Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VI ❦ Reinado de Felipe V
Capítulo XIX
Reconquista de Orán
Don Carlos rey de Nápoles y de Sicilia
De 1732 a 1737
Grandes y misteriosos armamentos en los puertos y costas de España.– Expectación y alarma pública.– Sale de Alicante una poderosa armada.– Manifiesto del rey declarando el objeto de la expedición.– Gloriosa reconquista de Orán.– El conde de Montemar vuelve a Sevilla.– Combates en África para mantener las plazas de Orán y Ceuta.– Otros proyectos de la corte de España.– Quejas y reclamaciones del Imperio y de la corte de Roma sobre la conducta de Carlos en Parma y Toscana.– Oficios de Inglaterra para evitar un rompimiento.– Muerte del rey de Polonia.– Ruidosa cuestión de sucesión a aquel trono.– Anuncios de nuevos y grandes disturbios en toda Europa.– Regresa la corte de Sevilla a Madrid.– Alianza de Francia, España y Cerdeña contra Alemania y Rusia.– Neutralidad de Inglaterra y Holanda.– Ejército ruso en Varsovia.– Elección de dos reyes.– Ejércitos franceses, sardos y españoles, en el Rhin, en Lombardía y en Toscana.– Expedición española a Nápoles.– El conde de Montemar.– Generalísimo el infante don Carlos.– Entrada de Carlos en Nápoles.– Es proclamado rey.– Gloriosa acción de Bitonto.– Rendición de Gaeta.– Recuperación de Sicilia.– El duque de Montemar.– Carlos de España rey de Nápoles y de Sicilia.– Guerra sangrienta en Lombardía y en el Rhin.– Disgusto y conducta de las potencias marítimas.– Tratos de paz entre Francia y el Imperio.– Ajuste de preliminares en Viena: artículos.– Suspensión de hostilidades.– Resistencia y reparos de la corte de España.– Sentimiento de los toscanos.– Accede por último Felipe V al tratado de Viena.– Distribución de reinos.– Contestaciones entre Carlos y el pontífice sobre el feudo de Nápoles y Sicilia.– Regreso de Montemar a España.
Aquietada con esto al parecer la Europa, sosegado el movimiento diplomático, y en tanto que en Sevilla parecía no pensarse en otra cosa que en arreglar la ejecución de lo acordado con Inglaterra en el último convenio, por medio de comisarios tratadores que al efecto fueron por una y otra corte expresamente nombrados (bien que varios puntos hubieron de quedar sin resolución y en suspenso por falta de conformidad entre ambas partes), observaron o supieron las potencias con no poca sorpresa y recelo los grandes armamentos marítimos y militares que en los puertos y costas de España se estaban haciendo, especialmente en Cádiz, Alicante y Barcelona, y que a la flota que volvió de Italia y se mantenía armada, se le mandó proveer de todo lo necesario para un viaje de cuatro meses. Todos discurrían, indagaban todos y nadie acertaba a saber ni penetrar el objeto de tales aprestos, y dónde se dirigiría la empresa que sin duda se meditaba. Asustose Génova al ver acercarse con cierto aparato a sus puertos seis navíos de guerra españoles, los cuales sin embargo no iban sino a recoger dos millones de pesos que la corte de España tenía en el barrio de San Jorge, y habían de servir para la expedición, fuera de una cuarta parte que se envió al infante don Carlos. Alarmose el emperador, y fue menester para tranquilizarle despachar un expreso al duque de Liria para que le asegurase que no se enderezaba la expedición contra ninguna de las potencias aliadas.
Siguieron los preparativos, con tanta actividad y en tan grande escala, que al apuntar la primavera (abril, 1732), llegaron a reunirse en la playa de Alicante más de seiscientas velas, cosa que causó general asombro, pues como dice un escritor de aquel tiempo, «nunca se vio el mar Mediterráneo cubierto de tanta variedad de banderas juntas.» La artillería que llevaban a bordo, además de la de las naves, constaba de ciento diez cañones y sesenta morteros. Juntose para esta empresa un ejército de veinte y siete mil hombres, con algunas compañías de voluntarios y gran número de aventureros, entre los cuales había oficiales de mucha distinción, y más de treinta títulos de Castilla. Diose el mando de la armada al teniente general don Francisco Cornejo, el del ejército al conde de Montemar don José Carrillo de Albornoz. Se recordaban las grandes empresas navales del tiempo de Carlos V, que ninguna excedió a ésta, ni en el número de vasos, ni en la magnificencia y abundancia con que iba provista{1}. Ignorábase todavía su destino; traslucíanle pocos, para los más permanecía misteriosamente encubierto.
Cuando todo estuvo dispuesto, y pronta la escuadra a darse a la vela, dio el rey un manifiesto (6 de junio, 1732), y enviole al Consejo de Castilla para que se publicara en Madrid, declarando que la expedición se dirigía a recobrar la plaza de Orán en la costa de África, que recordará el lector se había perdido en 1708, por culpa de aquel conde de Santa Cruz que desde Cartagena se pasó al archiduque de Austria con las galeras y el dinero que se le había dado para su socorro. El 15 de junio (1732) sonó el cañón de leva en la playa de Alicante; todas las embarcaciones levaron anclas, y el día siguiente comenzó a navegar la escuadra en perfecto orden y ofreciendo a la vista un magnífico y vistoso espectáculo. El 25 estaba ya a la vista de Orán, pero el temporal obligó a diferir por cuatro días más el desembarco, que se hizo en el paraje llamado las Aguadas, a legua y media del castillo de Mazalquivir. Ya estaba la mayor parte del ejército en tierra, cuando se dejaron ver algunas partidas de moros, que la artillería de los barcos logró ahuyentar, y nuestras tropas persiguieron tierra adentro, dando lugar a que acabara de desembarcar toda la gente. Quisieron luego hacerse fuertes en un cerro junto a la única fuente de agua dulce que había por aquellos parajes. Pero destacando contra ellos el general español diez y seis compañías de granaderos a las órdenes del marqués de la Mina, estos bizarros soldados sin haber tenido tiempo de descansar los fueron intrépidamente desalojando de cerro en cerro, mientras otro cuerpo de granaderos ocupaba la montaña llamada del Santo que domina el castillo de Mazalquivir. Atemorizados con esto noventa musulmanes que guarnecían el castillo le entregaron por capitulación, pasando ellos a Mostagán. Este suceso fue para los cristianos un anuncio del éxito feliz de su principal empresa.
En efecto, la mañana siguiente, un criado del cónsul francés en Orán se presentó en el campamento español anunciando que la noche anterior las tropas infieles de la plaza, con el bey a su frente, habían abandonado la ciudad y los fuertes, retirándose con lo más precioso de sus alhajas. El conde de Montemar envió un destacamento con objeto de que se informara de la verdad del hecho, mientras él disponía la tropa para seguirle, si era exacta la noticia. Éralo en efecto, y el mismo cónsul salió a recibir al ejército español, que entró sin dificultad en la plaza, la cual halló desierta, así como el palacio del bey{2}; pero los almacenes estaban llenos de víveres y municiones, y entre la plaza y los castillos se encontraron ciento treinta y ocho piezas de artillería, de ellas ochenta y siete de bronce, con siete morteros. Purificáronse los templos y se cantó el Te-Deum en celebridad de haber vuelto a tremolar en aquella ciudad las banderas cristianas (5 de julio, 1732). De esta manera y con esta facilidad volvió al dominio del monarca español aquella importante plaza africana, que desde la conquista del inmortal Cisneros había pertenecido a la corona de Castilla por espacio de dos siglos cumplidos. El marqués de la Mina fue quien trajo a Sevilla la noticia de tan próspero suceso, y el rey mandó que en todas las iglesias de España se celebrara una fiesta religiosa en acción de gracias por el éxito feliz de la expedición.
Opinamos hoy, como entonces opinaron muchos políticos, que fue un error lamentable el no haber aprovechado ocasión tan propicia para recuperar a Argel, porque todas las circunstancias eran favorables, y medios sobraban para ello; e indicábalo la misma confusión y aturdimiento en que se puso la ciudad, según lo avisaban los cónsules europeos, y las disposiciones que ya tomaban para retirarse los más opulentos mercaderes. Si Carlos V en su desgraciada expedición de 1541 se hubiera hallado en tan favorable coyuntura, de cierto no habría continuado Argel en poder de los moros africanos. Ahora aquella formidable escuadra se restituyó a España (1.º de agosto, 1732), contentándose los generales con dejar diez batallones de guarnición en Orán al mando del marqués de Santa Cruz, sin intentar otra conquista. Dase la razón de que no prevenían otra cosa las instrucciones de la corte, mas no debió parecer suficiente causa a los escritores de aquel tiempo, cuando ellos mismos añaden: «Sin duda no debió convenir por entonces, pues así Dios lo dispuso.{3}» El conde de Montemar a su regreso a Sevilla (15 de agosto) recibió de manos del rey el insigne collar del Toisón de oro en premio del gran servicio que acababa de hacer a su patria, e igual merced fue otorgada a don José Patiño, promovedor de la empresa.
Arrepentido el bey Hacen de la cobardía con que había abandonado a Orán en un momento de aturdimiento y turbación, hizo después mil tentativas para recuperarla, y no cesó en los meses siguientes de molestar la guarnición sin dejarla sosegar. Los españoles hacían sus salidas, y ahuyentaban las turbas de moros, mas no sin correr peligros, y en una de ellas pereció el duque de San Blas. A últimos de agosto atacó Hacen el castillo de San Andrés con doce mil hombres: esta vez fue rechazado con pérdida de más de dos mil. Unido luego a los argelinos, intentó más adelante la sorpresa de otro fuerte (11 de octubre), aunque sin fruto; mas como quiera que estas acometidas no cesaran de repetirse, creciendo cada día el número y la audacia de los moros, hubo necesidad de enviar de España un refuerzo de seis navíos de guerra con cinco mil hombres. Llegaron éstos en ocasión que un ejército formidable de moros tenía casi por todos lados cercada la plaza. El gobernador, celebrado consejo de guerra, y queriendo castigar el orgullo de los sarracenos, dispuso la salida de ocho mil hombres de la guarnición. Empeñose pues una terrible batalla, en que al principio los españoles hicieron a los mahometanos abandonar sus trincheras y posición, y los persiguieron por espacio de legua y media haciendo en ellos gran matanza. Pero rehechos los moros al abrigo de una pequeña colina, y arremetiendo con ímpetu a los españoles, de tal modo los desordenaron que hubieran tal vez acabado con todos ellos, a no haber acudido oportunamente con el resto de la guarnición el gobernador marqués de Santa Cruz, que rehizo a los nuestros y cambió de aspecto y de resultado la pelea, aunque con la desgracia de que pereciera el marqués con algunos bravos coroneles en lo más recio de la acción y de que quedara cautivo el marqués de Valdecañas (noviembre, 1732). En esto acabaron de desembarcar las tropas, y dejando las mochilas y marchando a la ligera al lugar del combate, hicieron tres descargas seguidas tan a tiempo y tan certeras, que detuvieron el ímpetu de los moros y los ahuyentaron, dando lugar a los cristianos a retirarse ordenadamente ocupando las trincheras que aquellos habían construido. Todavía a los dos días se presentaron otra vez arrogantes delante de Orán, pero escarmentados de nuevo, y herido, a lo que se dijo, el mismo bey Hacen con dos de sus más allegados parientes, retiráronse detrás de sus montañas, y cesaron por entonces sus tentativas. Nombrose al marqués de Villadarias gobernador de la plaza de Orán en reemplazo del de Santa Cruz.
Sucedió también a este tiempo la intentona del rey de Marruecos para arrancar la plaza de Ceuta del dominio del monarca español, movido a esta empresa por instigaciones del famoso barón de Riperdá, que después de haberse fugado del alcázar de Segovia, y de haber andado prófugo y errante por las naciones de Europa sin hallar en ninguna de ellas acogida ni asilo, y rechazado por todas, había emigrado a Marruecos, y renegado de la fe cristiana y héchose musulmán, según en otra parte dejamos indicado. Allí apuntamos también los combates a que había dado ocasión el sitio de Ceuta por los moros marroquíes, los refuerzos que habían ido de España, y cómo en una salida vigorosa que hicieron los cristianos destrozaron el ejército infiel, y cogieron su artillería y sus banderas, y el aventurero Riperdá logró huir con no poco trabajo y peligro a Tetuán{4}. Los de Marruecos, habiendo sabido la victoria de los españoles delante de Orán, desistieron también de sus tentativas sobre Ceuta, y se retiraron a bastante distancia de aquella plaza{5}.
Era común opinión entre los políticos que aquel alarde de fuerza que la España acababa de hacer no tenía por solo objeto la conquista de una plaza africana, sino que era una disimulada preparación, o para emplear aquellos armamentos en Nápoles y Sicilia, o para el caso en que el emperador pusiera algún obstáculo a la posesión de don Carlos de los ducados de Parma y Toscana. Y en efecto, la manera como se dio posesión de aquellos estados al príncipe español abrió la puerta a discordias y disturbios que se creían ya terminados. De contado, la corte de Roma que esperaba iría el infante a recibir la investidura pontificia del ducado de Parma como feudo de la Santa Sede, y que al efecto le había enviado pasaportes y tenía preparado ya el ceremonial para ello, vio con sentimiento y con sorpresa que el infante de España, sin cuidarse de tales pasaportes, se fue derecho a Florencia, y el emperador vio con igual sorpresa y sentimiento que el senado florentino, sin cuidarse de la investidura imperial, recibió a Carlos como a heredero presunto del gran duque, y le reconoció y juró por sí gran duque de Toscana (24 de junio, 1732). Por más que el infante enviara luego a la corte imperial al conde Salviati como plenipotenciario a solicitar del emperador la dispensa de edad y el relevo de la tutela para tomar por sí la administración de estos estados, el consejo áulico encontró incompetente semejante demanda, y ofendido de tal proceder el emperador, con acuerdo del consejo escribió al senado de Florencia mandándole anular todo lo actuado el 24 de junio, y a la duquesa viuda de Parma que se abstuviera de darle posesión de aquel ducado sin la investidura imperial. A pesar de esto, y con arreglo a las instrucciones que recibió de la corte española, el infante pasó a Parma, y tomó posesión sin esperar el diploma del imperio (12 de octubre), después de lo cuál volviose a Plasencia, y ejecutó lo mismo (22 de octubre) con las acostumbradas formalidades.
Como una infracción de los estatutos y decretos imperiales, y como un ultraje hecho a su dignidad tomó el emperador aquellos actos de posesión; y como interiormente se alegraba de hallar pretextos para embarazar el establecimiento de un príncipe Borbón en Italia, quejose a la Inglaterra de aquella violación de sus derechos feudales por parte de España, y sin perjuicio de esto mandó reclutar tropas y hacer grandes armamentos y preparativos militares, como quien se prevenía otra vez para un rompimiento. Sobre esta actitud bélica le hicieron varias representaciones los ministros de España e Inglaterra, duque de Liria y Robinson, y éste último especialmente interpuso a nombre de su soberano sus buenos oficios para conseguir la dispensa de edad y la investidura a favor del infante de España. El medio que proponía era que el infante pidiese al emperador el título de gran duque de Toscana; el soberano del imperio no lo repugnaba, con tal que se sujetase la requisición a cierto formulario, en que constara la cualidad de vasallo de la majestad cesárea que don Carlos había de tener. Mas en tanto que en Viena se trabajaba en este sentido, presentó el conde de Montijo, embajador de España en Londres, al rey Jorge II una Memoria, quejándose en nombre de la corte española de la ofensa hecha al gran duque por el modo con que pretendía el emperador obligar al senado de Florencia a obedecer los rescriptos imperiales, y sobre otros procedimientos de aquel soberano, reclamando la garantía de S. M. Británica.
Ocupábase el rey de la Gran Bretaña con incansable paciencia, en vista de las dificultades que de nuevo se presentaban, en buscar como buen mediador, una solución que evitara el rompimiento que parecía amenazar entre la España y el Imperio, cuando la muerte de Augusto II rey de Polonia y elector de Sajonia (1.º de febrero, 1733) vino a aumentar los cuidados del monarca inglés, para ver de sosegar las turbulencias que este acaecimiento comenzó a suscitar al instante en Europa. El rey de Francia estaba interesado en restablecer en aquel trono a Estanislao su suegro: el emperador de Alemania no podía consentir en tener por vecino un príncipe tan estrechamente unido con el monarca francés; la misma Polonia se dividió pronto en bandos que hacían presagiar funestas consecuencias para aquella república: las potencias inmediatas a Polonia se agitaban; Austria, Rusia y Prusia concluyeron un tratado secreto para excluir de aquel trono a Estanislao, movida cada una por su particular interés, y todas hacían marchar numerosos cuerpos de tropas hacia aquella desgraciada nación, que en vano protestaba contra tales procedimientos y reclamaba el derecho de elegir sus reyes. Aunque nadie dudaba del interés de la Francia por Estanislao, quiso el rey cristianísimo, o por lo menos aparentó querer respetar la libertad de Polonia, y en un manifiesto que hizo comunicar a varias cortes protestó contra la violencia que se intentaba hacer a los polacos, no pudiendo menos de mirarlo como un atentado, y como un designio de turbar la tranquilidad de Europa. A este manifiesto respondió la corte de Viena con un contra-manifiesto, volviendo en términos arrogantes al rey de Francia los cargos de violencia que a ella le hacía, suponiéndole interesado en proteger un candidato para el trono de Polonia, y declarando que su soberano no tenía que dar cuenta a nadie de la marcha de sus tropas a la Silesia. Con esto ya no vaciló el marqués de Monti, ministro de Francia, en trabajar abiertamente por el rey Estanislao, en unión con una parte de aquella república, y preparó una escuadra en que hizo embarcar al marqués de Thiange figurando que era el mismo príncipe, y haciéndole dar los honores correspondientes a aquel personaje.
Al compás que se iban agriando las relaciones entre las cortes de Viena y de Versalles, estrechábase la unión entre las de Versalles y de Sevilla. Continuaba ésta recibiendo noticias satisfactorias de África. Porque si bien los moros, pasado el invierno y reforzados con algunos socorros que les envió el sultán de Constantinopla, volvieron a inquietar en número considerable la plaza de Orán y sus castillos, y hubo necesidad de enviar refuerzos de naves y de tropas, y de dar muy serios combates, el marqués de Villadarias, más afortunado en las playas africanas que en Cádiz y en Cataluña, supo escarmentarlos y mantener con honra en Orán el pabellón español.
Con la agitación y el movimiento que había empezado a producir en Europa la cuestión de Polonia, la corte de España, que llevaba más de un año de residencia en Sevilla (si bien haciendo sus excursiones al Puerto de Santa María, Cádiz, Granada y Cazalla), determinó regresar a Madrid, donde habían quedado los consejos y tribunales, para estar más a la mano del despacho de los negocios, que con fundamento se suponía habían de ser muchos y muy graves. Y el rey don Felipe, que hacía muchos meses vivía en el alcázar de Sevilla tan retraído y aislado y en tanta abstracción y apartamiento de los negocios públicos como hubiera podido vivir en su amado retiro de San Ildefonso, confiado el gobierno a la reina y a Patiño, pareció salir con aquellas novedades de un profundo letargo, y volvió a encargarse del gobierno y a enterarse menudamente de todos los asuntos pendientes, pasando de improviso de la indolencia y la apatía a una actividad extremada; cuyo cambio atribuyeron los ministros extranjeros al influjo eficaz de la reina, porque así convenía a sus miras, y parecía manejar como por un resorte mágico el corazón, y aun las facultades intelectuales de su marido. Partió, pues, la corte de Sevilla (16 de mayo, 1733), y trasladose en junio al Real Sitio de Aranjuez{6}.
Llegaban ya con frecuencia correos de Alemania, de Francia y de Inglaterra. El monarca inglés, el que más trabajaba por el mantenimiento de la tranquilidad europea, no alcanzaba a dirimir las disidencias producidas por los opuestos intereses que había despertado la muerte del rey de Polonia. Y hasta la reina de España, ciega de amor maternal, tuvo tentaciones de pretender aquella corona para su hijo don Carlos, pensamiento loco, de que acertó a disuadirla el ministro Patiño{7}. Este hábil ministro la distrajo de aquel temerario proyecto, presentándole otro que como más asequible, había de halagar más todavía su amor de madre, a saber, el de aprovechar la distracción de la corte y de las armas imperiales en la cuestión de Polonia, para emprender la recuperación de los reinos de Nápoles y Sicilia, estableciendo en ellos al infante don Carlos, a cuyo fin se unirían las fuerzas de España con las de Francia, puesto que esta potencia lo solicitaba con ardor, lo cual convendría emprender luego que la Francia rompiera las hostilidades con el Imperio, y abandonara el emperador la Italia para atender con sus ejércitos al Rhin. No fue menester más que el anuncio de un plan tan lisonjero a las inclinaciones y a los deseos de la reina, para que desde entonces no se pensara más que en los medios de ponerle en ejecución. Entendiéronse al efecto con el conde de Rottemburgh, embajador de Francia en Madrid, y con el marqués de Castelar, hermano de Patiño, que lo era de España en París. Como el plan era igualmente favorable a los intereses políticos de ambas potencias, no fue difícil concertar una alianza, en que se hizo entrar también al rey de Cerdeña{8}, estableciendo por bases: que España invadiría los reinos de Nápoles y Sicilia; que efectuada su conquista, uniría sus fuerzas a las de Francia y Cerdeña para lanzar de Italia a los alemanes, mientras los franceses llamarían su atención en el Rhin; que el rey de Francia no pretendía conservar para sí parte alguna de las conquistas que se hiciesen, sino que Nápoles y Sicilia quedarían incorporados por siempre a España, y el ducado de Milán a Cerdeña{9}.
Informó el conde de Montijo al rey Jorge de Inglaterra de esta estipulación, que era como el preludio de una declaración de guerra. Pero las potencias marítimas, Inglaterra y Holanda, poco o nada interesadas en la elección de rey de Polonia, condujéronse con una moderación que no estorbó los planes de las potencias de la triple alianza; y Holanda, a trueque de que en la guerra no se molestara a los Países-Bajos austriacos, llegó a convenir en un tratado de neutralidad con Francia (24 de noviembre, 1733).
Entretanto ardía la Polonia en discordias y partidos para la elección de rey: invadíala un ejército ruso, so pretexto de proteger la libertad de las votaciones: la dieta de Varsovia y cada uno de los electores declaraban traidores a la patria a los que habían llamado a ella tropas extranjeras, y mandaban confiscar sus bienes y arrasar sus casas (4 de diciembre): el embajador de Francia presentaba a nombre del rey su amo una declaración prometiendo a la república mantener el pleno goce de su libertad en la elección de su rey; y que si la noble nación polaca convenía en elegir a Estanislao, se comprometía el rey cristianísimo a defenderla contra todas las potencias, y a pagar puntualmente durante dos años sus contribuciones. Los del partido francés apresuraron la elección, y el 12 de setiembre fue proclamado rey de Polonia y gran duque de Lituania Estanislao Leszczinski; pero retirados los del partido contrario, en número de tres mil caballeros, publicaron un manifiesto contra esta elección{10}; y más adelante (5 de octubre), protegidos por los rusos, en un campo cerrado, eligieron y proclamaron rey a Augusto III. Nació de aquí todo género de desgracias para la infortunada Polonia. Entraron tropas rusas y sajonas a sostener a Augusto. Retirose Estanislao a Dantzick, cuya plaza puso en buen estado de defensa, y se levantaron regimientos que talaban e incendiaban el país. Así acabó para la infeliz Polonia el año 1733.
Comenzó entonces la guerra europea. Francia envió un ejército al Rhin a las órdenes del duque de Berwick. Otro ejército francés de cuarenta mil hombres, al mando del mariscal de Villars, marchó a los Alpes, a unirse al del rey de Cerdeña, que constaba de diez y ocho a veinte mil hombres: el rey Carlos Manuel se puso a su cabeza, y España daba para esto un subsidio de cien mil doblones. El ejército franco-sardo hizo en Italia en el corto espacio de dos meses admirables conquistas, raras en la historia, y que las musas italianas y francesas celebraron y cantaron a porfía. España apresuró su expedición con arreglo al tratado de alianza firmado en el Escorial a 25 de octubre (1733). Nombrose capitán general de ella al conde de Montemar, conquistador de Orán. A mediados de noviembre el conde de Clavijo se hacía a la vela desde Barcelona para Liorna con diez y seis navíos de línea y varias fragatas. El de Montemar se embarcó en Antibes con veinte y cinco escuadrones de caballería. La reunión se había de hacer en Siena, ciudad de Toscana. Felipe V nombró generalísimo de la expedición al infante don Carlos, el cual, como hubiese entrado en los diez y ocho años de su edad, se declaró fuera de tutela, ordenó que en lo sucesivo los duques de Parma y Plasencia serían tenidos por mayores de edad a los catorce años (diciembre, 1733), y se dio la regencia del Estado durante la ausencia del infante a la duquesa viuda Dorotea. De este modo sacudió don Carlos las trabas de las leyes imperiales y de los estatutos del cuerpo germánico.
A vista de estos grandes sucesos no dejó de entrar en inquietud el rey de Inglaterra, hallándose sumamente embarazado entre el emperador que le pedía su cooperación en virtud de los tratados, y el de Francia que le instaba por la neutralidad. Holanda había tomado ya este partido: tuvo pues por prudente Inglaterra disimular, y limitarse a armar y aumentar sus escuadras para estar prevenida a lo que ocurrir pudiese, en lo cual no dejó de hacer un servicio al emperador, porque recelosa la Francia de sus armamentos no se atrevió a enviar socorros a Polonia, y no influyó esto poco en que se rindiera Dantzick, y triunfara la causa de Augusto III. La dieta de Ratisbona hizo que el cuerpo germánico tomara como suya la causa del imperio, y un ejército de cincuenta mil hombres al mando del antiguo general Mercy se encaminó a Mantua. Por el contrario el pontífice, como que había reconocido a Estanislao por rey de Polonia, dio su consentimiento a las tropas españolas para que transitaran por los Estados de la Iglesia.
Con este consentimiento, y cuando la guerra ardía ya entre franceses, saboyanos y alemanes, partió de Toscana el infante-duque don Carlos (24 de febrero, 1735) a la conquista de Nápoles. Roma proporcionaba a nuestras tropas toda clase de comodidades y de auxilios, sabido lo cual en la corte de Viena, escribió el emperador una carta de quejas a Clemente XII, en la cual le decía, entre otras cosas, que establecido un rey español en Nápoles, pronto se verían reducidos él y sus sucesores a ser como sus primeros capellanes y les causarían los mismos sinsabores que los reyes de Anjou y los de Aragón{11}. Esperábase en Roma a don Carlos, mas habiendo ocurrido dificultades para el ceremonial con que se le había de recibir, detúvose aguardando otro refuerzo de tropas en Monte-Rotondo, donde publicó una proclama a los napolitanos (14 de marzo, 1734), manifestando que iba a librarlos del tiránico yugo del Austria, y ofreciendo conservarles todos sus privilegios, leyes y costumbres, así civiles como criminales y eclesiásticas{12}. Hecho esto, pasaron los españoles al día siguiente (15 de marzo) el Tíber por las inmediaciones de Roma, y en tanque la escuadra del conde de Clavijo se apoderaba de las islas de Ischia y Prócida, don Carlos con su ejército penetraba en el reino de Nápoles por San Germán. Escasa resistencia era la que podía oponer el general austriaco Traun con cuatro mil quinientos hombres a un ejército de cuarenta mil, que a esta cifra ascendía ya, con los refuerzos que habían ido llegando, el de los españoles. Cuanto más que no pudiendo el virrey Visconti reprimir ni contener el alborozo del pueblo napolitano al divisar la escuadra española, recogiendo cuanto pudo del palacio y de las arcas públicas, tuvo por prudente retirarse con los principales ministros a la provincia de Bari.
No habiendo llegado al general austriaco los veinte mil hombres de socorro que esperaba de Alemania, abandonó sus posiciones, retirándose entre Gaeta y Capua, con lo que el infante español avanzó sin obstáculo hasta Aversa (12 de abril, 1734), donde llegaron diputados de Nápoles a ofrecerle las llaves de aquella ciudad y a rendirle homenaje a nombre de todos los ciudadanos. En su virtud entró el conde de Montemar en Nápoles (13 de abril) con una parte del ejército, e inmediatamente hizo sitiar los castillos que aún sostenían los austriacos. El conde de Charny los fue rindiendo uno tras otro con diferencia de días, y sojuzgados todos, y nombrado virrey de Nápoles, hizo el infante don Carlos de España su entrada en aquella capital (10 de mayo, 1734), en medio del regocijo y de las aclamaciones del pueblo; formó su ministerio, y tomó las riendas del gobierno a nombre de Felipe V rey de Nápoles{13}.
A los pocos días, y cuando todavía el pueblo napolitano, de suyo dado a novedades, y siempre más afecto a los españoles que a los austriacos, cuya dominación no dejó nunca de serles odiosa, celebraba con regocijo la entrada del príncipe español, llegó el acta de cesión de Felipe V (22 de abril, 1734), por la cual trasmitía al infante don Carlos su segundo hijo todos los derechos que España pudiera tener al reino de las Dos Sicilias. Creció con esto el júbilo de los napolitanos, que llenos de gozo se felicitaban de tener un rey propio, después de cerca de doscientos treinta años que estaba reducido a ser una provincia, mandada por virreyes, que, como dice un escritor italiano de aquel tiempo, «se mudaban a menudo, y amaban más sus propios intereses que los de una nación cuya lengua apenas entendían, y que era forastera para ellos.» Veinte y siete años hacía que Nápoles había dejado de pertenecer a España.
Entretanto había reunido el virrey Visconti en Bari siete mil alemanes, y esperábase que se les unieran otros seis mil croatas. Fortificáronse aquellos en Bitonto. Resuelto a acometerlos se encaminó el conde de Montemar con quince batallones: sin aprovecharse de su situación los enemigos se dejaron atacar, e hiciéronlo aquel día con tan admirable ardor los españoles, que nada pudo resistir a su ímpetu: la victoria fue tan completa (25 de mayo), que no hubo enemigo que pudiera escapar de la prisión o de la muerte, inclusos los dos generales, Pignatelli y Radotzki, que quedaron prisioneros, apoderándose también los vencedores de todas sus banderas, caballos, vituallas y municiones. El virrey Visconti tuvo la fortuna de poder salvarse, retirándose a Pescara, donde no se contempló bastante seguro, y se refugió a Ancona (1.º de junio). Este memorable triunfo valió al conde de Montemar la grandeza de España con el título de duque, y lo que era más de apreciar para él, la gloria y reputación de gran capitán que ganó con victoria tan completa y decisiva. Y tan definitiva fue, que todas las demás plazas del reino guarnecidas por alemanes se fueron sucesivamente rindiendo. La de Gaeta fue asediada y tomada por el mismo Carlos. El general austriaco Traun, testigo de las conquistas y de los progresos de los españoles, se había refugiado en Capua, pero habiéndose rendido esta ciudad por capitulación (22 de octubre, 1734), y quedado él mismo prisionero, fue trasportado con toda su gente a Manfredonia, donde se embarcó para Trieste. La rendición de Capua puso el sello a la conquista de Nápoles, y aseguró a don Carlos la posesión de aquel reino{14}.
Tan pronto como se conceptuó asegurada la recuperación de Nápoles, pensose en la de Sicilia, la cual ofrecía todas las probabilidades de que no había de ser ni costosa ni larga, porque los mismos naturales, nunca resignados con la dominación austriaca, habían enviado diputados a don Carlos instándole a que aprovechase la ocasión de recobrar la isla y libertarla del yugo alemán. Habíase recibido de España millón y medio de pesos: y con esto, y con no ser ya necesarias tantas tropas en Nápoles, pues solo restaba entonces acabar de someter a Capua que estaba bloqueada, partió de aquel puerto la expedición (21 de agosto, 1734), compuesta de cinco navíos de guerra, cinco galeras, dos balandras y trescientas tartanas, con diez y ocho mil infantes y dos mil caballos, el mando del duque de Montemar. El 25 tomó este general tierra en Solanto, donde fue a presentársele el senado de Palermo, y le prestó homenaje de fidelidad y le acompañó en su entrada en la capital de la isla (1.º de setiembre). Tan favorable se mostró el espíritu de los sicilianos a los españoles, que no se necesitó más tiempo para apoderarse del reino que el que sería necesario para recorrerle. A fines de noviembre solo quedaban a los imperiales la ciudadela de Messina y las plazas de Trapani y Siracusa, situadas a los extremos de la isla. Calculó el de Montemar que sin necesidad de sitio, y con solo tenerlas bloqueadas, no tardarían en rendirse, y así sucedió: de modo que en muy corto espacio de tiempo no quedó en toda Sicilia ni un solo alemán. Y no contemplándose ya necesaria la presencia de Montemar en ella, en virtud de órdenes que recibió de España se restituyó a Nápoles, donde habían de acordarse las medidas y disposiciones para que pasase con veinte y cinco mil hombres a Lombardía a unirse con el ejército sardo-francés y ayudarle a sostener allí la campaña.
En tanto que con esta facilidad recobraban los españoles para el rey católico sus antiguos dominios de las Dos Sicilias, ardía una guerra viva y sangrienta en Lombardía, en el Rhin y en Polonia, sostenida por ejércitos poderosos, polacos y rusos, imperiales, franceses y sardos, mandados estos últimos por el rey de Cerdeña en persona, los otros por los mejores y más veteranos generales de cada estado; guerra en cuyos pormenores no nos pertenece entrar{15}. Fueron en ella famosos los dos sitios de Philisburg y de Dantzick, y las dos sangrientas batallas de Parma y de Guastalla. En estas perecieron multitud de bravos generales y de muy ilustres guerreros, así alemanes como saboyardos y franceses; entre ellos el esclarecido duque de Berwick, que tan señalados servicios había hecho en España en las guerras de sucesión, el vencedor de la batalla de Villaviciosa, que afirmó la corona de Castilla en las sienes de Felipe V: pero en aquellas batallas la pérdida había sido casi igual, y no decidieron nada, como que las celebraron a un tiempo en Viena, en Turín, en París y en Madrid. El sitio y toma de Philisburg por los franceses causó una sensación general de admiración en toda Europa, y paralizó las operaciones, mirándose los enemigos con tal respeto que ni unos ni otros se atrevían a llegar a las manos. El de Dantzick dio por resultado el perder segunda vez la corona de Polonia el rey Estanislao, suegro y protegido del rey de Francia, y hacerla pasar a las sienes del elector de Sajonia, pariente y protegido del emperador, reduciéndose con este motivo a su obediencia la mayor parte de los grandes de Polonia, y reconociéndole por rey legítimo con el nombre de Augusto III.
Veían ya con disgusto las potencias marítimas los progresos y desastres de esta guerra, temían sus consecuencias, recelaban del demasiado engrandecimiento de la casa de Borbón, deseaban mantener el equilibrio europeo, y satisfacer por una parte al emperador que se quejaba de que permitieran arrebatarle los estados de Italia que en otro tiempo le habían ayudado a adquirir, y por otra parte reparar el honor de la Francia ofendido en la persona del rey Estanislao. Por eso Jorge II de Inglaterra había indicado ya a las potencias beligerantes la necesidad de la paz, de que se ofrecía a ser mediador, lo cual motivó secretas y frecuentes conferencias en Madrid, París y Turín. Pero España proseguía su marcha, y Felipe V ordenó a su hijo Carlos que pasara inmediatamente a Sicilia a hacerse reconocer y jurar de sus nuevos vasallos, como así lo verificó (enero, 1735). Y rendidas que fueron las tres únicas plazas que faltaban, pasó a Palermo, donde se coronó con toda pompa y magnificencia (3 de julio, 1735). El duque de Montemar, que había ido con sus veinte y cinco mil españoles a invernar a Toscana, uniose en la primavera con los aliados para acabar de arrojar de Italia a los imperiales. El ejército de los aliados en esta campaña no bajaría de ciento treinta mil hombres; mucho menor era el de los imperiales, y aunque le mandaba un general tan entendido, activo y diestro como Königseg, no le fue posible resistir a fuerzas tan numerosas, ni mantenerse en Lombardía, y tuvo que pasar el Adigio y retirarse a los confines del Tirol, quedando así desembarazados los aliados para poner sitio a Mantua y la Mirándola. El bloqueo de Mantua (julio, 1734) costaba a España inmensos dispendios, y Montemar se quejaba de la lentitud de los aliados en apretar el sitio. Suscitáronse discordias entre los generales de las tres naciones, y veíase claramente que no entraba en las miras del rey de Cerdeña que aquella gran plaza, que se consideraba como la llave de Italia, perteneciera al monarca español, ya demasiado poderoso. Francia presentaba también obstáculos, porque su plan era ya obligar a España a entrar en los tratos de paz; y así, aunque se hablaba mucho del ataque de Mantua, no llegaba nunca el caso de realizarle.
Las dos potencias marítimas, Inglaterra y Holanda, sin dejar de instar a los príncipes beligerantes a que aceptaran su mediación para la paz, se prepararon con grandes armamentos a hacer respetar su proposición, y aun tomaron una actitud y un lenguaje amenazador, para el caso de no admitirla, tal como de atacar unidas los establecimientos españoles y franceses de las dos Indias, lo cual no dejó de imponer y amedrentar al circunspecto y prudente cardenal Fleury. Y como este anciano ministro prefiriera dejar una memoria honrosa de su ministerio con alguna nueva adquisición para la Francia a exponer la nación a nuevos riesgos por mar con dos potencias poderosas, pensó en las ventajas que podría sacar de la paz, a cuyo efecto entabló negociaciones secretas y privadas con la corte de Viena, haciendo su agente íntimo La Baume lo que en otro tiempo había hecho el barón de Riperdá. El resultado de estos tratos, en que no tuvo participación otra potencia alguna, fue el ajuste de unos preliminares (3 de octubre, 1735), en que se acordaron los puntos siguientes: 1.º El rey Estanislao renunciaría al trono de Polonia, conservando el título de rey; poseería durante su vida el ducado de Lorena, el cual a su muerte se incorporaría definitivamente a la corona de Francia: 2.º Para indemnizar a los futuros duques de Lorena se les daría como compensación la Toscana después de la muerte del gran duque Juan Gastón, y para seguridad de esta sucesión evacuarían las plazas de Toscana los españoles, y entrarían a guarnecerlas seis mil imperiales: 3.º El emperador renunciaría los reinos de Nápoles y Sicilia a favor del infante español don Carlos, renunciando éste a su vez sus pretensiones a Toscana, Parma y Plasencia: 4.º Los ducados de Parma y Plasencia se cederían al emperador para reunirlos con el de Milán, con la obligación de no pretender jamás del papa la desmembración de Castro y Roucillon: 5.º Se dejarían al rey de Cerdeña los dos distritos del Tesino, y los feudos de la Longha y del Novarés y Tortonés{16}.
Cuando el duque de Noailles, general de las tropas francesas en Lombardía, anunció al de Montemar el convenio hecho entre su soberano y el César, y que no podía auxiliarle contra los alemanes, por más que el general español se mostró sereno y firme, negándose a admitir la tregua que se le proponía mientras no recibiese órdenes terminantes del rey su amo, harto conoció que la escena había cambiado enteramente, y que no era posible sostenerse solo en aquel país contra todas las fuerzas del Imperio. Resolviose, pues, a repasar el Po, y se retiró a Bolonia, donde todavía le alcanzó un destacamento de húsares alemanes, y se vio forzado a acelerar su marcha a Toscana.
Excusado es decir con cuánto dolor, y cuánta indignación recibiría la reina Isabel Farnesio de España la noticia de un convenio que la humillaba hasta obligarla a hacer el mayor de todos los sacrificios, el de la cesión de la herencia paterna, precisamente cuando se lisonjeaba con la idea de colocar en aquellos estados a su segundo hijo Felipe, una vez establecido Carlos en Nápoles y Sicilia{17}. También el rey vio con harto pesar la falta de confianza de Luis XV su sobrino, en haber efectuado el convenio sin participación de la España; y el ministro Patiño no podía dejar de resentirse del papel desairado que en este negocio hacia. Repugnaban por tanto acceder a los preliminares de Viena, y pusieron todo género de reparos y dificultades al curso de la negociación. Dirigiéronse a las potencias marítimas y a Francia como a las responsables de un tratado que tanto lastimaba el orgullo español y el amor propio de los reyes. Y aunque pudieron convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos, porque Inglaterra insistía en la evacuación de Toscana, y Francia rehusaba intervenir como mediadora en un negocio que ella misma había de propósito arreglado, todavía tuvieron intenciones y estuvieron a punto de romper otra vez las hostilidades, aunque se quedaran solos.
No eran solamente los monarcas españoles los que sentían las reparticiones de aquel ajuste, que como observa un historiador italiano, traía a la memoria la medalla de Trajano con el lema: «Regna asignata.» Sentíanlo no menos que ellos los naturales de Parma, Plasencia y Toscana, que con tanto gusto habían recibido al príncipe Carlos, y generalmente eran tan afectos a los españoles como aborrecían a los alemanes, ya por la mayor analogía y conformidad de sus costumbres y aun de su idioma con las de aquellos, ya por el temor que les inspiraba el duro gobierno de los austriacos, ya porque bajo el dominio del duque de Lorena esperaban ver reducidos sus estados a una provincia del imperio, sin leyes, tribunales ni magistrados propios. Era pues general el dolor de perder al príncipe Carlos, muy querido de los parmesanos, no obstante el poco tiempo que había vivido entre ellos.
Pero su suerte estaba decidida. Abandonado Felipe V por los aliados, especialmente por la Francia; amenazadas las costas de sus dominios por una escuadra inglesa; tuvo al fin que acceder, aunque con pesar y repugnancia, a los preliminares de Viena (18 de mayo, 1736). En su virtud el emperador Carlos VI de Alemania envió el acta de cesión de los reinos de Nápoles y Sicilia en favor de Carlos de Borbón, y a su vez Felipe V y su hijo Carlos expidieron la del ducado de Parma y Plasencia a favor del César, y la del gran ducado de Toscana en beneficio de la casa de Lorena, cuyos instrumentos se canjearon en Pontremoli en la Luginiana Florentina (diciembre, 1736.) A consecuencia de este arreglo el ilustre vencedor de Bitonto abandonó el país en que había recogido tantos laureles, y regresó a Madrid por Génova; y al paso que las tropas españolas evacuaban las plazas de Toscana iban ocupándolas los austriacos. A pesar de esto, todavía el infante don Carlos continuó por muchos años reclamando sus derechos a los bienes alodiales de la casa de Médicis y haciendo protestas en Viena y en Florencia.
Para obtener el reconocimiento del papa como rey legítimo de las Dos Sicilias mandó al ministro de España en Roma que presentara en su nombre al Santo Padre la hacanea y el tributo de siete mil escudos que los soberanos de Sicilia acostumbraban a pagarle todos los años el día de San Pedro en testimonio del feudo y de la investidura pontificia. Pero al mismo tiempo hizo presentar el emperador de Austria el propio tributo. Este negocio de las dos presentaciones no dejaba de poner en harto grave compromiso al papa Clemente XII, el cual para evadirle nombró una junta de ocho cardenales que le aconsejara lo que debería hacer. La junta opinó que mientras don Carlos no estuviese universalmente reconocido, debería S. S. seguir admitiendo el tributo del César. Protestó altamente el embajador de España contra este proceder de Roma, y mucho se temió ya que los reyes de España y de Nápoles tomaran de aquí ocasión para abolir la ceremonia de la hacanea, o lo que era igual, para declarar el reino de las Dos Sicilias totalmente independiente de la Santa Sede. Sin embargo redújose a seguir las protestas por una parte, y la indecisión de la corte romana por otra{18}.
{1} He aquí algunos curiosos pormenores que un escritor contemporáneo nos suministra acerca de esta grande armada. Componíase de 42 navíos de guerra españoles, el que menos de 50 cañones; 2 bombardas; 7 galeras de España, mandadas por don Miguel Regio; 2 galeotas de Ibiza; 4 bergantines guarda-costas de Valencia; 109 naves de trasporte; 50 fragatas; 97 saetías; 48 pinques; 20 balandras; 4 urcas; 161 tartanas; 2 polacras; 8 paquebotes; 2 gabarras; 26 galeotas, y otras 57 embarcaciones desocupadas. Se componía el ejército de 40 batallones y 24 escuadrones.
Embarcáronse 12.400 quintales de pólvora: 16.420 bombas; 56.000 granadas de mano; 80.693 balas de cañon; 1.522 quintales de balas de fusil; 8.000 cajones de cartuchos; 33.000 tacos para la artillería; 12.000 fusiles de repuesto; 200 cureñas de todos calibres; 20 carros cubiertos; 240 alventrenes; 60 carromatos baleros; 60 galeras; 40.000 fajinas de a 12 pies, 20.000 de a 9 pies; 14.000 salchichones; 80.343 sacos para tierra; 20.500 instrumentos para gastadores, como son palas, picos y espuertas; 780 caballos de frisa; 150 acémilas; 422 barracas de madera; 81 hornos de campaña; 140 mulas para la artillería; 150 machos de abasto y de tiro; 36.000 fanegas de cebada; 220.000 arrobas de paja; 14.000 herraduras para caballos; 250.000 quintales de plomo; 400 vacas: 1.576 carneros; 4.000 gallinas; 1.000 camas de hospital; 2.000.000 de raciones de armada; 7.000 botas de vino; 190.000 arrobas de leña... Belando, Historia civil, p. IV, c. 99.
{2} Este bey, llamado Hacen y también Mustafá, es el que los españoles nombraban Bigotillos, por los grandes bigotes que tenía. Era el mismo que se había apoderado de Orán en 1708.
{3} Frase textual de Belando y de Campo-Raso.– Historia Civil, P. IV, cap. 101.– Memorias políticas, ad ann.– William Coxe apenas hace una ligerísima indicación de un armamento tan considerable, de una tan notable expedición y de un suceso tan importante como la reconquista de Orán. En el texto le dedica una sola línea, y solamente habla de ella en un apéndice.
{4} Al dar cuenta de esta batalla don José del Campo-Raso, y de que entre los papeles cogidos al bajá Aly-Den se halló una carta de un mercader inglés que reclamaba se le pagasen las municiones suministradas a los moros por sus corresponsales de Inglaterra, exclama con patriótico celo: «¿Quién puede mirar sin horror una conducta tan reprensible? ¿Cómo, que sin atender a la alianza que por el tratado de Sevilla concedía tan grandes ventajas a los súbditos de la Gran Bretaña, prestasen éstos fuerzas contra un monarca que acababa de hacerles tantas mercedes? ¿Cuál es el gobierno en el mundo que no reprimiría semejante abuso?»
{5} El P. Fr. Nicolás de Jesús Belando dedica a la narración de estos sucesos de Orán y Ceuta los capítulos 102 a 107 de la Parte IV de su Historia civil de España, con los cuales pone fin a su obra. Sentimos que nos falte la guía de este historiador, que en medio de sus defectos de crítica, escribió con gran copia de datos y con gran conocimiento de los hechos de este reinado, siendo por lo mismo generalmente exacto en sus narraciones.
{6} Campo-Raso, Memorias políticas y militares, Continuación de los Comentarios de San Felipe, tomo IV.– Correspondencia del embajador inglés Keene.– Gacetas de Madrid de 1733.
{7} Al decir de un bien informado escritor, llegó Isabel a enviar poderes y amplias instrucciones al efecto al padre Araceli, religioso teatino.
{8} Carlos Manuel, que había subido al trono en 1730 por abdicación de su padre Víctor Amadeo. Este monarca se arrepintió luego de su abdicación, y pretendió, en unión con la condesa de San Sebastián, su esposa, recuperar la corona, a costa de inquietar el reino; el hijo hizo todo lo posible por disuadirle de su propósito, pero inútilmente. Por último, al ver su tenacidad, y no habiendo otro medio de evitar una guerra civil, todos los consejeros y magnates del reino convinieron en la necesidad de apoderarse de su persona y encerrarle en una prisión. Con mucho dolor ejecutó Carlos Manuel este acuerdo del reino, pero era indispensable cumplirle. Víctor Amadeo murió en Rivoli, y la condesa su esposa fue después de la muerte de su marido trasladada a un convento.
{9} «Este, dice un escritor, fue el último acto político del marqués de Castelar.» Y en efecto, a poco tiempo de este ajuste murió en París (19 de octubre, 1733.)
{10} Hacía tres días que Estanislao se hallaba oculto en Varsovia en casa del embajador de Francia. Había ido por tierra, acompañado del caballero Daudelot, disfrazados ambos de mercaderes. Para darle seguridad en su aventurero viaje, el rey cristianísimo su yerno hizo publicar que el rey Estanislao iba a Polonia en la escuadra de Brest, y para sostener el engaño se dispuso embarcar en ella al comendador de Thiange, que era muy parecido a aquel príncipe y de su misma edad, y pusiéronle los mismos vestidos e insignias que aquel usaba, y se le hacían dar a bordo los mismos honores que si fuese el rey Estanislao, sin que supiese nadie el secreto sino el marqués de la Lucerne y el caballero Luines. Y en tanto que se ejecutaba esta farsa, el verdadero Estanislao hacia con seguridad su viaje a Varsovia.
{11} Consérvase esta carta original en el archivo del castillo de Sant Angelo.
{12} «Don Carlos por la gracia de Dios infante de España, duque de Parma, Plasencia, Castro, &c. Gran príncipe hereditario de Toscana, y generalísimo del ejército de S. M. Católica en Italia.– El rey mi augusto padre en carta de 27 de febrero próximo pasado me comunica lo siguiente: «Mi muy amado hijo: Vuestros intereses inseparables de la dignidad de mi corona me han determinado a enviar tropas a Lombardía para seguir de concierto con los ejércitos de mis aliados la empresa a que están destinados. Con la ocasión de la presente guerra han penetrado mis oídos los clamores de los pueblos de Nápoles y de Sicilia, violentados, oprimidos y tiranizados por el gobierno alemán, y me han traído a la memoria las demostraciones de alegría y las unánimes aclamaciones con que en otro tiempo me recibieron en Nápoles, y admitieron mis armas en Sicilia. Excitado por tanto de una compasión tan natural, he preferido a cualquier otra empresa la de librar de males tan insoportables a estos pueblos oprimidos, con tanta más razón, cuanto considero que seducidos de engañosas insinuaciones, o de quiméricas esperanzas, o del temor de amenazas violentas, se han visto forzados a disimular su natural inclinación, sujetándose a una obediencia contraria a su fidelidad. Persuadido de esto, he mirado siempre como actos forzados e involuntarios lo que han hecho, y todo lo he olvidado: en cuya atención he resuelto enviaros en calidad de generalísimo de mis ejércitos para recobrar estos reinos, sin embargo del riesgo que puede correr vuestra preciosa salud en tan largo viaje, a fin de que por vos mismo podáis confirmar en mi nombre la amnistía y perdón general que mi paternal corazón ofrece a todos, de cualquier estado y condición que sean, y dar a todos al mismo tiempo las más solemnes pruebas de seguridad. Confirmaréis y ampliaréis sus privilegios, y los aligeraréis además de toda especie de imposiciones, y en particular de aquellas inventadas por la insaciable codicia del gobierno alemán. Todo esto a fin de que el mundo quede convencido de que mi justo y único designio es el de restablecer el antiguo esplendor de estos dos famosos reinos; y para que el contenido de ésta sea notorio a todos, os mando que lo hagáis público y manifiesto del modo que tengáis por más conveniente; y Dios conserve vuestra vida, mi amado hijo, dilatados años.– Yo EL REY.– Don José Patiño.»
«En virtud del poder que S. M. ha tenido a bien conferirme, y a fin de que los dichos súbditos de Nápoles y de Sicilia tan amados de mi padre, y a quienes siempre ha tenido S. M. tan presentes, sepan cual es su intención y propósito, declaro y aseguro a cada uno en su real nombre, que les concedo un perdón general y particular de cualquier especie de delito, motivo o demostración, &c., sin restricción alguna, quedando todo sepultado para siempre en el olvido, y confirmo todos sus privilegios, leyes y costumbres, tanto civiles como criminales y eclesiásticas, sin que sea lícito establecer ningún nuevo tribunal: declaro también por justa y laudable la práctica de conferir los beneficios y las pensiones a los naturales, y así se conservará como hasta el presente. Se levantarán todos los impuestos establecidos por el tiránico gobierno de los alemanes; advirtiendo que todas estas gracias se conceden por un efecto del benigno y piadoso corazón de S. M.; y para que sea notorio todo cuanto se promete he mandado que el presente real decreto se selle con mi real sello, &c.– Dado en Monte-Rotondo el día 14 de marzo de 1734.– CARLOS.– José Joaquín de Monte Alegre.»
{13} Ojeada sobre los destinos de los Estados italianos: Botta, Storia d'Italia.– Muratori, De las cosas de Italia.– Beccatini, Vida de Carlos III.– Campo-Raso, Memorias políticas y militares.– Historia de la Casa de Austria.– Gacetas de Madrid de 1734.
{14} Memorias políticas y militares, tomo IV.– Beccatini, Vida de don Carlos, libro I.– Ojeada sobre los destinos de los Estados italianos.
{15} Los sucesos de aquellas ruidosas guerras pueden verse en las historias de Italia, de Alemania y de la Casa de Austria, en las Gacetas de aquellos años y en muchas Memorias y relaciones particulares que se publicaron de los principales sitios y batallas. De entre los escritores españoles parécenos que ninguno las trata con más extensión y con más orden que don José del Campo-Raso en sus Memorias políticas y militares para servir de continuación a los Comentarios del marqués de San Felipe.
Sin embargo, respecto a la campaña de los españoles en Italia, da también muy curiosas y circunstanciadas noticias un manuscrito contemporáneo que se conserva y cuyo título es: «Marcha que hizo el ejército de S. M. Católica, y funciones en que se ha hallado en las provincias de Italia bajo el mando y orden de S. A. R. don Carlos de Borbón, generalísimo en los reinos de Nápoles, y prudencia del Excmo. señor duque de Montemar, en los años de 1733 hasta principios del de 1737.»
{16} Historia de la casa de Austria.– Rousset, Colección de actas y documentos oficiales.– Beccatini, Vida de Carlos III, libro 1.
{17} El embajador inglés Keene en carta al duque de Newcastle (21 de noviembre, 1735) da algunos pormenores del modo como manifestó su disgusto la reina.
{18} Beccatini, Vida de Carlos III, libro I.– Es lástima que no se hayan encontrado los cuadernos que sin duda escribió el autor de las Memorias políticas y militares correspondientes a los años 36 al 41 de este reinado, por más diligencias que para ello se han practicado, según nota del editor. Hácese muy sensible este vacío en unas Memorias tan luminosas como las del Continuador del marqués de San Felipe.