Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo XIV
Breve reinado de Luis I
1724

Cualidades del joven rey.– Su consejo de gabinete.– Sigue gobernando el rey don Felipe desde su retiro.– Misión importante del mariscal Tessé.– Respuesta que le dieron ambas Cortes.– Tratos sobre anular el matrimonio de Luis XV con la infanta de España.– Cartas de Luis I a favor de su hermano el infante don Carlos.– Trátase de enviarle a Italia.– Cómo lo toman las potencias mediadoras.– Conferencias en el congreso de Cambray.– Diversas pretensiones: dificultades: irresolución.– Partidos en España en favor de uno y otro rey.– Ligerezas y extravíos de la joven reina.– La manda recluir el rey su esposo.– Su arrepentimiento y libertad.– Travesuras pueriles del mismo monarca.– Muerte prematura del rey Luis.– Duda Felipe si volverá a ocupar el trono.– Consultas al Consejo de Castilla y a una junta de teólogos.– Diferentes dictámenes.– Resuelve Felipe V ceñir segunda vez la corona que había renunciado.
 

Joven de diez y siete años el rey Luis cuando por la abdicación de su padre fue ensalzado al trono de Castilla; nacido ya en suelo español, y afecto a las costumbres, usos y traje de España, que él mismo vestía; dotado de cierta gracia y donaire en sus modales y en su porte; afectuoso y franco en su trato, sin faltar a la gravedad que tan bien sienta en un príncipe; no escaso de capacidad para el estudio de las ciencias, y muy aficionado a las bellas artes, había sido proclamado con gusto por los españoles, y aun saludado con el epíteto de bien amado. Habíale formado su padre un consejo de gabinete, compuesto del marqués de Miraval, del de Lede, del de Aytona, presidente del consejo de Guerra, del de Valero, que lo era de Indias, del de Santisteban, que lo era de las Órdenes y ministro plenipotenciario en Cambray, del inquisidor general Camargo, obispo de Pamplona, del arzobispo de Toledo don Diego de Astorga, y de don Manuel Francisco Guerra, presidente que fue de Castilla, y por secretario del despacho universal a don Juan Bautista Orendáin, en reemplazo del marqués de Grimaldo, a quien, como dijimos en otro lugar, conservó el rey don Felipe a su lado en San Ildefonso. Ausentes algunos de estos individuos, conocidos los demás por su carácter contemplativo, y hechuras todos de los reyes dimisionarios, desde luego se calculó y comprendió que aunque la corte estaba en Madrid, el gobierno permanecía en la Granja, y que el rey don Felipe se había despojado de la corona, pero no había soltado el cetro{1}.

En efecto, no se ocultaba a nadie que ni el rey ni los individuos del nuevo gabinete hacían otra cosa que obrar con arreglo a las órdenes e instrucciones que recibían de Valsaín, siendo el órgano por donde aquellas se trasmitían, y el lazo que unía a las dos cortes el marqués de Grimaldo, que continuaba ejerciendo sin título y sin firma el cargo de primer ministro, siendo Orendáin como un mero ejecutor oficial de aquellas instrucciones, y como hechura que había sido de Grimaldo, y que de paje suyo había ido subiendo a oficial de la secretaría, y de allí al alto puesto que ocupaba. El mismo Grimaldo no ocultaba ni disimulaba su poder, pues cuando el mariscal Tessé pasó, como ahora veremos, a San Ildefonso, le dijo con cierta jactancia: «El rey Felipe no ha muerto, ni yo tampoco.{2}»

Había en efecto venido por este tiempo, enviado por el primer ministro de Francia, duque de Borbón, en calidad de embajador extraordinario, el mariscal de Tessé; acompañole en su viaje el marqués de Monteleón, y llegó a San Ildefonso a muy poco de haber hecho su abdicación el rey don Felipe. Sobre la venida y misión de Tessé en circunstancias tales se hacían muchos cálculos y conjeturas. Pero los más avisados comprendieron que el principal, si no el único encargo que traía, era el de proponer al rey dimisionario que en caso de morir sin sucesión Luis XV de Francia, su sobrino, acontecimiento que se suponía próximo, atendida la débil complexión y los padecimientos físicos de aquel monarca, se declarara Felipe heredero del trono francés, no obstante las renuncias que la violencia de los enemigos le había arrancado. Era esta proposición muy propia de quien quería prevenir que la sucesión de la corona no pasase a la casa de Orleans, rival antigua de la de Borbón. Al decir de los que pasaban entonces por mas iniciados en estos misterios, el rey don Felipe contestó al de Tessé que agradecía mucho los buenos deseos e intenciones del duque de Borbón, encargándole le diese las gracias en su nombre, y le manifestase la satisfacción con que veía que el rey su sobrino hubiese puesto el gobierno en manos de quien con tanto amor procuraba conservarle el trono y la vida; pero por lo que hacía a la sucesión, contento como se hallaba con su retiro, que apreciaba más que todas las coronas del mundo, y habiéndole Dios concedido el poderse descargar del peso de la de España, no pensaba ya en otra que en la de la gloria eterna; concluyendo con decirle que sobre este asunto podría ver al rey su hijo, y tratar y entenderse con él.

Sorprendió no poco al mariscal embajador esta respuesta, y aunque el remitirle al rey Luis equivalía a conducirle a una segunda negativa, toda vez que el hijo ni había de dejar de consultarlo con el padre, ni había de separarse un átomo de sus inspiraciones y de su voluntad, no dejó el de Tessé de proponérselo. La respuesta del joven monarca, si bien envuelta en frases cariñosas y dada con afabilidad, fue la que era de esperarse, a saber: que el pensar en la sucesión española al trono de Francia sería dar nuevo motivo de inquietud a las potencias enemigas de las dos familias; y que por otra parte el rey su primo era aún más joven que él, que podría vivir más que él, y aun daría tal sucesión que asegurara en ella la corona. El joven soberano pareció haber hablado en profecía. Y con respecto a los infantes sus hermanos, que eran todavía muy niños, los mantendría y defendería hasta que Dios dispusiera lo que fuese más en su honor y gloria.

Oídas estas respuestas, apeló el de Tessé a otro recurso, y tocó otro resorte, que fue el de exponer al rey don Felipe, que en tal caso, y a fin de evitar el que recayese la sucesión de la corona de Francia en la casa de Orleans, se verían precisados a deshacer el matrimonio concertado del monarca francés con la infanta de España, pues teniendo ésta solamente a la sazón seis años, y no debiendo dilatarse tanto el matrimonio del rey Luis, sino acelerar todo lo posible el medio de que pudiera tener sucesión directa, era necesario casarle desde luego. Para lo cual proponía al rey don Felipe que casara la infanta con el príncipe primogénito de Portugal, cuya edad era más acomodada a la suya; y quedando así libre el monarca francés, se uniría a la infanta María Magdalena, hermana del príncipe portugués, que se hallaban en edad casi igual. No fue más favorable la respuesta de Felipe a esta proposición que a la primera. «El duque (vino a decirle) hará siempre lo mejor, y lo que más convenga al rey mi sobrino, y cuidará de mi hija, y así no tengo en esto más que hacer.» Tampoco con Luis I adelantaba mucho el negociador francés, lo primero, por su subordinación a la voluntad de su padre, lo segundo, porque el gobernador del Consejo marqués de Miraval era naturalmente desafecto a los franceses, y sobre todo porque se había ido acabando la sumisión de los españoles a las influencias de la Francia{3}.

Otro negocio del mayor interés ocupaba en este tiempo las dos cortes de Madrid y San Ildefonso. Las letras eventuales del emperador a favor de los hijos de Isabel Farnesio de España para la sucesión a los ducados de Parma, Toscana y Plasencia habían llegado. A pesar de no satisfacer los términos del diploma al rey Luis I su hermano, las instancias de los príncipes aliados y mediadores, la promesa de que cualquier escrúpulo que tuviese sería desvanecido en el congreso de Cambray, y la reflexión de los peligros a que podría exponerse la sucesión de los infantes en caso de faltar el gran duque de Toscana, movieron al joven duque a expedir sus cartas patentes a favor del infante don Carlos su hermano (18 de febrero, 1724), si bien cuidando de poner la cláusula de que entendía las condiciones expresadas en el diploma, «al tenor del tratado de la cuádruple alianza.{4}»

Tratose luego de enviar a Italia al infante don Carlos con el título de Gran Príncipe. Oponíanse a ello todos los ministros, y lo repugnaban las cortes de Londres y París, mucho más el emperador y el gran duque de Toscana, y más especialmente todavía éste, que sobre aborrecer al infante español había ordenado se diese el título de Gran Princesa a su hermana la viuda Palatina. Pero prevaleció el empeño de la reina madre Isabel Farnesio, instigada y alentada por el marqués de Monteleón, que quería ir a Italia con el carácter de ministro plenipotenciario o embajador extraordinario, encargado también de arreglar este negocio en las cortes de Francia e Inglaterra. Algo templaron los monarcas de estas naciones su primera negativa, accediendo a que se tratara en el congreso de Cambray de dar la última mano al artículo del tratado de Londres sobre la sucesión a la Toscana. El emperador no pudo negar tampoco su consentimiento a esto, y más constituyéndose en mediadores los reyes Cristianísimo y Británico.

En su virtud se abrieron nuevas conferencias en Cambray sobre aquella tan antigua y tan debatida negociación, acordándose que cada plenipotenciario presentara por escrito las pretensiones de sus soberanos, como en los congresos anteriores se había hecho. Ejecutáronlo los primeros los plenipotenciarios españoles (2 de abril, 1724), formulándolas en quince artículos, y reservándose la facultad de añadir otros si lo creían conveniente. Presentaron después las suyas los alemanes (28 de abril), reducidas a catorce capítulos, reservándose también el mismo derecho. Siguieron los de Cerdeña, y los del duque de Parma (14 de mayo). Negaban los imperiales al de Parma el derecho de hacer proposiciones en el congreso; defendíanlas y las prohijaban los españoles; como legítimas las admitían los de las potencias mediadoras; consultaban al emperador sus representantes, y en estas cuestiones se malograba el tiempo sin resolver nada. Cuanto más que no era fácil concertar las encontradas pretensiones del emperador y del monarca español sobre Italia, objeto preferente de las aspiraciones de ambos soberanos; y aunque ninguno de los dos se oponía a que se cumpliera el tratado de Londres, que era en lo que insistían las potencias garantes, la dificultad estaba en la inteligencia que se debería dar a ciertos capítulos; y así eran muchos los puntos en que discordaban, y ninguno en realidad se resolvía, consumiéndose el tiempo en disputas estériles{5}.

Mientras esto pasaba en Cambray, formábanse dos partidos dentro del palacio y del gobierno mismo de España, siguiendo ciegamente algunos ministros y palaciegos las inspiraciones de Felipe y obedeciendo las órdenes que emanaban del palacio de San Ildefonso, y trabajando ya otros, que iban siendo los más, por emancipar al joven monarca de la tutela de su padre; ya porque naturalmente los hombres esperan más calor del sol que nace que del que se oculta, ya porque se ofendía su amor propio de ser meros instrumentos de unos reyes sin corona y de un ministro sin título, ya por captarse el favor del pueblo, a quien agradaba tanto tener un rey español, como había disgustado siempre el gobierno y la influencia de la princesa de Parma. Para debilitar el poder de Orendáin, y con él el de Grimaldo, convinieron en que los ministros se repartirían entre sí los negocios extranjeros, encargándose cada uno de un ramo, y dando después cuenta y parecer al Consejo, como se había practicado alguna vez en los últimos reinados de la casa de Austria. Pero la reina madre y Grimaldo paralizaron diestramente este golpe, consiguiendo que el rey Luis autorizara a Orendáin para recoger los informes de cada ministro, y presentarlos al rey en el despacho ordinario, y de esta manera volvía Orendáin a ser el conducto de comunicación entre las dos cortes y el órgano de la voluntad de los reyes de la Granja. Otro expediente a que después apelaron los que intentaban librarse de aquel influjo, volviose todavía más contra ellos. So color del desorden y apuro de la hacienda, que era verdad, y de la falta que habían hecho sentir en el tesoro las gruesas sumas que se apropió Felipe al tiempo de la abdicación para las obras del palacio y jardines de San Ildefonso, que era también verdad y ellos sabían exagerarla, lograron del rey que redujera las dotaciones de los infantes sus hermanos a una cantidad mezquina, y le propusieron que disminuyera también la de su padre. Lo primero, que estuvo ya decretado, lo anuló el rey tan pronto como Felipe le reconvino por ello, y lo segundo no solo se negó a sancionarlo, sino que dio cuenta a su padre como de una proposición que a los dos ofendía e injuriaba{6}. Sin embargo no hubiera podido ya sostenerse mucho tiempo aquel gobierno de dos reyes, y aquella situación de rey y no rey, como el mariscal Tessé la llamaba, y habría acabado por mandar uno de los dos solo, a haberse prolongado algo más la vida del joven Luis.

No faltaron a este príncipe disgustos graves de otro género en su breve reinado. Dióselos la reina Isabel su esposa, que educada en la licenciosa corte de París, al lado de un padre que en su tiempo había escandalizado a España con sus costumbres, y de unas hermanas que no eran modelo de recato, desde su llegada a Madrid comenzó a conducirse con cierta ligereza que desdecía de su posición, y con modales nada arreglados a las severas prescripciones de la etiqueta española, ni menos a las morigeradas costumbres, y a la gravedad y circunspección de que Felipe y sus dos mujeres habían dado ejemplo. Creyose que siendo tan niña, podría el rey, ayudado de los consejos de su padre, corregir fácilmente aquellas vivezas, cuya trascendencia y mal efecto acaso ella no conocía, y que tal vez no pasarían de inadvertencias pueriles. Tales como fuesen, fomentábanlas algunas camaristas, poco dóciles a las órdenes de la camarera mayor condesa de Altamira, señora de gran circunspección, que se vio precisada a informar secretamente de lo que pasaba a los dos soberanos. Probó el rey ver si con algunos desvíos y otras demostraciones de disgusto fijaba la atención de su distraída esposa y la traía a buen camino, mas como se convenciese de que ni esto ni los consejos y reconvenciones bastaban a moderar sus vivezas, se consideró en la necesidad de tomar otras medidas y determinó recluirla o arrestarla, a cuyo efecto pasó la carta siguiente a la camarera: «Viendo (decía) que la conducta poco comedida de la reina es muy perjudicial a su salud y daña a su augusto carácter, he tratado de vencerla con amistosas reconvenciones. Deseoso de verla corregida, he suplicado a mi virtuoso padre que la reprendiese con la mayor severidad, pero no advirtiendo cambio alguno en su conducta, he decidido, usando de mi poder, que no duerma esta noche en el palacio de Madrid. En su virtud os mando, del mismo modo que a las personas elegidas para este caso, que cuidéis de prepararlo todo, a fin de que se halle bien hospedada en el lugar designado, y que no corra ningún peligro su preciosa salud (4 de julio, 1724).»

En su consecuencia, al regresar aquella tarde del Prado, vio detenido su carruaje, e intimole el mayordomo mayor la orden que tenía de llevarla al alcázar. Como preguntase quién había dado semejante orden, «El Rey lo manda,» contestó el mayordomo.–  «Al Buen Retiro,» gritó enfurecida. Pero el encargado de la ejecución llevó a efecto la orden de su soberano, y la reina fue llevada a una cámara del alcázar, donde se la dejó con guardia, y acompañada de varias personas de su servidumbre. Allí la visitó el mariscal de Tessé, a quien confesó que eran ciertas muchas de las ligerezas que le atribuían, pero protestando que de nada podía acusársela con razón que tocara a su honra, y mostrándose arrepentida de su conducta pasada, y dispuesta a pedir perdón a su marido. Diose con esto por satisfecho el joven esposo, y después de despedir catorce camaristas y damas de las que habían fomentado o hecho capa a sus imprudencias, a los seis días de aquella especie de encarcelamiento, creyéndola bastante castigada la permitió volver al Buen Retiro. Él mismo salió a recibirla hasta el que llamaban Puente Verde, y abrazándola y haciéndola entrar en su propio carruaje, la llevó consigo, y la hizo algunos regalos en demostración de haber recobrado su afecto{7}.

A nadie se ocultó este disgustoso accidente, puesto que la medida de la reclusión la comunicó el mismo Luis a los Consejos, a los ministros extranjeros en España, y a los representantes de España en otras cortes. Llegó a tratarse secretamente algo de divorcio, lo cual no habría sido difícil, si era cierto que Luis a pesar de los muchos meses que llevaba de matrimonio no le había consumado, y sobre ello contaban anécdotas curiosas{8}. La idea parecía no desagradar a Tessé y al duque de Borbón, porque veían una nueva manera de mortificar a la casa de Orleans, y acaso calculaban que podría facilitar el otro proyecto de deshacer o anular el matrimonio del monarca francés con la infanta de España.

Tampoco estuvo exenta de censura la conducta del rey. Sobre desatender los negocios por entregarse inmoderadamente al recreo de la caza, buscaba otras distracciones que desdecían todavía más de las leyes del decoro y de la gravedad de un soberano, cual era la de salir del palacio a altas horas de la noche, acompañado de una o dos personas de su confianza, o por satisfacer la curiosidad pueril de recorrer las calles y de ver lo que es permitido a cualquier persona que no se eduque con el recogimiento necesario a los príncipes, o por el placer todavía más pueril de entrar a robar la fruta de los jardines de palacio, y otras semejantes travesuras{9}. Pero dócil a las reconvenciones de su padre, que le reprendía estos extravíos, había ido renunciando a aquellas distracciones infantiles. De todos modos la conducta y la mutua desafición de los dos consortes habría podido tener consecuencias desagradables, a no haber sobrevenido tan pronto la muerte de Luis.

Unas viruelas malignas que acometieron al joven monarca, y que los médicos no acertaron a curar, le llevaron a los doce días al sepulcro (31 de agosto, 1724), habiendo muerto con una resignación admirable en persona de sus años, y con sentimiento y pena general de los españoles, que, como hemos dicho, le amaban por su gentil aspecto, por su afabilidad, por su carácter liberal y complaciente, y por sus costumbres españolas{10}. El día antes de morir hizo testamento ante el presidente de Castilla, el inquisidor general y el arzobispo de Toledo, volviendo a su padre la corona que en él había renunciado, testamento en que se quiso notar algunos vicios de forma, y habérsele hecho firmar cuando ya no tenía del todo entero cabal su entendimiento. Fuera de esto, el último acto notable de gobierno del rey Luis había sido una real cédula expedida en favor de la nobleza valenciana, confirmando, no obstante la abolición de los fueros, la que venía de tiempo inmemorial, y dividiéndola en sus cuatro clases, de generosos, caballeros, nobles y ciudadanos{11}.

En situación sobremanera delicada y zozobrosa colocaba a Felipe la prematura muerte de su hijo. El infante don Fernando su segundo-génito era todavía menor de edad, pues solo contaba once años: la situación del reino era también crítica; estaba abierto el congreso de Cambray y pendiente el negocio de la paz general; urgía que fuera ocupado inmediatamente el trono; el testamento de Luis llamaba a él a su padre; así parecía aconsejarlo también la necesidad y la conveniencia pública; pero mediaba una abdicación solemne, y además un voto espontáneo de no volver a ceñir la corona, y Felipe lo repugnaba también, al decir de los escritores contemporáneos españoles mejor informados: entre los personajes del palacio y del gobierno había opuestos deseos y pareceres: la reina, Grimaldo, Tessé y el nuncio de S. S. le instaban a que empuñara de nuevo el cetro: trabajaban en contrario sentido Miraval y Orendáin; y el confesor Bermúdez tan pronto decía al rey que pecaría mortalmente en no tomar la corona, como manifestaba temor de haber errado en su dictamen, según las inspiraciones que recibía de Miraval. Felipe, que desde el día siguiente al fallecimiento de su hijo se había apresurado a trasladarse a Madrid, deseoso de obrar con tranquila y segura conciencia en materia tan delicada y grave, quiso consultarlo con el Consejo Real de Castilla, y además con una junta de seis teólogos doctos y muy caracterizados, los cuales se reunieron a deliberar en el convento de San Francisco en la celda de Fr. José García, electo obispo de Málaga y presidente de la junta{12}.

La respuesta del Consejo fue, que en observancia de las leyes el rey don Felipe debía volver a ocupar el trono de las Españas, y que la sucesión del infante don Fernando no podía tener lugar sin nueva renuncia, desnudándose S. M. de la corona para transferirla al infante, lo cual no podía suceder si antes no tomaba otra vez posesión de ella (4 de octubre, 1724). La junta de teólogos opinó que el voto hecho por el rey de no volver a ceñir la corona no le obligaba, por recaer en materia ilícita, según la teología y la razón natural lo enseñan, y que en conciencia estaba obligado a tomar el gobierno y regencia de la monarquía, valiéndose de las personas más competentes para el más acertado despacho de los negocios{13}. Había, como se ve, disidencia entre ambos dictámenes, opinando el Consejo por la obligación de que volviera a ocupar el trono, la junta de teólogos por que tomara solamente la regencia. En vista de esto, y de algunas dudas que la consulta del Consejo le ofrecía, por conducto del marqués de Grimaldo volvió a consultarle (5 de setiembre), encargándole respondiera clara y categóricamente sobre los tres puntos siguientes: 1.º Si el rey no podrá ser administrador y regente de la monarquía sin ser rey propietario y tener el dominio de la corona: 2.º Si se perjudica al infante don Fernando en no declararle desde luego rey y jurarle solo de príncipe: 3.º Si gobernando el rey con el título de gobernador, sin el de monarca, podrá excluir a los tutores ya nombrados, y elegir otros en su lugar. A estos tres puntos respondió al siguiente día el Consejo (6 de setiembre), confirmando en los términos más explícitos su anterior dictamen, de que no debía, y no podía administrar el reino de otro modo que con el título de rey; que al infante don Fernando no se le perjudicaba, antes bien se le favorecía en declararle inmediato sucesor por quien correspondía, librándole de tutores y gobernadores; y que siendo S. M. solo regente, no podría excluir a los tutores ya nombrados y elegir otros; porque si la renuncia existía, no podría ser ni rey, ni gobernador, ni regente, puesto que todos los derechos los había trasmitido al infante. Y sobre las razones en que el Consejo apoyaba su dictamen, añadía: «Y últimamente, señor, en todos los puntos que conducen al importantísimo fin de que V. M. reine, nunca pudiera haber dificultades que no las superase la suprema ley, que intima el que prevalezca la salud pública de los reinos.{14}»

En vista de este dictamen (aunque disintieran de él Miraval, Torre-hermosa y algunos otros consejeros que se adhirieron al parecer de los teólogos), y de las instancias que también le hacía el nuncio de S. S. para que volviera a tomar la corona, respondiendo de la aprobación del pontífice, y de la justicia ante los ojos de Dios de la retractación de una renuncia como la suya, tomó Felipe su resolución de empuñar otra vez el cetro, y al siguiente día se publicó el real decreto siguiente: «Quedo enterado de cuanto el Consejo me representa en esta consulta, y en la antecedente de 4 de setiembre, que vuelvo con ella; y aunque Yo estaba en mi firme ánimo de no apartarme del retiro que había elegido por ningún motivo que hubiese, haciéndome cargo de las eficaces instancias para que vuelva a tomar y encargarme del gobierno de esta monarquía, como rey natural y propietario de ella, insistiendo en que tengo rigurosa obligación de justicia y de conciencia a ello: He resuelto, por lo que aprecio y estimo el dictamen del Consejo, y por el constante celo y amor que manifiestan los ministros que le componen, sacrificarme al bien común de esta monarquía, por el mayor bien de sus vasallos, por la obligación que absolutamente reconoce el Consejo tengo para ello, volviendo al gobierno como tal rey natural y propietario de ella, y reservándome (si Dios me diese vida) dejar el gobierno de estos reinos al príncipe mi hijo, cuando tenga la edad y capacidad suficiente, y no haya graves inconvenientes que lo embaracen; y me conformo en que se convoquen Cortes para jurar por príncipe al infante don Fernando.{15}»

Quedó pues Felipe V instalado segunda vez en el trono de Castilla, con el consentimiento tácito de la nación, con satisfacción de muchos, y con particular júbilo de la reina, que era la que más ambicionaba recobrar la corona y la que menos había podido resignarse a la soledad y al retiro de San Ildefonso{16}.




{1} El presidente de Hacienda marqués de Campo-Florido hizo dimisión, y en su lugar fue nombrado don Juan Blasco Orozco, presidente de la sala de alcaldes: se nombró superintendente de Hacienda a don Fernando Verdes Montenegro, y tesorero general a don Nicolás Hinojosa.

{2} Retrataba muy al vivo esta situación el siguiente soneto de aquel tiempo.

Ahí os quedan las llaves, dice el Rey,
y al nuevo Rey el pobre reino dan,
desnudo de mercedes como Adán,
porque las dio Grimaldo su virrey:

Mudose de baraja, y no de rey,
todos los cuerdos en aquello están,
pues otro y otro pobre sacristán,
son los pastores de tan alta grey.

Uno en la corte, y otro en Valsaín,
es querer aumentar la confusión
viendo a Grimaldo ser Orendáin;

En discurrir se pierde la razón,
pero en fin, yo discurro que este fin
más parece emboscada que cesión.

{3} Belando, Historia Civil, parte IV, c. 57.– Macanáz, Memorias para la Historia del gobierno de España, MS, tomo II, p. 337.– El marqués de San Felipe no habla más que de la segunda proposición de Tessé, y omite lo relativo a la primera; Comentarios, tomo II.

{4} «Promittimus nómine Sacræ Catholicæ Majestatis omnes et singulas in prædicto diplomate expresas conditiones juxta tenorem præfati Quadruplici Fæderis erga, &c.– Belando inserta el texto latino de estas cartas en el cap. 57, parte IV, de su Historia.

{5} Belando, Historia Civil, parte IV, c. 58 a 61.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Belando expresa el contenido de cada artículo de las pretensiones presentadas por las diferentes potencias.

{6} Correspondencia de Stanhope con lord Carteret.– Memorias de Tessé.

{7} Comunicaciones de Stanhope al lord Carteret, y al duque de Newcastle.– San Felipe, Comentarios, tomo II, Año 1724.– Memorias de Tessé, tomo II.

{8} Duclos, Memorias secretas de la Regencia, tomo II.

{9} San Felipe, Comentarios, tomo II.– Correspondencia de Stanhope.

{10} Un escritor contemporáneo no tuvo reparo en indicar que había muerto de veneno, que le dio uno de los médicos. Ignoramos el fundamento de esta aserción, que en ningún otro autor hemos visto: he aquí sus palabras: «Es cierto que tuvo viruelas, pero de que ya estaba libre de todo riesgo, dicen que el médico Servi, parmesano, de acuerdo con la Laura, ama de leche de la reina, del marqués Scotti, enviado de Parma, y de don Domingo Guerra, confesor de la reina, dio al joven rey cierta bebida, de la cual le resultó la calentura, y la muerte en tres días, y que, de que se embalsamó, los cirujanos conocieron que el veneno que se le había dado era tan violento que no pudieron coser el cuerpo, y el principal dellos que hizo la operación estuvo muy enfermo y a pique de perder ambas manos con que tocó a las partes en que el veneno había obrado. Así lo han repetido muchas veces el Dr. don Juan Plantanca, canónigo de la Santa Iglesia de Palermo, y don José Caracholi, presbítero también de Palermo, que eran teólogos del rey don Felipe V, con quien S. M. consultaba, así las materias de conciencia, como las de estado y gobierno...»–  Macanáz, Memorias para la historia del Gobierno de España, manuscritas, tomo II, p. 342.

{11} Real provisión de 14 de agosto, 1724.

{12} No en el convento de jesuitas, como dice William Coxe.– En el convento de mi Seráfico Padre San Francisco, dice el P. Belando, en su Historia, parte IV, c. 62.

{13} Las palabras textuales de la junta de teólogos eran: «Que no obstante el voto que S. M. hizo de renunciar la corona y el gobierno para no volver a resumirle, tiene obligación grave, debajo de pecado mortal, a tomar el gobierno o regencia del reino, no habiendo considerado la Junta que en V. M. hay igual obligación a tomar la corona, porque discurre gravísimos inconvenientes en que V. M. no entre en el gobierno o regencia, lo que no discurre en no volver a la corona.– Asimismo y por la misma razón, que sin embargo del voto tiene V. M. obligación de tomar el gobierno, juzga la Junta que también V. M. tiene obligación de valerse de aquellos medios que sean más eficaces para el breve y fácil expediente de los negocios, &c.»

{14} El texto literal de esta consulta se encuentra también en Belando, Historia Civil, parte IV, c. 63.

{15} Belando, Historia civil, parte IV, c. 6.– Macanáz, Memorias para la Historia del Gobierno de España, manuscritas, tomo II, p. 346.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– MM. SS. de la Biblioteca Nacional.

{16} En cuanto a la joven viuda del rey Luis, mucho había recuperado el afecto público por el esmero y asiduidad con que asistió a su esposo en la enfermedad, de que al fin se contagió ella también, aunque libró con más fortuna. Permaneció algún tiempo en España disfrutando la pensión de las reinas viudas, hasta que por las causas que luego veremos, se volvió a Francia, con permiso del rey don Felipe. Allí vivió en el palacio de Luxemburgo de la viudedad que le pagaba el tesoro español; pero su desarreglo, que dio lugar a escenas escandalosas, y sus disipaciones de que se quejó su mayordomo mayor, hicieron que la corte de Madrid le suspendiera el pago de su pensión. Entonces se retiró a vivir al convento de las Carmelitas, «ocupando, dice un escritor, las habitaciones mismas en que vivió la duquesa de Berry, al pasar de sus amores desenfrenados a los actos de penitencia y arrepentimiento: allí permaneció el resto de sus días, viviendo con el auxilio que le enviaba de tiempo en tiempo la corte de Madrid, y expiando con los rigores de la clausura la mala conducta de su vida pasada. Murió hidrópica en 1742.» Adelantamos estas noticias, aunque todavía se nos ofrecerán ocasiones de hablar de ella.