Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VII ❦ Reinado de Fernando VI
Capítulo II
Los reyes y sus ministros
El músico Farinelli
De 1749 a 1753
Cualidades de Fernando VI.– Carácter e inclinaciones de la reina.– Discreto sistema de neutralidad adoptado por los dos.– El ministro Carvajal. Su sencillez, integridad y rectitud.– Su política.– Su amor a la independencia española.– El ministro Ensenada.– Sus antecedentes y servicios.– Su talento.– Su pasión a la magnificencia y al lujo.– Opuestos caracteres y encontrada política de los dos ministros.– El confesor Rábago.– Su influencia con el rey.– El músico Farinelli.– Triunfos artísticos de este célebre cantor.– Cómo y por qué fue traído al palacio de los reyes de España.– Causas de su grande influencia con los soberanos.– Solicitan su favor hasta los embajadores y príncipes.– Modestia, honradez y justificación de Farinelli.– Desunión y rivalidad entre Inglaterra y Francia.– Resentimiento de Fernando con Luis XV.– El embajador francés Duras.– Sus ligerezas e indiscreciones.– Paralelo entre el francés Duras y el inglés Keene.– Trabajos políticos de Carvajal y Ensenada en opuesto sentido.– Tratado de Aranjuez.– Alianza entre España, Austria, Toscana y Cerdeña.– Solicita Inglaterra su adhesión, y no se la admite.– Sistema y palabras notables del ministro Carvajal.– Disgustos de Fernando con sus dos hermanos, Carlos y Felipe.– Alianza comercial de Nápoles con Inglaterra.– Política sagaz del gabinete de San James con el de Madrid con motivo de aquel tratado.– Entusiasmo de Carvajal, y agradecimiento de los reyes.– Empeño de Francia en que sea separado el ministro español en Londres, don Ricardo Wal.– No lo consigue.– Es llamado Wal a Madrid, y vuelve a Londres más honrado.
Reposa al fin España, y tras largos años, tras siglos enteros de guerras y de agitaciones disfruta del beneficio inapreciable de la paz, a la sombra de un monarca que conoce cuánto daña el espíritu de conquista a los intereses nacionales, y cuánto perjudica el tráfago de las guerras a la prosperidad y felicidad interior de un reino. Y este reposo de que empieza a gozar la monarquía se trasmite al ánimo del historiador, que fatigado de referir tantos combates (por mucho que haya querido aligerar con la pluma los pesados sucesos que lentamente se decidían con las armas), anhelaba ya también dar a su espíritu, no el descanso de la inacción, que no es posible a quien se impone esta tarea, pero siquiera aquel alivio que proporciona la variación en la índole y naturaleza del trabajo, pudiendo dedicar su examen histórico a lo que le consagraban los soberanos y los gobernantes en este reinado, a lo que constituye la verdadera vida social de un pueblo, a los adelantos y mejoras materiales, morales e intelectuales de una nación.
Entre las cualidades de Fernando VI descollaba este amor a la paz. Atribúyesele haber adoptado una máxima que parece era como proverbial en España en aquel tiempo, a saber: Con todos guerra, y paz con Inglaterra. Y el embajador inglés afirma haberla oído de sus labios en una audiencia que con él tuvo{1}. Así le convendría expresarse entonces con el ministro británico, pero la verdadera máxima de este rey era: «paz con todos y guerra con nadie.» El heredero de Felipe V había heredado también de su padre el humor hipocondriaco. Y es notable que bajo el alegre suelo de España tres soberanos, el último de la casa de Austria y los dos primeros de la de Borbón, padeciesen de hipocondría. A esta afección debe sin duda atribuirse que Fernando prorrumpiera a veces en arranques de cólera y en arrebatos de impaciencia, siendo de suyo templado y de un natural benigno. Poco afecto a fatigar su atención con la meditación profunda de los negocios, y sin poseer una instrucción sobresaliente, tuvo no obstante el buen tacto, cualidad la más útil en los reyes, de rodearse de ministros de talento y de saber. Era tan cumplidor de su palabra, que se decía que su mayor falta era no faltar jamás a ella. Como español, nacido ya en España, aunque conservaba afecto a los Borbones franceses, huía de caer bajo su dependencia, y solía decir, que nunca consentiría ser en el trono de España virrey del rey de Francia. Amante de la justicia como su padre, económico y sobrio para sí, era liberal con sus vasallos, y largo en socorrer sus necesidades. Al modo de su padre, no acertaba a hacer ni a resolver nada sin el consejo de la reina, y Bárbara de Braganza tuvo con Fernando VI tanta influencia, intervención y manejo en los negocios del Estado, como Luisa de Saboya e Isabel Farnesio con Felipe V.
Su esposa Bárbara de Braganza, hija del rey don Juan V de Portugal, de dos años menos que Fernando, no dotada de hermosura, pero sí de donaire, de viveza y de capacidad, era merecedora de la confianza del rey, y había sabido captarse su cariño por su afectuosidad y su dulzura. Propensa como él a la melancolía, y amiga de la soledad, el temor de morir de repente, temor fundado en su constitución física, la hizo asustadiza; y el de perder a su marido y sufrir las privaciones de reina viuda, la hizo un tanto codiciosa y avara, cualidad con que deslustró otras buenas prendas que tenía, y con la cual se hizo menos bienquista que hubiera podido serlo de los españoles. Menos resuelta y más tímida que Isabel Farnesio, aunque ejercía tanto ascendiente con Fernando como aquella con Felipe, le utilizó mucho menos, por temor de disgustarle y de hacerle acaso perder el no mucho apego que ya tenía a la corona. Amante de la paz como su marido (y es ciertamente notable tal conformidad de caracteres entre estos regios consortes), careciendo de hijos que les estimularan la ambición para asegurar su futura suerte, todo su anhelo era vivir sin guerras ni perturbaciones. De aquí el sistema de neutralidad, adoptado de común acuerdo, y que constituye la base del sistema político y la fisonomía especial de este reinado; sistema seguido con perseverancia y con habilidad, como veremos, así con las cortes extranjeras como con los ministros propios{2}.
La habilidad de los reyes estuvo en servirse con mucha discreción, para mantener el fiel de esta balanza, de los opuestos caracteres e inclinaciones de los dos ministros Carvajal y Ensenada; que así eran diametralmente encontrados los genios y las miras políticas de estos dos personajes, como era completa la conformidad de genios y de política de los dos soberanos.
Don José de Carvajal y Lancaster, descendiente de la ilustre familia de los Lancaster de Inglaterra, e hijo menor del duque de Linares, antiguo en la carrera diplomática, llamado al consejo de Estado para cortar las disensiones de familia en la cuestión de Italia, y que ya como ministro había ajustado con Keene el tratado de comercio entre España e Inglaterra (1749), era hombre de recto y profundo juicio, aunque cubierto bajo un exterior y unos modales poco distinguidos y aún algún tanto desaliñados. Su integridad le había inspirado cierta ruda independencia, que llevaba al extremo de no hacer los cumplimientos de costumbre a sus mismos soberanos, huyendo de que se atribuyeran a lisonja o adulación. Mas como esta especie de brusca dignidad iba asociada de una recta intención y de una veracidad a toda prueba, y de su instrucción y su habilidad para el manejo de los más graves negocios no podía dudarse, el rey, que amaba estas cualidades y las prefería a otras de más brillo, le dispensaba particular estimación y aprecio, y lo mismo le acontecía con la reina. La política de Carvajal era también muy del agrado de los soberanos: nada que pudiera comprometer el honor y la independencia de España, nada que obligara a perder la ventajosa posición que le daría su estricta neutralidad. «He aquí sus principios, decía Benjamín Keene al duque de Bedfort{3}: que la unión estrecha de Francia con cualquier otro país, pero sobre todo con Inglaterra y España, debía ser funesta a una y otra. Tiene muy triste idea de los ministros de Francia, que acusa de obrar con mala fe, y muchas veces me ha repetido que en tanto que esté en el ministerio los franceses no se mezclarán de modo alguno en los negocios que tocan únicamente a Inglaterra y España. En una palabra, no puedo hacerle tan inglés como quisiera, pero me atrevo a asegurar que nunca será francés.»
En efecto, Carvajal por su carácter y por sus recuerdos de familia propendía a la amistad con Inglaterra, pero nunca de modo que pudiera peligrar la independencia española, y trocarse la emancipación de Francia, que procuraba por todos los medios, en dependencia de la Gran Bretaña: y por llevar adelante este pensamiento, y que no se desvirtuara en manos de otro, seguía desempeñando el ministerio, más que por amor al cargo, pues, como él decía, le lisonjeaba más tener fama de hombre de bien que reputación de gran ministro.
Opuesto en un todo a Carvajal era el marqués de la Ensenada. Don Zenón de Somodevilla, nacido en una pequeña villa de Rioja (Hervías), de padres más honrados que ilustres, aventajado en letras, y principalmente en las matemáticas, de que había sido profesor, acreditado después de inteligente en los ramos de comercio y de marina, en que sucesivamente desempeñó con reputación varios empleos y cargos de importancia, comisario de hacienda en la expedición destinada a la reconquista de Orán, e intendente militar del ejército del infante don Carlos que fue a la conquista de Nápoles y Sicilia, estimado y protegido de Patiño por sus conocimientos, premiado por el infante don Carlos con el título de marqués de la Ensenada{4}, secretario del almirantazgo, e intendente de Marina, encargado de los negocios de Hacienda por indisposición del ministro Campillo, secretario del infante don Felipe en su expedición a Italia, había sido llamado de allí por la reputación de su saber y capacidad para encomendarle las secretarías de Hacienda, Marina y Guerra por muerte del ministro Campillo (1743). Como ministro de Felipe V había protegido y fomentado los establecimientos de industria y de comercio, y hecho reformas útiles en el Estado, y hasta en el palacio de los reyes. A la muerte de Felipe decayó algo su favor, mas luego recobró su antiguo valimiento, ya mostrándose deferente a las miras y a los gustos de la reina y lisonjeando sus caprichos, ya por sus modales agradables, su indisputable instrucción y talento, y su aptitud, expedición y facilidad para el despacho de los negocios.
Al revés de Carvajal, Ensenada era dado a la profusión y a la magnificencia, y al esmero y lujo en el vestir. Calcúlase que los adornos que llevaba en sus vestidos en algunos días de gala valían la enorme suma de 500.000 duros{5}. Esta afición y los suntuosos regalos que tuvo que hacer para conservar su influjo le hicieron codicioso de dinero, no obstante la fama que tenía de desinteresado. Cuéntase que manifestándole un día el rey familiarmente su sorpresa por el extremado lujo de su traje, le respondió: «Señor, por la librea del criado se ha de conocer la grandeza del amo.» Formaban perfecto contraste la sencillez ya excesiva de Carvajal y el esmero ya extravagante de Somodevilla, como le formaban sus caracteres.
Igualmente encontrada era la política de los dos ministros. Ensenada era tan afecto a Francia como desafecto era Carvajal, y toda la afición que en éste se traslucía a la amistad de Inglaterra, era en aquél prevención desfavorable hacia la alianza, los intereses y el influjo de la corte británica. Entre estos polos opuestos giraba la política de equilibrio de los monarcas españoles, como veremos.
No podemos menos de dar a conocer otros personajes que en este reinado ejercían grande influencia en el ánimo de los reyes y en la marcha política de su gobierno. Era uno de ellos el padre Rábago, jesuita, confesor del rey, a cuyo cargo había sido elevado por influjo de Carvajal, y en el cual tenía proporción de hablar a solas con el rey cada día. A imitación de Robinet, de Daubenton y de otros confesores de su hábito, le gustó mezclarse en los negocios públicos; y aunque de por sí alcanzaba poco en política, tenía compañeros muy versados en ella que le inspiraran, y de los cuales formó una especie de consejo privado. Con esto y con el respeto que el devoto Fernando tenía a los sacerdotes, y más a aquellos a quienes fiaba la dirección de su conciencia, llegó el padre Rábago a adquirir un verdadero influjo y a hacer un partido independiente de los de Carvajal y Ensenada, y tanto que a veces se publicaban algunas reales disposiciones de gobierno interior sin conocimiento de los dos ministros, y refrendadas por un secretario que estaba completamente a las órdenes del confesor y de su amigo y hechura el presidente de Castilla. Los ministros extranjeros conocían el valimiento del padre Rábago, y le solicitaban tanto como el de los secretarios del Despacho.
Otro personaje, de bien diversa profesión y carrera, gozaba de gran favor y figuraba como hombre de gran valer en la corte de Fernando VI. Era un músico italiano, que había adquirido gran celebridad en los principales teatros de Europa por la dulzura de su voz y por su excelente método de canto. «Hallábanse en su voz, dice Burney, todas las circunstancias reunidas, la fuerza, la dulzura y la extensión, y su método era al mismo tiempo gracioso, y de una admirable rapidez. Era superior a cuantos cantores se habían conocido antes: embelesaba, dominaba a cuantos le oían, sabios e ignorantes, amigos y enemigos.{6}» Tal era el napolitano Carlos Broschi, conocido por Farinelli, que después de haber hecho las delicias de los teatros de Italia pasó al de Londres, donde excitó el mismo entusiasmo, eclipsando a Cafarelli, que hasta entonces no había conocido rival. De allí pasó a la corte de Versalles, de donde vino a la de Madrid llamado por la reina Isabel Farnesio, para probar si con el auxilio de la música lograba curar mejor que con el de la medicina la afección melancólica de su marido Felipe V. En efecto, se dispuso un concierto en palacio, que oyó el rey desde su cama: las melodiosas arias de Farinelli conmovieron y reanimaron a Felipe, que enamorado de la habilidad del cantante le ofreció concederle cuanto le pidiese: Farinelli se limitó a pedirle que se animara, que dejara el lecho y asistiera a los Consejos: el monarca le complació: Farinelli le cantaba y repetía todas las noches las arias que más le agradaban, el rey sentía alivio en su salud, y señaló al músico una pensión anual de tres mil doblones, a mas de otros regalos que la reina le hacía.
Con tanto deleite como los reyes, oían siempre al célebre cantor los príncipes de Asturias don Fernando y doña Bárbara; así que, cuando estos príncipes por muerte de su padre subieron al trono honraron a Farinelli con el hábito de la orden de Calatrava, que él aceptó solamente porque no se ofendiesen sus augustos protectores; que era el cantante un hombre sinceramente modesto y desinteresado, y de no ambicionar ni riquezas ni honores dio muchas y nunca desmentidas pruebas. Distinguíale y le favorecía muy especialmente la reina, conociendo lo útil que era el talento y la habilidad artística de Farinelli para distraer al rey su esposo, que, como hemos dicho, había heredado la afección hipocondriaca de su padre. Con este fin dispuso edificar un elegante teatro en el Buen Retiro, de que nombró director a Farinelli, y al cual hizo venir los más hábiles cantantes de Italia, y lo mejor de que se tenía noticia en música, en coreografía y en maquinaria; con que las representaciones del teatro italiano del Buen Retiro rivalizaron, y aún excedieron a las más célebres funciones escénicas de Europa.
Y como no se limitó a esto solo el favor del soberano, y señaladamente el de la reina, sino que se sabía que a Farinelli no se le negaba gracia que pidiera, era general el convencimiento de su influjo y valer en la corte, rodeábanle y le asediaban los pretendientes de todas clases, le halagaban los ministros extranjeros, y le buscaban hasta los príncipes coronados. Pero en honra del célebre artista debemos decir, que si bien esto mismo le puso en la necesidad de ser muchas veces el conducto de comunicaciones diplomáticas, de tomar alguna intervención en la política, y de ser dispensador de mercedes, ni se dejó nunca fascinar por el humo de tantos homenajes y distinciones, ni perdió nunca su natural modestia, ni dejó de tratar a los superiores con respeto, con afabilidad a todos, ni faltó a los sentimientos de una alma elevada y noble, ni en los negocios públicos tomó más parte que aquella a que se veía forzado, y menos de modo que pudiera desagradar a su regia protectora, ni solicitó gracia o merced que no fuera para premiar el verdadero mérito, ni hizo jamás de su influjo una especulación interesada, ni se observaba que le guiaran otros móviles que la honradez más pura, y no hubo verdad en la acusación que algunos le hicieron de aceptar regalos de los embajadores, que lo rechazaba su probidad, y no lo hacía necesario su fortuna propia. Carácter honroso, que nos complacemos en dibujar, por lo mismo que no es común en los que tan locamente se ven halagados resistir a las tentaciones del interés, o por lo menos a la vanidad de la lisonja{7}.
Tales eran las influencias que dominaban en la corte y en el palacio del melancólico Fernando VI, siendo de notar, como observa ya un escritor extranjero, que ellas se contrabalanceaban de tal modo, que estando muchas veces desacordes la reina, Carvajal, Ensenada, el confesor y Farinelli; no hubo época desde el advenimiento de la casa de Borbón en que los intereses y la independencia de España estuviesen mejor y con más constancia defendidos, como lo vamos a ver.
A muy poco de celebrada la paz de Aquisgrán y con motivo del mismo tratado suscitáronse cuestiones entre Francia e Inglaterra, haciendo ambas cortes esfuerzos para atraerse la de España. Al mismo tiempo el monarca español se hallaba resentido de su primo Luis XV por no haber aceptado para esposa del delfín a María Antonia su hermana. Y como la corte de Versalles viese que el influjo inglés iba ganando terreno en Madrid, determinó, por consejo del duque de Noailles, enviar un embajador de habilidad y de alto nacimiento, que pudiera subsanar las faltas cometidas por sus antecesores, el uno altanero y poco respetuoso, el otro falto de actividad y de destreza{8}. Fue, pues, nombrado el duque de Duras, pariente del mismo Noailles, quien anunció la elección al ministro de España en París en términos no acostumbrados, diciendo que confesaba no faltar a España motivos fundados de queja por la conducta de la Francia, y que uno de ellos era el último tratado de Aquisgrán; que reconocía que los embajadores franceses en Madrid se habían mezclado más de lo que debían en nuestros negocios interiores, y algunos se habían lucrado mucho haciendo negocios privados, y que por lo mismo, para restablecer la buena amistad entre ambas cortes, se había encomendado este cargo a un hombre de las cualidades y condiciones de Duras. Y a éste, después de informarle de la rivalidad entre Carvajal y Ensenada, del influjo del confesor, y del valimiento de Farinelli, le dio consejos como los siguientes: «Limitaos los primeros meses a escuchar y estudiar el carácter de la corte y de la nación, y sobre todo el de los ministros… No despleguéis toda vuestra gracia y elegancia natural, porque sería una tácita censura de los modales nacionales; sed muy circunspecto, sobre todo al principio de vuestra misión, y no olvidéis nunca que un ministro receloso está espiando vuestras acciones.{9}»
Traía Duras carta autógrafa de Luis XV, haciendo elogios de su persona y recomendándola mucho a la estimación y confianza del monarca español; y a poco de haber venido a Madrid (noviembre, 1750), le fue enviada una nota diplomática, dirigida a excitar los recelos y las sospechas del gobierno español hacia los planes y designios que se suponían a la Gran Bretaña sobre las colonias españolas de América, que representaba seriamente amenazadas por aquella nación, como asimismo hacia el empeño de ésta en desunir a los dos soberanos de la casa de Borbón, después de haber sostenido una guerra para impedir a Felipe V sentarse en el trono de España. Pero no era Duras el hombre político que necesitaba la Francia para conducir con discreción y con tino la negociación de que venía encargado: el pueblo de París le había juzgado mejor que su pariente y protector el de Noailles; había cegado a éste el afecto de familia. Sin carecer Duras de talento, en lugar de conducirse con aquella parsimonia y circunspección que le había sido tan recomendada, obró con toda la ligereza propia de su carácter, y antes de haber tenido tiempo para observar y estudiar el de los reyes y ministros españoles, según le estaba encargado, ya se anticipó a anunciar que el influjo de Francia comenzaba a prevalecer en la corte española, al paso que decaía el de Inglaterra, que el rey se le mostraba visiblemente propicio, que Ensenada era su íntimo amigo, que Farinelli y el confesor se guiaban por sus consejos, y que Carvajal iba cediendo a la fuerza de sus observaciones.
Resaltaba al lado de esta ligereza y de estas facilidades la conducta fría, reservada y circunspecta del embajador inglés Keene, hábil diplomático, antiguo ministro en España, conocedor de los móviles y resortes que convenía emplear, sencillo y modesto en su trato y en su porte, versado en la lengua del país, hecho ya a sus costumbres, y casi identificado con ellas. Los trabajos de estos dos diplomáticos tenían que dar el fruto correspondiente a la diferencia de sus caracteres, de sus circunstancias y de su manejo.
Por su parte los dos ministros españoles, Ensenada y Carvajal, hombres de talento ambos, pero rivales y opuestos, como hemos dicho, en genio y en política, interesado cada cual en emplear su valimiento para estrechar la amistad de España con la nación a que propendía, valíase cada uno de los recursos propios de su carácter y de su sistema. Ensenada, ostentoso y espléndido, de genio brillante y fecundo, procuraba captarse el favor de la reina halagando sus gustos y agasajándola con finezas magníficas; resorte que empleaba también, en otra escala, con personas de todas clases y estados. Eficaz y activo, mantenía vivas relaciones, ya personales, ya epistolares, no dándose vagar ni descanso en ellas, con la reina viuda de España, con las cortes de Nápoles y Cerdeña, con la de Portugal, con el duque de Richelieu y la marquesa de Pompadour, el favorito y la dama de Luis XV. Pero disimulado y hábil, hacía creer a Farinelli que toda aquella correspondencia y todos aquellos tratos no eran sino artificios para entretener a la corte de Francia, cuyos intereses aparentaba proteger; y al mismo Keene llegó a decirle en una conferencia: «Si alguna vez me veis preferir la bandera francesa al pabellón español, hacedme arrestar y ahorcar como al mayor malvado de la tierra.{10}» Y los verdaderos artificios eran estos que ponía en juego para disimular su adhesión a Francia, y su interés en abatir la prosperidad comercial y el poder marítimo de Inglaterra.
Carvajal, por el contrario, encerrado en su severa rectitud e integridad, y en su sistema de mantenimiento de una independiente neutralidad por parte de España, amigo de Keene, pero sin que su amistad personal ni sus simpatías hacia Inglaterra le hicieran faltar a sus principios, rechazaba con ingenuidad y con firmeza todos los esfuerzos que tendían a apartarle de esta conducta, y no solo no intentaba engañar a Francia, lo cual hubiera repugnado su carácter, sino que ni siquiera aparentaba contemporizar con ella, y desaprobaba sin disimulo sus proposiciones.
Una de las primeras causas de desvío entre las cortes de Madrid y de París, pero también uno de los medios para emanciparse España de la tutela de Francia, fue un tratado de convenio entre España, Austria y Cerdeña para asegurar la neutralidad de Italia. Con la corte de Turín se avino luego la de Madrid, y estrechó su unión el enlace que se concertó y efectuó (12 de abril, 1750) entre la infanta María Antonia, hermana de Fernando, y el príncipe de Saboya Víctor Amadeo, heredero del trono de Cerdeña. En cuanto al Austria, el embajador conde de Esterhacy se valió para su negociación del mismo Farinelli, a quien la emperatriz María Teresa había encargado que le obsequiase. Entendiéronse pues por medio de Farinelli, conduciéndose el célebre artista en este negocio con suma delicadeza y caballerosidad, y por su conducto contestó la reina de España a una carta de la emperatriz. Entablada así la negociación, siguiéronla Carvajal y Esterhacy (1751), aprovechando esta ocasión la corte de Londres por medio de su embajador Keene para adelantar en sus proyectos. Hacía esfuerzos Ensenada para entorpecerla, y sobre todo el rey de Francia y la corte de Versalles no cesaban de reclamar contra tal alianza, dirigiendo cartas muy persuasivas a los monarcas españoles, apelando a veces a su conciencia, y llamando su atención hacia el escándalo que decían causaría a todo el mundo una separación entre parientes tan cercanos, y siendo notorios los sacrificios que Francia había hecho para afirmar en el trono de España la dinastía borbónica, y todo esto para aliarse con los que más ruda y constantemente la habían combatido.
Pero a despecho de la oposición de Ensenada y de las vivas reclamaciones de la corte de Versalles, se ajustó y firmó en Aranjuez (14 de junio, 1752) una alianza defensiva entre el rey de España, la emperatriz reina María Teresa, como poseedora del Milanesado, y el emperador Francisco, como gran duque de Toscana, a la cual se podrían adherir el rey de Cerdeña, el de Nápoles, y el príncipe de Parma. Comprometíanse las potencias contratantes a mantener la tranquilidad y la neutralidad de Italia, suministrando para ello en caso necesario el rey de España y la emperatriz cada uno cinco mil hombres, los de Nápoles y Cerdeña cuatro mil cada uno, los duques de Parma y Toscana cada uno quinientos. Adhiriose el de Cerdeña al tratado: no así el de Nápoles, que considerando lastimados los derechos de sus hijos, así como los que él alegaba tener a los bienes alodiales de la familia de los Médicis, protestó contra él, como había protestado antes en el mismo sentido contra el de Aquisgrán. Entonces fue cuando para sostenerlos envió a la corte de Versalles al marqués de Caraccioli, y cuando Luis XV no queriendo por sus miras particulares disgustar ni a la corte de Madrid ni a la de Viena, dispuso para obviar las dificultades un plan de transacción, según el cual todas las pretensiones y controversias se allanarían por medio de dos enlaces matrimoniales, uno del segundo hijo de la emperatriz reina con la hija segunda del rey Carlos, a quien se daría la soberanía de Toscana; otro de una hija de la misma emperatriz con el príncipe a quien se destinara la corona de Nápoles{11}.
La Inglaterra, que vio la facilidad con que había sido llevada a cabo esta negociación, creyó encontrar una ocasión oportuna para empujar a España y arrastrarla a una enemistad manifiesta contra Francia. Pero túvola para conocer que el gobierno español, prudente y circunspecto, no por haber sacudido la dependencia de Francia huía menos de someterse a la de Inglaterra, ni de otra nación alguna; que contento con hacer ver a los franceses la diferencia que existía entre este reinado y el anterior, continuaba resuelto a mantener su independencia y su neutralidad; no ofendiendo a ninguna potencia para no dar motivo a ser ella ofendida; y en una palabra, como decía el mismo embajador británico, «se miraba como una dama a quien todos procuran agradar únicamente por las ventajas de su favor.» «Y así, continuaba Keene en uno de sus despachos, es menester ahora tener paciencia, y cultivar la amistad de esta corte, cuidándola mucho, no ofendiéndola, y aprovechándose de todas las circunstancias favorables para dirigirla otra vez con destreza y precaución al grande fin que se ha propuesto alcanzar.»
Intentó no obstante el ministro inglés, en cumplimiento de las instrucciones de su corte, que se admitiera la adhesión de su soberano al tratado y alianza de Aranjuez, ponderando la conveniencia de su amistad, y recordando los antiguos servicios de Inglaterra a España, y entre ellos el restablecimiento de Carlos en el trono de Nápoles. Pero el sesudo Carvajal le contestaba: «El rey mi señor cree que basta para conservar la tranquilidad de Italia la alianza de tres potencias directamente interesadas en ello, y que la agregación de otra sería debilitar la superioridad que las dos tendrían sobre la tercera que quisiese faltar a sus compromisos… Y últimamente, le decía, ¿podéis esperar que admitamos sin necesidad a otros príncipes en el tratado, después del cuidado que hemos puesto en apartarlos? Sería quitar la careta en mala ocasión; y, creedme, el único medio de servir bien a esta corte es tratarnos con benevolencia, y guardar la mejor armonía con ella en nuestras relaciones exteriores; pero todavía no es tiempo de obrar.» Por último, convencida Inglaterra de que no le era posible hacer faltar al gobierno español a la severidad de sus principios, tuvo por conveniente retirar su petición por entonces.
Otra de las causas que contribuyeron por este tiempo a desunir más las cortes de Madrid y de Versalles, y a dar cierta preponderancia a la de Londres, fue la conducta de los dos hermanos de Fernando VI, Carlos rey de Nápoles, y Felipe duque de Parma, que ambos se adhirieron a la política y buscaron la amistad y protección de Luis XV. Felipe, que casó con una hija de este monarca, llevó con ella a su pequeña corte la profusión de la de Versalles, y con su lujo y prodigalidad agotaron su exiguo tesoro, y contrajeron deudas y compromisos que los obligaron muchas veces a importunar a Fernando de España, a quien en verdad no correspondieron como agradecidos. Este proceder produjo un rompimiento entre los hermanos, y gracias a los esfuerzos de Duras y a la mediación del marqués de Grimaldi, se efectuó una reconciliación, bien que ni muy sincera ni muy duradera, porque la profusión de Felipe y de su esposa los puso en la necesidad de repetir sus peticiones, y con ellas se renovaron las quejas y los disgustos.
En cuanto a Carlos de Nápoles, ya hemos indicado el paso que dio de enviar a la corte de Versalles al marqués de Caraccioli para formar un tratado de alianza con Francia en oposición al de Aranjuez. Carlos no perdía de vista que su hermano Fernando carecía de sucesión, y que su salud y la de la reina le ofrecían esperanzas y probabilidades de no tardar en sucederle en el trono de España. Para atraerse la amistad de Inglaterra, que no había entrado en la alianza de Aranjuez, le hizo ventajosas proposiciones de comercio en su reino de Nápoles, con promesa de mantenerle los mismos para cuando ocupara el trono español. El gobierno británico aceptó con placer tan lisonjero ofrecimiento, y determinó en consecuencia enviar a Nápoles como ministro a sir Jaime Gray. Pero la política corte de Londres quiso ganar a la de España teniendo con ella la consideración de no hacerlo sin obtener antes su aprobación y consentimiento, a fin de no ofenderla. Este rasgo de calculada deferencia le salió tan felizmente, que halagado con él y prendado de tan fino y cortés comportamiento el ministro Carvajal no encontraba expresiones con que demostrar su satisfacción y su agradecimiento al duque de Newcastle; y el embajador Keene recibió las más señaladas muestras de aprecio del rey y de la reina, quienes le encargaron diese las más expresivas gracias al rey su amo por su noble y atento modo de proceder{12}. De este modo Inglaterra sacaba partido de Nápoles, congraciando a España, no obstante la indisposición de ambas cortes entre sí.
También desazonó a los monarcas españoles el empeño del gabinete francés en que separaran de la embajada de Londres a don Ricardo Wal, que era amigo de Keene, para reemplazarle con Grimaldi, que lo era de Ensenada, y por consecuencia inclinado a la amistad y la alianza francesa. Era don Ricardo Wal un católico irlandés, que desde muy joven había entrado, como otros muchos aventureros, al servicio de España. Su genio intrépido, su actividad e inteligencia lo hicieron conocer ventajosamente como soldado de mar y tierra. En el primer concepto se distinguió en el desgraciado combate naval de Sicilia contra el almirante Byng; en el segundo se hizo digno de la protección del duque de Montemar, en cuyo ejército se encontraba cuando fue a la conquista de Nápoles{13}. Su capacidad le captó sucesivamente el aprecio del ministro Patiño, del embajador inglés, y del marqués de la Ensenada. Sirvió como coronel en la campaña del infante don Felipe contra el rey de Cerdeña. Cuando se trató de la paz, fue por su talento, y su conocimiento del idioma inglés, nombrado agente secreto de España en Aquisgrán. Igual o semejante cargo desempeñó después en Holanda y en Inglaterra: y por último, hecho general y ministro acreditado en Londres, contribuyó mucho a las buenas relaciones e inteligencia entre los gobiernos español y británico, de acuerdo con Walpole y con Keene.
Llamado Wal a Madrid, no solo supo desvanecer todas las intrigas de la Francia respecto a su persona, sino que presentado sucesivamente al ministro Carvajal y a los reyes, les demostró de la manera más persuasiva el afecto del monarca británico a Sus Majestades Católicas, y su vivo interés en mantener la mejor amistad y armonía entre las dos naciones (octubre, 1752); de lo cual se dieron los reyes por tan satisfechos, que no solamente le confirmaron su nombramiento, sino que le hicieron teniente general, y le honraron con nuevas distinciones, diciendo que querían manifestar a Europa, y sobre todo a la corte en que estaba empleado, hasta qué punto apreciaban su persona y estaban agradecidos a su conducta y servicios{14}. De tal modo se iban frustrando los designios y esfuerzos de la corte de Versalles para indisponer a Francia con Inglaterra: y el marqués de la Ensenada, que sin duda con la mejor fe y persuadido de que era la más conveniente política apoyaba la política francesa, perdió la facultad de nombrar ministros para las naciones extranjeras.
{1} Carta de Keene al duque de Beford, 8 de diciembre, 1750.– «Entonces oí, dice, lo que no me hubiera atrevido a pensar que saliese de los labios de un príncipe de Borbón, el proverbio español: Con todos guerra, &c.»
{2} Memorias de Richelieu, embajador que fue de Francia.– Correspondencia de Keene, embajador de Inglaterra.
{3} En carta de 28 de junio de 1749.
{4} Se le dio el título de la Ensenada para significar que era el restaurador de la marina española. Y no puede pasar de una interpretación pueril la que le da un escritor extranjero, diciendo que le tomó por una afectada humildad, queriendo encontrar en el nombre Ensenada el juego de sílabas En si nada.
{5} Decía Clarke en su viaje a España, que no había grande que le igualara en lujo y en ostentación.
{6} Burney, Historia de la Música.
{7} Vida de Farinelli.– Burney y Martini, Historia de la Música.– Correspondencia de Keene.
{8} El obispo de Rennes, y el caballero Vaulgrenaut.
{9} Memorias de Noailles, tomo VI.– Aludía en esto último al embajador inglés Keene.
{10} Keene al conde de Holderness: en julio de 1751.
{11} Historia de los Tratados.– Muratori, Anales de Italia.– Beccatini, Historia de Carlos III.– Casa de Austria.– Gacetas de Madrid de 1752.– «El éxito hizo ver, añade Beccatini, que el plan fue aceptado, y a él debe la Italia después de muchos siglos de guerras continuas la felicidad de hallarse más de cuarenta años ha en la paz más profunda.»
{12} Despacho de sir B. Keene al duque de Newcastle; 30 de agosto, 1752.
{13} Cuéntase de él, que habiendo tenido que presentarse al duque de Montemar, cuando todavía este no le conocía, le preguntó quién era. Soy, le respondió Wal, la persona más importante del ejército después de V. E. Y como le pidiese alguna explicación sobre esto, le contestó: Porque vos sois la cabeza de la serpiente, y yo la cola. Que aquella osadía y aquella originalidad llamaron la atención del general en jefe, quien desde entonces le protegió y le fue ascendiendo en su carrera.– Dice William Coxe que esta anécdota se supo por una persona a quien lo refirió el mismo Wal.
{14} De todo esto nos informan los despachos del embajador Keene, en uno de los cuales decía al ministro Walpole: «Tengo derecho a creer que estoy bien enterado de lo que ocurrió, puesto que la reina misma se sirvió decírmelo, cuando tuve el honor de acompañarla ayer por la tarde en los jardines de Aranjuez.»