Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo IX
Estado de Europa
Islas Malvinas. Marruecos. Argel. Portugal
De 1764 a 1777

Situación de la Italia, favorable a los Borbones.– Engrandecimiento de Rusia.– Suecia, Dinamarca, Holanda.– Austria y Prusia.– Memorable repartimiento de la desgraciada Polonia.– Estado interior y exterior de la Francia.– Agitaciones en Inglaterra.– Desacuerdo entre el gobierno británico y los Borbones.– Cuestión de la Luisiana.– Ocupación de Córcega por los franceses.– Incorporación de la isla a la corona de Francia.– Origen de la famosa cuestión sobre las islas Malvinas.– Arrojan de ellas los españoles a los ingleses.– Indignación en la Gran Bretaña.– Temores de guerra.– Opina por ella el conde de Aranda.– Extraño giro que se da a este asunto.– Negociaciones.– Conducta de los ministros español, inglés y francés.– Debilidad de Carlos III.– Vigorosa entereza del conde de Aranda.– Novedad en la corte de Versalles.– Caída de Choiseul.– Desenlace inopinado de la cuestión de las Malvinas.– Mal comportamiento de Luis XV con Carlos III.– Carta del emperador de Marruecos al rey de España, y guerra que ocasiona.– Sitio de Melilla.– Se restablece la paz a petición del marroquí.– Desgraciada y funesta expedición enviada contra Argel.– Injustificable ligereza del conde de O'Reilly.– Derrota y desastres del ejército español.– Indignación pública contra O'Reilly.– Disgusto general contra el ministro Grimaldi.– Completo abandono y aislamiento en que se ve.– Sostiénele el monarca contra el torrente de la opinión.– Nuevos disgustos obligan a Grimaldi a hacer resueltamente renuncia del ministerio.– Admítela el rey.– Es enviado a Roma.– Floridablanca ministro de Estado.– Caída de Tanucci en Nápoles, y de Pombal en Lisboa.– Disputa y guerra entre Portugal y España sobre las colonias de América.– Triunfos de los españoles en las costas del Brasil.– Muerte de José I de Portugal.– Cambio de política.– Paz entre Portugal y España.– Tratado de límites.– Estrecha alianza entre ambas cortes.
 

Pasemos ahora una rápida revista a la situación en que se encontraban a este tiempo los diferentes Estados de Europa, y veamos algunos sucesos exteriores que ocuparon la atención, la política y las fuerzas de España en el antiguo y en el nuevo mundo, para venir otra vez a las importantes reformas administrativas que en este período se habían realizado en lo interior del reino.

La situación general de Europa era más propia para halagar y favorecer las esperanzas y los planes de los Borbones que para contrariarlos. Los Estados grandes y pequeños de Italia estaban directa o indirectamente dominados por ellos; Roma, o humillada o en continuo conflicto bajo la influencia de su poder; y Cerdeña, árbitra de Italia en otro tiempo, circundada ahora de Estados pertenecientes a los Borbones, encadenada con alianzas y reducida a la nulidad. Alemania y las potencias del Norte viendo a Rusia engrandecerse con Catalina II y esperando con ansiedad el resultado de su guerra con la Puerta Otomana, en que ya demostró sus codiciosas miras sobre Constantinopla. Suecia, devorada por las facciones de los gorros y de los sombreros, que produjeron al fin la revolución de 1772, y la guerra de Gustavo III con la Rusia. Dinamarca y Holanda demasiado débiles entonces para ser temidas ni tomar parte en las grandes cuestiones europeas. Austria y Prusia, si bien divididas por su rivalidad política, meditando ya obrar de concierto entre sí y con el imperio moscovita para consumar entre los tres la nefanda repartición de la desgraciada Polonia, víctima de sus discordias intestinas, y ejemplo triste que recordará perpetuamente a los pueblos la verdad de aquella sentencia terrible: Omne regnum in se divisum… Honra será siempre de Carlos III de España el haber vituperado con palabras explícitas, ya que otra cosa no pudo hacer entonces, aquel crimen político de tres naciones poderosas, contra el cual se sublevan todavía la conciencia, el derecho y la justicia humana.

«La ambición y la usurpación (dijo Carlos con tono violento, extraño en su carácter sosegado), no me sorprende por parte del rey de Prusia y de la emperatriz Catalina, pero no esperaba tanta falsedad y perfidia por parte de la emperatriz-reina.» «Si otras potencias, dice un historiador extranjero, hubieran tenido los mismos sentimientos, habría ciertamente España abrazado la causa de los polacos; pero en una ocasión tan solemne vio que los planes de Francia estaban cubiertos con la misma oscuridad que cubría los proyectos que ella meditaba…{1}»

Acerca de la situación de la Francia hace un historiador la siguiente pintura, que no carece de verdad. «Francia, dice, ofrecía una mezcla singular de zozobra, flaqueza, malestar y miseria interior, de agresión y provocación exterior. El rey, entregado única y exclusivamente a sus goces, cuidaba poco del honor nacional; todo era para él indiferente, con tal que le dejaran gozar tranquilamente de los placeres voluptuosos. Una nueva favorita{2}, salida de las sentinas del vicio y de la relajación, se ocupaba ya en urdir tramas a fin de ostentar su poder con la misma magnificencia y publicidad que sus antecesoras. Ayudábale un enjambre de parientes y agentes de poca valía que la tenían asediada, y agitaban la corte con intrigas criminales. Esta turba cedía al influjo de una clase más elevada de intrigantes que se valían de la influencia naciente de la nueva manceba a fin de suplantar al ministro que se oponía a sus proyectos y perjudicaba sus intereses. La nación, agobiada de deudas, se hallaba sin hombres ni dinero, y el envilecimiento vergonzoso en que había caído la desalentaba tanto como sus últimos reveses. La antigua nobleza, que en todos tiempos se vanagloriaba de ser el apoyo del trono, se apartaba del soberano renunciando voluntariamente a la corte y al poder. Los parlamentos estaban en abierta guerra con la autoridad real… El ministro Choiseul, cuyo espíritu turbulento se gozaba en sembrar la discordia en todas las cortes, continuaba aferrado a sus planes con indecible obstinación, sin pensar en las consecuencias que podrían traer. Consideraba las guerras y conmociones como único medio de conservar su vacilante poder, que asediaban cohortes de enemigos. Hizo cuanto le fue posible por empeñar a su nación en empresas superiores a sus fuerzas. Acorde en todo con el ministro español, preparaba en silencio, pero con mucha destreza y habilidad, los medios de declarar de nuevo la guerra a Inglaterra, se sometía al ejército a un sistema nuevo de disciplina… &c.{3}»

Inglaterra, la única nación que parecía interesada y celosa de la marcha de las cortes de Madrid y de Versalles, se hallaba también agitada por convulsiones interiores, cuales no se habían sentido en aquel país hacía cerca de un siglo. Los cambios frecuentes de la administración, que había pasado sucesivamente de las manos de lord Bute a las de Grenwille, a las de Rockinghan, segunda vez a las de Pitt, y de las de éste al duque de Grafton, los impuestos odiosos que había dejado tras sí cada uno de estos gobiernos, las cuestiones relativas a garantías generales, y otros motivos de turbaciones y de alarmas, habían desvirtuado la fuerza del gobierno; el ejército y la marina estaban desatendidos, reinaba un monstruoso desorden, y no se adoptaba sistema constante y fijo de política ni en lo interior ni en lo exterior. De este estado se aprovecharon los ministros de Francia y España para terminar entre sí el arreglo de una cuestión, que debía evitar en lo sucesivo todo desacuerdo entre ambas cortes, a saber: la cesión de la Luisiana hecha por Francia a la nación española, y que se notificó formalmente (21 de abril, 1764) a los habitantes de aquella colonia.

No dejó de ofrecer todavía dilaciones y dificultades este negocio, por la resistencia de los naturales a pasar de una a otra dominación, y a reconocer al gobernador don Antonio Ulloa que fue enviado de España. Pero la insistencia del gobierno francés en que se realizase la cesión, su respuesta en este sentido a los diputados que fueron a representarle el profundo pesar que les causaba verse separados de Francia, el envío de cinco mil soldados españoles desde la Habana, mandados por el general O'Reilly, y la mediación y amonestaciones del gobernador y magistrados franceses, pusieron término a una resistencia que ya había estallado en insurrección: murieron sus jefes, unos a manos del verdugo y otros en los calabozos, y los españoles tomaron posesión de la Luisiana, bien que con ella, como observa un escritor, no hicieron sino agregar un desierto a su imperio.

Otro hecho acabó de llenar de indignación al pueblo inglés, más aún que a su gobierno, contra las dos cortes borbónicas, y principalmente contra Francia, a saber: la ocupación y apropiación que de la isla de Córcega hicieron los franceses. El ministro Choiseul, que deseaba sacar partido de la lucha en que se hallaban empeñados aquellos isleños con los genoveses sus antiguos señores, lucha de independencia y de heroísmo sostenida por el célebre y valeroso patriota Pascual Paoli, aprovechose de la debilidad de ambos pueblos contendientes para apoderarse de Córcega, alegando haberle sido cedida a la Francia en 1768. Como una usurpación manifiesta se miró esta ocupación en la Gran Bretaña, donde la presencia del patriota Paoli que allí se refugió acabó de irritar al pueblo británico contra la Francia. A reclamar la evacuación de la isla pasó el ministro Rochefort a París; pero Choiseul se mantuvo firme, faltole vigor y resolución al gobierno inglés, y dejando entibiar el entusiasmo popular, poco a poco fue contemporizando, y el resultado fue quedar desde entonces la isla de Córcega incorporada al territorio de la Francia{4}.

Pero terciose otra cuestión, que puso todavía más en peligro la paz siempre amenazada entre las tres naciones desde el Pacto de Familia. En 1764 el célebre navegante francés Bougainville tomó posesion de la parte más oriental de las islas Malvinas, llamadas por los ingleses Falkland, como a cien leguas de Costa-Firme y otras tantas de la embocadura del estrecho de Magallanes, y formó allí una colonia con el título de Puerto-Luis, en memoria del rey de Francia. Los ingleses pretendían tener derecho a aquellas islas como primeros descubridores, por haber llegado a ellas algunos de sus marinos antes que los de otros países, y en 1766 establecieron en su parte occidental una colonia con el nombre de Puerto Egmont en honra del primer lord del Almirantazgo. España, que las consideraba suyas como próximas al continente cuyo derecho nadie le disputaba, quejose formalmente al gobierno francés de la ocupación de aquel territorio, pidiendo su evacuación, y el gabinete de Versalles estimó justa la demanda, en cuya virtud partió Bougainville a hacer entrega de las islas al gobernador nombrado por el monarca español, que tomó posesión de ellas a nombre de su soberano (1º de abril, 1767), cambiándose la denominación de Puerto-Luis en la de Puerto-Soledad.

El gobernador inglés de Puerto-Egmont, que lo era el capitán Hunt de Tamar, intimó al español, Ruiz Puente, la evacuación de la isla en el término de seis meses, como propiedad de la Gran Bretaña. Contestó el español dignamente que esperaba instrucciones de su soberano, defendiendo entretanto los derechos de su nación. Las instrucciones le fueron dadas al poco tiempo al capitán general de Buenos-Aires don Francisco Buccarelli, reducidas a que lanzara por la fuerza a los ingleses de los establecimientos que tuviesen en las islas, si no bastaban para ello las amonestaciones arregladas a las leyes (febrero, 1768). En efecto no bastaron las amonestaciones que hizo en todo aquel año el gobernador Ruiz Puente. Así fue que en el inmediato (1770) salió de Buenos-Aires el capitán Madariaga con tropa y artillería suficiente, y presentándose uno de sus barcos a la vista de Puerto-Egmont, intimó la evacuación de la isla a los ingleses. No tenían éstos a la sazón fuerzas suficientes para resistir a las españolas, en cuya consecuencia hicieron la devolución y entrega de la colonia, deteniendo el español los buques británicos en el puerto por más de veinte días, a fin de que ni a Inglaterra ni a otra parte alguna pudiera llegar la noticia de este golpe de mano antes que a España. De este modo consiguió que el gobierno inglés nada supiese hasta que se lo comunicó por medio de una nota el embajador español príncipe de Masserano{5}.

Unido este suceso a la prohibición absoluta y bajo severísimas penas que hizo Carlos III por pragmática de 24 de junio (1770) de la introducción y consumo de las muselinas en España, de que tanto lucro sacaba el comercio inglés{6}, irritó a la nación británica contra el monarca, y publicose allá un grosero libelo, principalmente contra él, pero también contra los demás soberanos de su familia. Parecía que la consecuencia inmediata de todo esto habría de ser la declaración de guerra, tanto más, cuanto que habiendo convocando el rey Jorge III el parlamento (noviembre, 1770), en su discurso apenas habló de otra cosa que de sus diferencias con motivo de las islas de Falkland, y de las medidas que había tomado para obtener pronta y cumplida satisfacción, en cuya virtud ambas cámaras le votaron subsidios y le dirigieron mensajes aprobando la conducta del gobierno.

Por la guerra se pronunció en España el conde de Aranda al evacuar una consulta que sobre todos aquellos incidentes se le hizo: y en su informe no solamente alegaba multitud de razones que aconsejaban su conveniencia y oportunidad, sino que desenvolvía un extenso plan de agresión, juntamente con un sistema de defensa y seguridad interior del reino, señalando los puntos a que habían de enviarse las fuerzas navales de España para perjudicar a Inglaterra más en sus intereses mercantiles que en sus armas y dominios, las plazas que convenía reforzar y los lugares en que deberían distribuirse las tropas de tierra: informe ciertamente más propio de general práctico y entendido que de presidente del Consejo de Castilla, que todo lo era a la vez el conde de Aranda{7}.

Viose no obstante con extrañeza que por parte de la Gran Bretaña, en vez del rompimiento que pedía el clamor popular, y que sin duda en tiempo del ministro Pitt se hubiera inmediatamente realizado, se apeló a la negociación y a las reclamaciones: y es que lord North temía empeñarse en una guerra que podía ser muy costosa al reino si Francia se unía a España, y a estorbar esta unión se aplicó el ministerio{8}. Fue pues enviado a París lord Rochefort, representante de Londres en España, quedando aquí su secretario el caballero Harris, más tarde conde de Malmesbury, que a la edad de veinte y cuatro años comenzó en este delicado negocio a acreditar su gran talento diplomático. A este encomendó el gobierno inglés la reclamación de que el español desaprobara la conducta de Buccarelli en el asunto de las Malvinas, y que repusiera las cosas en el estado que tenían antes de la ocupación.

Si extrañeza causó el sesgo que se dio a la cuestión por parte de Inglaterra, no fue menos extraño el rumbo que tomó por parte de España. El ministro Grimaldi, lejos de obrar conforme al dictamen de Aranda, y haciendo continuas protestas de sus pacíficas intenciones, contestó al representante inglés que se remitía a las instrucciones que sobre el asunto tenía ya el embajador español en Londres, príncipe de Masserano. Y entretanto, bien que sin dejar de hacerse en una y otra nación algunos preparativos de guerra, esforzábase por hacer valer con el gabinete de Versalles el pacto de familia, a que más que nadie había cooperado, siquiera para rehusar la satisfacción que pedía la Inglaterra. Las instrucciones que tenía el de Masserano abrazaban tres proyectos de contestación a la reclamación de los ingleses, en los cuales se iba gradualmente cediendo a su exigencia, pero reconociendo en todos que aquellos habían sido arrojados con violencia de las Malvinas. Esta débil confesión anunciaba ya bastante el término que podría tener este negocio. Llegose a hacer la proposición de ceder las islas, pero salvando los derechos del rey de España a ellas, y permitiendo que se reinstalaran allí los ingleses con su consentimiento. Pero el gabinete británico persistía en que se desaprobase a secas la conducta de Buccarelli, y en que se restituyera la isla sin condiciones. Harto vio aquel general la debilidad del gobierno español, y ya pudo calcular que sería víctima de ella, cuando recibió una orden en que se le prevenía que no manifestara la que se le había dado en 25 de febrero para expulsar los ingleses de las islas.

Con vigoroso espíritu expuso en vista de todo esto el marqués de Caraccioli, ministro de Nápoles en Londres, que era indispensable declarar la guerra a los ingleses antes que la empezasen ellos, proponiendo además una expedición contra Jamaica, entonces totalmente desprovista. Pero con mucha más vehemencia y con mucho más fuego se explicó el conde de Aranda, de nuevo consultado sobre el asunto. Después de reprobar la cláusula en que se reconocía haber sido expulsados con violencia los ingleses, «porque semejante confesión propia (decía) vigoriza la queja e intento de que se les satisfaga lisa y llanamente,» «violencia si que llamaría yo (añadía) a su establecimiento y a las amenazas que hicieron al gobernador de la Soledad, Ruiz Puente, para que abandonase el que legítimamente poseía. Esta violencia debía haberse vociferado, y no graduado nosotros mismos de tal la que no hicimos… Permítame, señor, V. M. que le haga presente que dos especies menos correspondientes, como confesar el haber procedido con violencia y desaprobar su orden propia, no podían haberse discurrido; contrarias al mismo tiempo para persuadir y aparentar su razón, infructuosas para sacar partido, denigrativas del honor de V. M., e indicantes de una debilidad que se prestaría a cualquiera ley que se le impusiese…»– Y después de reproducir mucho de lo que aconsejando la guerra había expuesto ya en su dictamen de 13 de setiembre, concluía: «Floten las escuadras inglesas la anchura de los mares; empléense en los convoyes de su comercio; desde luego aquellas padecen y consumen, y las naves mercantiles no pueden frecuentar los viajes sueltos, que son los que utilizan con la repetición. Vayan armadores a la América; benefíciense totalmente de las presas; interrúmpanse sus importaciones y exportaciones; dure la guerra; aniquílense sus fondos, y compren caro el alivio de una paz, renunciando a las prepotencias y ventajas con que actualmente comercian, moderándose igualmente en la vanidad del dominio de las aguas.{9}»

Por la guerra estaba también el general O'Reilly, que acababa de llegar de la Habana. Y ya con estos pareceres, ya con la confianza que Grimaldi tenía en que Choiseul haría que los ejércitos franceses se movieran en unión y de acuerdo con los españoles, desplegose la mayor actividad en el equipo de las escuadras, en la preparación y distribución de las tropas, y otras medidas, que todas anunciaban la proximidad de un rompimiento, y el triunfo del sistema de Aranda. Llegó el caso de mandar el gobierno inglés al caballero Harris que se retirara de Madrid, como lo cumplió, aunque quedándose a corta distancia por motivos personales suyos, y a su vez el príncipe de Masserano recibió órdenes de España para que saliera de Londres, bien que autorizándole a proceder según le indicara Choiseul. Y cuando ya Carlos III no aguardaba para declarar formalmente la guerra sino la noticia de que Luis XV estaba pronto a obrar de concierto con él, recibiose en Madrid la de la caída y destierro del ministro Choiseul y su reemplazo por el duque de Aiguillon, obra de la cortesana Dubarry, y a cuya intriga se supuso no haber sido extraña la Inglaterra.

He aquí la pintura que el embajador español en París, conde de Fuentes, hacía del estado de aquella corte: «La debilidad e insensibilidad de este soberano ha crecido hasta el más alto punto, no haciéndole fuerza sino lo que sugiere su metresa (sic), ni oyendo a nadie sino a ella, y a los que ella consiente que se acerquen a su persona: ella y los que la rodean piensan bajamente y sin sombra de principios de honor… Ella es quien ha forzado al rey, después de seis meses de repugnancia, a nombrar para el ministerio de los Negocios extranjeros a un hombre de tan perdida, o al menos de tan dudosa reputación en el reino como el duque de Eguillon (sic)… Mad. Du Barry es por fin quien influye generalmente, como dueña absoluta del ánimo del rey, en todos los negocios, y quien influye cada día más, creciendo como crecerá la indolencia y debilidad del rey, y la insolencia de esta mujer… Ha llegado a tal extremo el abandono del rey, que no falta quien tema que si cae con la edad en el extremo de la devoción, tome el partido de casarse con ella antes que abandonarla, y ya empieza a decirse que el matrimonio con Mr. Du Barry es nulo: he oído con dolor de mi corazón la especie de la posibilidad de este caso escandaloso, y citar el casamiento de madama de Scarron con Luis XIV. Antes de pasar adelante creo deber decir a V. E. que aunque hasta ahora no tenemos certidumbre de que los ingleses hayan corrompido con dinero a Mad. Du Barry, hay muy fundadas sospechas de que podrán ejecutarlo siempre que convenga… Los ministros que hay y habrá en esta corte mientras el rey viva serán elegidos por Mad. Du Barry; lo mismo es de creer suceda con los generales, si por desgracia sobreviene una guerra… &c.» Y sigue haciendo una detenida descripción de todos los personajes de la corte{10}.

Todo, pues, cambió de aspecto con esta novedad. La paz con Inglaterra había sido la condición con que el nuevo ministro de Francia había sido elevado al poder, y Luis XV anunció a Carlos III este cambio en carta escrita de su puño con estas lacónicas y significativas palabras: «Mi ministro quería la guerra, yo no la quiero.{11}» Pero el monarca francés olvidó en aquel momento que ni él ni su ministro estaban en libertad de querer la paz o la guerra, cualquiera que fuese su particular opinión o deseo, sino en obligación de cumplir la cláusula 12.ª del Pacto de Familia, por la cual al solo requerimiento de una de las partes contratantes estaba la otra en el deber de suministrarle los auxilios a que se había comprometido, sin que bajo pretexto alguno pudiera eludir la más pronta y perfecta ejecución del empeño. Puede fácilmente calcularse la impresión que haría en el ánimo de Carlos III, tan cumplidor de sus compromisos y tan consecuente en sus palabras, semejante declaración, y tan extraño e injustificable proceder, así como la sensación que produciría en el ministro Grimaldi ver de aquella manera burlada su confianza. Era evidente que España ni podía ni debía empeñarse ella sola en una lucha con la Gran Bretaña, y así la negociación sobre el asunto de las Malvinas tomó de repente otro rumbo, o por mejor decir, marchó hacia el desenlace que se había podido pronosticar de la primera debilidad.

En 22 de enero de 1771 hacia el embajador español en Londres ante el gabinete británico la vergonzosa declaración, «de que el comandante y los súbditos ingleses de la isla Falkland habían sido lanzados por la fuerza de Puerto-Egmont; que este acto de violencia había sido del desagrado de S. M. Católica; que deseando remediar todo lo que pudiera alterar la paz y buena inteligencia entre ambas naciones, S. M. desaprobaba dicha empresa violenta, y se obligaba a dar órdenes prontas y terminantes para que en el citado Puerto-Egmont de la Gran Malvina volvieran las cosas al ser y estado que tenían antes del 10 de junio de 1770, si bien la restitución de aquel puerto a S. M. Británica no debía ni podía afectar a la cuestión del derecho anterior de soberanía sobre las islas Malvinas.» Por su parte el rey Jorge III se dio con esta declaración por satisfecho, como no podía menos de suceder, de la injuria que había sufrido su corona. Dadas estas satisfacciones, se suspendieron los armamentos y se licenciaron las tropas por ambas partes. Lord Grantham fue nombrado embajador en Madrid; y Harris, que había regresado ya a la corte, recibió el carácter de ministro plenipotenciario, en cuyo concepto salió luego de Madrid a dar, dice un historiador de su nación, muestras de su capacidad diplomática en Berlín, San Petersburgo y la Haya{12}.

Tal fue el término y desenlace del ruidoso asunto de las Malvinas. Puerto-Egmont fue restituido a los ingleses, bien que más tarde le abandonaron por costoso e inútil, no mereciendo ciertamente ser un motivo constante de descontento y disgusto por parte de España. El capitán general Buccarelli, el hombre cuya conducta fue desaprobada por el rey, después de no haber hecho otra cosa que cumplir sus órdenes, fue nombrado gentil-hombre de cámara con ejercicio, como en desagravio, si este desagravio era posible, de habérsele hecho la víctima sacrificada a una mala política. El desenlace de la cuestión no fue popular ni en España ni en Inglaterra, y el convenio estuvo lejos de acallar los celos y resentimientos que hacía tiempo existían entre ambas naciones. Francia faltó abiertamente a los compromisos del Pacto de Familia y públicamente se censuraba su conducta; y Grimaldi, el principal autor de aquel pacto, y el más burlado en este desdichado negocio, fue también el que más padeció en la opinión de los españoles, nunca muy satisfechos de él, ya por sus actos, ya por su calidad de extranjero.

Mas no obstante el mal éxito de este negocio, y a pesar de la impopularidad de Grimaldi, y de sus desavenencias con el conde de Aranda, ya por la diferencia de sus genios y caracteres, ya por su diversa manera de entender y tratar las cuestiones, el marqués de Grimaldi, hombre de voluntad más flexible y de índole más acomodaticia que el impetuoso, porfiado e independiente Aranda, supo conservarse más tiempo en gracia de su soberano, parando aquellas desavenencias en triunfar el ministro de Estado del presidente del Consejo, y en alejarse Aranda de España dejando la presidencia de Castilla y pasando a desempeñar la embajada de París; de cuyo suceso y sus causas solo podemos hablar ahora incidentalmente, y como dato necesario para enlazar los demás acontecimientos exteriores que nos propusimos abarcar en este capítulo, y en que intervino Grimaldi como ministro de Estado.

Manteníase en este puesto y en la confianza del rey, cuando, trascurridos más de otros dos años, hallose Carlos III inesperadamente con una carta del emperador de Marruecos (19 de setiembre, 1773), en que le manifestaba que marroquíes y argelinos estaban acordes en no permitir que hubiese establecimientos cristianos en la costa africana desde Orán a Ceuta, y en su consecuencia estaban resueltos a atacar los que allí tenían los españoles, lo cual entendían que no era contrario a la paz de 1776, no obstante que en el primer artículo de aquel tratado se estipuló que la habría perpetua por mar y tierra entre ambos monarcas. Sobre ser extemporánea e injustificable la amenaza, y fuera de razón la interpretación que el marroquí quería dar al tratado, pretendiendo que la paz se refería solo a los mares y no a las posesiones españolas del litoral, pasaron los moros a algunos actos de hostilidad contra Ceuta. A tales desacatos no quedaba al monarca español otra contestación decorosa que dar que una forma declaración de guerra, y ésta se hizo al año siguiente (1774).

Entre las operaciones que los moros emprendieron fue notable el sitio y ataque de Melilla, dirigido por el mismo emperador, y con asistencia de dos de sus hijos, en cuyo nombre se presentó un bajá delante de la plaza pidiendo arrogante su rendición (diciembre, 1774). Contestole con firmeza el mariscal de campo don Juan Sherlock, comandante general de la plaza, y con esto comenzaron los mahometanos a bombardearla, trabajando al propio tiempo con afán sus minadores. A auxiliar la guarnición de Melilla fue enviado con una flota el capitán de navío de la real armada don Francisco Hidalgo Cisneros, que en efecto le prestó servicios importantes, obrando desde la ensenada de acuerdo y en combinación con Sherlock. Los certeros tiros de los cristianos iban diezmando el ejército infiel, y obligaron al emperador a retirar a bastante distancia su tienda; y si bien las bombas de los moros (que hasta nueve mil se hace subir el número de las que arrojaron) hicieron también estrago en la guarnición, el sitio se prolongaba sin ventaja mucho más de los cuarenta días en que el africano se había propuesto rendir la plaza. Irritado con tal resistencia, anunció a sus tropas que se prepararan para el 12 de febrero (1775) a un asalto general, que se propuso realizar con la estratagema de enviar por delante cinco mil vacas con ciertas divisas que engañaran a los cristianos, y detrás un cuerpo de mil judíos que sufrieran los primeros los riesgos del ataque. Aun así pareció temeraria la empresa a los jefes musulmanes reunidos la víspera bajo la tienda imperial, y no se realizó.

No fueron de más efecto los ataques intentados también por los berberiscos contra Alhucemas y el Peñón de Vélez, oportunamente socorridos ambos puntos por naves españolas a cargo de los jefes Moreno, Riquelme y Barceló. Al fin, convencidos los moros de la inutilidad de sus tentativas, alzaron banderas de paz, presentándose un enviado del emperador al gobernador de Melilla con carta para el ministro de Estado (marzo, 1775), en que proponía se arreglaran amistosamente aquellas cuestiones entre ambos soberanos, y sintiendo el marroquí que se le acusara de infractor del tratado de paz. Secamente respondió el ministro Grimaldi, que su soberano no admitía avenencia en tanto que no se le dieran las más completas seguridades para lo futuro. Por último se enviaron comisionados de una y otra parte para tratar de la paz, confesose el emperador africano infractor de ella, y se ratificó de nuevo al tenor de los tratados existentes{13}.

La imparcialidad histórica nos obliga a confesar que fue el primero el gobierno español el que quebrantó muy pronto esta última estipulación solemne, proyectando y preparando una expedición considerable contra Argel, bien que con el laudable fin de acabar con los piratas que tenían su principal albergue en aquella plaza, centro de los Estados berberiscos, y también con objeto de vengar los pasados insultos de los moros. Como empresa fácil la pintó un religioso que había residido allí muchos años; a cargo de Grimaldi corrió el prepararla, y el general O'Reilly se brindó a ejecutarla con veinte mil hombres de desembarco. Veinte y dos mil se le dieron; en el puerto de Cartagena se armó una escuadra de cuarenta y seis buques, entre ellos ocho navíos y otras tantas fragatas, al mando de don Pedro González Castejón. Personajes de la primera nobleza se incorporaron a aquella expedición, que parecía ofrecer las más lisonjeras esperanzas de buen éxito. Zarpó la escuadra el 23 de junio (1775), y el 1.º de julio fondeó en la gran bahía de Argel.

O'Reilly había cifrado el buen suceso de su empresa en el sigilo de la expedición y en coger desprevenidos a los moros. Error injustificable, de que debió convencerse al encontrar coronado de campamentos berberiscos el espacio de cinco leguas que media desde la plaza hasta el cabo de Metafuz. Y decimos injustificable, porque lo era fiar el éxito de su plan exclusivamente en el secreto de una expedición que no podía dejar de ser ruidosa. Así fue que los moros tuvieron noticias anticipadas de ella por la vía de Marsella, y por la de Marruecos, y tiempo sobrado para prevenirse. La prudencia aconsejaba al general español retirarse al ver frustrado su plan de cogerlos desapercibidos; pero O'Reilly, después de una semana de vacilaciones y perplejidades, resolvió llevar adelante la empresa, y dispuso el desembarco de la primera división de ocho mil hombres (8 de julio) a legua y media de Argel, entre la plaza y el río Jarache. Sobre la dificultad inmensa de mover y conducir la artillería por una playa sumamente arenosa, cometieron las tropas españolas la indiscreción de avanzar a las colinas que cubrían los moros, llenas de matorrales, cortaduras y caseríos. Dejáronlas éstos aproximarse a las faldas, y entonces los unos desde sus parapetos, los otros desembocando por las cortaduras, cargaron sobre los españoles y los arrollaron, haciéndolos retroceder en desorden y con no poca matanza a la orilla del mar. Allí, protegidos por la segunda división de otros ocho mil hombres que acababan de hacer su desembarco, y defendidos por trincheras de arena que de pronto pudieron levantar, resistieron algún tiempo a los enemigos; pero agobiados de cansancio y de calor nuestros soldados, sufriendo de todas partes un fuego horroroso y mortífero, entradas las trincheras por los alárabes, segadas al filo de sus alfanjes centenares de cabezas, algunas tan preciosas como la del marqués de la Romana, ambas divisiones se retiraron huyendo de mayor destrozo, del cual solo se libertó la caballería que no había salido de las naves.

Fortuna fue que los moros se equivocaron, creyendo que las barcas que iban y venían a la playa a recoger los fugitivos y los heridos lo hacían para descargar más artillería y más gente; que a haberse apercibido del verdadero objeto, con pocos jinetes que hubieran cruzado sable en mano la playa, orilla del mar por cada lado de la trinchera, habrían completado el estrago, y como dice un escritor, testigo ocular del desastre, «no hubiera quedado sino la memoria de nuestra desgracia.{14}» Murieron en la desastrosa jornada sobre mil quinientos hombres, y los buques recogieron cerca de tres mil soldados gravemente heridos. Algunos buques de guerra quedaron en la bahía de Argel para contener los cruceros enemigos; el resto de la escuadra volvió a las costas de España; la mayor parte de los bajeles arribaron a Cartagena y Alicante (15 de julio, 1775), siendo ellos mismos los portadores de la noticia de tan funesta derrota{15}.

Este infortunio, que recordaba la desastrosa jornada de Carlos V a Argel en 1541, y las calamidades y estragos de nuestro ejército en aquellas mismas costas africanas, no podía disculparse como aquél con las borrascas y huracanes que hicieron malograr la empresa, ni ahora como entonces la contrariedad inevitable de los elementos podía inspirar ni consuelo ni resignación. Debida fue esta desgracia a una serie de impremeditaciones o de ligerezas del general que se brindó a ejecutar la expedición. En Madrid y en las provincias produjo la infausta nueva una indignación general contra O'Reilly; y el parte oficial que éste hizo insertar en la Gaceta, y en que intentaba atribuir la desventura del suceso al imprudente ardor y fogosidad de oficiales y soldados que no pudieron ser contenidos en el avance a las alturas moriscas, causó tal indignación a los oficiales de todas graduaciones, que para volver por su honor vulnerado, y para probar que no habían hecho sino obedecer a órdenes verbales y escrita de su jefe, emplearon tan fuertes razones y medios, que dejaron al general malparado, confuso y en completo desprestigio{16}. Desatáronse contra O'Reilly los escritores de folletos, sátiras, poesías y papeles volantes, y por lo mismo que algunas de ellas no carecían de ingenio y de gracejo, eran otros tantos dardos que destrozaban la reputación del general, cuyas operaciones se desmenuzaban y ridiculizaban en los tales escritos{17}. Todo esto movió a Carlos III a tomar la providencia de alejar por algún tiempo a O'Reilly de España, enviándole a reconocer las islas Chafarinas, si bien más tarde, y pasadas estas impresiones, le confió el mando de Andalucía.

No menos abiertamente se pronunció la opinión pública contra el marqués de Grimaldi, pues propenso el pueblo, tiempo hacía ya, a culpar al ministro extranjero de las desgracias de la nación, no podía dejar de atribuirle ahora la catástrofe de Argel, acaso más que al mismo general que había mandado las armas. De aquella disposición de los ánimos se prevalió el partido llamado aragonés, que desde París seguía capitaneando el conde de Aranda, para enardecer más contra él las voluntades. Todos los papeles que salían contra la expedición iban a parar a sus manos, dirigíanle anónimos, aparecían diariamente pasquines, y mortificábanle de mil maneras. Dentro del gabinete contaba con poco o ningún apoyo de sus compañeros: Múzquiz, sucesor de Esquilache, no podía ser partidario suyo por las circunstancias y la significación de su entrada en el ministerio: Roda era aragonés, y como tal más afiliado a aquel partido que al llamado de los golillas, aunque él lo era de profesión: el conde de Ricla, que había sucedido en el ministerio de la Guerra a don Juan Bautista Muniain{18}, era hechura de Aranda; y los ministros de Indias y de Marina, don José de Gálvez y el marqués de Castejón, que entraron a suceder al bailío Arriaga{19}, tampoco tenían motivos para ponerse al lado de Grimaldi. Éranle adversos hasta el príncipe y princesa de Asturias, a los cuales instigaba en este sentido don Ramón de Pignatelli, canónigo de Zaragoza, e hijo del conde de Fuentes, del partido aragonés, como lo era don José Nicolás de Azara, y como lo eran otros varios personajes de más o menos influencia y valía.

Faltábale igualmente en el gabinete francés el grande apoyo que en otro tiempo tuvo en el duque de Choiseul, a cuyo influjo debió su elevación y el valimiento con el rey. Grandes novedades habían ocurrido recientemente en aquella corte. Luis XV había muerto el 10 de marzo de 1774, sucediéndole en el trono su nieto el joven Luis XVI. Creyose al principio, y así lo esperó Grimaldi, en la reposición de su amigo y protector Choiseul en el ministerio por influjo de la nueva reina, que era austriaca, y Choiseul había sido el autor de la alianza del Austria. Mas todos estos cálculos se vieron pronto desvanecidos. El joven monarca buscó para ministros personas que profesaban principios anti-austriacos, no obstante el afecto que profesaba a la reina, y sacó del destierro para ponerle al frente del gobierno al anciano Maurepas, víctima de la Pompadour, y confió el ministerio de Estado al conde de Vergennes, enemigo personal de Choiseul. Con decir que se conservaba en la embajada de París el conde de Aranda, antagonista de Grimaldi, harto claro se ve que carecía éste de todo apoyo en la corte de Versalles, mientras en la de Madrid sus compañeros no le eran adictos, el pueblo le era contrario, y solo le sostenía el favor del rey, hallándose ya en el caso que en otro tiempo el marqués de Esquilache.

Las novedades de Francia anunciaban un cambio en el horizonte político. Luis XVI, si bien joven e inexperto, y sin la capacidad y energía necesaria para remediar inveterados abusos y efectuar una mudanza importante en el gobierno y la constitución del país, mostraba las más sanas intenciones y deseos, y de contado parecía haber acabado los reinados de las cortesanas y mancebas. Tampoco parecía fundar, como su antecesor, el interés de la política exterior en el Pacto de Familia, que había sido la base del encumbramiento de Grimaldi. De estas circunstancias se aprovechaba Portugal, para suscitar cuestiones a España, oyendo las instigaciones de Inglaterra, y a que daban fácilmente ocasión las eternas disputas sobre límites de sus respectivas colonias de la América del Sur. Acusábanse mutuamente ambos gobiernos de agresiones en sus territorios y posesiones, y los actos hostiles de este género entre los gobernadores de Buenos-Aires y del Brasil avivaron la ojeriza con que el marqués de Pombal había de antiguo mirado al de Grimaldi. De modo que ni en la corte de España ni en las extranjeras veía ya este ministro sino personas dispuestas a contribuir a su caída, o cuando menos a congratularse de ella.

Convencido estaba él mismo de que no podía ya permanecer mucho tiempo en el ministerio, y si bien en el principio aparentó recibir con cierta serenidad tantas contrariedades, fue de día en día perdiendo vigor y cayendo de ánimo; en términos que era ya él mismo el más resuelto a retirarse, y solo por condescendencia a los deseos de su soberano permanecía al frente de los negocios, no sin renovar a menudo las instancias para que le relevase de un cargo que se le hacía ya harto penoso, y ciertamente con fundamento; porque hasta el príncipe de Asturias, que había debido a Grimaldi el que su padre le diera entrada en los consejos de gabinete (en verdad con la esperanza de parte del ministro de disminuir por este medio su responsabilidad y el odio con que el pueblo le miraba), en todas las deliberaciones se mostraba opuesto a Grimaldi, contribuyendo así a su mayor daño una medida que calculó le había de ser de gran provecho. Por último, una cuestión nacida en una corporación al parecer de suyo inofensiva y ajena a la política, fue la que apresuró la caída del antiguo ministro de Carlos III. Vacante la secretaría de la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando, proveyola Grimaldi como ministro de Estado y protector de la Academia, sin propuesta de la corporación; diose ésta por ofendida y vulnerada en sus derechos, no obstante haber recaído el nombramiento en persona tan ilustrada y digna como don Antonio Ponz, y surgieron de aquí contestaciones desagradables entre el ministro y la Academia, de que se aprovecharon muchos personajes para atizar la discordia poniéndose del lado de la Academia en odio al ministro. Y este disgusto que Grimaldi hubiera sobrellevado y vencido fácilmente en tiempos de más vigor, le afectó tanto en el estado de abatimiento en que ya se encontraba, que redoblando resueltamente sus anteriores instancias al rey, logró al fin que Carlos le admitiera la renuncia, si bien consignando en ella lo muy satisfecho que quedaba de sus servicios, y nombrándole, para honrarle, su embajador en Roma{20}.

Tuvo además Grimaldi en su caída la satisfacción de burlar las esperanzas de sus adversarios, logrando que le reemplazara en el ministerio uno de sus más protegidos y amigos, a saber, el conde de Floridablanca, que al efecto dejaba la embajada de Roma que él iba a desempeñar. Quiso también el rey que continuara el ministro dimisionario al frente de los negocios de Estado hasta la llegada de su sucesor, que por cierto se difirió todavía bastantes meses, a causa de haberse detenido en la corte de Nápoles. Luego que llegó Floridablanca, y después de haberle acompañado Grimaldi al primer consejo de gabinete, despidiose de una corte en que había hecho por diez y siete años el papel de primer ministro: el rey le despidió con nuevas demostraciones de estimación y aprecio, y por último, después de haber salido recompensó su mérito y servicios otorgándole la grandeza de España con título de duque para sí y sus herederos, cuya noticia le fue enviada por un correo extraordinario que le alcanzó en Medina del Campo, donde había ido a pasar unos días con su antiguo amigo el marqués de la Ensenada, que, como hemos dicho en otro lugar, vivía allí retirado.

Con la salida de Grimaldi se verificó lo que hacía más de veinte y dos años que no se veía en España, y por lo tanto se miró como una cosa extraña y singular, a saber, que todos los ministros que quedaron eran españoles: rara vez había sucedido desde el principio del siglo.

Época fue ésta de mudanzas notables en el personal de los gobiernos que estaban más en relación y contacto. Acabamos de ver las que hubo en los gabinetes de Francia y España. En Nápoles los desarreglos y desórdenes de aquel palacio, la disipación y los caprichos de aquellos reyes, los paseos nocturnos con innobles disfraces desdorosos de la majestad, los bailes, juegos y cabalgatas, los enredos de criados inferiores y gente baladí, las influencias de damas disolutas, y otras fealdades que obligaron a Carlos III a reprender muchas veces al rey su hijo, y a María Teresa de Austria a reconvenir a la reina su hija, ocasionaron grandes amarguras al marqués de Tanucci, y produjeron la salida de aquel antiguo ministro (1776), que lo había sido ya de Carlos III cuando fue rey de las Dos Sicilias, que cuando vino a España le trasmitió como en herencia a su hijo Fernando, y a quien ahora, aun después de caído, continuó dispensándole la misma confianza de siempre y consultándole en los negocios y casos más importantes y difíciles{21}.

Al propio tiempo poco más o menos ocurrió en Portugal haber sido acometido el rey José I del ataque de apoplejía que le dejó sin habla y concluyó por llevarle al sepulcro (4 de febrero, 1777). La reina María Ana Victoria su esposa, hermana de Carlos III de España y señora de muy altas prendas, y que durante la enfermedad del rey gobernaba el reino, aprovechó aquella ocasión para deshacerse del célebre ministro Pombal, el cual no tardó en salir como desterrado para sus posesiones, llevando tras sí el odio del pueblo y la execración de la nobleza portuguesa, contra la cual se había cruelmente ensangrentado, y que no sin razón le miró por largos años como su desapiadado verdugo. Sobraba también justicia a la reina para aborrecer a Pombal, porque este ministro, además de las cualidades personales que le hacían odioso, concibió el proyecto de excluir las hembras de la sucesión a la corona, logró el consentimiento del rey, y tenía ya preparada el acta de renuncia de la princesa su hija que había de trasmitir la herencia del trono al príncipe del Brasil su nieto. Pero descubierto a tiempo el secreto, y declarando Carlos III de España su resolución de sostener con la fuerza los derechos de su sobrina, conjurose la trama, y a la muerte de José heredó la princesa sin oposición el trono.

Diremos algo, en beneficio del orden y de la claridad histórica, y como complemento de los acontecimientos exteriores, objeto de la narración de este capítulo, de cómo influyó la caída de Pombal en el arreglo de la grave cuestión pendiente entre Portugal y España. Empeñado aquel ministro en extender los límites portugueses en las colonias del Nuevo Mundo, asunto de inveterada disputa entre las dos naciones, había, sin declaración de guerra, enviado una escuadra con nueve regimientos y gran tren de artillería a Río Grande, la cual derrotó una división española de Buenos Aires y se apoderó de varios fuertes. España por su parte acercó tropas a la frontera de Portugal, envió refuerzos a América, y notificó a Francia haber llegado el caso de prestarle el apoyo estipulado en el Pacto de Familia. Portugal acudió a Inglaterra; mas en tanto que se discutía este negocio entre las potencias que habían de ser como mediadoras, del puerto de Cádiz se daba a la vela (noviembre, 1776) con dirección a los establecimientos portugueses del Nuevo Mundo una escuadra española de doce buques de guerra a cargo del marqués de Casa-Tilly, con nueve mil hombres de desembarco al mando de don Pedro Ceballos, antiguo gobernador y capitán general de Buenos Aires. El principal punto de ataque era la isla de Santa Catalina en las costas del Brasil, importante por su proximidad a Río Janeiro. Los portugueses, que hubieran podido defender fácilmente la entrada del puerto, porque tenían para ello naves y fuerzas sobradas, y las costas eran de difícil acceso, abandonaron cobardemente la fortaleza de Santa Cruz, y se retiraron a lo interior del país perseguidos por los españoles, porque su escuadra también huyó precipitadamente. El resultado de esta extraña conducta fue quedar todas sus tropas prisioneras de los españoles, apoderarse éstos de la isla, dirigirse después al río de la Plata, y ocupar la colonia del Sacramento, objeto de las interminables discordias, con otras varias islas y establecimientos portugueses situados en aquellas partes.

Ocurrió en esto la muerte de José I y la destitución del ministro Pombal, lo cual unido al agradecimiento de la nueva soberana a Carlos III su tío por el apoyo que le había prestado en el asunto de la sucesión, necesariamente había de producir un cambio en las relaciones de ambas potencias. En efecto, se convino inmediatamente en una tregua, y se entró en negociaciones bajo los más favorables auspicios. La corte de Lisboa, desesperanzada de recibir auxilios de Inglaterra, conoció su debilidad; y Carlos III, contento con la recuperación del territorio que había sido siempre la manzana de la discordia entre las dos naciones, accedió a celebrar un tratado de límites que sobre aquella base arreglase definitivamente los puntos que motivaban las antiguas desavenencias. Este tratado se firmó en San Ildefonso (1.° de octubre, 1777) por el nuevo ministro de Estado español y el plenipotenciario portugués. Por él cedía Portugal a España la colonia del Sacramento, y con ella la navegación del río de la Plata, del Paraguay y Paraná: para el arreglo de límites entre el Brasil y el Paraguay cedía España una parte del territorio en la Laguna Grande y Mairin que antes había reclamado; y para la designación de los que se habían de fijar entre el Brasil y el Perú cedió también España una vasta porción de territorio al Sudeste del Perú, que formaba la mayor parte del país de las Amazonas, devolvía también la isla de Santa Catalina, y Portugal renunciaba al derecho que alegaba tener a las Filipinas por la línea divisoria de la famosa bula de Alejandro VI{22}. Y por último, este tratado fue la base de otra más estrecha alianza que se estipuló después (24 de marzo, 1778), y en que no solo se ajustó una unión comercial y política entre ambas naciones, sino que se formó otra especie de pacto o convenio de familia, por el que se declaraba, que tanto en la paz como en la guerra se considerarían Portugal y España como si fueran naciones pertenecientes a un mismo soberano, garantizándose recíprocamente sus territorios respectivos tanto en Europa como en la América del Sur, conforme al tratado de límites de 1777.

Obra fueron estos tratados del nuevo ministro conde de Floridablanca, que inauguró con este tino y esta fortuna su ministerio. Mucho se esperaba de su talento y habilidad, y el conde de Aranda dio una honrosa prueba del alto concepto en que tenía a Patiño, pues con ser el jefe reconocido del partido opuesto, le escribió desde París dándole la enhorabuena por su nombramiento, en términos los más lisonjeros y afectuosos, felicitándole de corazón, y diciéndole entre otras cosas, «que las historias le harían justicia inmortalizándole.{23}»




{1} William Coxe, España bajo el reinado de los Borbones, cap. 66.– El 2 de setiembre de 1772 publicó el ministro de Rusia la resolución adoptada por las tres potencias, y la repartición se verificó el 18 de setiembre de 1773. Tocaron a Austria 1.280 millas cuadradas, 681 a Prusia, y 1.950 a Rusia. Los desgraciados polacos, que a tanta costa abrieron entonces los ojos, reconociendo la inmensidad de las faltas que sus disensiones les habían hecho cometer, quisieron recobrar su independencia bajo las promesas de Federico Guillermo, que les ofreció ayudarlos y establecer una nueva constitución. Y en efecto, la Prusia aprobó la ley constitucional de 1791. Pero rechazada por la Rusia (18 de mayo, 1791), tuvo la Prusia la vergonzosa debilidad de renunciar al papel de protector de la república, so pretexto de haberse dado una constitución sin el consentimiento del gabinete de Berlín, y este bochornoso abandono produjo el segundo repartimiento de la Polonia (1792), en que tocaron a Rusia 4.553 millas cuadradas, con 3.000.000 de habitantes, y a Prusia 1.060 millas con 1.136.000 hombres de población. Y por último, después de los heroicos y desesperados esfuerzos de Kosciusko por volver la independencia a su patria (1794), aquella desventurada nación acabó de sucumbir bajo el peso de las tres grandes potencias usurpadoras, y en octubre de 1795 hicieron su última partición, siendo el resultado que a costa de Polonia recibió Rusia un aumento de 4.600.000 habitantes en 8.500 millas cuadradas, Prusia agregó a su territorio 2.700 millas con 2.355.000 almas, y Austria 2.100 millas cuadradas con 5.000.000 de habitantes. «La infortunada Polonia, dice un ilustrado escritor, así destrozada, no debiendo sino a leyes extranjeras y a instituciones de una política sombría la conservación del orden y de la tranquilidad interior, durmió como en una tumba hasta el mes de noviembre de 1806.» Sabidos son los sucesos posteriores de aquel desventurado país.

{2} La Dubarry.

{3} William Coxe, España bajo los Borbones, cap. 66.

{4} El 15 de agosto de 1769 nacía allí Napoleón, quien por aquella circunstancia y por tan reciente incorporación, siendo corso, nació ya francés.

{5} Dice William Coxe muy seriamente que es probable que los ingleses hubieran abandonado voluntariamente la colonia, por estéril, si la viveza de los ministros de Francia y España les hubiera dejado tiempo para reflexionar. Es posible que no todos los lectores se conformen con este juicio del historiador inglés.

{6} «Habiendo experimentado (decía la pragmática) los graves perjuicios que la introducción y consumo de las muselinas ha causado, asá a las fábricas de estos reinos como a los reales haberes en las continuas entradas fraudulentas, y también en la extracción de caudales que es consiguiente se haga; se prohíbe absolutamente la entrada, así por mar como por tierra, de las muselinas, bajo la pena de comiso el género, carruajes y bestias, y además cincuenta reales por vara de las que se aprehendieren, con declaración de que se queme el género; &c.»

Y en 28 del mismo mes se publicó otra pragmática, prohibiendo el uso de otros mantos y mantillas, «que los de solo seda o lana, que es el que era y ha sido de muchos años a esta parte el traje propio de la nación:» y aun en estas mismas se prohibía toda clase de encajes, puntas, bordados y demás adornos de mero gasto y lujo.

{7} Ferrer del Río, en su Historia de Carlos III, lib IV, capítulo 2.º, hace un minucioso análisis de este informe del de Aranda.

{8} «Se asegura, dice a este propósito un historiador extranjero, que la Dubarry, entonces omnipotente, se había vendido a Jorge III, y que las guineas inglesas habían pagado la destitución de Choiseul, y allanado el camino del ministerio a su inepto sucesor.»

{9} Informe del conde de Aranda de 16 de diciembre de 1770.

{10} Despacho del conde de Fuentes al marqués de Grimaldi, en 24 de junio de 1771. Archivo del Ministerio de Estado.– La comunicación es interesante y sumamente curiosa, pero tan extensa que con sentimiento tenemos que renunciar a insertarla integra.

{11} Lord Rochefort a Lord Grantham.

{12} Correspondencia de lord Malmesbury, lord Grantham y lord Rochefort.

{13} Suplemento a la Gaceta de Madrid de 24 de enero de 1775.– Gacetas de febrero y marzo.– Suplemento a la de 4 de abril, en que se publicaron la carta del comisionado moro Hamet-Elgatel y la respuesta de Grimaldi. Al final de la suya decía el ministro español: «No volverá S. M. a envainar la espada sin que preceda la completa satisfacción que exigen el decoro de su soberanía y el honor de las armas españolas; y finalmente que tampoco pudiera jamás el rey dar oídos a proposición alguna sin que previa y formalmente se estableciesen tales seguridades que dejasen afianzadas para siempre al dominio español las estipulaciones sucesivas, precaviendo en términos solemnes toda infracción o interpretación arbitraría…–- Aranjuez a 31 de marzo de 1775.– B. L. M. de V. su mayor servidor.– El marqués de Grimaldi.– Señor Hamet Elgatel.»

{14} Fernán Núñez, Compendio, p. II.

{15} Gacetas de Madrid de 18 y de 25 de julio de 1775.– Mercurio histórico del mismo año.– Escribiéronse además varias relaciones, y hay un diario de la expedición.

{16} Cuéntase que una noche en el teatro de Alicante, como en el patio se pidiera a gritos, por unos que bailara una de las damas, por otros que cantara, oyose entre el tumulto la voz de uno de los oficiales concurrentes que gritó. «Que se lea el capítulo de Madrid inserto en la Gaceta.» Esta chanzoneta produjo una hilaridad general en el público, y como la alusión era conocida acabó de poner de manifiesto la impopularidad de O'Reilly.

{17} El historiador de Carlos III señor Ferrer del Río, nuestro contemporáneo, manifiesta poseer una colección de los papeles que en este sentido circularon en aquel tiempo. Cita los títulos y hace el extracto del contenido de algunos de ellos, y copia las siguientes estrofas de una de las letrillas:

Que por fin todo se errase,
Que la función se perdiese,
Que la gente pereciese
Porque Dios lo quiso así,
     Eso sí.

Pero querer persuadirnos
En cada error un acierto,
Que no han muerto los que han muerto,
Y que miente quien lo vio,
     Eso no.

{18} Falleció Muniain el 14 de enero de 1772, a la edad de 72 años.

{19} Había muerto frey don Julián de Arriaga el 26 de enero de 1775, también a los 75 años cumplidos: él y Muniain habían nacido con el siglo. Los negocios de este antiguo ministro de marina se repartieron entre Gálvez y Castejón, formando dos ministerios como otras veces.

{20} Armona, Noticias privadas de casa, P. III.

{21} Consérvase larga correspondencia sobre esto entre Carlos III, Tanucci y Losada.

{22} Colección de Tratados.– Beccatini, Vida de Carlos III.– Silva, Historia de Portugal, tomo III.

{23} Carta de Aranda a Floridablanca, de Paris 26 de noviembre de 1776.– Floridablanca contestó a Aranda desde Roma en 18 de diciembre, y desde Madrid en 24 de febrero de 1777.