Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VIII ❦ Reinado de Carlos III
Capítulo XII
Instrucción pública
Sociedades económicas
De 1767 a 1768
Arreglo y fomento de la primera enseñanza.– Colegios de educación y pupilaje.– Honores y privilegios a los profesores.– Creación y organización de Seminarios conciliares.– Objeto y condiciones de estos establecimientos.– Reales Estudios de San Isidro.– Reforma de las universidades.– Creación de directores.– Censores regios.– Mal estado de la instrucción universitaria.– Plan de Olavide.– Proyecto de un plan general de estudios.– Informes de las universidades.– Oposición a la reforma.– Resistencia de la de Salamanca.– Mejora sus estudios, y acaba por ponerse al frente del movimiento intelectual.– Colegios mayores.– Abusos y desarreglo en que habían caído.– Su preponderancia sobre las universidades.– Monopolio de los empleos y cargos públicos.– Empréndese su reforma.– Grande agitación.– Cómo se llevó a cabo la reforma radical de los colegios.– Sociedades económicas.– Su origen y principio.– El conde de Peñaflorida.– Sociedad vascongada de Amigos del País.– Real y patriótico Seminario de Vergara.– Discurso de Campomanes sobre la educación y la industria popular.– Creación de la Sociedad económica de Madrid.– Su objeto y estatutos.– Sociedades en provincias.– La Junta de damas.– La doctora de Alcalá.– Admisión de socias de mérito.– Servicios de la junta.– Utilidad de estas asociaciones.– Mérito de Carlos III y sus ministros.
Un monarca tan amante de la ilustración como Carlos III, y unos ministros y consejeros tan ilustrados como los que había sabido agrupar en derredor de su trono, conocedores uno y otros de los adelantos europeos en las ciencias y en los conocimientos humanos, y uno y otros dispuestos a emprender e introducir todas las reformas útiles en su patria, no era posible que dejaran de promover todo lo que condujera al mejoramiento de los estudios, a reformar provechosamente la enseñanza pública, a difundir y propagar las escuelas, y ordenarlas y metodizarlas del modo más conveniente posible a la instrucción de la juventud. Sus antecesores habían hecho esfuerzos plausibles y no infructuosos para desembarazarles el camino, y ellos marcharon por la senda que encontraron ya trazada, con el ardor de reformadores, pero con el pulso que todavía las dificultades de los tiempos exigían.
La primera enseñanza, que como decía el Consejo de Castilla, «es el cimiento y basa principal de los demás estudios, que nunca son sobresalientes en los que carecen de estas sólidas nociones,» fue uno de los principales objetos de su atención y solicitud. La expulsión de los jesuitas les proporcionó ocasión para poner en manos seculares la enseñanza de las primeras letras, de la gramática y retórica, y para aplicar a la dotación de los maestros y profesores las temporalidades ocupadas a la Compañía (5 de octubre, 1767). Tres importantes reformas se hicieron con aquel motivo: secularizar aquellas enseñanzas, proveer las cátedras por oposición, y establecer casas o colegios de educación y pupilaje para los jóvenes{1}. Al decir del Consejo, estos estudios habían decaído en manos de los regulares de la Compañía, y lo mismo sucedería a cualquiera otra orden religiosa, «pues jamás pueden competir, decía en la real provisión, con los maestros y preceptores seglares que por oficio e instituto se dedican a la enseñanza, y procuran acreditarse para atraer los discípulos, y mantener con el producto de su trabajo su familia.»
Privilegios, exenciones y preeminencias muy apreciables habían sido ya anteriormente dispensadas por los monarcas españoles a los profesores y maestros de la primera educación y de las artes liberales, tales como el de poder gozar los distintivos de los hijosdalgo notorios, el de poder usar de todas armas, y el especialísimo de no poder ser presos por causa que no fuese de muerte, y debiendo servirles en este caso de prisión su propia casa{2}. Para confirmar Carlos III y su Consejo Real tan señalados privilegios a aquellos profesores, expidió en 1771 una provisión en que se designaban los requisitos y circunstancias de que habían de estar asistidos y adornados, examen que habían de sufrir, &c.{3} Por el examen no se habían de llevar otros derechos que los del escribano por el testimonio, con tal que no excedieran de veinte reales. Había ya visitadores y veedores con título. Prohibiose a los maestros y maestras enseñar niños de ambos sexos, y se empezaron a señalar libros de texto para las escuelas, desterrándose «los de fábulas frías, de historias mal formadas, o devociones indiscretas, sin lenguaje puro ni máximas sólidas, con los que se deprava el gusto de los mismos niños, y se acostumbran a locuciones impropias, a credulidades nocivas, y a muchos vicios trascendentales a toda la vida.»
Al propio tiempo que así procuraban el monarca y su Consejo ennoblecer el profesorado y fomentar las escuelas de primera educación, base de la ilustración social, daba Carlos III el gran paso de la erección de Seminarios conciliares. «Hasta entonces, dice con razón un ilustrado escritor contemporáneo, a pesar de lo mandado en el concilio de Trento, no cumplían los prelados españoles con el deber que les estaba impuesto de establecer casas de educación para formar un clero ilustrado y de buenas costumbres, haciendo por lo general las veces de seminarios los colegios de jesuitas, las universidades menores, y los conventos de las diferentes órdenes religiosas. El gobierno de Carlos III, extinguidos que fueron aquellos colegios, y en su intento de reformar las universidades, creyó que teniendo el clero tanta influencia en los estudios, no podría hacer cosa más acertada que interesarle en su proyecto, creando escuelas eclesiásticas, donde con la cooperación de ilustrados obispos se ensayasen mejores métodos y adoptasen nuevos textos, facilitándose de esta suerte la misma innovación en los demás establecimientos. La experiencia acreditó lo conveniente de esta medida{4}.
Será en efecto siempre una de las glorias que más enaltezcan a Carlos III la de haber hecho cumplir y ejecutar el sabio decreto del concilio Tridentino, erigiendo seminarios en las capitales de sus dominios y en pueblos numerosos en que pareciera conveniente, para la educación y enseñanza del clero. Destináronse a este objeto los edificios y templos de la Compañía de Jesús que acababa de extinguirse, y se aplicaron a su sostenimiento varias rentas, pensiones y memorias de las que habían pertenecido a los mismos regulares, con otros beneficios y dotaciones cuyo pormenor puede verse en la ley{5}. Debiendo ser los seminarios escuelas para el clero secular, seculares habían de ser también los directores y profesores, sujetos al gobierno de los reverendos obispos bajo la protección y patronato regio, siendo regla y condición fundamental que en ningún tiempo pudieran pasar a la dirección de los regulares. La elección de directores se haría por el rey, previo concurso y terna enviada por la cámara con informe del prelado, y las cátedras se habían de dar por oposición{6}. «La enseñanza pública de gramática, retórica, geometría y artes, (decía la regla 17), como necesaria e indispensable a toda clase de jóvenes deberá permanecer en las escuelas actuales, a menos que en los mismos colegios destinados a seminarios las haya apropósito; pero con la precisa calidad de darles entrada y salida independiente, permitiendo la comunicación interior precisa para los seminaristas, lo cual ahorrará a los seminarios el gasto de salarios de maestros, y la mayor concurrencia de discípulos excitará la emulación entre los de dentro y los de fuera....– El gobierno interior quedaba al cuidado y vigilancia de los obispos, pero debiendo proponer al Consejo todo aquello que hubiere de causar regla general.
En estos nuevos establecimientos se comenzaron a enseñar, en el fondo y en la forma, doctrinas más ajustadas a los buenos principios de la verdadera filosofía, y algo se reformó también el escolasticismo teológico. Algunos seminarios adquirieron gran celebridad, y de ellos salieron hombres eminentes, y habrían salido más, a no haberse ido desviando algunos de la buena senda que al principio les había sido trazada.
Otro plantel literario se creó también casi al mismo tiempo, con el título de Reales Estudios de San Isidro, mandado establecer en el edificio que había sido colegio Imperial de los jesuitas de Madrid{7}. Hasta quince cátedras se instalaron en él para las enseñanzas de latinidad, poética, retórica, matemáticas, lenguas orientales, lógica, filosofía moral, física experimental, derecho natural y de gentes, disciplina eclesiástica, liturgia y ritos sagrados. La circunstancia de empezar la física experimental a formar parte integrante de la filosofía, la de asignarse a los profesores dotaciones más decorosas que las que hasta entonces se acostumbraban, la de sacarse las cátedras a oposición con advertencias y prescripciones muy oportunas sobre método, libros y modelos de enseñanza, todo revelaba que se iba dando a los estudios un giro más adecuado a los adelantos modernos. La gran biblioteca que se formó en el mismo establecimiento con las particulares de las casas y colegios que pertenecieron a los jesuitas contribuyó a dar fomento y realce a los nuevos estudios, de los cuales y de los canónigos de la insigne colegiata que sustituyó al colegio Imperial de la Compañía salieron muchos varones ilustres en virtud y en letras.
No podía el espíritu reformador de Carlos y de los hombres ilustrados de su Consejo dejar de extenderse a las universidades, cuyo estado en verdad reclamaba ya con urgencia una reforma. Creaciones de diversas épocas y edades, fundadas y dotadas por monarcas o por prelados ilustres, y organizadas aisladamente y sin un pensamiento general y un plan concertado, teniendo cada una una existencia propia, sin cohesión entre sí y sin dependencia de un centro común, sujetas a estatutos inalterables que negaban la entrada a toda innovación, estancadas en doctrinas y en métodos que un tiempo les dieron fama bien merecida y lustre no escaso, pero que unas y otros adolecían ya de vejez, monopolizada la enseñanza, relajada la disciplina, y divididos en bandos maestros y escolares, la reforma era necesaria, y los consejeros de Carlos III no dejaron de emprenderla, colocándose el gobierno respecto a la instrucción pública y a las escuelas universitarias en una situación directiva que hasta entonces no había ocupado. Cierto que pareció haberla emprendido con timidez, al ver que se limitó al principio a ejercer el derecho de inspección, con mejoras parciales, y sin adoptar de pronto un plan general y uniforme, que alterara sustancialmente su manera de existir. Pero así lo aconsejaba la prudencia, y por otra parte las medidas que fue tomando llevaban ya un sello y una significación que dejaba ver la tendencia a preparar la unidad y la uniformidad apetecida.
Fue una de ellas, y el principio fundamental de otras, la creación de directores para las universidades (1768), habiendo de serlo de cada una de ellas un consejero de Castilla, que no hubiera estudiado en la universidad para que se le nombrase, con facultades y atribuciones para inquirir e informar sobre todo lo relativo a estatutos, rentas, cátedras, orden de enseñanza, número de alumnos, papeles de su archivo y demás que su celo les sugiriera{8}. Harto se veía en esta medida el designio de concentrar la dirección de las escuelas en manos del gobierno supremo del Estado. Antes de un año se expidió otra real cédula (24 de enero, 1770), prescribiendo los estudios, ejercicios literarios y demás requisitos que habían de exigirse en los cursantes para ser admitidos a los grados, para los cuales no serían válidos los cursos hechos fuera de las universidades; bien que esta última disposición se alteró después, concediendo a algunos seminarios y a otros colegios el derecho de incorporación de los cursos en las universidades más próximas, bajo ciertas cláusulas y reglas que se ordenaban. En el mismo año, y con motivo de haber sido denunciadas unas conclusiones peligrosas, defendidas por un doctor de la universidad de Valladolid{9}, se acordó la creación de censores regios, que lo serían natos los fiscales de las chancillerías y audiencias, los cuales habían de examinar las conclusiones antes de imprimirse, y no permitir que se defendieran ni enseñaran doctrinas contrarias a los derechos de la autoridad real y a las regalías de la corona{10}. La obligación de no enseñar tales doctrinas ni promover tales cuestiones se exigió después a los graduados en cualquiera de las facultades en el juramento que prestaban al tomar la investidura. A estas medidas podemos agregar la que en otro lugar hemos indicado de suprimir en todas las universidades y estudios públicos del reino las cátedras de la escuela llamada jesuítica, y prohibir los autores de ella para la enseñanza.
En medio de esto no dejaba de pensarse en un plan o reglamento general de estudios, y el mismo monarca lo había significado así en algunas de sus cédulas. Este pensamiento se dejó ver más claramente al darse la aprobación (22 de agosto, 1769) al proyecto que presentó el célebre asistente de Sevilla para organizar aquella universidad, al informar, de acuerdo con el arzobispo y la audiencia, que se estableciera la escuela universitaria en la que había sido casa profesa de los jesuitas de aquella ciudad. El informe de Olavide, después de muy luminosas y muy sabias observaciones sobre la imperfección, los vicios y el mal estado general de los establecimientos literarios, tal como a la sazón se hallaban, se extendía a proponer una reforma radical en la organización, método y materias de las enseñanzas, hasta ponerlas al nivel de lo que exigían ya las necesidades de la época y la ilustración de otros países, y restituir al nuestro la gloria literaria que en otros tiempos había alcanzado cuando marchaba delante de los demás{11}.
Mas aunque el plan tuviera la fortuna de merecer la aprobación superior, ni el mismo Olavide pudo desarrollarle en la universidad de Sevilla, a causa de las persecuciones que le acarreó la superintendencia de las colonias de Sierra-Morena, de que hemos dado cuenta en otra parte, ni el Consejo, por cuya mano corrían entonces todas estas providencias, se atrevió todavía a dictar un plan general y uniforme, arredrado sin duda por los obstáculos y la resistencia que aún le oponían la ignorancia, la añeja rutina, y los intereses individuales y de localidad. Prudente o contemporizador, se limitó a mandar (28 de noviembre, 1770) que cada universidad, con acuerdo de su respectivo claustro, le propusiera en el término de cuarenta días, un plan metódico de enseñanza, arreglándose a la mente del fundador, modificando o añadiendo las asignaturas que tuviera por conveniente, indicando las de matemáticas, física, filosofía moral y lugares teológicos. Esta débil contemplación del gobierno alentó a las universidades enemigas de la reforma. La mayor resistencia vino de la que había gozado en otro tiempo mayor celebridad, la de Salamanca. Ya algunos años antes había dejado ver aquella corporación su espíritu reaccionario, así en un famoso informe del padre Rivera, trinitario calzado y catedrático de teología, en que llamaba enciclopedistas a Heineccio, Rollin y Muratori, como en la oposición que hizo al establecimiento de una academia de matemáticas que proponía el profesor don Diego de Torres. Ahora rechazaba toda idea de innovación; para ella en punto a filosofía era inmejorable el sistema del Peripato; Newton, Gassendo, Descartes, Wolf, no enseñaban nada útil; la física de Muschembroeck tenía el defecto de no poder entenderse sin el estudio de la geometría, era muy preferible Goudin, por ser más conciso y tener buen latín. Así se explicaba la primera universidad del reino.
Por fortuna otras, y entre ellas la de Alcalá, reconocían la necesidad de algunas reformas, y proponían ellas mismas la supresión de algunas enseñanzas y la creación de otras nuevas, confesando la conveniencia del estudio de las ciencias exactas. Los fiscales del Consejo examinaban cada informe, deshacían los argumentos contrarios a su pensamiento e introducían modificaciones importantes, que produjeron, ya que no un plan general, la mejora de los que regían a varias universidades. El de Granada, que tardó tantos años en enviar el suyo, se distinguió ya por más acomodado a los buenos principios. Bastante posterior todavía el de la de Valencia, se consideró el más perfecto, como que en él se adoptaban ya las mejoras que con buen éxito se habían ensayado en otras universidades. Y de tal manera fueron correspondiendo los resultados que en los últimos años del reinado de Carlos III, la misma universidad de Salamanca, tan reaccionaria en un principio, vio ya las cosas tan de otra manera que mejoró notablemente sus estudios, y concluyó por ponerse al frente del movimiento y del progreso intelectual{12}.
Pero la reforma más trascendental que en punto a establecimientos de instrucción pública en este tiempo se hizo, fue la de los colegios mayores. Fundados estos colegios y dotados de pingües rentas por prelados ilustres, con el laudable fin de que los estudiantes pobres, virtuosos, aplicados y sobresalientes pudieran, mediante oposición, obtener en ellos becas, y concluir en la vida colegial con aprovechamiento la carrera universitaria, habían ido sufriendo tales alteraciones en sus primitivos estatutos, que adulterada la voluntad y el fin de sus fundadores se habían convertido en patrimonio exclusivo de un número de familias nobles y ricas, que con un simulacro y vana fórmula de oposición distribuían las becas entre sus parientes y favorecidos. Esto, que al pronto y en cierto modo produjo un bien, porque hizo que muchos hijos de nobles se dedicaran a las carreras científicas con la seguridad de alcanzar altos puestos en la Iglesia y en la magistratura, aumentó luego el mal por exceso de abuso. Excluidos los pobres, por estudiosos que fuesen; facilitada la admisión a la clase y a la alcurnia, aunque ni tuviera méritos ni llevara estudios; seguros los agraciados de que no habían de dejar el bonete de colegial sino para vestir la toga o la muceta; una vez ocupados los primeros cargos del Estado por los que habían sido colegiales, y distribuyendo estos después a los colegiales sus protegidos los mejores empleos y dignidades en las catedrales, en las audiencias y en los consejos; estableciendo esta especie de monopolio a la vista de las universidades, cuyos cursantes, llamados manteístas, se encontraban desatendidos y desairados y sin participación en los empleos honrosos y pingües, necesariamente las escuelas universitarias habían de decaer, y los colegios mayores, en un principio hijuelas suyas, tomar, como tomaron sobre ellas un predominio opresor y tiránico, con tendencia a devorar sus mismas madres.
Viva y melancólica pintura hace el erudito Pérez Bayer de la decadencia a que había reducido a las universidades la preponderancia de los colegios mayores{13}. Hablando de las principales universidades, que se llamaban también mayores, a saber, Salamanca, Alcalá y Valladolid, decía entre otras cosas: «Ni aspecto siquiera quedaba en la de Salamanca de universidad o estudio público... En las facultades de artes, jurisprudencia canónica y civil había sobra de maestros ociosos... falta absoluta de discípulos y de enseñanza... A las aulas de teología asistían solo los regulares de Santo Domingo, jesuitas, benedictinos o franciscanos, cuyos religiosos tienen cátedras fundadas, y a estos solía agregarse uno u otro escolar manteísta... En Alcalá sucede a proporción lo mismo que en Salamanca en punto a enseñanza de la jurisprudencia, y si cabe, es aún mayor el abandono... Ni en Valladolid es mejor el aspecto de aquella escuela por lo que mira a la teórica del derecho romano. Porque además de la opresión de los doctores manteístas, por el colegio de Santa Cruz, ayudado de la chancillería, cuyos ministros son por lo regular colegiales, las cátedras se dan, en más crecido número que al resto de la universidad, a individuos del mismo colegio... y no entresaca el Consejo para el obtento de ellas a los buenos ni a los medianos, sino que consulta a todos indiferentemente por la mayor antigüedad de beca... &c.»
No menos lamentable y triste es el cuadro que aquel docto escritor hace de los abusos y desórdenes de los colegios mayores; aumentados con las ambiciones y rivalidades a que daba lugar su régimen semi-republicano, haciéndose la elección de rector por los mismos colegiales, fuente de disturbios y perturbaciones interiores en la comunidad; con la institución de becas de baño, hospederías, y casas de comensalidad{14}, que acababan de destruir en ellos y en las universidades la poca disciplina que quedaba, y de que se seguía también, como observa el autor de la Instrucción pública en España, entre colegiales actuales, huéspedes, y excolegiales y todos los demás afiliados a ellos, formaban una vasta asociación, que partiendo del centro del gobierno invadía consejos, cabildos, audiencias y universidades, y ejercía un poder omnímodo y absorbente en el Estado.
Había además de los seis colegios mayores{15} otros muchos menores (a semejanza también de las dos clases de universidades), adheridos y como afiliados a aquellos, que se les asimilaban en el objeto y en la forma, y algunos competían en importancia con los de la primera clase{16}. En todos ellos se habían introducido los mismos abusos que en los mayores, a los cuales imitaban en lo malo y en lo bueno, y contribuían como ellos a la decadencia de la enseñanza universitaria.
Desde el principio de su reinado se había mostrado Carlos III, poco conforme con el espíritu, y aun enemigo de la preponderancia de los colegios mayores, prefiriendo para los empleos y cargos públicos, como antes hemos tenido ya ocasión de observar, a los hombres aprovechados y doctos que aun salían de las universidades, y de ellas procedían y manteístas habían sido Campomanes, Moñino, Roda y otros de los ministros y consejeros de su confianza y predilección. Acordes estaban pues el monarca y su gobierno, ya que no en destruir de un golpe, por lo arriesgado y difícil, aquellos establecimientos, en rebajar su predominio, cortando abusos, variando su viciosa organización, y procurando restablecer la forma y el espíritu de sus primitivas constituciones. A esto se enderezaba también el plan de reforma que con el título de Memorial escribió el docto don Francisco Pérez Bayer, preceptor de los infantes, que con acuerdo del confesor y por conducto del ministro Roda fue presentado al rey. Tal fue el origen de las reales cédulas de 15 y 22 de febrero de 1771, por las cuales se mandó revisar las constituciones de los seis colegios mayores para ver de reducirlos a su primitivo instituto, y se disponía, entre otras cosas, la prohibición de los juegos, la supresión de las hospederías, y que desde aquella fecha no se proveyera beca alguna hasta la publicación de los nuevos estatutos.
Grande agitación movieron estos decretos, de satisfacción y regocijo en unos, de incomodidad y desazón en otros. Los manteístas de Salamanca llevaron su entusiasmo hasta solemnizarlos celebrando una procesión fúnebre, que representaba el entierro de los cuatro colegios mayores de aquella ciudad. Por el contrario, éstos y sus parciales, que los tenían en todos los Consejos, no perdonaron esfuerzo ni dejaron de tocar resorte para ver de entorpecer y atajar la reforma. Firme se mantenía en su propósito Carlos III. Seis años se pasaron en esta lucha. El último recurso de los colegios y sus patronos fue el de amedrentar al soberano por el lado de la religiosidad y de la conciencia, valiéndose de fray Joaquín Eleta su confesor, que antes partidario de la reforma, después seducido por los enemigos de ella, expuso al rey que ambos estaban engañados, pues no podía S. M. en conciencia y sin impetrar antes un breve pontificio reformar unas constituciones apoyadas en bulas apostólicas. Pero Carlos contestó que tenía su conciencia muy bien asegurada, y que sabía lo que en uso de su autoridad podía hacer para reformar los abusos de su reino.
En su virtud se expidieron los decretos (12 de febrero, 1777), llevando a cabo la reforma proyectada. Consistía ésta principalmente en exigirse menos condiciones, especialmente de renta, para aspirar a las becas; en darse éstas por oposición pública y rigurosa, y por medio de terna elevada al Consejo, prefiriéndose en igualdad de circunstancias a los más pobres; en limitar la colegiatura a los ocho años precisos; en quedar sometidos los colegiales a los fueros, leyes y estatutos universitarios; en la derogación de todas las demás constituciones, usos y costumbres, aunque se fundaran en breves pontificios, decretos reales o provisiones del Consejo, salvas las disposiciones bularias que contuvieran gracias espirituales. Y como ya todos o casi todos los colegiales habían cumplido el tiempo de sus becas, sacáronse éstas a oposición, y se proveyeron por el rey bajo la influencia del Consejo. Así se realizó la reforma de los tan célebres colegios mayores, acabando desde entonces su importancia y predominio, en bien y aumento del de las decaídas universidades{17}.
No fueron solo estas reformas las que se hicieron, ni solo estas providencias las que se dictaron en beneficio de la ilustración pública en este período. «Uno de los sucesos más notables y gloriosos del reinado de Carlos III, dice un erudito escritor español, es el establecimiento de las Sociedades Económicas. Sin grandes gastos, sin salarios, y sin los demás embarazos y riesgos que suelen ocasionar otros proyectos menos importantes, se encuentra España con un gran número de escuelas utilísimas, y de ministros a quienes poder confiar el examen y la ejecución de muchas providencias relativas al fomento de la agricultura, artes, comercio y policía.{18}»
Un pensamiento semejante había tenido ya y aconsejado al rey Felipe V el sabio Macanaz{19}. Pero tardó todavía años en hacerse el primer ensayo de esta útil institución; a cuyo propósito dice el autor que acabamos de citar: «El nombre del marqués de Peñaflorida don Javier Munive e Idiáquez será inmortal en los fastos de la historia de los vascongados, y muy respetable en los de la nación española, por haber sido el primero que ideó y el que más contribuyó al establecimiento de la primera sociedad económica del reino.» El origen y circunstancias de esta primera fundación fueron en verdad bien singulares. Dispuso la villa de Vergara, en Guipúzcoa, unos festejos en celebridad de haber obtenido bula de S. S. fallando en su favor la disputa que sobre pertenecerle un santo mártir sostenía con otra villa inmediata. Para solemnizar más estas fiestas ocurriole al marqués de Peñaflorida traducir una ópera cómica francesa, ponerla en música, distribuir y ensayar los papeles entre varios aficionados y amigos suyos del país, y cantarla la noche de los festejos en las salas consistoriales de Vergara, como así se verificó (11 de setiembre, 1764), con éxito brillante y grande aplauso, no habiendo profesor que no se hiciese lenguas del mérito de la ópera y del talento músico del autor. Acabadas las funciones, al despedirse aquellos buenos amigos, sintiendo pena en separarse y necesidad de repetir tan amenas reuniones, convinieron en volverse a juntar, y poco a poco se acordó entre ellos asociarse con un objeto noble, cual era el de mejorar la educación popular, promover y fomentar la agricultura, las artes y el comercio, a cuya asociación se daría el título de Sociedad de los Amigos del país. A los pocos meses (abril, 1765) obtuvo la Sociedad la aprobación del soberano, y fue nombrado director de ella el conde de Peñaflorida. Un tomo de Memorias escrito al año siguiente daba ya noticia de la historia, del objeto y de los primeros trabajos de la corporación{20}.
Aunque a la Sociedad Vascongada de Amigos del país se debió, entre otros monumentos científicos y filantrópicos, la creación del célebre Real y patriótico Seminario de Vergara{21}, que tanto lustre ha dado a aquella villa, y la creación de la casa de Misericordia de Vitoria{22}, que presentaba a los ojos del país un modelo tan digno de ser imitado; todavía trascurrieron algunos años sin que en la nación se fundaran a su ejemplo otras corporaciones semejantes. Impulso grande vino a dar a la propagación de tan patriótico y útil pensamiento el Discurso sobre el fomento de la industria popular del ilustre don Pedro Rodríguez de Campomanes (1774), en que manifestaba la conveniencia de establecer Sociedades Económicas en todas las provincias del reino; discurso que, prohijado por el Consejo de Castilla, fue circulado a todas las intendencias, justicias y ayuntamientos.
Tres vecinos de la corte{23}, por sí y a nombre de otros, acudieron al Consejo de Castilla en solicitud de que se les permitiera establecer en la capital una Sociedad económica de Amigos del país, a ejemplo de las que había en otras partes y al tenor de las reglas y consejos que daba Campomanes en sus discursos relativos a la industria y a la educación popular. Otorgado que les fue este permiso, franqueada por el ayuntamiento para la celebración de las juntas una pieza de las casas consistoriales, y formados los estatutos, expidió S. M. una real cédula (9 de noviembre, 1775), autorizando la instalación de la real Sociedad Económica de Amigos del país de Madrid, y aprobando sus estatutos, «para que el buen ejemplo de la corte, decía, trascienda al resto del reino, o instruya a las demás provincias del modo práctico de erigir iguales sociedades económicas.{24}» El objeto de la institución era, como lo expresan sus artículos, fomentar la industria popular, las artes y oficios, la agricultura y cría de ganados, y establecer escuelas patrióticas en todo el reino. A muy poco tiempo de la creación había ya en Madrid ochenta y siete socios de las personas más distinguidas de la corte, por su ilustración, sus empleos y su fortuna, que en el momento de su organización se apresuraron a inscribirse y a contribuir a sus saludables y patrióticos fines.
Siempre el ejemplo de lo que se practica en la corte cunde y trasciende con más rapidez que lo que en otras poblaciones se ejecuta, y así como pasaron años antes que la Sociedad Vascongada encontrara imitadores en otros lugares, la instalación de la de Madrid halló muy pronto eco en las provincias, donde a imitación suya se fueron formando sociedades económicas en gran número. Valencia, Sevilla, Segovia, Mallorca, Zaragoza, Tudela, fueron de las primeras a seguir este patriótico impulso, que no tardó en propagarse a casi todas las poblaciones importantes y numerosas del reino. En todas ellas se discutía sobre las cuestiones y materias propias de su instituto, se daban a conocer las obras más útiles que se publicaban en otros países, se distribuían y adjudicaban premios anuales a los que mejor resolvían los problemas propuestos por la sociedad, se creaban escuelas gratuitas para niños y jóvenes de ambos sexos, y se escribían y daban a luz memorias, tratados y discursos para derramar la ilustración entre las clases que más la habían menester.
Dio también nacimiento la sociedad de Madrid a la Junta de Damas, que con real aprobación se agregó a la misma, creada para dirigir la educación y fomentar los conocimientos y la aplicación a las labores y ramos de industria propios de su sexo. En España, observa bien un juicioso escritor, hasta el reinado de Carlos III no se había visto ninguna asociación de mujeres autorizada por el soberano, sino en los monasterios, congregaciones, cofradías y otras reuniones destinadas únicamente a ejercicios de piedad y devoción. Es curioso el origen de esta junta de señoras, que hizo después tan buenos servicios al país.
A ejemplo de lo que había acontecido en el reinado de Isabel la Católica, y a indicación de Carlos III la universidad de Alcalá había honrado el privilegiado talento y la extraordinaria instrucción de una dama ilustre de público y reconocido mérito literario, confiriéndole, con dispensa del rey para este caso, el grado y título de doctor en filosofía con solemne y desacostumbrada pompa, y además la nombró profesora honoraria de filosofía y consiliaria perpetua en la facultad de artes. A imitación de la universidad la Real Academia de la Historia y la Sociedad Vascongada la admitieron también en su seno y le expidieron título de socia. Esta ilustrada señora era doña María Isidra Guzmán y Lacerda, hija de los condes de Oñate. Hallándose el duque de Osuna de director de la Sociedad Económica Matritense, indicó en junta general que sería del agrado del rey y muy conforme al espíritu de la corporación que la doctora de Alcalá perteneciese a ella para que sirviese de estímulo a otras personas de su sexo: la propuesta fue aceptada por aclamación, y entonces uno de los socios expuso que convendría igualmente se nombrara socia a la esposa del director, condesa de Benavente, que además de su reconocido talento tenía el mérito de haberse erigido espontáneamente en protectora celosa de la Sociedad, contribuyendo con mano generosa y liberal a los objetos de su instituto. Por aclamación se acordó también la admisión de la condesa de Benavente.
Estos dos casos dieron motivo a que se renovara la cuestión que ya otras veces se había agitado en el cuerpo, de si convendría admitir señoras en las juntas para el fomento y dirección de las industrias, ocupaciones y labores propias del sexo. Ocupándose estaba una comisión en dilucidar este punto para resolverle con acierto, cuando vino a apresurar la resolución y a disipar todas las dudas la siguiente comunicación que el conde de Floridablanca dirigió a la Sociedad:
«El rey entiende que la admisión de socias de mérito y honor, que en juntas regulares y separadas traten de los mejores medios de promover la virtud, la aplicación y la industria en su sexo, sería muy conveniente en la corte, y que escogiendo las que por sus circunstancias sean más acreedoras a esta honrosa distinción, procedan y traten unidas los medios de fomentar la buena educación, mejorar las costumbres con su ejemplo y sus escritos, introducir el amor al trabajo, cortar el lujo, que al paso que destruye las fortunas de los particulares, retrae a muchos del matrimonio, en perjuicio del Estado, y sustituir para sus adornos los generales a los extranjeros y de puro capricho. S. M. se lisonjea que ya que se vieron tantas damas honrar antiguamente su monarquía, con el talento que caracteriza a las españolas, seguirán estos gloriosos ejemplos, y que resultarán de sus juntas tantas o mayores ventajas que las que ve, con singular complacencia de su real ánimo paterno, producirse por medio de las juntas económicas de su reino. Lo prevengo a V. S. de orden de S. M. para noticia de la real sociedad, y ruego a Dios guarde su vida muchos años. San Ildefonso 29 de agosto de 1787.– El conde de Floridablanca.– Señor secretario de la Real Sociedad de Madrid.{25}»
En vista de esta comunicación cesaron las dudas y las vacilaciones, quedó acordada la admisión de señoras, las más principales de la corte mostraron la satisfacción que tendrían en verse inscritas, y a muy poco tiempo expidió la Sociedad los títulos de socias de mérito y honor a catorce damas de las más distinguidas y nobles. La misma princesa de Asturias y las infantas no se desdeñaron de admitir el diploma, y el ejemplo de sus altezas hizo que otras muchas señoras solicitaran hasta con afán este honor. La junta de damas tomó a su cargo la dirección de las escuelas patrióticas y el fomento de los ramos industriales más convenientes para dar ocupación útil a las mujeres de todas clases. Sobremanera patriótico y honroso fue uno de los primeros acuerdos de la junta, a saber, el de obligarse a no gastar en sus vestidos y adornos otros géneros de seda que los fabricados en el reino. Pronto trascendió también a las provincias esta noble emulación de las señoras de la corte, y el gobierno veía con gusto las solicitudes que se le dirigían pidiendo autorización para formar asociaciones semejantes{26}.
«Torrentes de luz, dice un escritor extranjero, brotaron de estas asambleas patrióticas; todos los hombres ilustrados acudieron a prestar sus luces al gobierno, que hablaba en nombre de la patria por cuya prosperidad se afanaba. Cuando se trataba de una medida general de administración, se podía ya contar con las luces y observaciones prácticas de los ciudadanos más distinguidos bajo todos aspectos.» El mérito de Carlos III y de sus ilustrados ministros en la creación de sociedades económicas estuvo, no solamente en no temer, sino en fomentar ellos mismos esas asociaciones en que se discuten y dilucidan puntos y doctrinas de gobierno y administración, que por la clase de personas que las componen suelen hacerse respetables, poderosas y temibles a los gobiernos absolutos. Pero el monarca y sus consejeros tenían confianza en sus intenciones y en la justicia de sus medidas, encaminadas todas a la instrucción del pueblo, a las mejoras sociales, al destierro del ocio, y a la protección y premio del mérito, de la aplicación y del trabajo. Si aquellas instituciones no produjeron todo el bien que hubiera sido de desear, culpa fue de otras causas, no de sus autores, y de todos modos no fueron pequeños los beneficios que de ellas reportó el Estado.
{1} «Real provisión de los señores del Consejo, en el extraordinario, a consulta de S. M. para reintegrar a los maestros y preceptores seculares en la enseñanza de primeras letras, gramática y retórica, &c.» En Madrid a 5 de octubre de 1767.
{2} Así se expresa en reales cédulas expedidas en 1.º de setiembre de 1743, y en 13 de julio de 1758.
{3} Real provisión de 11 de julio de 1771.– Son notables las palabras que encabezan este documento. «Teniendo presente el Consejo que la educación de la juventud por los maestros de primeras letras es uno y aún el más principal ramo de la policía y buen gobierno del Estado, y que para conseguirlo es preciso que recaiga el magisterio en personas aptas que enseñen a los niños, además de las primeras letras, la doctrina cristiana y rudimentos de nuestra religión, para formar en aquella edad dócil (que todo se imprime) las buenas inclinaciones, infundirles el respeto que corresponde a la potestad real, a sus padres y mayores, formando en ellas el espíritu de buenos ciudadanos y a propósito para la sociedad, se manda que en adelante, &c.»
{4} Gil de Zárate, De la instrucción pública en España, tomo I, cap. 3.º.– En 1586 se había encargado ya al Consejo el cuidado de que los prelados hiciesen seminarios, conforme a lo dispuesto en el Santo Concilio de Trento. Por real cédula de 30 de enero de 1608 se confió a la sala 1.ª del Consejo el cuidado de la creación de dichos seminarios en los obispados y lugares donde no se había ejecutado. Y por cédula de 27 de mayo de 1721 se había encargado a los prelados de estos reinos la erección de seminarios prevenida en el Concilio y en las dos citadas leyes.
{5} Libro I, tit. XI, ley 1.ª de la Novísima Recopilación.– Dada en San Ildefonso, a 14 de agosto de 1768.
{6} Más adelante, por real cédula de 16 de octubre de 1779 mandó S. M. que la elección de sujetos para ternas de rectores y directores se dejara al arbitrio, juicio y prudencia de los diocesanos, sin la precisión del concurso.
{7} Real decreto de 19 de enero de 1770.
{8} Real cédula de S. M. y señores del Consejo, en que están insertos dos autos-acordados, que tratan de la creación de directores de las universidades literarias, y la instrucción de lo que deben promover a beneficio de la enseñanza pública en los estudios generales.» En el Pardo a 14 de marzo de 1769.– El auto del Consejo había sido en 20 de diciembre de 1768. Los fiscales que informaron fueron Campomanes y Floridablanca.
{9} El tema de estas conclusiones había sido: De clericorum exemptione a temporali servitio et seculari jurisdictione.
{10} Real provisión de 6 de setiembre de 1770.
{11} Este informe es uno de los documentos más notables e importantes de aquel tiempo, especialmente por la viva demostración y el cuadro animado y exacto que hacía de los vicios de nuestras escuelas y de su funesta influencia en todas las carreras, como lo observa oportunamente un ilustrado escritor de nuestros días.
{12} Sempere y Guarinos, Ensayo de una Biblioteca, &c.– Zárate, De la instrucción pública en España, cap. 4.º
{13} El sabio Pérez Bayer dejó escritas sobre esta materia dos importantes obras, que se conservan inéditas en nuestra Biblioteca Nacional; la una en dos tomos folio, con el título de: «Por la libertad de la literatura española, Memorial al rey N. S. D. Carlos III; la otra en tres, titulada: «Diario histórico de la reforma de los seis colegios mayores.» De estas dos preciosas obras ha tomado el señor Gil de Zárate las excelentes noticias que da sobre este asunto en el tomo II De la instrucción pública en España, y de ellas nos valemos nosotros para las que aquí apuntamos. Pérez Bayer tuvo la ventaja de escribir sobre lo mismo que veía, y en materia en que era tan versado y entendido como sabemos.
{14} Esto de las hospederías fue una novedad que se introdujo, y se incorporó luego a las constituciones, y consistía en que los colegiales que terminados los años de estudio no habían obtenido todavía empleo, pasaban a ocupar en concepto de huéspedes unas habitaciones que se les destinaban en el mismo colegio, y allí estaban indefinidamente disfrutando las asistencias y la consideración de colegiales, con más libertad, y muchas veces con mayor autoridad. Esto dio ocasión a muy graves abusos.
Las becas de baño eran una especie de títulos de colegial mayor ad honorem, que se inventaron para ganar partidarios y protectores a los colegios. Cosa parecida eran también las cartas de comensalidad.
{15} Estaban estos unidos a las tres universidades denominadas también mayores, y eran:
En Salamanca, el de San Bartolomé, fundado en 1410 por el arzobispo de Sevilla don Diego de Anaya; el de Cuenca, en 1509 por el arzobispo de aquella diócesis don Diego Ramírez de Villaescusa; el de Oviedo, por el obispo de esta diócesis don Diego de Muras, y el del Arzobispo, por el que lo fue de Santiago y Toledo don Alonso de Fonseca.
En Valladolid, el de Santa Cruz, fundado en 1484, por el cardenal don Pedro González de Mendoza.
En Alcalá, el de San Ildefonso, fundado por el cardenal Jiménez de Cisneros.
{16} Los principales colegios menores eran: los de Fonseca y San Gerónimo, en Santiago; del Sacro Monte, Santa Cruz, San Miguel, San Bartolomé y Santiago, en Granada; Santa Orosia, San Vicente Mártir y Santiago, en Huesca; San Pedro y San Gregorio, en Oviedo; de Maese-Rodrigo, en Sevilla; Santa Catalina, Infantes y San Bernardino, en Toledo; Santo Tomás de Villanueva, Andresiano, y Pío V, en Valencia; San Gregorio y San Gabriel, en Valladolid.
{17} Para terminar esta materia, aun cuando lo que vamos a decir es posterior a este período, añadiremos aquí, que como se observase que los nuevos colegiales aspiraban a renovar las envejecidas prácticas de los antiguos, se adoptó el medio de no proveer becas, y dejar que los colegios mayores perecieran por consunción. Más adelante, por real cédula de 23 de setiembre de 1798, se capitalizó y vendió gran parte de sus bienes. El edificio del de San Ildefonso de Alcalá se dio a la Universidad. En 1815 trató Fernando VII de restablecerlos, pero el proyecto se abandonó, y en 1828 se aplicaron sus bienes al sostenimiento de los colegios de humanidades. Decretose otra vez su restablecimiento en 1830, y aun se obtuvo del pontífice en 1832 la aprobación de los nuevos estatutos, pero los acontecimientos políticos que después sobrevinieron dejaron tal proyecto sumido en el olvido, y sin esperanza de que pudieran rehabilitarse ya nunca tales establecimientos. Las rentas y edificios que quedaban se han aplicado ya, al parecer de un modo permanente, a otros objetos.
{18} Sempere y Guarinos, Ensayo de una Biblioteca española, tomo V.
{19} Representación dirigida al señor rey don Felipe V desde Lieja.
{20} Ensayo de la Sociedad Vascongada de los Amigos del País, dedicado al rey N. S.; impreso en Vitoria, 1768.– Santibáñez, Elogio del conde de Peñaflorida.– En este Elogio, leído en la junta general de 1785, se dan muy curiosas noticias acerca de una especie de tertulia académica que años antes había habido en la villa de Azcoitia, compuesta de varios caballeros y clérigos aficionados a las ciencias, entre ellos el mismo conde de Peñaflorida, que había comenzado por reunión de conversación y de juego, y concluyó por asamblea literaria, en términos que establecido cierto orden y distribución de tiempo y materias, «las noches de los lunes, dice el documento, se hablaba solamente de matemáticas, los martes de física, los miércoles se leía historia y traducciones de los académicos tertulianos; los jueves una música pequeña, o un concierto bastante bien ordenado; los viernes geografía; sábado conversación sobre los asuntos del tiempo; domingo música.» La muerte de dos de los principales concurrentes a aquella tertulia literaria desbarató la reunión, el conde se entristeció mucho, pero prosiguió dedicándose al estudio y la lectura, y pocos años después aprovechó el suceso que dejamos referido para realizar y aún mejorar su patriótico pensamiento.
{21} «Los nobles españoles, dice a este propósito Sempere y Guarinos, que antes solían enviar sus hijos a varios colegios y casas de pensión de Francia, con mucho dispendio y con el riesgo irremediable de que se imbuyeran de máximas no españolas, y de que se debilitara en ellos el patriotismo, que es la pasión que más debe fomentarse en todo noble, los envían ya al Seminario de Vergara, en donde la educación es excelente, y ciertamente más propia para infundir en los ánimos de los jóvenes la piedad, la instrucción de que más necesitan, la modestia, frugalidad, y finalmente el amor a su país.» Observa también que con este motivo Vergara fue el primer pueblo de España en que se establecieron cátedras de química y metalurgia.
{22} Un individuo de la sociedad, don Valentín de Foronda, escribió un Paralelo entre esta casa y la de San Sulpicio de París.
{23} Fueron estos don Vicente de Rivas, don José Faustino de Medina, y don José Almarza.
{24} Real cédula de S. M. y señores del Consejo, en que se aprueban los estatutos de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, con los demás que se expresa, &c.– En San Lorenzo, a 9 de noviembre de 1775.– El primer director fue don Antonio de la Cuadra, y subdirector el marqués de Valdelirios.
{25} Actas y Memorias de la Sociedad.
{26} En aquel mismo año llegaban ya a cincuenta y cuatro las que había establecidas en España.