toca, le aseguro a V. S. no solo mi inalterable respeto y filial veneración a su Santa Sede, sino también mis sinceros y constantes deseos de complacer a V. B. en cuanto no se opusiere o perjudicare a los derechos de mis reinos, ni a mi conciencia y real decoro.
»Dios nuestro Señor guarde &c., a 18 de junio de 1710.»{9}
Además de esta carta envió el rey al Dr. Molines ciertas instrucciones para que contestara al papel que el pontífice le había entregado por propia mano, en las cuales usaba de expresiones y frases sumamente fuertes. Pero el papa continuó reconociendo al archiduque, admitiendo embajador suyo, y enviando nuncio a Barcelona; el rey don Felipe siguió prohibiendo el comercio con la corte romana, y presentando obispos para las iglesias, aunque el papa no expidiese las bulas.
Vino a complicar estas disidencias la cuestión de las dispensas matrimoniales. Eran muchas las que se habían pedido a Roma y se hallaban pendientes; muchas también las concedidas ya por Su Santidad, pero que no podían venir, porque se les negaba el pase a causa de la interdicción del comercio con la Santa Sede. Los perjuicios que experimentaban las familias eran graves, grandes los escándalos, frecuentes los incestos, paralizados los matrimonios aun después de saberse estar otorgada la dispensa, comprometida la honra y la suerte de muchas mujeres, inquietas y alarmadas las conciencias. Dio esto ocasión al presidente y fiscal del Consejo de Castilla, don Francisco Ronquillo y don Luis Curiel, que con algunos otros consejeros habían cedido ya mucho de su primera tirantez en la cuestión con Roma, a elevar al rey una consulta (2 de junio, 1711), exponiéndole la conveniencia de permitir el paso a las dispensas matrimoniales despachadas, ya por ser las más de ellas concedidas a gente pobre, y por lo mismo poco el dinero que en este concepto salía de España, y ya fundados en haber quedado libre el comercio con Roma en lo tocante a la jurisdicción suprema eclesiástica y espiritual, a que suponían pertenecer el negocio de las dispensas. El rey, conociendo la tendencia de esta consulta, mandó que se guardase sin responder a ella por entonces. Después, con motivo de preguntar el gobernador eclesiástico de Plasencia (16 de octubre, 1711), qué había de hacer con más de ciento cincuenta dispensas matrimoniales detenidas en aquella diócesis, de que se seguían escándalos y pecados, la junta de las pendencias con Roma opinó en su mayoría que debería darse el pase a las dispensas, siendo de notar que los teólogos que había en la junta fueron los que opinaron de un modo contrario (22 de noviembre).
En vista de todo, mandó S. M. al marqués de Mejorada, su primer ministro, que oyendo a teólogos, canonistas y políticos de toda instrucción y confianza, le comunicase sus dictámenes para tomar resolución. Consultó el de Mejorada con doctores teólogos de primera reputación de las universidades de Alcalá, Salamanca y Valladolid, cuyo dictamen fue, que ni debía ni podía S. M. conceder el pase a las dispensas matrimoniales, sino en el caso que el papa las mandara expedir libremente y sin interés alguno, y que debía cerrarse la puerta a la libertad que daban tales dispensas, observándose rigurosamente sobre ellas lo dispuesto por el Santo Concilio de Trento, pues la facilidad, decían, con que se conceden estas dispensaciones es la que hace que los parientes en sus relaciones no se contengan en los términos de la honestidad, y rompan las vallas del pundonor, dando rienda a la pasión sin el horror que debería inspirar este pecado (diciembre, 1711). El rey, que deseaba encontrar apoyo a sus resoluciones, manifestó al Consejo y a la junta su desagrado por sus anteriores dictámenes, mandó al marqués de Mejorada que guardara sus consultas sin respuesta, adhiriose a la última, ratificó la interdicción del comercio con Roma, y siguió negando el pase a las dispensas{10}.
Mientras esto pasaba dentro del reino, en Roma se acordaba aprehender a los llamados expedicioneros regios de España, se impedía al auditor Molines el ejercicio de todos sus empleos, se le prohibía la entrada en el palacio pontificio, y aun se le suspendieron las licencias de celebrar. Enterado de esto el rey, lo pasó todo en consulta al Consejo de Estado (13 de octubre, 1711), con un decreto terrible, en que se veía la indignación de que estaba poseído{11}; y a propuesta del mismo Consejo se pasó también a la junta que entendía en las discordias con Roma. Todos informaron contra el proceder de la corte romana, pero el Consejo de Estado añadió, que si las armas del rey se hallasen en Italia, era llegado el caso de pedir con ellas satisfacción de tantos agravios como había recibido; mas no siendo así, se tomaran por acá las providencias más rigurosas que se pudiere. Y en efecto, se apretó fuertemente en lo de la prohibición del comercio y del envío de dinero a Roma, y se mandó salir de aquella corte todos los españoles, que eran muchos, y que no volvieran a ella. Y se formó otra junta reservada, la cual llegó a proponer al rey recursos tan extremos como era el de que, si el pontífice se obstinaba en no expedir las bulas a los presentados para las mitras vacantes, se eligieran, aprobaran y consagraran los obispos en España, como en lo antiguo se hacía; que todos los beneficios de la iglesia española se declarasen de patronato real; que todos los pleitos se terminasen aquí; y aconsejaba además otras medidas mucho más violentas, que nos abstenemos de especificar, y que mostraban el grado de irritación en que esta cuestión lamentable había puesto los ánimos de aquellos mismos que por su estado y condición deberían ser más templados.
Cuando de esto se trataba, llegó un expreso de Roma enviado por el auditor Molines, portador de un ajuste o convenio que aquél había celebrado con el auditor del papa monseñor Corradini, con que todos quedaron acá sorprendidos. En efecto, con motivo de haber indicado el papa que estaba resuelto a fulminar censuras contra todos los ministros españoles, incluso el presidente de Castilla, por haber tomado el rey los frutos de las iglesias vacantes y negado el cumplimiento a los despachos de la Dataría, y que el único medio de evitarlo era tratar un ajuste que podría hacerse en secreto, aquel magistrado hasta entonces tan entero, o por temor o por otra causa condescendió a hacer el ajuste, que se llegó a formalizar, y se redujo a once artículos. Era el 1.º, que Su Santidad condonaría al rey los frutos y rentas de los espolios y vacantes que había percibido, con tal que se obligase por escritura a restituirlos a la Santa Sede, la cual se los dejaría dando cien ducados por lo pasado. Conveníase en otros artículos en que volvería a ser recibido decorosamente el nuncio en España, que se abriría el tribunal de la nunciatura, y todo correría como antes, haciendo el papa una declaración reservada de que el reconocimiento hecho a favor del archiduque había sido violento, y que en él jamás había querido perjudicar al rey, ni al reino, ni a las leyes de sucesión de España, que todas eran favorables a Felipe de Borbón. Y en otros se estipulaba que volvería a abrirse el comercio con Roma, que se daría el pase todas las bulas despachadas, y que en cambio Su Santidad concedería al rey el diezmo de todo el estado eclesiástico por tres años, juntamente con las gracias de cruzada, millones, subsidio y excusado en la forma acostumbrada{12}.
Este convenio, que acá fue recibido con extrañeza y con enojo, y en el cual puso la junta notas a cada artículo, impugnándole con razones, contradiciéndole y desechándole, le fue devuelto a Molines, acompañado con dos cartas escritas por el marqués de Mejorada a nombre del rey (19 de enero, 1712), ostensiva la una y reservada la otra. En ambas, después de manifestarle la grande extrañeza y disgusto con que el rey le había visto entrometerse motu propio y propasarse a hacer semejantes tratados en la deplorable situación en que se hallaba, y de reconvenirle por el atrevimiento de haberle propuesto tales ajustes, le decía: «Sería cosa infeliz por cierto, y notable ejemplo de bajeza para la posteridad, que quien en el lance está favorecido de la razón y la ha manejado con templanza, en el ajuste se hubiese de infamar calificándose de agresor y desmesurado, y esto por artificios de los ofensores, y por desmayos de los negociantes.» Y concluía ordenándole, que sin dejar de acreditar su deseo de ver terminadas tales disidencias se abstuviese de concluir nada sin dar cuenta al rey de cuanto ocurriese, por si lo hallase conveniente o tolerable{13}. Afectó mucho a Molines el contenido de estas cartas: el papa se dio por ofendido, pero reconociendo el ánimo firme en que el rey estaba, entre otros medios que discurría para venir a un ajuste, fue uno el de valerse del cardenal Giúdice, que había sido nombrado inquisidor general en España por muerte del arzobispo de Zaragoza Ibáñez de la Riva.
Observábase que el nuevo inquisidor, como individuo de la junta magna que entendía en las diferencias con Roma, se oponía siempre a todo lo que fuera favorable al rey, y que rehusaba fundar sus dictámenes, como hacían todos, so pretexto de que no se acostumbraba en las congregaciones que en Roma se tenían. Informado de esto el rey, le separó de la junta como a persona sospechosa, mandándole entregar todos los papeles, y participándolo a la corte romana. Viendo el pontífice cómo se frustraban todos sus arbitrios, y que por otra parte en los tratados de Utrecht se reconocía a Felipe de Borbón como rey de España (1713), conoció la necesidad de emplear otros medios para arreglar tan antigua discordia, y apeló a la intervención del rey Cristianísimo, a cuyo efecto envió a París a monseñor Aldrobandi. No se negó Luis XIV a todo lo que pudiera conducir a restablecer la concordia; comunicóselo a su nieto, y Felipe tampoco tuvo reparo en nombrar sujeto que conferenciara con Aldrobandi, mereciendo esta confianza don José Rodrigo Villalpando, que fue luego marqués de la Compuesta. Intervenía en las conferencias y tratos entre los dos enviados de Roma y España el primer ministro de Francia marqués de Torcy.
Controvertiéronse y se acordaron sucesivamente muchos puntos entre aquellos plenipotenciarios, de los cuales cada uno iba dando cuenta a su respectiva corte. Entre las muchas cuestiones y materias que debatieron y en que convinieron los ministros de las dos coronas se cuentan, la jurisdicción que había de ejercer el nuncio, y la que había de quedar al rey, a los obispos y a los tribunales reales de España en sus causas, pleitos y dispensas; si se había de prohibir la adquisición de bienes a las iglesias y comunidades, o si estos bienes solamente habían de quedar sujetos al pago de las cargas, gabelas y contribuciones reales; cómo y por quién habían de ser juzgados los eclesiásticos delincuentes; que solo en ciertos casos gravísimos y estrechos, y cuando la potestad real no alcanzara a reprimir los delitos, pudiera la Iglesia usar de las censuras; cómo habían de concurrir los eclesiásticos a los gastos de las guerras; cómo se había de distribuir en lo sucesivo el producto de los espolios y vacantes; el arreglo del grave asunto de las coadjutorías, y el más grave todavía de las dispensas matrimoniales, cuyo abuso se empeñaba el rey don Felipe en corregir, y quería que solo se dieran inter magnos príncipes et ob publicam causam, como dispone el Concilio de Trento{14}.
Objeto fueron estos y otros puntos, por espacio de cerca de dos años, de largos debates entre los negociadores, de acuerdos entre ellos, de consultas a sus respectivas cortes, de respuestas del pontífice y del rey de España, de extensos escritos y contestaciones de una parte y otra; siendo de notar que aunque los acuerdos de los dos ministros eran en su mayor parte favorables a los derechos del monarca español, todavía Felipe no se daba por satisfecho, y ponía siempre reparos, y pretendía sacar más ventajas. Mas todo quedó igualmente indeciso, a causa de otras más graves complicaciones y de otros más célebres acontecimientos que esta misma famosa cuestión había entretanto producido dentro de la misma España.
Noticioso el rey de que el papa, o por sí, o por instigación de los alemanes, amenazaba de valerse contra España de los medios fuertes que en otro tiempo habían empleado contra Alemania Gregorio VII y contra Francia Bonifacio VIII e Inocencio XI, quiso prevenirse a la defensa de las regalías de su corona, ordenando al Consejo de Castilla (12 de diciembre, 1713) que respondiera a los puntos que ya en 8 de julio de 1712 le había remitido en consulta sobre remedio a los abusos de la nunciatura, de la dataría, y otros por parte de la corte romana. El Consejo lo pasó con todos los antecedentes al fiscal general, que lo era a la sazón don Melchor de Macanáz. Este célebre magistrado presentó a los cuatro días al Consejo (19 de diciembre, 1713) la famosa respuesta o pedimento fiscal de los cincuenta y cinco párrafos, así llamado porque en ellos respondió a todos los puntos que se sometieron a su examen sobre abusos de la dataría, provisiones de beneficios, pensiones, coadjutorías, dispensas matrimoniales, espolios y vacantes, nunciatura, derechos de los tribunales eclesiásticos, juicios posesorios y otros asuntos que abrazaba la consulta{15}.
Lograron los consejeros adictos a la corte romana que se difiriese la resolución sobre tan importante escrito, alegando que necesitaban copias para que pudiera cada uno meditar su dictamen y su voto. Hízose así, y cuando se creía que le estaban examinando, avisó desde Roma don José Molines (22 de febrero, 1714) que por allí corría ya este papel, cuyo contenido alarmó tanto a la corte romana, que desde luego se celebraron varias congregaciones para ver la manera más disimulada de recogerle: y por último se adoptó el camino de enviar un breve al cardenal Giúdice, para que como inquisidor general le condenara y prohibiera, juntamente con otras obras, para que no pareciera que era este solo el propósito del breve{16}. Pero el mismo inquisidor, a pesar del apoyo y protección que le aseguraban las cortes de Roma y Viena, no se atrevió a prohibirle en España, y no lo hizo sino al cabo de algún tiempo en París (30 de julio, 1714), donde fue con una comisión del rey don Felipe, de que en otro lugar hicimos mérito. Enviado el edicto a Madrid, y firmado por cuatro inquisidores, se mandó publicar en las iglesias al tiempo de la misa mayor (15 de agosto, 1714), esparciendo la voz de que el papel del fiscal Macanáz contenía treinta y dos proposiciones condenadas, además de otras diez ofensivas de la piedad de los españoles.
Sorprendió a todos esta novedad, incluso el rey, que se hallaba en el Pardo; mas para obrar con la debida prudencia consultó lo que debería hacer con cuatro doctores teólogos, tres de ellos consultores del Santo Oficio{17}, los cuales unánimemente le respondieron que estaba S. M. obligado en conciencia y justicia a mandar suspender la publicación del edicto donde no se hubiese hecho, y que los inquisidores diesen cuenta de los motivos que habían tenido para proceder así, sin la venia ni aun conocimiento de S. M., y que debía obligar al cardenal a revocarle, y a dar las satisfacciones correspondientes; aunque la más segura, decían, sería la de privarle del empleo y extrañarle del reino. Habiéndose conformado S. M. en todo con este dictamen, mandó suspender la publicación del edicto, y despachó un correo a París ordenando a Giúdice que se presentase inmediatamente en Madrid, y avisando de todo a Luis XIV; y además expidió un decreto en términos sumamente enérgicos y fuertes (24 de agosto), para que el Consejo de Castilla, en el acto, y sin escusa, y sin levantar mano, le dijese su sentir sobre la materia{18}.
Al segundo día de esto puso ya el secretario Vivanco en manos del ministro Vadillo, y éste en las del rey todos los votos del Consejo. Los más convenían en que el papel condenado por el edicto no podía ser sacado del presentado en el Consejo, porque no concordaban en las fechas, pero que de todos modos el cardenal había cometido un atentado no visto ni oído, en haber condenado los libros y papeles que tocan a las regalías de la corona, y más sin haberlo consultado con S. M. ni esperado su resolución. Siete de ellos añadían que debería privarse al cardenal del empleo de inquisidor general y extrañarle de los reinos; y solo hubo cuatro votos favorables al inquisidor. Mas como el rey notara que si bien el voto general del Consejo condenaba el atentado y defendía su real prerrogativa, guardaba silencio sobre el verdadero escrito del fiscal, mandó por otro decreto que luego y sin dilación dieran todos su dictamen sobre cada uno de sus puntos. Nadie pudo excusarse de ello: pero como los puntos eran tantos, y tantos también y tan largos los dictámenes sobre cada materia de las que abrazaba el pedimento fiscal, formaban un proceso voluminoso, que era menester ordenar y extractar, cuya comisión y encargo se dio al sustituto fiscal don Gerónimo Muñoz.
En tanto que esto sucedía, el cardenal Giúdice, cumpliendo con el mandato del rey, salía de París, sin despedirse de Luis XIV que no quiso verle, porque era tal su enojo que temía que su presencia le irritara en términos de faltar a las consideraciones debidas a un ministro del rey su nieto. Cuando llegó a Bayona, se encontró con orden expresa de Felipe prohibiéndole la entrada en España, si no revocaba antes el edicto. El cardenal escribió sumisamente al rey suplicándole le concediera la gracia de venir a ponerse a sus pies y darle satisfacción, y para mejor alcanzarla le enviaba la dimisión de su empleo de inquisidor general. El rey sin embargo le mandó que se fuera a su arzobispado de Monreal en Sicilia (7 de diciembre, 1714), y nombró inquisidor general a don Felipe Gil de Taboada.
Pero comenzaba ya a sentirse en la corte de España y en el ánimo del rey la nueva influencia de Julio Alberoni y de la reina Isabel Farnesio, y a uno y a otra apeló Giúdice, y fueron causa de dar muy diferente giro a este negocio. Alberoni, a quien interesaba ponerse bien con Roma para sus ulteriores proyectos, logró por intervención de la nueva reina, aunque con bastante repugnancia del rey, sacar el real permiso para que Giúdice volviera a Madrid, lo cual se le comunicó por posta que expresamente le fue despachado (febrero, 1715). Conociendo Macanáz la mudanza de los aires de palacio, y que todo esto iba contra él, pidió al rey licencia para retirarse a Francia so pretexto de necesitar de las aguas de Bagneres para su salud, y la obtuvo. Marchó Macanáz, y vino Giúdice a Madrid, habiéndose encontrado en el camino, pero sin hablarse ni saludarse. Una vez restituido el cardenal Giúdice a Madrid, y ausente Macanáz, contra el cual y contra el padre Robinet, confesor del rey, su amigo, difundían sus enemigos la voz de que intentaban introducir la herejía en España, consiguió Alberoni la reposición de Giúdice en el cargo de inquisidor general (18 de marzo, 1715).
Dueño Alberoni del favor de los reyes (porque con tener el de la reina, tenía también el del rey, que esta era una de las debilidades de Felipe), fijo su pensamiento en halagar a la corte romana con el propósito de impetrar el capelo, empleó todo el influjo que había ido ganando en el gobierno y en la regia cámara para persuadir al rey de la conveniencia de arreglar las antiguas discordias con la Santa Sede, y a este fin se valió de todo género de astucias y artificios. Hizo venir de París a monseñor Aldrobandi y a don José Rodrigo Villalpando (agosto, 1715) para concluir aquí las diferencias que estaban encargados de componer. Quien más contrariaba a Alberoni y a Giúdice en sus planes y en sus intrigas era don Melchor de Macanáz, que desde la ciudad de Pau en Francia, caído y emigrado, pero conservando el aprecio del rey, con las cartas que escribía a Aldrovandi y al marqués de Grimaldo, cartas que veía el mismo Felipe, y en que él mismo enmendaba alguna cláusula, daba no poco que hacer a los dos personajes italianos. Fuerza les era a éstos ver de acabar con tan terrible enemigo, y para ello el cardenal inquisidor apeló al arbitrio de llamar por edicto público a Macanáz (29 de junio, 1716), para que dentro de noventa días se presentara en el Consejo de Inquisición a estar a derecho en la causa de herejía, apostasía y fuga de que se le acusó, y diose auto de confiscación de sus bienes, y se pretendió cortarle toda correspondencia y comunicación con la corte. Macanáz escribió, con permiso del rey, pidiendo que se le tuviera por excusado y oyera por procurador; apeló de su causa al rey, y puso en manos del papa su profesión de fe, de que Su Santidad quedó satisfecho: pero Alberoni hizo de modo que la causa no saliera del tribunal{19}.
Conociendo no obstante Alberoni el poco afecto del rey a Giúdice, y conviniéndole quedar dueño absoluto en el campo de las influencias palaciegas, comenzó por retraerse de su amistad y trato, y prosiguió por indisponerle con los reyes, culpándole de todo y representándole como un maquiavelista, y lo consiguió de modo que siendo a la sazón el cardenal ayo del príncipe se le relevó de tan honroso cargo (15 de julio, 1716), por sospechas de que le imbuía máximas y doctrinas perniciosas, y poco después (25 de julio) se le previno que no entrara en palacio, y de tal modo cayó de la real gracia, que se vio obligado a salir del reino, y se volvió a Roma, donde puso el sello a las fundadas sospechas que de su infidelidad se tenían, declarándose abiertamente del partido austriaco; con lo cual hizo buenos los informes de Alberoni, y debió justificar la razón de los procedimientos de Macanáz{20}.
Solo ya Alberoni en la privanza de los reyes, fue cuando emprendió con su fina sagacidad aquella serie de sutiles maniobras que habían de conducir al logro de su principal propósito, y de que hicimos indicación en el capítulo X. A los reyes les ponderaba la conveniencia de ganar y tener propicia la corte de Roma para recobrar los Estados de Italia, a lo cual, decía, habría de cooperar gustoso el Santo Padre, teniéndole contento, a trueque de verse libre de la opresión de los austriacos. Confiaba en atraer al pontífice ofreciéndole que se arreglarían a su gusto las diferencias con la corte de España, sin que el rey Católico pidiera satisfacción por lo pasado, y sin hacer cuenta de las representaciones de las iglesias y de las cortes españolas{21}.
A monseñor Aldrobandi, que se hallaba en Madrid sin poder desplegar el carácter de nuncio, le prometió que, concluido este negocio, se le reconocería como tal, y aun se le investiría de más amplias facultades que los nuncios anteriores. Dos condiciones ponía Alberoni como necesarias para el buen éxito de esta negociación; la una era el secreto, y que no hubiera de escribirse nada, sino tratarlo todo a viva voz con el pontífice, para lo cual convendría que Aldrobandi fuese a Roma; la otra, que este negociador hubiera de traer el capelo para Alberoni; y en ambas convinieron sin dificultad ambos monarcas, y el mismo Aldrobandi.
Con estas instrucciones partió Aldrobandi de Madrid, y llegó a Roma con no poca sorpresa y extrañeza de aquella corte; pero aunque enojó al pontífice la manera inusitada de aquella negociación, hubo de disimular en obsequio a las ventajas que presumió habría de sacar de ella. Tuvo, pues, Aldrobandi varias conferencias con Su Santidad; mas si bien el pontífice mostró disposición a aceptar las proposiciones de España, y agració al enviado con la mitra arzobispal de Neocesarea, fue despachado éste para Madrid (26 de enero, 1717), sin traer todavía el capelo para Alberoni. Esta noticia hirió al privado del rey tan vivamente, que en el momento despachó dos correos, uno a Aldrobandi, previniéndole que no entrara en los dominios españoles, en tanto que no trajera la púrpura, en cuya virtud tuvo aquél que detenerse en Perpiñán; otro al cardenal Aquaviva, ministro de España en Roma, encargándole dijese a Su Santidad que Aldrobandi no entraría en España, por no traer las cosas despachadas en los términos que llevaba entendidos cuando salió de Madrid. Los oficios e instancias de Aquaviva con el pontífice produjeron la respuesta de que todo se haría como Aldrobandi lo había propuesto, y que a la vuelta del correo portador del convenio o concordato de la Santa Sede con España quedaría Alberoni complacido. A pesar de esta respuesta, todavía no se permitió a Aldrobandi la entrada en Madrid, hasta obtener la confirmación de lo que Su Santidad ofrecía.
Continuó Alberoni desplegando los recursos de su sagaz política, hasta que al fin se hizo la convención o ajuste entre las cortes de España y Roma, reducido a tres artículos, que comprendían en sustancia los puntos siguientes: 1.º Que se despacharían al rey don Felipe en la forma de costumbre los breves de Cruzada, Subsidio, Excusado y Millones, con las demás gracias: 2.º que se le otorgaría el diezmo de todas las rentas eclesiásticas de España e Indias: 3.º que se restablecerían los tribunales de la dataría y nunciatura, y volvería a abrirse el comercio entre España y Roma, corriendo todo como antes{22}.
A consecuencia de este tratado, y cumpliendo Clemente XI lo prometido, en consistorio de 12 de junio (1717) proclamó cardenal de la iglesia romana a Julio Alberoni. En posta marchó Aldrobandi a buscar el tan apetecido y codiciado capelo, y como esto le habilitaba para entrar en la corte, entregole en el Real sitio del Pardo (8 de agosto, 1717), donde a la sazón los reyes se hallaban. Al día siguiente se abrió la nunciatura, que había estado cerrada más de ocho años hacía{23}.
El trabajo que costó a Alberoni purpurar, lo expresó él mismo algún tiempo más adelante con estas notables palabras: «¡Quánta fatica, quánto pensieri, e quánto azardo non mi costó!{24}»
Abierta la nunciatura, y restablecido el comercio entre las dos cortes, parecía haber cesado las antiguas disidencias entre España y Roma. Mas no tardó en desatar otra vez el interés las relaciones que el interés había flojamente anudado. Cuando el papa vio que los socorros de España, tan repetidamente ofrecidos por Alberoni para emplearlos contra la armada turca, en cuya inteligencia le elevó a la dignidad cardenalicia, se habían empleado en la conquista de Cerdeña, considerose burlado por el nuevo cardenal, quejose amargamente al rey de España, en los términos que en otro lugar hemos visto, e instigado además por los alemanes, y meditando cómo vengar tal engaño y ofensa, deparósele medio de hacerlo con no expedir a Alberoni las bulas para el arzobispado de Sevilla que el rey don Felipe le confirió, no obstante haberle expedido antes las del obispado de Málaga, para el que primeramente había sido presentado.
Ofendió esta conducta del pontífice al monarca español, que considerando lastimados los derechos y regalías de la corona, ordenó al ministro de España cerca de la Santa Sede hiciese la correspondiente protesta, y diese a entender a Su Santidad que de no expedir las bulas consideraría rotas de nuevo las relaciones entre ambas cortes, y procedería a cerrar otra vez la nunciatura (febrero, 1718). Y en efecto, así sucedió. Las bulas no se expidieron, la nunciatura se cerró, prohibiose otra vez el comercio entre ambos Estados, el cardenal Aquaviva por orden del rey mandó salir de Roma todos los españoles, cuya cifra elevan algunos a cuatro mil, y el nuncio Aldrobandi salió también de España{25}.
A su vez el pontífice, siempre hostigado de los austriacos, retiró al rey Católico las gracias anteriormente concedidas en los dominios de España e Indias, entre ellas las del excusado y subsidio, y supúsose haber retirado también las del indulto y cruzada.
Aunque la revocación de la Bula de la Santa Cruzada no se hizo con las competentes formalidades, ni se supo que se hubiera comunicado de otro modo que por una simple carta del secretario de Estado de Roma al arzobispo de Toledo (27 de diciembre, 1718), fue sin embargo lo bastante para turbar e inquietar las conciencias de muchas personas timoratas. Pero el mismo arzobispo de Toledo don Francisco Valero y Losa procuró tranquilizarlas y disipar sus escrúpulos, mandando publicar en todas las iglesias de Madrid y de su arzobispado un edicto (26 de febrero, 1719), en que usando de sus facultades apostólicas daba licencia para comer lacticinios, y declaraba que sus feligreses podrían ser absueltos de todos los casos reservados, de que él podía absolver. El ejemplo del primado fue seguido por otros obispos, entre ellos el de Orihuela, religioso franciscano, y varón de muchas letras, que sostuvo serias y vigorosas polémicas con el de Murcia y Cartagena su vecino, aquel don Luis Belluga que desde el principio de las cuestiones con Roma se había mostrado tan adverso al rey, y que continuando en aquel mismo espíritu instaba ahora al de Orihuela a que no dejara correr en su obispado la bula de la Cruzada, diciendo que el papa la había suspendido. Las contestaciones entre estos dos prelados se hicieron ruidosas y célebres, el uno defendiendo con ardor las regalías de la corona y los derechos episcopales{26}, el otro abogando furiosamente por las reservas pontificias{27}.
Por estas alternativas y vicisitudes iba pasando la famosa discordia entre las cortes de Roma y España, que tuvo principio en 1709, y por consecuencia contaba ya once años de duración. Pero las cosas se fueron serenando, templándose los resentimientos, y disipándose las nubes de las disidencias entre ambas cortes, dañosas a la una y nada provechosas a la otra. Luego que cayó Alberoni, y cuando ya estaba fuera de España, el papa despachó un breve (20 de setiembre, 1720), devolviendo todas las gracias antes concedidas al rey Felipe V y a sus vasallos. Admitiose entonces como nuncio a monseñor Aldrobandino, obispo de Rodas, el cual, habiendo pasado al Escorial y tenido una audiencia con los reyes, volvió a abrir en Madrid el tribunal de la nunciatura (noviembre, 1720), con que se puso por entonces término a las discordias, turbaciones y disgustos de tantos años{28}.
{1} Recuérdese lo que sobre esto dijimos ya, aunque sucintamente, en el capítulo 7.º de este libro.
{2} La protesta que presentó el embajador español duque de Uceda por medio del auditor don José Molines concluía:
«Declarando en nombre del rey su señor, que para la defensa de su corona y monarquía, y manifestar la nulidad, injusticia, perjuicios y agravios de los dichos actos, se valdrá de todos los medios lícitos, aunque no por esto deja de protestar delante de Dios y de todo el mundo, que siempre continuará con sus reinos y vasallos en la obediencia de vuestra santidad y sus legítimos sucesores en la silla de San Pedro, y en la de la Santa Sede Apostólica, e Iglesia Católica Romana en todo lo que sea dentro de los límites de la santa fe y religión cristiana… Y así nuevamente protesta y declara en el mejor modo que puede y debe, y por el derecho divino, natural, y el de las gentes es permitido a un rey legítimo ofendido injustamente; y en nombre del rey su señor, da comisión y pleno poder a don José Molines para que haga la presentación y notificación de estos actos protestatorios, estipulando auténtico instrumento por público notario, y pide testimonio de ello, a fin de que en todos tiempos conste haber protestado la nulidad e injusticia de todos los referidos actos en la forma expresada, y queden también preservados los incontrastables derechos y la notoria justicia que asiste al rey su señor.– El duque de Uceda, conde de Montalbán.»
{3} Compusieron la junta, don Francisco Ronquillo, presidente de Castilla, el conde de Frigiliana, el duque de Medinaceli, el de Veraguas y el marqués de Bedmar, consejeros de Estado; don García Pérez Araciel, don Pascual de Villacampa y don Francisco Portell, del de Castilla; don Alonso Pérez Araciel, del de Indias; el Padre Robinet, jesuita, su confesor; Fr. Francisco Blanco y Fray Alonso Pimentel, dominicos; Fray Vicente Ramírez, de la Compañía de Jesús; y secretario de ella lo fue don Lorenzo Vivanco.
{4} Consulta de la Junta en 25 de febrero de 1709. Está rubricada por los trece individuos que la componían.
{5} El papel que se entregó al nuncio al tiempo de notificarle estaba escrito en un lenguaje extremadamente fuerte, y a las veces duro. «El ajuste a que se ha rendido Su Santidad con los tudescos (decía), trasladado de la misma boca de Su Santidad a los oídos de los embajadores y ministros de las dos coronas, siendo tan indecente a Su Santidad y a la Santa Sede, al rey como rendido y reverente hijo de la Iglesia y tan celoso de su gloria le ha sido y es de sumo dolor.– Por los artículos convenidos en él a favor del archiduque es injurioso, ofensivo, e intolerable a la persona y dignidad del rey, y a toda su monarquía.– La nulidad e injusticia que incluyen es tan notoria, que le sobra para calificarla por tal el conocimiento mismo de Su Santidad, las expresiones que repetidamente ha hecho de considerarla (sin otro nombre), hacia la conciencia y hacia la razón.– Estos actos, ejecutados con libertad y premeditación, de un príncipe a otro, son ofensa tan grande, que el disimularlo fuera lo mismo que renunciar a la obligación que les impuso Dios con la corona de atender al decoro y preeminencias de ella, propulsando la injuria, y solicitando la satisfacción que sin hacerse reo con él, e indigno para con el mundo, no pudiera omitirse.– Si se consideran actos involuntarios… &c. &c.»– MS. de la Real Academia de la Historia, Papeles de Jesuitas.– Macanáz, Relación Histórica de los sucesos acaecidos entre las cortes de Roma y España: cap. 5. MS.
{6} «Manda el rey nuestro Señor, decía el edicto, que desde luego se prohíba a todos los vasallos y residentes en sus reinos y señoríos el comercio con la corte romana en todo lo temporal, ya sea entre parientes y mercantes, o cualesquiera otras personas que comprehendan comunicaciones familiares; con declaración que no queda prohibido el comercio y comunicación con la referida corte en todo lo perteneciente a la jurisdicción espiritual y eclesiástica. Y que con ningún pretexto, aunque sea sobre dependencias eclesiásticas, persona alguna, de cualquier calidad o condición que sea, remita dinero a Roma en especie o en letras, aunque sea por mano de españoles, so las penas en que incurren los extranjeros extractores de oro y plata en estos reinos, &c.»
{7} Macanáz inserta una copia literal de esta Relación, al final del tomo X de sus Memorias manuscritas, y otra en el cap. 7 de su Relación Histórica de los Sucesos, &c.
{8} En este caso se hallaba el arzobispo de Sevilla. El de Granada era tan conocido por desafecto al rey, que como propusiera siempre a los sujetos de su misma opinión para las prebendas y beneficios de su diócesis, nunca habían sido aprobadas sus propuestas. El de Murcia se hallaba resentido del rey porque no le había hecho inquisidor general, y publicó y circuló un papel sedicioso, por el cual mereció ser severamente reprendido por el presidente del Consejo de Castilla.
{9} Despacho del rey para don José Molines. Está refrendado por el marqués de Mejorada y de la Breña.– Relación de lo ocurrido en las desavenencias con la corte de Roma.– Macanáz inserta también copia de esta carta en el capítulo 162 de sus Memorias manuscritas.
{10} Relación histórica de las desavenencias con la corte de Roma, P. I, c. 18; donde se hallan copiados de sus originales los papeles y documentos que mediaron en este negocio.
{11} «Continuando la corte romana (decía) sus violencias e injustos procedimientos, ofensivos a mi persona y real autoridad, los ha acreditado últimamente con la más imprudente y ciega pasión que jamás se debió esperar, en el acto practicado con el auditor don José Molines, suspendiéndole de decir misa… &c.» Y convocaba Consejo pleno para que le consultara luego lo que le pareciese sobre tan grave materia.
{12} Macanáz da noticia del contenido de cada artículo, en el capítulo 187 de sus Memorias, y en la obra destinada a la relación de estos sucesos.
{13} En una y en otra, así en la ostensible como en la reservada, se usaba del lenguaje vigoroso, resuelto y firme que hemos notado en toda esta correspondencia. «El rey, decía en la reservada, está bien asegurado en su conciencia, que no ha dado paso, y espera en la divina gracia que no le dará, que sobre estos asuntos le constituya criminal, ni en la precisión lastimosa de temer los rayos eclesiásticos fulminados en justicia, y arrojados sin ella sabe bien que como armas de fuego se arriesga a padecer sus estragos quien los maneja sin la prudencia debida.»
{14} Puede verse esta materia más extensamente tratada en la obra que sobre estas ruidosas cuestiones escribió Macanáz, y en la Historia Civil, de Belando, p. IV, c. 1.º
{15} Empezaba este célebre documento: «El fiscal general dice, que por decreto de V. A. de 12 del corriente, fue servido acordar viese los puntos que S. M. remitió al Consejo en 8 de julio del año pasado, tocante a los excesos de la dataría, y demás daños que esta monarquía experimenta por los abusos introducidos en ella por los ministros de la corte romana, a fin de que en vista de ellos V. A. informe a S. M. los remedios que se podrán aplicar, respecto de que cuantos hasta aquí se han intentado han sido inútiles.»
Después en 2 de enero de 1714 presentó una adición de treinta y cinco proposiciones relativa a diferentes informes reservados que se habían pedido.
De uno y otro circularon copias en Francia y en España.– Biblioteca de la Real Academia de la Historia, C. 97 y C. 139.– Imprimiéronse ambos documentos en Madrid en 1841.
{16} Con las obras de Guillermo y Juan Barclayo, y el libro de Mr. Talon.
{17} Fueron el P. Robinet, su confesor, y el Dr. Ramírez, jesuitas, y los maestros Atienza y Pimentel, dominicos.
{18} «Al Supremo Consejo de Castilla.– Real Decreto.– En el día 15 del corriente se publicó en algunas de las principales parroquias de esta villa un edicto, firmado del cardenal Giúdice, su fecha en Marli en 30 de julio próximo pasado, con el cual manda recoger un libro de Mr. Talon, y otros que defienden las regalías de la corona de Francia, y un manuscrito del fiscal general con cincuenta y cinco párrafos, en el cual respondiendo a todos los puntos que yo mandé examinar a ese Consejo juntó los hechos de las cortes, las leyes fundamentales del reino, los hechos de los señores reyes mis antecesores, y todo lo que mira a poner remedio a los abusos que contra las leyes dichas, actas de las cortes y bien universal de mis reinos y vasallos han introducido la Dataría y los tribunales de la corte romana, con otros abusos y desórdenes que se experimentan, especialmente desde el principio de la guerra, y piden particular atención; y me ha causado notable extrañeza que se haya vulgarizado un papel que con tanto cuidado se entregó solo a los ministros de ese Consejo, y que siendo sobre las materias dichas, sin pedir en él el fiscal general más que el Consejo las examine y me informe, no habiéndolo hasta ahora hecho, se ve ya mandado recoger por el citado edicto, y sin que el Consejo de Inquisición lo haya examinado, si bien ha pasado a firmarle sin darme noticia de ello, como ni tampoco el cardenal me la ha dado, siendo así que ni unos ni otros ignoran mi derecho; y que aun los breves del papa, en que con iguales clausulas a las del edicto mandó recoger las obras de don Francisco Salgado, don Juan de Solórzano y otros autores que han escrito de mis regalías, ni se publica, ni usa de ellos, ni de otros algunos que directa o indirectamente ofenden mis regalías, y el bien público de mis vasallos, porque todo esto es reservado a mi potestad real. Y porque si a esto se diese lugar, no habría ministro que defendiese la causa pública de mis reinos y vasallos, ni el interés de mi autoridad y regalías, ni tribunal alguno que de ellas tratase, y sobre hallarse tan despreciadas como se ven, vendrían a perderse del todo, y a quedar estos reinos feudatarios, y a la discreción de la Dataría y de los demás tribunales de Roma y sus dependientes, contra lo prevenido y dispuesto en las leyes fundamentales de estos mis reinos. Y siendo propio de la obligación del Consejo reparar este daño, contener a los que por medios tan violentos atropellan el todo, y remediar un escándalo tan grande y no visto como el que ha ocasionado esta novedad, echo menos que ni hasta ahora haya dado providencia, ni aun puesto en mi noticia cosa alguna de ello. Y porque no conviene dejar consentido un ejemplar de tan malas consecuencias, ordeno al Consejo pleno, que luego y sin la menor dilación se junte, y sin salir de la sala vea, examine y resuelva lo que en este caso se debe ejecutar, y que visto y examinado, cada uno dé su voto sin salir de la tabla del Consejo; y cerrados todos y cada uno separadamente, los pase luego a mis manos con el del abogado general y sustitutos fiscales. Y en caso que algún ministro deje de asistir por enfermedad conocida, no estando incapaz de poder votar, se le ha de pasar noticia del decreto, y que dé su voto, de modo que ninguno se excuse, pues la materia pide toda la atención, y por tal no ha de salir ni levantarse el Consejo sin dejarla vista, votada y cerrados los votos; y que desde la misma tabla al punto venga a este sitio el secretario en jefe con todos ellos, sin que por ser día festivo deje de hacerse, como lo ordeno. Tendrase entendido así para su cumplimiento. En el Pardo a 24 de agosto de 1714.»
Además había una nota que decía: «Y manda S. M. que esto se ejecute domingo 26 del mismo mes, citando para la hora regular del Consejo, que es la de las siete de la mañana.»
{19} Este fue el principio de las persecuciones y padecimientos del célebre y sabio jurisconsulto Macanáz, el más infatigable defensor de las regalías de la corona, y el que abrió la senda a las doctrinas y a los hombres llamados después regalistas, que tanta celebridad alcanzaron en España, en la segunda mitad del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Fecunda en vicisitudes y en acontecimientos importantes la larga vida de este ilustre personaje, que tanta parte tuvo en la política de los tres primeros reinados de la casa de Borbón, su biografía suministraría argumento y materia para volúmenes enteros; pero no nos corresponde a nosotros hacerla, ni es propio de una historia. Algunos han escrito su vida, aunque sucintamente: es personaje que merecía ser más conocido: sus hechos están derramados por las muchas obras que su fecunda pluma nos dejó escritas, y de las cuales la mayor parte permanecen inéditas, y sus persecuciones constan principalmente en la titulada: «Agravios que me hicieron, y procedimientos de que usaron mis enemigos para perseguirme y arruinarme:» dos volúmenes manuscritos.
{20} Entonces fue cuando se nombró inquisidor general en lugar del cardenal Giúdice al auditor don José Molines, y sucedió todo lo demás que dejamos referido en el capítulo 10.
{21} Las cortes del año 13 habían dado al rey el célebre Memorial de don Juan Chumacero en tiempo de Felipe IV, y pedídole que se hiciera el ajuste con Roma en los términos que en aquel famoso documento se proponía.
{22} «Este fue el ajuste, dice el historiador Belando, éste el convenio que costó tanta fatiga; éste el tratado que se concluyó con tantas ventajas a la corte de Roma… éste fue el compendio de las tramoyas de Alberoni; éste el sacrificio de los derechos y de las regalías de la corona; y éste el abreviado centro en donde se unieron las líneas de sus máximas que le negociaron el capelo.»– Historia civil, parte IV, cap. 15.
{23} Como supiese Alberoni que en el Consistorio el cardenal Giúdice se había opuesto a su proclamación, y producídose desatentadamente y de un modo injurioso contra él, logró que el rey mandase abatir las armas españolas de la casa de Giúdice, con cuyo motivo pasaron algunos sinsabores entre los dos cardenales. Giúdice se vengó poniendo en su casa las armas de Austria, y pasándose al partido imperial.
{24} Vida de Alberoni, en italiano.
{25} Belando, Historia Civil, parte IV, cap. 20 y 21.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Macanáz, Relación histórica de los sucesos acaecidos entre las cortes de España y Roma, MS.– Vida de Alberoni.
{26} Decíale entre otras cosas el de Orihuela, que cuidara del rebaño propio, y no se introdujera a darle reglas para gobernar el suyo, pues las gracias cada obispo las aprueba tácita o expresamente en su obispado: que sabía lo que a favor del rey dicen las bulas de Alejandro II, Gregorio VII y Urbano II: que la autoridad del papa no era ni podía ser para perturbar las conciencias de los fieles, y que no sucedería mientras los obispos hiciesen su deber; que su ilustrísima no debía inquietarlos con ideas quiméricas, por intereses personales y humanas pasiones, tan opuestas a Evangelio; y otras expresiones no menos fuertes y duras que estas.– El P. Belando en la parte IV de su Historia Civil, cap. 21, da noticias más circunstanciadas de los escritos que mediaron entre uno y otro prelado.
{27} Este fue de nuevo reconvenido por el rey, pero al fin alcanzó de Roma el capelo que hacía tiempo andaba solicitando.
{28} Al decir del autor de la obra titulada: Agravios que me hicieron, &c., luego que cayó Alberoni se descubrió la infidelidad con que había procedido en los asuntos de Roma, engañando simultáneamente al pontífice y al rey, dictando medidas a nombre del monarca español y comunicándolas a Roma, sin orden ni conocimiento de aquél, y obligando al papa a tomar providencias que le repugnaban, e indisponiéndolos e irritándolos entre sí de esta manera, mientras en todas estas negociaciones, acuerdos y rompimientos hacía creer al papa que no se proponía otra cosa que el interés de la Santa Sede, y al rey de España que no miraba más que a los derechos de su corona y a la conveniencia de sus reinos: cuyo proceder desleal y falso dice resultar más o menos probado por los papeles que le fueron ocupados al extrañarle de España, y por cartas que obraban en poder del cardenal Aquaviva y de algunos ministros de la corte romana. Para sincerarse de estos cargos escribió después Alberoni desde Sestri aquellas cartas a los cardenales Paulucci y Astali y al mismo pontífice, de que en otro lugar hicimos mérito, y que se dieron a la estampa. Menester es convenir en que si eran fundados los cargos, la defensa fue ingeniosa y hábil.