Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro VII Reinado de Fernando VI

Capítulo I
La Paz de Aquisgrán
De 1746 a 1749

Carácter y primeros actos del nuevo monarca.– Su generosidad con la reina viuda.– Estado en que encontró la guerra de Italia.– Encomienda su dirección al marqués de la Mina.– Retíranse los españoles a Génova y a Provenza.– Síguelos el ejército francés, y abandona también la Italia.– Entran en Génova los austriacos.– Pasa el ejército austro-sardo a Provenza.– Insurrección de los genoveses.– Arrojan a los austriacos.– Toman de nuevo la ofensiva los ejércitos de los Borbones.– Entran otra vez en Italia.– Negociaciones diplomáticas para la paz.– Tratos secretos entre España e Inglaterra.– Situación de Francia y de Holanda.– Proposiciones del gabinete francés.– Plenipotenciarios y conferencias en Breda.– Trasládanse a Aquisgrán.– Ajústanse los preliminares.– Armisticio.– Tratado definitivo de paz.– Cédense al infante don Felipe de España los ducados de Parma, Plasencia y Guastalla.– Reflexiones sobre este tratado.– Convenio particular entre España e Inglaterra.– Vuelven a España las tropas de Italia.
 

De edad de treinta y cuatro años cuando subió al trono de Castilla Fernando VI, único hijo varón que había quedado del primer matrimonio de Felipe V, conocido ya por su carácter juicioso, moderado y amante de la justicia, esperábase de él un reinado feliz. De compasivo y liberal se acreditó desde el principio indultando a los desertores y contrabandistas, y dando libertad a muchos que gemían en prisiones. Con la reina madre se portó con una generosidad tanto más loable cuanto se tenía por menos merecida: pues cuando todo el mundo esperaba que el nuevo soberano habría de humillar a la viuda de su padre en castigo del desdén, dado que no fuese verdadera enemistad, con que ella le había mirado y tratado siempre, dedicada toda a engrandecer sus propios hijos, causó admiración verle confirmar los donativos que su padre había hecho a la reina Isabel, permitirle que conservara el palacio de San Ildefonso, y aun consentirla que residiese en la corte. Mostrose Fernando igualmente generoso con sus hermanos, atento a conservar o promover sus intereses. Respetó en el gobierno, contra lo que acostumbran los que ciñen corona, los ministros de su padre: conservó al marqués de Villarias en la secretaría de Estado, y confió los demás ramos de la administración al de la Ensenada, que había sucedido a Campillo desde su muerte en 1743. Señaló dos días a la semana, a ejemplo de los antiguos monarcas españoles, para dar audiencia pública a sus súbditos, en que pudieran exponerle sus quejas y agravios con objeto de ponerles remedio.

En cuanto a la política exterior, era evidente que había de sufrir mudanza, dejando de dirigirla la reina Isabel Farnesio, y teniendo las riendas del Estado un príncipe más inclinado a la paz, a quien no movían los mismos intereses que a la segunda esposa de su padre, y que observaba además el disgusto con que veían los españoles los sacrificios inmensos que por satisfacer la ambición de la reina madre se les imponía. Sin embargo, aun escribió a su primo Luis XV manifestándose dispuesto a respetar los empeños que su padre había contraído, y a apoyar en consecuencia de ellos la causa de su hermano. Pero las negociaciones privadas que el gabinete de Versalles había entablado con otras potencias respecto a la guerra de Italia le pusieron en el caso, sin faltar a la conciencia y a la fe de los tratados, de ser menos escrupuloso en la observancia del pacto de Fontainebleau. Además la guerra de Italia tenía reducidos a muy mala situación a españoles y franceses: apoderados los austro-sardos de Plasencia, y vencedores en San Giovanni y Rotofredo, habíanse aquellos retirado a Voghera, muy reducidos y mermados ya ambos ejércitos, y sin poder estar sino a la defensiva, y esto no sin gran esfuerzo y trabajo{1}. Llegó a este tiempo a Voghera el marqués de la Mina, nombrado por Fernando VI general en jefe del ejército de Italia. Era el de la Mina un verdadero español por su odio a los franceses, como le llamaba el ministro de Luis XV, marqués de Argensón{2}. Aunque el nuevo general iba a las órdenes del infante don Felipe y llevaba para él una carta muy afectuosa del rey, sus instrucciones particulares eran de no concederle influjo alguno en la dirección del ejército. Desde luego intimó a Gages y a Castelar su separación del mando, y los ordenó que volvieran a España.

Tan pronto como el nuevo general en jefe tomó el mando del ejército, con una autoridad decisiva dispuso la retirada a Génova y abandonar la Italia. El infante don Felipe y el duque de Módena se resignaron a ejecutar su disposición, como si aquél no le tuviera bajo sus órdenes. El francés Maillebois, no pudiendo sostenerse solo contra los sardos y austriacos, se vio precisado a seguir el ejemplo y los pasos del general español. Los imperiales que los perseguían los obligaron a precipitar más la retirada: el paso de la Bocchetta fue forzado, y si bien las arengas de Maillebois pudieron sostener algunos días a los genoveses, pronto quedaron éstos abandonados, metiéndose el general francés en la Provenza, como lo había hecho antes el marqués de la Mina. Génova no pudo resistir a los austro-sardos, protegidos por la escuadra inglesa: algunos patricios enviados a tratar de capitulación fueron recibidos con enojo y desprecio por el general alemán Botta Adorno, que había reemplazado a Lichtenstein: tuvieron los genoveses que someterse a las condiciones del vencedor, y las condiciones fueron duras. La ciudad de Génova sería entregada: todas las tropas prisioneras de guerra: los arsenales y almacenes puestos a disposición de los austriacos: el dux con diez senadores irían en el término de un mes a Viena a pedir a María Teresa perdón de los agravios hechos por la república a su majestad imperial: la ciudad pagaría en el acto una multa de cincuenta mil genovinos, sin perjuicio de las contribuciones que ulteriormente se exigieran{3}. El general austriaco tomó posesión de Génova (setiembre, 1746), mientras el rey de Cerdeña tomaba a Finale y sujetaba a Sabona.

Orgullosa María Teresa de Austria con este triunfo, quería emprender la conquista de Nápoles, pero los celos del gobierno inglés la hicieron renunciar a este proyecto y sustituirle con el de una invasión combinada en la Provenza. El rey Carlos Manuel accedió a ello: a fines de noviembre un ejército de treinta y cinco mil hombres, la tercera parte sardos, se hallaba reunido en Niza: una escuadra inglesa había de protegerle: todo se puso pronto en movimiento: las tropas atravesaron el Var con corta resistencia: el puerto de Antibes fue bloqueado: se tomó a Frejus (15 de diciciembre, 1746): las islas de San Honorato y Santa Margarita fueron ocupadas: todo anunciaba una marcha victoriosa y una conquista fácil, cuando una insurrección que estalló en Génova vino a detener impensadamente los progresos y los planes de los confederados contra los Borbones.

Las exacciones violentas, las vejaciones de todo género que estaban cometiendo los comandantes austriacos, las insolencias diarias de los soldados, los insultos de cada momento, habían provocado la indignación de los genoveses. Hacíanlos trabajar como si fuesen acémilas en el transporte de artillería que sacaban para la expedición de Provenza. Con estas y otras humillaciones despertose y revivió la independencia y el valor de los antiguos ligures. Un día (5 de diciembre, 1746) que los obligaban a sacar arrastrando un mortero, un oficial austriaco levantó el bastón como para sacudir a los que en esta operación trabajaban: un mancebo arrojó una piedra sobre el oficial, imitáronle otros, se alborotaron todos, y el populacho comenzó a gritar por todas partes: ¡A las armas! ¡Viva María! ¡Mueran los austriacos! Crecían por momentos los grupos, arrojáronse sobre las armerías, surtiéronse de toda especie de armas, se apoderaron de algunas puertas, tomaron el convento de los jesuitas, barrearon las calles, acorralaron la guarnición, tocó a somaten la campana de San Lorenzo, resonaron las de todas las parroquias, juntáronse hasta treinta mil hombres de la ciudad y del campo armados de fusiles, sables, chuzos, puñales, piedras y escoplos, cogieron algunos cañones, y empeñaron un vivísimo fuego con las tropas hasta desalojarlas de la ciudad. Habían quedado en Génova y sus inmediaciones sobre diez mil austriacos: el general Botta Adorno, que se hallaba en San Pietro d'Arena, mandó reunir todos los destacamentos dispersos; ya era tarde; el pueblo genovés salió furioso en persecución de los austriacos, y aquel general inepto y soberbio tuvo que apresurarse a franquear el paso de la Bocchetta después de haber dejado cuatro mil prisioneros en poder de los genoveses. La vergüenza le obligó a retirarse, pidió permiso para dejar el mando y le fue concedido. Esta insurrección de Génova hizo grande eco y gran sensación en toda Europa. Aquel pueblo que no supo resistir a los austriacos cuando estaban lejos, los arrojó cuando estaban apoderados y eran señores de la ciudad y del país. Tales son los ímpetus de un pueblo irritado{4}.

Frustró completamente, como indicamos, esta revolución los planes de los enemigos de los Borbones en Provenza. Faltaron los víveres, municiones y artillería con que contaban. Mantuviéronse no obstante sufriendo mil privaciones todo el mes de enero (1747); muchos se pasaron a las filas francesas; hasta que por último españoles y franceses tomaron la ofensiva, y reforzados éstos con tropas de los Países Bajos, obligaron a los austro-sardos a repasar el Var (febrero, 1747). Los reyes de Francia y de España cuidaron de enviar prontos socorros a Génova, porque María Teresa de Austria, irritada por aquel contratiempo, mandó al general Schulemburg que fuese a someter a toda costa la soberbia y rebelde república. El 10 de abril un ejército austriaco se puso en movimiento por la Bocchetta, e intimó la sumisión a la capital de la señoría: rechazáronla con altivez los genoveses, diciendo que esperaban conservar la libertad y la independencia en que habían nacido, y los austriacos no consiguieron sino hacer un leve daño a la ciudad. El 30 de abril llegó a Génova el duque de Buflers encargado del mando del ejército francés. Otra división francesa mandada por Bellisle franqueaba el Var, se apoderaba de Niza, tomaba a Montealbano y Villafranca (junio, 1747), y avanzaba hasta el castillo de Ventimiglia, que se le rindió el 2 de julio. Otro cuerpo más considerable de españoles y franceses, conducido por el infante don Felipe y por el duque de Módena, pasaba igualmente el Var, y avanzaba hasta Oneglia. En todas partes encontraban los austriacos gran resistencia: el mariscal francés Bellisle y el español marqués de la Mina amenazaban el valle de Demont, y podían ser fácilmente socorridos por el infante don Felipe; lo cual obligó a Carlos Manuel de Saboya a separar sus tropas de las imperiales, y al alemán Schulenburg a levantar el sitio de Génova; los ingleses reembarcaron también la artillería que habían llevado, y el sitio quedó enteramente alzado la noche del 5 al 6 de julio (1747).

A poco tiempo los ejércitos de los Borbones tomaban otra vez la ofensiva en el Piamonte, aunque gran resultado por haber perdido la vida el hermano del mariscal de Bellisle en el paso llamado Colle de l'Assietta, con más de doce mil soldados de los cuarenta batallones que llevaba. En el mes de setiembre un cuerpo franco-español bajó de la costa de Génova al Val di Taro. El rey de Cerdeña recobró la plaza de Ventimiglia, pero le fue pronto arrebatada otra vez por las fuerzas reunidas de Bellisle, del marqués de la Mina, del infante don Felipe y del duque de Módena. Sin operación notable pasaron el invierno de 1747 a 1748, los austriacos bien establecidos en Lombardía, recibiendo refuerzos de Alemania; los ejércitos de los Borbones en el Placentino, reforzando plazas y poniendo destacamentos en muchos puntos de la Luisigiana y de Massa-Carrara. Al apuntar la primavera de 1748 un cuerpo austriaco avanzó hacia Varese, pero la falta de medios de trasporte impidió el paso de los Alpes al grande ejército imperial{5}.

En este tiempo no había estado ociosa la diplomacia para venir a una negociación pacífica, que si otras potencias la deseaban para reponerse de las fatigas, de los gastos y de las calamidades de una guerra tan larga y asoladora, más que ninguna la apetecía la corte de España, así por la conveniencia del país como por el carácter y las tendencias del nuevo soberano. Por eso fue la primera a hacer proposiciones secretas a la Gran Bretaña, como en agradecimiento de su intervención para apartar de la emperatriz de Austria el pensamiento de invadir a Nápoles. Sirvió en esto de mediadora la corte de Portugal, con cuya real familia estaba tan íntimamente enlazado Fernando VI por su esposa Bárbara de Braganza, tan inclinada a la paz y a vivir sin contiendas como el rey su marido. La correspondencia secreta entre ambas cortes y el viaje del ministro inglés Keene dieron por resultado el que la mediación fuera admitida. No se escaparon sin embargo estos tratos ni al gabinete francés ni a la reina viuda de España. Aquél, para que España no se separara de la confederación, le ofrecía ayudar a conquistar la Toscana para el infante don Felipe: ésta, temerosa de que la paz perjudicara a sus dos hijos, discurría medios de dificultar y entorpecer las negociaciones: y sin duda por eso la mandó el rey que escogiera para su residencia fuera de la corte una de las cuatro ciudades que le designaba; pero acudió Carlos de Nápoles a impedir esta ruptura de armonía en la familia, y Fernando prometió respetar los antiguos empeños de su padre y atender a los intereses de sus hermanos. Mas para mejor llevar adelante su pensamiento tuvo por conveniente nombrar a don José de Carvajal decano del Consejo de Estado, cuyo empleo le elevaba a la dirección de los negocios, quedando Villarias como suspenso en cierta manera de su destino sin ser separado{6}.

Las comunicaciones secretas entre las cortes de Londres y Madrid habían ido conduciendo poco a poco a una transacción. El parlamento británico anuló el acta que prohibía el comercio con España como consecuencia de la declaración de guerra. Ya el gobierno inglés accedió a reconocer el derecho de visita, y a otras reclamaciones de España relativas a América, y a consentir en que el infante don Felipe poseyera el ducado de Guastalla juntamente con Parma y Plasencia. La Francia necesitaba también de paz: aunque sus ejércitos habían conseguido brillantes victorias en los Países Bajos contra las fuerzas aliadas de Austria y de Inglaterra, su marina había sufrido mucho: las flotas inglesas le habían causado grandes descalabros en el cabo de Finisterre, cerca de Belle-Isle y en otros lugares: los gastos de la guerra habían hecho crecer enormemente la deuda pública; y por otro lado temía la separación de España. Hizo pues la corte de Francia proposiciones de paz inmediatamente después del famoso triunfo de Lanffeld, en que estuvo el general inglés duque de Cumberland a punto de caer prisionero. Por fortuna las condiciones que Francia proponía estaban basadas sobre principios semejantes a los que formaban la base del convenio entre Inglaterra y España. Interesábale también a Holanda, porque la lucha sostenida en aquel país la tenía tan quebrantada que una segunda campaña que le fuese funesta podía borrarla del número de las potencias de Europa. No rechazaban, pues, las naciones las proposiciones que unas a otras se hacían, y en su virtud acordaron enviar plenipotenciarios a Breda, donde se tuvieron las primeras conferencias para la paz. El representante del monarca español en Breda fue don Melchor de Macanáz, que por cierto estuvo a punto de conseguir de los ingleses la tan cuestionada restitución de Gibraltar{7}.

Trasladáronse después las conferencias a Aquisgrán (Aix-la-Chapelle), donde el 30 de abril (1748) se ajustaron los preliminares entre Francia, Inglaterra y Holanda. El tratado definitivo tardó algún tiempo en poderse estipular, a causa de la resistencia de María Teresa de Austria a aceptar los capítulos relativos a Italia. Pero merced a la enérgica intervención de Inglaterra, dieron la emperatriz reina de Hungría y Carlos Manuel de Cerdeña su asentimiento a los preliminares. Merced a esta accesión, y después de haberse publicado un armisticio entre las potencias beligerantes, se concluyó al fin el tratado definitivo de paz (18 de octubre, 1748) entre Francia y las potencias marítimas, y a los pocos días la firmaron el rey de España y la emperatriz. Los principales capítulos de la paz de Aquisgrán fueron: la restitución mutua de las conquistas hechas desde el principio de la guerra: la cesión de Parma, Plasencia y Guastalla al infante don Felipe, con cláusula de reversión al Austria si moría sin hijos varones, o heredaba el reino de España o el de Nápoles: ratificación de la elevación del gran duque de Toscana, Francisco, al imperio: la de la sucesión indivisible de los Estados de la casa de Austria, excepto lo que se había cedido al rey de Prusia, al de Cerdeña, y al infante de España: la de la agregación a Francia de los ducados de Lorena y de Var{8}.

«Jamás, dice un historiador extranjero, se vio un tratado de paz que menos mudanzas hiciera en la situación de las potencias beligerantes anteriores a las hostilidades, después de una guerra porfiada que extendió sus estragos sobre la mitad de Europa...» «Pregúntase ahora, añade, por qué la Inglaterra, la España, la Holanda, la Francia, la Italia, el Imperio, se han hecho una guerra tan tenaz. España no perdía nada, Inglaterra no ganó nada, Francia no ganó nada, Prusia y Cerdeña conservaron lo que habían obtenido de la reina de Hungría. Es verdad que al infante don Felipe se dio Parma y Plasencia, pero Francia volvió los Países Bajos a la emperatriz, y la Saboya al rey de Cerdeña. Inglaterra volvió la isla del cabo Bretón, y Francia le cedió la Acadia. ¿Merecía esto la pena de verter tanta sangre, y de aumentar la deuda pública con tantos millones?{9}»

Un congreso había de reunirse en Niza para arreglar las reclamaciones que pudieran hacerse sobre el tratado. Pero no hubo sino una protesta del rey de Nápoles sobre la cláusula de reversión impuesta a su hermano en lo relativo a los ducados de Parma, Plasencia y Guastalla, la cual consideraba como contraria a sus derechos. Tratose también de la indemnización que se había de dar al duque de Módena. Los puntos que se controvertían entre Inglaterra y España se habían dejado para un tratado particular entre estas dos naciones, que se concluyó en efecto al año siguiente (1749) entre el ministro Carvajal y el embajador Keene, y firmaron ambos soberanos. Por este convenio el rey de España se obligaba a pagar a la Compañía del Sur cien mil libras por vía de indemnización, así de la no ejecución del tratado del Asiento por espacio de cuatro años, como de los daños y perjuicios causados a la Compañía por la imposibilidad de enviar en este intervalo de tiempo sus bajeles a América: confirmábanse los anteriores tratados en lo concerniente a la navegación y el comercio de los ingleses en los puertos españoles: los súbditos británicos pagarían los mismos derechos que los españoles, y continuarían gozando del mismo privilegio de abastecerse de sal en la isla de la Tortuga (octubre, 1749). Nada se estipuló relativamente al derecho de visita de los navíos ingleses en los mares españoles: mas como los de aquella nación reportaban tantos beneficios de su comercio con España, no se quejaron mucho de la omisión de este capítulo; tanto más, cuanto que en la práctica el derecho de visita se ejercía ya muy flojamente y no con el rigor ni la escrupulosidad de otros tiempos{10}.

Con la paz de Aquisgrán reposó la Europa de las fatigas de tantos años de destructora lucha. Fernando VI de España, pacífico de suyo, fue sin duda el soberano que más se alegró de ella: la reina doña Bárbara, cuya política era también la conservación de la paz, no la celebró menos; y la reina viuda Isabel Farnesio pudo quedar satisfecha de ver que una guerra movida por su causa había dado por resultado la colocación de su segundo hijo, objeto y fin de todos sus afanes. La mayor parte de las tropas que había en Italia volvieron a España, y solo quedaron algunas como para dar posesión al infante don Felipe de los Estados que se le adjudicaron.




{1} Habían perdido en Rotofredo sobre seis mil hombres, y con la deserción que esta derrota produjo, se calcula que no pasarían de veinte mil los que llegaron a Voghera. Los historiadores franceses suponen que la sufrieron solo los españoles y los napolitanos, porque Maillebois con sus franceses ejecutó a aquel tiempo, por medio de marchas y contramarchas, un movimiento sobre San Giovanni que le valió en Italia mucha reputación militar.

{2} Memorias de Argensón, publicadas en 1825.– El marqués de la Mina, que había hecho ya la guerra de sucesión, que se halló en las expediciones de Sicilia y de Orán (1732), que había mandado el ejército de Toscana (1735), que había sido embajador en París, y arreglado el matrimonio del infante don Felipe con Luisa Isabel de Francia, que después fue general en jefe del ejército de Saboya a las órdenes de Felipe en reemplazo del conde de Glimes (1743), era un general de mucha reputación por su capacidad y sus servicios. Cuéntase de él que en una batalla arengó a sus tropas con esta lacónica y expresiva frase: «Amigos míos, sois españoles, y los franceses os están mirando.» Dejó escritas unas Memorias sobre las guerras de Italia.

El conde de Gages, a quien ahora fue a reemplazar, fue también uno de los españoles más distinguidos en el arte de la guerra. La campaña de Italia de 1745 había sido admirable. Su mayor elogio le hizo Federico de Prusia, diciendo que sentía no haber hecho al menos una campaña a las órdenes de este general. A su vuelta a España fue muy honrado por Fernando VI. Murió de virrey de Navarra en 1755 a la edad de 73 años.

{3} Botta, Storia d'Italia, L. 44.– Ojeada sobre los destinos de los Estados italianos.– Beccatini, Vida de Carlos III, l. II.– Muratori, Anales.

{4} Circunstancias muy curiosas de esta sublevación, que a nosotros no nos toca referir, pueden leerse en la Storia d'Italia de Botta, y en la Continuación y notas del traductor Dochez.

{5} Muratori, Anales de Italia.– Botta, Storia.– Dochez, Ojeada sobre los Estados italianos.– Beccatini, Carlos III.

{6} Beccatini, Vida de don Carlos. Correspondencia del inglés Keene desde Lisboa

{7} Manifiesto y cotejo de la conducta que tuvo la Majestad de Felipe V con la del rey Británico, y las razones que al presente Congreso van fulminadas en el tiempo de sus sucesores. Papel escrito en 1748.

{8} Koch, Historia de los tratados.– Historias de Italia, de Francia, de Inglaterra y de la casa de Austria.

{9} Marlés, Continuación de la Historia de Inglaterra de John Lingard.

{10} Historia de los Tratados.– Papeles de Walpole.– Correspondencia de Keene.– Marlés, Continuación de Lingard, c. 65.