Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VI ❦ Reinado de Felipe V
Capítulo XVII
Segundo sitio de Gibraltar
Acta del Pardo
De 1726 a 1728
Consecuencias de los tratados de Viena.– Nuevas alianzas.– Escuadras inglesas en las Indias y en las costas de España.– Serias contestaciones entre las cortes de Londres y Madrid.– Novedades en el gobierno español.– Caída del marqués de Grimaldo.– Separación del confesor del rey.– Plan de separar a Francia de Inglaterra.– El cardenal Fleury.– El abad de Montgon.– Proyectos de España sobre Gibraltar.– Ruidosa presa de un navío inglés en las Indias.– Sitio de Gibraltar.– Quejas de los generales.– Terquedad del conde de las Torres.– Sentimientos de las potencias en favor de la paz.– Interés en la conservación del equilibrio europeo.– Negociaciones para evitar la guerra general.– Preliminares para la paz.– Fírmanse en Viena y en París.– Dificultades por parte de España.– Conferencias diplomáticas.– Son admitidos los preliminares.– Muerte de Jorge I de Inglaterra, y coronación de Jorge II.– Repugnancia del gobierno español a ratificar los preliminares.– Nuevas negociaciones.– Fírmase la ratificación.– Acta del Pardo.– Levántase el bloqueo de Gibraltar.
Parece cosa extraña, y sin embargo sucedió así, que después de haber llevado el duque de Riperdá el merecido castigo de sus ligerezas y de sus locuras, y que siendo los tratados de Viena, obra de aquel ministro, la causa de volverse enemigas de España las potencias que por tantos años habían sido sus aliadas, auxiliares y amigas, quedara después de la caída de Riperdá prevaleciendo en la corte de Madrid la influencia y la política alemana. Que el embajador imperial adquiriera cada día mayor ascendiente e influjo: que se impusieran a los pueblos nuevos sacrificios y se negociara un empréstito de millones de duros, para enviar a Viena el dinero que no cesaba de pedir, y de que nunca se mostraba satisfecha la codicia del Austria: que se recelara de los ministros que conservaban algunas afecciones a Francia o a Inglaterra, y que se les cercenara la autoridad para robustecer la del que se había mostrado más adicto al Imperio.
Y es más de notar todavía, que en el reinado del primer Borbón, de este príncipe cuyo advenimiento al trono de España había costado cerca de veinte y cinco años de continua oposición y de casi continua guerra por parte del Imperio, se vieran el Imperio y la España unidos con estrechos lazos de amistad, y con tal empeño que uno y otro monarca estuvieran resueltos a arrostrar las consecuencias del enojo de todas las demás potencias que pudieran adherirse a la liga de Hannover, y a consentir, antes que romper la unión, en que la Europa se dividiera otra vez en dos grandes bandos con peligro de producir una conflagración general. ¡Tanto podía en la reina Isabel Farnesio su pensamiento predilecto de la colocación de sus hijos, y tanto la habían deslumbrado las magníficas esperanzas que de la corte de Viena la habían hecho concebir!
Aunque todas las potencias afectaban querer conservar la paz, todas procuraban fortalecerse con nuevas alianzas para el caso de un rompimiento, y en todas partes no se hablaba sino de negociaciones entabladas a este fin. La república de Holanda se resolvió a adherirse al tratado de Hannover, no obstante los esfuerzos que para impedirlo hizo con no poca habilidad el marqués de San Felipe, aunque él no vio la adhesión, por haberle sorprendido la muerte antes que aquella se realizara. Agitábanse también las potencias del Norte según que convenía a sus respectivos intereses. Convínole a Dinamarca ponerse del lado de los confederados de Hannover, y en cambio el emperador de Austria logró que la emperatriz Catalina de Rusia viniera a reforzar la unión de las cortes de Madrid y Viena. Hicieron lo mismo el rey de Polonia, y algunos príncipes alemanes. Y mientras la Francia se prevenía aumentando su ejército en veinte y cinco mil hombres, y ordenando se levantaran hasta sesenta mil de milicias, el rey Jorge de Inglaterra, so pretexto de sospechar que unos navíos rusos que habían arribado a Cádiz, y que parece no traían más objeto que el de quitar a los ingleses las ganancias que hacían con el comercio entre ambos países, viniesen en son de guerra, o por lo menos de amenaza contra su reino, apresurose a equipar y armar sus escuadras, de las cuales envió una a las Indias, otra al Báltico, y otra a cruzar las costas de España (julio, 1726). Con cuyo motivo ya no se pensó en hacer más embarcos en Galicia, y se mandó retirar las tropas. Noticioso Felipe del arribo del almirante Jenning con su escuadra a la vista de Santander y de la costa de Vizcaya, aunque sin demostrar enemistad, hizo que el marqués de la Paz inquiriese del embajador inglés la intención con que su soberano había enviado, no solo aquella flota, sino la que había ido a las Indias Occidentales, y que insistiese en obtener una respuesta categórica y clara. Stanhope contestó que lo ignoraba, pero que lo preguntaría por despacho expreso a Londres.
La respuesta de aquella corte fue, que se admiraba de que el monarca español tuviera por cosa extraña la aparición de naves de una nación amiga, mucho más cuando el almirante había declarado a los gobernadores españoles que no venía con intención hostil, sino como amigo y con instrucciones pacíficas. Que por otra parte, aquellos preparativos navales eran una cosa muy natural, vista la actitud que habían tomado algunas potencias, los armamentos hechos en varios puertos de España y los movimientos de tropas hacia la costa, las esperanzas de que públicamente hacían alarde los emisarios del pretendiente, algunos de ellos muy favorecidos en Madrid{1}, el buen recibimiento que se había hecho en Cádiz y Santander a los navíos rusos, y por último, el convenio secreto entre las cortes de Madrid y Viena, en uno de cuyos artículos se obligaban a hacer restituir a España la plaza de Gibraltar, que el rey británico, decía, poseía con legítimo derecho; en vista de lo cual sus mismos vasallos se quejarían con razón si vieran que no adoptaba las medidas propias para su defensa y para seguridad de sus reinos. Y concluía pidiendo satisfacción sobre el modo con que se había extraído el duque de Riperdá de la casa del embajador.
A esta carta respondió el ministro Orendáin, marqués de la Paz (30 de setiembre, 1726), contestando a todos los cargos, o sean motivos de sospecha que por parte de Inglaterra se alegaban, incluyendo además copia de las noticias que acababan de recibirse de las Indias Occidentales sobre la conducta sospechosa y alarmante que estaba observando la escuadra inglesa mandada por el almirante Hossier al frente de Porto-Belo, y que había precisado a internar los caudales que se iban a embarcar para España, siendo así que el comercio de aquellas Indias estaba expresamente prohibido a todas las naciones. Difusamente replicó a esta nota el embajador británico (25 de noviembre), repitiendo y esforzando los cargos anteriormente hechos al gobierno de Madrid, y quejándose de sus ajustes con la corte de Viena. En vista de este escrito, el rey don Felipe encargó a su embajador en Londres, marqués de Pozo Bueno, diese nueva satisfacción a la corte de la Gran Bretaña, como lo ejecutó aquel ministro en nota aún más extensa que pasó al secretario de Estado duque de Newcastle (21 de diciembre, 1726), para que informara de ella a su soberano{2}.
Leyendo desapasionadamente esta correspondencia, fuerza es confesar que ni las quejas de los ingleses eran todas justas, ni carecían algunas de fundamento, y que si el gobierno español hacía fundados cargos al de Inglaterra y contestaba victoriosamente a muchos de los que le hacía aquella nación, ingeniábase en vano para dar a algunos solución satisfactoria y bastante a desvanecer los recelos que de los tratados entre España y el Imperio abrigaba. No eran sólidos los cargos que se hacían a la corte española sobre la venida u objeto de los navíos moscovitas. Sobre la extracción de Riperdá se contestaba con el ejemplo de lo que en Londres se había hecho en otra ocasión con el ministro de Suecia conde de Guillemberg. Podía negarse el proyecto que se atribuía de restablecer en el trono de Inglaterra al rey Jacobo III. Cabían promesas de admitir proposiciones para modificar o reformar lo relativo a la Compañía de Ostende. Llamar solamente defensiva a la alianza de España y Austria, como quería persuadirlo el ministro español, y no ofensiva y defensiva, como la calificaban la corte y el embajador de Londres, mirábalo como un estudiado juego de palabras esta potencia. En el convenio de cooperar el emperador a la restitución de Gibraltar, podía con razón alegar España que esto era una promesa solemne hecha por el rey de la Gran Bretaña y el cumplimiento del artículo de un tratado. Pero el argumento que aquellos sacaban de la revelación hecha por el duque de Riperdá de la alianza secreta estipulada entre las cortes de Viena y de Madrid, con los tres célebres artículos descubiertos al caballero Stanhope, no podía deshacerle la disculpa de que aquella declaración había sido una falsa confianza del ministro, o como si dijéramos un engaño, y una falta de veracidad propia de su carácter.
Tampoco a su vez podían satisfacer a la corte de Madrid las respuestas de la de Londres a las explicaciones que aquella pedía. Pudiera hasta cierto punto cohonestarse lo de los armamentos; disculparse, aunque no satisfactoriamente, el motivo del arribo de su escuadra a las costas españolas, pues mucho había que oponer a lo de la necesidad del agua que alegaban: pero la conducta del almirante Hossier en los puertos de la India aparecía injustificable, como probada con auténticos testimonios, y no era admisible su evasiva de que nada se sabía en Inglaterra, cuando constaba que a mediados de setiembre había llegado a Londres una embarcación ligera despachada por el almirante mismo. Así no es extraño que una y otra nación se empeñaran en no dar respuestas categóricas y satisfacciones terminantes, y que anduvieran buscando efugios, porque la verdad era que ninguna de las dos cortes obraba ni hablaba con sinceridad, que ambas se preparaban para un rompimiento, y que en medio de tantas protestas como por una y otra parte se hacían de desear el mantenimiento de la paz y de las buenas relaciones entre sí, no había ningún hombre político que no viera amenazar y estar próximas las hostilidades.
Como todo el que se mostrara algo adicto a Inglaterra era ya mirado de mal ojo, y el marqués de Grimaldo era notado de esto, trabajó eficazmente por su separación el embajador imperial conde de Königseg, que se había hecho el hombre de más influjo y valimiento en la corte. Ayudaron a este propósito las disidencias entre Grimaldo y Orendáin, justamente sentido aquel antiguo ministro de que éste, que había sido protegido y subalterno suyo, se hubiera alzado con casi toda la autoridad que él antes tenía. Cayó pues el fiel Grimaldo (30 de setiembre, 1726), al cabo de veinte años de ministerio, con orden de que saliera al punto de Madrid, aunque señalándole dos mil doblones de pensión. Confiáronse todos los negocios extranjeros al marqués de la Paz, único que había intervenido en la alianza con el Imperio. A la separación de Grimaldo siguió la de Arriaza del ministerio de Hacienda, por haberse mostrado contrario al envío de las enormes sumas que se remitían a Viena. Diose la presidencia de Hacienda a don José Patiño, que tenía ya el ministerio de Marina e Indias, y cuyo poder crecía cada día.
Ya no veía el embajador alemán cerca del rey de España otra persona que contrariara sus miras y pudiera neutralizar en parte su influjo, sino al padre Bermúdez, confesor del rey, y muy de su confianza. La reina misma, que le aborrecía, no había podido conseguir su separación. Un suceso inesperado vino a satisfacer el deseo de la reina y del embajador austriaco. El padre Bermúdez, que se había puesto en correspondencia con el obispo de Frejus, después cardenal Fleury, ministro de Luis XV de Francia, entró un día en el cuarto del rey a enseñarle unas cartas que acababa de recibir del ministro francés. En el acto de estarlas leyendo asomó la reina a la cámara, y como si sintiera interrumpirlos en sus negocios hizo ademán de retirarse. «Podéis entrar, le dijo el rey; el padre Bermúdez me hablaba de estas cartas del cardenal Fleury.» Y alargóselas a la reina para que las leyese. El confesor se retiró turbado. Con decir que en las cartas se aconsejaba a Felipe que moderara la confianza que tenía en su esposa, y que se contrariaba en ellas su sistema favorito, déjase comprender la indignación que se apoderaría de aquella irritable princesa. Aquella misma tarde recibió orden el confesor de retirarse a su colegio imperial de la Compañía, y se nombró en su lugar al padre Clarke, jesuita también, rector de los escoceses de Madrid, confesor que era del mismo conde de Königseg, y conocido por su adhesión a la familia y a la causa de los Estuardos{3}.
Una de las cosas por que trabajaba con mas afán y más ahínco la corte de Madrid era por desunir y separar la Francia de la Inglaterra. Ni Felipe ni Isabel perdonaban al duque de Borbón el desaire de la devolución de la infanta su hija, habiendo declarado que no le admitirían disculpa alguna mientras no le vieran venir a Madrid a pedirles perdón de hinojos. La opinión pública de Francia se pronunciaba contra el duque ministro por la repugnante inmoralidad que distinguía su gobierno; los parciales de España fomentaban las discordias interiores del reino vecino; el abad Fleury, obispo de Frejus, preceptor de Luis XV, había tomado un grande ascendiente, y las disputas entre el duque y el obispo produjeron al fin la exoneración del de Borbón, y la subida de Fleury al ministerio, que aceptó con valor y resolución a pesar de sus setenta y tres años. Este cambio fue recibido con grande alegría por los monarcas españoles, que esperaban de él la reunión de ambas coronas. Sin embargo, el ministro prelado declaró al embajador inglés en París, Walpole, que estaba resuelto a respetar los compromisos de los aliados de Hannover, y la mediación del emperador que Felipe quiso indiscretamente poner en juego fue rechazada por Fleury como inoportuna, insidiosa y contraria a la fe de los tratados con Inglaterra. Y ya hemos visto el efecto que produjo la correspondencia que con el nuevo ministro de Francia entabló el confesor Bermúdez. No dio más lisonjeros resultados la intervención de los nuncios de Su Santidad en las cortes de Viena, de París y de Madrid, que trabajaban con empeño por una reconciliación por encargo del papa, que como padre común de los fieles, viendo agriarse las cosas cada día, procuraba evitar una guerra cruel y sangrienta en que temía ver envuelta toda Europa.
Convencido ya Felipe V de que eran inútiles sus gestiones por separar a Francia de Inglaterra, y cada vez más receloso de las intenciones hostiles de esta potencia, tomó sus medidas para prevenirse a todo evento, mandó vigilar todas las costas, envió ingenieros para reparar y fortificar las plazas, se aumentó la guarnición de Cádiz, y se formó un campo militar en la isla de León. Estrechó más los nudos de la alianza con la corte imperial; envió nuevo embajador a Viena, y activó las remesas de dinero a aquella corte para tenerla más propicia. Todos los que habían seguido la causa de Austria en la guerra de sucesión volvieron a la posesión de sus bienes confiscados, y les fueron reconocidos sus empleos, títulos y dignidades dados por el emperador, como si les hubiesen sido otorgados por el rey de España. Alentaba a Felipe la adhesión que la emperatriz de Rusia había hecho al tratado, y la esperanza con que el emperador contaba de separar enteramente a Prusia de la liga de Hannover.
Al fin se decidió Felipe a salir de aquella situación problemática con Inglaterra, y resolvió acometer la empresa de la recuperación de Gibraltar, fiado en que no le faltaría el auxilio del emperador, animado a ello por el embajador Königseg, y sin que al ministro inglés Stanhope le sirvieran las reflexiones que para retraerle de este propósito hizo al marqués de la Paz en diferentes conferencias que con él tuvo; hasta que viendo que no lograba disuadirle de aquella idea, y que los preparativos no se suspendían, lo comunicó al almirante Hopson, que cruzaba las costas de España, para que se acercara a Gibraltar y proveyera a su defensa. Varios generales, instruidos con la experiencia de lo pasado, representaron al rey las dificultades y peligros de aquella empresa, y entre ellos el marqués de Villadarias, como el más escarmentado de la funesta tentativa de otro tiempo. Pero el conde de las Torres, virrey de Navarra, a quien se llamó a la corte, y hombre de acreditado valor, pero no de tanta prudencia, lo representó como cosa asequible y fácil, y en su virtud fue nombrado general del ejército que se destinaba a la reconquista de Gibraltar.
En los momentos en que tan grave negocio parecía ocupar toda la atención de la corte, las noticias que se tuvieron de la peligrosa enfermedad que por entonces acometió a Luis XV de Francia vinieron a renovar en Felipe V y en la reina la idea de la sucesión a aquella corona en el caso de morir aquel monarca. Preocupados con esta idea, acordaron enviar a Francia un agente íntimo con instrucciones confidenciales. Este agente era el abate Montgon, oriundo de Francia, que cuando Felipe V con motivo de su abdicación se retiró a la Granja de San Ildefonso, quiso acompañarle en el retiro, estimulado, decía, del solo deseo de ser testigo de las altas virtudes de S. M. y de imitarlas y fortalecerse en ellas con su ejemplo, sin ambicionar ni rentas ni dignidades. Obtúvolo, hasta con permiso del duque de Borbón, que a su venida a Madrid le encargó que trabajase por la reconciliación de ambas monarquías. Cuando Felipe volvió a recobrar el cetro, este eclesiástico alcanzó la anuencia de su corte para entrar al servicio de España, y como había acertado a hacerse agradable al rey, fue a quien escogió Felipe para confiarle aquella misión delicada. Al efecto, de acuerdo con la reina, le dio sus instrucciones por escrito (24 de diciembre, 1726), harto minuciosas, para que arreglara en un todo su conducta a ellas{4}. Fuéronle también entregados unos apuntes escritos de mano de la reina, propios para dar a su misión un pretexto plausible, y con arreglo a los cuales había de hablar al cardenal de Fleury. En ellos expresaba: «Que las voces que corrían en Francia de que los monarcas españoles no querían oír proposición alguna encaminada a su reconciliación con el rey su sobrino, carecían de fundamento, antes estaban prontos a renovar la buena inteligencia que entre ellos había mediado hasta el regreso de la infanta.» A lo cual seguía una excitación al rey Luis para que prefiriera la alianza con el Imperio y la España a la de las potencias protestantes. Cuidose también de dar al Viaje de Montgon visos de un desaire a instancias del ministro imperial.
Muy lejos estuvo el abate, dice un historiador extranjero, de conducirse con la reserva y circunspección que tan delicada comisión exigía y que le había sido tan recomendada. Al contrario, hízolo todo al revés de lo que se le prevenía en las instrucciones. Desde la primera conferencia que tuvo con Fleury penetró este sagaz ministro todo el plan de su secreta misión, y llegó hasta ver las órdenes que se le habían confiado. Habló de reconciliación precisamente a Morville, el defensor acérrimo de los intereses y de la alianza de Inglaterra. Agasajáronle mucho, porque así les convenía para saber por él todos los planes de Felipe, y cuando le pareció a Fleury se desprendió diestramente de él. Regresó pues Montgon a España trayendo a los reyes noticias lisonjeras de la fidelidad de sus parciales en Francia, y del espíritu de la nación francesa, en general favorable a Felipe, lo cual era verdad, y halagó grandemente a ambos soberanos; y con esto y con declamar mucho contra el cardenal de Fleury, creyeron deber recompensar sus misteriosos servicios, sin advertir ni sospechar que había dejado allá la clave de los misterios{5}.
A este tiempo habían comenzado las hostilidades de España contra Inglaterra, y por orden del rey había sido apresado en Veracruz el navío de la compañía del Sur Príncipe Federico, que llevaba un riquísimo cargamento de mercancías, como en represalia del bloqueo que la escuadra inglesa tenía puesto a Porto-Bello. El ejército destinado a la conquista de Gibraltar se hallaba reunido en Andalucía en número de veinte y cinco mil hombres. En esta situación el rey Jorge de Inglaterra convocó las cámaras, y expuso en ellas el estado de la nación, los designios de las cortes de Madrid y Viena, y la necesidad de concurrir unánimemente a la defensa del reino (28 de enero, 1727). No faltaron, especialmente en la cámara de los lores, discursos de miembros muy autorizados contra la conducta del gobierno, como no faltaban en el pueblo escritos de oposición a la marcha del ministerio. Uno de los lores concluyó el suyo diciendo. «Si en la guerra que queremos emprender somos superiores, ¿qué vamos a ganar? nada. Y si somos vencidos, ¿qué aventuramos? todo.» Verdad es que estos discursos no quedaron sin contestación, y que el gobierno alcanzó gran mayoría, si bien diez y ocho individuos firmaron una protesta contra la votación hecha a favor de la corte. Otorgó pues el parlamento abundantes subsidios de hombres y dinero al rey. La nación en general, y especialmente la ciudad de Londres, hicieron espontáneamente sacrificios extraordinarios, y el rey dio un banquete a la municipalidad en que se gastaron mil quinientas libras esterlinas{6}. Enviáronse a Gibraltar naves con regimientos y abundancia de vituallas, y se tomaron medidas para defender las costas de una invasión. Se despidió bruscamente al embajador del Imperio conde de Palus. Holanda, Suecia y Dinamarca ratificaron su adhesión al tratado de Hannover; se formó un ejército francés en la frontera de Alemania, y la muerte de Catalina I de Rusia privó al Imperio y a España de un apoyo poderoso en el Norte de Europa. Mas no obstante el emperador tomó medidas para la seguridad de los Países Bajos, y destinó dos ejércitos, uno al Rhin y otro a Italia, mandados, el primero por el príncipe Eugenio, el segundo por el conde Guido de Staremberg, figurando en las listas de las tropas imperiales hasta doscientos mil hombres entre infantería, caballería y demás armas. Prusia andaba todavía vacilante, si bien algunos príncipes alemanes ofrecieron sus contingentes al imperio.
Entretanto las tropas españolas en número de veinte y nueve batallones, que compondrían unos doce mil hombres, se aproximaron a la plaza de Gibraltar, y acamparon a su vista (30 de enero 1727). Comenzaron luego las operaciones de sitio, y el 22 de febrero se abrió la primera brecha, con cuyo motivo mediaron algunas contestaciones entre el gobernador Clayton y el general español conde de las Torres. Los navíos ingleses se pusieron fuera del tiro de las baterías españolas: cuatro naves francesas que estaban en la bahía se retiraron. Un cuerpo de dos mil españoles llegó a situarse bajo el cañón de la plaza, mas no pudo sostenerse a causa del fuego de la flota inglesa que se acercó a la playa de Levante. Las baterías de una y otra parte continuaron los días siguientes disparando con igual empeño y ardor, hasta que el 5 de marzo las españolas lograron apagar los fuegos de siete piezas que los enemigos tenían en el fuerte de la reina Ana. Con la noticia que llegó a Madrid de estos sucesos el caballero Stanhope pidió sus pasaportes, y el marqués de la Paz se los expidió (11 de marzo), partiendo en consecuencia aquel embajador con toda su familia por Bayona y París.
Proseguía con empeño el sitio de Gibraltar, a pesar de las lluvias y los vientos que solían deshacer algunas obras. Entre las diferentes baterías de los españoles las había de veinte piezas. Grande era también el fuego que se hacía de la plaza, y tan frecuente que esto mismo fue causa de que se les inutilizaran a los enemigos porción de cañones por no lavarlos. Las noticias que a este tiempo se recibían de la escuadra inglesa de las Indias tampoco eran favorables a aquella nación. Las enfermedades iban menguando considerablemente la tripulación: la espuma, especie de carcoma que abunda en aquellos mares, destruía de tal manera las embarcaciones, que el almirante avisó que no podía permanecer en aquellas aguas, y que necesitaba volver a Inglaterra para carenar los leños. Al fin la flota se retiró a la Jamaica, y para mayor infortunio suyo murió el almirante Hossier, cabiendo la misma suerte a dos comandantes que le sucedieron. Con esto la armada española tomó la vuelta de España, y aunque la dispersó una borrasca terrible, arribaron a Cádiz los generales don Antonio Castañeta y don Antonio Serrano con dos navíos de sesenta cañones cada uno, en que venía la mitad del tesoro que había estado allá detenido. A los pocos días entró también en el puerto de la Coruña el otro jefe de escuadra don Rodrigo de Torres con cinco navíos de guerra y tres mercantes, trayendo la otra mitad del tesoro. El cargamento todo de esta flotilla se valuaba en diez y ocho millones, quince en oro y plata y tres en mercaderías. Celebró el rey don Felipe este feliz suceso con una fiesta religiosa en el templo de Atocha, en que se cantó el Te Deum. Recompensó a Castañeta haciéndole merced de una pensión de dos mil quinientos ducados anuales, y a Serrano promoviéndole a teniente general de marina. En la corte de Londres causó gran pesadumbre, y el pueblo se llenó de confusión y de recelos{7}. Recibiose también a este tiempo otra buena nueva, la de haber levantado definitivamente los moros el sitio de Ceuta, después de veinte y cuatro años de hostilidades contra aquella plaza{8}.
En medio de la alegría de estas prosperidades veíase que el sitio de Gibraltar, lejos de dar un pronto resultado, como el conde de las Torres tantas veces había prometido, estaba ocasionando padecimientos y bajas en el ejército por temporales y enfermedades, y presentaba síntomas de ser tan desgraciado y tan inútil como el de 1705, especialmente después de haber logrado penetrar en la plaza fuertes socorros de Inglaterra. Quejábanse ya los generales al ministro de la Guerra, marqués de Castelar, del estado infeliz en que se hallaban las tropas, y de la obcecación del conde de las Torres en persistir en una empresa que no había de dar otro fruto que sacrificios inútiles, como entonces los jefes se habían quejado de la temeridad del marqués de Villadarias. Pero ahora el de las Torres, como entonces el de Villadarias, no cesaba de dar al rey lisonjeras seguridades de un pronto triunfo y de un feliz éxito. Entre otros quiméricos proyectos que concibió aquel general fue uno el de minar el famoso peñón para hacerle saltar y que sepultara la población bajo sus ruinas, «último recurso, dice un escritor español de aquel tiempo, de la imaginación guerrera del conde de las Torres, y que no sirvió sino para renovarnos la memoria de la Caverna de Montesinos.» Así es que los ingleses, conocedores de lo absurdo de semejante designio, dejaban trabajar en la mina sin inquietarse por ello.
La guerra comenzada entre Inglaterra y España con el sitio de Gibraltar amenazaba extenderse a toda Europa, y envolver a todas las potencias, comprometidas unas por la alianza de Viena, otras por la de Hannover. En el Norte, en el Centro y en el Mediodía se habían hecho aprestos bélicos imponentes; y sin embargo, en el fondo los príncipes y estados que no tenían un interés directo en las pretensiones del emperador y del rey de España temían una guerra que podía producir una general devastación y deseaban la paz. Ya hemos indicado con cuánto interés habían trabajado por evitar la guerra los legados de Su Santidad en las cortes de Viena, de París y de Madrid. Lo que importaba a la Holanda era la abolición de la Compañía de Ostende por perjudicial a su comercio, pero ni ella ni otras potencias favorecían con mucho gusto una guerra contra la casa de Austria que pudiera destruir el equilibrio europeo, y entre los hombres de estado de la misma Inglaterra predominaba este pensamiento del equilibrio de Europa; tanto que al diplomático Horacio Walpole por su apego a esta idea le daban el apodo de el Doctor Equilibrio{9}. Al fin el rey de Francia, o más bien su primer ministro el cardenal de Fleury, que deseaba mantenerse en el puesto que ocupaba, se decidió a ofrecer su mediación al emperador, y el duque de Richelieu, embajador de Francia en Viena, hizo las primeras indicaciones, que fueron acogidas aun mejor de lo que se esperaba; y es que Carlos VI veía ya con disgusto los compromisos en que le envolvía el empeño en sostener la Compañía de Ostende, y la ninguna esperanza de vencer en este punto la inflexibilidad de las potencias marítimas. Una vez iniciadas las conferencias, tratose ya el punto con los embajadores de las demás naciones, y después de presentarse varios proyectos, y después de las impugnaciones, de los debates y de las modificaciones que son casi indispensables en tales casos, conviniéronse al fin ciertos artículos preliminares que el emperador aceptó (21 de mayo, 1727), y que llevados a París fueron firmados a los pocos déas (31 de mayo), acordándose celebrar para el tratado definitivo un Congreso, para el cual se señaló primeramente la ciudad de Aquisgrán, después la de Cambray, y por último la de Soissons.
Estos preliminares, que firmaron el barón de Fonseca, el conde Morville, Horacio Walpole y Guillermo Borrel, ministros de Austria, Francia, Inglaterra y Holanda, contenían por principales bases, que cesarían inmediatamente las hostilidades, que se suspendería por siete años la Compañía de Ostende, y que el Congreso de la paz se reuniría en el término de cuatro meses{10}. Hubo alguna dificultad en la corte de Madrid, donde sorprendió la noticia de este suceso. Celebráronse algunas reuniones de embajadores y ministros, pero al fin el rey, que se hallaba en aquellos días enfermo, cedió en obsequio de la paz, y dio su aprobación a los preliminares (19 de junio), pasando inmediatamente las órdenes oportunas a Gibraltar para que se suspendiesen las hostilidades, como así se ejecutó por medio de un convenio entre el gobernador de la plaza y el conde de las Torres. De esta manera concluyó el segundo sitio de Gibraltar, tan ruidoso y casi tan funesto como el primero, pues al cabo de cerca de cinco meses la tropa padeció en extremo, la artillería quedó inservible, y el conde de las Torres no dio más ventajoso resultado de su imprudente empresa que el que había dado en otro tiempo el marqués de Villadarias{11}.
No alcanzó el rey Jorge I de Inglaterra a disfrutar del resultado de esta negociación, por la cual recibía muchos plácemes, pues habiendo partido, luego de firmados los preliminares, a sus estados de Alemania, sorprendiole la muerte en Osnabrug (22 de junio, 1727), en la misma morada, dicen, en que había nacido en 1660. A los cuatro días de su fallecimiento fue proclamado en Londres rey de la Gran Bretaña su hijo con el nombre de Jorge II.
La circunstancia de haber dado felizmente a luz la reina de España otro infante (25 de julio, 1727), a quien se puso por nombre Luis, pareció buena ocasión al rey de Francia, cuya salud se iba mejorando y robusteciendo visiblemente contra todos los cálculos, para dirigir una carta de parabién al rey de España su tío. Recibió y leyó Felipe con particular complacencia esta carta, y declaró públicamente quedar hecha la reconciliación. En su virtud, y no siendo ya necesaria la presencia del abad de Montgon en París, fue otra vez llamado a España, donde vino al cabo de algún tiempo, quedando muy satisfechos los reyes, dice un escritor español contemporáneo, de la habilidad con que supo manejarse en la delicada comisión que le habían confiado, y tan agradecidos que le hubieran, añade, elevado al ministerio a no haberse opuesto a ello decididamente sus émulos y enemigos en España, y en unión con ellos el cardenal de Fleury, que conocía y temía su sagacidad y talento{12}.
Faltaba solo vencer los reparos y dificultades que ponía el monarca español para la ratificación de los preliminares, que hasta entonces no había hecho sino aceptar, y era lo que retardaba la conclusión de la paz que ya todos apetecían. A este fin vinieron a Madrid los embajadores de Inglaterra y de Francia, Keene y Rotembourgh, que con los de Holanda y el Imperio, Wander-Meer y Königseg, celebraron varias conferencias con el marqués de la Paz. Mostrábase fuerte la corte de España, y la principal repugnancia del rey don Felipe consistía en lo de restituir las presas hechas por la flotilla española de las Indias, y principalmente en la del famoso navío inglés Príncipe Federico cogido en Vera-Cruz, al menos mientras los ingleses no evacuaran la isla de la Providencia, y no demolieran las fortalezas construidas en la costa de la Florida, y todo lo existente en las partes del Nuevo Mundo, donde ni Inglaterra ni otra nación alguna podía introducirse. Sin embargo estas dificultades se hubieran zanjado más pronto sin las condescendencias del embajador de Francia, que parecía haberse propuesto contemporizar con todos y entretener la negociación, dando motivo a sospechar que tenía un interés personal en prolongar su embajada; pero apretado por los de las demás potencias, y por el mismo cardenal Fleury a quien se dirigían las quejas y reclamaciones, convínose en que el conde de Rottembourg escribiría un papel al marqués de la Paz que contendría la manera de llegar al término de este negocio, y que el ministro español le respondería en otro expresando la voluntad de su soberano.
Así se verificó: y el marqués de la Paz, en nota de 3 de diciembre (1727), ofreció en nombre del rey Católico: 1.º retirar sin dilación y enviar a cuarteles las tropas de Gibraltar, quedando las cosas conforme al tratado de Utrecht: 2.º dar orden para que se entregara a la compañía del Sur el navío Príncipe Federico, y dejar a los ingleses el libre comercio de las Indias, con arreglo al tratado del Asiento, y a los artículos 2.º y 3.º de los Preliminares: 3.º hacer entregar inmediatamente a los interesados los efectos de la flotilla, como en tiempo de plena paz.
Todavía no satisfizo esta respuesta a los embajadores de Inglaterra y de Holanda, y muy especialmente al primero, por alguna diferencia que había entre una cláusula de las proposiciones del marqués de la Paz y las presentadas a nombre de S. M. B. Con tal motivo envió Keene un correo extraordinario a Londres; Wander-Meer significó que haría lo mismo a los Estados Generales. Hubo pues nuevas quejas de unas a otras potencias, y nuevas pláticas entre los embajadores que residían en Madrid. Inglaterra aumentaba sus armamentos navales; despachose a las Indias al contra-almirante Hopson, y el almirante Wager cruzaba la costa de España. Jorge II de Inglaterra interesaba a Luis XV a que hiciera que el monarca español pusiera el ultimátum a los preliminares. Felipe V continuaba enfermo e hipocondriaco, y la reina era la que lo hacía y despachaba todo con el marqués de la Paz. A ellos se dirigió el embajador francés conde de Rottembourg, y en vista de sus reflexiones, y temiendo la reina y el marqués de la Paz las consecuencias de entorpecer por más tiempo la conclusión de un negocio en que tantas potencias estaban interesadas, condescendieron en que se hiciese una nueva convención, y se firmó en el Pardo (6 de marzo, 1728) el acta de la ratificación definitiva de los preliminares{13}, que suscribieron los ministros de España, Austria, Francia, Inglaterra y Holanda, quedando todo lo demás para arreglarse en el futuro congreso. Las tropas se retiraron de Gibraltar: aquietáronse las naciones, y esperábase todo de lo que se estipulara solemnemente en la asamblea de Soissons{14}.
{1} Aludía a los obsequios hechos a los duques de Ormond y de Wharton.
{2} El contexto de estas largas notas diplomáticas puede verse en Belando, Historia Civil, Parte IV, cap. 71 a 76.
{3} Campo-Raso, Memorias políticas y militares, Continuación de San Felipe.– Cartas de Stanhope al ministro Walpole.– Memorias de Montgon, tomo II.
{4} Instrucciones para el abad de Montgon.
Después de un pequeño preámbulo, ponderando la confianza que le inspiraba su fidelidad, le decía el rey.
1. Os mando paséis incontinenti a Francia, en donde procurando conocer aquellos que me son afectos, los que lo son a la casa de Orleans, igualmente que los indiferentes, me deis parte de todo, haciendo lo posible para aumentar el número de los primeros, sin explicaros demasiado: porque muchos, con el pretexto de decir que me son afectos, podrían descubrir el misterio, y servirse de él para oponerse en llegando la ocasión, y aun perjudicar el estado presente de mis negocios...
2. No comunicareis cosa alguna de vuestra comisión, ni al cardenal de Fleury, ni al conde de Morville (ministro de la Guerra), al primero, por sus compromisos con la casa de Orleans, y también porque de algún tiempo a esta parte tengo motivo para desconfiar de él. Trataréis con él como particular, pero no le hablaréis de negocios, a menos de recibir órdenes mías terminantes... Por lo que hace al conde de Morville, sé que está totalmente en la dependencia de los ingleses: por lo mismo debéis tratarle con cautela, y sacar de él las noticias que pudiereis, y comunicármelas.
3. Procuraréis manejaros de modo que no deis la menor sospecha a los ministros del emperador; tratar con ellos como con los demás, y no darles a conocer ni a sospechar que lleváis encargo particular mío, ni ahora ni nunca sin expresa orden mía.
4. Dareisme parte hasta de las menores bagatelas, procurando para esto introduciros cuanto sea posible, pero sin afectación.
5. Vuestro tren en París ha de ser el de un simple particular, evitando daros aquel aire de que suelen revestirse los ministros, porque serán muchos los que os observarán.
6. No hablaréis nunca de reconciliación, atendido el estado en que están ahora las cosas.
7. Procuraréis en el mejor modo posible ganar al duque de Borbón, asegurándole que sí quiere empeñarse en mi causa, que es la justa, olvidaré lo pasado, y podrá esperar en mí todo género de atención y amistad hacia su persona. Esto exige todo vuestro cuidado y sagacidad, por lo que importa el secreto impenetrable sobre esta materia.
8. Conviene no ignoréis que el marqués de Pompadour es y ha sido siempre amigo... (aquí seguía instruyéndole de cómo había de hablar a este y a otros).
9. Os doy una carta credencial de mi mano para el parlamento, a fin de que la presentéis luego que fallezca el rey mi sobrino, en la cual ordeno que en cuanto suceda el fallecimiento se me proclame rey de Francia.
10. Me informaréis en llegando a París si debo escribir algunas cartas sobre esto a los diferentes órdenes del Estado, así eclesiásticos como seculares...
11. Si es necesario nombrar un consejo de gabinete, o cualquier otro, o un regente durante mi ausencia, me avisaréis, designando las personas que tuviereis por más a propósito para ello: así como también si la reina, sobreviviendo al rey, necesita custodios que cuiden de su preñado y de lo que pudiere acaecer.
12. Luego que veáis al rey mi sobrino acometido de algún síntoma peligroso, me despacharéis un correo, y si llegase a morir, otro con esta noticia...
13 y 14. En estos dos artículos le advertía cómo había de seguir la correspondencia, y le prevenía que la guardara, así como esta instrucción, de modo que nadie la pudiera jamás encontrar.– Madrid 24 de diciembre de 1726.– Firmado.– Felipe.»– Memorias de don José Campo-Raso, tomo I, año 1726.– William Coxe, Reinado de la casa de Borbón, cap. 38.
{5} Comunicaciones y memorias de Walpole.– Sin embargo el continuador español del marqués de San Felipe dice todo lo contrario, como veremos luego.
{6} «La alegría de los convidados, añade un escritor de aquel tiempo, celebrando esta fiesta, fue tan completa que se agotaron mil y doscientas botellas de vino, y se tiraron al aire hasta cincuenta docenas de vasos.»– En las historias de Inglaterra se dan curiosos pormenores acerca de las disensiones y de los acuerdos de las cámaras.
{7} Belando, Historia civil, parte IV, c. 78 y 79.– Memorias de Campo-Raso, t. I.
{8} Motivó esta resolución la muerte del rey de Mequínez Muley Ismael, y las disensiones suscitadas entre los muchos hijos que dejó.
{9} Historia de Inglaterra: Reinado de Jorge I.
{10} Eran doce artículos: Belando en la parte IV de su Historia Civil inserta el texto latino.
{11} Belando, Historia Civil, parte IV, c. 81 a 83.– Campo-Raso, Memorias militares y políticas, ad ann.
{12} Este juicio del autor de las Memorias Políticas y Militares para servir de continuación a los Comentarios del marqués de San Felipe, acerca del desempeño y conducta del abad de Montgon en la comisión que llevó a Francia, está, como el lector habrá observado, en abierta contradicción con lo que de él nos ha dicho antes el historiador inglés del Reinado de los Borbones en España, que nos le ha representado ligero, crédulo, indiscreto y torpe en el desempeño de su cometido. ¿Cuál de ellos le habrá juzgado con más acierto y verdad? El inglés Coxe se conoce haber fundado su juicio sobre las Memorias de Walpole, embajador de su nación en París, cuya influencia y cuyos planes precisamente iba encargado de combatir el abate francés, y por lo mismo no es maravilla tratara sin indulgencia a quien llevaba el plan de separar la Francia de la amistad de Inglaterra, y de reconciliar al monarca francés con el español, como al fin se consiguió. El español Campo-Raso no tenía estos motivos de prevención contra el negociador eclesiástico, y por otra parte acredita estar muy a fondo informado de la marcha de todos los negocios y accidentes políticos de su tiempo.
Lo cierto fue que el abad de Montgon tuvo muchos enemigos en Francia y en España, los cuales lograron entibiar la estimación en que el rey le tenía, hasta que consiguieron alejarle de Madrid. Entonces se fue a Portugal, con motivo de las relaciones que tenía con el infante don Manuel. Allí estuvo dos o tres meses, hasta que sus émulos le obligaron también a retirarse de aquel reino. Volviose a Francia su patria, donde no le fue más propicia la fortuna, pues molestado y perseguido por el cardenal de Fleury, se vio al fin obligado a refugiarse en Roma.
{13} El acta del Pardo contenía los siguientes artículos:
1.º Se levantará inmediatamente el bloqueo de Gibraltar: las tropas volverán a sus cuarteles; se retirará la artillería: se demolerán las trincheras y demás obras de sitio: volverá todo por ambas partes al estado prescrito por el tratado de Utrecht.
2.º Se enviarán sin dilación órdenes claras y terminantes para entregar el navío Príncipe Federico y su carga a los agentes de la Compañía del Sur, que le enviarán a Europa cuando lo juzguen oportuno: los ingleses seguirán disfrutando el libre comercio de las Indias Occidentales, conforme al tratado del Asiento, confirmado por los artículos 2.º y 3.º de los Preliminares.
3.º Se restituirá inmediatamente a los interesados los efectos de la flota, y asimismo los de los galeones, cuando hayan regresado a Europa, como en tiempo libre y de paz, conforme al artículo 5.º de los Preliminares.
4.º S. M. C. se obliga, del mismo modo que lo ha hecho S. M. B., a observar cuanto se arregle y establezca (por lo concerniente a las presas hechas de la una a la otra corona, así como respecto al navío Príncipe Federico) en el futuro congreso.– Siguen las firmas, que se pusieron en los días 4, 5 y 6 de marzo.
{14} Belando, Historia civil, parte IV, c. 81 a 84.– Campo-Raso, Memorias políticas y militares, Año 1726, 1727.– Cartas de Rottembourg a Chauvelin.– De Keene a Newcastle.– Papeles de Walpole.– William Coxe, en los capítulos 38 y 39 de su España bajo los Borbones, copia, como de costumbre, varias cartas de los embajadores, en que se dan noticias minuciosas de las entrevistas y conversaciones que tuvieron con la reina, con el de la Paz, y ellos entre sí. Son curiosas, por la parte característica de estos personajes que ayudan a conocer.