Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo V
Motines en provincias
Prudencia del Conde de Aranda
1766

Tumulto grave en Zaragoza.– Peticiones del pueblo.– Conducta de las autoridades. Excesos.– Noble comportamiento de algunos vecinos honrados.– Término de los desórdenes.– Castigos.– Indulto real.– Motín de Cuenca.– Debilidad del corregidor.– Rebaja en el precio de los comestibles.– Perturbación en Palencia.– Satisfacción a los tumultuados.– Actos sediciosos en Andalucía, Aragón y Navarra.– Síntomas de rebelión en Barcelona.– Firmeza y prudencia del capitán general.– Excelente porte de los jefes de los gremios.– Se previene la sedición.– Escenas tumultuarias en Guipúzcoa.– Movimientos de los rebeldes de Azcoitia.– Resistencia que encuentran en Vergara y San Sebastián.– Disuélvense las partidas de amotinados.– Carácter del conde de Aranda y su popularidad.– Sus providencias para afianzar el sosiego en Madrid.– Modificación del régimen municipal en el reino.– Sistema de intervención en los abastos públicos.– Auto acordado del Consejo.– Abolición de las rebajas hechas y de los indultos concedidos en las provincias.– Permanencia del rey en Aranjuez.– Disgusto y murmuración de la corte.– Medio excogitado por el de Aranda para reconciliar al rey con su pueblo.– Buenos efectos que produce.– Nuevas precauciones de el de Aranda.– Inopinada traslación del monarca a San Ildefonso.– Habilidad del presidente del Consejo para hacer cambiar el traje español.– Cómo lo consigue.– Regreso de Carlos III a la corte.– Aclamaciones populares.– Diversiones públicas.– Aniversario del motín contra Esquilache.– Tranquilidad general.
 

«De aquí de la corte, dice el autor de uno de los manuscritos citados, es donde se da a los pueblos el tono del vicio o de la virtud, y es esta una regla general invariable en todos los imperios y metrópolis.» Así explica la rapidez con que el contagio del alboroto de Madrid cundió en diferentes ciudades y pueblos del reino. Si la máxima no es en todos los casos exacta, lo es casi siempre, y lo fue en esta ocasión, puesto que a ejemplo de la capital todo era en el mes de abril motines y desórdenes en las provincias.

Viéronse las primeras señales de sedición en la ciudad de Zaragoza, apareciendo unos pasquines, (1.° de abril, 1766), en que se amenazaba al intendente corregidor, marqués de Avilés, con quemar su casa y las de los usureros, si no bajaba el precio del pan en el término de ocho días. Tan pronto como tuvo noticia de ello el capitán general y presidente de la Audiencia, marqués de Castelar, reunió en su casa las autoridades, y en su virtud y por resultado de una larga sesión se manifestó al intendente que convendría mucho dar algún alivio al pueblo, a lo cual contestó que lo haría presente al ayuntamiento, porque él por sí solo no podía resolver sobre el particular. Continuaron los siguientes días apareciendo pasquines, sin que se pudiera averiguar su procedencia, entre ellos uno, a manera de bando o cartel, que decía así:

«Nos la caridad y celo público de esta ciudad, mandamos a cualesquiera personas aficionadas a sostener los derechos, prerrogativas o preeminencias que por el derecho civil y de gentes, público y privado, nos competen contra los crueles enemigos que atesoran los bienes de los pobres representados en Cristo: Que por cuanto, sin embargo de haber fijado tres carteles amonestando fraternalmente al intendente y sus conjuntas personas, y no habiéndose experimentado alivio alguno, antes bien prosiguen en sus depravados ánimos: Por tanto, otra vez mandamos a todas las dichas personas, que si desde la fecha del primer cartel hasta el día 8 del presente mes, no se experimenta patentemente el bien público que tanto deseamos, estén prevenidos con lo necesario, y a la seña que se tiene comunicada concurran al puesto destinado para ejecutar las extorsiones y hostilidades que en todas cosas nos son permitidas: y para que conste y no se alegue ignorancia, lo mandamos fijar en los puestos acostumbrados, firmado de nuestra mano y refrendado de nuestro infrascripto secretario.– En Zaragoza a 4 de abril de 1766.– Nos la caridad y celo público.– Por su mandado.– El juicio cristiano y político, secretario.{1}»

En vista de este y otros semejantes pasquines que los siguientes días proseguían apareciendo, el capitán general dio orden al regimiento de caballería de España para que se aproximara a Zaragoza, y reunió otra vez en su casa el Real Acuerdo; con cuyo informe y los del intendente y ayuntamiento dispuso se publicara un bando, cuyas principales prescripciones eran: permitir que cada uno amasara y vendiera el pan libremente, sin perjuicio del abasto que por contrata estaba a cargo de los horneros, reservando a éstos el derecho de indemnización de los daños que de esta medida pudieran seguirles; obligación bajo la multa de dos mil ducados a todos los que tuvieran almacenes de trigo o de aceite, y más cantidad de estos artículos de la necesaria para su particular consumo, de participarlo inmediatamente a la secretaría de la Audiencia, para las providencias y fines a que hubiere lugar{2}. Con timbales y clarines, y con toda solemnidad y ceremonia se hizo publicar este bando por las calles al siguiente día, que era domingo. Delante del palacio del capitán general, y en algunos otros puntos, acompañaba al pregón una muchedumbre, que veía en aquella disposición el celo de las autoridades y el remedio de las necesidades del pueblo. Pero cerca de la plaza de la Magdalena, fuese por instigación de los interesados en que hubiera motín, o fuese arranque espontáneo de gente malévola de la plebe, una parte de ella arremetió a pedradas a los que acompañaban el bando, y dispersándolos a los gritos de ¡Viva el Rey! ¡Viva Castelar! ¡Muera el intendente! ¡Mueran los usureros! el alguacil mayor cayó herido, y el clarinero derribado de su caballo. Uno de los apedreadores tomó el caballo y el clarín, y tocando desapaciblemente guió la turba a casa del capitán general, que al ruido salió al balcón, no obstante hallarse indispuesto. Un joven escolar le dirigió atrevidamente la palabra, pidiendo a nombre del pueblo la rebaja de otros artículos y su venta en los sitios y a los precios en que pudiera comprarlos la gente pobre. Oído el joven orador popular, el capitán general arengó suavemente a la muchedumbre, ofreciendo remediar sus males a condición de que se retiraran a sus casas y no turbaran el sosiego público. Con voces de ¡Viva el rey, viva Castelar! fue recibida su exhortación.

Por tanto, no era de esperar que de allí pasaran los amotinados, como lo hicieron, a casa del intendente a cometer las tropelías anunciadas en los pasquines de los días anteriores. Cuando el capitán general, avisado de aquella novedad, acudió a la casa acometida, ya las turbas habían atropellado la guardia, invadido las habitaciones, roto cristales y muebles, y puesto fuego en la calle a los carruajes, papeles y otros efectos que habían ido arrojando. El intendente y su familia se salvaron huyendo por los tejados, y solo un hijo suyo tuvo arrojo y valor para presentarse de frente a las furiosas turbas, gritando: «Matadme, pero no cometáis otros delitos.» A lo cual le respondieron: «No queremos tu vida, que es de Dios; lo que queremos es lo nuestro.» Por suyo tenían todo lo que existía en la casa. Y sin embargo, la presencia del marqués de Castelar, que intrépido se metió por entre los amotinados, les impuso de tal modo, que no solo cesaron allí el incendio y el saqueo, sino que muchos le rendían las armas vitoreándole, y por delante de él y de la tropa que ya había acudido se retiró el motín, al parecer en actitud pacífica, y por tanto sin que la tropa hiciera uso de las armas. Pero otra vez engañó al general la plebe, corriendo desde allí a saquear e incendiar las casas de dos hombres acaudalados, Goicochea y Domezain, sin duda de los que ellos llamaban usureros.

Tales desmanes y estragos movieron al arzobispo, al deán y a otros respetables sacerdotes a buscar el medio de aplacar y contener las desenfrenadas turbas, y haciendo sacar el Señor Sacramentado de las parroquias de San Felipe y San Gil, y llevándole en procesión; «¡Hijos míos, les gritaba fervoroso el prelado, aquí viene a buscaros el Hijo de Dios vivo!» ¡Fenómeno singular, y sin embargo no del todo raro en aquellos tiempos en estas conmociones populares! Las turbas callaban, se descubrían las cabezas y se arrodillaban respetuosamente. Mas apenas pasaba la procesión, volvían a correr frenéticas, y se entregaban a los mismos excesos, como lo ejecutaron aquella misma tarde en las casas de otros ricos mercaderes, desahogando su furia en entregar a las llamas el menaje y cuanto habían a las manos, menos aquello que no se les antojaba hacer suyo.

No sirvió que al día siguiente (7 de abril), por una parte el capitán general pusiera tasa al precio del trigo y rebaja a los comestibles, por medio de un bando, que solo se atrevió a publicar con escolta de granaderos un capitán de Lombardía, llamado don Juan Ortiz, hombre apreciado en el pueblo y nacido en él; que por otra salieran las comunidades religiosas rezando el Rosario o cantando melancólicamente el Miserere. Los vivas al general y al capitán Ortiz se repitieron, pero también se reprodujeron con furia las escenas del día anterior. Solo al llegar a las casas de José Tubo y Vicente Junqueras se detuvieron ante un papel que se había fijado en ellas y decía: «Viva el padre Garcés, provincial de Dominicos. Estas casas que viven José Tubo y Vicente Junqueras pide por ellas y sus dueños libertad el padre Garcés, y se les ha concedido por el vulgo, respecto de no ser estos de los indiciados en granos, y sirven de empeño para sacar los pobres de Misericordia.{3}» Sin dirección y sin guía, y sin otro plan que el de saciar su sed de destrucción y de pillaje, allá se iban con descorazonada indiferencia hacia donde el viento hacia girar una veleta que arrancada de una de las casas invadidas llevaban en la mano. En aquella dirección estaba el café del Carmen, y allá se entraron a aprovecharse de lo que pudieron y a romper lo que no podían aprovechar, como si el establecimiento fuera casa de usura o tuviera culpa de la carestía.

Débiles ya a fuerza de prudentes e irresolutas las autoridades, no es fácil calcular hasta dónde habría llegado el estrago, favorecido ya por la sombra de la noche, a no haberse presentado a aquellas reunidas cuatro honrados y resueltos labradores, pidiendo que se les permitiera salir a ahuyentar las turbas. Otorgada les fue tan beneficiosa demanda; y en efecto, reuniendo aquellos hasta otros treinta labradores convecinos, y armados todos con armas antiguas, arremetieron a los tumultuados entretenidos en el saqueo y el incendio de las casas, y sorprendiéndolos los aventaron y diseminaron, hiriendo a muchos y matando a algunos, y los hicieron retirar despavoridos, de forma que aquellos buenos pacificadores tuvieron la satisfacción de poder anunciar antes de la media noche a las autoridades reunidas que ya la población se hallaba en calma. Alentose con esto el capitán general, y distribuyendo en piquetes la tropa, ayudó a los labriegos a mantener en sosiego la ciudad, o al menos a reprimir los grupos que todavía se formaban. Con esto y con un bando en que se prohibía la reunión de más de cuatro personas, se logró domar el tumulto, y se procedió a los castigos.

Ejecutáronse éstos con un rigor inesperado después de tanta blandura. En cosa de ocho días expiaron sus crímenes nueve de los más culpables, apareciendo colgados de la horca o del balcón principal de la cárcel, sobre negras bayetas y entre velas amarillas. De muy antiguo y en todos tiempos ha habido en aquella población heroica almas generosas y nobles; y en esta ocasión apresuráronse a implorar la real clemencia para que no se impusiera más la pena de muerte, no solo el arzobispo, que en esto obró como cumplía a un varón apostólico, sino uno de los que más habían padecido en aquellos desórdenes, y cuya casa había sido robada y quemada, a saber, don Francisco Antonio Domezain, rico propietario, y administrador de las Bulas y del Papel Sellado. Este noble aragonés escribió al ministro de Gracia y Justicia, que lo era entonces don Manuel de Roda, intercediendo por sus propios perseguidores, anticipándose a perdonarlos por su parte, y ofreciendo indemnizar a la Hacienda a costa de lo que aún poseía, del desfalco que habían sufrido los caudales de los ramos puestos a su cargo. Honda impresión hicieron en el monarca y en el ministro los nobles sentimientos de Domezain con elocuente sencillez expresados; así se lo manifestaron en una real orden{4}, y acaso este paso influyó más que otra consideración alguna en el indulto que luego se sirvió otorgar el soberano.

Aunque éste fue el motín de más consideración después del de Madrid, húbolos en varios otros pueblos y provincias, si acaso no tan graves como el de Zaragoza, pero iniciados con los mismos síntomas, movidos con igual pretexto, presentando la misma fisonomía, y que pudieron producir consecuencias aún más lamentables. Tal fue, entre otros, el de Cuenca, anunciado con pasquines y carteles amenazadores pidiendo la rebaja del pan. En vano el corregidor y ayuntamiento, careciendo de fuerza armada que sostuviera la autoridad, accedieron a la petición rebajando dos cuartos en libra. La plebe hizo lo que acostumbra cuando arranca una concesión: reuniose tumultuariamente pidiendo a gritos mayor rebaja, y que ésta se extendiera a los demás comestibles; acometió la casa del comisario del pósito; incendió los muebles, pudiendo con dificultad salvarse el comisario y su familia; pasó a la del corregidor, llevando delante al pregonero (6 de abril), y no paró hasta recabar de aquella autoridad la promesa de rebajar todos los artículos, y de separar a dos personas que la plebe aborrecía, que eran el síndico y un alguacil. Tal era la actitud de los alborotados, que tuvieron necesidad de reunirse antes que amaneciera el día siguiente el corregidor y varios concejales, con el deán y algunos canónigos, en la cámara episcopal, y acordar inmediatamente la publicación de dos bandos, mandando por el uno salir de la ciudad todos los pobres forasteros, nombrando por el otro para comisario del pósito y para síndico personero a los sujetos que la muchedumbre designaba y pedía. En cuanto a las rebajas prometidas por el corregidor, el obispo y cabildo salían por fiadores de su cumplimiento. El pueblo oyó con regocijo la lectura de estos bandos que se les hizo desde un balcón de la casa consistorial, y aquietose como quien había alcanzado todo lo que pedía, y gracias que no discurrió sobre el desprestigio en que quedaba la autoridad, para entregarse a mayores excesos.

Parecidos desórdenes ocurrieron en aquel mismo mes en el centro de Castilla. Tumultuáronse en Palencia los del barrio de la Puebla, llamado vulgarmente de la Mantería, por componerse en su mayor parte de gente dedicada a esta clase de fabricación. Comenzaron estos por llevar de su propia autoridad a la cárcel a los vecinos más acaudalados (23 de abril). Animados con este ejemplo los mozos del campo y observando la impunidad en que aquel exceso quedaba, congregáronse en cuadrillas, pidiendo, como en todas partes, rebajas en los comestibles. Este motín duró un día, dando por la noche los mismos amotinados libertad a los presos por la mañana, pero fue porque el corregidor, mas fácil y más blando aún que el de Cuenca, les dio gusto en la demanda de rebaja, y ofreció hacer presentes al rey sus necesidades y todos los vejámenes de que se quejaban.– El mismo descontento, las mismas quejas, el mismo espíritu de rebelión se manifestaron en varias otras poblaciones de Castilla, de Andalucía, de Aragón y de Navarra, con síntomas más o menos pronunciados, y más o menos graves y alarmantes, según el arranque de cada pueblo, y según los medios de represión de que podían disponer las autoridades, o según su respectiva energía. El espíritu de imitación, más tal vez que otra causa, incitó a parodiar los desórdenes de la corte a poblaciones tan pequeñas como San Ildefonso y como Navalcarnero, siendo aquella residencia temporal de los reyes, y estando ésta tan inmediata a la capital.

A vista de esto no puede extrañarse que en países menos dóciles, como Cataluña, y en poblaciones grandes y más propensas a la agitación, como Barcelona, tomaran tan serio carácter los anuncios de desasosiego, que un capitán general tan veterano y tan práctico como el marqués de la Mina creyera necesario para sofocar los amagos de tumulto que comenzaban a advertirse, previo consejo y acuerdo de los jefes de las diferentes armas, imponer y aterrar a la ciudad, haciendo que una mañana (18 de abril) aparecieran todos los cañones de las fortalezas presentando sus bocas hacia la población, y los artilleros a su lado con mecha encendida y todo el aparato de guerra, y que además hiciera acercar todas las tropas diseminadas por los contornos, y las distribuyera oportunamente por si la sedición estallaba. Verdad es que no se limitó a tomar estas precauciones militares, sino que conocedor del carácter catalán, hizo llamar a los principales de la nobleza barcelonesa y a los jefes o prohombres de los gremios, y asegurando a unos y a otros que no era su ánimo ofender ni molestar a los buenos ciudadanos, sino escarmentar a los revoltosos, los exhortó a que le ayudaran a descubrir los agitadores, y a mantener con todo el influjo de su prestigio la tranquilidad pública, y a que nombraran diputados con quienes pudiera entenderse en los sucesos que acaso sobrevinieran. Así se lo ofrecieron, y así lo ejecutaron. Los de los gremios publicaron un bando prometiendo un premio de mil duros al que denunciara los autores de los pasquines y de los planes de trastorno, con más el indulto personal y la reserva del nombre si era cómplice en ellos. Fuese o no resultado de estas medidas, es lo cierto que en la tarde del día 20, que había sido el designado en los pasquines para estallar el tumulto, se presentaron al capitán general los diputados de los gremios a asegurarle que podían responder de la tranquilidad pública. El de la Mina les creyó sobre su palabra, mandó desmontar los cañones y retirarse la tropa, y en honor de la verdad el sosiego no se alteró, ni en aquel día ni después{5}.

Lo singular, y lo que difícilmente se comprende, es que cundiera el contagio a la noble y pacífica provincia de Guipúzcoa. Allí tomó el movimiento de la rebelión una nueva forma, puesto que no quedó concentrado en las poblaciones, sino que los tumultuados salieron al campo y pasearon la bandera de pueblo en pueblo. Los de la villa de Azcoitia, en número de dos mil, después de haber obligado al corregidor a rebajar el trigo y los demás comestibles al precio que ellos se propusieron, tomando un estandarte y haciéndole llevar a un eclesiástico, derramáronse en partidas, aumentadas con los que de otros puntos se les allegaban, por los pueblos de Elgóibar y Éibar, amenazando a Vizcaya, y corriéndose a Vergara, enseñando por todas partes el bando del corregidor de Azcoitia, provocando a que pidieran la misma rebaja en los artículos de consumo, rompiendo las medidas de vino de menos cabida que las que ellos llevaban de modelos, y propagando en fin la insurrección por cuantos medios podían discurrir. Por fortuna en Vizcaya no encontró eco la propaganda, porque en Bilbao se prohibió la extracción del trigo, y los de Vergara se negaron resueltamente a cuanto pedían los amotinados{6}.

Variaron pues éstos de rumbo, y reconcentraron todas sus fuerzas en Hernani (22 de abril), con ánimo de acometer a San Sebastián, porque también en aquella ciudad andaba la gente levantisca, también el motín se había anunciado por pasquines como en todas partes, y aunque para evitarle habían las autoridades disminuido el precio de los comestibles, fue menester hacer prisiones, especialmente de mujeres, que se mostraron las más osadas, y se tomaron serias precauciones militares. Con esto, y con tener alumbrada la población, y con rondar de día y de noche unos por la muralla y otros por las calles, y por último con salir tropa y vecinos contra los sublevados, ahuyentáronse éstos, y como vieran que no encontraban calor en las capitales y mayores poblaciones, fuese disipando poco a poco la nube que por unos días tuvo en consternación la provincia de Guipúzcoa.

En verdad, considerado el carácter, la época, la casi uniformidad de los motines de la capital y de las provincias, por mucho que se dé a los arranques de disgusto popular producido por la carestía, por mucha parte que en ellos tuviera el espíritu de imitación, especie de contagio que en esta clase de sucesos se propaga y contamina fácilmente a los pueblos, no extrañamos que ya entonces supusieran muchas gentes, o al menos sospecharan que fuera obra de un plan general, atizado y dirigido por oculta mano, y mano diestra y poderosa, que ya se comenzó a señalar, y sobre cuyas conjeturas discurriremos también nosotros después. De todos modos, triunfantes las perturbaciones en muchas partes, que a esto equivalía calmarlas a fuerza de concesiones, sofocadas en algunas con no poco trabajo y por lo común mal reprimidas, el principio de autoridad había quedado profundamente lastimado y herido, y para restablecer en el reino aquella regularidad y armonía que debe haber entre el poder y los súbditos, entre gobernantes y gobernados, y para ir corrigiendo aquella dislocación producida por los disturbios, se necesitaba no poca habilidad y prudencia.

Afortunadamente reunía estas dos excelentes cualidades el conde de Aranda, a quien Carlos III había tenido el buen tino de encomendar la presidencia del Consejo y el mando superior de las armas de Castilla la Nueva. El antiguo embajador de Polonia, general del ejército de Portugal, presidente del Consejo de Guerra para juzgar a los que habían dejado perder la Habana, y capitán general de Valencia, acabó de acreditar en la corte en su doble cargo que sabia ser tan prudente consejero como enérgico soldado. Hombre de carácter afable y llano, y por esto solo ya agradable al pueblo, hízosele mucho más asistiendo algunas veces a los teatros y a los toros, y dejándose ver en las calles y en los paseos en coche sin cortinas, manera de andar desusada por los presidentes sus antecesores, ya en uso de un privilegio o prerrogativa del cargo, de que él mismo quiso desprenderse y pidió al rey le dispensara, ya por haber estado aquella dignidad mucho tiempo desempeñada por obispos y cardenales. Los madrileños agradecían aquella especie de llaneza que no estaban acostumbrados a ver, y la autoridad que logra captarse la benevolencia y el afecto del pueblo tiene una gran ventaja para dirigirle, y más si reúne, como el de Aranda reunía, el nervio y el vigor que se requiere para reprimir con mano fuerte los desmanes en los casos necesarios.

Una de las primeras medidas que adoptó el nuevo presidente fue limpiar la capital de vagos, gariteros, mendigos, cuya robustez les permitía trabajar, y mujeres de mal vivir, polilla siempre de la sociedad, y gente en todas ocasiones la primera a engrosar los alborotos y a explotar los disturbios, como quien en ellos no teme nunca perder, y espera siempre salir ganando. Ni aun a los eclesiásticos que carecían de empleo o de comisión que legitimara su estancia en la corte les permitió permanecer en ella, sin que les sirviera de pretexto el recurso de que algunos intentaron valerse de meterse a postuladores de limosnas para santos, ermitas, santuarios, comunidades u hospitales{7}. Para el mejor orden y gobierno de la población la dividió en ocho cuarteles, cada uno de ellos subdividido en otros tantos barrios, regidos por alcaldes nombrados por los mismos vecinos, y encargados de la policía y de la seguridad y el orden de su respectiva demarcación o distrito{8}. Con esto, y con los castigos que en el capítulo anterior dejamos mencionados consiguió el de Aranda ir restañando las heridas causadas a la sociedad por los recientes desórdenes, con general satisfacción, porque se decía de él, y lo confesaban los mismos comprometidos en la sedición, que hacía justicia sin acepción de personas.

Mas la principal dificultad no consistía en esto, sino en restablecer la regularidad en todo el reino, y devolver toda su fuerza y vigor al principio de autoridad tan lastimado y relajado en todas partes, ya por los forzados indultos que se habían concedido, ya por las concesiones de rebajas arrancadas a las autoridades por la necesidad o la violencia. Era menester una providencia general, que, cualquiera que fuese, no carecía de inconvenientes, por la dificultad de mantener los compromisos adquiridos y de sostener la baratura de los precios decretada por el gobierno y las autoridades, sin que aparecieran triunfantes las rebeliones, y siendo por otra parte una baratura demasiado costosa al erario. Sobre este difícil punto se dividió el Consejo en tres distintos pareceres y votos. El rey, tomando de ellos lo que le pareció, resolvió que el indulto por rebeldía se limitara a Madrid, y declaró que los magistrados no estaban obligados a cumplir las concesiones de rebaja, como impuestas por la fuerza y hechas sin libre deliberación. Quedaron, pues, por auto acordado del Consejo abolidas las rebajas y los indultos en las provincias{9}. Pero al mismo tiempo se establecían reglas para la buena administración de los abastos y para el posible alivio de los pueblos, de manera que cada vecindario pudiera surtirse de los más necesarios mantenimientos sin vejámenes y a los precios más arreglados y módicos que las circunstancias permitieran.

A este fin se hizo la célebre modificación del régimen municipal, por la cual se crearon los Diputados del Común, y el cargo de Síndico personero, elegidos por parroquias o barrios, que habían de nombrarse anualmente con facultades para intervenir en los negocios de los abastos públicos, para promover juntas, y sin cuya asistencia no pudieran los ayuntamientos deliberar sobre estos asuntos. Cuatro habían de ser los diputados en las poblaciones que llegaran a dos mil vecinos, y dos en las de dos mil abajo. En aquellas en que hubiera procuradores síndicos perpetuos, o en que este oficio estaba vinculado en ciertas familias, había de elegirse otro personero público o del común, que había de tener asiento al lado de aquél, y voz para proponer lo que fuese en beneficio y pro comunal. Esta elección era indirecta por compromisarios, podía recaer indistintamente en nobles y plebeyos, y estaban excluidos los regidores y sus parientes hasta el cuarto grado{10}.

A todo esto el rey continuaba en Aranjuez con toda la familia real, y este alejamiento y este retraimiento del monarca después de dos meses de terminado el motín, mantenía en cierta inquietud y recelosa desconfianza al pueblo de Madrid, que no auguraba cosa buena de ausencia tan prolongada. La inquietud popular retraía de cada vez más al soberano; y esta actitud de mutuo recelo, que no faltaban interesados en sostener, hacía más difícil encontrar el medio de que el monarca pudiera volver a la corte sin menoscabo del decoro de la corona y del prestigio de la dignidad real, harto desvirtuado desde las concesiones hechas en el tumulto, así como era peligroso que intentara recobrarle anulando aquellas, y mostrándose fuerte faltando a su real palabra. A acordar la manera de salir de esta situación y de reconciliar al rey y al pueblo pasó el conde de Aranda a Aranjuez. A su prudencia fue sin duda debido, así el plan que de allí trajo, como el éxito de su ejecución.

Consistía éste en hacer que las principales corporaciones dirigieran representaciones al rey suplicándole consolara a los madrileños regresando ya a la corte, y que revocara las concesiones hechas a los sediciosos en momentos de turbación. Difícil parecía la empresa, pero todo supo vencerlo la maña y la habilidad de el de Aranda, y en esto se vio bien el influjo de su popularidad. Nada tenía de extraño que a su insinuación representara en aquel sentido, como lo hizo, el Cuerpo de la Nobleza, pero solo él podía haber logrado que corporaciones populares y de otra índole, tales como la de los Cinco Gremios mayores, la de los Gremios menores, y el Ayuntamiento mismo escribieran y entregaran a Aranda exposiciones en que se acriminaba los excesos cometidos por la plebe, y en que se rogaba al rey su vuelta a la corte para consuelo y alegría de un pueblo que ansiaba la presencia del mas benéfico de los soberanos{11}. Todas estas representaciones fueron pasadas en consulta al Consejo de Castilla, el cual conformándose con las alegaciones de sus fiscales calificó en su informe la reunión popular y tumultuaria de Madrid en los tres días de marzo de nula, ilícita, insólita, defectuosa, oscura, violenta, de pernicioso ejemplo, obstinada, ilegal e irreverente, deteniéndose en la explicación y demostración de cada una de estas calificaciones; y concluía por opinar que las corporaciones representantes estaban en su derecho pidiendo la revocación de las gracias concedidas por el rey a los tumultuados, pero no así en pedir la derogación del indulto, porque esto parecía ofender la clemencia real. Carlos se conformó en todo con la consulta del Consejo{12}.

Era de esperar, y así sucedió, que la derogación de las gracias concedidas durante el motín desazonara a la multitud que en él había tomado parte, y así fue que aunque materialmente no se volvió a alterar la tranquilidad, continuaron los papeles subversivos, y advertíanse otros síntomas que obligaron al presidente del Consejo a tomar precauciones y dictar providencias para evitar nuevos trastornos. Por algunas de estas medidas, encaminadas a privar del fuero a los eclesiásticos que se mezclaran en tumultos y desórdenes populares, y a prohibir las imprentas que había en lugares que gozaban de inmunidad, podíase ya vislumbrar hacia qué clase se enderezaban las sospechas de haber promovido el motín y de mantener la inquietud, y cuál era la que había de sufrir el rigor de otras más severas medidas, si llegaba el caso de tomarlas{13}. Sin embargo no se movió nadie, y tanto, que habiendo los guardias walones, antes expulsados por el odio y por la exigencia del pueblo, vuelto a Madrid (6 de julio) en virtud de la provisión real, observose que anduvieron sueltos y libres por la población sin que nadie los ofendiera ni de obra ni de palabra, y como si se hubieran extinguido las anteriores antipatías.

Había por lo tanto esperanzas de que estando sosegada la capital, vindicada la dignidad regia, el pueblo tan descontento de la larga ausencia del rey, y pasada ya la estación de la jornada de Aranjuez, se trasladaría el soberano a la corte, como las corporaciones se lo habían suplicado, y como lo anhelaba ya todo el mundo. Por lo mismo se supo con tanto disgusto como sorpresa que repentinamente y sin tocar sino en las afueras de Madrid había pasado Carlos del real sitio de Aranjuez al de San Ildefonso. Verdad es que se cohonestó este paso, que de otro modo se habría tomado como manifiesto desaire, con el fallecimiento de la reina madre Isabel Farnesio acaecido en la Granja (10 de julio, 1766), motivo que ostensiblemente aparecía justo, pero que en realidad no bastó a tranquilizar los ánimos, ni menos a disipar la sospecha de que no fuese el solo que había influido en tan precipitado viaje{14}.

Así se iba difiriendo el momento apetecido por todos de ver restablecida la misma confianza que desde los sucesos de marzo había cesado de reinar entre el soberano y el pueblo. Entretanto el conde de Aranda no cesaba de trabajar en su buena obra de alejar suave y prudentemente todo lo que podía prolongar el enojo del monarca, y de conseguir con la persuasiva y la blandura lo que no había sido posible recabar con el rigor y con la fuerza. Propúsose pues el de Aranda hacer variar el traje español, motivo o pretexto principal del pasado motín contra Esquilache. Al efecto aconsejó y rogó a los altos funcionarios, a los grandes y a otras personas distinguidas, que dieran ejemplo adoptando la capa corta y el sombrero de tres picos, lo cual consiguió sin esfuerzo. Para ir después popularizando el uso de aquella vestimenta persuadió a los representantes de los Cinco Gremios mayores a que le dieran también gusto en cosa que les costaba poco y con que podían agradar mucho al rey. Cuando vio que tales personas y corporaciones le complacían sin gran repugnancia, calculó que podía extenderse ya sin grave riesgo la reforma, y convocando a su casa los representantes de los cincuenta y tres Gremios menores (16 de octubre, 1766), expúsoles, mas en tono de amigo que exhorta que con ceño de autoridad que preceptúa, el gusto con que vería que amonestaran a los de sus gremios respectivos, a que adoptaran el traje prescrito en el bando pendiente, con lo cual acabaría de desaparecer todo recuerdo de los pasados disturbios propio a mantener la disidencia entre el rey y el pueblo. Complacidos, y hasta encantados aquellos representantes de las clases populares de la manera favorable y digna como les habló tan elevado magistrado, ofreciéronle darle gusto, y lo cumplieron así, llamando en los días festivos a sus representados, e induciéndolos a que aceptaran la reforma del traje, como en efecto lo fueron ejecutando también. De modo que el conde de Aranda con su hábil y prudente política logró por la persuasión ver realizado antes del año lo que mandado por el rey y su primer ministro solo había producido una conmoción que pudo conducir a un grave trastorno{15}.

Mudaron pues completamente de aspecto, merced a su maña y prestigio, las cosas de la capital. En provincias el auto acordado por el cual se abolían las rebajas y revocaban los indultos tampoco encontró resistencia. De la parte que en este buen efecto correspondió al aura popular del conde de Aranda da testimonio la representación con que a poco de su nombramiento para la presidencia de Castilla le felicitaron los labradores de Zaragoza, la población en que había tomado formas más imponentes el alboroto. A algunas otras ciudades fueron enviados comisarios regios. Ninguna volvió a tumultuarse, y la provincia de Guipúzcoa había recobrado su habitual reposo. Así fue que viendo Carlos III restablecida y al parecer asegurada la tranquilidad en todas partes, y cambiado el espíritu general del pueblo, no tuvo ya reparo, terminadas las dos jornadas de la Granja y el Escorial, en regresar a la corte, bien que entrado ya el invierno (1.º de diciembre). Ciertamente no tuvo motivos para arrepentirse de su resolución, sino muchos para alegrarse y regocijarse al ver las demostraciones de júbilo con que la muchedumbre celebraba su ansiada presencia{16}, al cabo de más de ocho meses de alejamiento. Causole además grata sensación la novedad de encontrar sus madrileños sin las capas largas y los sombreros gachos, y de ver que el antes tan repugnado sombrero de tres picos era el que ahora se echaba al aire para saludar y victorear a su soberano.

Si en todos tiempos suele adoptarse como máxima de conveniencia política tener entretenido al pueblo, en esta ocasión lo era sin duda, y por conocerlo así, solo habían estado un mes suspensas las corridas de toros por el luto de la muerte de Isabel Farnesio. Ahora se abrieron los teatros, en cuyos espectáculos sabemos que alternaban hacía ya tiempo con los cómicos españoles músicos italianos y bailarines y bailarinas francesas. Hasta bailes de máscaras se dieron en los dos coliseos en la temporada del Carnaval (1767) con insólita concurrencia, sin que la circunstancia del disfraz que tanto puede prestarse al abuso y al exceso infundiera temor de que se turbara otra vez el sosiego público, y sin que las austeridades del Santo Oficio alcanzaran a impedir este género de diversión: doble prueba de lo que este tribunal iba decayendo, y de lo afianzado que se consideraba ya el orden. Cierto que había contribuido también a ello la fortuna de haberse logrado una buena cosecha el año anterior, con que cesó en gran parte el pretexto de la carestía que había servido a los agitadores para conmover y preparar las masas a los tumultos.

No faltaron sin embargo perturbadores que al cumplirse el aniversario del motín contra Esquilache tentaron alarmar y sublevar la plebe de Madrid, difundiendo la voz de que se estaba encarcelando algunos hombres solo por llevar patilla, y de que se iba a mandar cortar el pelo a las mujeres que lo llevaban en forma de rodete, y a hacerles quitar las agujas de la cabeza y las hebillas del calzado. Por absurdas e infundadas que sean voces de esta especie, nunca falta en el vulgo gente crédula que las acoja, y cierta alteración se hizo sentir entre las mujeres de las plazuelas y mercados. A desmentir el falso rumor que había cundido salieron los alcaldes de corte y barrio, y con esto y algunas patrullas de caballería que recorrieron las calles, fue bastante para que el murmullo se disipara, y desde entonces no se volvieron a observar síntomas que pudieran infundir temor de que se turbara de nuevo el sosiego público.

Tal fue el término que en lo material tuvieron el motín de Madrid y los alborotos de provincias en el año 1766. Decimos en lo material, porque en cuanto a las consecuencias políticas, húbolas todavía, y muy graves, que se enlazan con importantes sucesos en cuya relación vamos a entrar.




{1} Manuscrito, tomo de Varios de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, E. 87.– Relación individual y verídica del suceso acontecido en la ciudad de Zaragoza, &c. Por don Tomás Sebastián de Latre, vista y aprobada por el Real Acuerdo de este reino. Impresa en Zaragoza el mismo año de 1766.

{2} El texto de este bando se halla también en los dos documentos arriba citados.

{3} Motín de Zaragoza, MS. El padre Garcés, provincial de la orden de Santo Domingo, era un sujeto muy estimado en Zaragoza, y algunos amotinados le habían llevado a palacio, atribuyéndole en su consecuencia el bando del capitán general rebajando los comestibles y poniendo el trigo al precio de tasa.

{4} Real orden de 17 de abril, 1766.– Así la noticia de estos hechos, como la carta de Domezain, la real orden citada, y la de indulto, se hallan en la «Relación individual y verídica, &c.» impresa, y en el MS. antes mencionado de la Academia de la Historia, E. 87.

{5} Motines de provincias, MS. de la Academia, tomo de Varios, E. 87. Parte oficial de los sucesos de Barcelona.

{6} «Relación del modo con que disipó por medio de sus vecinos la villa de Vergara, en la provincia de Guipúzcoa, la sedición de los de Elgóibar y otros de su inmediación.» Impresa de orden del Consejo en 1776.– MS. de la Real Academia de la Historia, E. 87.

{7} Autos acordados y bandos de 5 y 16 de mayo, 16 de setiembre y 24 de diciembre de 1766.– Sánchez, Colección de Pragmáticas, cédulas, &c.– Colección de Cédulas Reales de 1726 a 1777: de la Real Academia de la Historia, tomo I, fol.

{8} Fernán Núñez, Compendio, cap. 2.º.– Instrucción que deben observar los alcaldes de barrio, &c. Colección de Reales cédulas y autos acordados.

{9} «Y habiendo examinado (decía) esta materia con la reflexión que el caso pide, y teniendo presente lo expuesto sobre ella por los señores fiscales, y la necesidad de desengañar a la plebe, para que no caiga en excesos tan sediciosos fiada en indultos y perdones que nada le aprovechan; Declararon por nulas e inválidas las bajas hechas, &c.»

{10} Auto acordado de 5 de mayo, 1766.– Instrucción que se debe observar en la elección de diputados y Personero del Común, y en el uso y prerrogativas de estos oficios, que se forma de orden del Consejo para la resolución de las dudas ocurrentes con presencia de las que hasta aquí se han decidido. Fecha 26 de junio.– Colección de cédulas reales.

{11} Representaciones de 28 de mayo, 1, 2, 3, y 6 de junio, 1766.

{12} Consulta del Consejo de Castilla, y real provisión expedida en su consecuencia, junio, 1766.

{13} Real Cédula de 18 de setiembre sobre que los eclesiásticos seculares y regulares se abstengan de declamaciones y murmuraciones contra el gobierno.

Además de las providencias que aquí indicamos, la prisión del arcediano Gándara que mencionamos ya en el otro capítulo, la del padre Isidro López, procurador de los jesuitas de la provincia de Castilla, la del abate don Lorenzo Hermoso, la del marqués de Valdeflores, y sus destierros, significaban ya bien hacia donde soplaba el aire de la sospecha y hacia dónde habría de correr el viento de la persecución.

{14} Gacetas de Madrid de 19 y 26 de julio de 1766.

{15} Añaden algunos que para hacer en cierto modo odioso al pueblo el traje antiguo se mandó que el verdugo y sus ayudantes usaran el sombrero chambergo y la capa larga.

{16} Gaceta de Madrid, de 6 de diciembre de 1766.