Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VIII ❦ Reinado de Carlos III
Capítulo VI
Expulsión y extrañamiento de los jesuitas
1767
Misterioso sigilo y pavoroso aparato con que se ejecutó la expulsión en Madrid.– Circunstancias del suceso.– Los jesuitas de Madrid son trasportados a Leganés, y de allí a Cartagena.– Cómo se hizo simultáneamente la expulsión de todas las casas y colegios del reino.– Pliego cerrado a los alcaldes.– Real decreto de expulsión y extrañamiento.– Cajas de depósitos, y puntos de embarque.– Principal inculpación que se hacía a los jesuitas.– Expediente de pesquisa.– Consejo extraordinario.– Célebre consulta de 29 de enero de 1767.– Resolución del rey.– Comisión del conde de Aranda.– Carta de Carlos III al papa sobre la expulsión de los jesuitas.– Notable respuesta del pontífice.– Célebre consulta del Consejo sobre el breve pontificio.– Contestación del rey al papa y tenor de la consulta.– Son embarcados y trasportados los jesuitas a los Estados Pontificios.– Niégase Clemente XIII a admitirlos en sus Estados.– A instancia de Carlos III los reciben los genoveses en la isla de Córcega.– Consiéntelos luego el papa en sus dominios.– Severidad que empleó el rey con los expulsos.– Severísimas penas contra los que volvieran a España.– Otras disposiciones sobre jesuitas.– Aplicación y destino que se dio a los bienes de la Compañía.– Creación de seminarios conciliares.– Casas de corrección para clérigos.– Ídem de pensión y enseñanza para niños y niñas.– Hospitales, hospicios e inclusas.– Reales cédulas sobre supresión de cátedras de la escuela jesuítica.
Notable fue el año que siguió al motín de Madrid, por el ruidoso suceso que expresa el epígrafe de este capítulo; la supresión repentina de la orden religiosa de la Compañía de Jesús en todos los dominios españoles, y la expulsión y extrañamiento simultáneo de todos sus individuos. Sobre este importante acontecimiento han sido emitidos muy diferentes y aun opuestos juicios, así por los escritores coetáneos del suceso, como por nuestros mismos contemporáneos. A su tiempo fijaremos el nuestro. Y para que nuestros lectores puedan hacerlo también con conocimiento de causa, y para la mayor claridad y el mejor orden histórico, vamos a referir en el presente capítulo, como simples narradores, las circunstancias del hecho, dejando para el siguiente la exposición de los antecedentes que le prepararon, y prepararon, y de las causas a que se atribuyó tan trascendental como inesperada providencia.
En la noche del 31 de marzo al 1.º de abril de 1767, a más de las doce de ella, cuando todo era silencio y sosiego en la capital de España, los alcaldes de corte, vestidos de toga, acompañados de los correspondientes ministros de justicia, y seguido cada uno de una fuerte escolta de tropa, se encaminaban por distintas calles a las seis casas que tenían en Madrid los padres de la Compañía, a saber, el Colegio Imperial, el Noviciado, la Casa Profesa, el Seminario de Nobles, el de Escoceses y el de San Jorge. Llegado que hubieron a cada una de ellas, llamaron, e intimaron al portero que avisase al rector que tenían que hablarle de orden del rey. Presentado el rector de cada casa al respectivo magistrado (porque esto acontecía simultáneamente en todos los colegios), mandole que hiciese despertar y levantar la comunidad, y que se reunieran en la sala capitular todos los individuos{1}. Entretanto pusiéronse centinelas dobles a la puerta de la calle y a la del campanario, con orden expresa y rigurosa de no permitir comunicación alguna por aquella, ni dejar subir por ésta a tocar las campanas, y de arrestar al que lo intentase, fuese religioso o seglar. Igual precaución se tomó en todas las puertas de cada colegio que comunicaban a la calle. Un oficial de justicia acompañaba al portero que despertaba a los padres y hermanos, y el alcalde quedaba a la vista del rector. Reunidos todos los religiosos en el paraje designado, se les notificó el real decreto por el cual se disponía que todos los individuos de la orden religiosa denominada de la Compañía de Jesús, fuesen extrañados de los dominios de la corona. En su virtud se les previno que recogiese cada uno sus libros de rezo, la ropa de su uso, el chocolate, tabaco y dinero que fuese de su pertenencia personal, expresando y declarando la cantidad ante el ministro de la comisión, pero no los demás libros y papeles, los cuales habían de quedar inventariados y embargados, para cuya operación se destinaron oficiales que iban cerrando las puertas y poniendo a la llave de cada una su número y su nombre.
Verificado todo esto, mandóseles salir a la calle, donde se hallaban ya prontos los carruajes que los habían de trasportar. Sin detención fueron colocados cuatro en cada coche y dos en cada calesa, y unos tras otros, y con solo la necesaria separación, custodiados por escoltas de caballería, partieron camino de Getafe, donde de antemano se habían preparado alojamientos como para doscientas personas. Esperábalos allí ya un comisionado, encargado de conducirlos hasta Cartagena, donde serían embarcados para los Estados Pontificios. Este comisionado, que lo fue don Juan Acedo Rico, con arreglo a las instrucciones que tenía, solo les permitió descansar un día en Getafe. Al día siguiente, divididos los religiosos en dos tandas iguales, cada una de las cuales nombró un superior para que se entendiera en todo con el director del viaje, salieron para Cartagena escoltados por dos partidas de caballería, precediendo medio día la una a la otra, de forma que donde la una comía la otra pernoctaba, y así progresivamente, adelantándose siempre cuatro soldados y un cabo para preparar los alojamientos y subsistencias. La instrucción contenía otras semejantes prevenciones, entre las cuales no se olvidó lo que había de hacerse con los que pudieran caer enfermos en el camino, y cómo habían de ser después incorporados con seguridad a los otros{2}. En Cartagena había ya otro comisionado encargado de trasportarlos por mar a su destino.
Al mismo tiempo que en Madrid, con la misma reserva y misterio, con las propias o semejantes precauciones y formalidades, y con diferencia de un día, se ejecutaba la expulsión de los jesuitas de todas las casas profesas que tenían en el reino{3}. Para asegurar el buen éxito de este golpe de Estado, de cuya ejecución, desde su principio hasta su complemento, se encargó el presidente del Consejo de Castilla, conde de Aranda, y para que no pudiera traslucirse el secreto con que se propusieron conducir este negocio, se pasó la siguiente comunicación a todos los jueces ordinarios de los pueblos en que existían casas de jesuitas:
«Incluyo a vd. el pliego adjunto, que no abrirá hasta el día 2 de abril; y enterado entonces de su contenido, dará cumplimiento a las órdenes que comprende.
»Debo advertir a vd. que a nadie ha de comunicar el recibo de ésta, ni del pliego reservado para el día determinado que llevo dicho: en inteligencia de que si ahora de pronto, ni después de haberlo abierto a su debido tiempo, resultare haberse traslucido antes del día señalado, por descuido o facilidad de vd., que existiese en su poder semejante pliego con limitación de término para su uso, será vd. tratado como quien falta a la reserva de su oficio y es poco atento a los encargos del Rey, mediando su real servicio; pues previniéndose a vd. con esta precisión el secreto, prudencia y disimulo que corresponde, y faltando a tan debida obligación, no será tolerable su infracción.
»A vuelta de correo me responderá vd. contestándome el recibo del pliego, citando la fecha de esta mi carta, y prometiéndome la observancia de lo expresado, por convenir así al real servicio. Dios, &c. Madrid, 20 de marzo de 1767.– El conde de Aranda.– Señor don N…»
Nada puede informarnos mejor del modo como se ejecutó la expulsión en todos los colegios del reino que el texto de la Instrucción que acompañaba al pliego reservado, a la cual se ajustaron estrictamente los jueces encargados de su cumplimiento. Conviene además que nuestros lectores conozcan este documento importantísimo, sobre el cual se han hecho, acaso por no conocerle bien, muchos y muy apasionados comentarios.
I. Abierta esta instrucción cerrada y secreta en la víspera del día asignado para su cumplimiento, el ejecutor se enterará bien de ella con reflexión de sus capítulos; y disimuladamente echará mano de la tropa presente o inmediata, o en su defecto se reforzará de otros auxilios de su satisfacción; procediendo con presencia de ánimo, frescura y precaución, tomando desde antes del día las avenidas del colegio o colegios: para lo cual él mismo, por el día antecedente, procurará enterarse en persona de su situación interior y exterior; porque este conocimiento práctico le facilitará el modo de impedir que nadie entre y salga sin su conocimiento y noticia.
II. No revelará sus fines a persona alguna, hasta que por la mañana temprano, antes de abrirse las puertas del colegio a la hora regular, se anticipe con algún pretexto, distribuyendo las órdenes, para que su tropa o auxilio tome por el lado de adentro las avenidas; porque no dará lugar a que se abran las puertas del templo, pues éste debe quedar cerrado todo el día y los siguientes, mientras los jesuitas se mantengan dentro del colegio.
III. La primera diligencia será que se junte la comunidad, sin exceptuar ni al hermano cocinero, requiriendo para ello antes al superior en nombre de S. M., haciéndose al toque de la campana interior privada, de que se valen para los actos de comunidad; y en esta forma, presenciándolo el escribano actuante con testigos seculares abonados, leerá el Real Decreto de Extrañamiento y ocupación de temporalidades, expresando en la diligencia los nombres y clases de todos los jesuitas concurrentes.
IV. Les impondrá que se mantengan en su sala capitular, y se actuará de cuáles sean moradores de la casa, o transeúntes que hubiere, y colegios a que pertenezcan; tomando noticia de los nombres y destinos de los seculares de servidumbre que habiten dentro de ella, o concurran solamente entre día, para no dejar salir los unos, ni entrar los otros en el colegio sin gravísima causa.
V. Si hubiere algún jesuita fuera del colegio en otro pueblo, o paraje no distante, requerirá al superior, que lo envíe a llamar, para que se restituya instantáneamente sin otra expresión; dando la carta abierta al ejecutor, quien la dirigirá por persona segura, que nada revele de las diligencias, sin pérdida de tiempo.
VI. Hecha la intimación, procederá sucesivamente en compañía de los padres superior y procurador de la casa a la judicial ocupación de archivos, papeles de toda especie, biblioteca común, libros y escritorios de aposentos; distinguiendo los que pertenecen a cada jesuita, juntándolos en uno o más lugares; y entregándose de las llaves el juez de comisión.
VII. Consecutivamente proseguirá el secuestro con particular vigilancia; y habiendo pedido de antemano las llaves con precaución, ocupará todos los caudales y demás efectos de importancia, que allí haya, por cualquiera título de renta o depósito.
VIII. Las alhajas de sacristía e iglesia bastará se encierren, para que se inventaríen a su tiempo con asistencia del procurador de la casa, que no ha de ser incluido en la remesa general, e intervención del provisor, vicario eclesiástico o cura del pueblo en falta de juez eclesiástico, tratándose con el respeto y decencia que requieren, especialmente los vasos sagrados: de modo que no haya irreverencia, ni el menor acto irreligioso, firmando la diligencia el eclesiástico y procurador junto con el comisionado.
IX. Ha de tenerse particularísima atención, para que no obstante la priesa y multitud de tantas instantáneas y eficaces diligencias judiciales, no falte en manera alguna la más cómoda y puntual asistencia de los religiosos, aun mayor que la ordinaria, si fuese posible: como de que se recojan a descansar a sus regulares horas, reuniendo las camas en parajes convenientes, para que no estén muy dispersos.
X. En los noviciados (o casas en que hubiere algún novicio por casualidad), se han de separar inmediatamente los que no hubiesen hecho todavía sus votos religiosos, para que desde el instante no comuniquen con los demás, trasladándolos a casa particular, donde con plena libertad y conocimiento de la perpetua expatriación, que se impone a los individuos de su orden, puedan tomar el partido a que su inclinación los indujese. A estos novicios se les debe asistir de cuenta de la Real Hacienda mientras se resolviesen, según la explicación de cada uno, que ha de resultar por diligencia, firmada de su nombre y puño, para incorporarlo, si quiere seguir, o ponerlo a su tiempo en libertad con sus vestidos de seglar al que tome este último partido, sin permitir el comisionado sugestiones, para que abrace el uno u el otro extremo, por quedar del todo al único y libre arbitrio del interesado: bien entendido, que no se les asignará pensión vitalicia, por hallarse en tiempo de restituirse al siglo, o trasladarse a otro orden religioso, con conocimiento de quedar expatriados para siempre.
XI. Dentro de veinticuatro horas, contadas desde la intimación del extrañamiento o cuanto más antes, se han de encaminar en derechura desde cada colegio los jesuitas a los depósitos interinos, o casas que irán señaladas, buscándose el carruaje necesario en el pueblo o sus inmediaciones.
XII. Con esta atención se destinan las Casas-Generales o parajes de reunión siguientes:
De Mallorca…… | En Palma. |
De Cataluña…… | En Tarragona. |
De Aragón…… | En Teruel. |
De Valencia…… | En Segorbe. |
De Navarra y Guipúzcoa…… | En San Sebastián. |
De Rioja y Vizcaya…… | En Bilbao. |
De Castilla la Vieja…… | En Burgos. |
De Asturias…… | En Gijón. |
De Galicia…… | En la Coruña. |
De Extremadura…… | En Fregenal a la raya de Andalucía. |
De los reinos de Córdoba, Jaén y Sevilla…… | En Jerez de la Frontera. |
De Granada…… | En Málaga. |
De Castilla la Nueva…… | En Cartagena. |
De Canarias…… | En Santa Cruz de Tenerife, o donde estime el comandante general. |
XIII. Su conducción se pondrá al cargo de personas prudentes, y escolta de tropa o paisanos, que los acompañe desde su salida hasta el arribo a su respectiva casa, pidiendo a las justicias de todos los tránsitos los auxilios que necesitaren, y dándolos éstas sin demora; para lo que se hará uso de mi pasaporte.
XIV. Evitarán con sumo cuidado los encargados de la conducción el menor insulto a los religiosos, y requerirán a las justicias para el castigo de los que en esto se excedieren; pues aunque extrañados, se han de considerar bajo la protección de S. M. obedeciendo ellos exactamente dentro de sus reales dominios o bajeles.
XV. Se les entregará para el uso de sus personas toda su ropa y mudas usuales que acostumbran, sin disminución; sus cajas, pañuelos, tabaco, chocolate y utensilios de esta naturaleza; los breviarios, diurnos y libros portátiles de oraciones para sus actos devotos.
XVI. Desde dichos depósitos, que no sean marítimos, se sigue la remisión a su embarco, los cuales se fijan de esta manera:
XVII. De Segorbe y Teruel se dirigirán a Tarragona; y de esta ciudad podrán transferirse los jesuitas de aquel depósito al puerto de Salou, luego que en él se hayan aprontado los bastimentos de su conducción, por estar muy cercano.
XVIII. De Burgos se deberán trasladar los reunidos allí al puerto de Santander, en cuya ciudad hay colegio; y sus individuos se incluirán con los demás de Castilla.
XIX. De Fregenal se dirigirán los de Extremadura a Jerez de la Frontera, y serán conducidos con los demás, que de Andalucía se congregasen en el propio paraje, al Puerto de Santa María, luego que se halle pronto el embarco.
XX. Cada una de las casas interiores ha de quedar bajo de un especial comisionado, que particularmente deputaré, para atender a los religiosos hasta su salida del reino por mar, y mantenerlos entretanto sin comunicación externa por escrito, o de palabra; la cual se entenderá privada desde el momento en que empiecen las primeras diligencias; y así se les intimará desde luego por el ejecutor respectivo de cada colegio, pues la menor transgresión en esta parte, que no es creíble, se escarmentará ejemplarísimamente.
XXI. A los puertos respectivos destinados al embarcadero irán las embarcaciones suficientes con las órdenes ulteriores; y recogerá el comisionado particular recibos individuales de los patrones, con lista expresiva de todos los jesuitas embarcados; sus nombres, patrias y clases de primera, segunda profesión, o cuarto voto; como de los legos que los acompañen igualmente.
XXII. Previénese que el procurador de cada colegio debe quedar por el término de dos meses en el respectivo pueblo, alojado en casa de otra religión; y en su defecto en secular de la confianza del ejecutor, para responder y aclarar exactamente, bajo de deposiciones formales, cuanto se le preguntare tocante a sus haciendas, papeles, ajuste de cuentas, caudales y régimen interior, lo cual evacuado se le aviará al embarcadero que se le señale, para que solo o con otros sea conducido al destino de sus hermanos.
XXIII. Igual detención se debe hacer de los procuradores generales de las provincias de España e Indias por el mismo término, y con el propio objeto y calidad de seguir a los demás.
XXIV. Puede haber viejos de edad muy crecida o enfermos que no sea posible remover en el momento; y respecto a ellos, sin admitir fraude ni colusión, se esperará hasta tiempo más benigno, o a que su enfermedad se decida.
XXV. También puede haber uno u otro, que por orden particular mía se mande detener, para evacuar alguna diligencia o declaración judicial, y si la hubiere, se arreglará a ella el ejecutor; pero en virtud de ninguna otra, sea la que fuere, se suspenderá la salida de algún jesuita, por tenerme S. M. privativamente encargado de la ejecución, e instruido de su real voluntad.
XXVI. Previénese por regla general que los procuradores ancianos, enfermos o detenidos en la conformidad que va expresada en los artículos antecedentes, deberán trasladarse a conventos de orden, que no siga la escuela de la Compañía, y sean los más cercanos: permaneciendo sin comunicación externa a disposición del gobierno, para los fines expresados; cuidando de ello el juez ejecutor muy particularmente, y recomendándolo al superior del respectivo convento, para que de su parte contribuya al mismo fin: a que sus religiosos no tengan tampoco trato con los jesuitas detenidos, y a que se asistan con toda la caridad religiosa, en el seguro de que por S. M. se abonarán las expensas de lo gastado en su permanencia.
XXVII. A los jesuitas franceses que están en colegios o casas particulares, con cualquier destino que sea, se les conducirá en la forma misma que a los demás jesuitas; como a los que estén en palacio, seminarios, escuelas seculares o militares, granjas u otra ocupación sin la menor distinción.
XXVIII. En los pueblos que hubiese casas de seminarios de educación, se proveerá en el mismo instante a substituir los directores y maestros jesuitas con eclesiásticos seculares que no sean de su doctrina, entretanto que con más conocimiento se providencie su régimen: y se procurará que por dichos substitutos se continúen las escuelas de los seminaristas: y en cuanto a los maestros seglares, no se hará novedad con ellos en sus respectivas enseñanzas.
XXIX. Toda esta instrucción providencial se observará a la letra por los jueces ejecutores o comisionados, a quienes quedará arbitrio para suplir, según su prudencia, lo que se haya omitido, y pidan las circunstancias menores del día; pero nada podrán alterar de lo sustancial, ni ensanchar su condescendencia, para frustrar en el más mínimo ápice el espíritu de lo que se manda: que se reduce a la prudente y pronta expulsión de los jesuitas; resguardo de sus efectos; tranquila, decente y segura conducción de sus personas a las casas y embarcaderos, tratándolos con alivio y caridad, e impidiéndoles toda comunicación externa de escrito o de palabra; sin distinción alguna de clase ni personas; puntualizando bien las diligencias, para que de su inspección resulte el acierto y celoso amor al real servicio con que se haya practicado; avisándome sucesivamente, según se vaya adelantando. Que es lo que debo prevenir conforme a las órdenes de S. M. con que me hallo, para que cada uno en su distrito y caso se arregle puntualmente a su tenor, sin contravenir a él en manera alguna. Madrid 1.º de marzo de 1767.– El conde de Aranda.{4}
Si bien la operación se hizo a tan altas horas de la noche y con el sigilo que hemos indicado, en muchas poblaciones no pudo dejar de advertirse por el movimiento de tropas y por la concurrencia de los ejecutores y sus auxiliares que se tomaba alguna providencia seria con los religiosos de la Compañía; mas no pudo saberse cuál era hasta el día siguiente, en que se publicó el real decreto de expulsión y extrañamiento, comunicado ya también reservadamente a los tribunales superiores de las provincias para que se hiciese saber a toda la nación a un tiempo y en un día determinado. La letra de la Pragmática-Sanción, decía así:
Don Carlos, por la gracia de Dios, rey de Castilla, &c.
Sabed: Que habiéndome conformado con el parecer de los de mi Consejo Real en el extraordinario, que se celebra con motivo de las resultas de las ocurrencias pasadas, en consulta de 29 de enero próximo; y de lo que sobre ella, conviniendo en el mismo dictamen, me han expuesto personas del más elevado carácter y acreditada experiencia: estimulado de gravísimas causas, relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias, que reservo en mi real ánimo: usando de la suprema autoridad económica, que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto de mi corona: he venido en mandar extrañar de todos mis dominios de España, e Indias, e Islas Filipinas y demás adyacentes a los regulares de la Compañía, así sacerdotes como coadjutores o legos que hayan hecho la primera profesión, y a los novicios que quisieren seguirles; y que se ocupen todas las temporalidades de la Compañía en mis dominios; y para su ejecución uniforme en todos ellos, he dado plena y privativa comisión, y autoridad por otro mi real decreto de 27 de febrero al conde de Aranda, presidente de mi Consejo, con facultad de proceder desde luego a tomar las providencias correspondientes.
Por algunas expresiones de la Pragmática se revelaban ya perfectamente varias de las causas de tan sorprendente medida. Expresamente se deducía ser una de ellas, la que figuraba en primer término, además de otras «urgentes, justas y necesarias que reservaba en su real ánimo,» el resultado de un expediente de pesquisa formado con motivo de las ocurrencias pasadas, es decir, de los anteriores motines, y del dictamen del Consejo extraordinario que en él había entendido. Cierta o no la culpabilidad de los jesuitas en los pasados trastornos, desprendíase abiertamente de las palabras de la Pragmática que a ellos les eran atribuidos, y que el rey tomaba aquella medida «por la obligación en que se hallaba constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia sus pueblos.» Fuerza es pues conocer cómo fue conducido este gravísimo negocio hasta el acto de la expulsión.
Sospechándose que así el motín de Madrid como los de provincias habían sido dirigidos y aún movidos por manos ocultas, y no legas, mandó el rey que se procediera a la pesquisa secreta acerca del origen que hubieran podido tener, tanto los desórdenes como las sátiras y pasquines que por algún tiempo siguieron apareciendo (abril, 1766). Encomendó esta averiguación al conde de Aranda, en unión con otro consejero de Castilla, que lo fue don Miguel María de Nava, y el fiscal del mismo Consejo don Pedro Rodríguez Campomanes. A propuesta y consulta de este primer tribunal (8 de junio, 1766) se agregaron otros dos consejeros de Castilla, que lo fueron don Pedro Ric y Egea, y don Luis del Valle Salazar, y de todos juntos se formó una Sala especial o Consejo extraordinario, que se reunía en casa del presidente, conde de Aranda. Desde las primeras consultas de este Consejo se advertía ya visiblemente que por resultado, más o menos lógico y genuino, de las averiguaciones y pesquisas, se sospechaba o suponía instigadores de los movimientos a los eclesiásticos, y más principalmente a una corporación religiosa, que el fiscal Campomanes calificaba ya de «cuerpo peligroso, que intenta en todas partes sojuzgar al Trono, y que todo lo cree lícito para alcanzar sus fines.» De aquí las reales cédulas, de que hicimos mención en el anterior capítulo, prohibiendo a los eclesiásticos mezclarse en cosas y negocios de gobierno, ni menos predicar de modo que pudieran turbar los ánimos, y sujetándolos al fuero común en delitos contra el orden público; de aquí aquellas prisiones de personas visibles y conocidas por adictas a la institución de San Ignacio, y todo aquello que nos movió a indicar que ya se entrevía hacia donde iba a soplar el viento de la persecución. El mismo espíritu se advertía en otra real orden prohibiendo las imprentas clandestinas, y las que ciertas comunidades tenían establecidas dentro de sus claustros, y de cuyos moldes se recelaba saliesen las sátiras y pasquines.
Habiendo pedido el de Aranda que se declarara hasta dónde se extendían las facultades de aquel Consejo extraordinario, respondiole el rey{5}, que las tenía para la sustanciación, conocimiento y determinación de la causa de la pesquisa secreta, pudiendo proceder a cuanto estimara necesario al fin que S. M. se había propuesto en ella. Aumentose después el Consejo con tres ministros más, que fueron don Andrés de Masaver y Vera, don Bernardo Caballero, y el conde de Villanueva, a quien por su ancianidad reemplazó luego don Pablo Colón de Larreategui. Y el 22 de octubre, por otro real decreto, mandó el rey que todos los ministros del Extraordinario juraran en manos del presidente guardar el más profundo secreto en todo lo relativo a la causa de la pesquisa reservada, de modo que por ningún motivo ni pretexto dejaran traslucir el objeto de sus actuaciones, ni nada de lo que tuviese relación con ellas, pues miraría toda contravención en este asunto como un delito de Estado de parte de personas en quienes había depositado toda su confianza. Esto explica el profundo secreto y misteriosa reserva con que desde el principio hasta el fin fue conducido y manejado este negocio.
Por último evacuó el Consejo extraordinario y elevó a la Majestad de Carlos III su célebre consulta de 29 de enero de 1767, proponiendo la extinción, extrañamiento y ocupación de las temporalidades de todos los jesuitas así del reino como de las posesiones ultramarinas de la corona de España. Para que diese su dictamen sobre esta consulta nombró el rey una junta compuesta de los consejeros de Estado duque de Alba y don Jaime Masonés de Lima, de fray Joaquín Eleta su confesor, y de los ministros Grimaldi, Múzquiz, Muniain y Roda, la cual se adhirió completamente a lo informado por el Extraordinario (20 de febrero), aconsejando al rey que se conformara con su sentencia y parecer, pues no podía dudarse de la solemnidad, justificación y arreglo en el procedimiento y sustanciación de la causa, e introduciendo algunas modificaciones acerca de la ejecución, como la de intervenir la autoridad eclesiástica en la ocupación de las temporalidades, la de comprender en la expulsión a los legos profesos, la de atenuar la pena de reos de lesa-majestad a los que se correspondieran con los expulsos, y algunas otras por este orden{6}. Todavía el rey quiso oír el parecer de otros varones autorizados y doctos, y muy principalmente del arzobispo de Manila, del obispo de Ávila, y del religioso agustino fray Manuel Pinillos, los cuales informaron también en conformidad con los anteriores dictámenes.
Fortalecido Carlos III con tan uniformes consultas y respuestas, resolviose a expedir la célebre Pragmática-Sanción de 27 de febrero de 1767 para la expulsión y extrañamiento de todos los jesuitas de sus dominios, en los términos que conocen ya nuestros lectores. Encomendó su ejecución al presidente del Consejo conde de Aranda, revistiéndole al efecto de amplias facultades, y encargando a todas las autoridades del reino que obedeciesen con exactitud sus órdenes. El de Aranda, que fue el que fijó, y luego adelantó el día en que había de darse el golpe, preparó las cosas con una habilidad y con una reserva admirables. A dos dependientes suyos de quienes se valió para extender las órdenes les hizo jurar que guardarían el más impenetrable secreto. A los que habían de ponerlas en letra de molde en la imprenta Real los aisló e incomunicó con todos, y los hizo trabajar a puerta cerrada. Teniendo que dictarse providencias por el ministerio de Marina para que estuviesen preparados y provistos los buques que habrían de trasportar los expulsos, hízolo de modo, so color de servicio de guerra, que ni el mismo ministro de Marina se apercibió del verdadero objeto de la medida para la cual dio sus órdenes. Mas el nuncio Pallavicini había llegado a entrever algo de lo que se trataba, y como tuviese relaciones de parentesco con el ministro Grimaldi, dirigiose a él privada y confidencialmente para que le manifestase si se proyectaba algo contra los jesuitas. El ministro su primo le contestó que no, y el nuncio lo escribió así a la corte de Roma. Esto era el 31 de marzo. Precisamente aquella noche se verificó la expulsión de los de Madrid: a la mañana siguiente, cuando lo supo Pallavicini, se sorprendió y afectó tanto, que de sus resultas enfermó y estuvo a las puertas de la muerte. ¡Tan impenetrable reserva se impusieron, y tan inviolablemente la guardaron todos los que intervinieron en este singular negocio!
El mismo día 31 de marzo comunicó Carlos III al papa Clemente XIII su resolución en los términos siguientes:
«Santísimo Padre.– No ignora V. Sd. que la principal obligación de un soberano es vivir velando sobre la conservación y tranquilidad de su Estado, decoro y paz interior de sus vasallos. Para cumplir yo, pues, con ella, me he visto en la urgente necesidad de resolver la pronta expulsión de todos mis reinos y dominios de todos los jesuitas que se hallaban en ellos establecidos, y enviarlos al Estado de la Iglesia bajo la inmediata, sabia y santa dirección de V. Sd. dignísimo Padre y maestro de todos los fieles. Caería en la inconsideración de gravar la cámara Apostólica, obligándola a consumirse para el mantenimiento de los padres jesuitas que tuvieron la suerte de nacer vasallos míos, si no hubiese dado, conforme lo he hecho, previa disposición para que se dé a cada uno durante su vida la consignación suficiente. En este supuesto, ruego a V. Sd. que mire esta mi resolución sencillamente como una indispensable providencia económica, tomada con previo maduro examen y profundísima meditación, que haciéndome V. Sd. justicia, echará sin duda (como se lo suplico) sobre ella, y sobre todas las acciones dirigidas del mismo modo al mayor honor y gloria de Dios, su santa y apostólica bendición.»
Acaso ni Carlos ni sus ministros esperaban que el pontífice contestara a esta carta tan severamente como lo hizo en la respuesta que con título de Breve le dirigió con fecha 16 del inmediato abril, y decía así:
«Entre todos los dolorosos infortunios que se han derramado sobre nosotros en estos nueve infelicísimos años de pontificado, el más sensible para nuestro paternal corazón es ciertamente el que nos anuncia la última carta de V. M., en la cual nos hace saber la resolución tomada de desterrar de sus dilatados reinos y estados a los religiosos de la Compañía. ¿También vos, hijo mío? ¿El rey católico Carlos III, que nos es tan amado, viene ahora a colmar el cáliz de nuestras aflicciones, a sumergir nuestra vejez en un mar de lágrimas y derribarla al sepulcro? ¿El religiosísimo, el piadosísimo rey de las Españas, es por fin aquel que debiendo emplear su brazo, aquel brazo poderoso que le ha dado Dios para proteger y ensanchar su culto, el honor de la Santa Iglesia y la salvación de las almas, le presta por el contrario a los enemigos de Dios y la Iglesia para arrancar de raíz un instituto tan útil y tan adicto a la misma Iglesia? ¿Querrá por ventura privar para siempre sus reinos y pueblos de tantos auxilios espirituales que felizmente han sacado de los insinuados religiosos de dos siglos a esta parte, ya en el culto, ya en cuanto contribuye a la perfección de tales auxilios, con sermones, catecismos, ejercicios, instrucciones de piedad y letras a la juventud? Señor: ¡he aquí que nos hallamos a vista de un tan gran desastre exhaustos de fuerzas! Pero lo que nos penetra todavía más profundamente, es el considerar que el sabio, el clementísimo Carlos III, cuya conciencia es tan delicada y tan puras las intenciones, que temía comprometer su salvación eterna permitiendo el menor daño al más ínfimo de sus vasallos, ahora, sin examinar su causa, sin guardar la forma de las leyes para la seguridad de lo perteneciente a todo ciudadano, sin tomarles declaración, sin oírlos, sin darles tiempo para defenderse, el mismo monarca haya creído poder exterminar absolutamente un cuerpo de eclesiásticos dedicados por voto al servicio de Dios y del pueblo, privándole de su reputación, de la patria y de los bienes que tenían, cuya posesión no es menos legítima que la adquisición. Este, señor, es un procedimiento muy prematuro. Si no puede hallarse justificado para con Dios, juez supremo de todas las criaturas, ¿de qué servirán las aprobaciones de los que fueron consultados, de cuantos han concurrido a la ejecución, el silencio de todos los otros vasallos, la resignación de los mismos que han sufrido golpe tan terrible? Por lo que a Nos toca, aunque experimentamos un dolor inexplicable por este suceso, confesamos que tememos y temblamos por la salvación del alma de V. M. que tanto amamos.
»Dice V. M. que se ha visto obligado a tomar esta resolución por la necesidad de mantener la paz y tranquilidad en sus Estados. V. M. acaso pretende hacernos creer que algunas turbulencias acaecidas en el gobierno de sus pueblos han sido movidas o fomentadas por algunos individuos de la Compañía. Cuando esto así fuese, señor, ¿por qué no castigar los culpados, sin hacer caer también la pena sobre los inocentes? Nos lo protestamos ante Dios y los hombres. El cuerpo, el instituto, el espíritu de la Compañía de Jesús es del todo inocente; no solo inocente, sino también pío, útil y santo, en su objeto, en sus leyes, en sus máximas. Por más esfuerzos que hayan hecho sus enemigos para probar lo contrario, no lo han conseguido para con las personas despreocupadas y no apasionadas en despreciar y detestar las mentiras y contradicciones con que han procurado apoyar una pretensión tan falsa… Mas la cosa está ya hecha, dirán los políticos, tomada la resolución y publicada la real orden: ¿qué diría el mundo si viese revocar o suspender la ejecución? ¿Y por qué no se ha de exclamar más bien: «¿qué dirá el cielo?» Pero en suma, ¿qué dirá este mundo? Dirá lo que dice sin cesar hace tantos siglos del monarca más poderoso de Oriente. Movido Asuero de los ruegos y lágrimas de Ester, revocó el decreto subrepticio de quitar la vida a todos los hebreos de sus dominios, y se granjeó la estimación del príncipe justo y victorioso de sí mismo. ¡Ah, señor, qué ocasión es esta para cubrirse de la misma gloria! Nos le presentamos, no los ruegos de la reina su esposa, la cual desde lo alto de los cielos le recuerda quizá la memoria de su afecto a la Compañía, sino los de la sagrada esposa de Cristo, las de la Santa Iglesia, la cual no puede ver sin lágrimas la total ruina que amenaza a un instituto del que ha sacado tan señalados servicios. Nos, señor, juntamos a aquellos nuestros ruegos especiales y los de la Iglesia romana… Por tanto rogamos a V. M. en el dulce nombre de Jesús… y por la Bienaventurada Virgen María… le rogamos por nuestra vejez, quiera ceder y dignarse revocar, o por lo menos suspender la ejecución de tan suprema resolución. Háganse discutir en tela de juicio los motivos y causas; dese lugar a la justicia y verdad para disipar las sombras de preocupaciones y sospechas; óiganse los consejos y amonestaciones de los príncipes de Israel, obispos religiosos en un negocio en que interesa el Estado, el honor de la Iglesia, la salud de las almas y la conciencia de V. M. Estamos seguros de que V. M. vendrá fácilmente a conocer que la ruina de todo el cuerpo no es justa ni proporcionada a la culpa (si es que la hay) de un corto número de particulares.»
La misiva era en efecto severa y fuerte, y propia para detener a un soberano menos firme que Carlos III en sostener las resoluciones una vez adoptadas, y a ministros menos empeñados en el negocio que los suyos. Por conducto de el de Gracia y Justicia don Manuel de Roda fue pasado el Breve al Consejo extraordinario para que consultara a S. M. lo que debería contestarse al pontífice. En veinte y cuatro horas despachó el Consejo la famosa consulta de 30 de abril (1767), en que después de expresar «que carecía de aquella cortesanía de espíritu y moderación que se deben a un rey como el de España e Indias… ornamento de su patria y de su siglo,» añadía que debería haberse negado la admisión del Breve, «porque siendo temporal la causa de que se trata, no hay potestad en la tierra que pueda pedir cuenta a V. M. de sus decisiones, cuando V. M. por un acto de respeto dio noticia a S. S. de la providencia que había tomado como rey en términos concisos, exactos y atentos.» Y después de ir refutando uno por uno los fundamentos que se alegaban en el documento pontificio, y de hacer varios cargos graves a los religiosos de la Compañía, decía el Consejo:
«El admitir un orden regular, mantenerle en el reino, o expulsarle de él, es un acto providencial, y meramente de gobierno; porque ningún orden regular es indispensablemente necesario en la Iglesia, al modo que lo es el clero secular de obispos y párrocos: pues si lo fuese, lo hubiera establecido Jesucristo como cabeza y fundador de la universal Iglesia. Antes como materia variable de disciplina, las órdenes regulares se suprimen como la de los Templarios, y claustrales en España, o se reforman como las de los calzados, o varían en las constituciones, que nada tienen de común con el dogma, ni con el moral, y se reducen a unos establecimientos píos con objeto de esta naturaleza, útiles mientras se cumplen, y perjudiciales cuando degeneran.
»Si uno u otro jesuita (añadía) estuviese únicamente culpado en la encadenada serie de bullicios y conspiraciones pasadas, no sería justo y legal el extrañamiento, no hubiera habido una general conformidad de votos para la expulsión y ocupación de temporalidades y prohibiciones de su restablecimiento. Bastaría castigar a los culpados, como se está haciendo con los cómplices, y se ha ido continuando por las autoridades ordinarias del Consejo… El particular de la Compañía nada puede, todo es del gobierno, y esta es la masa corrompida de la cual dependen todas las acciones de los individuos, máquinas indefectibles de la voluntad de los superiores.
»El punto de audiencia ya lo toca el Consejo extraordinario en su consulta de 29 de enero, afirmando que en tales causas no tiene lugar, porque se procede, no con jurisdicción contenciosa, sino por la tuitiva y económica, con la cual se hacen tales extrañamientos y ocupación de temporalidades, sin ofender en un ápice la inmunidad, aun en el concepto más escrupuloso, conforme a nuestras leyes.»
Uno de los párrafos más notables de la consulta es el último de ella:
«No solo (dice) la complicidad en el motín de Madrid es la causa de su extrañamiento, como el Breve lo da a entender: es el espíritu de fanatismo y de sedición, la falsa doctrina y el intolerable orgullo que se ha apoderado de este cuerpo. Este orgullo especialmente, nocivo al reino y a su prosperidad, contribuye al engrandecimiento del ministerio de Roma; y así se ve la parcialidad que tiene en toda su correspondencia secreta y reservada al cardenal Torrigiani para sostener a la Compañía contra el poder de los reyes. El soberano que se opusiese sería la víctima de ésta, a pesar de las mayores pretensiones de la curia romana. Por todo lo que, Señor, es el unánime parecer del Consejo, con los fiscales, que V. M. se digne mandar concebir su respuesta al Breve de S. Sd. en términos muy sucintos, sin entrar en modo alguno en lo principal de la causa, ni en contestaciones, ni admitir negociación, ni dar oídos a nuevas instancias, pues se obraría en semejante conducta contra la ley del silencio decretado en la Pragmática Sanción de 2 de este mes, una vez que se adoptasen discusiones sofísticas, fundadas en ponderaciones y generalidades, cuales contiene el Breve, pues solo se hacen recomendables por venir puestas en nombre de S. Sd. A este efecto acompaña el Consejo extraordinario con esta consulta la minuta… &c.»
En efecto, lejos de ceder Carlos III en esta cuestión, contestó al pontífice, al tenor de la minuta del Consejo, en los términos siguientes:
«Beatísimo Padre: Mi corazón se ha llenado de amargura y de dolor al leer la carta de V. Sd. en respuesta a mi aviso de la expulsión de mis dominios mandada ejecutar en los regulares de la Compañía. ¿Qué hijo no se enternece al ver sumergido en las lágrimas de la aflicción al padre que ama y que respeta? Yo amo la persona de V. Sd. por sus virtudes ejemplares: yo venero en ella al vicario de Jesucristo: considere, pues, V. Sd. hasta dónde me habrá penetrado su aflicción! Tanto más descubriendo que ésta nace de la poca confianza de que yo no haya tenido para lo que he determinado pruebas suficientes e indestructibles. Las he tenido sobreabundantes, Beatísimo Padre, para expeler para siempre de los dominios de las Españas el cuerpo de dichos regulares, y no contener mi procedimiento a algunos solos individuos… Ha permitido la divina voluntad que nunca haya perdido de vista en este asunto la rigurosa cuenta que debo darle algún día del gobierno de mis pueblos, de los cuales estoy obligado a defender, no solo los bienes temporales, sino también los espirituales: así… he atendido con exacto esmero a que ningún socorro espiritual les falte, aun en los países más remotos. Quede, pues, tranquilo V. Sd. sobre este objeto, ya que parece ser el que más le afecta, y dígnese animarme de continuo con su paternal afecto y apostólica bendición. El Señor conserve la persona de V. Sd. para el bueno y próspero gobierno de la Iglesia Universal.– Aranjuez, 2 de mayo de 1767.{7}»
Prosigamos ahora la relación de lo que se hizo con los jesuitas.
Reunidos que fueron los de las diferentes provincias o distritos en los depósitos o cajas respectivas que se formaron en los puertos de mar designados en la Instrucción, fueron embarcados en los buques prontos ya también al efecto, y trasportados a los Estados de la Iglesia. Mas sucedió que el papa Clemente, ofendido de la medida de la expulsión y de la firmeza y tesón del rey Carlos, negose a admitir en sus Estados a los religiosos expulsos, ya por los inconvenientes que pudiera ocasionar en ellos, estrechos y cortos como son, el aumento repentino de tantos moradores extranjeros, ya también acaso por poner al monarca español en apuro y conflicto grave, y que su providencia produjera escándalo a los ojos de los príncipes católicos de Europa. Así lo había anunciado ya el auditor del nuncio pontificio en España al ministro Grimaldi, y al decir del célebre marqués de Tanucci habíase dado orden al gobernador de Civita-Vecchia para hacer fuego de cañón a los buques españoles, si intentaban el desembarco{8}; cuya medida se atribuyó a instigación del general de la Compañía el padre Lorenzo Ricci, y a consejo del ministro del papa, cardenal Torrigiani. En vista de semejante resolución y actitud entabló Carlos III negociaciones con los genoveses para que los expulsos jesuitas fuesen colocados en Córcega, decidido a que no volviesen a entrar en ninguno de sus dominios. Consintieron en ello los de Génova, y en su virtud fueron admitidos y alojados en la isla de Córcega los jesuitas españoles, siendo cierto que, aunque no mucho tiempo, estuvieron en el mar hasta que les fue franqueado este albergue; bien que no tardó tampoco el papa, no viendo ya otro remedio, en permitir que se establecieran en sus legaciones de Ferrara y de Bolonia{9}.
También es verdad innegable que al decretar Carlos III el extrañamiento de los hijos de Loyola, estableciendo por ley y regla general que jamás y bajo ningún pretexto ni colorido pudiera volver a su reino ni individuo alguno particular de la Compañía, ni menos en cuerpo de comunidad, prohibió general y absolutamente toda correspondencia y comunicación con los jesuitas; como prohibió también hablar, cuestionar, escribir, y mucho más imprimir y expender papeles, ni en pro ni en contra de aquella providencia, sin especial licencia o permiso del gobierno, so pena a los contraventores de ser tratados y juzgados como reos de lesa Majestad{10}. Toda esta severidad empleó con los expulsos, y con las familias de ellos un monarca a quien por otra parte ni entonces ni después ha negado nadie la condición y el título de piadoso.
Mas si bien al principio, obedeciendo a este forzado silencio, le guardaron profundo los más amigos y apasionados de los jesuitas, no pudieron contenerse mucho tiempo los más impacientes o los más parciales, señaladamente los directores de algunos conventos de religiosas, a quienes fanatizaron en términos que se dieron a publicar supuestas profecías y revelaciones sobre el pronto regreso a España de los hijos de San Ignacio: lo cual obligó al Consejo extraordinario a expedir una circular (23 de octubre, 1767) a todos los prelados diocesanos y a los superiores de las órdenes regulares, haciéndoles estrecho encargo de que vigilaran para desterrar de los claustros de las religiosas tan fanáticas y perniciosas doctrinas, y para que en lugar de pastores vigilantes no hubiera lobos que disiparan el rebaño; invitándolos a remover las personas sospechosas, colocando en su lugar otras que aseguraran el respeto a ambas Majestades, y purificando los claustros de todo fermento de inquietud{11}.
Sobre aviso siempre, y siempre atentos así el consejo como el monarca a impedir con todo el lleno del rigor que volviera a España ni un solo individuo de los expulsados, y como se averiguase haberse introducido algunos de ellos en Cataluña por la parte de Gerona y Barcelona, a propuesta del Consejo expidió el rey una real cédula (18 de octubre 1767), en cuya parte dispositiva se leen estas duras y severísimas palabras:
«Quiero y ordeno, que cualquiera regular de la Compañía de Jesús, que en contravención de la Real Pragmática-Sanción de 2 de abril de este año volviere a estos mis reinos, sin preceder mandato o permiso mío, aunque sea con el pretexto de estar dimitido y libre de los votos de su profesión, como proscrito incurra en pena de muerte, siendo lego; y siendo ordenado in sacris, se destine a perpetua reclusión a arbitrio de los ordinarios, y las demás penas que correspondan; y los auxiliantes y cooperantes sufrirán las penas establecidas en dicha real pragmática, estimándose por tales cooperantes todas aquellas personas, de cualquier estado, clase o dignidad que sean, que sabiendo el arribo de alguno o algunos de los expresados regulares de la Compañía, no los delatase a la justicia inmediata, a fin de que con su aviso pueda proceder al arresto o detención, ocupación de papeles, toma de declaración y demás justificaciones conducentes. Y con arreglo a esta mi real deliberación os mando procedáis en las causas y casos que ocurra, &c.»
Las demás providencias fueron una serie de medidas, las más de carácter económico, otras de carácter literario. La primera de aquel género fue declarar todos los frutos que produjeran las fincas ocupadas a los jesuitas, sujetos a pagar en adelante con integridad y sin disminución alguna los diezmos y primicias a aquellos a quienes de derecho tocara su percibo, no obstante cualquiera exención, concordia o privilegio en cuya virtud se hubieran eximido hasta entonces{12}. Pero sin duda la medida más grave, más importante y más radical, fue la que se tomó un año más tarde con respecto a la subrogación que había de hacerse, aplicación y destino que había de darse a los bienes y fincas, así rústicas como urbanas, que habían pertenecido a los regulares de la extinguida Compañía, y que ciertamente constituían una riqueza territorial inmensa.
A consulta del Consejo, y con arreglo a un largo erudito informe de los dos ilustrados fiscales, don Pedro Rodríguez Campomanes y don José Moñino, dispuso el rey que los edificios de jesuitas que fuesen a propósito para ello, se destinaran a erección de Seminarios conciliares en las capitales y pueblos numerosos, conforme a lo prevenido en el Santo Concilio de Trento, aplicando además a su sostenimiento ciertas rentas que se señalaban en varios párrafos de la Real Cédula{13}. De aquí una de las grandes creaciones del reinado de Carlos III, la de los Seminarios conciliares, que hasta aquella fecha, desde la del Concilio de Trento, no se habían establecido, «sin duda, como dice el párrafo 2.º de la Real Cédula, por no poder desembolsarse las crecidas cantidades que son precisas para la construcción de este género de obras públicas.» Consiguiente al patronato y protección inmediata que como a soberano le pertenecía en esta clase de establecimientos de enseñanza eclesiástica, dispuso que se colocaran en ellos en lugar preeminente las armas reales, sin perjuicio de que los prelados que contribuyeran a su erección pudieran poner las suyas en inferior lugar.– Otros edificios de la extinguida Compañía destinó a casas correccionales para clérigos criminales o díscolos, de las cuales mandó establecer una en cada provincia eclesiástica. Aplicados fueron otros para seminarios de misiones de Indias: en los dos grandes colegios de Loyola y Villagarcía se establecieron los centros de las misiones, en el primero para la América Meridional, en el segundo para la Septentrional y Filipinas, con estudio de lenguas y todo lo necesario a su especial objeto e instituto.– Erigiéronse igualmente a costa de aquellos bienes casas de pensión para niños y de enseñanza para niñas, dando la preferencia a las hijas de labradores y artesanos. Lo demás se aplicó a erección y dotación de hospicios, hospitales e inclusas, para crianza, socorro, manutención y asistencia de enfermos, desvalidos, huérfanos y expósitos, y para todo aquello que es propio de establecimientos que tienen por objeto la beneficencia pública, facultando al Consejo extraordinario para vender todos aquellos bienes y fincas que por su estado fuera difícil o gravoso conservar, y subrogarlos con otros que pudieran ser más útiles.
Por último, cerca de un año más adelante (27 de marzo, 1769), a consulta del extraordinario se expidió otra real cédula creando juntas provinciales y municipales, para entender en la venta de los bienes ocupados a los regulares de la Compañía, y prescribiendo minuciosamente las reglas que con uniformidad se habían de observar, inclusos los dominios ultramarinos de Indias e islas Filipinas{14}.
Como la doctrina de los jesuitas era sin duda uno de los fundamentos que habían entrado por más en la mente de Carlos III y de sus consejeros para la medida de exclaustración y expatriación de aquellos regulares, mandose reunir en el Consejo todos los expedientes relativos a la supresión de cátedras y escuelas; y vistos, con acuerdo de aquella corporación, mandó S. M. (12 de agosto, 1768) que se suprimieran en todas las universidades y estudios del reino las cátedras de la escuela llamada Jesuítica, prohibiendo usar de los autores de ella para la enseñanza{15}. Pareció esto poco, y a consecuencia de una representación que hicieron más adelante los cinco prelados que tenían entonces asiento y voto en el Consejo, no solo se reprodujo la Real Cédula anterior, sino que se mandó que al tiempo de recibirse cualquiera grado en teología se había de prestar juramento de observar y cumplir fielmente lo en ella prescrito, y lo mismo habían de jurar los maestros, lectores o catedráticos al tiempo de entrar a enseñar en las universidades, y aun en estudios privados{16}.
Tales fueron, leal y sencillamente expuestas, y en el orden más claro y metódico que nos ha sido posible presentarlas, las disposiciones principales que precedieron, acompañaron y subsiguieron a la célebre y ruidosa providencia de la expulsión y extrañamiento de los regulares de la Compañía de Jesús de España y de todos los dominios de la corona de Castilla decretada por el rey Carlos III de Borbón.
{1} Solamente en el Noviciado se dispuso, con arreglo a instrucción, que los novicios permanecieran en su departamento, bien que con centinelas de vista, y vigilados por dos oficiales de justicia.
{2} La orden de los alcaldes de corte decía así: «Habiendo resuelto el rey, como V. entenderá por el real decreto adjunto, que salgan extrañados de los dominios de la corona los regulares de la compañía, he destinado a V. para el colegio de (el nombre del colegio); en cuya consecuencia, y arreglándose a la instrucción impresa que acompaña, como a las advertencias particulares que se hacen respecto a las casas de Madrid, pasará V. esta noche a las doce a dar cumplimiento a la determinación de S. M.
»La tropa que ha de auxiliar a V. en su comisión se hallará a las once y media en (el punto respectivo), a donde se dirigirá V. para hacer de ella el uso que convenga, y entenderse con el oficial que la mande.– Prevengo a V. asista en toga, pues la seriedad del suceso así lo requiere, dándome cuenta sin dilación, ofreciéndose alguna circunstancia especial. Dios guarde a V. muchos años, Madrid, 31 de marzo de 1767.– El conde de Aranda.– Al alcalde don N.»
Seguían las «Advertencias particulares en la práctica de Madrid, que tendrán presente los alcaldes de corte para su gobierno;» las cuales contenían las instrucciones de ejecución de que sustancialmente dejamos hecho mérito.
La que se dio al comisionado de Getafe llevaba por título: «Nombramiento instructivo para el comisionado director del viaje de los jesuitas de la corte hasta Cartagena.» En ella, además de las prevenciones que hemos indicado, se hallaba la siguiente: «Si cayese enfermo algún religioso, según fuese la indisposición, le dejará V. compañero; pareciendo largo, no; siendo de uno o dos días, sí; y sea como fuere, impondrá V. de mi orden a la justicia donde quedase, que los asista con la mayor exactitud y conveniencia, aviándolos después con persona de su satisfacción, que los acompañe hasta el alcance de los otros, llevando testimonio de aquella justicia, que especifique el motivo del atraso.»
«A cada oficial, sargento, cabo y soldado de la escolta se le dará doble paga diaria de la que gozan… &c.»
Al pie de la instrucción impresa se lee la siguiente «Nota. La orden dada para el uso de las dos escoltas, reducida cada una a un oficial subalterno, un sargento, y diez soldados montados ha sido, de proteger a los religiosos conducidos de cualquier insulto; atender a la puntualidad de los carruajes, y obediencia a sus mozos, adelantar el cabo y cuatro hombres con los coadjutores de alojamiento y pasaporte para el exacto cumplimiento de las justicias, y auxiliar al director comisionado en lo que tuviese por conveniente.
»Posteriormente se ha mandado por S. E. que de los colegios del propio orden se trasporten colchones, sábanas y mantas, con la ropa de mesa a los diferentes embarcaderos, para que todos los religiosos tengan en su navegación las posibles comodidades.»
{3} La orden se había dado para que se ejecutara la noche del 2 al 3 de abril, mas como luego se acordase anticipar en Madrid la ejecución, se mandó anticiparla también en provincias, en unas partes en la misma noche, en otras en la del 1.º al 2, en otras en la del 2 al 3, calculadas las distancias, y de modo que no pudiera saberse en un punto lo que había pasado en el otro.
{4} Lista de las casas, colegios y residencias de jesuitas que había en España e Islas adyacentes.
Provincia de Castilla
Arévalo.
Ávila.
Azcoitia.
Bilbao.
Burgos.
Coruña.
León.
Lequeitio.
Logroño.
Loyola.
Medina del Campo.
Monforte de Lemos.
Monterey.
Oñate.
Orduña.
Orense.
Oviedo.
Palencia.
Pamplona.
Pontevedra.
Salamanca.
Santander.
Santiago de Galicia.
San Sebastián.
Segovia.
Soria.
Tudela.
Valladolid.
Vergara.
Vitoria.
Villafranca del Bierzo.
Villagarcía.
Zamora.
Provincia de Toledo
Albacete.
Alcalá de Henares.
Alcaraz.
Almagro.
Almonacid.
Badajoz.
Belmonte.
Cáceres.
Caravaca.
Cartagena.
San Clemente.
Cuenca.
Daimiel.
Fuente del Maestre.
Guadalajara.
Huete.
Jesús del Monte.
Llerena.
Lorca.
Madrid.
Murcia.
Navalcarnero.
Ocaña.
Oropesa.
Plasencia.
Segura de la Sierra.
Talavera de la Reina.
Toledo.
Villarejo de Fuentes.
Yébenes.
Provincia de Andalucía
Andújar.
Antequera.
Arcos.
Baena.
Baeza.
Cazorla.
Cádiz.
Canaria.
Carmona.
Córdoba.
Ecija.
Fregenal.
Granada.
Guadix.
Higuera la Real.
Jaén.
La Laguna de Tenerife.
Málaga.
Marchena.
Montilla.
Morón.
Motril.
Orotava en Tenerife.
Osuna
Puerto de Santa María.
Sanlúcar de Barrameda.
Sevilla.
Trigueros.
Úbeda.
Utrera.
Jerez de la Frontera.
Provincia de Aragón
Alicante.
Barcelona.
Calatayud.
Gandía.
Gerona.
Graos.
San Guillermo.
Huesca.
Lérida.
Mallorca.
Menorca.
Onteniente.
Orihuela.
Pollenza en Mallorca.
Segorbe.
Tarazona.
Tarragona.
Teruel.
Tortosa.
Valencia.
Vich.
Urgel.
Ibiza.
Zaragoza.
Total: 118 pueblos, en que había casas de jesuitas; con la circunstancia de contarse en algunos varios colegios, como Madrid, donde había seis.
{5} Decreto de 19 de octubre de 1766.
{6} Junta mandada formar por Carlos III sobre la expulsión de los jesuitas.
Señor.– La junta mandada formar por V. M. ha visto y reconocido atentamente la consulta, sentencia y plan de ejecución para la providencia de extrañamiento y ocupación de temporalidades de los jesuitas de estos reinos, y de las Indias, por vía de la potestad económica, que en V. M. reside como soberano, y como padre común de todos sus vasallos para el sosiego y quietud de los pueblos y seguridad del Estado.
Después de haber reflexionado este grave asunto con la seriedad y circunspección que por su naturaleza merece, y con el espíritu de amor y celo que anima el corazón de todos y cada uno de los individuos de esta junta al servicio de V. M., a la seguridad de su sagrada persona y augusta familia, y a la paz y tranquilidad de sus vastos dominios: estima la junta que en virtud de los muchos y diferentes hechos que se refieren en dicha consulta y de los poderosos fundamentos y urgentes motivos con que afianzan su dictamen los Ministros del Consejo extraordinario nombrados por V. M. para la Pesquisa reservada, y para averiguar con ella el origen y causa del tumulto de Madrid y alteraciones del reino sucedidas el año antecedente; y en la justa satisfacción y confianza que la junta debe tener de la integridad, práctica y literatura de dichos ministros para no poder dudar de la solemnidad, justificación y arreglo en el procedimiento y sustanciación de esta causa; puede y debe V. M. conformarse con su sentencia y parecer; y le persuade a la urgencia y necesidad de esta providencia sobre las razones de justicia, la consideración del tiempo y circunstancias de no haberse hasta ahora dado satisfacción alguna al decoro de la majestad y a la vindicta pública por las graves y execrables ofensas cometidas en los insultos pasados.
En cuanto al plan de la ejecución, igualmente considera muy justas y oportunas las providencias que se proponen, y solo algunos puntos particulares, por la insinuación que ha hecho en nombre de V. M. a la junta don Manuel de Roda, ha reparado y le ha parecido sobre el contenido de dicho plan hacer las advertencias siguientes.
La primera es relativa a la extensión del decreto que debe publicarse, en cuyo asunto se conforma la junta con el dictamen del Consejo extraordinario en cuanto a que se diga que V. M. reserva en su real animo los motivos de esta providencia sin introducirse en el juicio o examen del instituto de la Compañía ni de las costumbres y máximas de los jesuitas. Y aunque también cree que se salva con la expresión de la consulta la justificación que debe suponerse de dichos motivos, entiende la junta que puede insinuarse con mas viveza haber sido estos no solo justos y urgentes, sino tales que han obligado y necesitado sin arbitrio a que se tomase esta providencia, y esto con las voces o frases que parezcan más correspondientes al contexto del decreto, para cuya formación el Consejo extraordinario solo apunta lo que le parece conveniente sin prescribir la fórmula para su extensión.
La 2.ª es también relativa al mismo decreto. Cree la junta por muy conveniente que se dé a entender haber procedido V. M. con acuerdo, examen y consejo. Pero en cuanto a la formal expresión con que esto debe explicarse discurre la junta sería la más propia decir: que ha precedido el más maduro examen, conocimiento y consulta de ministros de mi Consejo, y otros sujetos del más elevado carácter. Y cuando V. M. no estimase suficiente esta expresión de ministros en general, podría decirse a consulta de un Consejo Real en Consejo extraordinario. La razón que la junta tiene para elegir estas voces, es porque si se nombrase el Consejo sin otra restricción, se entendería el todo del Consejo de Castilla, se daría lugar a críticas, y tal vez serían los primeros que la hiciesen los demás ministros que no han sido nombrados por V. M. para la formación del Consejo extraordinario justamente dispuesto para el preciso secreto de tan grave negocio. Mayormente que no teniendo V. M. obligación de dar cuenta al público del medio que ha elegido para la seguridad del acierto en la Pesquisa, basta cualquiera anunciativa, y conviene que esta sea de tal calidad que corresponda a la sinceridad que V. M. acostumbra y de que es tan amante.
La 3.ª es sobre el modo de ejecutar la ocupación de temporalidades y el inventario, secuestro de bienes, papeles, alhajas de sacristía y demás efectos sagrados y profanos, pues a fin de evitar cualquiera escrúpulo, nota o queja de infracción de la inmunidad eclesiástica, convendrá prevenirse que se practiquen estas diligencias con la intervención y auxilio del eclesiástico en lo que fuere necesario conforme a la práctica y leyes de estos reinos.
La 4.ª es por lo que mira à los legos profesos, pues no parece conveniente se les deje en libertad de poderse quedar en estos reinos, sino que deban seguir el destino de los demás religiosos de su orden, a que están obligados con el vínculo de sus votos. Y al mismo tiempo parece muy propio de la benignidad con que debe tratarse a todos, que también se les consignen alimentos, y que estos sean de noventa pesos por cada uno. Así se manifiesta que se atiende a todos los individuos de esta religión vasallos de V. M. para que no sean gravosos en el dominio del papa, y con la pequeña diferencia de los diez pesos se distingue el estado laical con honor del de los coadjutores espirituales y sacerdotes.
En el punto de novicios de cualquiera clase que sean, se conforma la junta en que no se les precise a la salida, sino que se les permita usar de la libertad que conservan antes de la profesión para elegir o no la permanencia en su destino, y por consiguiente, que en caso de seguir a los demás de su orden por nacer este acto de su espontanea voluntad, no se les debe considerar alimentos algunos.
La 5.ª que aunque es muy justo, conveniente y preciso se prohíba a los vasallos de V. M. mantener correspondencia con los jesuitas por los perjuicios que pudieran resultar de lo contrario, parece demasiado fuerte la pena de tratar a los que incurran en esta prohibida correspondencia con el rigor de reos de lesa Majestad, y así convendría hacer distinción del género de comunicación, que tal vez puede ser meramente familiar para saber recíprocamente los parientes de su respectiva salud y estado. Por lo que puede decirse solo en la Pragmática respecto a este punto que se les castigará con las penas proporcionadas, las cuales después quedan en arbitrio y justificación del Consejo extraordinario, según la calidad y circunstancias de la correspondencia en que se incurra.
La 6.ª es, que se añada entre las obras pías a que deben destinarse los efectos y rentas de la Compañía, la de la congrua manutención de las parroquias pobres.
La 7.ª es general sobre que parece a la junta que no pudiéndose dar regla fija y común para la ejecución de esta providencia en todos los países de España e Indias, debe dejarse al arbitrio y prudencia del Presidente del Consejo, como encargado principal y comisario de V. M. para esta ejecución el variar los medios de las providencias y el arreglo de las instrucciones particulares conforme a las circunstancias de los lugares y casos que puedan ocurrir en ellos.
En todo lo demás se conforma la junta con lo que la consulta propone. Y sobre todo V. M. resolverá lo que fuere de su mayor agrado y su alta penetración le dictase. Pardo 20 de febrero de 1767.– Duque de Alba, don Jaime Masones, el marqués de Grimaldi, el P. Confesor, don Miguel Múzquiz, don Juan Gregorio Muniain, don Manuel de Roda.– Como parece y así lo he resuelto.– La rúbrica de S. M.– Archivo del Ministerio de Estado.
{7} De propósito hemos insertado el texto literal, o íntegro, o en su parte más esencial, de todas estas providencias o comunicaciones, a pesar de su número y su extensión, porque versando principalmente sobre estos datos y documentos las cuestiones y polémicas que desde aquel tiempo hasta estos mismos días se vienen incesantemente sosteniendo sobre el hecho, la forma y las circunstancias de la expulsión y extrañamiento de los jesuitas españoles, hemos querido que nuestros lectores tengan el más cabal conocimiento que en una historia general podemos darles en la materia, para que puedan formar su juicio propio, y apreciar los de los escritores de las diferentes escuelas y doctrinas que nos han precedido, y el que a su tiempo nosotros mismos habremos de emitir.
Los datos que presentamos son oficiales e irrecusables, y están sacados, ya de la Colección impresa en la imprenta Real, ya de manuscritos de la Real Academia de la Historia, Papeles de jesuitas, desde el N. 9 hasta el N. 33, ya de los que se conservan en el Archivo del Ministerio de Estado, de los que existían en el de Gracia y Justicia, general de Simancas, &c.
{8} Cartas de Tanucci al príncipe de la Cattolica y al conde Losada.
{9} Despacho del marqués de Grimaldi al nuncio, 5 de mayo, 1767.– Cartas de Tanucci a Carlos III y a Losada, 26 de mayo.– Comunicación del Consejo extraordinario, 15 de agosto.
{10} Real Pragmática de 2 de abril de 1767, fecha en el Pardo.
Es de suma importancia conocer algunas prescripciones de esta pragmática, no menos célebre y notable que la de la expulsión, por ejemplo las siguientes:
VI. Declaro que si algún jesuita saliere del estado eclesiástico (a donde se remiten todos), o diere justo resentimiento a la corte con sus operaciones o escritos, le cesará desde luego la pensión que va asignada. Y aunque no debo presumir que el cuerpo de la Compañía, faltando a las más estrechas y superiores obligaciones, intente o permita, que alguno de sus individuos escriba contra el respeto y sumisión debida a mi resolución, con título o pretexto de apologías o defensorios, dirigidos a perturbar la paz de mis reinos, o por medio de emisarios secretos conspire al mismo fin, en tal caso, no esperado, cesará la pensión a todos ellos.
IX. Prohíbo por ley y regla general, que jamás pueda volver a admitirse en todos mis reinos en particular a ningún individuo de la Compañía, ni en cuerpo de comunidad, con ningún pretexto ni colorido que sea; ni sobre ello admitirá el mi Consejo, ni otro tribunal instancia alguna; antes bien tomarán a prevención las justicias las más severas providencias contra los infractores, auxiliadores, y cooperantes de semejante intento; castigándolos como perturbadores del sosiego público.
XIII. Ningún vasallo mío, aunque sea eclesiástico secular o regular, podrá pedir carta de hermandad al general de la Compañía, ni a otro en su nombre; pena de que se le tratará como reo de Estado, y valdrán contra él igualmente las pruebas privilegiadas.
XIV. Todos aquellos, que las tuvieren al presente, deberán entregarlas al presidente de mi Consejo, o a los corregidores y justicias del reino, para que se las remitan y archiven, y no se use en adelante de ellas; sin que les sirva de óbice el haberlas tenido en lo pasado, con tal que puntualmente cumplan con dicha entrega; y las justicias mantendrán en reserva los nombres de las personas que las entregaren para que de este modo no les cause nota.
XV. Todo el que mantuviere correspondencia con los jesuitas, por prohibirse general y absolutamente, será castigado a proporción de su culpa.
XVI. Prohíbo expresamente, que nadie pueda escribir, declamar, o conmover con pretexto de estas providencias en pro ni en contra de ellas; antes impongo silencio en esta materia a todos mis vasallos, y mando, que a los contraventores se les castigue como reos de lesa majestad.
XVII. Para apartar altercaciones, o malas inteligencias entre los particulares, a quienes no incumbe juzgar, ni interpretar la órdenes del soberano; mando expresamente, que nadie escriba, imprima, ni expenda papeles u obras concernientes a la expulsión de los jesuitas de mis dominios; no teniendo especial licencia del gobierno; e inhibo al juez de imprentas, a sus subdelegados y a todas las justicias de mis reinos, de conceder tales permisos o licencias; por deber correr todo esto bajo de las órdenes del presidente y ministro de mi Consejo, con noticia de mi fiscal.
{11} «Esta profanación (decía entre otras cosas la circular) no solo perturba la tranquilidad de las mismas religiosas, dividiéndolas en partidos y mezclándolas en negocios de gobierno, del todo impropios de la debilidad de su sexo, y del retiro de la profesión monástica, sino que es un medio astuto para divulgar en el público ideas contrarias a la tranquilidad, &c.»
{12} Real Provisión de 19 de julio de 1767.
{13} Real cédula de 14 de agosto de 1768, dada en San Ildefonso. Consta de 52 reglas, párrafos o cláusulas, todas importantes, y que merecen ser conocidas y consultadas, como también el luminoso informe que las precede. Es documento que anda impreso, y demasiado extenso para poder nosotros trascribirle íntegro.
{14} Consta de 45 artículos, y está también impresa.
{15} Real cédula, dada en San Ildefonso con la fecha arriba citada.
{16} Real cédula de 4 de diciembre de 1772, en Madrid.