Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VIII ❦ Reinado de Carlos III
Capítulo IV
Motín en Madrid
1766
Condición y carácter de los dos ministros, Esquilache y Grimaldi.– Providencias y reformas administrativas debidas al de Esquilache.– La abolición de la tasa de granos y semillas: importación de trigos extranjeros.– Cómo fue recibida.– Fama de codicioso que tenía el ministro.– Cómo era mirado del clero.– Carestía en los víveres.– Célebre bando sobre las capas y sombreros.– Imprudencia en la ejecución.– Disgusto público.– Principio del motín.– Sucesos del domingo de Ramos.– Es invadida por los amotinados la casa de Esquilache.– Carácter del alboroto el lunes.– Escenas sangrientas.– Gran consejo en Palacio.– Anécdota curiosa del padre Cuenca.– El rey desde un balcón de Palacio accede a las demandas de los sediciosos.– Alegría tumultuaria.– Rosario y procesión de palmas la noche del lunes.– Fuga nocturna del rey y de la real familia a Aranjuez.– Indignación del pueblo.– Sucesos del martes.– El obispo Rojas.– Representación al rey.– Conducta de los amotinados.– Respuesta del monarca.– Sosiégase el tumulto el miércoles Santo.– Destierro de Esquilache.– Nuevos ministros.– El conde de Aranda presidente del Consejo.– Bando y contra-bando.– Nuevas excitaciones.– Castigos.– Destierro de Ensenada.
Un acontecimiento extraordinario y grave vino a poco tiempo a distraer la atención del rey, de los ministros, de los hombres políticos, y de todo el pueblo de las apartadas regiones del Nuevo Mundo, y a fijarla y concentrarla dentro de la península española, en la capital misma del reino, donde aquel suceso se verificó. Hablamos del famoso motín de Madrid en marzo de 1766. Antes de hacer la relación de este ruidoso acontecimiento, necesitamos dar cuenta de los antecedentes y de las causas que pudieron prepararle, porque, como en varias ocasiones hemos ya observado, ninguna conmoción o sublevación popular, por más que en el acto de estallar sorprenda, deja de reconocer una causa anterior, de más o menos tiempo y con más o menos publicidad o sigilo preparada.
Los dos ministros que en esta época ejercían más influencia en el ánimo de Carlos III y en quienes este príncipe tenía más confianza, eran don Leopoldo de Gregorio y don Gerónimo de Grimaldi, marqués de Esquilache el uno{1}, marqués de Grimaldi el otro, ambos extranjeros, como italianos que eran ambos. Al primero le había traído ya consigo de Nápoles, y desempeñaba a la sazón los ministerios de Hacienda y de Guerra: al segundo le envió al pronto de embajador a París, y le trajo después a España para encomendarle el ministerio de Estado por renuncia de don Ricardo Wall. Eran los dos ministros desiguales en carácter y en inclinaciones, como lo eran en las dotes del entendimiento, y como lo eran también en cuna y en prosapia. Ilustre la de Grimaldi, cuanto la de Esquilache había sido humilde, conservaba aquél afición a la sociedad culta en que se había criado, a las formas elegantes, y a cierta esplendidez y boato dentro y fuera de su casa, en tanto que éste, con arreglo a los hábitos adquiridos en su primera edad, propendía a cierta economía mezquina y severa, gustábale discurrir arbitrios para sacar dinero (a cuya sombra no descuidaba su mujer de hacer su propia fortuna), carecía de modales finos y de sentimientos elevados. En mucho, aunque no en todo parecidos a los ministros de Fernando VI, Ensenada y Carvajal, era Grimaldi tan adicto a la política y a los intereses de la Francia como lo había sido Ensenada; poco menos opuesto a ellos que Carvajal era Esquilache, aunque no se atrevía a manifestarlo. Sin faltar Grimaldi a los deberes de su empleo, porque tampoco Carlos III consentía cerca de sí ministros que no entendieran ni secretarios que no trabajaran, quedábale tiempo para las distracciones y recreos de buena sociedad a que era aficionado; era Esquilache, no más inteligente, pero sí más dado al trabajo, y nada al pasatiempo, y como ministro de Hacienda, y de la Guerra después, y de Gracia y Justicia interinamente algún tiempo, casi todas las reformas y medidas administrativas de estos primeros años del reinado del tercer Borbón habían sido tomadas o por consejo o por lo menos con intervención de Esquilache.
Como tal, le comprendía y alcanzaba más que a otro alguno la alabanza o la odiosidad que hubieran producido las muchas providencias que se habían tomado, así en los diferentes ramos de la administración, como en lo perteneciente a policía, ornato y costumbres públicas. De algunas de ellas dimos noticias en nuestro primer capítulo. Continuaron con bastante actividad desde el período que aquél abarcaba, y de ellas las hubo que fueron gustosamente y con aplauso recibidas del pueblo, otras con disgusto y repugnancia, a las veces fundada, a las veces también infundada e injusta. Habíanse establecido, con sus correspondientes reglamentos, montes píos destinados al socorro de las viudas y huérfanos de militares (1761): creádose el colegio de artillería; dádose ordenanzas para el reemplazo del ejército; prescrito reglas y condiciones para la admisión en España de bulas, breves y despachos pontificios, y para la prohibición de libros y defensa que había de permitirse a sus autores, y publicádose ordenanzas para la comunidad o gremio de los mercaderes o encuadernadores de libros (1762). Se habían expedido cédulas y provisiones sobre los propios y los arbitrios de los pueblos y sus abastos. Se había creado, a imitación de lo que ya existía en Roma y en otras cortes extranjeras, la renta de la Lotería o Beneficiata, con objeto de que sus productos se aplicasen al sostenimiento de los hospitales, hospicios y otros establecimientos piadosos{2}. Una pragmática, aboliendo la tasa de los granos y semillas, y dejando libre y desembarazado el comercio de estos artículos, con facultad de extracción mientras no llegasen a cierto precio en los mercados; una real provisión sobre el modo de hacer acopios y surtidos de estas especies en los pueblos en que fuese necesario{3}, y la compra e introducción de trigos de Sicilia, estableciendo almacenes de ellos en ciertas poblaciones, en ocasión en que había subido el precio del pan por consecuencia de dos años de escasa cosecha, eran medidas que habían hecho gran sensación en el pueblo, ya por la novedad, ya por la manera de ejecutarlas. La última especialmente había causado gran disgusto por el modo violento con que se realizó.
Notábase cierto afán de reformas, no solo en política y en administración, sino en lo concerniente a ornato y decoro público y a costumbres populares. Se construían en la capital los magníficos edificios de Correos, Aduana y San Francisco el Grande; se hermoseaban las afueras de la población con paseos públicos; habíase hecho el de las Delicias y se proyectaba el del Prado de San Fermín. Dictábanse nuevas providencias para la limpieza y aseo de las calles, obligando a todos los vecinos sin excepción a barrer y regar todos los días las delanteras de sus casas, y se daban las oportunas órdenes y disposiciones para el conveniente desembarazo de calles, plazas y mercados de escombros y materias inmundas{4}, viéndose un decidido empeño en adecentar la población, que lo había bien menester. Atentos el rey y sus ministros a corregir y mejorar las costumbres públicas, allí donde les era denunciado un abuso aplicaban inmediatamente el correctivo. Al modo que se providenció lo conveniente para reprimir los excesos que se cometían en las romerías y otras festividades religioso-populares, así se bajó la mano a remediar el escándalo de juntarse los vecinos en los días festivos en algunas provincias a embriagarse a costa de las multas que los alcaldes acostumbraban a imponer en vino a los infractores de las ordenanzas municipales, de que nacían cuestiones, riñas y disturbios, mandando que en lo sucesivo las multas no se pagasen sino en metálico con aplicación a los gastos indispensables del común{5}. Prohibiose igualmente bajo la pena de cuatro años de presidio y de 100 ducados con aplicación a los pobres de las cárceles, la costumbre de dar lo que llamaban cencerradas a los viudos y viudas que pasaban a segundas nupcias; abuso que a muchos retraía de contraer matrimonio, y era frecuentemente ocasión de escándalos, alborotos y desgracias{6}. Así en todo lo demás que fuera reformar abusos en los ramos de administración, de policía o de costumbres.
De todas estas medidas sonaba como principal autor, y lo era en realidad, el marqués de Esquilache. De poco afecto a la influencia clerical, y menos a la de la curia romana le tildaban, mirándole de mal ojo, los parciales de la preponderancia eclesiástica, y le acusaban de innovador y regalista. No podían ser sus adictos los que por interés o por apego a los antiguos hábitos eran enemigos de las reformas. Como a extranjero, y como aficionado a alterar los usos y costumbres populares españolas, no podía serle afecto el pueblo, de suyo enemigo de tales innovaciones. Con la acumulación de rentas y empleos en su familia, hasta el punto de haber nombrado administrador de la aduana de Cádiz (pingüe destino entonces) a uno de sus hijos menor de edad, cuyo empleo desempeñaba por sustituto; con decirse de él que estaba en tratos para comprar una magnífica hacienda que la familia de Alba tenía en Sicilia; que enviaba a Italia los muchos millones que extraía del erario y de las flotas; que los empleos se vendían, y que en su misma casa se traficaba no muy clandestinamente con el tabaco, de cuya indecorosa granjería y lucro se suponía principal partícipe a la marquesa su esposa, al modo que en tiempo de Carlos II lo había sido de un tráfico semejante la condesa de Oropesa, no faltando lengua bastante mordaz que vertiera especies por otro estilo ofensivas a la honra de aquella señora y de que no salía limpio el buen nombre del rey, y finalmente con culparle de la carestía de los artículos de primera necesidad y consumo, se comprenderá cuán mal quisto estaría el de Esquilache en el pueblo español, y muy principalmente para con la población de Madrid{7}.
Así dispuestos los ánimos, diole la tentación al ministro extranjero de querer variar el traje nacional de los españoles, esto es, desterrar la capa larga y el sombrero redondo que de mucho tiempo usaba todo el mundo, y sustituirle con el que se llamaba entonces traje militar, que era la capa corta y el sombrero de tres picos, fundado en que aquél daba a la gente de España cierto aire de poco culta y cierto aspecto de sospechosa hasta en medio del día. Carlos III, que desde muy joven había salido y vivido fuera de España y no conservaba apego a las costumbres nacionales, no dificultó en acceder al deseo del ministro, mucho más cuando en el anterior reinado y en el principio del suyo se había prohibido el uso de las capas, gorros y embozos en los teatros y en los paseos públicos. Autorizado Esquilache por el monarca, comenzó por privar el uso de la capa y sombrero gacho a los empleados en Palacio y en las oficinas del Estado, haciéndolo luego extensivo a los dependientes de los Cinco Gremios mayores, conminándoles con la pérdida de los empleos y de incurrir en la real indignación. Obedecieron aquellos a trueque de no perder sus destinos, y envalentonado con esto el ministro creyose bastante fuerte para imponer la misma ley a todo el pueblo, sin distinción de clases, y en bando que hizo publicar con gran solemnidad y ceremonia el 10 de marzo (1766) mandó bajo la pena de multa y cárcel que todo el mundo dejase la capa larga y el sombrero redondo y gacho, y adoptase la capa corta y el sombrero de tres picos.
El disgusto que causó semejante providencia se manifestó muy pronto: aquella misma noche fueron arrancados todos los bandos de las esquinas, y en la mañana siguiente apareció un cartel alarmante y sedicioso, que irritó más al ministro, en vez de hacerle reflexionar sobre el espíritu público y la disposición de los ánimos, y al otro día recorrían las calles los alcaldes de corte con sus alguaciles, aquellos reconviniendo por la desobediencia a los que encontraban con capa, éstos, o sacando multas a los infractores, o metiéndolos en los portales, donde los hacían recortar las capas y apuntar los sombreros, que para esto algunos llevaban sastres consigo, dando lugar a lances desagradables, en que se cruzaron las espadas, como sucedió, entre otros casos, con un lacayo del marqués de Cogolludo. Con esto, y con observarse que los hombres del pueblo dieron en andar por las calles y pasar por delante de los cuarteles en cuadrillas de cuatro en cuatro embozados y en ademán provocativo, encomendose al comandante de inválidos, mariscal de campo don Francisco Rubio, el cargo de hacer cumplir el bando auxiliado de su tropa, lo cual dio ocasión a nuevos choques y a nuevas burlas del pueblo. Es de advertir que el bando se había dado no sin manifiesta repugnancia de los fiscales del Consejo, que en dos diferentes informes representaron lo peligroso y lo inconveniente de la medida, especialmente de hacerla extensiva a todas las clases del pueblo, como ocasionada a disturbios, como contraria al fomento y prosperidad de las fábricas nacionales de que se hacía el gran surtido de aquellas prendas, como injusta en los medios con que se había de obligar a la ejecución, como imprudente en muchos conceptos, y concluían proponiendo la manera discreta y templada como podría llegarse a corregir el abuso de los embozos; mas todas las juiciosas observaciones de aquellos dignos magistrados fueron desatendidas{8}.
A eso de las cinco de la tarde del domingo de Ramos (23 de marzo, 1766) se observó que se paseaban por delante del cuartel de Inválidos de la plazuela de Antón Martín, dos hombres embozados, uno de ellos con sombrero blanco, como haciendo alarde de no dárseles nada ni por el bando ni por la tropa. A este último se llegó un soldado, y como le dijese: «Paisano, ¿por qué no observa vd. lo mandado, y no apunta ese sombrero?» contestole bruscamente: «Porque no me da la gana.» Trató el soldado de prenderle, él se retiró, terció la capa, tiró de la espada, la guardia acudió, los embozados dieron un silbido, a cuya señal se vio desembocar otros de las calles contiguas; el oficial mandó retirar sus soldados, y los embozados salieron en ala y como triunfantes por la calle de Atocha, gritando: ¡Viva el rey! ¡Viva España! ¡Muera Esquilache! y obligando a cuantos encontraban a desapuntar los sombreros y a seguirlos. Al llegar los grupos a la Plaza Mayor, incorporóseles otra porción de gente que en la misma actitud venía de la calle de Toledo y plazuela de la Cebada, y al creer una de las relaciones de este suceso, llegaron a juntarse allí al anochecer hasta cuatro mil, que se distribuyeron en cuadrillas; mandadas cada una por uno o dos cabos.
De ser el motín, no casual, sino de atrás preparado, y en el acto dirigido por oculta mano, se vieron pruebas aquella misma tarde. Muchos de los sublevados habían estado en las tabernas convidando a otros y pagando todo el gasto muy garbosamente. Redactado estaba desde el 12 de marzo un papel que se titulaba: «Constituciones y ordenanzas que se establecen para un nuevo cuerpo que en defensa de la patria ha erigido el amor español, &c.» Constaba esta especie de ordenanza de quince artículos, y concluía: «Lo que hemos de pedir se establezca que sea la cabeza del marqués de Esquilache, y si hubiere cooperado, la del de Grimaldi. Y así lo juramos ejecutar; fecha en Madrid, a 12 de marzo de 1766.{9}» Ejemplares de ella dejó a los amotinados cerca de la plazuela del Ángel un hombre que a la sazón cruzó a buen paso en una berlina. Al regresar de palacio el duque de Medinaceli, donde acababa de dejar al rey, que juntos habían vuelto de caza del Pardo, detuvo la muchedumbre a aquel magnate, caballerizo mayor que era, y sujeto bienquisto en el pueblo por su rumbosa esplendidez, y sacándole del coche y llevándole casi en hombros, hiciéronle volver a la regia morada para que recomendara al rey sus peticiones. A poco rato, cuajada la plaza de Palacio de gente, que ciega la había invadido atropellándolo todo, salió el duque de Arcos, capitán de Guardias de Corps, a decirles en nombre del rey que se aquietasen y retirasen, que todo se les concedería. Retirose la muchedumbre, pero se fue a recorrer las calles en cuadrillas, rompiendo y derribando los faroles del alumbrado público, en odio a Esquilache, autor de aquella mejora, y reconociendo los coches que se encontraban y haciendo desapuntar los sombreros a los que iban dentro.
Un grupo de unos mil sediciosos se dirigió a la casa de aquel ministro, que vivía al extremo de la calle de las Infantas, en la casa todavía llamada hoy de las Siete Chimeneas. Forzada la puerta, con muerte de un mozo de mulas que con otros criados intentó resistir, invadió la chusma y se derramó por las habitaciones. No estaban por fortuna suya ni el marqués ni la marquesa. El ministro, que había pasado el día con varios amigos en el Real Sitio de San Fernando, al regresar a Madrid tuvo noticia del movimiento, y torciendo por la ronda, se refugió en Palacio. La marquesa, que paseaba en las Delicias cuando estalló el tumulto, fue apresuradamente a su casa, recogió sus alhajas, y se acogió al colegio de las niñas de Leganés, donde educaba dos de sus hijas. Contentáronse, pues, los agresores con destruir muebles y quemarlos. Pasaron de allí a casa del de Grimaldi, en la próxima calle de San Miguel, donde se limitaron a romper las vidrieras. Gran parte de la noche duró el desorden, concluyendo con quemar en la Plaza Mayor el retrato del marqués de Esquilache. Nada hicieron los Guardias de Corps, ni las Guardias españolas y walonas, únicas tropas que había en Madrid.
Al día siguiente (24 de marzo), desde la mañana comenzó a presentar el motín un carácter más imponente y más sangriento. O alentados con la impunidad, o movidos por rumores de proyectados castigos que se divulgaron, dirigiéronse temprano los tumultuados al Palacio Real; al querer penetrar por el arco de la Armería, la guardia les hizo fuego, bien que apuntando alto y solo para intimidar; resultaron no obstante algunas desgracias, y como se advirtiese que un soldado de los walones había muerto una mujer y herido otra, el pueblo, que miraba ya con odio aquella tropa y deseaba vengar un ultraje que de ella había recibido hacía poco tiempo{10}, lanzose frenético sobre el piquete, mató a pedradas al soldado, echole una soga al cuello, y arrastró el cadáver hasta la Puerta del Sol, donde le paseó delante y a presencia de la guardia walona, que tenía orden de no hacer fuego, y esclava de la disciplina, se mantuvo quieta a la voz de su jefe. No tuvo tanta paciencia el del piquete de la Plaza Mayor, donde llevaron después el cadáver, y donde tuvieron la indiscreta audacia de provocar a los soldados diciéndoles: «Ahí tenéis a vuestro compañero.» Aquel oficial mandó hacer una descarga; cayeron al suelo algunos paisanos, mas lejos de acobardarse por eso la turba, armose de piedras, de que tuvo fácil proporción por estarse empedrando a la sazón la Plaza, arremetió furiosa a la guardia, la dispersó, mató algunos soldados, cuyos cadáveres arrastró con horrible algazara por delante de algunos puestos militares, y uno de ellos llevó hasta fuera de la puerta de Toledo, con ánimo de encender una hoguera para quemarle.
Una consternación pavorosa reinaba en la población. En Palacio se celebraba a presencia del rey un gran consejo para acordar lo que convendría hacer en tan críticas y graves circunstancias. El duque de Arcos, jefe de una de las compañías de Guardias de Corps, el conde de Gazzola, italiano, y comandante general de la artillería, y el conde de Priego, teniente general y coronel de Guardias walonas, opinaron por que se hiciera uso de la fuerza y del rigor contra los tumultuados, acuchillándolos si era menester, o ametrallándolos si era preciso, trayendo artillería, a fin de restablecer cuanto antes el orden. De contrario sentir fueron el marqués de Sarriá, benemérito y anciano general, el conde de Oñate, mayordomo mayor del rey, a quien S. M. quiso oír, aunque no era militar, y el de Revillagigedo, capitán general y presidente del consejo de Guerra. Estos tres últimos opinaron por el sistema de clemencia y de perdón, y aconsejaron al rey que diera satisfacción al pueblo, porque eran fundadas sus quejas y justas sus reclamaciones contra las demasías del marqués de Esquilache, y antipopular y ofensiva su providencia de las capas y sombreros; y aun el primero de estos personajes habló en este sentido con tanta energía, que puesto de hinojos a los pies del monarca, y casi con lágrimas en los ojos, le manifestó que antes se despojaría del bastón y de todos sus honores y los dejaría a sus plantas, que consentir por su parte y con su voto en las medidas de rigor que se proponían. Optó el rey por el dictamen de los tres últimos, por ser el más generoso y que más se conformaba a sus sentimientos de clemencia, y mandó que se dejase entrar en la plazuela de Palacio a cuantos quisiesen{11}.
Primeramente salieron los duques de Arcos y de Medinaceli, escoltados por guardias de corps, a calmar la irritación del pueblo ofreciendo a nombre de S. M. que les sería concedido cuanto pedían; mas como indicasen ser necesario cierto plazo para esta concesión, la voz de los nobles emisarios se vio ahogada por los gritos de la muchedumbre, que exigía hubiera de ser en el acto, o había de arder Troya aquella misma noche. Viendo la ineficacia de este medio, acudiose a otro más ingenioso. Había en el convento de San Gil una especie de misionero popular, que acostumbraba a predicar en las plazas, llamado el padre Cuenca{12}. Este religioso se presentó a los amotinados con una corona de espinas en la cabeza, una soga al cuello y un crucifijo en la mano, y comenzó a exhortarlos: mas viendo el giro que daba a su discurso: «Déjese de predicarnos, padre, le dijeron, que cristianos somos por la gracia de Dios, y lo que pedimos es cosa justa.» Entonces, variando de tono, les indicó que él mismo pasaría a hablar al rey toda vez que le dijeran lo que solicitaban. Uno, al parecer clérigo, se ofreció a redactar la petición, y aprobándolo todos, y sacando papel y tintero, escribió y leyó las peticiones siguientes:
1.ª Que se destierre de los dominios de España al marqués de Esquilache y su familia: 2.ª Que no haya sino ministros españoles en el gobierno: 3.ª Que se extinga la guardia walona: 4.ª Que se bajen los comestibles: 5.ª Que se suprima la junta de abastos: 6.ª Que se retiren las tropas a sus respectivos cuarteles: 7.ª Que se conserve el uso de la capa larga: 8.ª Que S. M. se digne salir a la vista de todos para oír de su boca la palabra de cumplir y satisfacer las peticiones.
Oídas que éstas fueron y celebradas con algazara, partió con el papel el padre Cuenca a palacio, esperando todos impacientes el resultado de su misión. A poco tiempo volvió el religioso con la noticia de que S. M. otorgaba cuanto pedían a excepción de presentarse al pueblo en el estado de agitación en que se encontraban los ánimos. Salieron en efecto tres alcaldes de corte con escribanos y alguaciles, e hicieron fijar carteles en que de orden del rey se rebajaba dos cuartos en los artículos de pan, tocino, aceite y jabón{13}. Túvose la concesión por mezquina, se arrancaron los carteles a presencia de los mismos alcaldes, y la gente tumultuosa volvió de tropel a la plaza de Palacio, y con ella el padre Cuenca. Como el rey había optado ya por el sistema de complacer al pueblo, dejole que llenara la plaza hasta cuajarla, salió a un balcón, y colocado a su lado el padre Cuenca con el papel de las peticiones en la mano, haciendo a la apiñada muchedumbre seña para que callase, el religioso leía, y el monarca iba otorgando en voz alta cada petición, siendo tal la alegría que esto produjo en el pueblo allí reunido, que todos y cada uno la expresaban con las demostraciones más exageradas de alborozo que se puede discurrir; que tan extremada suele ser la plebe en sus alegrías como en sus furores. Los hombres sensatos lo hubieran visto también con gusto a no considerar en esta escena rebajada y humillada la Majestad{14}.
Victoriosos los tumultuados, celebraron aquella noche su triunfo de una manera bien singular. Surtiéndose de las palmas de la procesión del Domingo, con que era costumbre adornar los balcones, fuéronse con ellas también personalmente al convento de Santo Tomás, de donde sacaron una imagen de la Virgen, y con estandartes y faroles, en forma de rosario, y cantando, o mejor dicho, desentonando a coro, diéronse a recorrer las calles, desfilaron por delante de Palacio, en ademan que así podía interpretarse de agradecimiento como de alarde de triunfo, y concluida la extraña ceremonia se retiraron a sus casas, no imaginando al parecer nadie ni viendo motivo para temer que pudiera renovarse el motín con más furia.
Pero en la mañana del siguiente día (martes, 25 de marzo) el rumor de una novedad inesperada volvió a conmover y alterar el pueblo. El rumor se convirtió pronto en convencimiento de ser verdad la noticia, y llegó a su colmo la irritación popular. En efecto, el rey, mal inspirado, o mal aconsejado, con mucho sigilo, a las altas horas de la noche, habíase fugado de la regia mansión por una puerta falsa, con toda la familia real, inclusa la reina madre, a cuya silla de manos hubo que cortar los brazos para poderla sacar por entre los estrechos callejones, y con los duques de Medinaceli, Arcos y Losada, y los mayordomos mayores Montealegre y Béjar, no faltando en la prófuga comitiva el marqués de Esquilache. En tres coches que fuera los esperaban tomaron el camino de Aranjuez. Ni el pueblo en su sorpresa y en su disgusto pudo dejar de dar a esta fuga la interpretación más siniestra y la intención más hostil posible, ni los instigadores perdieron la ocasión de persuadirle que aquella ausencia de su soberano significaba y envolvía el propósito de hacer caer la real venganza de la manera más dura sobre los alborotados. No se necesitaba más para que la alegría de la noche anterior se trocara en indignación furiosa, y la población tomó un aspecto pavoroso y terrible. Su primer impulso fue marchar todos tumultuariamente a Aranjuez, o a traer al rey a la capital, o a pedirle satisfacción del desaire, y aun comenzaron a ponerlo por obra: mas estando ya fuera, los directores de las turbas calcularon sobre los inconvenientes de aquel viaje, y acordaron que sería mejor acordonar la corte e impedir toda comunicación con el Real Sitio, como así lo hicieron, obligando a retroceder a los mismos secretarios del Despacho, a personas de la servidumbre, y a retirar hasta las camas que llevaban para las personas reales, no sin apoderarse de paso de un almacén de pólvora que había en el inmediato pueblo de Carabanchel.
Después de esto, a propuesta de los corifeos del motín, se encaminaron a la casa del obispo don Diego de Rojas, gobernador del Consejo, que la tenía frente a las monjas de Santo Domingo, y a éste encomendaron, o mejor diremos, intimaron que fuera a llevar su demanda al rey. El prelado obedeció, tomó su coche, y salió acompañado de la muchedumbre. No anduvo mucho camino, porque al llegar al puente de Toledo ocurrió a los directores de aquella función la idea de que podría el obispo quedarse allá y no volver; y así les pareció mejor que regresase a su casa, que extendiera y firmara un memorial a nombre del pueblo, en que se recapitularan todas sus quejas y agravios, que le pusiera en manos del rey y volviera con la respuesta, y para mayor seguridad iría acompañándole alguno que pudiera dar testimonio de cómo ejecutaba su comisión. A todo se plegó el mitrado prudente. Hízose el memorial, y le firmó el obispo, si es que no podemos sospechar que estuviera hecho de antemano, a juzgar por su extensión y por sus conceptos, que ni uno ni otro podía ser obra de breves y agitados instantes. «No ignora, Señor (comenzaba), el Cuerpo de Alborotados matritenses (así se nombraba), que han influido bastardos corazones al piadoso de V. M. ... El mayor escollo de los reyes es que no puedan saber por los ojos, sino por los oídos... Los príncipes, dice un político, no saben más de lo que quieren sus lados... Entregó V. M. las riendas del gobierno con tanto despotismo al marqués de Esquilache... que en seis años que las manejó dejó a V. M. sin dinero, sin tropas y sin armada, pues no cuenta V. M. en su real erario 600.000 reales, en toda su tropa veinte y cinco mil hombres, y en toda su armada catorce navíos: ha puesto a V. M. en el infeliz estado de obedecer, no de mandar.– Los honores se hallan vendidos en tan pública almoneda, que solo ha faltado la voz del pregonero; los espíritus están apagados a la vil tolerancia de la violencia; las compañías sin soldados, ni medios para tenerlos; y en fin, Señor, ha puesto sin reputación nuestras armas, sin crédito a los españoles, y a todos con desconfianzas. Los pueblos están aniquilados, y de tal suele que no pueden convalecer sino largo tiempo. Sólo miró este ministro Señor, su conveniencia, enriqueciéndose con insaciable hidropesía, trascendiendo ésta a toda su generación, por los muchos millones que ha sacado de la España... Supone, Señor, de cierto el Cuerpo de los Alborotados que los defectos del marqués los ignora V. M., pues no hubiera amor capaz, en el justificado proceder de V. M., a que contuviese su real enojo, y despojase a un infiel ministro empeñado en perder a V. M. y a todo el reino...»
Y después de proseguir culpando a Esquilache, así de la carestía, como de todos los males de dentro y fuera de España, decía lo siguiente que por lo curioso no queremos dejar de trascribir: «No irritó menos, Señor, la ira de los alborotados ver con cuánta deshonra de V. M. y de la nación corría la siguiente décima:
Yo el gran Leopoldo el primero,
Marqués de Esquilache augusto,
Rijo la España a mi gusto,
Y mando a Carlos Tercero.
Hago en los dos lo que quiero,
Nada consulto ni informo,
Al que es bueno lo reformo,
Y a los pueblos aniquilo,
Y el buen Carlos, mi pupilo,
Dice a todo: Me conformo.
«¿Sería esta, Señor, justa causa de irritarse los ánimos españoles? V. M. lo podrá juzgar.– En este concepto, Señor, los humildes vasallos del alboroto hacemos a V. M. esta reverente representación, para que no ignore los motivos que les asistieron, suplicándole rendidamente se digne regresar a su obligada corte, y mantenerles su real palabra de que salga el marqués de estos reinos, y que los suplicantes quedasen perdonados, pues todo ha sido efecto de fidelidad, amor y respeto. Oiga piadoso los ayes de su pueblo, sin escuchar a quien aconsejase otra cosa.{15}»
Que entre algunas acusaciones justas que en la representación se hacían al de Esquilache las había injustas también, y que en general pecaban de exageradas, es para nosotros indudable. ¿Mas cuándo en tales lances se han encerrado los hombres en los términos de la templanza y de la estricta justicia? Por lo mismo lo aplaudió más la muchedumbre cuando se hizo lectura pública del papel. Y en verdad que al observar que en ninguna de las relaciones se indica pusiese repugnancia o manifestase obrar por violencia el obispo Rojas en lo que hacía, no extrañamos se haya sospechado que no veía el prelado de mal ojo, si no el motín, por lo menos su objeto. A llevar la representación a Aranjuez, y presentársela al monarca, y volver con respuesta se brindó un hombre de la ínfima plebe, llamado Diego Abendaño, natural del Toboso{16}. Aceptado fue con gusto por los sublevados el humilde representante de sus votos e intereses, y en su virtud partió en posta para Aranjuez, quedando todos pendientes del resultado de su misión y esperanzados en su audacia.
Aquella tarde y noche pasáronla los tumultuados, los unos regalándose alegremente y a su manera en tabernas y figones, los otros recorriendo las calles en grupos, y gritando; «¡Viva España y muera Esquilache!» o recogiendo armas y municiones de los cuarteles, manteniéndose en completa inacción la tropa, que acaso llevó al extremo la orden que tenía de no hacer armas contra el pueblo. La casualidad hizo que entraran aquel día unos carros de fusiles para la guarnición, y como los amotinados los encontraran en la calle de la Montera, se apoderaron sin resistencia de ellos, y de esta manera llegaron a armarse de fusiles unos cinco mil hombres, habiendo además otros tantos que iban provistos de los instrumentos ofensivos de palo o de hierro que habían podido haber a las manos. Notáronse dos cosas singulares en aquel día: la primera, que los alborotados, dueños de la población, y siendo casi toda gente grosera, y mucha necesitada y pobre, ni robaban ni maltrataban a nadie; la segunda, que si bien los que comían y bebían en las tiendas y despachos públicos, nada pagaban, no tardaban en presentarse otras personas a preguntar el importe del consumo hecho, el cual satisfacían, no solo sin regateo, sino con cierto rumbo y largueza. Unido esto a la circunstancia de haberse observado que a algunos de los que andaban en traje humilde solía vérseles la delicada camisa al desembozarse, y que otros que iban vestidos de carboneros descubrían la fina media de seda por el zapato y el botín, hizo sospechar, y no sin fundamento, que entre la gente rústica y menestral se mezclaban, dirigiendo el movimiento, personas de otra educación y de otra clase{17}.
El mensajero de Aranjuez había desempeñado con admirable audacia y buen éxito su comisión. A eso de las diez de la mañana del miércoles 26 viole entrar por Madrid la muchedumbre que ansiosa le aguardaba: él continuó con cierta jactanciosa seriedad su camino por en medio de las turbas hasta la casa del obispo Rojas, quien se apresuró a convocar el Consejo, y acompañado de él y del portador del mensaje se encaminó a la Plaza Mayor y casa de la Panadería. Colocados todos en el gran balcón de este edificio, cuajada la plaza de gente, ante un escribano de cámara entregó Abendaño el pliego todavía cerrado al presidente del Consejo, y abriéndole éste, le leyó al pueblo en alta voz: su contenido decía así:
«Ilmo. Señor.– El rey ha oído la representación de V. S. I. con su acostumbrada clemencia, y asegura bajo su real palabra que cumplirá y hará ejecutar todo cuanto ofreció ayer por su piedad y amor al pueblo de Madrid, y lo mismo hubiera acordado desde este sitio y cualquiera otra parte donde le hubieran llegado sus clamores; pero en correspondencia a la fidelidad y gratitud que a su soberana dignación debe el mismo pueblo por los beneficios y gracias con que le ha distinguido, y el grande que acaba de dispensarle, espera S. M. la debida tranquilidad, quietud y sosiego, sin que por título o pretexto alguno de quejas, gracias ni aclamaciones se junten en turbas ni formen uniones; y mientras tanto no den pruebas permanentes de dicha tranquilidad no cabe el recurso que hacen ahora de que S. M. se presente.»
Oída fue con regocijo esta contestación por la apiñada muchedumbre, que prorrumpió de nuevo en vivas demostraciones de júbilo. Fijose un bando análogo a ella en varios parajes de la población. Retiráronse todos, conviniendo alegres en desistir de la empresa y devolver las armas a los cuarteles y tiendas de donde las habían sacado, como en efecto se verificó, quedando a las pocas horas la corte en completa calma, y circulando pacíficamente las gentes como si nada hubiera pasado. Pareció cosa providencial que todo terminara la víspera del Jueves Santo, para que este católico pueblo pudiera consagrarse, tranquilos los espíritus, a las religiosas ceremonias y solemnes misterios de aquellos santos días{18}.
Consecuencia inmediata del triunfo del pueblo fue el extrañamiento de España del marqués de Esquilache, que con toda su familia fue enviado a Cartagena con escolta para su seguridad, y de allí partió a Nápoles (13 de abril), para establecerse después en Sicilia{19}. En el ministerio de Hacienda le reemplazó don Miguel de Múzquiz, y poco después en el de la Guerra el teniente general don Gregorio de Muniain; acertadísimos nombramientos, y bien recibidos ambos, porque al uno le abonaban más de veinte y seis años de experiencia y crédito en la carrera de Hacienda, al otro su antigua reputación como oficial general, y la fama que tenía de ser «tan buen soldado en la campaña como político en el gabinete, y de manejar con tanto valor la espada como destreza la pluma.» A estas dos variaciones en el personal del ministerio siguió otra no menos importante, cual fue la de relevar de la presidencia del Consejo de Castilla al obispo de Cartagena don Diego de Rojas y Contreras{20}, mandándole que fuese a regir personalmente su iglesia de Cartagena y Murcia, nombrando para aquel eminente puesto al conde de Aranda, grande de España, capitán general de los reales ejércitos, condecorado con el Toisón de Oro, dándole además la capitanía general de Castilla la Nueva (12 de abril). Todos estos nombramientos fueron tan universalmente celebrados como el talento y las virtudes de aquellos personajes merecían.
Y sin embargo aún corrió por muchos días el rumor de que se había de alterar de nuevo la tranquilidad. «Madrid no está tranquilo,» se repetía de boca en boca. Y en efecto, conócese que no faltaba quien por bajo de cuerda instigaba a que se renovaran los disturbios: prueba de ello eran los pasquines, coplas y sátiras de mal género que aparecían, y que obligaron a publicar un bando (14 de abril) prohibiéndolas bajo graves penas{21}. Contra esta disposición pusieron los enemigos del sosiego público otra, que titularon Contrabando, y decía así: «A todos los habitantes de Madrid.– Nos sus Tribunos por la gracia de su Plebe: En vista de lo respondido por el nuestro Fiscal en tribunal pleno, juntas las Cámaras del Avapiés, Barquillo, Maravillas y Rastro: Mandamos la inobservancia del Bando publicado el día de ayer, sobre prohibición de papeles relativos a los motivos y resultas de nuestro pasado movimiento, por ser intempestivo, contrario a las leyes, e indecoroso a nuestras personas y a la sagrada del soberano, como en su respuesta manifiesta el Fiscal y verá el público. Madrid, &c.– Está rubricado.{22}»
Aunque tales excitaciones no bastaron a subvertir otra vez materialmente el orden público, fue necesario usar de gran rigor contra los que parecían dispuestos a renovar el motín. Díjose que había proyectos de atentar a la vida del monarca, y por expresiones y amenazas de esta especie que vertió un caballero murciano, llamado don Juan Antonio Salazar, hízosele expiar su imprudencia o su locura en un patíbulo, y se le cortó la lengua en la Plaza Mayor. Súpose también que el abate Gándara, muy querido del rey y a quien acompañaba mucho y trataba con cierta familiaridad, sugerido, decían, por los padres de la Compañía de Jesús, seguía una correspondencia sospechosa en aquel mismo sentido, de cuyas resultas se le mandó prender, y se le llevó al castillo de Pamplona. Presúmese que varios otros fueran castigados secretamente en las cárceles, pues se iba echando de menos a algunos de los que más se habían distinguido en el motín, sin que se pudiera averiguar su paradero.
Habíase ya susurrado bastante aquellos días que una gran parte del dinero con que se sufragaron los gastos de los sediciosos procedía de mano y de persona no vulgar, y la sospecha pública de este hecho recaía sobre el marqués de la Ensenada, «ministro, dice un contemporáneo, con quien la rueda de la fortuna hizo toda suerte de habilidades», y que no contento con haber sido sacado del destierro, y conservar su Toisón de Oro y el sueldo y honores de consejero de Estado, figurando en alta posición sin el cargo y las atenciones del gobierno, no disfrazaba bastante la ambición que le tentaba de volver a obtener una secretaría, y acaso la esperaba en alguna de las dos que de resultas del motín había de dejar vacantes el de Esquilache. Aunque cubierto todavía este asunto con cierto misterio que el tiempo no ha llegado a aclarar, el rumor adquirió más validez cuando se supo haber llegado orden del rey (18 de abril, 1766) desterrando al marqués de la Ensenada a la villa de Medina del Campo, donde más adelante acabó sus días{23}.
Si bien pudo darse el motín de Madrid por terminado, puesto que la tranquilidad material no se alteró ya más, estaban lejos de darse por sosegados los espíritus, ya por lo que estaba aconteciendo en las provincias, y de que daremos noticia en el próximo capítulo, ya por el retraimiento del rey en volver a Madrid, que también daba sobrada ocasión y motivo al mantenimiento de la inquietud, como habremos de ver.
{1} Squilache, título italiano, que los españoles acomodaron después a la pronunciación y a la escritura castellana, diciendo Esquilache.
{2} Decreto de 30 de diciembre de 1763. La primera extracción se había de hacer el 10 de diciembre inmediato.
{3} Pragmática de 14 de julio de 1765.– Real provisión de 30 de agosto de id.– Sánchez, Colección de Pragmáticas, cédulas reales, &c.– Real provisión del Consejo, en que se prescriben las reglas tocantes a la policía interior de granos en el reino para su surtimiento.– Otra Colección de cédulas desde 1726 hasta 1777.
{4} Bando de 6 de abril de 1764: en la Colección de Cédulas reales de la Real Academia de la Historia, tomo I.– No es exacto que el edicto para el alumbrado de Madrid se diese el año 1765, como dice el señor Ferrer del Río en dos lugares. Habíase ya mandado cuatro años antes, y regía esta disposición desde 2 de octubre de 1764.– Colección de Cédulas reales, tomo I, donde se encuentra el bando.
{5} Real orden de 9 de abril de 1765.– Diose esta disposición a consecuencia de denuncia que hizo el intendente de León: y el Consejo de Castilla a propuesta del fiscal, conde de Campomanes, hizo extensiva esta providencia a las provincias de Galicia, Asturias, Palencia, Burgos y corregimiento de las cuatro villas de la costa de Cantabria.
{6} Bando de 27 de setiembre de 1765.– Se dio para la corte, y le extendió después el Consejo a otras provincias.
{7} Todos estos cargos, sin duda fundados algunos, por lo menos ligeros y aventurados otros, se hacían en una representación anónima que se puso en manos del rey rogándole que pidiera informe de todo ello al Consejo de Castilla, pero la leyó Esquilache antes que el monarca y la ocultó.– Discurso histórico de lo sucedido en el alboroto ocurrido en esta villa y corte de Madrid: M. S. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Est. 27, gr. 3.ª E, n.º 64.
{8} Estos informes, de 28 de febrero y de 4 de marzo, se encuentran en otro volumen manuscrito de la Real Academia de la Historia, titulado: «Causa del motín de Madrid.»– En ellos, después de hablar del inconveniente o ventaja del uso de cada prenda de vestir que en aquel tiempo se acostumbraba, se dice acerca de las capas: «Las capas largas son de nueva introducción... y se miraron en la consulta del Consejo de 31 de agosto de 1745 como un verdadero disfraz; con que lo estimado en la real orden en esta parte es muy arreglado: verdad es que desde aquel año ha cundido la capa larga en todo el reino, y la reforma es muy difícil, y pide tiempo y medios: al contrario las capas cortas fueron el traje general de esta nación con ropilla y espada, &c.»– Y luego proponían los fiscales: «Que en adelante las capas que se hicieren después del bando sean cortas, de modo que les falte una cuarta o poco menos para llegar al suelo. Que la pena sea solo de un peso por el sombrero redondo que se aprenda... Que las capas y sombreros que en adelante se hagan sean de paño y fábricas del reino precisamente, y lo mismo los redingotes... Que el embozo cubriendo el rostro se prohíba... Que no se hable de peluquín ni de gorro en el bando... &c.»
{9} Inserta estas ordenanzas el deán Ortiz en una Relación del tumulto que dio por apéndice al tomo VIII y último de su compendio de la Historia de España.
{10} Fue la noche de los fuegos artificiales que hubo en el Buen Retiro con motivo de las bodas de la infanta María Luisa. Aquella noche la guardia walona no encontró otro medio de contener y apartar la inmensa muchedumbre que allí atropelladamente se había aglomerado que el dar sablazos y bayonetazos, de que resultaron muertas, heridas o ahogadas más de veinte personas, sin que semejante tropelía fuese castigada. Desde entonces el paisanaje no deseaba sino una ocasión de vengarse de los walones.
{11} El autor del manuscrito titulado: Discurso histórico de lo acaecido en el alboroto &c. es el que da más pormenores acerca de este consejo áulico, como que pone las palabras que dice haber pronunciado cada uno de los consejeros. También los da, por cierto terribles y repugnantes, sobre la manera feroz como el populacho asesinó a los soldados walones y lo que ejecutó con sus cadáveres.
Tenemos a la vista cuatro relaciones manuscritas contemporáneas y tres impresas de este célebre motín, más o menos circunstanciadas: en cada una de ellas se da noticias de algunos hechos que no se mencionan en las otras: ni esto, ni cierta falta de orden que en ellas se advierte, tiene nada de extraño, puesto que es siempre difícil dar cohesión a hechos tumultuarios que acontecen en diferentes puntos de una población grande, desfigurados muchas veces o exagerados por los mismos que los presencian o que son actores o pacientes en ellos. El lector comprenderá bien que nosotros tomamos de ellos los que aparecen más confirmados y que pueden caracterizar mejor la índole y fisonomía de este tumulto popular.
{12} El P. Yecla le llama el señor Ferrer del Río: en las relaciones manuscritas e impresas que tenemos a la vista se le nombra en todas el padre Cuenca.
{13} El pan valía a doce cuartos, la libra de tocino a veinte, el aceite y jabón a diez y ocho.
{14} El conde de Fernán Núñez, autor del Compendio de la Vida de Carlos III y testigo de este tumulto, dice entre otras cosas: «Yo que no me aparté de allí en todo el día, salí con S. M., y solo había entre él y yo el confesor mientras estuvo oyendo las proposiciones, que un caleseruelo con chupetín encarnado y sombrero blanco (que no se borra de mi imaginación en toda mi vida) le estuvo haciendo desde abajo, como orador escogido por el pueblo, para la exposición de todas sus proposiciones, &c.»
{15} Algunos citan tal cual trozo de otra exposición que dirigieron los sublevados al rey la mañana siguiente por si se hubiera extraviado la primera. Tampoco está escrita de mala mano, pero nosotros hemos preferido dar a conocer la primera, que fue la que vio el rey. Insértanse ambas en el manuscrito titulado: «Discurso histórico de lo acaecido, &c.» La que nosotros hemos extractado se halla también en otro manuscrito titulado: «Causas del motín.»
{16} Así le nombra el escritor de estos sucesos que parece mejor informado. En las relaciones impresas se dice que fue un calesero llamado Bernardo. Tal vez el Bernardo fuera mal copiado de Abendaño, y lo de calesero se confunda con el que se convidó a ser portador del segundo papel, que fue Juan el Calesero, natural de Málaga. Circunstancias y diferencias menudas, que no alteran en nada lo esencial del suceso.
{17} Fue tanto más notable esta conducta inofensiva del pueblo, cuanto que había dado suelta a las mujeres reclusas, las cuales andaban en bandadas o grupos, armadas de banderas, palos, y pistolas; pero por fortuna aquel día se redujo todo a andar en alegre soltura, y a comer y beber a satisfacción y en la confianza de que de cuenta de otros, que no conocían, corría el gasto.
{18} «Hablose mucho de Abendaño, dice un escritor contemporáneo de estos sucesos: lo cierto es que habló al rey con mucho desembarazo. S. M. mandó darle una gratificación en dinero, que rehusó, y dijo iba a sacrificar su vida en defensa de su rey y patria, sin interés, por que se expondría a las iras del pueblo; y pues había tenido el honor de estar en su real presencia le suplicaba rendidamente le indultase dos años de presidio de que había escapado, y le ocupase en su real servicio. Quedó perdonado por la real piedad, y después fue despachado con plaza de guarda de a caballo del tabaco para Santiago de Galicia, dándole 50 doblones para el caballo y armas.»
{19} Desde allí no cesó de importunar al rey solicitando su rehabilitación, y al cabo de seis años logró ser nombrado para la embajada de Venecia, que desempeñó hasta 15 de setiembre de 1785, en que murió.
{20} El pueblo le designaba, dice otro manuscrito contemporáneo, con el apodo de Roñas y Conteras.
{21} Encuéntrase este bando, dado por el Consejo pleno, en la Colección de Cédulas reales desde 1726 a 1777, tomo I, fol. 152.
{22} Tomo de Varios de la Real Academia de la Historia, E. 87, MS. pág. 5.ª
{23} Sin que haya una prueba concluyente, que conozcamos, de la culpabilidad de Ensenada en el alboroto, encuéntranse en las diferentes relaciones bastantes especies que inducen a creer que por lo menos no supo conducirse de un modo propio para desvanecer o alejar las sospechas que sobre él recayeron.