Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo VII
Antecedentes y causas de la expulsión de los jesuitas

Ideas y actos de Carlos III de Borbón cuando era rey de Nápoles sobre poder y jurisdicción espiritual y temporal.– El marqués de Tanucci, su primer ministro en Nápoles.– Predisposición de Carlos respecto a los jesuitas cuando vino a España.– La elección de confesor, de ministros y consejeros.– Suceso ruidoso del destierro del inquisidor general y sus causas.– Conducta del rey, del Consejo, del inquisidor y del nuncio en este negocio.– Famosa pragmática del Regium exequatur.– Real Cédula sobre prohibición de libros.– Suceso memorable del obispo de Cuenca.– Célebre expediente que se le formó.– Comparecencia del prelado ante el Consejo pleno a oír su reprensión.– Notable severidad del rey.– Voces esparcidas contra el monarca y su gobierno.– A quiénes se atribuían.– Ideas del siglo XVIII.– Escritos contra los jesuitas.– Son arrojados de Portugal.– Son expulsados de Francia.– Bula de Clemente XIII en su favor.– Cómo fue recibida en España.– Cúlpase a los jesuitas de motores o instigadores del motín de Madrid.– Expediente de pesquisa.– Causas a que atribuyeron los parciales de los jesuitas su expulsión.– Cartas apócrifas.– Fundamento de esta opinión.– Exposición de los excesos que les fueron atribuidos.
 

Desde que Carlos fue Gran duque de Toscana, y principalmente desde los primeros años de su reinado en Nápoles, habíase mostrado dispuesto siempre a disminuir el gran poder y la inmensa influencia que con sus riquezas y su número había llegado a ejercer el clero, y especialmente algunas comunidades religiosas en aquellos Estados. Cuando el abate Genovesi le representó la opulencia de los bienes que se hallaban en lo que ya entonces se decía manos muertas, esto es, en manos de eclesiásticos seculares y regulares, y la conveniencia de unir al patrimonio de su corona y emplear en beneficio del Estado los que de aquellos pareciesen superfluos, Carlos no solo hizo examinar en su Consejo aquella proposición, sino que fue enviado monseñor Galliani a Roma a solicitar de S. S. el derecho de conferir el monarca los obispados y beneficios de su reino, que señalase el número determinado de religiosos de ambos sexos que hubiera de haber, que los nuncios de S. S. no ejercieran en lo sucesivo jurisdicción alguna sobre los eclesiásticos del reino, y que las herencias que por abuso pasaban a conventos y cabildos se pudieran confiscar en beneficio del real erario: demandas todas que el Vaticano no estaba acostumbrado a oír, que fueron sostenidas con entereza, y que produjeron juntas de cardenales y consultores. Al propio tiempo las ciudades de Nápoles unidas en cuerpo pedían que para aumentar las rentas sin gravar más a los súbditos pagaran los bienes eclesiásticos un diezmo como en Toscana, y que la plata sobrante para el uso y decoro de las iglesias se acuñara a fin de aumentar la circulación de la riqueza pública. Remitiéronse al negociador Galliani títulos y documentos que se encontraron en los archivos, para probar que el rey Carlos no pretendía sino lo que antiguamente se había concedido a sus predecesores{1}.

Es excusado, y no nos incumbe ahora referir lo que sobre estos puntos y sobre la reforma de las órdenes monásticas trabajó Carlos de Borbón, siendo rey de las Dos Sicilias, en unión con sus Consejos y con sus hombres de Estado. Anunciábase ya en aquella época el espíritu de reforma, y el marqués de Tanucci, su primer ministro, a quien mantuvo en el ministerio por espacio de veinte y cinco años, el hombre de su mayor confianza, y con quien después de venir a España sostuvo una correspondencia confidencial y política nunca interrumpida, era uno de aquellos hombres ilustrados que marchan al frente de las ideas de un siglo, gran sostenedor de las regalías de la corona y del poder de los reyes en asuntos temporales, y de aquellos a quienes los enemigos de las regalías llamaron después filósofos de la escuela francesa. No era el marqués de Tanucci afecto a la institución de los jesuitas, y no lo era ya tampoco Carlos III a nuestro juicio, cuando vino a reinar a España. Al dejar a su hijo tercero la corona de las Dos Sicilias ya cuidó de no darle confesor que perteneciese a la orden de Loyola. Si aún mantuvo a los regulares de la Compañía en el confesonario de los otros hijos, fue por complacer a la reina madre Isabel Farnesio y a su esposa María Amalia de Sajonia que les eran adictas. De otro modo obró ya luego que la muerte de aquellas dos reinas le desembarazó y libertó de aquella consideración y respeto a los sentimientos de la esposa y de la madre.

Desde su venida a España pudo notarse que, a pesar de algunas demostraciones ostensibles de consideración a la Compañía (que a algunos escritores han inducido a creer que le era afecto), no eran los hijos de San Ignacio y sus parciales los que le merecían la preferencia para los puestos honrosos y los cargos de importancia. Por adictos a ellos eran tenidos los colegiales mayores, que hasta entonces eran considerados como el plantel de donde salían los que iban a vestir la toga en las chancillerías y consejos, las mucetas de la dignidad eclesiástica y los capisayos episcopales. Carlos III comenzó a cortar aquella especie de monopolio de los colegios mayores, atendiendo preferentemente para estos empleos a abogados aventajados salidos de las universidades, y a eclesiásticos que no profesaban las máximas y doctrinas que se atribuían a los jesuitas. A su confesonario llevó a fray Joaquín Eleta, religioso gilito (llamado comúnmente el padre Osma, por el pueblo de su naturaleza), hombre ni de gran erudición ni de gran crítica, pero menos amigo de los religiosos de la Compañía. Por anti-jesuita pasaba también el célebre y sabio don Pedro Rodríguez Campomanes, a quien nombró fiscal del Consejo de Castilla; y la elevación al ministerio de Gracia y Justicia de don Manuel de Roda, regalista al modo de Macanáz y de tantos otros de su tiempo, y de aquellos a quienes después dieron algunos en llamar filósofos y enciclopedistas, persuadió a aquellos regulares de que los amenazaba una desgracia próxima{2}.

Dos famosos casos ocurrieron en los primeros años del reinado de Carlos III en España, en los cuales dio a conocer este príncipe sus ideas sobre materias de jurisdicción eclesiástica y temporal, y la inflexibilidad de su carácter para sostenerlas. El primero fue la célebre cuestión del inquisidor general don Manuel Quintano Bonifaz, el segundo el memorable expediente del obispo de Cuenca, don Isidro Carvajal y Lancaster. Ambos casos requieren de necesidad ser conocidos, porque constituyen preciosos antecedentes para el asunto que tratamos.

Fue el primero como sigue:

El abad Mesengui, sabio doctor de la Sorbona, había publicado una obra titulada: Exposición de la doctrina cristiana, o Instrucción sobre las principales verdades de la religión. Obra, que después de haber circulado con éxito y de haberse hecho de ella diferentes versiones en Nápoles y en Roma, sometida al cabo de algunos años a examen de la congregación del Santo Oficio, fuese por instigación, como se creyó, del padre del Ricci, general de los jesuitas{3}, o por otras influencias, sin oír las reclamaciones, quejas y protestas del virtuoso y octogenario autor, por motivos y razones que respetamos y que no es ahora de nuestro propósito examinar; es lo cierto que el papa Clemente XIII condenó esta obra por Breve de 14 de junio de 1761. A poco tiempo recibió este Breve pontificio por mano Nuncio de S. S. el inquisidor general de España don Manuel Quintano Bonifaz, arzobispo de Farsalia, el cual, sin dar cuenta a S. M. y con solo el dictamen del Consejo de Inquisición, procedió a expedir el edicto condenatorio y a repartirle por las comunidades y parroquias, y a enviarle a los tribunales. Súpolo el rey por los ejemplares que de él le presentó su confesor fray Joaquín Eleta, enviados por el mismo inquisidor, e inmediatamente desde la Granja, donde acababa de llegar (8 de agosto, 1761), despachó un correo expreso con carta del ministro de Estado don Ricardo Wall, mandando al inquisidor suspender la publicación del edicto y recoger todos los ejemplares que se hubieran distribuido, hasta que él diera su real consentimiento.

Respondió el inquisidor aquella misma tarde, exponiendo que él no había hecho sino lo que era estilo y práctica del Santo Oficio en España; que no era ya posible suspender la publicación y recoger los ejemplares, porque desde aquella mañana se habían repartido en la corte y remitido a provincias por el correo; y que de intentarlo se seguiría un gravísimo escándalo, y redundaría en deshonor del Santo Oficio, y por no poder ejecutar lo que S. M. ordenaba, quedaba, decía, con el mayor dolor y desconsuelo{4}.

Parecieron al rey intolerables algunas proposiciones de la carta del inquisidor, y determinado a hacerle experimentar su indignación, le desterró a doce leguas de la corte, comunicándolo al Consejo para que lo hiciese ejecutar (10 de agosto, 1761), y previniéndole le consultara cuanto se le ofreciera y pareciera sobre este asunto. El inquisidor fue a cumplir su destierro al monasterio de Sopetrán, trece leguas de la corte: mas no tardó en dirigir al rey una sumisa carta, suplicándole se dignara indultarle (31 de agosto), haciendo mil protestas de respeto y lealtad, y asegurando con todas las veras de su corazón, que si en algo le había faltado, había sido por ignorancia o inadvertencia. Carlos, en vista de esta humilde carta, hizo participar al Consejo (2 de setiembre), que había indultado y alzado el destierro al inquisidor general, pero que no obstante esto, insistía en que le consultara sobre el caso como se lo tenía ordenado, pues su objeto era que no se repitiese para lo futuro un ejemplar tan perjudicial a la autoridad soberana. El Consejo de Inquisición se apresuró a representar a S. M. dándole las gracias (5 de setiembre) por la generosidad usada con el inquisidor general{5}.

El mismo nuncio de S. S., lejos de reclamar contra el destierro del inquisidor, al ver la actitud firme del monarca, se fue personalmente a San Ildefonso, y se presentó al ministro de Estado a explicar su conducta y ver de disipar el enojo del rey, y no solamente lo hizo de palabra, sino por escrito y extensamente en una memoria, que el rey pasó con todos los demás antecedentes al Consejo Real de Castilla{6}.

Dos consultas evacuó esta corporación, porque no satisfizo completamente a Carlos la primera. De buena gana trascribiéramos estos dos documentos; pero de su espíritu se penetrarán nuestros lectores por el siguiente memorable decreto a que dieron fundamento. «Ha sido muy de mi gusto (decía S. M.) la atención con que el Consejo ha mirado este negocio. Y visto su parecer, el de su gobernador, el de los ocho ministros unidos en voto particular{7}, y el que añade don Pedro Benítez Cantos, pues todos se encaminan a un mismo justo y conveniente fin: –He determinado que de ahora en adelante todo breve, bula, rescripto o carta pontificia, dirigida a cualquier tribunal, junta o magistrado, o a los arzobispos y obispos en general, o a algunos en particular, trate la materia que tratase, sin excepción, como toque a establecer ley, regla u observancia general, y aunque sea una pura común amonestación, no se haya de publicar y obedecer sin que conste haberla Yo visto y examinado, y que el nuncio apostólico, si viniese por su mano, la haya pasado a las mías por la vía reservada de Estado, como corresponde.– Que todos los breves o bulas de negocios entre partes, o personas particulares, sean de gracia o de justicia, se presenten al Consejo por primer paso en España; y que examine éste, antes de volverlas para su efecto, si de él puede resultar lesión del Concordato, daño a la regalía, buenos usos, legítimas costumbres, quietud del reino, o perjuicio de tercero; añadiendo esta precaución a la de los recursos de fuerza, o retención de estilo, aunque deberán ser muchos menos.– Y exceptúo de esta presentación general tan solo los breves y dispensaciones que para el fuero interior de la conciencia se expiden por la Sacra Penitenciaría, a que no bastan las facultades apostólicas que tiene para dispensar semejantes puntos el comisario general de Cruzada; pues para los que las tiene se ha de recurrir a él.– Que el inquisidor general no publique edicto alguno dimanado de bula o breve apostólico sin que se le pase de mi orden para este fin; supuesto que todos los ha de entregar el nuncio a mi persona, o a mi secretario del despacho de Estado. Y que si perteneciesen a prohibición de libros, observe la forma que se prescribe en el Auto acordado, 14, tít. 7º, lib. I, haciéndolos examinar de nuevo, y prohibiéndolos, si lo mereciesen, por propia potestad, y sin insertar el Breve.– Que tampoco publique el inquisidor general edicto alguno, índice general o expurgatorio, en la corte ni fuera de ella, sin darme parte por el secretario del despacho de Gracia y Justicia, o en su falta, cerca de mi Persona, por el de Estado, y que se le responda que Yo consiento.– Y finalmente, que antes de condenar la Inquisición los libros, oiga la defensa que quisieren hacer los interesados, citándolos para ello, conforme a la regla prescrita a la Inquisición de Roma por el insigne papa Benedicto XIV en la Constitución Apostólica que empieza: Sollicita ac provida.– Obedecerá el Consejo esta resolución, disponiendo las cédulas y despachos que resultan con la conveniente separación, y añadiendo penas proporcionadas a los contraventores.– Y advierto al nuncio y al inquisidor general lo que les toca, contentándome con las precedentes demostraciones de mi desagrado sobre el suceso en que tuvo su origen mi presente determinación. Dada en Buen Retiro, a 17 de noviembre de 1761.» A este decreto siguió la publicación de la Real Pragmática del Exequatur en 18 de enero de 1762.

Asegurado parecía con esta resolución el triunfo del más puro regalismo; mas no pararon los enemigos de esta doctrina y los lastimados con la Pragmática del Regium Exequatur hasta introducir escrúpulos en la conciencia del confesor, que, como hemos dicho, no se distinguía ni por largo en instrucción ni por firme en sus opiniones, y lográronlo de tal modo, que al año y medio de publicada la Pragmática se presentó un día al rey provisto de cartas de Roma, y a consecuencia de lo que en aquella entrevista platicaron viose con admiración universal expedirse una real provisión declarando en suspenso la Pragmática (1763). Hízose sin intervención del ministro de Estado don Ricardo Wall, y valiéndose para este caso del oficial mayor de su secretaría don Agustín del Llano, cuya conducta influyó sin duda grandemente en el empeño que desde entonces formó Wall en hacer dimisión del ministerio, al tenor de lo que en otro capítulo dejamos ya indicado{8}. Como triunfo celebraron los anti-regalistas la suspensión de la Pragmática y la retirada del ministro Wall, mas no tardó en ofrecerse otra ocasión no menos solemne de conocer que ni Carlos III renunciaba a aquellas ideas, ni le faltaban consejeros y ministros que las sostuvieran y apoyaran con una firmeza inquebrantable. Esta ocasión la deparó el célebre expediente del obispo de Cuenca, que es el segundo caso de que hablamos al principio{9}.

Don Isidro Carvajal y Lancaster, obispo de Cuenca, y hermano del antiguo ministro de Fernando VI don José de Carvajal, escribió en 15 de abril de 1766 a Fr. Joaquin Eleta, confesor del rey, una notable carta, en que, entre cosas, le decía, que «ya sus pronósticos habían empezado a cumplirse,» que, «la España corría a su ruina,» que «el reino estaba perdido sin remedio humano,» y que todo esto procedía «de la persecución que sufría la Iglesia, saqueada en sus bienes, ultrajada en sus ministros, atropellada en sus inmunidades, &c.» con reflexiones, consejos y lamentos, todos en este mismo sentido. El P. Osma, que así era llamado comúnmente el confesor, creyó deber suyo dar cuenta de tan singular misiva a S. M. El rey tuvo por oportuno escribir al prelado en carta firmada de su real mano, estimulándole afectuosamente a que explicara con ingenua y santa libertad en qué consistía la persecución de la Iglesia, el saqueo en sus bienes, el ultraje de sus ministros, y todos los demás males que lamentaba, «Me precio, le decía, de hijo primogénito de tan santa y buena madre: de ningún timbre hago más gloria que del de católico: estoy pronto a derramar la sangre de mis venas para mantenerle. Pero ya que decís que no ha llegado a mis ojos la luz… podéis explicar con vuestra recta intención y santa ingenuidad libremente todo lo mucho que decís que pedía esta grave materia, para desentrañarla bien, y cumplir yo con la debida obligación en que Dios me ha puesto. Espero del amor que me tenéis, y del celo que os mueve que me diréis en particular los agravios, las faltas de piedad y religión, y los perjuicios que haya causado a la Iglesia mi gobierno.»

Respondió, en efecto, a S. M. el buen prelado (23 de mayo, 1766), repitiendo sus proposiciones, explanándolas prolijamente, y esforzándose en probar sus asertos. Hízolo en verdad con mejor deseo que exactitud, y con más candidez que moderación y seguridad. Grave, cada vez más, se hacía el negocio, y el rey pasó los dos documentos al Consejo (10 de junio), mandando que para la mayor seguridad de su conciencia y mejor gobierno de sus vasallos eclesiásticos y seglares, examinara con toda detención y madurez lo que pudiera haber de cierto en los gravísimos cargos y acusaciones que hacia el obispo, y le consultase después lo que se le ofreciese y pareciese. El Consejo, buscando el acierto y la verdad, pidió informes, datos, documentos y justificaciones, al mismo prelado, a la comisaría de Cruzada, a todos los tribunales y oficinas sobre los hechos denunciados por el representante. Reunidas que fueron todas las noticias, en lo cual se invirtieron bastantes meses, e instruido el expediente por completo, los dos fiscales, de lo civil y lo criminal, Moñino y Campomanes, en sus dos alegaciones de 12 de abril y 18 de julio (1767), fueron rebatiendo minuciosamente y cargo por cargo todos los que el obispo hacia en sus escritos. Poco trabajo les costó refutar los más de ellos, los unos por inexactos, por infundados los otros, y otros por levísimos, y además injustos; tales como el de sujetar a quintas los acólitos, sacristanes y alguaciles de vara, el de haber obligado a los eclesiásticos a prestar también sus carros y caballerías para el trasporte de granos a San Clemente en tiempo de Esquilache, el de sujetar a tributos los bienes adquiridos por manos muertas desde el Concordato de 1737, y otros semejantes. De todo resultaba que, o eran infundados los hechos, o estaban alterados, o había sido la ofendida y atropellada, no la inmunidad eclesiástica, sino la jurisdicción real.

En su vista el Consejo pleno, en conformidad con los fiscales, consultó a S. M. (18 de setiembre, 1767), que el reverendo obispo debía comparecer ante el Consejo para ser reprendido y amonestado, como se había hecho con otros prelados en casos de menor consideración, y que en el acto se le entregara Acordada desaprobando su conducta y mal uso que había hecho de su ministerio, y que de la misma se enviara copia a todos los arzobispos y obispos del reino para que les constara la desaprobación de S. M. y les sirviera para que representaran con verdad, moderación y respeto. El rey se conformó en un todo con el Consejo (26 de setiembre), y en su virtud le fue intimado al obispo de Cuenca que se presentase luego en la corte para fines del real servicio, dando noticia de su llegada al presidente del Consejo, conde de Aranda. Respondió el prelado que estaba pronto a obedecer, y que así lo ejecutaría tan luego como su salud se lo permitiese, pues a la sazón se hallaba postrado en cama (2 de octubre, 1767). Segunda vez escribió a los nueve días, exponiendo que en cumplimiento de su deber estaría ya en camino, si no le imposibilitaran sus accidentes y enfermedades, que se le habían agravado, como le acontecía siempre en la estación del otoño. Los padecimientos eran ciertos, y sin embargo, el Consejo previno al corregidor de Cuenca que estuviese a la vista y le diese aviso de la época en que el prelado pudiera venir a la corte, y entretanto hacía circular la Acordada a todos los prelados del reino, y apuraba al de Cuenca por la presentación, no obstante que él una vez y otra vez protestaba estar dispuesto a cumplir lo que se le ordenaba en el momento que sintiera alivio en sus males, de que el médico certificaba con verdad, y eran además notorios. Ni los ruegos del marqués de Casa-Sarria, hermano del procesado obispo, ni la instancia de los cinco prelados que había en el Consejo extraordinario para que se le dispensara de la comparecencia, bastaron a doblar la entereza del monarca y del Consejo, los cuales es imposible dejar de reconocer que pecaron de excesivamente duros a fuerza de huir de parecer débiles{10}.

Mejoró al fin la salud del anciano prelado, en términos de poder emprender su viaje en junio de 1768, y en 12 del mismo avisó al presidente del Consejo hallarse en el convento de Dominicos de Valverde, a la legua y media de Madrid, deseoso de cumplir las órdenes de S. M., y que haría su comparecencia en el día, hora y lugar que le fuese señalado. Señalósele el 14 a las nueve de la mañana en la posada del presidente. En efecto, a aquella hora, reunido el Consejo pleno, entró el prelado, ocupó el banco que se le tenía preparado frente a la presidencia: puesto después en pié, escuchó las siguientes palabras que le dirigió el presidente: «Illmo. señor: comparece V. S. I. delante del Consejo para entender el real desagrado por los motivos que han precedido, y no repito, por no ignorarlos V. S. I. El escribano de cámara y gobierno del Consejo entregará a V. S. I. una Acordada, a la que contestará desde su residencia, luego que haya regresado a ella.» El prelado contestó que había sentido un gran dolor en haber incurrido en el desagrado de S. M., que así lo había manifestado ya en diferentes ocasiones y en representación dirigida al mismo Consejo, y que en lo sucesivo procuraría arreglar su conducta a lo que se le prescribía en la Acordada. Con lo que, haciendo una reverencia, salió, tomó el carruaje para regresar a su obispado, levantose el Consejo, y diose por terminado este ruidoso expediente{11}.

En aquellos días en que tan inexorables, y aun tan desapiadados se mostraban el monarca y el Consejo con el obispo de Cuenca, sin que le bastaran sus protestas de arrepentimiento para que le ahorraran aquella humillación, se restablecía la pragmática del Exequatur (16 de junio, 1768), suspensa en 1763 por la causa que atrás dejamos apuntada, excusándose ahora aquella suspensión so color de que algunas cláusulas en la material extensión del documento podían recibir un sentido equívoco y prestarse a siniestras interpretaciones. Renovose, pues, redactada en otra forma, aunque manteniéndose la misma en la esencia{12}. En el mismo día se expidió también una real cédula en declaración de lo dispuesto en la de 18 de enero de 1762, relativamente a lo que debía observar el tribunal de la Inquisición en la formación de edictos o índices prohibitivos de libros{13}.

Con estas ideas, de muchos años atrás profesadas por Carlos III y sus principales consejeros y ministros, y con tales actos y providencias, encaminadas a robustecer las prerrogativas y derechos de la autoridad real contra la preponderancia de Roma, del clero y de la Inquisición en negocios temporales o que no tocaban al dogma o al gobierno espiritual de la Iglesia, no nos maravilla que los parciales del poder pontificio, entre los cuales se contaban como primeros sostenedores y atletas los jesuitas, y los partidarios del predominio eclesiástico, miraran con desfavorable prevención el sistema de Carlos y de su gobierno, ya iniciado desde Nápoles; y que propagaran especies y vertieran voces propias para desacreditar la religiosidad del monarca, y sembraran calumnias, y forjaran siniestros y misteriosos augurios sobre la duración de su vida y de su reino. De pláticas y aun de papeles que en este sentido se difundían, y que se denunciaban al gobierno, había muchos que suponían autores o instigadores a los regulares de la Compañía de Jesús. Con esto Carlos, que desde las Dos Sicilias venía poco dispuesto en su favor, mirábalos cada día más de reojo: no faltaba quien glosando la doctrina expuesta por el P. Juan de Mariana acerca del tiranicidio, y deduciendo de ella que era máxima de la Compañía tener por lícito el regicidio, como si fuese una misma cosa, representaba como sospechosas y peligrosas las intenciones de aquellos regulares. Y de este modo, y mediando esta recíproca desconfianza entre el soberano y la institución, no era difícil prever que hubiera de sobrevenir un conflicto en que quedara sacrificada la parte menos previsora o menos fuerte.

Ya la institución de San Ignacio no gozaba de aquel prestigio que en anteriores tiempos había alcanzado; germinaban en el siglo XVIII otras ideas: años hacía que se estaban publicando folletos y libros en descrédito de la Compañía; en 1759 se dio a la estampa en el Haya uno titulado: «Los jesuitas, mercaderes, usureros, usurpadores:» en Francia y Alemania habían salido a luz otros muchos con títulos no menos decorosos{14}: en unos y otros se les atribuían máximas y hechos capaces de lastimar la institución más santa.

A mediados del siglo un hombre de la reputación científica de Pascal había tomado de su cuenta desacreditar en las célebres Cartas provinciales las doctrinas y las costumbres jesuíticas, tratando las cuestiones de gracia eficaz, de probabilismo, de restricciones mentales, &c., acaso con menos solidez de razones que causticidad de estilo y aire burlón, y sentando proposiciones tan aventuradas y tan ofensivas como éstas: «Los jesuitas en su catecismo no enseñan tanto la fe como la calumnia….– Pretenden que no se peca, si no hay quien advierta la malicia del pecado, por lo cual han sido condenados por las facultades de París y de Lovaina….– La corrupción de su moral los ha hecho más odiosos que todas las pretendidas calumnias de sus enemigos… Ellos introducen en las costumbres una licencia escandalosa….– Su ley soberana es la utilidad de la sociedad….– Conceder a los hombres lo que desean, y dar a Dios solo palabras y apariencias… &c.» Por más que el epigrama y el sarcasmo ocuparan más lugar en esta obra que el razonamiento, es lo cierto que la pluma elocuente, y el estilo ameno y seductor del escritor de Port-Royal hizo mucho daño a los jesuitas, y acostumbró al público al oír las más acres censuras de ellos.

Pero la guerra no se reducía solo a escritos: actos bien duros se habían ejecutado ya con ellos. De Portugal habían sido lanzados los jesuitas en 1759; de Francia lo fueron cinco años más tarde, en 1764. En el primero de aquellos reinos el ministro Pombal, que dominaba el ánimo del débil monarca José I, después de hacerles una cruda persecución, intentado y solicitado su reforma, hecho ruidosas prisiones de religiosos y de personas distinguidas del reino, difundido por todas partes un libelo que escribió contra ellos, acusándolos de proyectos de apoderarse de todo el Brasil, de usurpar la libertad, la propiedad, el gobierno temporal, y el comercio marítimo y terrestre de los indios, de abrigar planes horribles contra la vida y la corona del soberano, y de hacerles autores del conato de regicidio cometido la noche del 3 de setiembre de 1768 volviendo el rey en carroza del palacio de Távora al real alcázar, y de haber hecho con este motivo correr la sangre en los cadalsos, consiguió al fin que decretara la total expulsión de los jesuitas del reino y de los dominios portugueses de Ultramar, en una forma semejante, pero todavía con más rigor del que se empleó después en España, y tratándolos el monarca portugués en la real cédula de expulsión de la manera más terrible y con los más ultrajantes dicterios que pudieran hallarse en el idioma{15}.

En Francia fue el Parlamento el que lo hizo. Allí no se acusó a los jesuitas de delitos penales, sino que se juzgó el instituto en general como opuesto al buen gobierno del reino y perjudicial al Estado. Así el decreto de expulsión de 22 de febrero de 1764 no fue absoluto, sino condicional: púsoselos en la alternativa, o de salir del reino, o de prestar el juramento siguiente: «De no vivir en adelante ni en comunidad ni separadamente bajo el imperio del instituto y de las constituciones de la que antes se llamó Compañía de Jesús; de no conservar correspondencia alguna, directa o indirecta, por cartas, o por medio de otras personas, ni de modo alguno, con el general, el gobierno y los superiores de la que antes se llamó tal sociedad, ni con otras personas por ellos elegidas, ni con alguno de sus individuos que residen en países extranjeros; y de tener por impía la doctrina que contiene la recopilación de las Aserciones que se enderezan a poner en riesgo la persona sagrada de los reyes.» El juramento era demasiado fuerte para que hombres que se estimaran en algo no prefirieran mil veces la expatriación, para que dudaran siquiera entre la apostasía y el destierro. Salieron, pues, también de Francia los jesuitas, expulsados de este modo, después de largos debates y cuestiones sostenidas por espacio de algunos años{16}.

Viendo esta persecución el papa Clemente XIII, que, como hemos visto, era apasionado de la institución de Loyola, siendo su ministro el cardenal Torrigiani, y general de la Compañía el padre Lorenzo Ricci, su deudo, paisano y amigo, salió a su sostenimiento y defensa, publicando la bula Apostolicum pascendi (7 de enero, 1765), que se tradujo a todos los idiomas, y cuyo objeto era ensalzar la santidad y proclamar la inocencia de los jesuitas. La bula produjo en muchas partes el efecto contrario de exacerbar las pasiones y multiplicar las acusaciones contra los religiosos de San Ignacio. En España, donde antes el rey había hecho quemar el libelo del marqués de Pombal, y donde se había dado asilo a los jesuitas franceses emigrados{17}, fue recibida la Constitución pontificia como inoportuna y dañosa, según el testimonio del mismo nuncio Pallavicini{18}, y se miró como una adulación injustificada a la Compañía de Jesús.

Sucedió a poco tiempo de esto el motín de Madrid contra Esquilache, y los alborotos de las provincias. Diose en culpar a los jesuitas de ser los instigadores y promovedores ocultos de aquellos movimientos, y los autores de los papeles sediciosos que se publicaban y difundían; se habló de incógnitos y de gente disfrazada que sembraba la cizaña en el pueblo, dirigía y organizaba el motín, y pagaba los gastos hechos por los tumultuados. De haberse intentado dar al levantamiento popular cierto carácter y tinte religioso, de haber sido proclamado por los disidentes el marqués de la Ensenada que pasaba por muy parcial de los jesuitas, y aun de haberse oído en el tumulto algunos vivas a estos regulares, se deducían pruebas que parecía confirmar el juicio de los que suponían este cuerpo el motor de la máquina de los sediciosos, y no faltó quien refiriera como seguro el horrible plan de cometer un atentado sacrílego contra el rey y la real familia en el templo de Santa María la tarde del Jueves Santo{19}. Todas estas especies sirvieron de fundamento al monarca para mandar instruir el expediente secreto de pesquisa en averiguación de la causa de los motines, y la creación del Consejo extraordinario y de la junta consultiva, y lo demás que por el anterior capítulo conocen nuestros lectores.

De aquella información secreta, y de las consultas elevadas en su consecuencia al rey por el Consejo extraordinario, nació la real resolución de expulsar y extrañar todos los individuos de la Compañía de Jesús de España y todos sus dominios de ambos mundos, en la forma y términos que dejamos referidos. Por más que Carlos III dijera repetidamente que conservaba en su real ánimo las causas urgentes, justas y necesarias que le habían movido a tomar tan grave y seria providencia, harto claramente se deducía, ya de sus mismas palabras: «por la conservación y tranquilidad de su Estado, decoro y paz interior de sus vasallos:» ya de los antecedentes del proceso instruido en averiguación de las causas del motín, ya de las frases de las consultas, que la expulsión se fundaba principalmente en la persuasión del rey de que resultaban los jesuitas autores e instigadores de los pasados disturbios que tanto habían humillado la majestad, y tan en peligro habían puesto el trono y el reino. Convencido estaba Carlos de que la institución se había convertido en un gran foco de sediciones, y de que conservarla era consentir una conspiración latente contra su persona y Estado.

Nada afectos ya de suyo a la sociedad, así los individuos del tribunal de pesquisa, como los fiscales y consejeros del Extraordinario y como los miembros de la junta consultiva, y los de las cámaras de Justicia y de Conciencia (que ciertamente no cayó la elección en quien pudiera sospecharse parcialidad hacia la Compañía), naturalmente acumularían en el proceso todos aquellos cargos y acusaciones de que habían sido ya objeto los jesuitas dentro y fuera de España. Como enemigos de los tronos y del sosiego de los pueblos habían sido representados y perseguidos en Portugal y en Francia, y como avaros de dominación y aspirantes a usurpar la soberanía de varios Estados de América. Resucitaron los consejeros españoles la antigua cuestión del Paraguay, en que se les imputaba haber sublevado los indios de aquellas colonias, y haber abrigado el designio de poner allí un rey suyo propio. Su resistencia y obstáculos a la canonización del venerable Palafox, obispo de La Puebla, en que tan interesado se hallaba Carlos III, y la quema que habían hecho de los libros de aquel ilustre y sabio prelado. La violenta persecución que se decía habían hecho a otros obispos de Indias, como el del Paraguay y el de Manila. Su conducta en las misiones de la China, las perpetuas controversias y altercados que habían tenido con las universidades, con los prelados y con otros institutos religiosos. Las máximas contrarias al derecho canónico y al derecho real; su escuela del probabilismo y de la ciencia media, y sobre todo la doctrina que había dado en atribuírseles de defender como lícito en ciertas circunstancias el regicidio desde que el padre Mariana escribió lo del tiranicidio en su obra De Rege et Regis institutione{20}.

Los apasionados y parciales de los jesuitas niegan absolutamente la existencia y la verdad de estas causas, y atribuyen la providencia de Carlos III (a quien suponen muy adicto a los jesuitas) exclusivamente a una trama urdida entre el duque de Choiseul, ministro de Luis XV, y los españoles duque de Alba, ministro que fue de Fernando VI, y el conde de Aranda, que hacían, dicen, causa común con los enciclopedistas franceses. La intriga, según ellos, consistió en fingir cartas de algunos superiores de la orden, en que se revelaban conspiraciones contra el monarca y el gobierno español, y especialmente una que se figuraba escrita por el padre Ricci, general de la Compañía, existente en Roma, al provincial de España, en la cual le anunciaba había logrado reunir documentos que probaban incontestablemente que Carlos III era hijo adulterino. Este estigma de bastardía lanzado sobre su real escudo, este borrón arrojado sobre la honra de una madre adorada que nadie hasta entonces había sido osado a mancillar, hirió de tal manera a Carlos en su amor filial, y de tal modo le exaltó, que de amigo que era de los jesuitas se trocó de repente en irreconciliable enemigo, arrancando por este medio los fabricantes de la intriga el decreto de expulsión.

Para hacer verosímil invención tan absurda (son sus mismas expresiones), érales preciso robustecerla con la declaración de los mismos inventores; y esto hicieron, suponiendo que el duque de Alba al tiempo de morir había confesado al inquisidor general que él había sido el autor del motín de las capas y sombreros; que le había fraguado en odio a los jesuitas y con el objeto de imputársele; que también había inventado la fábula del emperador Nicolás I (el que se decía intentaban los jesuitas proclamar en el Paraguay); y lo que es más, que él había escrito «en gran parte» la carta apócrifa atribuida al general de la Compañía Ricci contra el rey de España, y que esta misma declaración había hecho a Carlos III, cuya noticia daba el Diario del protestante Cristóbal de Murr. Y a este tenor citan cómo se descubrió la falsedad de otras cartas que se fingieron{21}.

Nosotros, simples narradores ahora del hecho y de las causas a que por unos y otros fue atribuido, y de todo lo cual juzgaremos más adelante, según nuestro sistema, vamos a exponer lealmente lo que por resultado de prolijas investigaciones hemos encontrado de más averiguado y cierto sobre las causas que movieron al monarca español a dictar la célebre providencia de la expulsión y extrañamiento de los jesuitas.

A no dudar, estas causas debieron constar más determinada, explícita y auténticamente que en otra parte alguna, en el expediente de pesquisa que al efecto se mandó formar, y que produjo las consultas del Consejo extraordinario y la resolución del rey. Pero confesamos que a pesar de la diligencia que en ello hemos puesto, no nos ha sido posible encontrar este proceso famoso, y dudamos mucho que otro pueda tener la fortuna de hallar documento tan importante{22}. Mucho no obstante puede suplirle otro, que es el sétimo de los que remitió el ministerio de Estado y obran en su archivo, a saber, la copia de la exposición sumaria de los excesos cometidos por los jesuitas, que se remitió a Roma para entregar al papa. La importancia que siempre ha tenido, y más la que recientemente se ha dado a esta cuestión, nos obliga a insertar íntegro este interesante documento, que no sabemos haya dado a conocer alguno antes que nosotros. Dice así:

Desde la gloriosa exaltación del rey al Trono de España y de las Indias manifestaron los jesuitas una aversión decidida a la sagrada persona de S. M. y su feliz gobierno.

Acostumbrados estos regulares al despotismo que habían ejercido en estos reinos por medio del confesonario del monarca, y de las innumerables hechuras que pusieron en los mayores empleos de la corona, no podían ver sin despecho que la ilustración y entereza de S. M. y su inalterable justicia, de que ya tenían bastante conocimiento en su reinado de las Dos Sicilias, ni se había de dejar sorprender de los jesuitas y sus fautores para que continuase la intolerable autoridad de que habían abusado por tantos tiempos, ni podría menos de prestarse a oír las quejas de sus vasallos agraviados contra la Compañía.

Entre los varios clamores que sucesivamente fueron llegando a los reales oídos, vinieron luego que S. M. entró en estos reinos dos recursos, cuyo movimiento hirió vivamente al cuerpo de la Compañía y su régimen.

Las iglesias de Indias se quejaron de la usurpación de sus diezmos y de la inaudita violencia con que los jesuitas las despojaron de ellos, destruyendo las determinaciones más solemnes dadas a favor de las mismas iglesias, y oprimieron a sus apoderados con persecuciones para impedirles el uso de sus defensas.

Los postuladores de la causa de beatificación del venerable obispo don Juan de Palafox llevaron también a los pies del trono sus amargas quejas contra los jesuitas, porque aprovechando la especie de interregno que causó la dilatada enfermedad del señor Fernando VI lograron artificiosamente dar a la nación el escandaloso espectáculo de quemar algunas obras de aquel docto y venerable prelado que después se aprobaron en la Congregación de Ritos.

El primero de estos recursos descubría los fraudes de los jesuitas en los diezmos, sus enormes adquisiciones en Indias, sus intrigas en el ministerio y otros excesos.

El segundo se encaminaba a reparar la reputación de un hombre grande, cuyas verdades ha mirado la Compañía como la más terrible, más sincera y más autorizada acusación de su gobierno y de sus ideas ambiciosas.

Ambos recursos chocaban derechamente con el interés y la gloria de la Compañía, que han sido los ídolos de este cuerpo formidable, y así las providencias a que el rey se vio obligado para examinar las quejas, y hacer justicia a los agraviados, causaron en su régimen una gran fermentación.

Al mismo tiempo se empezó a descubrir con evidencia por una feliz casualidad la soberanía que los jesuitas tenían usurpada en el Paraguay, su rebelión e ingratitud; sin que pudiesen estorbar, por más que lo intentaron, que llegasen al ministerio del rey los documentos originales y auténticos que ponían en claro la usurpación y los excesos que por cerca de siglo y medio habían sido un problema, o un misterio impenetrable a todo el mundo.

Como por la muerte del padre Francisco Rábago, inquisidor de la suprema Inquisición, hubiese provisto S. M. esta plaza en su confesor actual, miró la Compañía este golpe como un despojo de sus honores y de los medios de hacerse respetable y temible, y por otra parte fue conociendo cuán lejos estaba de reponerse algún día en el confesonario y en su despotismo.

El cuidado con que la penetración de S. M. procedía para templar y reducir a lo justo el formidable partido que se había erigido la Compañía en las clases principales del Estado, llegaba al alma de los jesuitas, acostumbrados a no ver en las elecciones para todos los ministerios y jerarquías espirituales y temporales más que hechuras suyas educadas a su devoción, y deferentes con ceguedad a sus máximas.

Tan distante se hallaba de abrigar en su real y magnánimo corazón resentimientos personales hacia los jesuitas, que al mismo tiempo que detenía por medios paternales y prudentes el torrente impetuoso de la Compañía que podría destruir al reino, y precipitar a ella misma, tenía confiada la enseñanza de sus amados hijos a individuos de este cuerpo, a quienes ha distinguido y honrado hasta el momento mismo de su expulsión.

Pero la Compañía, a quien nada podía contentar, según el sistema de su relajado gobierno, que no fuese restituirse al grado de poder arbitrario en que se había visto, trazó para lograrlo el plan de conmover toda la monarquía, debiéndose a una singular protección y providencia del Omnipotente que se haya libertado el reino de los horrores de una guerra civil y de sus funestísimas consecuencias de que se vio amenazado.

Empezó aquel plan por el medio astuto, aunque practicado, de desacreditar muy de antemano la real persona de S. M. y su ministerio. Como en la nación española se distingue tan justamente su celo por la religión católica, tomaron los jesuitas desde la venida del rey el inicuo partido de sembrar las calumniosas e indignas voces de que el rey y sus ministros eran herejes, que estaba decadente la religión, y que dentro de pocos años se mudaría ésta en España.

Circularon estas y otras horribles calumnias por todo el reino, vertidas al principio en conversaciones privadas, y después en los ejercicios y sermones de los jesuitas, declamando ya con descaro por sí y por medio de sus devotos contra el gobierno del rey y sus providencias.

A esta perversa máxima agregaron la de difundir misteriosas predicciones contra la duración del reinado de S. M. y de su preciosa vida: y así desde el año de 1760 esparcieron que el rey moriría antes de seis años, de que se dieron avisos al ministerio con mucha anticipación por personas de fidelidad inviolable.

Juntaron luego a estas predicciones otras de motines y desgracias desde los púlpitos, abusando del ministerio de la predicación y de la sinceridad de los pueblos.

Tradujeron al idioma español innumerables papeles y libelos contra su expulsión de Portugal y Francia, imprimiéndolos clandestinamente, y expendiéndolos por toda España, con acuerdo de su régimen, en que combatían la religión de los ministros y magistrados de aquellos reinos, y preparaban el odio y la sospecha contra el ministerio del rey que no les fuese afecto.

Introdujeron la desconfianza y el disgusto en cuerpos y personas respetables de la nación, tratando de formar una coligación reservada y peligrosa a todos.

Preparados así los ánimos por largo tiempo, tuvieron los jesuitas más principales e intrigantes sus juntas secretas hasta en la misma corte de S. M. que se hallaba en el real sitio del Pardo, por los meses de febrero y marzo de 1766, y de resultas prorrumpió esta cábala en el horrible motín de Madrid, principiando en la tarde del 23 del mismo mes de marzo; en que roto el freno de la subordinación y del respeto debido a la majestad, se vio convertida la corte del soberano en un teatro de desórdenes, homicidios crueles, impiedades hasta con los cadáveres, y blasfemias contra la sagrada persona del monarca.

Aunque la primera voz con que se armó este lazo al pueblo sencillo fue la odiosidad contra el ministro de Hacienda, marqués de Squilace, y contra las providencias de policía dadas para preservar la corte de los excesos a que daban causa los disfraces y embozos, se vio luego que el alma de esta conspiración tenía otras miras más altas y que se buscó efectivamente aquel pretexto para conmover al pueblo.

Se volvió a sembrar la especie entre los amotinados de que la religión estaba decadente, Para dar más cuerpo a esta voz tomaron los incógnitos directores del motín el nombre de Soldados de la Fe, inspirando que se había de sacar el estandarte que con el mismo nombre de la Fe cree el vulgo existir en las casas de un grande de estos reinos.

Por este medio y por el de esparcir que eran lícitos, y aun meritorios estos bullicios, se apoderó de muchos ánimos el fanatismo y la obstinación, llegando al extremo de no querer confesarse algunos de los amotinados heridos gravemente, a decir que morían mártires, y a negarse los que se encerraron en el real Hospicio de San Fernando a hacer oración por la salud del rey.

Por más que sean notorias las virtudes de que Dios ha dotado al rey, en que todos distinguen su casto corazón, se difundió por Madrid y por el reino una grosera y torpe calumnia contra S. M.: se fingieron disgustos con el príncipe, y se procuró dar vigor a los sediciosos con la especie de que tenían apoyo en la reina madre.

En fin, no se perdonó medio, por más indigno y calumnioso que fuese, para dar odio y fuerzas a la plebe contra la persona y gobierno de S. M., con el objeto de reducir al monarca a la vergonzosa humillación de poner el ministerio en un personaje adicto enteramente a los jesuitas y gobernado por ellos y aun mantenido: y depositar su real conciencia en confesor de la misma ropa, o tal que se abriese el camino para restituirse al poder a que anhelaban.

Este fue el objeto de los jesuitas; pero aunque pudieron inspirar a los sediciosos que, entre otras cosas, pidiesen para sosegarse la colocación de aquel personaje en el ministerio y la remoción del confesor, como la multitud no veía su felicidad en estos puntos, dejó de insistir en ellos, quedando frustrado el proyecto y depositado en el corazón de los directores de la obra.

Para repararla tomaron los jesuitas diferentes medios. Era preciso apartar el horror que la fidelidad española debía concebir contra una conmoción tan abominable, y extinguir en el corazón de los más fieles vasallos el sentimiento de que pudiese haberse manchado aquel inviolable respeto y amor a su rey, que ha hecho siempre la fama y la gloria de la nación.

Sin esta precaución era imposible que los españoles advertidos de su error pudiesen sumergirse de nuevo en el mayor de los males.

Los jesuitas en sus correspondencias de palabra y por escrito procuraron no solo disculpar los excesos de la plebe, sino darle el aspecto de un movimiento heroico.

Enviaron ellos mismos la relación del motín al gacetero de Holanda, en que referían con aplauso lo ocurrido, para que circulando así la noticia por todas las naciones, se alentase la española al ver elogiado el peor y más detestable delito.

Otro medio fue encender el fuego de la sedición por todo el reino, continuando las calumnias y detracciones, y dando vigor con ellas, con predicciones y otras especies malignas a los espíritus turbulentos.

Escribieron echando la voz de que venían diputados de Londres al pueblo de Madrid: esparcieron por muchas partes en conversaciones y cartas que esto no se hallaba seguro: sembraron falsedades y ponderaciones en sus correspondencias de unas provincias a otras del continente de España y de las Indias, y de aquellas regiones a estas exagerando disgustos para ponerlo todo en combustión.

Anunciaron en Barbastro en sus misiones la mutación del cetro de la augusta casa de Borbón por los pecados que suponían. Predijeron en Gerona la muerte del rey con motivo del cometa que se vio por aquel tiempo: y renovaron en Madrid, Valladolid y otras partes las susurraciones entre sus devotos y devotas contra la religión del rey y de sus ministros.

Salió de esta escuela del fanatismo y de las máximas del regicidio y tiranicidio vertidas y apoyadas por los jesuitas en aquellos tiempos el monstruoso capricho de un hombre alborotado y criminoso de quitar la preciosa vida de S. M., con expresiones tan violentas y soeces en sus palabras y escritos que se le aprehendieron, que fue condenado al último suplicio. Por la justicia ejecutada en este hombre, que constó ser discípulo y protegido de los jesuitas, manifestaron estos gran resentimiento en sus correspondencias, como también por la prisión de otras personas que les eran adictas.

Viéronse por consecuencia de todo conmovidas las provincias y casi todos los pueblos llenos o amenazados de sediciones y alborotos, resultando en los principales mezclado el nombre o las artes de los jesuitas.

Puesta así la monarquía en un estado vacilante, se acosó a todas las personas visibles de la corte y del ministerio con infinitos papeles anónimos, amenazando por una parte, ya con motines, y ya con diferentes excesos personales; y estrechando por otra a la remoción del confesor y de otros ministros, y a restablecer el partido jesuítico: siendo este el último medio de que se valió para intimidar y sacar el fruto que se había malogrado hasta entonces.

Para infundir y esforzar este temor, intentaron los jesuitas por medio de los superiores de sus casas y colegios en Madrid sorprender el ánimo del mismo presidente del Consejo, conde de Aranda, a quien se presentaron anunciándole nuevo motín para los principios de noviembre del citado año de 1766, señalándole varias medidas que habían tomado los sediciosos, que se justificó completamente ser inciertas.

Siguieron esparciendo estos temores en sus correspondencias de España y de las Indias; y manifestando su desafección a las providencias del gobierno.

Pero luego que llegaron a transpirar, o presumir las averiguaciones que se hacían para justificar los autores de tantos escándalos y conmociones, fue notable la inquietud de los jesuitas. Se avisaron para cortar sus correspondencias y quemar sus papeles: y se valieron del inicuo artificio de calumniar a personas y cuerpos inocentes para desviar de sí y de sus adictos el objeto de las pesquisas.

Al tiempo que se tocaba esta fermentación general en España, venían y se aumentaban las noticias de sus desórdenes intolerables en los reinos de Indias.

Hubo valor en los jesuitas para avisarse decisivamente, en una de sus correspondencias a aquellos dominios que, o se mudaría de rey, o sería secretario del despacho universal de Indias cierto personaje de su facción.

En sus misiones del Paraguay se descubrió enteramente por sus mismos documentos la monarquía absoluta que habían establecido: o por hablar más propiamente, un despotismo increíble, contrario a todas las leyes divinas y humanas.

Se vio con la última demostración que los jesuitas y su régimen habían sido los autores de la rebelión atribuida a aquellos indios contra las cortes de España y Portugal, resultando otros excesos y hasta el de romper el sagrado sello de la confesión.

Resultó en Chile por sus mismas relaciones la connivencia con los ritos gentílicos llamados Muchitun: y en todas sus misiones de ambas Américas se comprobó una soberanía sin límites en lo espiritual y temporal.

Ponderaron en sus correspondencias los bullicios de Quito, donde predicaron contra el gobierno manifestando deseo de que los hubiese en otras partes, y haciendo circular especies malignas.

En Nueva España se han visto las conmociones como resultas del poder jesuítico, habiéndolas anunciado y divulgado estos regulares mucho antes de su expulsión.

De Filipinas constaron sus predicaciones, no solo contra el gobierno, sino las inteligencias ilícitas de su provincial con el general inglés durante la ocupación de Manila.

Finalmente, para no detenerse en cosas menores, se halló que intentaban someter a una potencia extranjera cierta porción de la América Septentrional, habiéndose conseguido aprehender al jesuita conductor de esta negociación con todos sus papeles que lo comprobaron.

En tan general consternación de estos reinos y los de Indias, y en los riesgos inminentes en que se veían, se tocó con la mayor evidencia ser absolutamente imposible hallar remedio a tanta cadena de males que no fuese arrojar del seno de la nación a los crueles enemigos de su quietud y felicidad.

Bien hubiera podido el rey imponer el merecido castigo a tantos delincuentes con las formalidades de un proceso; pero su clemencia paternal por una parte, y por otra el discernimiento de que el daño estaba en las máximas adoptadas por este cuerpo, inclinaron a S. M. a preferir los medios económicos de una defensa necesaria contra los perturbadores de la tranquilidad pública. Así el rey no ha tratado de castigar delitos personales, sino de defenderse de una invasión general con que estaba devastando la monarquía el cuerpo de estos regulares.

Se observó que no solo era enteramente inútil, sino sumamente peligroso pensar en reforma. Porque si este cuerpo incorregible, acabando de experimentar su expulsión de los dominios de Francia y Portugal, no solo no se humilló ni enmendó, sino que se precipitó en mayores delitos, ¿qué esperanza podía haber ya de reformarle?

La reforma principiada en Portugal a instancia del rey Fidelísimo produjo el enorme atentado contra su persona, que es notorio al mundo. ¿Qué ministro amante de su rey podría aconsejarle sin delito que arriesgase su preciosa vida durante la reforma? ¿Ni qué monarca, mientras se efectuaba ésta, podría abandonar al capricho y al furor de los jesuitas su propia seguridad y la de sus reinos puestos ya en una terrible fermentación y movimiento?

Tampoco podía obrar la reforma en un cuerpo generalmente corrompido sin destruirle. Entre los jesuitas no se puede ni debe distinguir entre inocentes y culpados. No es decir esto que todos sus individuos se hallen en el secreto de sus conspiraciones. Por el contrario, muchos o los más obran de buena fe; pero estos mismos son los más temibles enemigos de la quietud de las monarquías en casos semejantes.

Arraigada en los jesuitas desde su tierna edad la íntima persuasión que se les procura imprimir de la bondad de su régimen, y de lo lícito y aún meritorio de sus máximas hacia el interés y la gloria de la Compañía, reciben con facilidad todas las especies que se procuran sembrar después en sus ánimos contra los que reputan enemigos de la felicidad de su cuerpo.

De aquí dimana ser los jesuitas llamados inocentes o de buena fe los que con más fuerza obran y declaman contra las personas y gobierno, contra quienes se les ha infundido el horror y el odio. Persuadidos interiormente a que son verdades las imposturas, o a que es lícito usar de los medios que apoyan sus escritores y su régimen, carecen de mucha parte del estímulo de la propia conciencia, y obran con la constancia de fanáticos.

Quien conociere a los jesuitas radicalmente y hubiese tocado las funestas experiencias de su conducta uniforme, oirá con desprecio la vulgar objeción de que no se distinguen los inocentes de los culpados, y de que se castigue a todos.

En todos ha sido igual el lenguaje, la aversión y la conducta para encender las sediciones, siendo los que se pueden llamar inocentes los instrumentos más efectivos del proyecto abominable. Sería una estupidez sin ejemplo el movimiento y el uso de las manos a un furioso, solo porque hiere sin advertencia del delito.

No hay, pues, que esperar la reforma de la Compañía, ni pueden los soberanos sosegarse mientras subsista. Arrojados de Francia, tuvieron valor en sus correspondencias para afirmar que sería conveniente que la Inglaterra abatiese aquella corona para que mejorasen los negocios de los jesuitas. Tuvieron también valor para dar preferencia a los príncipes protestantes respecto de los católicos, diciendo que los primeros no perseguían a la Compañía.

¿Qué no dirán y meditarán ahora contra la España? ¿Y qué no se deberá recelar de quienes tienen tales deseos, si hallan alguna oportunidad de efectuarlos?

Ni llegaría el caso de fenecerse esta memoria si se hubiese de entrar en el pormenor de muchos excesos de los jesuitas y en las innumerables especies que se han ido descubriendo y van comprobando cada día.

Sería también inútil recordar al instruido pontífice, que dignamente ocupa la cátedra de San Pedro, la antigüedad de los desórdenes de la Compañía desde que se empezó a corromper su gobierno: las conmociones y escándalos de que ha sido causa en casi todos los reinos de la cristiandad: las expulsiones que ha padecido de los más de ellos: y sus opiniones regicidas y laxas, destructoras de la subordinación, de la sana moral y de la perfección del cristianismo.

Todo consta muy bien al padre común de los fieles, y aún le consta más dentro de Roma y de sus archivos tiene S. S. las pruebas de la obstinación de los jesuitas y de sus inobediencias a la Santa Sede cuando no se ha conformado ésta con sus opiniones y designios. Allí están las noticias auténticas de los ritos gentílicos, y de sus artes para sostenerlos, engañar al mundo e indisponer a los monarcas con el vicario de Cristo. En los mismos archivos constan las resoluciones tomadas ya por un santo pontífice para empezar a extinguir este cuerpo obstinado y rebelde.

Si esta sociedad fue conveniente, si fue útil en sus principios a la edificación cristiana, ya está visto que ha degenerado y que solo camina a la destrucción. Los protestantes censuran el disimulo y la tolerancia con los perturbadores de los Estados; y vendrán más fácilmente a la reunión, apartada la repugnancia a un cuerpo, cuyos desórdenes han creído falsamente estar apoyados en las máximas del catolicismo. La religión y la Iglesia anhelan por su quietud y por la paz. Y el rey como protector e hijo el más reverente de la misma Iglesia no podrá menos de clamar incesantemente hasta que el sucesor de San Pedro consuele a la cristiandad con el día sereno de la extinción de las inquietudes y turbaciones, que parece haberse reservado para su tiempo, y gloria inmortal de su pontificado.

Es para nosotros indudable que en este documento están sumariamente contenidas las causas que el Consejo y el soberano tuvieron, el uno para aconsejar, el otro para decretar la expulsión y el extrañamiento, como lo es también que estas mismas fueron sobre las que se formó el expediente de pesquisa, en que hubieron de resultar más o menos legalmente probadas. Nosotros no nos proponemos ahora juzgar de la verdad ni de la justificación de las causas que se alegaron: bien que anticipemos que muchas de ellas ni aparecen bastante probadas, ni nos parecen verosímiles, al presente no nos cumple sino narrar y exponer, como lo hemos hecho, sin apasionamiento y con imparcialidad, los antecedentes y las causas que prepararon y motivaron, con justicia o sin ella, la durísima medida del extrañamiento de los jesuitas españoles.




{1} Beccatini, Vida de Carlos III, libro II.

{2} Confiésalo así el P. Fr. Fernando Cevallos en su Memoria sobre la extinción y extrañamiento. «Desde este instante se resolvió el Delenda est Carthago:» son sus palabras, al hablar de la elevación de Roda al ministerio.

{3} Persuadido de esto estaba Carlos III, cuando escribía: «No sé que hacen los jesuitas con ir moviendo tales historias, pues con esto siempre se desacreditan más, y creo que tienen muy sobrado con lo que ya tienen.» Carta a Tanucci, de 17 de marzo, 1761.

{4} Hállase toda esta correspondencia en un tomo MS. de la biblioteca de la Real Academia de la Historia titulado: Varios de Historia eclesiástica, señalado E, 1761.

{5} El rey contestó a esta representación del Consejo de la Suprema con las siguientes lacónicas y significativas palabras: «Me ha pedido el inquisidor general perdón, y se lo he concedido. Ahora admito las gracias del tribunal, y siempre le protegeré: pero que no olvide este amago de mi enojo, en sonando inobediencia:» 8 de setiembre de 1761.– Tomo de Varios de Historia eclesiástica, MS. pág. 103.

{6} Puede verse también copia de esta Memoria en la misma colección de documentos antes citada.– Hállanse también varios de estos entre los papeles de jesuitas de la propia corporación, señalados N. 6, N. 7 y siguientes.

{7} Estos ocho ministros fueron: el conde de Villanueva, don Manuel Ventura Figueroa, don Isidro Gil de Jus, don Miguel de Nava, don Pedro de Cantos, don Pedro Martínez Treigo, don Francisco de Salazar y don Pedro Ric.

{8} Véase el capítulo III.– Cartas de Tanucci al abate Centomani, agosto y setiembre de 1763.

{9} Otra relación del destierro del inquisidor general don Manuel Quintano Bonifaz, con sus causas y consecuencias, se encuentra en otro tomo en folio de papeles varios de Estado, de la biblioteca de la Real Academia de la Historia, el XIII de la colección, señalado B, 131.

{10} «Memorial-ajustado, hecho de orden del Consejo pleno, a instancia de los señores fiscales del expediente consultivo, visto por remisión de S. M. a él: sobre el contenido y expresiones de diferentes cartas del reverendo obispo de Cuenca don Isidro de Carvajal y Lancaster.»

En este memorial, que se imprimió en 1768, y forma un tomo en folio de 348 páginas, se encuentran todos los documentos oficiales que nos sirven para esta relación.

{11} Testimonio del acto, librado por el fiscal Campomanes, MS.– Archivo de Simancas, leg. 582 de Gracia y Justicia.

{12} De once artículos consta esta pragmática: he aquí el texto de los dos primeros, que son de los más esenciales: «I. Que se presenten en el Consejo antes de su publicación y uso todas las bulas, breves, rescriptos y despachos de la curia romana que contuviesen ley, regla u observancia general, para su conocimiento, dándoseles el pase para su ejecución en cuanto no se opongan a las regalías, concordatos, costumbres, leyes y derechos de la nación, o no introduzcan en ella novedades perjudiciales, gravamen público o de tercero.– II. Que también se presenten cualesquiera bulas, breves o rescriptos, aunque sean de particulares, que contuvieren derogación directa o indirecta del Santo Concilio de Trento, disciplina recibida en el reino, y concordatos con la corte de Roma, los notariatos, grados, títulos de honor o los que pudieren oponerse a los privilegios y regalías de la corona, patronato de legos y demás puntos contenidos en la ley 25, título 3, libro I de la Recopilación.» A este tenor los demás.– Sánchez, Colección de pragmáticas, cédulas, &c.

{13} Merece ser conocido todo el contenido de esta real cédula: «I. Que el tribunal de la Inquisición diga a los autores católicos, conocidos por sus letras y fama, antes de prohibir sus obras, y no siendo nacionales o habiendo fallecido, nombre defensor que sea persona pública y de conocida ciencia, arreglándose al espíritu de la constitución Sollicita et provida del SSmo. Padre Benedicto XIV y a lo que dicta la equidad.

»II. Por la misma razón no embarazará el curso de los libros, obras y papeles a título de interim se califican. Conviene también se determine, en los que han de expurgar, desde luego los pasajes o folios, porque de este modo queda su lectura corriente, y lo censurado puede expurgarse por el mismo dueño del libro, advirtiéndose así en el edicto, como cuando la Inquisición condena proposiciones determinadas.

»III. Que las prohibiciones del Santo Oficio se dirijan a los objetos de desarraigar los rigores y supersticiones contra el dogma, al buen uso de la religión, y a las opiniones laxas que pervierten la moral cristiana.

»IV. Que antes de publicarse el edicto se presente a S. M. la minuta por medio del secretario del despacho de Gracia y Justicia, y en su falta por el de Estado, como se previno en la citada real cédula de 18 de enero de 1761, suspendiendo la publicación hasta que se devuelva.

»V. Y que ningún breve o despacho de la corte romana tocante a la Inquisición, aunque sea de prohibición de libros, se ponga en ejecución sin noticia de S. M. y sin haber obtenido el pase del Consejo, como requisito preliminar e indispensable.» Colección de reales cédulas de 1726 a 1777.– Sánchez, Colección de pragmáticas, cédulas, de 1726 a 1777.– Sánchez, Colección de pragmáticas, cédulas, &c.

{14} Por ejemplo el titulado: Memorias históricas sobre los negocios de los jesuitas, por el abate Platel.– Problema histórico sobre quién ha hecho más daño a la iglesia cristiana, si los jesuitas o Lutero y Calvino, Utrecht, 1763.– Annales de la societé soi disant jesuites; París, 1764.– Extractos de las aserciones peligrosas y perniciosas en todo lo que los llamados jesuitas han sostenido, &c. París, 1762.– Anatomía jesuítica… y otros escritos que sería largo enumerar, contra los cuales ellos se veían obligados a escribir sus defensas.

{15} El escrito de Pombal se titulaba: Relación compendiada de la república que los religiosos jesuitas de España y de Portugal han establecido en los dominios de Ultramar de las dos monarquías, y de la guerra que allí han sostenido contra los ejércitos españoles y portugueses; sacada de los registros de la secretaria de los dos principales comisarios y plenipotenciarios, y de otros documentos auténticos.

En la ley de expulsión, después de lamentar el monarca la inutilidad de sus esfuerzos por reducir los regulares de la Compañía a la observancia de su santo instituto, invalidados, dice, por tantos, tan extraños y tan inauditos atentados, y de asegurar que subsista en su reino un intensísimo plan para la última ruina de su real persona por parte de los jesuitas, y que después de haber errado el sacrílego golpe intentado contra su vida la noche del 3 de setiembre del año último, conspiraban a cara descubierta contra su fama, maquinando imposturas en unión con sus socios de otras religiones de Europa, pasa a la parte dispositiva de la ley, y dice: «Declaro que los sobredichos regulares de la referida reforma, corrompida deplorablemente, enajenados de su instituto, y manifiestamente indispuestos con tantos y tan abominables vicios para volver a la observancia de él, por notorios rebeldes, traidores, adversarios y agresores que han sido y lo son naturalmente contra mi real persona y estados, y contra la paz pública de mi reino y dominios, y contra el bien común de mis fieles vasallos; ordeno que como a tales sean habidos, tenidos y reputados, y los tengo desde luego por efecto de esta presente ley por desnaturalizados, proscriptos y exterminados, mandando que efectivamente sean expulsos de todos mis reinos y dominios, para no poder jamás entrar en ellos, y estableciendo debajo de pena de muerte natural e irremisible, y de confiscación de todos los bienes para mi fisco y cámara real, que ninguna persona, de cualquiera estado y condición que sea, dé en mis reinos y dominios entrada a los sobredichos regulares, o cualesquiera de ellos, o que con ellos junta o separadamente tenga cualquier correspondencia verbal o por escrito, aunque hayan salido de la referida sociedad, y que sean recibidos y profesos en cualesquiera otras provincias de fuera de mis reinos y dominios, a menos que las personas que los admitieren o practicaren no tengan para eso inmediata y especial licencia mía, &c.»- Copia de la ley de 3 de setiembre de 1759, publicada en Lisboa: MS. Papeles de jesuitas de la Real Academia de la Historia.

Nosotros no juzgamos ahora de la justicia o injusticia de la expulsión de los jesuitas de Portugal: hacemos el oficio de simples narradores, y la citamos solo como un antecedente histórico de lo que había acontecido en otras partes antes del extrañamiento de los de España. Tampoco nos incumbe ni hacer una relación minuciosa, ni desentrañar ahora las causas de aquel suceso, ni deslindar y calificar la conducta respectiva que en el asunto observaron el rey José, el ministro Pombal, los papas Benedicto XIV y Clemente XIII; los cardenales Passionei y Saldanha, y los demás que en él intervinieron. Documentos importantes tenemos a la vista que nos sirven para formar nuestro juicio. Respecto al orden cronológico de todo lo que aconteció en Portugal hasta la expulsión puede consultarse a Crétineau-Joly, que consagra a esta materia todo el cap. 3º del tomo V de su Historia religiosa, política y literaria de la Compañía de Jesús, bien que con aquel apasionamiento en favor de la Compañía que es conocido y que no oculta nunca este escritor.

{16} La misma razón que para lo de Portugal tenemos para no referir aquí todo lo que pasó en Francia antes de la suspensión y extrañamiento de la Compañía de Jesús: las imputaciones que se le hacían, el atentado de Damiens a la vida de Luis XV, las especulaciones mercantiles del P. Lavalette en la Dominica y el proceso que se le formó, la conducta del duque de Choiseul, de Luis XV, y del Parlamento, la consulta a los obispos de Francia y su respuesta, los escritos contra la sociedad, el extracto de las aserciones, la expulsión de los colegios, la asamblea extraordinaria del clero de Francia, el decreto del Parlamento de París, la confiscación de los bienes de la Compañía, &c.– Crétineau-Joly dedica a esto el capítulo 4º del tomo V de su Historia, sobre cuya obra repetimos la advertencia de antes. Puede verse también la obra del P. Ravignan, titulada: Clemente XIII y Clemente XIV, cap. III, que lleva por epígrafe: Clemente XIII y la Francia.

{17} Dictámenes de los fiscales del Consejo, Campomanes y Sierra (17 de julio, 1764), proponiendo la admisión en España de los jesuitas expulsos de Francia: MS. de la Real Academia de la Historia, Papeles de jesuitas.

{18} En carta al cardenal Torrigiani, de 19 de marzo de 1765.

{19} Sobre esta especie, que a nosotros nos parece inverosímil, escribía el embajador de España en París conde de Fuentes al marqués de Grimaldi: «Pero aun ha sido mayor la consternación que ha producido (en París) una carta del marqués de Ossun. Escribe este embajador al duque de Choiseul que el rey N. S. le había hablado de la necesidad y motivos que le habían precisado a tomar esta sensible resolución para la seguridad de su persona y tranquilidad de sus pueblos, que el desgraciado suceso del domingo de Ramos felizmente se anticipó al día señalado, que era el Jueves Santo, con el execrable proyecto que horroriza solo en presentarse a la imaginación, y por la precisión en que me hallo de dar cuenta a V. E. pongo en cifra las precisas palabras, para que no se vean escritas, aunque aquí se hayan publicado. Que el proyecto era de exterminar la misma persona y toda la real familia, (esto es lo que en el despacho venía en cifra). Dice también el embajador que se habían visto los jesuitas disfrazados de capa y sombrero redondo con los del tumulto, animándolos y conduciéndolos; que S. M. le había dicho que todos le habían aconsejado la precisión de tomar esta providencia, aun los que eran apasionados a los mismos jesuitas…» El conde de Fuentes al marqués de Grimaldi; París, 8 de mayo de 1767.– Archivo del Ministerio de Estado.

{20} En una larga serie de artículos, publicados en este mismo año de 1857 en el diario monárquico titulado La Esperanza contra el más moderno historiador del reinado de Carlos III señor Ferrer del Río, en todo lo que ha estampado relativo a los jesuitas, uno de los puntos principales de su polémica versa sobre las causas en que el Consejo extraordinario apoyó la consulta de su expulsión y extrañamiento. La Esperanza sostiene que en la consulta de 30 de abril de 1767 expresó el extraordinario todos los motivos que tuvo para aconsejar y que produjeron la providencia, y las reduce a diez. El señor Ferrer del Río afirma y protesta que la referida consulta no contiene las causas de la ruidosa medida.– Creemos que ambos contendientes tienen razón en parte, y que en parte van errados también. La tiene el historiador en decir que aquella consulta no es una exposición de causas, y en añadir que no tenía para qué serlo. En efecto, el objeto de la consulta no era este; era proponer al rey la contestación que había de dar al breve que el papa Clemente XIII le había dirigido desaprobando la medida y excitándole a que la revocara: y como el papa en aquel documento encomiaba la Compañía y citaba hechos y casos en su elogio, el Consejo para apoyar su consulta fue rebatiendo uno por uno los motivos de alabanza que encontraba el pontífice. No era pues el objeto de aquel escrito, hecho solo para gobierno de S. M., enterarle de las causas del extrañamiento, pues sobradamente las sabía el rey; y en esto damos la razón al historiador citado, y creemos que carece de ella La Esperanza. Pero sin duda alguna los consejeros, sin proponérselo, y ex abundantia cordis dejaron traslucir en los considerandos de la consulta las causas principales que los habían movido a proponer la célebre providencia: y en este sentido no deja de asistir fundamento a los que en el citado diario impugnan al historiador.– Para comprender esto no hay sino leer íntegro el texto literal de la consulta, que ambos habrán tenido presente como nosotros. Algo de apasionamiento en opuesto sentido ha podido conducir de buena fe a divergencias que en nuestro concepto han podido evitarse, al menos sobre la inteligencia de la consulta de que tratamos.

{21} No deja de ser notable y curioso que los escritores protestantes, alemanes, ingleses y franceses hayan sido los que más fuertemente han censurado la providencia de Carlos III como anticatólica, los que más han defendido la inculpabilidad de los jesuitas, y los que han atribuido su expulsión a intrigas de malos católicos y a las causas últimas que acabamos de exponer. Y no es menos notable que escritores consagrados a la defensa de los jesuitas hayan ido a buscar su apoyo exclusivamente en los escritos de los protestantes William Coxe, Leopoldo Ranke, Schœll, Adan, Juan Muller y Sismondi.

Esto es lo que hace, y estos escritores son los que cita con preferencia el P. Ravignan en su obra Clemente XIII y Clemente XIV; y estos mismos los que cita también con predilección el más acérrimo panegirista del Instituto de Loyola, Crétineau-Joly, en el cap. IV del tomo V de la Historia de la Compañía.

A propósito de este escritor, y para que pueda juzgarse de la fe que en lo relativo a España deba dársele, no podemos dejar de advertir algunas inexactitudes en que incurre. Dice Joly seriamente que los padres de la Compañía fueron los que sosegaron el motín de Madrid con una asombrosa facilidad en medio de la mayor irritación. Que Carlos III fue siempre y hasta que se recibió la carta apócrifa del padre Ricci afecto y apasionado de los jesuitas. Que el movimiento fue preparado por el duque de Choiseul, de acuerdo con el conde de Aranda, ambos enemigos de la religión católica y de los reyes. Que Esquilache fue reemplazado en el ministerio por Aranda. Y después de otras especies tan inexactas como estas inserta una carta del rey al conde de Aranda (que ni nos dice, ni sabemos de dónde puede haberla sacado), la cual concluye: «Si después del embarque quedase un solo jesuita, aun enfermo o moribundo, en vuestro departamento, sufriréis la pena de muerte.»– Todo esto está tan en contradicción con los documento oficiales, que no hay para qué detenerse a refutarlo.

{22} El fundamento que para decir esto tenemos es el siguiente.

Cuando en 1815 se trató del restablecimiento de la Compañía de Jesús en España, como en efecto se realizó, se pidieron de real orden a los ministerios de Estado y Gracia Justicia todos los papeles que obraban en uno y otro archivo relativos a la expulsión y extrañamiento de los jesuitas por Carlos III; hízose la remisión y fueron después devueltos. Hemos visto y examinado estos papeles, que son en su mayor parte documentos oficiales, y que con otros nos han servido para la narración que de estos sucesos hacemos. Mas no se encuentra entre ellos el expediente de pesquisa; por el contrario, nos ha llamado sobremanera la atención que el primero de los remitidos por Gracia y Justicia (compuestos de 21 fojas útiles) empieza con esta cláusula: «Supuesto lo referido, pasa el Consejo extraordinario a exponer su dictamen sobre la ejecución del extrañamiento de los jesuitas, y demás providencias consiguientes, para que tenga debido y arreglado orden y cumplimiento en todas sus partes…»

Sigue lo que el Consejo extraordinario de 29 de enero de 1767 expuso a S. M. en vista de la pesquisa reservada, la resolución del rey, todo a la letra, la consulta de la junta del Pardo, con la aprobación de S. M. al margen, &c.

La cláusula: Supuesto lo referido, indica evidentemente que existió o debió existir el documento que sirvió de fundamento al dictamen del Consejo y a la real resolución, el cual no podía ser otro que el proceso de la pesquisa reservada. Este sin embargo no existe; nosotros ignoramos la causa de este vacío, sobre la cual podrán discurrir nuestros lectores según su juicio.