Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo XVIII
Tratado de Sevilla
El infante don Carlos en Italia
De 1728 a 1732

Congreso de Soissons.– Plenipotenciarios que asistieron.– Pretensiones de España desatendidas.– Proposición del cardenal Fleury.– Languidez y esterilidad de las sesiones y conferencias.– Disuélvese sin resolver definitivamente ninguna cuestión.– Intenta Felipe V hacer segunda abdicación de la corona.– Cómo se frustró su designio.– Melancolía y enfermedad del rey.– Influjo y poder de la reina.– Dobles matrimonios de príncipes y princesas de España y Portugal.– Viaje de los reyes a Extremadura y Andalucía.– Planes y proyectos de la reina: nuevas negociaciones.– Célebre tratado de Sevilla entre Inglaterra, Francia y España.– Artículo concerniente al envío de tropas españolas a Italia.– Quejas del emperador.– Armamentos navales en Barcelona.– Inacción de las potencias signatarias del tratado de Sevilla.– Esfuerzos de la reina Isabel.– El cardenal Fleury.– Ultimátum al emperador.– Respuestas y notas.– Impaciencia de los monarcas españoles.– Ocupación de Italia por ochenta mil imperiales.– Situación alarmante de Europa.– Mediación del rey de Inglaterra.– La acepta la reina Isabel.– Tratado de Viena entre el emperador y el rey de la Gran Bretaña.– Declaración de los reyes de España e Inglaterra.– Se concierta la ida de tropas españolas y del infante don Carlos a Parma.– Convenio con el gran duque de Toscana.– Expedición de la escuadra anglo-española.– Viaje de don Carlos a Toscana y Parma.– Toma posesión de aquellos ducados.– Protesta del pontífice.
 

Por consecuencia de lo estipulado en los preliminares de la paz firmada por los representantes de las cinco potencias, se abrió el 14 de junio (1728) el congreso de Soissons con asistencia de los embajadores de aquellos mismos Estados, los de Suecia, Dinamarca, Polonia, Lorena, el Palatinado, y hasta del Zar Pedro II de Rusia, que había sucedido a Catalina I. Concurrieron como plenipotenciarios de España el duque de Bournonville, embajador que había sido en Viena, el marqués de Santa Cruz de Marcenado don Álvaro de Navia Osorio, y don Joaquín de Barrenechea, mayordomo de semana de la reina. También asistió, acaso como consultor, don Melchor de Macanáz{1}. Esperábase que este congreso pondría término a las disputas que traían hacía tantos años agitada la Europa. Mas estas esperanzas se fueron pronto desvaneciendo, según veremos, al modo que había acontecido con las que se fundaron en el congreso de Cambray.

Viose por una parte al emperador observar para con España una conducta diferente de la que esta nación debía prometerse de la alianza de Viena. Interesado otra vez en suscitar obstáculos a la sucesión del infante don Carlos a los ducados de Parma, Plasencia y Toscana, había conseguido que el duque Antonio Farnesio de Parma se decidiera a casarse, como lo ejecutó tomando por esposa a la princesa de Módena. Había igualmente intrigado con el gran duque de Toscana, al propio efecto de dilatar o entorpecer la cuestión del príncipe español, lo cual obligó a la corte de Madrid a enviar a aquellos estados al marqués de Monteleón, que estaba de embajador en Venecia, para que observara los pasos y manejos de la corte imperial. Veíase pues cuán lejos estaba el austriaco, a pesar de su reciente amistad con España, de cumplir uno de los principales artículos del tratado de la Cuádruple Alianza, y una de las más esenciales condiciones de la paz de Viena.

Por otra parte desde las primeras sesiones del Congreso de Soissons comenzose a notar cuán poco dispuestos iban los ministros de Inglaterra a atender a las reclamaciones que hicieron los de España sobre resarcimiento de daños hechos a los galeones españoles por la escuadra inglesa de Indias, y sobre la restitución de Gibraltar, conforme al ofrecimiento de su soberano. Y aunque los demás plenipotenciarios parecían reconocer la justicia de la reclamación, y los de Francia mostraban interés en reanudar su amistad con España, el cardenal Fleury, que la tenia íntima y muy antigua con Walpole, propuso, acaso por no disgustarle, que más adelante se vería el medio de arreglar esta cuestión, con lo que logró irla difiriendo indefinidamente. No se adelantaba más en lo respectivo a la Compañía de Ostende, y en los demás artículos de los preliminares, cuya solución se había aplazado para este congreso. Reducíase todo a cambiarse notas y memorias, sin llegar nunca a una decisión, y pasábase el tiempo en meras formalidades, como había sucedido en el de Cambray, y puede decirse que el único monumento que existe de aquella famosa asamblea es un bello reglamento de policía que hizo. El cardenal de Fleury, alma y como el oráculo de ella, embarazado para responder a tantas cuestiones y dificultades, resolvió volverse a París, desde donde se entendía con los demás plenipotenciarios, que iban y venían; mas como de estas conferencias no resultase sino nueva oscuridad y confusión, otros ministros se retiraron también a sus respectivas cortes sin haberse ocupado formalmente en otra cosa que en disponer banquetes y alquilar casas de campo. En su virtud, y no queriendo el cardenal renunciar a su papel de mediador, y no hallando medio de llegar a concluir un tratado de paz general, propuso que todas las potencias guardaran una tregua de catorce años, quedando en la situación pacifica en que las habían puesto los preliminares.

Oponíase a esto la España, pretendiendo que se variasen algunos artículos, sustituyendo en su lugar uno, en que se le permitiera guarnecer inmediatamente con tropas españolas los estados de Parma y Toscana, con arreglo al tratado secreto de Madrid de 1721 con Francia e Inglaterra. Resistían esto los ministros imperiales, no reconociendo tal artículo secreto, que decían ignorar su mismo soberano, mucho más cuando ya el emperador, de acuerdo con el duque de Bournonville, había tomado, decían, las medidas conducentes a asegurar al infante don Carlos aquellos estados de Italia, y que era además contrario al artículo 5.º de la Cuádruple Alianza. Otros puntos estaban suscitando iguales o parecidas disputas y dificultades. Y viendo la corte de España aquellas dilaciones, y que todo se reducía a sucederse continuamente unos a otros proyectos, y que el duque de Bournonville, a invitación del cardenal Fleury, estaba siempre prometiendo satisfacer a Sus Majestades Católicas, diéronle estos reyes orden para que viniese él mismo a explicar y desenredar personalmente aquellos misterios, puesto que en aquellos tratos se había cuidado de no dar participación a los demás plenipotenciarios españoles.

Extraña asamblea fue ésta por cierto. Mientras unos ministros permanecían en Soissons, otros conferenciaban con el anciano cardenal Fleury en París o en Compiegne, y algunos se habían retirado a sus cortes. De los de España, Bournonville vino a Madrid, como hemos dicho, llamado por los reyes; Santa Cruz y Barrenechea proseguían en Soissons, y desde allí consultaban todos los puntos con Macanáz, que se volvió también a París{2}. De esta manera permaneció el congreso, ni bien abierto ni bien cerrado, hasta mayo de 1729; por último se trasladaron todos los plenipotenciarios a París, donde subsistieron hasta setiembre de 1730, pero sin que de tales reuniones ni de tal aparato resultara nada decisivo{3}.

Una de las causas que contribuyeron a hacer lánguidas, y por último infructuosas las conferencias de este congreso, por lo menos en lo relativo a España, fue la novedad que entretanto ocurrió en el palacio de Madrid. El rey don Felipe, enfermo y melancólico, disgustado del poder, atormentado de escrúpulos, o porque creyera no poder llenar cumplidamente los deberes de la dignidad real, o conservando su afición a la vida retirada que una vez había experimentado, meditaba cómo hacer una segunda abdicación y recogerse en su querida granja de San Ildefonso, sin que lo supiera la reina para que no le contrariara la resolución. Hasta pensó en salirse ocultamente de palacio para poderlo ejecutar, mas como la reina apenas se separara nunca de su lado, tuvo que aprovechar una ocasión en que esta princesa se había retirado a descansar en su aposento, para escribir de su puño un decreto renunciando otra vez la corona, y mandando al Consejo de Castilla que reconociera al príncipe don Fernando y le hiciera proclamar en Madrid como rey de España. Cuando volvió la reina al cuarto de su esposo, creyendo Felipe que ya el decreto estaría entregado al presidente del Consejo, descubriole lo que acababa de ejecutar, añadiendo que esperaba lo tomaría a bien, porque así lo quería la Providencia para su mayor gloría. Sorprendida la reina, pero comprendiendo lo que importaba aprovechar el tiempo para impedir, si se podía, los efectos de tan extraña determinación, despachó inmediatamente al marqués de la Roche a casa del arzobispo de Valencia, presidente de Castilla, a recoger el documento, si por acaso no hubiera todavía circulado. Por fortuna el arzobispo había sido bastante previsor para diferir la presentación del decreto al Consejo, y el marqués de la Roche llegó todavía en los momentos en que el tribunal iba a reunirse para la ceremonia de la proclamación. El papel fue recogido, la reina le inutilizó, y no se habló más del asunto sino para combatir los escrúpulos del rey y precaver que volviera a caer en tal tentación, y para desterrar de la corte al portador del documento, demasiado activo en ejecutar órdenes tan contrarias al bien público.

El rey sin embargo continuó haciendo una vida retraída y aislada, dominado de la melancolía, y sin comunicarse más que con la reina, y en los casos necesarios con los ministros y los médicos. Con este motivo la reina era la que manejaba los asuntos del gobierno, y con quien se entendían los ministros y embajadores, daba audiencias, y era el único conducto de comunicación con el rey, de cuya estampilla usaba ella misma para la autorización de los instrumentos. Al influjo, pues, que por estas circunstancias ejercía la reina Isabel debe atribuirse el giro que tomó la política española en el congreso de Soissons. Solamente salió Felipe de aquel aislamiento y de aquel indiferentismo, cuando supo que su sobrino el rey Luis XV de Francia se hallaba atacado de las viruelas (octubre, 1728), por cuya causa se interrumpió la comunicación entre ambas cortes, y como no se recibían noticias de Francia, dábase ya por muerto a aquel soberano. Renováronse entonces los pensamientos de sucesión a aquella corona, y mediaron entre el rey y la reina pláticas acaloradas sobre lo que convendría hacer luego que se supiera el fallecimiento. Pero esta vez, como tantas otras, frustró el restablecimiento de Luis XV, todos los planes de los que aspiraban a sucederle{4}.

Luego que los monarcas españoles perdieron la esperanza, alimentada por el barón de Riperdá, de casar dos de sus hijos con dos archiduquesas de Austria, oyeron con gusto las proposiciones de don Juan V de Portugal para efectuar un doble enlace, del príncipe de Asturias don Fernando con la infanta portuguesa María Bárbara de Braganza, y del príncipe del Brasil con la infanta española María Ana Victoria, la que estuvo para casarse con Luis XV y había sido devuelta de Francia. Interesaba a la corte de Madrid separar de las potencias marítimas un aliado tan importante como el rey de Portugal, y los matrimonios quedaron concertados. Pero iba más de un año que se andaba difiriendo la ejecución con varios pretextos, y principalmente con las enfermedades del rey don Felipe, y hay quien dice también si por voces que corrieron de proyectos de casar la infanta de España con el zar Pedro II de Rusia, fundadas en los obsequios y distinciones que aquel emperador estaba dispensando al embajador de España en la corte de Moscú, duque de Liria. Todo esto se desvaneció al saber que los matrimonios portugueses se iban ya a realizar sin dilación, como que se señaló el 7 de enero (1729) para la entrega mutua de los príncipes y princesas en la raya de ambos reinos. Aquel invierno fue crudísimo, y sin embargo no se suspendió el proyecto, como todo el mundo recelaba, antes bien no se omitió nada de cuanto podía hacer pomposa y magnífica la ceremonia nupcial. Había de hacerse orillas del Caya, en cuyo río se mandó construir un puente que había de servir de límite a ambos reinos, y en medio una casita para las entregas.

Faltó poco para que una cuestión insignificante, como era la de complacer a los monarcas portugueses en diferir la ceremonia dos días a causa de no tener concluidos sus preparativos, produjera una grave desavenencia entre los soberanos de uno y otro reino. Al fin se arregló aquella pequeña discordia, y partiendo toda la familia real de España de Badajoz, donde estaban esperando con los embajadores y una brillante comitiva, los monarcas, príncipes y magnates de Portugal de Yelbes, entraron a un tiempo en la sala del puente de Caya (19 de enero, 1729), donde se celebraron los dobles desposorios con general satisfacción y alegría, tanto como fue mutuo y grande el pesar de la separación de los príncipes desposados cuando llegó el caso de despedirse de sus padres, y no menos el dolor que éstos mostraron al desprenderse de sus hijos: la escena enterneció a todos{5}.

De Extremadura prosiguieron los monarcas españoles a Andalucía, cuyo viaje tenían proyectado, con el objeto ostensible de presenciar la llegada de la flota de Indias, que consistía en diez y seis navíos, y conducía el tesoro, cuyo valor ascendía, como ya hemos dicho en otra parte, a muchos millones de pesos; mas no faltó quien atribuyera el Viaje a cálculo de la reina para distraer a Felipe de sus designios de abdicación. Pasaron algún tiempo entre Cádiz y la Isla de León, donde vieron botar al agua el navío Hércules de setenta cañones, el primero que se construyó en el nuevo astillero de Puntales, obra honrosa de don José Patiño; y queriendo hallarse en Sevilla para las fiestas de la Pascua de Resurrección, encamináronse a aquella ciudad, en que habían de fijar por algún tiempo su residencia, y llegaron el 10 de abril.

Las negociaciones políticas, momentáneamente suspensas durante el viaje de los reyes, volvieron a anudarse luego que llegaron a Andalucía. La Europa entera no podía permanecer ya más tiempo en un estado que ni era de guerra, ni de tregua, ni de paz, y por lo mismo que participaba de todo era un estado indefinible, y no podía prolongarse mucho tiempo sin graves peligros para todos, porque ya era casi imposible también discernir los amigos de los enemigos. La corte de Francia no podía permanecer más en aquella incertidumbre. Impacientaban a la de Inglaterra los perjuicios que estaba experimentando su comercio. La firmeza de la reina de España en exigir como condición indispensable para la paz la introducción de tropas españolas en los estados de Italia destinados a su hijo, condición que había que obtener del emperador, era el grande obstáculo que había que vencer. La corte de Londres, y su embajador Keene, después de meditarlo mucho, y teniendo ante todo presente las ventajas mercantiles de su nación, se allanaban a las ideas de la reina, por más que el plan fuese contrario a los intereses del emperador. En su virtud el marqués de la Paz hizo entender en nombre de la reina al conde de Königseg, que toda vez que el emperador se negaba a consentir la introducción de tropas españolas en Italia, SS. MM. Católicas se consideraban relevadas de mantener los empeños contraídos con el César en los tratados de Viena. ¡Singular suerte la de aquellos famosos tratados! La ambición y la venganza los hicieron, y la ambición y la venganza los deshacían.

Hallábanse los reyes en el Puerto de Santa María, pasando la estación calurosa del estío, después de haber solemnizado con su real presencia en Sevilla la magnífica fiesta religiosa que se hizo para la traslación del cuerpo del Santo rey don Fernando de la Capilla Real a la Mayor de la catedral (14 de mayo, 1729) con gran contento y edificación de los sevillanos, cuando recibieron la noticia de haber dado a luz la reina de Francia un príncipe, acontecimiento que llenó de júbilo aquel reino, que dirimía la cuestión de sucesión a aquella corona, que desvanecía todos los proyectos y todos los planes formados sobre el cálculo de la corta vida de Luis XV, que disipaba grandes ambiciones de una parte y grandes recelos de otra, y facilitaba los tratos pendientes entre España y Francia sobre una base más sólida de tranquilidad para ambas monarquías.

Para activar y concluir el convenio que se negociaba entre las tres potencias, envió Jorge II de Inglaterra a Sevilla al caballero Stanhope, embajador que había sido mucho tiempo en España y que por su buen porte gozaba de general estimación en el país. Llegó este enviado a Sevilla (25 de octubre, 1729), en ocasión que los reyes habían regresado ya a esta ciudad, y trabajó con tanto ardor en allanar los obstáculos que retardaban el cumplimiento de los deseos de la reina, que a los pocos días quedó firmado el Tratado de paz, unión, amistad y defensa mutua entre las coronas de la Gran Bretaña, Francia y España (9 de noviembre, 1729), en que después de mutuas protestas de amistad y apoyo recíproco, de anularse las concesiones hechas por España al emperador en los tratados de Viena, de restablecerse sobre el antiguo pié el comercio de los ingleses en las Indias, y de estipularse que nombrarían comisarios para arreglar todo lo relativo a la restitución de presas y reparación de pérdidas y daños, &c., se establecía expresamente que desde luego pasarían seis mil hombres de tropas españolas a guarnecer las plazas de los ducados de Parma, Plasencia y Toscana, que servirían para asegurar la inmediata sucesión a favor del infante don Carlos, y para resistir a cualquiera empresa u oposición que pudiera suscitarse en perjuicio de lo estipulado sobre la mencionada sucesión. Al arreglo de este asunto se consagraron cinco de los catorce artículos del convenio, lo cual demuestra el interés y el empeño que en él tenía la reina de España, y la condescendencia de los representantes de las demás naciones. Firmáronle los de Inglaterra, Francia y España, y no hallándose el de Holanda a la sazón presente, le suscribió a los pocos días{6}.

Época era ésta tan fecunda en tratados como estéril en los frutos que de ellos deberían esperarse. Grandes se los prometía en su favor la corte española, lisonjeándose de que sus nuevos aliados concurrirían gustosos a su ejecución, como agradecidos a las ventajas que de él reportaban. Suponía que el emperador, ofendido del tratado de Sevilla, se opondría a la introducción de tropas españolas en Parma, y de aquí nacería una nueva guerra; guerra, en que contando España con el auxilio de Francia y de las potencias marítimas, no podría menos de salir gananciosa, y acaso aprovechar la ocasión para despojar al imperio de los estados que poseía en Italia. Pero viose por un lado que el cardenal Fleury, a quien el emperador se quejó, como si tuviera la principal culpa y responsabilidad de la alianza de Sevilla, le contestó dándole las mayores seguridades de que no se alteraría la paz. Por otro lado en Inglaterra fue muy criticado aquel convenio, y aunque fue aprobado por mayoría en las cámaras, hiciéronse graves cargos al gobierno, y veinte y cuatro lores protestaron contra el tratado, fundados en que envolvía una manifiesta violación del de la Cuádruple Alianza, y que tendía a encender otra nueva guerra, onerosa a la nación británica. Por otra parte el embajador imperial Königseg afectaba una indiferencia por el tratado, una estudiada impasibilidad que mortificaba y desesperaba a la reina. Y por último, aunque todos los ministros negociadores del ajuste de Sevilla fueron recompensados por sus respectivos soberanos en premio de su obra{7}, aquellos mismos príncipes continuaban temiéndose y desconfiando mutuamente; la alianza no era más que otra alianza escrita; la amistad se consignó en el papel, pero no se grabó en los corazones.

Pronto se vio que el emperador no se había asustado, como se creía. Al contrario, contento con la seguridad de ser socorrido y apoyado por la emperatriz de Rusia Ana Iwanowna, que había sucedido a Pedro II, se adelantó a llenar de tropas los ducados de Milán y de Mantua, y los reinos de Nápoles y Sicilia, se confederó con el rey de Cerdeña, procuró interesar en su causa todo el cuerpo germánico, mandó retirar su embajador de Madrid, y se mostró resuelto a empeñarse, si era preciso, en una nueva guerra contra las potencias aliadas en Sevilla, antes de consentir en la ejecución de los artículos allí acordados referentes a los ducados de Parma y Toscana. Aquellas potencias no mostraron gran calor en llevar a cabo el acuerdo de Sevilla, por más que en España se preparó una expedición naval que había de partir de Barcelona, de la cual se nombró generalísimo a don Lucas Spínola, ordenándole que pasase antes a París a conferenciar con el cardenal Fleury (abril, 1730). Esperanzas muy lisonjeras dieron en París al general español. Designábase públicamente los regimientos destinados a pasar a Italia, y se decían los nombres de los generales que habían de mandarlos. Hablábase de los armamentos navales que se estaban haciendo en Londres; Spínola daba estas halagüeñas noticias a los reyes, que se habían trasladado a Granada a pasar la primavera, y tenían el proyecto de hacer el viaje a Barcelona a presenciar la partida de la armada, porque ya se figuraban estar viendo el Mediterráneo cubierto de bajeles ingleses, franceses, españoles y holandeses. Mas no tardó el Spínola en comprender que se trataba solo de entretenerle; decíanle que todo estaba aparejado y dispuesto para marchar, pero la marcha se difería con diversos pretextos: iban y venían despachos y respuestas, pero ni las tropas ni los navíos se movían. El enviado español se penetró de que al mismo tiempo que estaba siendo objeto de agasajos, distinciones y banquetes, lo estaba siendo de un solemne engaño.

Al fin concluyeron con querer persuadirle de que no era imposible que la corte de Viena, en vista de la actitud de los aliados, consintiera en la introducción de las tropas españolas en Toscana, a cuyo fin le presentaron una declaración que se había de hacer a nombre de todos al emperador con el pomposo título de Ultimátum, y que la corte de España debería quedar satisfecha de este paso, que daban movidos del celo de sus intereses. Resistíalo Spínola, y disputó cuanto pudo, pero convencido ya de que eran infructuosas sus razones e inútiles las controversias, resolviose a dar cuenta a Sus Majestades Católicas (mayo, 1730). Imponderable fue la indignación que semejante noticia produjo en los reyes de España; su primera impresión fue prorrumpir en denuestos contra los aliados, y muy principalmente contra el cardenal de Fleury; arrepentíanse de haber enviado a Francia a Spínola, ya no se trató más del viaje a Cataluña, y faltó poco para que rompieran enteramente los compromisos de la negociación de Sevilla. Muy de otro modo se recibió en Viena el Ultimátum, como que comprendió fácilmente el emperador que era un ardid diplomático de las potencias aliadas para eludir la ejecución de los empeños contraídos con los monarcas españoles; y obrando con mucha sagacidad, circunspección y sigilo; adormeciendo con elogios y confianzas al cardenal francés; halagando a Jorge II de Inglaterra con hacer depender de sus buenos oficios el éxito de este negocio; procurando ganar tiempo con respuestas, conferencias y observaciones sobre el Ultimátum, logró entretener desde junio hasta setiembre (1730), época que ya los aliados encontraban poco a propósito para trasportar tropas a Italia.

Impacientes los monarcas españoles, llamaron a don Lucas Spínola, a quien no pudieron detener ya en París las instancias de Fleury, y vínose a Sevilla, donde había regresado la corte desde el 23 de agosto. Agradeciéronle los reyes su celo, pero no dejaron de imputarle el haber andado crédulo o incauto. Ya no se contó con él para la expedición, y volviose a Zaragoza a desempeñar la capitanía general de Aragón que antes se le había conferido. La reina no podía sufrir que se dilatara la expedición hasta el año siguiente, porque los considerables armamentos hechos en Barcelona, Málaga y Alicante estaban concluidos, municionadas las tropas, provistas de víveres, tiendas, pontones y demás útiles de campaña, en lo cual habían trabajado activamente los dos hermanos Castelar y Patiño, y el embarco podía ejecutarse a la primera orden de la corte. Por eso repetía sin interrupción sus instancias a los aliados de Sevilla, quejándose de su inacción y apatía: pero éstos se disculpaban ya con lo avanzado de la estación, y hacían además presente el peligro de la empresa, atendido el formidable ejército que el emperador había llevado ya a Italia. No carecía esta reflexión de fundamento, porque en efecto había el austriaco embocado en Italia hasta ochenta mil hombres, y tenía fortificadas y guarnecidas todas las plazas principales, lo cual era en verdad muy atendible para unas potencias que más repugnaban que apetecían la guerra, y a las cuales por otra parte estaba halagando el emperador.

Tenaces sin embargo los reyes Católicos en llevar este asunto al término que se habían propuesto, determinaron enviar a París como embajador extraordinario al marqués de Castelar, encomendando entretanto aquel ministerio a su hermano don José Patiño, que con esto y con los demás cargos que desempeñaba quedaba como de primer ministro, reducido ya el marqués de la Paz por sus achaques y otras circunstancias a una sombra del poder que antes había ejercido. Muy prevenido iba el de Castelar para tratar con el cardenal Fleury, y llevaba instrucciones para trabajar cuanto pudiera por separarle del ministerio. Pero no era fácil sorprender al astuto purpurado. Desde las primeras conferencias (octubre, 1730) se mostró muy dispuesto a apoyar al rey católico en todos sus propósitos y a ayudar eficazmente al de Castelar en todos sus pasos y gestiones para con las potencias marítimas. Creyó el ministro español comprometer al cardenal y poner a prueba la fe de sus palabras con una Memoria que escribió y le presentó sobre la obligación de las potencias a cumplir los empeños del tratado de Sevilla, que hacía un año estaban eludiendo. No manifestó el sagaz cardenal displicencia alguna por el contenido de la Memoria, antes bien se prestó a prohijarla y a apoyar las quejas que en ella se emitían; y con respecto al emperador, hizo que se solicitara públicamente su consentimiento a que se cumpliera lo pactado en Sevilla. Con esto el ministro español se daba por muy satisfecho, sin advertir que estaba siendo tan burlado como lo había sido Spínola. Pues mientras el cardenal entretenía de este modo al ministro y a la corte de España, las potencias marítimas renovaban secretamente su antigua correspondencia con el emperador, y el César hacía lo mismo, pero sin mostrar ardor ni interés, y excediendo a todos en cautela.

Así se pasó todo este año, sin que ni los preliminares de París, ni el congreso de Soissons, ni el tratado de Sevilla, ni las embajadas especiales que se enviaban mutuamente las naciones, produjeran otro resultado que una complicación de secretas negociaciones entre todas las cortes, que más bien parecían servir para perpetuar la desconfianza que para disipar los recelos, y que traían inquieta y alarmada toda Europa, siendo el cardenal Fleury el que principalmente sostenía este estado, consultado por todos, inspirando a todos cierto grado de confianza, pero no dando seguridad a ninguno. En este juego político, el Imperio iba ganando y la España perdiendo. Entre otras cosas minoró la influencia española la estrecha alianza del emperador de Alemania con la emperatriz Juana de Rusia, sucesora de Pedro II: tanto que tuvo el duque de Liria que retirarse de Moscú, siendo ya por lo menos inútil su estancia en aquella corte, por más que al despedirse (11 de noviembre, 1730) le agasajara la emperatriz con una rica sortija de brillantes, y le encargara asegurase a su soberano del placer que tendría en seguir cultivando su buena amistad. El de Liria fue destinado a Viena (diciembre, 1730), para que estuviera a la vista y diera cuenta de ciertas negociaciones ya entabladas entre las potencias marítimas y el imperio{8}.

Este ruidoso negocio tomó nueva faz a la entrada del año siguiente (1731). Creyose oportuno que el rey de Inglaterra interpusiera su mediación con la reina de España a fin de que insistiera en que él se encargara de vencer la repugnancia del emperador en admitir las tropas españolas en los ducados italianos, sin dar participación en estos trabajos, ni aun conocimiento de ellos al cardenal Fleury. Una y otra proposición parecieron bien a la reina Isabel Farnesio, atendidas las circunstancias poco favorables en que se veía. Una vez de acuerdo en esto las tres cortes de Viena, Londres y Sevilla, manejáronlo tan diestra y reservadamente los respectivos embajadores en unión con el marqués de Castelar que estaba en París, que el cardenal, confiado en que sin su intervención nada podía llegar a concluirse, no sospechaba, con ser tan sagaz, lo que se estaba tramando. Sucedió en esto la muerte del duque de Parma Antonio Farnesio (20 de enero, 1731), e inmediatamente hizo el emperador entrar en Parma dos mil quinientos soldados alemanes, que en el acto se apoderaron de la ciudad y castillo: casi simultáneamente guarneció también a Plasencia, bien que declarando que aquellas tropas iban a tomar posesión de los ducados para el infante don Carlos de España. Y aunque el papa los reclamó para sí, alegando ser feudos de la Iglesia, contra lo declarado en el tratado de la Cuádruple Alianza, el emperador con invencible firmeza envió a decir a S. S., que le rogaba no se mezclase en tales negocios, y negose a admitir un breve pontificio que sobre ello le quiso presentar el nuncio Grimaldi{9}.

La ocupación de los ducados por las tropas imperiales obligó a la reina de España a emplear todos los medios posibles para hacer eficaz la mediación de Inglaterra que tanto en otro tiempo hubiera repugnado. Ajustose en efecto y se firmó en Viena (16 de marzo, 1731) un tratado entre Sus Majestades Imperial y Británica, en que comprendieron también a Holanda como parte contratante; cuyos principales artículos, por lo que hace a nuestro propósito, eran la ratificación de la sucesión de la casa de Austria según la pragmática del emperador Carlos VI{10}, lo estipulado últimamente sobre la cuestión de Parma y Toscana a favor del infante don Carlos, y que dentro de dos meses guarnecerían aquellos Estados seis mil españoles{11}. Ningún conocimiento tuvo el cardenal Fleury de este tratado hasta que estuvo concluido, de modo que el sagaz diplomático que hasta entonces había sido como el oráculo de las potencias, que las había entretenido a todas, y sin cuya cooperación se lisonjeaba de que nada podía terminarse, se vio ahora sorprendido y burlado; sin embargo disimuló, y manifestó que toda vez que su intención había sido siempre la misma, si los aliados estaban contentos, él lo quedaba también. Con todo, la voz pública le atribuyó hechos y escritos que no estaban en consonancia con esta conformidad.

Comunicado este convenio a los reyes de España, que aun permanecían en Sevilla, no pudieron dejar de alegrarse, así como de agradecer al rey de Inglaterra el importante servicio que les había hecho, venciendo obstáculos que habían llegado a parecer insuperables. Allanados aquellos, era ya fácil dar una conclusión feliz a esta interesante y trabajosa negociación. Para llegar a ella hízose una declaración mutua entre Felipe V de España y Jorge II de Inglaterra, que firmaron en Sevilla sus respectivos ministros (6 de junio, 1730), por la que se obligaba S. M. Británica a introducir dentro de cinco meses, o antes si ser pudiese, en los estados de Parma y Toscana los seis mil hombres de tropas españolas, y poner en posesión de ellos al infante don Carlos. Conviene conocer la letra de este instrumento.

«Habiendo el rey de la Gran Bretaña hecho comunicar a S. M. Católica el tratado que concluyó últimamente con el emperador, y declarado que había dado en éste las más evidentes pruebas de la sinceridad de sus intenciones en cuanto a poner en práctica el tratado de Sevilla, así en lo que mira a la efectiva introducción de los seis mil hombres de tropas españolas (en conformidad de la disposición de dicho tratado) en las plazas fuertes de Parma y de Toscana, como en lo que concierne a la pronta posesión del señor Infante don Carlos, al tenor del artículo V de la Cuádruple Alianza, sin que ni por parte del Sermo. infante ni por la de S. M. Católica sea necesario disputar, debatir o allanar alguna dificultad, sea la que fuere, que pueda ocurrir por cualquier pretexto que pudiese haber:

«S. M. Católica declara, que con condición de que todo cuanto se ha dicho arriba se ponga prontamente en ejecución, quedará enteramente satisfecho; y que no obstante la declaración que hizo en París el día 28 del pasado mes de enero su embajador extraordinario marqués de Castelar, los artículos del susodicho tratado de Sevilla que directa y recíprocamente pertenecen a las dos coronas subsistirán en toda su fuerza y extensión. Y los dos reyes ya mencionados prometen igualmente que harán cumplir con puntualidad las condiciones especificadas en los dichos artículos, a las cuales se empeñan y obligan por el presente instrumento. Bien entendido, que en el término de cinco meses que han de contarse desde el día de la data de este instrumento, o más presto si ser pudiere, S. M. Británica hará introducir efectivamente los seis mil hombres de tropas españolas en los estados de Parma y de Toscana, y poner al infante don Carlos en la posesión actual de los estados de Parma y Plasencia, en conformidad del dicho artículo V de la Cuádruple Alianza y de las investiduras eventuales. Y S. M. Católica entiende y declara, que luego que se efectúe la dicha introducción y posesión de los estados de Parma y Plasencia, es su voluntad (sin que sea necesario otra alguna declaración o instrumento) que los artículos ya mencionados del tratado de Sevilla subsistan, como también el goce de todos los privilegios, concesiones y exenciones que en favor de la Gran Bretaña se estipularon, y están contenidos literalmente en los dichos artículos, y en los tratados anteriores entre las dos coronas, confirmados en el tratado de Sevilla, para que recíprocamente se observen y puntualmente se practiquen. En fe de lo cual nosotros los infrascritos ministros de SS. MM. Católica y Británica firmamos esta declaración, y la sellamos con el sello de nuestras armas. Sevilla, 6 de junio de 1731.– El marqués de la Paz.– Don Joseph Patiño.– B. Keene{12}

Esta declaración, unida al convenio hecho entre las cortes de Londres y Viena, abría fácil paso a la reconciliación definitiva entre el emperador y el rey de España, que de hecho existía ya; y para hacerla legal y solemne trabajaron de acuerdo el embajador inglés Robinson y el español duque de Liria, a quien se había investido ya de este carácter. Estipulose pues otro tratado entre los soberanos de Austria, Inglaterra y España (22 de julio, 1731), en siete artículos, que se reducían a confirmar las tres potencias juntas lo ya pactado separadamente entre ellas relativamente a la introducción de tropas españolas y posesión de don Carlos de los ducados de Parma y Toscana{13}.

Faltando ya al gran duque de Toscana (el que más había resistido siempre la sucesión española) la esperanza que hasta ahora había tenido en la protección y apoyo del emperador, y viendo cuánto habían mudado las cosas de semblante, creyose en la necesidad de reconocer el último tratado de Viena, y de condescender en el ajuste particular que le proponía el rey Católico, a fin de sacar el mejor partido posible para él y para su hermana la princesa Palatina. Encargose esta negociación al padre Salvador Ascanio, ministro de España en Florencia. Este religioso acertó a concluir una especie de pacto de familia entre el rey de España y el gran duque, comprensivo de trece artículos, de los cuales eran los principales: el reconocimiento por parte del gran duque y su hermana por sucesor suyo, a falta de sucesión varonil, del infante don Carlos, hijo de la reina Isabel Farnesio de España: el mantenimiento del gran duque, mientras viviese, en su mismo poder y soberanía, tratando el rey Católico a sus ministros del mismo modo que antes: que la electriz Palatina gozaría, todo el tiempo que sobreviviese a su hermano, el título de gran duquesa de Toscana; y que en este caso, todo el tiempo que estuviese ausente el infante don Carlos, la electriz tendría el gobierno con título de regente a nombre del mismo infante (25 de julio, 1731). Nombrose tutores del príncipe don Carlos, que todavía era menor de edad (no pudiendo tener la tutela su padre, con arreglo a un artículo de la Cuádruple Alianza), al mismo gran duque de Toscana y a la duquesa viuda de Parma, abuela de don Carlos{14}.

Resueltas, tan a gusto de la reina Isabel, las cuestiones que habían retardado el cumplimiento del más vivo de sus deseos, el de ver establecido a su hijo en los ducados de Italia, activáronse las disposiciones para el envío de las tropas. Los ingleses aprestaron una escuadra de diez y seis velas al mando del caballero Wager, la cual había de unirse a la española, compuesta de veinte y cinco navíos de guerra, siete galeras y gran número de barcos de trasporte, guiados los navíos por el marqués don Esteban Mari, las galeras por don Miguel Regio. La escuadra había de llevar a bordo cerca de siete mil quinientos hombres de todas armas, a cargo del conde de Charny. Procediose a nombrar los que habían de componer la casa y servidumbre del príncipe. Hízose su caballerizo mayor al príncipe de Corsini, sobrino del papa; nombramiento que fue tan agradable al pontífice su tío, que resolvió reconocer al infante por legítimo duque de Parma y Toscana, retirando la protesta que el cardenal Oddy había hecho en su nombre reclamando la reversión del feudo de aquellos ducados a la Santa Sede. Nombrose al conde de San Esteban del Puerto ayo del infante y plenipotenciario de S. M. Católica en Italia; sumiller de Corps al duque de Tursis, y proveyéronse los demás cargos y empleos. Diole el rey su padre una compañía de cien guardias de Corps mandada por el capitán Lelio Caraffa. Felipe V comprometió con habilidad y finura la generosidad del emperador escribiéndole una carta en que le decía, que enviaba su hijo a Italia, abandonándole a su cuidado, y poniéndole bajo el amparo y la custodia imperial.

Hízose pues la escuadra a la vela en el puerto de Barcelona (17 de octubre, 1731), y a los diez días de navegación se halló delante de Liorna. Los tres generales saltaron a tierra, y puestos de acuerdo con los ministros de España, de Inglaterra y de Toscana que los aguardaban ya, concertaron el modo de distribuir las tropas españolas por las plazas de los ducados. Inmediatamente después pasó el general conde de Charny a Plasencia, donde prestó a nombre de todas las tropas el juramento de fidelidad al gran duque Juan Gastón, y como heredero inmediato al infante don Carlos de España, hecho lo cual comenzaron a desembarcar y acuartelarse las tropas. Entretanto la duquesa viuda de Parma tomaba posesión de aquel ducado a nombre de su nieto, y se empezó pronto a acuñar moneda con el busto de Carlos. Las tropas imperiales se retiraron a Alemania, y las naves inglesas tomaron otra vez rumbo a los puertos británicos.

El infante, después de despedirse tiernamente en Sevilla de sus padres y hermanos (20 de octubre, 1731), emprendió su viaje a Italia con numerosa servidumbre, siendo en todas partes recibido con demostraciones de júbilo, en que se señalaron Valencia y Barcelona. En su tránsito por Francia los gobernadores de las provincias le agasajaban y acataban, acompañándole hasta los términos de su respectiva jurisdicción. Embarcose en Antibes, y después de sufrir una borrasca arribó felizmente a Liorna (27 de diciembre, 1731), donde entró al anochecer por entre arcos de triunfos y alumbrado por el resplandor de infinitas hachas, pasando después a la catedral, en que el arzobispo de Pisa entonó un Te-Deum en acción de gracias por su feliz arribo después de la pasada tormenta. Detúvose en aquella ciudad algún tiempo, a causa de haberle acometido unas viruelas, aunque benignas; y hasta bien avanzado el año siguiente no hizo su entrada en Florencia, y después en Parma, donde las demostraciones de afecto que recibió excedieron a todo lo que podía esperarse. Solo la corte romana, después que el pontífice parecía haberse aquietado reconociendo a Carlos como legítimo duque, renovó su protesta al día siguiente de haber tomado posesión en nombre del infante la duquesa su abuela, con una declaración que monseñor Oddy presentó al tribunal eclesiástico, pretendiendo que todo lo que el día antes se había ejecutado en el palacio ducal era ilegítimo, abusivo y nulo, siempre alegando que debían ser devueltos los ducados por título de reversión a la Santa Sede, cuya protesta no dejó de hacer alguna impresión en el pueblo, pero que no sirvió más que para mantenerla en pié, y poderse referir a ella o reproducirla siempre que se ofreciese ocasión para ello{15}.

Así terminó sin efusión de sangre, y por lo mismo con admiración de todos los hombres políticos, la complicada y antigua cuestión de la sucesión de los hijos de Isabel Farnesio de España a los ducados de Parma, Toscana y Florencia, objeto de los afanes de aquella reina, que logró por fin ver satisfecho su anhelo, pero que estuvo muchas veces para comprometer en serios disturbios a todas las naciones y producir sangrientas guerras en Europa. No hay duda que en este sentido hizo un gran servicio el rey Jorge de Inglaterra.




{1} De esta circunstancia, que ningún historiador menciona, nos informa el mismo Macanáz en otro tomo de Memorias manuscritas (400 páginas en folio), titulado Memorias Políticas, Históricas y Gubernativas de España y Francia, diferentes de todas las demás Memorias hasta ahora citadas, diciendo: «Esto se había de hacer sin que el marqués de Santa Cruz de Marcenado, don Joaquín de Barrenechea y yo, que éramos los españoles que allí nos hallábamos, pudiésemos entender lo que trataban.»– Y más adelante: «Y como la corte se volvió a Versalles, y yo me vine a París, me enviaron los puntos sobre los cuales trabajaban.» Página 222 v.

{2} Macanáz, en sus Memorias manuscritas, nos informa de todos les puntos que se trataban, y eran los siguientes:

1.º Obligaciones contraídas por Inglaterra y Francia respecto a la restitución de Gibraltar, e infracciones de aquellas potencias acerca de lo estipulado.

2.º Que de no cumplir Inglaterra estas obligaciones, quedaba España relevada de las concesiones hechas a aquella nación para su comercio en Indias.

3.º Infracciones y abusos de los ingleses en su comercio y asiento de negros.

4.º Terrenos que los ingleses habían usurpado en las Indias Españolas.

5.º Que las promesas de los soberanos hechas por cartas y aún de palabra, obligaban como las de los tratados formales.

6.º Perjuicios que a toda Europa causaba el asiento de negros.

En las referidas Memorias pueden verse los trabajos que ya tenía hechos Macanáz sobre alguno de estos puntos. Pág. 223 a 248.

{3} Belando, Historia civil, parte IV, c. 83.– Campo-Raso, Memorias políticas, ad ann.– Memorias de Walpole.– Historias de Alemania, de Francia, de Inglaterra, &c.

{4} El caballero Keene, embajador de Inglaterra en Madrid, escribía a su corte todo lo que acerca de estas conferencias le comunicaba una persona de palacio, con toda la detención y toda la fruición de los embajadores ingleses, siempre que podían participar algo relativo a estos planes de los Borbones españoles sobre la sucesión de Francia.

{5} El embajador inglés Keene que asistió a la ceremonia escribía al día siguiente: «Me coloqué ayer de modo que vi perfectamente la entrevista de las dos familias, y observé que la figura de la princesa (habla de la de Portugal), aunque cubierta de oro y brillantes, no agradó al príncipe, que la miraba como si creyese que le habían engañado. Su enorme boca, sus labios gruesos, sus abultados carrillos y sus ojos pequeños no formaban para él, a lo que pareció, un conjunto agradable: lo único que tiene de bueno es la estatura y el aire noble.»– Carta de Keene al caballero La Taye.– Belando, Historia civil, p. IV, c. 83.– Campo-Raso, Memorias, Año 1729.

{6} Firmáronle por Inglaterra William Stanhope y Benjamín Keene, por Francia el marqués de Brancas, por España el marqués de la Paz y don José Patiño.– Colección de Tratados de Paz.– Belando, Historia civil, P. IV, c. 82.– Encuéntrase una copia literal de él en las Memorias políticas de Campo-Raso, Apéndice número VI.

{7} Al marqués de la Paz se le dio una encomienda de tres mil pesos, y una pensión de doce mil reales al año: a don José Patiño se le nombró consejero de Estado: lord Stanhope fue hecho par de la Gran Bretaña con el título de barón de Hassington, y Brancas obtuvo la grandeza de España.

{8} Acerca de las faces que iba tomando este negocio nos hemos servido principalmente de las Memorias políticas y militares de don José del Campo-Raso para servir de continuación a los Comentarios del marqués de San Felipe, que es donde hemos hallado más copia de noticias.– Belando dice menos en su Historia civil, y casi nada William Coxe, lo cual no deja de ser extraño, siendo tan dado este escritor a insertar documentos de correspondencia diplomática.

{9} Las palabras del emperador fueron un poco duras, y el breve volvió intacto a Roma.– Memorias políticas y militares, tomo III. Continuación de los Comentarios.

{10} En ella se daba derecho hereditario a la hija primogénita a falta de varones.

{11} Belando, Historia civil, P. IV, c. 89.– Memorias políticas y militares, ad ann.– Botta, Storia d'Italia.– Memorias de Villars.– Ídem de Montgon.– Papeles de Walpole.– Dumont, Colección de tratados.– Robinson, Relación de las negociaciones desde el congreso de Soissons hasta la conclusión del tratado de Sevilla.

{12} Apéndice a las Memorias Políticas, núm. VII.– Belando, Historia civil, P. IV, c. 20.

{13} Memorias Políticas, Apéndices, núm. VIII.

{14} Ocurrió a este tiempo un curiosísimo incidente, de cuya noticia no debemos privar a nuestros lectores.

Cuando murió el duque Antonio Farnesio de Parma, era pública voz, y pasaba por cierto que la viuda su esposa había quedado encinta. Si era verdad, y la duquesa Enriqueta daba a luz un varón, variaba mucho la cuestión de sucesión al ducado, por cuya razón el consejo de regencia pretendía que no se hiciera novedad en nada, hasta ver si la sucesión era o no masculina. No faltaba, sin embargo, quien sospechara no ser cierto el estado en que se suponía a aquella señora, y aun lo negaban algunos médicos. Para desvanecer estas dudas se acordó llevar de diferentes países hasta cinco mujeres peritas, o sea comadres, para que reconocieran a Su Alteza. Ejecutose el reconocimiento el 29 de mayo (1731) con muchas formalidades, a presencia de los médicos de cámara, y esperando en la ante-cámara el general del imperio conde de Stampa y los ministros españoles. Las cinco mujeres declararon bajo de juramento que la duquesa estaba encinta y muy próxima al parto, de lo cual se dio conocimiento a los ministros extranjeros, se levantó acta por ante notario, y se remitió a las cortes interesadas. En la de Sevilla no se quiso dar crédito a esta especie, tomándola por invención de los enemigos de España para perjudicar al infante don Carlos. En la de Viena tampoco se hizo atención, y prosiguieron las negociaciones como si nada hubiera ocurrido. El tiempo justificó el juicio de la corte de España, el preñado desapareció, y el 13 de setiembre se anunció así solemnemente en el palacio ducal a los ministros extranjeros.– Memorias políticas y militares, Año 1731.

{15} Belando, Historia civil, P. IV, cap. 89 a 97.– Memorias Políticas y Militares, ad ann.– Robinson, Relación de las negociaciones, &c.– Correspondencia de Keene y de Walpole.– En el Apéndice a las Memorias Políticas de Campo-Raso, núm. IX., se halla un estado de los navíos, galeras y tropas que salieron de Barcelona para Italia el 17 de octubre de 1731, con los nombres de los navíos, cañones que montaba cada uno, y el número de soldados de cada arma y de cada cuerpo.