Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo X
Colonización de Sierra-Morena
Pablo de Olavide
De 1766 a 1778

Origen de las nuevas poblaciones de Andalucía.– Proposición del alemán Thurriegel para traer colonos extranjeros.– Condiciones de la contrata ajustadas con Campomanes.– Real cédula, con la instrucción del régimen y administración de las futuras colonias.– Nombramiento de Olavide para director y superintendente de ellas.– Antecedentes e ideas de Olavide.– Fundación de poblaciones.– Aspecto risueño de la comarca.– Quejas sobre abusos.– Visita que se manda girar.– Informes.– Defiéndese Olavide, y es repuesto en la superintendencia.– Halagüeños resultados de la colonización.– Nueva persecución contra Olavide.– Es delatado a la Inquisición por hereje.– Proceso que se le forma.– Sentencia y autillo de fe.– Va a cumplir su penitencia a un convento.– Sale con licencia a baños y se fuga a Francia.– Vicisitudes de su vida.– Se convierte.– Escribe el Evangelio en triunfo.– Cómo logró el volver a España.– Su muerte.
 

Uno de los caracteres que más distinguen y que más honran el reinado de Carlos III de Borbón es el impulso y fomento que recibieron todos los ramos que constituyen o la riqueza, o el bienestar, o el buen orden administrativo, o la cultura y civilización de un pueblo; bienes todos que marchan comúnmente aunados por la íntima cohesión que tienen entre sí, y a cuyo mejoramiento consagró sus desvelos aquel monarca con una solicitud digna de encarecimiento y elogio. Desde los reyes Católicos Fernando e Isabel, no hallamos una época o período histórico de nuestra nación en que vuelva a verse, como se vio entonces, la mano benéfica y protectora del soberano en todas y en cada una de las materias cuyo conjunto forma la buena y concertada administración de un país, hasta el reinado de Carlos III. Pragmáticas, cédulas, provisiones, decretos, órdenes y autos acordados encuentra el historiador en abundancia, en tiempo del tercer Carlos como en el de la primera Isabel, para el fomento o mejora de todo lo que pudiera contribuir a la pública prosperidad.

De las principales medidas y providencias de esta índole expedidas en los primeros años de este reinado hicimos ya mérito en los primeros capítulos de este libro. Al enlazar ahora aquellas con las que siguieron siendo objeto de la solicitud del monarca y de sus ministros y consejeros en el período que acabamos de consagrar a la narración de sucesos de otra naturaleza, preséntase en primer término, en orden y en importancia, el célebre establecimiento de las poblaciones de Sierra-Morena y de Andalucía. Y es ciertamente notable y digno de reparo, que al mismo tiempo que Carlos III despoblaba en una sola noche centenares de conventos españoles, y enviaba los religiosos que los habitaban a acabar sus días en islas y tierras extrañas, hacía venir a España y traía de apartadas regiones seis mil labradores y artesanos extranjeros a colonizar, poblar y cultivar los incultos, enmarañados y peligrosos desiertos de Sierra-Morena, y a convertir en fértiles y amenas campiñas aquellos agrestes y vastos matorrales, guarida de bandoleros y terror de pacíficos transeúntes y de trajinantes afanosos.

No era nuevo el pensamiento de traer colonos extranjeros a España, al modo que los ingleses los empleaban en la Nueva Escocia, y la emperatriz-reina María Teresa en sus plantaciones de Hungría. Proyecto de ello había tenido en 1749 el marqués del Puerto, ministro de España en la Haya, y comunicaciones habían mediado con el marqués de la Ensenada sobre el particular: mas la idea no llegó a realizarse. Reprodújola bajo otra forma en 1766 un oficial bávaro llamado Juan Gaspar Thurriegel, que después de haber servido a las órdenes del rey de Prusia vino a España a establecer una fábrica de espadas. Este aventurero proyectista hizo la proposición de traer a España seis mil colonos católicos, alemanes y flamencos. El rey le dio bastante importancia para hacerla examinar en junta de ministros y pasarla en consulta al Consejo de Castilla, sobre cuyo dictamen (26 de febrero, 1767) se dispuso que el fiscal Campomanes arreglara con Thurriegel las condiciones de la contrata, siendo una de ellas la de que la colonia se había de establecer en Sierra-Morena, punto en efecto apropósito para el objeto, por su situación para las comunicaciones, por la naturaleza de su suelo, y hasta por sus recuerdos históricos o tradicionales. Convenidas entre Campomanes y Thurriegel las bases del ajuste, aprobadas por el Consejo con ligeras modificaciones, y elevadas en su virtud a contrato (30 de marzo, 1769), partió el empresario para Alemania, a ponerlas en ejecución por su parte, muy agradecido a la buena acogida que había encontrado en la corte española.

A los pocos meses se publicaba la real cédula en que se prescribía todo lo que había de observarse conveniente al establecimiento, régimen, administración y gobierno de las nuevas colonias, sobre la base de seis mil colonos que habían de venir, por mitad labradores y artesanos de ambos sexos, con determinación del número que había de corresponder a cada edad. Consta aquella provisión de setenta y nueve capítulos, de los cuales es indispensable conocer los más esenciales. Después de prescribir que el primer cuidado había de consistir en que los sitios fuesen sanos, bien ventilados y sin aguas estadizas, se prevenía que cada población hubiera de constar de quince, veinte o treinta casas a lo más, dándoles la extensión conveniente, e inmediatas a la hacienda de cada poblador, para que la pudiera arar y cultivar sin perder tiempo en ir y venir a las labores.– «A cada vecino poblador (decía el cap. 8) se le dará, en lo que llaman navas o campos, cincuenta fanegas de tierra de labor, por dotación y repartimiento suyo: bien entendido, que si alguna parte del terreno del respectivo lugar fuese regadío, se repartirá a todos proporcionalmente lo que les cupiere, para que puedan poner en él huertas u otras industrias proporcionadas a la calidad y exigencia del terreno.– En los collados y laderas (decía el 9.º) se les repartirá además algún terreno para plantío de árboles y viñas, y les quedará libertad en los valles y montes para aprovechar los pastos con sus vacas, ovejas, cabras, &c.– Del valor de estas tierras o suertes se tomaría noticia (al tenor del cap. 10.°) para imponerles un corto tributo a favor de la corona con todos los pastos enfitéuticos, debiendo permanecer siempre en poder de un solo poblador útil, sin poder empeñarse, cargar censo, vínculo, fianza, tributo ni gravamen alguno sobre estas tierras, casas, pastos y montes.– Las poblaciones habían de distar entre sí como un cuarto de legua, y cada tres, cuatro o cinco de ellas formarían feligresía o concejo, con un párroco, un alcalde y un personero común para todas, y un regidor por cada una (cap. 13.º y 14.º).– En el centro de ellas, y en paraje oportuno se construiría la iglesia, con habitación para el párroco, casa de concejo y cárcel.– El párroco ha de ser por ahora (decía el 18.º) del idioma de los nuevos pobladores; aplicándoseles, además del situado, las capellanías que quedan vacantes en los colegios que fueron de los jesuitas (cap. 20.º)– Se conceptuaban sitios apropósito para la nueva población todos los yermos de Sierra-Morena, señaladamente en los términos de Espiel, Hornachuelos, Fuenteovejuna, Alanis, el Santuario de la Cabeza, la Peñuela, la Aldehuela, la Dehesa de Martín Malo con todos los términos inmediatos (cap. 25.º), y generalmente donde quiera que en el ámbito de la Sierra y sus faldas juzgase oportuno el superintendente.

Habían de promoverse los casamientos de los nuevos pobladores con españoles de ambos sexos, para irlos identificando más pronta y fácilmente con la nación; «pero no podrá ser por ahora (capítulo 28) con naturales de los reinos de Córdoba, Jaén, Sevilla, y provincia de la Mancha, por no dar ocasión a que se despueblen los lugares comarcanos, en lo cual habrá el mayor rigor de parte del superintendente y sus subalternos.»– Se daba al superintendente la facultad de sacar para estos enlaces los expósitos de los hospicios del reino, así como para colocar y proveer al alimento y crianza de los niños y niñas de tierna edad, ínterin se construían las viviendas.– Se prevenía cómo habían de suministrarse muebles, granos, aperos y ganados de labor a los labradores, instrumentos y utensilios de hierro y madera a los artesanos según su oficio, de ropa de cama, y de vajilla tosca de barro, aplicándoles también la que existía en las casas de la extinguida Compañía de Jesús. A cada familia se distribuirían además dos vacas, cinco ovejas, cinco cabras, cinco gallinas, un gallo y una puerca de parir, y se le surtiría de grano y legumbres en el primer año para su subsistencia y para sembrar (cap. 30.º a 45.º).–  Dos años se daban de plazo para que cada vecino pudiera tener corriente su casa, roturado y cultivado el terreno de su repartimiento; y de no hacerlo así, se le reputaría por vago, y se le aplicaría al servicio militar o de la marina, o a otro destino conveniente.– En estos dos años no pagarían los colonos pensión alguna ni canon enfitéutico a la real hacienda, con exención de diezmos por espacio de cuatro años, y de diez para los tributos y cargas concejiles, con obligación de permanecer en sus respectivos lugares, y no trasladarse a otros domicilios, ni ellos ni sus hijos o domésticos, ni dividir las suertes aunque fuese entre herederos (cap. 54.º a 61.º), ni menos enajenarlas en manos muertas, sino pasar íntegras e indivisas de padres a hijos o pariente más cercano, «que no tenga otra suerte, para que no se unan dos en una misma persona.»– Obligábase a los pobladores de cada feligresía o concejo a ayudar a la construcción de iglesias, casas capitulares, cárceles, hornos y molinos, como destinados a la utilidad común, y cuyos productos quedarían aplicados para propios del concejo (capítulos 70.º y 71.º).

«Todos los niños, (decía el cap. 74.º), han de ir a las escuelas de primeras letras, debiendo haber una en cada concejo para los lugares de él, situándose cerca de la iglesia para que puedan aprender también la doctrina y la lengua española a un tiempo.»– «No habrá estudios de gramática en todas estas nuevas poblaciones, y mucho menos de otras facultades mayores, en observancia de lo dispuesto en la ley del reino, que con razón los prohíbe en lugares de esta naturaleza, cuyos moradores deben estar destinados a la labranza, cría de ganados, y a las artes mecánicas, como nervio de la fuerza de un Estado (capítulo 75.º).»– «Se observará a la letra (cap. 77.º) la condición 45.ª de millones, pactada en Cortes, para no permitir fundación alguna de convento, comunidad de uno ni otro sexo, aunque sea con el nombre de hospicio, misión, residencia o granjería, o con cualquier otro dictado o colorido que sea, ni a título de hospitalidad, porque todo lo espiritual ha de correr por los párrocos y ordinarios diocesanos, y lo temporal por las justicias y ayuntamientos, inclusa la hospitalidad.»– Se podrían trasladar también a estas poblaciones (cap. 78.º) algunas de las boticas que existían en los suprimidos colegios de los regulares de la Compañía{1}.

Tal era en resumen la instrucción para el establecimiento y gobierno de las nuevas poblaciones de Sierra-Morena, obra del ilustrado fiscal del Consejo don Pedro Rodríguez de Campomanes. La superintendencia de las colonias, junto con la asistencia de Sevilla, se dio a don Pablo Olavide, con autoridad amplia, y facultad para subdelegar en una o más personas, con absoluta inhibición de todos los intendentes, corregidores, jueces y justicias, y con sujeción únicamente al Consejo en la sala primera de gobierno, y en lo económico a la superintendencia general de la Real Hacienda.

Era Olavide hombre de talento y capacidad. A la edad de veinte años obtuvo plaza de magistrado en la audiencia de Lima, su patria, de donde vino a España llamado por el gobierno de Fernando VI con motivo de quejas y acusaciones que allá le hicieron sus paisanos sobre restitución de caudales{2}. Llegado que hubo a Madrid, fue arrestado en su casa, obligósele al pago de varias sumas, y por último se le privó de la toga. Los disgustos, el abatimiento y la falta de ejercicio quebrantaron su salud en términos, que el gobierno hubo de permitirle trasladarse a Leganés a tomar aires. Su talento y sus prendas personales hicieron que se le aficionase allí una opulenta viuda, con quien se unió en matrimonio{3}. Cambió con esto enteramente la posición y hasta la salud de Olavide: viajó por Francia, y de vuelta a Madrid su instrucción literaria llamó la atención pública: introdujo en el teatro español la representación de comedias francesas: el conde de Aranda, que le distinguió mucho, porque marchaban acordes en ideas, le encargó la redacción de un plan de educación para la juventud: otros muchos magnates frecuentaban su casa, que se hizo el centro de elegantes festines, y donde se representaban piezas dramáticas, u originales suyas, o traducidas por él: desafecto a los jesuitas desde su juventud, ayudó a Aranda en sus medidas contra aquellos regulares, después de cuya expulsión fue nombrado síndico de Madrid: su erudición y sus viajes a París le habían proporcionado entrar en relaciones con los principales filósofos de aquella nación, y se correspondía con Voltaire, el cual en una de sus cartas le decía: «Sería de desear hubiese en España cuarenta hombres como vos.{4}»

Tal era el hombre escogido por Carlos III para dirigir la nueva colonia, sobre cuya fundación había él mismo instado, y aun escrito una curiosa memoria o informe con ideas muy luminosas. Trasladado Olavide a Sierra-Morena, con los ingenieros, agrimensores y operarios correspondientes, enviados por el empresario Thurriegel algunos colonos, y ayudado de comisionados ricos que se brindaron a auxiliarle desinteresadamente, diose principio y se prosiguieron los trabajos de desmonte y construcción con tal ahínco, que muy pronto se vieron formadas once feligresías y trece poblaciones cerca del camino que de la Mancha desemboca en Andalucía, y del que de esta provincia conduce a Valencia, al tenor de la instrucción. Puso Olavide a una de ellas el nombre de La Carolina, en honra y memoria de su soberano. Y dando luego más extensión al plan, quiso poblar también el desierto de la Parrilla, no menos temible y peligroso que Sierra-Morena, y fundó las poblaciones de La Carlota y La Luisiana, aquella entre Córdoba y Écija, ésta entre Écija y Carmona, con otras ocho aldeas contiguas.

Concluidas unas poblaciones, comenzadas otras, y otras a medio formar, antes del año presentaba ya el país un aspecto risueño, viendo convertidos ásperos jarales en poblaciones regularizadas y en heredades divididas por arboledas tiradas a cordel. Y aunque aquello no fuese todavía sino una muestra de lo que podría ser en lo futuro, representábase ya a algunas imaginaciones con todo el ideal de la belleza, de la lozanía y del encanto, y se hacían de ello pinturas y descripciones seductoras, y no faltaban ya elogios para el autor y director de aquella trasformación. Mas tampoco faltaba quien mirándolo bajo un aspecto diametralmente opuesto, representara al rey (14 de marzo, 1769), que las labores iban mal dirigidas, que las casas se desmoronaban, que los colonos eran maltratados, que carecían de pasto espiritual en varios pueblos, y que las colonias estaban en desorden, pidiendo que se girara una visita en averiguación de los abusos que se denunciaban. El autor de esta representación fue el suizo José Antonio Yanch, que había traído de su patria a las colonias doce familias, de ciento que había contratado. La denuncia surtió su efecto; examinada por cuatro consejeros de Castilla, produjo el envío de un visitador a las colonias{5}. Noticioso Olavide de este paso, que tanto afectaba a su honra, escribió al ministro de Hacienda Múzquiz, contradiciendo una por una las acusaciones de Yanch, y rogándole encarecidamente que se prohibiera al suizo salir de España hasta que el visitador examinara la conducta de cuantos habían intervenido en la formación de las colonias; porque si hemos delinquido o errado, decía, seremos dignos de castigo o de desprecio; pero si los asertos de Yanch fuesen calumniosos, justo será también que se le escarmiente para que aprendan otros a no insultar a los buenos servidores del rey{6}. A pesar de esto, la orden de visita se expidió, y lo que se hizo fue encargar también al obispo de Jaén, a don Ricardo Wall y al marqués de la Corona, inspeccionasen privada y reservadamente las nuevas poblaciones, e informasen sobre su estado, y sobre los puntos que eran objeto de la acusación.

Aunque algunos de estos informes no fueron favorables a Olavide, porque la delación de Yanch no era del todo infundada, volvió aquél, por nueva real orden, en que se elogiaba su actividad y celo (18 de agosto, 1769), a encargarse de la superintendencia. Pues si bien era cierto y grave el cargo de la falta de sacerdotes alemanes, necesitando los colonos de aquella nación de intérprete hasta en el tribunal de la penitencia, la causa de los demás abusos consistía en que el contratista Thurriegel había enviado gran parte de gente viciosa, díscola y vaga, que hacía necesario el rigor por parte de los comisionados, y esto a su vez producía deserciones y daba ocasión a desórdenes. Llamado más adelante Olavide a la corte, y oídas sus explicaciones en junta de consejeros, estudiados y cotejados detenidamente todos los datos, noticias y opiniones, queriendo la junta cortar de raíz todos los abusos y quejas, acordó que se redactasen y diesen al superintendente nuevas instrucciones, que aprobadas por el rey (16 de enero, 1770), y sin hacer cuenta del voto particular del marqués de la Corona, se trasmitieron a Olavide para su cumplimiento y ejecución. Del acierto que presidió a estas instrucciones y del buen desempeño del ejecutor certificaron los resultados, pues en el otoño de aquel mismo año pudo probar que la reciente cosecha había ascendido a ochenta y tres mil setecientas ochenta y seis fanegas de todos granos, dejándola íntegra a los que solo recolectaron lo suficiente para su sustento, y comprando a los que cogieron más para socorrer a los que carecían de lo necesario: que se habían distribuido más de tres mil vestidos, y mayor número de camisas: que así las casas de los colonos como los edificios públicos estaban concluidos, si bien los corrales no se habían hecho por el mucho gasto, ni completado todavía el número de ovejas y de vacas que se había de distribuir a cada colono. En fin, el informe pareció tan satisfactorio al Consejo, que a propuesta del fiscal acordó se dieran las gracias a Olavide por su actividad y celo, exhortándole a que continuara observando la misma conducta, cuya providencia se le comunicó con aprobación de S. M. (16 de enero, 1771). Hasta el mismo delator Yanch concluyó por traer hasta el completo de las cien familias suizas a que se había obligado, que fue como una retractación tácita de sus anteriores acusaciones, o por lo menos daba a entender que habían cesado los motivos de sus quejas{7}.

Mas si de ésta persecución vino a salir triunfante Olavide, no tuvo tan buena fortuna en la que más adelante le suscitaron, de otro carácter y naturaleza. Cuatro años trascurrieron, durante los cuales marchaban en progreso las nuevas poblaciones, sin que su director hubiera sido de nuevo molestado, y corría ya el de 1775 cuando fue delatado al tribunal del Santo Oficio por hereje, ateo y materialista. Hizo la delación fray Romualdo de Friburgo, prefecto o jefe de los padres capuchinos que de Suiza habían sido traídos para que diesen el pasto espiritual a los colonos extranjeros, y a cada uno de los cuales señaló y suministraba el superintendente cinco mil reales anuales para su congrua sustentación, estipendio muy suficiente, atendido el que por lo común gozaban otros párrocos en España, y por tal le tuvo y conceptuó el Consejo, aunque de ser escaso se quejasen aquellos religiosos. La delación no carecía de fundamento, bien que en ella se mezclase parte de fanatismo, parte de encono y venganza personal, impropia de quienes vestían tal hábito y profesaban tan estrecha regla.

El fundamento era, que imbuido Olavide en las máximas y doctrinas de Voltaire y de Rousseau, sus amigos y correspondientes, solía hablar con sus colonos de la manera que aquellos filósofos pudieran hacerlo acerca de las prácticas exteriores del culto católico y de los mandamientos y prescripciones de la Iglesia, tales como el ayuno cuadragesimal, los sufragios por los difuntos, el rosario, la limosna de las misas, los sermones, la administración de ciertos sacramentos, y otras ceremonias y prácticas cristianas; y como no era teólogo, según él mismo después decía, fácilmente en estas conversaciones se le deslizarían sin advertirlo ni conocerlo proposiciones que fuesen verdaderamente heréticas. La ignorancia y el fanatismo estaban en mezclar con estas acusaciones la de que prohibía que las campanas tocaran a nublado, que defendía el movimiento de la tierra, que no consentía enterrar los cadáveres sino en los cementerios, que permitía a los colonos divertirse y bailar en las tardes de los días festivos, con que perdían de ir a la iglesia y otras semejantes. Parte tuvo en la delación la ojeriza y venganza personal, porque entre aquellos capuchinos había algunos indóciles y díscolos que se negaban a obedecer y someterse a la jurisdicción del vicario, y en vez de aquietar sugerían quejas a los colonos. Con ellos solía tener frecuentes desazones Olavide, y de su conducta hacía tiempo se había quejado al fiscal del Consejo. Distinguíase entre todos por lo dominante, arrebatado y bilioso el mismo padre Friburgo, de lo cual habían dado aviso al gobierno el vicario y el subdelegado general en Sierra-Morena, y entre el superintendente y él habían mediado frecuentes desazones.

Como quiera que fuese, no podía continuar al frente de la dirección de las colonias el hombre contra quien se habían lanzado cargos tan graves y de tal naturaleza. El rey no pudo negar al Consejo de Inquisición el permiso para procesarle, y Olavide fue llamado a la corte. Informado del motivo de su comparecencia, dirigió al ministro de Gracia y Justicia una sentidísima carta (7 de febrero, 1776), en que tras repetidas protestas de su catolicismo, y de que por la religión católica derramaría la última gota de su sangre, y de que en sus conversaciones y disputas, aun con el mismo padre Friburgo, nunca había hablado de los puntos fundamentales de la religión, sino de cosas meramente opinables, dispuesto no obstante a detestar sus errores en el momento que se le hiciera conocerlos, lamentaba profundamente verse denunciado como irreligioso, expuesto a llevar una nota oprobiosa, e imploraba en tan lamentable trance las luces, el consejo y la protección del ministro para conjurar la tempestad que amenazaba sobre su cabeza. Mas ni los buenos deseos del ministro Roda, ni los del mismo inquisidor general don Felipe Beltrán, obispo de Salamanca, varón docto y santo, a quien remitió con cierta confianza la persona y el escrito de Olavide, bastaron ya a detener el curso del proceso que había comenzado, y el acusado fue recluido en las cárceles del Santo Oficio.

Aprovecharon este suceso los enemigos de las colonias, que los había de varias especies, para propalar la voz de que en el próximo verano iban a ser despedidos todos los extranjeros a petición de los pueblos comarcanos, entre los cuales se distribuirían las tierras, casas y ganados. Produjo esto el desánimo que era natural en los colonos, y que buscaban sin duda los enemigos del establecimiento: suspendieron sus faenas, y muchos enajenaban y malvendían sus quiñones, ganados y haberes. Con indignación supo el rey que se difundían rumores tan mal intencionados y tan ofensivos a su real persona y palabra, y en una real orden que sin demora se hizo comunicar a los colonos (23 de mayo, 1776), y que se mandó leer por tres días de fiesta consecutivos en todas las iglesias de las nuevas poblaciones al concluir la misa, se amenazaba con terribles castigos a los autores de tan abominables calumnias en el momento que fuesen descubiertos, con lo cual se tranquilizaron algún tanto los pobladores, bien que ya no pudieran remediarse el perjuicio y atrasos que había sufrido la colonización.

Había entretanto seguido su curso el proceso inquisitorial de Olavide; y concluido que fue, se señaló para su vista la mañana del 24 de noviembre de 1778. El tribunal convidó a aquel autillo de fe (que se celebró a puerta cerrada en las salas de la Inquisición) a sesenta personas condecoradas, ministros de los Consejos, grandes de España, superiores de las órdenes religiosas, y otros personajes ilustres, de varios de los cuales había sospecha de que pensaban como el reo, y eran sus amigos; arbitrio disimulado y político que se buscó para que el acto que iban a presenciar les sirviese de una corrección indirecta, y testimonio al propio tiempo de cómo había ido suavizándose la aspereza de aquel tribunal. Salió Olavide al auto, llevando en la mano la vela verde apagada, pero sin el sambenito y la soga al cuello, porque el inquisidor general le había dispensado de esta humillación. Habíasele acusado hasta de ciento sesenta y seis proposiciones heréticas, y examinado cerca de ochenta testigos, leyose el extracto de la causa, cuya lectura duró más de tres horas, y como en ella se dijese que muchos de los capítulos resultaban probados: «Yo nunca he perdido la fe, exclamó, aunque lo diga el fiscal.» Al leerle la sentencia, en que se le declaraba por hereje formal, se cayó del banquillo en que por dispensación se hallaba sentado. Se le levantó y socorrió, y pasado que hubo el vahído se arrodilló, leyó y firmó su profesión de fe, se le absolvió de la excomunión, y se le retiró a la cárcel. La sentencia le condenaba a reclusión por ocho años en un convento bajo las órdenes de un director espiritual de la confianza del inquisidor decano, para que le instruyera en los dogmas y misterios de la religión, y le ocupara en prácticas y ejercicios religiosos cotidianamente; destierro perpetuo de Madrid, sitios reales, Sevilla, Córdoba y Nuevas poblaciones; confiscación de bienes; inhabilitación de obtener empleos y oficios honoríficos, de cabalgar en caballo, llevar en los vestidos oro, plata, perlas, diamantes ni otras joyas, ni vestir seda o lana fina, ni otra materia que no fuera sayal o paño burdo{8}.

Cumplió el sentenciado su condena escasos dos años, primeramente en el colegio de misioneros de Sahagún, después en el de capuchinos de Murcia{9}, donde se le permitió trasladarse por ser país más templado y conveniente a su constitución. Obtuvo luego licencia para ir a los baños de Busot en Valencia, y después a los de Caldas en Cataluña por tiempo de dos meses (octubre, 1780), sin otra precaución para la seguridad de su persona que su sola palabra; de cuya confianza abusó fugándose a Francia, so pretexto de que los médicos le habían aconsejado aquellas aguas y dando por supuesto el permiso, según desde Gerona escribió al inquisidor general (1.º de noviembre, 1780). Fue muy bien recibido en Tolosa por su amigo el barón de Puymaurin, gobernador de aquella provincia; los filósofos franceses llenaron de elogios al refugiado y de injurias al gobierno español, con cuyo motivo reclamó éste la entrega de su persona, pero negose a la extradición el ministro de lo Interior Vergennes. Vuelto a reclamar con insistencia, el gobierno francés tuvo la debilidad de acceder (1781), y Olavide la fortuna de salvarse siete horas antes que fuesen los alguaciles a prenderle, merced a aviso que de ello tuvo Puymaurin por el obispo de Rhodez Mr. Colbert. El emigrado español se refugió en Ginebra, donde vivió algunos años bajo el título supuesto de conde de Pilo.

Muchas fueron las vicisitudes por que pasó en su expatriación este hombre célebre, pero en sus satisfacciones, como en sus amarguras, que fueron más, tuvo siempre el consuelo de saber que Carlos III y el gobierno español llevaban adelante la grande obra de la colonización de Sierra-Morena y la Parrilla en que él había tenido una parte tan principal, y en este concepto, prescindiendo de otros en que se puede considerar a Olavide, la agricultura, la industria y la civilización española le debieron beneficios de que conservará siempre el país gratos recuerdos{10}.




{1} Real cédula de 5 de julio de 1767: Colección de Sánchez.

{2} El origen y fundamento de aquellas acusaciones fue el siguiente. En el gran terremoto de Lima de 1746, que destruyó tantos edificios y derramó la consternación más espantosa sobre aquella desgraciada ciudad, el joven Olavide se distinguió por los importantísimos servicios que con riesgo de su vida hizo a sus conciudadanos en aquella noche aciaga, salvando muchas víctimas, por lo que mereció que se le nombrara para dirigir las excavaciones, haciéndole depositario de todos los caudales que se extrajeran de los escombros. El joven oidor devolvió con religiosidad todas las cantidades que le fueron reclamadas probando su pertenencia, mas como quedase todavía un remanente considerable, usando de las facultades que se le habían conferido lo invirtió en la construcción de una iglesia y de un teatro. Esta inversión, que se miró como inconveniente y arbitraria, fue el principio de las acusaciones de sus compatricios.

{3} Doña Isabel de los Ríos, viuda de dos ricos capitalistas.

{4} Encuéntrase una biografía de Olavide en el Semanario Pintoresco español, segunda serie, tomo IV. Año 1842: y otra hay en el Diccionario francés de la Conversación, tomo XLI, escrita por Aubert de Vitry, que le conoció y trató, y confirma estas noticias. Fernán Núñez da también bastantes de este personaje.

{5} Fue nombrado al efecto don Pedro Pérez Valiente.

{6} Cartas de Campomanes y de Olavide a Múzquiz, marzo y abril de 1769.

{7} El expediente del establecimiento de estas colonias existe en el ministerio de la Gobernación, donde se pueden ver documentos curiosos sobre la materia.

{8} Archivo de Simancas, Gracia y Justicia, leg. 628, donde existen los documentos relativos a este expediente.– Llorente, Historia de la Inquisición, capítulo XXVI, art. 3.º

{9} No en un convento de Gerona, como dice el señor Ferrer del Río. De Gerona no hizo sino escribir al inquisidor general, cuando se fugó de los baños de Caldas.– Informe del inquisidor general a una exposición de Olavide: Archivo de Simancas, legajo 628.

{10} Merece ser conocido el resto de la vida del famoso director de las colonias de Andalucía. Desde Ginebra, donde le dejamos en el texto, con motivo de la gran revolución que sobrevino en Francia, pasó a París, y tomó una parte en aquellos acontecimientos, en premio de lo cual la Convención le confirió algunos cargos y le dio el título de ciudadano adoptivo de la república francesa. Como aun conservase una buena parte de su fortuna, la empleó en bienes nacionales, y principalmente en una finca perteneciente a los hospitales de Orleans. A pesar de todo, parece que los horribles episodios de aquella revolución sangrienta hicieron gran sensación en su ánimo, y llenaron de terror su alma, cuyas pasiones habían ido ya calmando los años y la experiencia. Huyendo de aquellas terribles y trágicas escenas, se retiró al pueblo de Meung en compañía de su amigo Mr. Couteulx du Molay. Cuando allí comenzaba a reconocer sus errores y extravíos, y a hacer un género de vida opuesto a la anterior, viose preso una noche (del 15 al 16 de abril de 1794) por orden del Comité de salud pública, y conducido a la cárcel de Orleans.

En aquella reclusión, desprovisto de todo consuelo humano, fue donde acabó de arrojarse en brazos de la religión, y donde comenzó a escribir una apología razonada del cristianismo, que concluyó más adelante en casa de un amigo, en el Blésois, y que tituló El Evangelio en triunfo, la cual se publicó en Valencia en 1797. Si bien en el principio se miró esta obra con algún recelo, por ser de quien era, y por la energía con que presentaba los argumentos de los incrédulos para contestarles y convencerlos después, indudablemente vertía en ella, a veces con sublimidad, los sentimientos religiosos más puros, y consiguió excitar las simpatías de sus amigos y desvanecer las prevenciones de muchos de sus enemigos en España. En su virtud solicitó el permiso para volver a su patria, en una representación que dirigió a Carlos IV, que ocupaba ya el trono de Castilla. El rey pasó este papel a informe del inquisidor general, arzobispo de Burgos.

Tenemos a la vista copia de este informe (su fecha, 22 de mayo de 1798), sacada por nosotros del archivo de Simancas, y de cuyo importante documento, así como de la resolución de S. M. no ha hecho mención ni historiador ni biógrafo alguno que sepamos.– «Bien considero (decía entre otras cosas aquel prelado), que don Pablo de Olavide tiene hoy a su favor el concepto público de arrepentido, y aun de fortalecido en la fe de Jesucristo, como manifiesta la obra anónima del Evangelio en Triunfo, de que se le cree autor; pero estas voces, por más generales que sean, ni son un documento positivo, ni prestan mérito legal para destruir las resultas de la causa, tanto menos cuanto más obvio y natural se presenta el que habiendo aprovechado en tanto grado en la práctica de las virtudes cristianas, como se dice y es de desear, hubiese tenido la humildad de sujetarse a las pruebas y penitencias que se le habían impuesto por el Santo Oficio, como medio único de satisfacer la obligación anteriormente contraída, mediante la indisputable que todos tenemos de obedecer a las potestades superiores, y por ellas a sus tribunales.»

Giraba pues todo el informe del inquisidor sobre la base de que ni se debía, ni se podía perdonar a Olavide, ni menos acceder a su solicitud de volver a España, sin que se comprometiera a estar a las resultas de la causa, y a acabar de cumplir la penitencia o condena que se le había impuesto, hasta que el tribunal se diera por satisfecho de su enmienda. A pesar de este informe, el rey tomó la resolución que se va a ver, y que consta al margen del anterior escrito.– «Illmo. Señor: He dado cuenta al rey del informe que V. I. me ha dirigido con fecha 26 de mayo sobre la representación dirigida a S. M. en nombre de don Pablo de Olavide, y en contestación debo decir a V. I. de real orden, que S. M. se ha dignado condescender a la solicitud de Olavide para restituirse a España, y encarga particularmente a V. I. trate por sí con dicho sujeto sobre el modo de zanjar las dificultades que ocurran, y poner en ejecución esta gracia con el decoro que permitan las circunstancias.– Dios guarde a V. I. muchos años.– Aranjuez a 1.º de junio de 1798.– Francisco de Saavedra.– Señor arzobispo inquisidor general.»

Autorizado por esta real gracia vino inmediatamente Olavide a España, y se presentó a la corte en la jornada del Escorial. «Yo le vi, dice don Juan Antonio Llorente, en el Escorial, en casa de don Mariano Luis Urquijo, ministro Secretario de Estado.» Contaba a la sazón 73 años. Cansado de la vida de la corte, se retiró aquel mismo año a un pueblo de Andalucía, donde acabó sus días a la edad de 78, en compañía de unos parientes suyos, el año 1803. Allí escribió otras dos obritas, una titulada Poemas Cristianos, y otra Paráfrasis de los Salmos.