Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo XX
Guerra marítima entre Inglaterra y España
De 1736 a 1741

Nuevas disidencias entre España y Roma.– Sus causas.– Salida de embajadores y de nuncios de ambas cortes.– Término de estas discordias.– Muerte del ministro español Patiño.– Sus excelentes prendas.– Grandes beneficios que debió España a su administración.– Cómo y entre quiénes se distribuyeron sus ministerios.– Muerte del gran duque de Toscana y sucesión del de Lorena.– Cuestiones mercantiles entre Inglaterra y España.– Espíritu de ambos gobiernos y de ambos pueblos.– El de las Cámaras de Inglaterra.– Negociaciones.– Convención del Pardo.– Ofenden a Felipe V las peticiones del parlamento británico.– Mutuas exigencias rechazadas por ambas cortes.– Declaración de guerra.– Escuadra inglesa en Gibraltar.– Presas que hacen los armadores españoles.– Lleva la Gran Bretaña la guerra a las posesiones españolas del Nuevo Mundo.– Grande escuadra del almirante Vernon.– Esperanzas de los ingleses.– Prevenciones de los españoles.– El comodoro Anson.– Atacan los ingleses a Cartagena de Indias.– Retíranse derrotados.– Frústranse otras empresas contra la América española.– Ataca Vernon la isla de Cuba, y se retira en deplorable estado.– Tristeza, descontento e indignación en Inglaterra.– Pérdidas que sufrió en esta guerra la Gran Bretaña.
 

Habían ocurrido en este tiempo sucesos desagradables, que produjeron nuevas desavenencias y escisiones entre las cortes de España y Roma. El ejército español de Nápoles y Toscana había sufrido bajas considerables por las enfermedades, las deserciones y la guerra; para cubrirlas fueron enviados varios oficiales a establecer banderas en algunas ciudades de los Estados pontificios con objeto de reclutar y alistar gente: pero hacían los enganches, no admitiendo a los que voluntariamente se presentaran, sino con amenazas y con violencias, y cometiendo todo género de desmanes, vejaciones y desafueros. Cundió la voz rápidamente, indignáronse y se alborotaron las poblaciones, y diose la gente del país a insultar y asesinar soldados y oficiales. La ciudad de Veletri tomó las armas para proveer a su propia defensa, y se propuso impedir la entrada a las tropas españolas y napolitanas que se acuartelaban en sus contornos; mas como la ciudad no estuviese fortificada, acometiéronla las tropas y la entraron fácilmente, ahorcaron más de cuarenta personas, y obligaron a los moradores a pagar cuarenta mil escudos para librarse de un saqueo general. Cosas semejantes pasaron también en Ostia y en Palestrina.

De estos desórdenes e inquietudes se quiso culpar y pedir satisfacción al gobierno romano, sin considerar la ocasión que a ello habían dado las tropelías de desatentados militares. Los cardenales Aquaviva y Belluga, protectores de España y Nápoles, se retiraron de los Estados de la Iglesia, sin que pudieran detenerlos los ministros pontificios, y mandaron salir también de Roma a todos los españoles y napolitanos hasta la tercera generación; cosa inaudita, y que por lo exagerada pareció no poder tomarse por lo serio. Sin embargo, tan por lo serio lo tomaron los reyes de España y Nápoles, padre e hijo, que el nuncio de S. S. en Nápoles tuvo orden para no presentarse más en aquella corte, en Madrid se mandó cerrar el tribunal de la Nunciatura, y se prohibió la entrada en España al nombrado nuncio Valentino Gonzaga, que estaba ya en camino, y tuvo que detenerse en Bayona. Nunca Felipe V había pecado de blando en sus disidencias con la corte romana, mas no dejaba de ser extraña ahora tanta severidad con el papa Clemente XII, que había llevado su complacencia al monarca español hasta el punto de hacer cardenal y arzobispo de Toledo a su hijo el infante don Luis Antonio, niño de ocho años, con injustificable violación de los cánones y universal asombro y escándalo. Intimidó al pontífice la actitud de los dos monarcas, nombró una junta de cardenales para arreglar aquellas diferencias, y dio poderes a Spinelli, arzobispo de Nápoles, para que tratase el ajuste, porque en Roma hubo tal temor que se reforzaron las guardias y se cerraron cinco puertas de la ciudad. Por último, se hizo que algunos ciudadanos de Veletri, que los españoles habían llevado presos, pidieran perdón e imploraran la clemencia de los dos monarcas, ante los cardenales Aquaviva y Belluga y los ministros napolitanos. Parécenos que se prevalieron en esta ocasión ambos reyes de la debilidad de Roma para hacerla pasar por esta injusta humillación{1}.

Tal era la disposición respectiva de estas cortes, que el más pequeño incidente bastaba a producir un conflicto, como sucedió a poco tiempo, que por haber chocado una falúa napolitana con una chalupa de las galeras pontificias, incidente que no debía mirarse sino como una pendencia común entre gente de mar, se consideró como un atentado cometido de propósito, y encendió en ira a los reyes don Felipe y don Carlos. Al fin se calmaron los espíritus, se dio al hecho el valor que merecía, la armonía se fue restableciendo, volviose a abrir la nunciatura de España, y se permitió al nuncio que ejerciera sus funciones.

Novedades interiores ocupaban a este tiempo la atención del monarca español. Su primer ministro don José Patiño, el hombre que hacía más de diez años estaba siendo el alma de la política española, y el director de todos los negocios de dentro y fuera del reino{2}, el que no sin razón fue llamado el Colbert español, porque sin duda fue el más hábil de los ministros de Felipe, había fallecido (3 de noviembre, 1736). El rey, que durante su enfermedad le dio las mayores y más expresivas muestras de interés y de cariño, le hizo también merced de la grandeza de España en un decreto sumamente honroso{3}. Y luego le costeó el entierro, y mandó decir diez mil misas por su alma: porque este ministro desinteresado y probo, que había desempeñado mucho tiempo los cuatro ministerios de Estado, Hacienda, Guerra y Marina, que descendía de una de las familias nobles de España, y que había manejado tantos y tan pingües caudales para las gigantescas empresas que se realizaron en su tiempo, dio el ejemplo, no muy común, de vivir muy modestamente y de morir pobre. Inmenso era el vacío que la falta de este ministro dejaba en la administración pública española. Porque con razón era tenido Patiño dentro y fuera de España por un hombre de extraordinaria capacidad y de inmensos conocimientos en todos los ramos, y de una facilidad admirable para el despacho de los negocios. El único además dotado de las cualidades necesarias para manejar a un rey tan hipocondriaco y receloso como Felipe V, y más en aquellos años, y una reina tan interesada y tan vehemente como Isabel Farnesio: el único también que hubiera podido medir su capacidad política en circunstancias tan difíciles con ministros tan hábiles como los de Alemania, Francia e Inglaterra, Königseg, Fleury y Walpole.

Mucho, y en muy grande escala, debió la nación española a la administración de Patiño. Sin dinero, sin marina, cercado de enemigos por todas partes cuando subió al ministerio, viose en pocos años con admiración del mundo cruzar los mares numerosas escuadras españolas de todo abastecidas, y ejércitos respetables vestidos y pagados, hacer conquistas en África y en Italia, allí de plazas importantes, aquí de florecientes reinos. La pujanza marítima de España volvió como a resucitar{4}; fijó su atención en excluir a los extranjeros del comercio lucrativo que hacían en las colonias de América; creó el colegio naval, de donde a poco tiempo salieron los célebres e ilustres marinos don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, honra de España, y cuyos nombres son tan respetados en todas las naciones por sus preciosos descubrimientos y exquisitos trabajos; y finalmente las expediciones marítimas de su tiempo fueron tan lucidas y brillantes como las del siglo de la mayor grandeza española. Como hombre de gobierno, supo eludir aquella dependencia de los consejos y aquellas discusiones e informes interminables que hicieron proverbial la lentitud española. Como administrador económico, dio vida al comercio, hacía venir con regularidad y frecuencia las flotas de Italia, y alivió a los pueblos de los tributos extraordinarios que se acostumbraba a exigirles para las guerras y negocios del Estado. Y últimamente, como decía un escritor en aquellos mismos días, «la casa real está pagada; las expediciones marítimas se hicieron y se pagaron; las rentas de la corona están corrientes y redimidas del concurso de asentistas y arrendadores, que se hicieron poderosos disfrutándolas por anticipaciones hechas a buena cuenta: en fin, se ha visto que estando la España cadavérica, con guerras, con dobles enemigos, sin nervio el erario, sin fuerzas la marina, sin defensa las plazas, los pueblos consumidos, y todo aniquilado, un solo hombre, un sabio ministro, un don José Patiño supo, si es permitido decirlo así, resucitarla, y volverla a un estado floreciente, feliz y respetable a toda Europa.{5}»

Las secretarías del despacho que Patiño había desempeñado solo, se distribuyeron a su muerte entre don Sebastián de la Cuadra, el conde de Torrenueva, don Francisco Varas, y el duque de Montemar, que se encargó del ministerio de la Guerra luego que volvió de Italia, y era la persona más notable y más capaz del nuevo gabinete; porque el jefe, que lo era don Sebastián de la Cuadra, paje que había sido del marqués de Grimaldo al mismo tiempo que Orendáin, era hombre honrado, pero de escasa capacidad, irresoluto y tímido, y enteramente sometido a la voluntad de sus soberanos, que por nada se atrevería a contrariar. No podía por lo tanto llenar de modo alguno el vacío que dejaba su antecesor{6}.

Continuaban las potencias trabajando por vencer la repugnancia de los monarcas españoles a ajustar un tratado definitivo con arreglo a los preliminares de Viena; pero aunque se pensó en enviar tropas a Nápoles por si el emperador intentaba, como se temía, hacer un desembarco en aquel reino, no hubo acto de hostilidad manifiesta, tal vez solo por temor a la actitud de las potencias mediadoras. Y en tanto que el nuevo rey de Nápoles y Sicilia ganaba con su afabilidad y sus virtudes, y con las reformas que iba introduciendo en el reino, los corazones de sus súbditos, que le miraban como a un padre, comparando su suave gobierno con la opresión en que los habían tenido los austriacos, aconteció la muerte del gran duque de Toscana Juan Gastón (julio, 1737). Tomaron de esto las potencias ocasión oportuna para dar cumplimiento a lo convenido en los preliminares de Viena, dando posesión de la Toscana al duque Francisco de Lorena, que acababa de casar con la archiduquesa, hija primogénita del emperador, y haciendo a Francia la cesión absoluta del ducado de Lorena, adquisición porque tanto tiempo habían trabajado los reyes de Francia y su objeto principal en el tratado. Para realizar esto pasó un ejército a Italia, y los españoles tuvieron que evacuar las plazas que ocupaban en los ducados.

Ya había comenzado a suscitarse por este tiempo otra disputa de diversa índole entre Inglaterra y España, que aunque naciente entonces, se comprendía que había de traer en lo futuro consecuencias trascendentales. Producíanla los celos, no ya nuevos, de ambas naciones sobre el comercio de América: el natural afán de España por ensanchar y fomentar el comercio nacional y sus manufacturas, con exclusión de los extranjeros, y las quejas de los ingleses sobre las vejaciones y obstáculos que decían experimentar sus súbditos en el ejercicio de su comercio con arreglo a los tratados, y especialmente de el del Asiento, y demás privilegios de la compañía del Sur. Felipe V, que deseaba la paz con Inglaterra, como la deseaban también el ministro Walpole y el embajador Keene, procuraba satisfacer aquellas quejas y dar seguridad de que se respetarían los derechos estipulados; pero ni el duque de Newcastle ni el parlamento cesaban de repetir sus instancias acerca de las violencias que decían sufrir de los españoles, con lo cual irritaban aquella nación y estimulaban el espíritu codicioso de los comerciantes. El enviado de España en Londres Geraldini, en lugar de aplacar los ánimos, los agrió más, declarando públicamente que su monarca no desistiría nunca ni renunciaría al derecho de visita de los bajeles ingleses en los mares de la India. Así fue que la cámara de los comunes dio un bill en que se anunciaba un rompimiento próximo entre las dos naciones, y el ministro Walpole que intentó oponerse y se esforzaba por evitar la guerra, se vio abandonado de muchos de sus amigos: tan acalorados estaban los ánimos, que se negó el pueblo inglés a admitir la mediación que ofrecía el cardenal Fleury para arreglar estas diferencias; y al fin se recapitularon las quejas, y se mandó dar cuenta de ellas a la corte de España.

Asunto fue éste de largas contestaciones entre los gobiernos de ambos estados, y el de Francia no dejó de continuar con actividad sus esfuerzos en favor de la paz, no obstante que los primeros habían sido desatendidos, interesando a los Estados Generales de Holanda en este negocio (1738); de modo que cuando el ministro de Inglaterra en la Haya solicitó de los Estados que obrasen de acuerdo con la corte de Londres, excusáronse con pretexto de temer que los invadiese la Francia que tenían tan vecina. Las dos naciones más interesadas en esta cuestión se preparaban y apercibían para el caso de guerra haciendo armamentos; pues un arreglo que al cabo de muchas dificultades se ajustó en Londres, por el cual se concedían a Inglaterra 140.000 libras esterlinas como en compensación de los perjuicios sufridos por su comercio, no fue admitido por el gobierno español, declarando que Geraldini se había excedido de sus instrucciones y traspasado sus poderes. En las mismas cámaras inglesas no había el mayor acuerdo sobre el derecho de visita, y lo que en la de lores se aprobaba por un solo voto de mayoría, se desechaba en la de los comunes por una mayoría muy escasa, consecuencia también de estar los dos ministros más influyentes, el uno por la paz, el otro por la guerra.

El ministro pacífico aprovechó una ocasión favorable para volver a proponer una negociación, y como el embajador Keene era de su mismo sistema, hizo en Madrid todo esfuerzo para calmar el ofendido orgullo del gobierno español, y después de muchos debates se hizo un acuerdo que se firmó en el Pardo (14 de enero, 1739), con el título de Convención. Los artículos principales de esta célebre acta eran: que en el término de seis semanas se reunirían en Madrid los plenipotenciarios de ambas coronas, y en el de dos meses arreglarían todos los puntos concernientes al derecho de comercio y navegación de América y Europa, a los límites de la Florida y la Carolina, y a otros comprendidos en los tratados: que España pagaría a Inglaterra noventa mil libras esterlinas (nueve millones de reales) para liquidar los créditos de los súbditos ingleses contra el gobierno español después de deducidas las sumas reclamadas por España: que se restituiría a los comerciantes británicos los bajeles tomados contra derecho y razón por los cruceros españoles: que estas compensaciones recíprocas se entendían sin perjuicio de las cuentas y desavenencias entre España y la compañía del Asiento, que serían objeto de un contrato especial. Mas si bien el mismo Walpole logró que aprobaran esta convención ambas cámaras, solo obtuvo en una y en otra una pequeña mayoría, las minorías en su mayor parte se retiraron abandonando el parlamento, después de haber hecho peticiones exageradas y excitando las pasiones populares. Ofendido el monarca español de la actitud y de las proposiciones insultantes de la oposición del parlamento británico, declaró que tampoco estaba dispuesto a ejecutar la convención mientras la compañía del Asiento no pagara sesenta y ocho mil libras esterlinas que correspondían a España por los beneficios de sus operaciones, y que si esta suma no se pagaba le daría derecho a revocar aquel contrato; que esta condición serviría de base a las negociaciones proyectadas, y sin ella sería inútil gastar más tiempo en conferencias. Desde el momento que esta respuesta fue conocida en Londres, el gobierno inglés ya no pensó sino en prepararse activamente a la guerra; el embajador británico en Madrid tuvo orden de insistir en la abolición del derecho de visita, y que si no recibía en el acto contestación satisfactoria, dejase inmediatamente la España, y el rey de Inglaterra permitiría a sus súbditos el uso del derecho de represalias. Y una escuadra inglesa a las órdenes del almirante Haddock salió para Gibraltar, como para apoyar la proposición que había de hacerse en Madrid.

Veíase ya bien claro que el rompimiento era inevitable. El ministro español Cuadra, que acababa de ser creado marqués de Villarias, declaró a Keene que no haría concesión alguna mientras permaneciese en Gibraltar la escuadra inglesa, lo cual consideraba como un insulto y una deshonra para España. El rey don Felipe en la audiencia que le concedió declaró lo mismo, añadiendo que estaba decidido a anular el Asiento y a apropiarse los efectos de la Compañía como indemnización de la suma reclamada. Además dio desde luego orden para que se apresaran todos los navíos ingleses que se encontraran en sus puertos. Y a esta especie de declaración de guerra siguió un manifiesto del rey, en que hacía un paralelo de su conducta con la del rey Jorge en las negociaciones seguidas antes y después de la Convención del Pardo. En este escrito apoyaba su determinación en las violencias, tropelías y barbaries que decía haber cometido hacía años los capitanes de los buques mercantes ingleses con las tripulaciones de los guarda-costas españoles que cogían.

Es notable que en una y otra nación se apelaba, para excitar el resentimiento popular, a relaciones exageradas, que entre los hombres sensatos pasaban por cuentos e invenciones, de crueldades ejercidas, de un lado por los cruceros españoles, del otro por los contrabandistas ingleses. El parlamento de Inglaterra se había rebajado hasta el punto de admitir a la barra al capitán de un buque contrabandista llamado Jenkins, y de escuchar el relato que hizo de cómo había sido apresado por un guarda-costas español, y que entre otros tormentos que le había hecho sufrir, fue uno el de cortarle una oreja, diciéndole: «anda, y ve a enseñarla al rey tu amo.» Y a su vez el monarca español en su manifiesto, entre otros hechos, citaba el de un capitán inglés que habiendo cogido a dos españoles de categoría, y no pudiendo lograr la suma que por su rescate exigía, cortó a uno de ellos las orejas y la nariz, y con un puñal al pecho le quiso obligar a tragárselas. Estas ridículas fábulas de las cortaduras de orejas, de que se burlaban las gentes sensatas, servían grandemente para concitar las pasiones del vulgo de uno y otro pueblo{7}.

De todos modos, sabida en Londres la contestación de Felipe, ya el ministro Walpole no pudo resistir al torrente del clamor público, y el rey Jorge hizo aparejar una escuadra numerosa, dio cartas de represalias contra España, mandó embargar todos los buques mercantes que estaban para darse a la vela, envió refuerzos a la flota del Mediterráneo, levantó nuevas tropas, y nombró a Vernon almirante de la armada destinada contra las Antillas españolas. Publicose en fin una formal declaración de guerra (23 de octubre, 1739). Londres la celebró con entusiasmo, se echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, una inmensa muchedumbre acompañaba los heraldos, y por todas partes se oían frenéticas aclamaciones. Parecía que de esta guerra pendía la salvación de la Gran Bretaña, y los especuladores se regocijaban con la expectativa de los tesoros que iban a traer de las minas del Perú y del Potosí.

Mas también hacía muchos años que los españoles no habían entrado tan gustosos y tan unánimes en una guerra como en esta ocasión. Monarcas, ministros, pueblo, todos de conformidad la consideraron como una lucha nacional, en que se interesaban a un tiempo la justicia, los intereses y el honor del rey y del Estado. El rey, vistas las buenas disposiciones de sus súbditos, dedicose a buscar recursos para la guerra: se suspendieron las pensiones, se disminuyeron los intereses de la deuda, se suprimieron los dobles sueldos, se rebajaron los de los militares y marinos, se hicieron grandes reformas económicas en la casa real, se acordó aplicar al erario los fondos depositados en los monasterios por particulares, señalándoles un módico interés, cuyas sumas se calculaba que producirían cien millones de reales al año. Dio también la feliz casualidad de que arribara oportunamente la flota de América con pingües caudales, acertando a burlar la vigilancia de las naves inglesas que intentaban darle caza. Con esto, y en tanto que los franceses amenazaban un desembarco en las costas de Inglaterra, obligando a esta nación a tener una flota considerable en observación de sus movimientos, multitud de armadores españoles salieron en corso de todos los puertos de España, y cruzando atrevidamente los mares, en poco tiempo apresaron crecido número de barcos mercantes ingleses. Asegúrase que a los tres meses de publicadas las represalias ya habían entrado en el puerto de San Sebastián diez y ocho presas inglesas, y que antes de un año una lista que se remitió de Madrid y se publicó en Holanda hacía ascender el valor de las presas hechas a 234.000 libras esterlinas (más de 23.000.000 de reales).

Creció con esto la animadversión y se encendió el deseo de venganza del pueblo inglés. Dirigíanse principalmente los planes de Inglaterra contra las posesiones del Nuevo Mundo. La escuadra de Vernon atacó y tomó a Portobelo (22 de noviembre, 1739), cuya noticia se celebró con gran júbilo en Inglaterra anunciándola con todas las trompetas de la fama. Pero no merecía ciertamente tan universal regocijo, porque lejos de corresponder el fruto a los gastos de tan poderoso armamento, todo lo que cogió Vernon en aquella plaza fueron tres pequeños barcos y tres mil duros en dinero: todo lo demás había sido retirado de la población. Tampoco abatió a los españoles aquella pérdida: al contrario, resonó por todas partes un grito de venganza contra los ingleses; mandose por un real decreto salir de España a todos los súbditos de Inglaterra; imponíase por otro pena de la vida a todos los que importasen mercaderías de aquella nación, o vendieran a los ingleses frutos de España o de sus colonias.

Las potencias de Europa permanecieron espectadoras neutrales de una lucha que sin causar a España el daño que podía temerse estaba consumiendo las fuerzas de Inglaterra. Tratose de formar en la península española tres campos, uno delante de Gibraltar bajo la dirección del duque de Montemar, otro en Cataluña amenazando a Mahón, a las órdenes del conde de Mari, y el tercero en Galicia a las del duque de Hormond para intentar un desembarco en Irlanda (1740). Alarmados los ingleses con estos planes, formaron ellos el de enviar una flota con el designio de quemar nuestros navíos surtos en el puerto del Ferrol. Encomendose esta empresa al caballero Juan Norris, habiendo de acompañarle como voluntario el duque de Cumberland. Pero los vientos contrarios y otros accidentes imposibilitaron la expedición y frustraron las esperanzas que habían concebido de esta jornada. Pudo con esto salir desembarazadamente para América una escuadra española, mandada por Pizarro, que se decía descendiente del gran conquistador del Perú.

También los ingleses, habiéndoles fallado su empresa contra Galicia, enviaron dos meses después una formidable escuadra de veinte y un navíos de línea y otras tantas fragatas con nueve mil hombres de desembarco a las Indias Occidentales, objeto preferente de su codicia y de su anhelo. Esta escuadra había de incorporarse a la de Vernon. Y casi al mismo tiempo el comodoro Anson salió con otra escuadrilla para cruzar las costas del Perú y Chile. Mucho tiempo hacía que no se había visto partir de los puertos de la Gran Bretaña una armada tan numerosa y tan bien provista: lleno de las más lisonjeras esperanzas quedaba el reino: pensábase incomunicar a España con el Nuevo Mundo, y reducirla a términos más pacíficos y humildes privándola de los tesoros de América. Pero aquella nación, que tanto solía criticar la lentitud española, anduvo tan lenta en sus preparativos que dejó pasar la buena estación, y había dado tiempo a los españoles para fortificar las plazas y prepararse a la defensa. La escuadra llegó a las costas de Nueva España al tiempo que las lluvias equinocciales, que duran meses enteros, hacían, si no impracticables, sumamente difíciles las operaciones militares. Emprendiéronse éstas contra Cartagena, depósito general de todo el comercio de América con la metrópoli: pero la plaza estaba protegida por muchos fuertes, y defendíala el bravo don Sebastián de Eslaba, virrey de Nueva Granada, que supo comunicar su ardor a toda la guarnición. Tales eran los medios de defensa, que como dice un historiador inglés, «hubiera podido resistir con ellos a un ejército de cuarenta mil hombres.{8}» Atacaron los ingleses con arrojo, y lograron apoderarse de algunos fuertes avanzados a bastante distancia de la plaza, y alentados con esto y desembarcando nuevas tropas, pusieron sus baterías contra el fuerte de San Lorenzo que dominaba la ciudad, y con cuya pronta rendición ya se lisonjeaban.

Tanto envanecieron al almirante Vernon aquellos pequeños triunfos, que despachó pliegos a Inglaterra anunciando que pronto sería dueño de la plaza. Esta noticia se celebró con extraordinario júbilo en Londres; parecioles ya a los ingleses que estaban cerca de acabar con el imperio español en América; en su entusiasmo acuñaron una medalla, que representaba por un lado a Cartagena, por el otro el busto de Vernon, con inscripciones alegóricas al ilustre vengador del honor nacional. Pronto se disiparon tan halagüeñas esperanzas. Vernon intentó un asalto al fuerte de San Lázaro, al cual destinó mil doscientos hombres escogidos; pero casi todos fueron víctimas de su mal dirigido arrojo; una salida de los españoles del castillo acabó con los pocos que quedaban. Este revés aumentó el desacuerdo que ya había entre Vernon y el general de las tropas Wentworth: las continuadas lluvias habían desarrollado una epidemia mortífera, y en muy poco tiempo las tropas inglesas se hallaban reducidas a la mitad. Fueles preciso abandonar la empresa, destruyeron las fortificaciones que habían tomado, y se retiraron a la Jamaica. Cuando la nueva de este desastre llegó a Londres, causó tanta tristeza y tanta indignación como había sido el trasporte de alegría a que anticipadamente se había entregado el pueblo. Todo era entonces acusaciones contra el ministerio que había aconsejado la guerra, como lo habían sido antes contra el ministro que estuvo por la paz.

El comodoro Anson, que con muchas dificultades y trabajos había logrado doblar el cabo de Hornos, la Isla de Juan Fernández y la costa de Chile, cuyos habitantes puso en consternación, pudo apoderarse de la ciudad de Paita, que por espacio de tres días entregó al saqueo y a las llamas. Después, tomando rumbo hacia Panamá, en busca de aquellos ricos bajeles que conducían a España los tesoros de las Indias, tras infinitas fatigas y penalidades que sufrió en su larga navegación, consiguió al fin dar caza al galeón español Nuestra Señora de Covadonga, le atacó con brío, y le apresó con toda su riqueza, que se valuó en trescientas trece mil libras esterlinas, la más rica, dice un escritor inglés, de cuantas presas han entrado en los puertos británicos, pero también la única pérdida importante que sufrió entonces España. Otras tentativas de los ingleses en las costas del Nuevo Mundo no dieron resultado alguno lisonjero para aquella nación, bien lo causaran las discordias entre sus jefes y la intemperie del clima, bien las oportunas precauciones de los españoles y las medidas acertadas del gobierno.

Buscando el almirante Vernon alguna manera de reparar el desastre y el descrédito sufridos delante de Cartagena, con el resto de sus naves y de sus extenuadas tropas, y con un cuerpo de mil negros que sacó de Jamaica concibió el pensamiento de apoderarse de la isla de Cuba, y con este designio se dirigió a la Antilla española. Mas no tardó en convencerse, después de algunas tentativas inútiles, de que no alcanzaban sus fuerzas para ello. Celebrose consejo de guerra, y Vernon con harta pena suya, tuvo que someterse a la decisión de los oficiales de retirarse con la pérdida de mil ochocientos hombres que habían sufrido: con lo cual pudieron darse por destruidos aquel ejército y aquella escuadra que cuando salió de los puertos británicos dejó al pueblo inglés gozándose en la esperanza de arrancar a los españoles la dominación de América. Al regresar Vernon a Inglaterra no llevaba sino unas pocas naves y algunas tropas desfallecidas. Aumentó con esto el descontento público, y en todas partes se emitían sin rebozo quejas contra el gobierno.

Tal fue el resultado de estas guerras marítimas entre Inglaterra y España. Un escritor contemporáneo de aquella nación{9} hizo un cálculo de que resultaba haberse sacrificado por lo menos veinte mil hombres en aquellas desgraciadas empresas, y otro escritor extranjero{10} supone haber sido capturados por los españoles, en todo el tiempo que aquella duró, hasta cuatrocientos siete bajeles ingleses{11}.




{1} Muratori, Anales de Italia.– Beccatini, Vida de Carlos III, lib. II.

{2} El marqués de la Paz, don Juan Bautista Orendáin, había muerto en 1733.

{3} «Atendiendo, decía, a los singulares méritos, relevantes y dilatados servicios de don José Patiño, he venido, &c. En San Ildefonso a 15 de octubre.»

{4} «Desde que he vuelto a este país, escribía el embajador inglés Keene, he notado con gran disgusto los adelantos que hace Patiño en su plan de fomento para la marina española, y de ello he hablado en casi todos los oficios que he tenido la honra de escribir... Tiene el tesoro a su disposición, y todo el dinero que no va a Italia para realizar los planes de la reina lo invierte en la construcción de buques... &c.»– Keene al duque de Newcastle.

{5} Fragmentos históricos de la vida de Patiño, en el Semanario Erudito de Valladares, t. XXVIII.– Murió de edad de setenta años, y poco antes de su muerte envió al rey todos sus papeles, con un informe acerca de la situación de los negocios, hecho con la firmeza y brillantez que si se hallara en su cabal salud.– En los papeles de Walpole, y en la correspondencia de Keene y Newcastle se hace justicia a las excelentes prendas del ministro español, a pesar de no ser amigos suyos aquellos personajes.

{6} Los chuscos solían decir que Patiño le había dejado el encargo de que hiciese llorar su muerte.

{7} Anales de Europa para 1739.– Historias de Inglaterra.– Memorias de Walpole.

{8} Coxe, España bajo el reinado de los Borbones, cap. 44.

{9} Tindal, vol. XX.

{10} Marlés, continuación de la Historia de Inglaterra de Lingard, cap. 56.

{11} Desormeaux, tomo V.– Tindal, vol. XX.– Noticias secretas de América.– Memorias de Walpole.– Rousset y Postlethwayte, Diccionario comercial, América española. Compañía del mar del Sur.– Campbell, Vidas de los almirantes.