Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo XV
Segundo reinado de Felipe V
Paz entre España y el Imperio
De 1724 a 1726

Mudanzas en el personal del gobierno.– Cortes de Madrid.– Jura del príncipe don Fernando.– Impaciencia de la reina por la colocación de su hijo Carlos.– Pónese en relaciones directas con el emperador.– Intervención del barón de Riperdá.– Noticias y antecedentes de este personaje.– Es enviado a Viena.– Entra en negociaciones con el emperador.– Disgusto de la corte de Francia.– Deshácense los matrimonios de Luis XV con la infanta de España, y del infante don Carlos con la princesa de Francia.– Vuelven ambas princesas a sus respectivos reinos.– Temores de guerra entre Francia y España.– Ajusta Riperdá un tratado de paz entre España y el Imperio.– Otros tratados.–  Condiciones desventajosas para España.– Quejas y reclamaciones de Holanda, de Inglaterra y de Francia.– Armamentos en Inglaterra.– Jactancias imprudentes de Riperdá.– Vuelve a Madrid.– Su recibimiento.– Es investido de la autoridad de primer ministro.
 

El primer efecto de esta segunda elevación de Felipe V al trono de Castilla sintiéronle algunos consejeros y ministros, especialmente los que habían mostrado oposición, o abierta o disimulada, a que recobrase el rey la corona. Hallábase en este caso el marqués de Miraval, que inmediatamente fue relevado de la presidencia del Consejo Real, si bien se le nombró consejero de Estado con doce mil ducados de sueldo, y diose aquella presidencia al obispo de Sigüenza don Juan de Herrera, recién venido de Roma, hombre probo, templado, y extraño a las intrigas de la corte. Obligose a Verdes Montenegro a renunciar la superintendencia y secretaría del Despacho de Hacienda, llevósele preso a Ciudad-Real, y se ocuparon sus papeles, a causa de haber dado mala aplicación a algunos caudales que su antecesor el marqués de Campo-Florido dejó destinados a más preferentes atenciones. Volviose a éste la presidencia de Hacienda, y diose la secretaría del ramo a Orendáin, con facultad para sustituir en ausencias y enfermedades al marqués de Grimaldo, que anciano ya, cansado y achacoso, pensaba en retirarse: acusábale además el embajador Tessé de parcial de las potencias marítimas y de recibir regalos de Inglaterra: el mismo Orendáin, olvidándose de que le debía todo lo que era, trataba de suplantarle, y todo contribuyó a que el rey comenzara a mostrarse ya más tibio y menos afectuoso con Grimaldo. Otra de las víctimas de aquellas intrigas y de este cambio fue el marqués de Lede, a quien Felipe recibió, cuando fue a besarle la mano, con una aspereza que le turbó, y que acaso le costó la vida.

Fue uno de los primeros actos oficiales del rey don Felipe convocar las Cortes del reino para el 25 de noviembre (1724), con el fin de que reconocieran y juraran al príncipe don Fernando como inmediato sucesor y heredero del trono, y también para tratar, entender, practicar, conferir, otorgar y concluir por Cortes los otros negocios, si se les propusieren y parecieren convenientes resolver, &c.{1}» Las Cortes se reunieron el día designado, con la particularidad de haber sido, como nota un escritor de aquel tiempo, la vez primera que se vio concurrir todos los reinos, ciudades y villas de voto en Cortes, inclusa la ciudad de Cervera a quien el rey acababa de concedérselo{2}. La jura se hizo en la iglesia del monasterio de San Gerónimo de Madrid con todas las formalidades de costumbre. Los procuradores se esperaban para tratar en seguida de otros negocios, con arreglo a los términos de la convocación, pero el rey les manifestó que no pensaba por entonces en ello (4 de diciembre), y en su virtud se restituyeron todos a sus casas{3}.

Volvió luego Felipe su atención a los negocios extranjeros, y muy especialmente al de la sucesión del infante don Carlos en los ducados de Parma y de Toscana. La reina Isabel Farnesio, su madre, no podía sufrir la dilación con que este asunto se trataba en el congreso de Cambray, más ocupado en fiestas, banquetes y estériles reuniones que en orillar dificultades: quejábase del poco interés que en su favor mostraban las potencias aliadas, las cuales, no obstante las gestiones de Monteleón en París, no favorecían la admisión de don Carlos en Italia con auxilio de las armas: el emperador ganaba en estas dilatorias, y la imaginación viva de Isabel Farnesio desconfiaba de Francia, recelaba de Inglaterra, y temía que se malograra su proyecto favorito de la colocación de su hijo. En este estado, o de propio impulso, o instigada por el barón de Riperdá, volvió los ojos al mismo emperador, en la esperanza de que entendiéndose directamente con él, no obstante ser la causa de toda la oposición, había de sacar más partido que de la ilusoria protección de las potencias mediadoras. También el emperador deseaba verse libre de la molesta mediación de Francia y de las potencias marítimas, y como supiese por medio del papa el pensamiento y disposición de los monarcas españoles, no tuvo tampoco reparo en entrar en relaciones con ellos. Necesitábase personas a propósito para anudarlas, y a esto fue a lo que se ofreció y lo que ejecutó el barón de Riperdá, personaje de tan singular y extraordinaria historia como vamos a ver, y de quien por lo mismo necesitamos dar algunas breves noticias, ahora que aparece en escena para una negociación importante, como lo hicimos a su vez y en su tiempo con Alberoni.

Juan Guillermo, barón de Riperdá, holandés, hijo de una familia ilustre de Groninga, oriunda de España, criado en la religión católica, y educado en sus primeros años en el colegio de padres jesuitas de Colonia, habíase dedicado algún tiempo a la profesión militar, y al terminarse la guerra de sucesión era coronel. Pareciéndole que el catolicismo podría ser un inconveniente para ocupar ciertos puestos en una nación protestante, abandonó la religión de sus padres, y abrazó el protestantismo. Fue diputado por su provincia en los Estados Generales de la república, y en el congreso de Utrecht llamó la atención por sus conocimientos en materias de comercio, fabricación y economía política, a cuyo estudio, así como al de los idiomas modernos, se había dedicado mucho, y dábale más representación en el país su enlace con una rica holandesa. Hombre ambicioso, inquieto, de talento no escaso, de imaginación viva, de carácter flexible, y de instrucción no común, cuando los Estados Generales, concluida la paz de Utrecht, determinaron enviar un ministro a España, él solicitó y logró ser elegido para este cargo, y en su consecuencia vino a Madrid (julio 1715), donde a los pocos meses recibió el carácter de embajador extraordinario. Ameno en la conversación, afable en el trato, astuto, disimulado y político, captose luego la consideración de los reyes de España, la confianza del cardenal Giúdice, y cierta estimación de Alberoni, a cuya elevación cooperó. Pero desleal a todos, al tiempo que como ministro holandés negociaba el tratado de comercio entre España y la república, recibía una pensión anual del emperador de Austria, y considerables presentes y regalos de Inglaterra, siendo agente y espía de tres cortes a un tiempo, y atribúyenle algunos haber sido el negociador de aquel funesto tratado mercantil con Inglaterra, cuya firma había valido a Alberoni tantos miles de doblones, pero cuyas estafas y cuyos indignos espionajes y pérfidos papeles no se descubrieron por aquel tiempo, antes pasaba Riperdá por hombre que hacía importantes servicios.

Gustábale la España, prometíase irse elevando en ella a los puestos más encumbrados, y determinó naturalizarse en un país que parecía en aquel tiempo la tierra de promisión de los aventureros extranjeros. Así, cuando regresó a Holanda (1718) por haberle llamado los Estados generales, tan pronto como dio cuenta de su embajada y arregló sus negocios, volviose a Madrid con los mismos pensamientos y aspiraciones. Aquí era un inconveniente para sus planes, como en su país era un mérito, la cualidad de protestante; pero esto no era un grande obstáculo para Riperdá; reducíase a mudar otra vez de religión, como antes lo había hecho, y esto fue lo que ejecutó, volviéndose de nuevo al catolicismo, no sin vender al rey la fineza de que lo hacía movido por el edificante ejemplo de sus virtudes, que habían producido en él una impresión profunda, e inspirádole el deseo de poder consagrarse al servicio de un monarca tan piadoso. No fue infructuoso el ardid, ni le salió fallido su cálculo, puesto que inmediatamente le nombró el rey superintendente de las fábricas de Guadalajara, por los conocimientos que había mostrado tener en materias fabriles, dándole además un terreno y un palacio, para que cultivara el uno y habitara el otro{4}. Proporcionose recomendaciones del duque de Parma para la reina, y la prosperidad de la fabricación que dirigía, y la confianza que iba ganando con los reyes, excitaron los celos de Alberoni, que sin motivo ostensible le quitó la superintendencia. Lejos de mostrarse resentido con el cardenal, disimuló, y continuó guardándole las más finas atenciones; y cuando cayó aquel célebre italiano, no solo recobró su anterior empleo, sino que se le hizo superintendente general de todas las fábricas de España, con lo cual y con sus planes económicos y mercantiles, cobró más y más influjo en palacio, y hubiera tal vez encumbrádose al ministerio, si Grimaldo y Daubenton, celosos ya de su gran capacidad y sus manejos, no hubieran representado al rey la inconveniencia de confiar la dirección del Estado a un hombre que con tal facilidad variaba de creencias y cambiaba de religión. La muerte de Daubenton le libró de un poderoso enemigo; y en cuanto a Grimaldo, afeando sus relaciones con Inglaterra, y denunciando minuciosamente sus errores de gobierno, quizá le habría derribado a no haber sobrevenido la abdicación de Felipe.

Su intimidad con Isabel de Farnesio le facilitó conocer los deseos de la reina, de reconciliarse con el emperador para hacer la paz y terminar definitivamente la cuestión relativa a su hijo el príncipe Carlos, y sus relaciones secretas con el emperador le dieron facilidad para poner en comunicación a los soberano de Austria y de España. Propuso pues a los reyes que si le permitían ir a Alemania, so pretexto de pasar a Holanda a proveerse de operarios entendidos y prácticos para la fábrica de Guadalajara, él negociaría la paz con el emperador por medio del príncipe Eugenio, su antiguo amigo, dejando burladas a la potencias mediadoras. Ofreció practicar esta diligencia sin llevar despacho alguno oficial, y con el carácter y disfraz de un simple comerciante; mas para asegurarse a la vuelta el puesto elevado de primer ministro presentó al rey un pomposo proyecto para mejorar y desarrollar el comercio de América, crear una marina poderosa, aumentar los ingresos del tesoro en todos los ramos, y corregir los errores o las dilapidaciones de los anteriores ministros{5}. Tales proyectos y tales ofertas halagaron a los monarcas españoles, la misión fue aceptada, y Riperdá salió secretamente de Madrid, hizo su viaje con rapidez (noviembre, 1724), alojose en un arrabal de Viena, donde se mantenía de incógnito, y solo salía de noche a conferenciar con los condes de Sincendorf y Staremberg, y con el príncipe Eugenio, y logrando pasar algunos meses sin que nadie sino las personas con quienes se entendía trasluciese su negociación.

Cuando ya ésta iba adelantando a fuerza de derramar oro, de que se murmuró haber tocado una parte al mismo emperador, pidió y obtuvo los despachos de ministro plenipotenciario, y entonces procedió a tratar descubiertamente y de oficio con los ministros imperiales. Proyectábase entre otras cosas el enlace del infante don Carlos de España con la princesa archiduquesa de Austria, mas cuando creía Riperdá que este asunto no podía menos de tener un éxito feliz, tropezó con la oposición de la emperatriz y de la archiduquesa misma, que tenía cierta inclinación al duque de Lorena, y el emperador en un caso prefería darla al príncipe de Asturias. Pero otra mayor dificultad nació entonces para la corte de España de la negociación que se seguía en Viena.

Los embajadores de Inglaterra y Holanda comunicaron a sus respectivas cortes, y estas lo trasmitieron al duque de Borbón, primer ministro de Luis XV de Francia, lo que en la capital del imperio se estaba tratando, y el mariscal de Tessé le participaba también desde Madrid lo que sabía. Y como esto coincidiese con la circunstancia de haberse visto en gran peligro de muerte el débil y enfermizo rey Luis XV, el duque de Borbón que a toda costa quería evitar que la corona de Francia viniera a recaer en la casa de Orleans, y que con este propósito había ya intentado deshacer el matrimonio de aquel rey con la niña María Ana Victoria, infanta de España, para casarle con otra que pudiera darle luego sucesión{6}, aprovechó esta ocasión para apresurarse a casar al rey Luis con la princesa de Polonia, María Carlota de Leczinski. Y si bien, a pesar de los manejos de Riperdá en Viena, no quería entrar en guerra con España, y para demostrarlo mandó licenciar los diez y nueve batallones de miqueletes catalanes que el de Orleans había formado, dio no obstante disposiciones para enviar a España la infanta prometida del rey; siendo notable que esto lo ignoraran los embajadores españoles Laules y Monteleón, que estaban en París, creyendo que se iban a celebrar los desposorios tan pronto como la infanta cumpliera los siete años, para lo cual suponían que se estaban tomando las galas. Pero no faltaban en Francia personas que informaran de la verdad al rey don Felipe, de que las galas eran para la princesa Carlota{7}.

Gran disgusto causó todo esto al monarca español, el cual en justo resentimiento y debida correspondencia anuló el concertado matrimonio del infante don Carlos con la cuarta hija del duque de Orleans, y determinó enviar a Francia esta princesa, juntamente con su hermana la reina viuda de Luis I. Y como la corte de París tuviera por su parte preparado también el envío a España de la infanta Ana Victoria, dispúsose todo por parte de ambos monarcas de modo que unas y otras princesas se juntaron en San Juan de Pié de Puerto (17 de mayo, 1725), y allí se hizo la extradición mutua, ante las personas para ello por uno y otro autorizadas, siendo notable y raro caso en la historia esta recíproca entrada de princesas desairadas, después de haber estado mucho tiempo en una nación en la confianza de contratos matrimoniales solemnes. Los reyes de España salieron a recibir a su hija hasta Guadalajara, y diéronle el título de reina de Mallorca, para que conservara en cierto modo el honor de la majestad que ya había tenido. Creyose que este suceso produciría un rompimiento entre ambas naciones, y todos los síntomas lo persuadían así, puesto que se suspendió el comercio con Francia y se mandó salir de aquel reino a todos los españoles, se fortificaron San Sebastián y Fuenterrabía, y se ordenó que pasaran a Cataluña todas las tropas de Andalucía. También la Francia trajo sus tropas al Rosellón y las acercó a las fronteras del Principado. Pero el papa Benito XIII hizo la buena obra de disipar este nublado, mediando entre ambas potencias y haciendo que una y otra se aquietaran, por medio de sus nuncios en París y en Madrid, de modo que el comercio volvió a abrirse, aunque todavía duraron algún tiempo las prevenciones{8}.

En este intermedio, Riperdá que había tenido orden de proseguir la negociación entablada en Viena hasta concluirla, la llevó a su término, ajustándose un tratado de paz entre el emperador y el rey de España, cuyos principales artículos eran en sustancia los siguientes: –que la base de la paz sería el tratado de Londres, juntamente con los de Baden y Utrecht, cediendo el rey de España la Sicilia al emperador, como en 1713, con todos sus derechos y pretensiones: –que el emperador renunciaba todos los que hubiera creído tener a la monarquía de España, y reconocía a Felipe V de Borbón como rey legítimo de España y de las Indias, así como Felipe reconocía a Carlos VI de Austria por emperador de Alemania, y renunciaba a su favor los Países Bajos y los Estados que poseía en Italia, comprendido el Finale: –que el emperador se adhería a lo estipulado en Utrecht sobre los Estados de Toscana, Parma y Plasencia, pudiendo tomar el infante don Carlos posesión de ellos en virtud de las Letras eventuales, pero sin que el rey Católico ni ninguno de sus sucesores pudieran poseer aquellos Estados, ni ser tutores de sus poseedores: –que el rey de España transfería al reino de Cerdeña el derecho de reversión que se había reservado en el de Sicilia: –que para evitar toda discordia, Carlos VI y Felipe V conservarían todos sus títulos, pero sus sucesores solo tendrían los títulos de lo que poseyeren: –que el emperador ofrecía ayudar y defender la línea de España, como lo haría por la Pragmática-sanción con todos sus herederos y Estados de la casa de Austria: –que el de España pagaría las deudas contraídas en Milán y las Sicilias, como el emperador había pagado las contraídas en Cataluña: –que el palacio de la Haya quedaría por el emperador, y el de Roma por el rey Católico, dando la mitad de su valor: que se insertaran en el tratado las renuncias mutuas de los príncipes de Francia y España que sirvieron de base al de Utrecht (30 de abril de 1725).

A este tratado siguieron otros tres; uno llamado de Alianza defensiva entre ambos soberanos, por el cual se comprometían, para el caso de ser invadidos los dominios de uno u otro, el rey de España a ayudar a S. M. I. con quince navíos de línea por mar y con veinte mil hombres por tierra, el emperador a auxiliar al rey Católico con treinta mil hombres, los veinte de infantería y los diez de caballería: el emperador prometía interesarse con el rey de Inglaterra para que restituyera a España Gibraltar y Menorca, y en cambio los navíos imperiales tendrían entrada franca en los puertos españoles como los ingleses y franceses. Pero este tratado no se publicó hasta 1727. Otro de comercio (1.º de mayo, 1725), ordenando en 47 artículos la manera de ejercer el comercio mutuo los súbditos de ambos soberanos. Y otro llamado de Paz (7 de junio, 1725), en el cual se obligaba el monarca español no solo a no ejercer la tutela de sus hijos en Toscana, sino a no retener cosa alguna en Italia{9}.

De esta manera quedó establecida la paz entre España y el Imperio, después de más de veinte y cuatro años de casi continuada guerra. Hizo un solo hombre en pocos meses lo que el congreso de Cambray no había podido hacer en cuatro años, y se disolvió aquella asamblea sin resolver nada. Valiole a Riperdá el título de duque y grande de España, y don Juan Bautista Orendáin, único ministro que había intervenido en la negociación, fue creado marqués de la Paz. La reina Isabel de Farnesio quedó satisfecha de su obra, y en Madrid se celebró con júbilo la noticia del tratado.

Acaso el deseo vehemente de la paz no dejó ver lo que en ella había de desventajoso para España, y más para los reyes mismos; pues por el artículo 6.º del tratado de Viena se concedía mucho menos que por el 5.º del tratado de la Cuádruple Alianza, objeto de las disputas; puesto que por aquél la sucesión de los hijos de Isabel Farnesio a los ducados de Italia aparecía deberse más a consentimiento del emperador que a derecho legítimo y propio: y por otra parte la cláusula de no poder los reyes Católicos ni heredar aquellos Estados ni siquiera ser tutores de sus hijos, era, sobre contraria a los derechos de la naturaleza, dejar expuestos aquellos príncipes a la peligrosa vecindad del imperio, sin que en caso de necesidad pudieran protegerlos sus mismos padres o hermanos. No era menos injusta y desdorosa la condición impuesta a España en el otro tratado siguiente de paz, de no poder adquirir ni poseer nada en Italia. Y aun podían advertirse otras restricciones que no había en el tratado de Londres.

Sin duda el monarca español no quiso reparar en estas condiciones, con la esperanza y bajo la promesa de que el infante don Carlos había de casar con la archiduquesa, hija mayor del emperador; y como éste no tenía hijos varones, había de resultar que el infante traería a sí con el matrimonio los derechos de la casa de Austria y de los reinos de Hungría y de Bohemia. Esta era la adición que esperaba había de hacerse al tratado, según en el artículo 16.º se indicaba, y esto lo que por cartas aseguraron, el emperador al rey Felipe, y la emperatriz a la reina Isabel Farnesio. Tales habían sido también las promesas de Riperdá. Veremos luego cómo quedaron desvanecidas.

Pero si los tratados de Viena no debieron contentar ni satisfacer a España, causaron profundo desagrado a las potencias signatarias de la Cuádruple Alianza, por el desaire que se había hecho a todas, y por lo que afectaba a los intereses de cada una. Descontentaron al rey de Cerdeña, que quedaba reducido a un Estado que le servía de carga, y no podía ya extenderse por el de Milán, que era su ambición. Disgustaron a las repúblicas y príncipes italianos, que quedaban expuestos a la opresión del Austria. Desagradaron al turco, porque desembarazado el emperador de otros cuidados, se hacía más temible a su antiguo enemigo. Inglaterra y Francia disimularon algo más. Holanda fue la primera que manifestó su resentimiento por medio de su embajador en Madrid (25 de noviembre, 1725), y fue preciso enviar a la Haya al marqués de San Felipe nuestro ministro en Génova, con instrucciones para los Estados generales, a fin de que hiciera ver los buenos deseos del rey don Felipe, y les asegurara que estaba dispuesto a intervenir con el emperador para que compusiera las diferencias sobre la compañía de Ostende y el comercio de las Indias Orientales, que era la parte del tratado de comercio que había irritado a aquella república.

Alarmaban y ofendían a Inglaterra las jactancias imprudentes de Riperdá, que blasonaba de que aquella nación se vería obligada a restituir a España Gibraltar y Menorca, lo cual dio motivo a serias explicaciones entre el embajador inglés Stanhope y los ministros de Felipe, y a algunas vivas y arrogantes contestaciones de parte de la reina. Diose aviso al gobierno inglés de que entre las estipulaciones secretas de Viena era una la de restablecer al rey Jacobo en el trono de la Gran Bretaña, y el lenguaje ligero y poco comedido de Riperdá no era para disipar aquel recelo. Más disimulado y más político el emperador, a la memoria que el embajador inglés le presentó exponiendo las justas quejas de los perjuicios que se irrogaban a su nación por el tratado de comercio, le respondía, que nada deseaba tanto como mantener la amistad con Inglaterra, y que gustosamente concertaría con España los medios de darle satisfacción, y de no perjudicar sus privilegios mercantiles, no teniendo inconveniente en enviar un ministro a Hannover, donde el monarca inglés se hallaba, para tratar con él sobre este asunto. Pero como el lenguaje del gobierno español era tan diferente, y las baladronadas de Riperdá tan amenazadoras{10}, no podían las buenas palabras del emperador satisfacer ni tranquilizar a la Gran Bretaña. Hizo pues, el rey Jorge de Inglaterra armar dos escuadras; una con destino al Mediterráneo, otra a las Indias Occidentales (1626). Con noticia de estos armamentos no se omitió tampoco diligencia por parte de España para guardar nuestras costas, y fabricábanse con actividad navíos en nuestros astilleros. Hacíanse también preparativos por parte de Austria, y Riperdá halagaba al rey Felipe con la idea de que unidas España y el Imperio podrían dictar leyes a Europa. Creció la confianza de estas dos cortes por la circunstancia de haber logrado atraerse la de Rusia, con que se aumentaba su predominio en los Estados del Imperio germánico. Pero en cambio el común peligro estrechó más los vínculos que unían ya a Francia e Inglaterra, que también atrajeron a sí otros pequeños estados que se contemplaban amenazados por aquellas dos potencias, y por último consiguieron la adhesión de Prusia, de que resultó la alianza de Hannover entre Inglaterra, Francia y Prusia, que había de servir de contrapeso a la de Viena. Así se dividió otra vez la Europa a consecuencia de los célebres tratados de Viena de 1725{11}.

Entretanto el negociador de ellos salió de la corte de Austria, dejando encargado de los negocios a su hijo mayor Luis, joven de diez y nueve años, y vínose a la ligera a Madrid picado del deseo de gozar de los honores de sus triunfos diplomáticos, y de las recompensas que por fruto de ellos le aguardaban. Vano y jactancioso de suyo, a su paso por Barcelona hizo alarde entre los catalanes de sus confianzas con el emperador, del poderoso ejército que éste tenía dispuesto para entrar en campaña, de la facilidad de doblar en muy poco tiempo la cifra de sus soldados, prontos todos para ayudar al rey de España a la recuperación de Gibraltar y al restablecimiento de Jacobo III en el trono de Inglaterra, y les habló de su grande influjo, y de que no habría reconciliación mientras él le conservara. Con esto prosiguió su Viaje a Madrid, y se presentó a los reyes (11 de diciembre, 1726) sin guardar fórmula alguna de etiqueta, y en el traje mismo de camino, con la confianza de quien acababa de hacer un gran servicio al reino, y como quien tenía derecho a que se agradeciera su presentación en cualquiera forma. No se engañó el famoso aventurero en sus esperanzas: los reyes le recibieron con especial benevolencia y agasajo, mostrándosele sumamente agradecidos por los tratados de Viena, y muy poco después le fue conferida la secretaría de Estado, en la parte relativa a los negocios extranjeros que servía el marqués de Grimaldo. Diósele habitación para él y para su mujer en el palacio real, con entrada en el cuarto del rey a cualquier hora que quisiere, y se mandó a todos los demás secretarios y a los Consejos que le comunicaran y franquearan los papeles que les pidiera, y en una palabra, tuvo toda la autoridad de un primer ministro, que era lo que había ambicionado hacía mucho tiempo{12}.




{1} Real cédula convocatoria de 12 de setiembre, 1724, en Madrid.

{2} Real cédula de 28 de setiembre de 1724, en San Ildefonso. Las ciudades que asistieron fueron las siguientes: Burgos, Toledo, León, Zaragoza, Granada, Valencia, Palma de Mallorca, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y Barcelona, que tenían lugar señalado: Cuenca, Tortosa, Guadalajara, Madrid, Jaca, Tarragona, Salamanca, Palencia, Soria, Fraga, Extremadura, Peñíscola, Ávila, Zamora, Cervera, Valladolid, Lérida, Borja, Calatayud, Gerona, Galicia, Tarazona, Segovia y Toro, que se sentaban a la suerte.

{3} Belando, Historia civil, parte IV, c. 65.

{4} Púsose esta fábrica de paños para irse emancipando de la vergonzosa tutela del comercio inglés, pues hasta entonces las ricas lanas españolas eran llevadas todas a Inglaterra, y elaboradas allí, las traían otra vez los ingleses a España, y las vendían al precio que querían: aniquilaban nuestro comercio y se llevaban nuestros caudales.

{5} Noticia de Riperdá, por los Abates sicilianos.– Noticia relativa a los medios empleados por Riperdá para conseguir el favor de SS. MM. CC.– Papeles de Walpole, MS.– Noticia relativa a la elevación y proyectos de Riperdá.– Historia de Riperdá, dedicada al cardenal de Molina.

{6} Recuérdese lo que sobre este punto dejamos referido en otro capítulo.

{7} «Teniendo, dice Belando, individual noticia de todo, por un canal muy seguro.» Historia Civil, parte IV, c. 66.

Este «canal muy seguro» era indudablemente don Melchor de Macanáz, que en este tiempo había pasado a París, y a quien ordenaron los reyes que no perdiese de vista a la infanta, según él mismo nos informa en sus Memorias manuscritas, tomo II, p. 351.– Es notable que estando Macanáz desterrado, siguiera el rey confiándole comisiones de tanta confianza; y aun a muy poco de esto le envió al congreso de Cambray, que halló ya disuelto a causa de la paz que Riperdá, «el loco de Riperdá,» como él dice, había hecho con el emperador, y que daremos a conocer muy en breve.

{8} Belando, Historia Civil, parte IV, c. 66.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Cuéntanse varias anécdotas con motivo de este suceso. El rey don Felipe se negó por dos veces a recibir las cartas de Luis XV y del duque de Borbón disculpando el envío de la infanta; y dicen que la reina, cuando se presentó a anunciar aquella nueva el abate Livry (porque Tessé había sido llamado a París), pisoteó un retrato de Luis XV que llevaba en la pulsera, diciendo: «Los Borbones son una raza de Diablos.» Mas recordando en el momento que su marido era también Borbón, añadió: «Excepto V. M.»

Refiérese también, que habiendo la reina arrancado de Felipe un decreto mandando salir de España todos los franceses sin distinción, el rey discurrió un ingenioso medio para calmar la irritación de su esposa, que fue el de mandar a los de su servidumbre que prepararan baúles y cofres como para emprender un largo viaje, y que como esto llamara la atención de la reina y preguntara la causa de aquellos preparativos le contestó el rey: «¿No se ha dado un decreto para que todos los franceses salgan de España? Pues bien, como yo soy también francés, tengo que irme como los demás.» Sonriose, dicen, la reina, y la chanza produjo la revocación de la orden.

Añaden igualmente que quejándose amargamente la reina con el embajador inglés Stanhope del ultraje que el duque de Borbón le hacía, dijo: «Ese infame tuerto ha insultado a mi hija, porque el rey no ha querido hacer grande de España al marido de su manceba.»– Memorias de San Simón y de Montegón, y Comunicaciones de Stanhope y de Keene.

{9} Colección de Tratados de Paz.– Belando, Historia Civil, parte IV, c. 67 a 70.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Memorias políticas y militares, Apéndices, 1 a 4.

{10} «Si la Francia sostiene al rey Jorge (solía decir), sabemos cómo colocar al Pretendiente sobre aquel trono.»– Y hablando de Gibraltar: «No ignoramos que esta fortaleza es inconquistable, pero tenemos tomadas medidas para obligar a Inglaterra a devolvérnosla.» Y como se le hiciese notar que convendría ocultar tales designios, respondía: «Sé lo que digo, y lo digo para que se pueda divulgar.»– Vida de Riperdá.– Memorias políticas y militares, Continuación de los Comentarios de San Felipe.

{11} Relación de las negociaciones celebradas entre Inglaterra y España desde el tratado de Viena hasta diciembre de 1727.– Memorias de Walpole.– Cartas de Stanhope a lord Townshend.– Rousset, tomo II.– Belando, Historia civil, parte IV, c. 70.– Vida de Riperdá.– Campo-Raso, Memorias políticas y militares para servir de continuación a los Comentarios del marqués de San Felipe, discurso preliminar.

{12} En traje de correo, dice Campo Raso que se presentó a los reyes, sin hacer caso del marqués de Grimaldo que salía cuando él entraba. La conferencia, añade, fue dilatada, y se dieron en ella grandes elogios al autor del tratado de Viena.