Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo XIII
Los Estados-Unidos de América
Guerra de Francia y España contra Inglaterra
De 1776 a 1781

Los anglo-americanos.– Causas y principio de su rebelión.– Se declaran en abierta resistencia al gobierno de la metrópoli.– Discordias intestinas en la Gran Bretaña.– Protección de Francia a los sublevados.– Nombran éstos general en jefe a Jorge Washington.– Carácter y prendas de este personaje.– Proclámase la independencia de los Estados-Unidos.– Washington dictador.– Sus triunfos contra los ingleses.– Alianza de Francia con la América del Norte.– Combate naval entre ingleses y franceses.– Conducta del monarca y del gobierno español en esta contienda.– Comportamiento de Floridablanca.– Su manejo con las cortes de Londres y París.– Hácese Carlos III mediador para la paz.– Encontradas pretensiones de aquellas dos potencias.– Proposiciones que hace Carlos III.– Deséchalas la Inglaterra.– Retírase el embajador español de Londres.– Declaración de guerra.– Plan del conde de Aranda.– Reunión de las escuadras francesa y española.– Expedición contra Inglaterra.– Fatales resultados de esta malograda tentativa.– Bloqueo de Gibraltar.– Apuro de la plaza.– La escuadra inglesa de Rodney.– Apresa una flota española.– Sorprende y destruye la escuadra de Lángara.– Heroico, aunque desastroso combate naval.– Expedición inglesa y española a las Indias Occidentales: Rodney; Solano.– Suceso de las islas Azores: rica presa de una flota británica.– Campaña de América.– Hazañas y triunfos de don Bernardo de Gálvez en la Florida.– De don Matías de Gálvez en Honduras.– Pérdidas de los ingleses.– Guerra entre Inglaterra y Holanda.– Famoso combate en el Báltico.– Sucesos de la América del Norte en los años 79, 80 y 81.– Célebre triunfo de Washington en York-Town.– Preludio de la emancipación de los Estados-Unidos.
 

Volvamos otra vez la vista a los acontecimientos exteriores que por este tiempo traían ocupada la atención y la política del gobierno español; que aunque pasaban allá en extrañas y muy apartadas regiones allende los mares, y aunque parecían cuestiones que debieran ventilarse entre otras potencias por versar sobre dominios que no nos pertenecían, había en verdad gravísimas razones para que el soberano y el gobierno de España no pudieran ser en ellas espectadores indiferentes.

Nos referimos ahora a la célebre rebelión de las colonias inglesas de la América del Norte contra su metrópoli, y a la lucha que con este motivo se había empeñado, y que había de concluir por hacerse aquellos Estados independientes, variando con esto de todo punto la faz de aquellas extensas e importantes regiones del Nuevo Mundo. Conocedoras de su importancia y orgullosas de su propia fuerza aquellas provincias, y más desde la agregación de la Florida y el Canadá; refugio y asilo de los que con motivo de las contiendas religiosas y de las guerras civiles de Inglaterra habían abandonado su patria por vivir libres de persecuciones; ricos y prósperos aquellos pueblos con el producto del trabajo y de la industria; no participando ni de las ventajas ni del esplendor del gobierno monárquico, cuyo brillo no podía alcanzarlos a tan larga distancia, y cundiendo cada día entre ellos el espíritu de independencia y el espíritu republicano, pequeñas causas bastaban a disgustar a los que ya sobrellevaban de mal grado su sujeción a la metrópoli. Y estas causas, de cuya justicia o injusticia no juzgamos ahora, vinieron, primeramente con querer destruirles el comercio de contrabando que hacían con las colonias españolas, después con imponerles algún tributo para el sostenimiento de las cargas públicas del Estado, y principalmente para los gastos de la guerra hecha para su propia seguridad.

Por más que para no ofender a un pueblo independiente se estableciera el impuesto bajo la delicada forma de derecho de timbre, rechazáronle aquellos americanos, fundándose en no haber sido obtenido su consentimiento conforme a los principios de la constitución inglesa, y los encargados de su administración fueron objeto de insultos y malos tratamientos. No sirvió a los débiles ministros que se sucedieron en el gabinete británico ni abolir aquella contribución y reemplazarla con otras, ni dejarlas reducidas a un simple recargo sobre el té, menos como recurso rentístico que como signo del derecho del parlamento, y como cuestión de dignidad nacional; no se aquietó el espíritu de rebelión de los colonos, antes bien fue en aumento, sostenido y alentado por fogosos y elocuentes partidarios que su causa tenía en las mismas cámaras inglesas. Oradores como Pitt, Wilkes y Burke abogaban en favor suyo, no les faltaban simpatías en el pueblo, y esto los animó a tomar una actitud de abierta resistencia. El gobierno de la metrópoli envió tropas para hacerse obedecer; la guerra empezó; aquellas vencían en casi todos los reencuentros a los disidentes, como acontece por lo común en los principios de toda insurrección; mas por una parte no era fácil sujetar una población numerosa derramada por un vasto territorio para ella conocido, por otra la Francia se aprovechaba de aquella ocasión para debilitar a su rival, y no se contentaba con fomentar secretamente la rebelión, sino que enviaba socorros efectivos a los sublevados. Esta protección, la marcha débil e indecisa del gobierno inglés y las discordias intestinas de la Gran Bretaña dieron lugar a que en el curso de la lucha se organizara la insurrección de los norte-americanos, en términos, que al cabo de algún tiempo celebraron un congreso en Filadelfia (diciembre, 1774), compuesto de diputados de las provincias sublevadas, el cual, si no acabó de romper todos los lazos con la metrópoli, obró ya a modo de un gobierno regular, dictó leyes, creó papel moneda, abolió los impuestos, prohibió el uso de todos los productos ingleses, y confió el mando en jefe de las fuerzas del país a Jorge Washington, ciudadano de Virginia, mayor general de sus milicias, ya acreditado en la guerra anterior, hombre de carácter grave, digno y reservado, que había de acabar por ser la figura más grande y más noble de los tiempos modernos.

Washington toma el mando de un ejército compuesto solo de catorce mil hombres, sin ingenieros ni artilleros, sin pólvora ni bayonetas, soldados enganchados solo por un año y que se desertaban cuando querían. Inglaterra preparaba el envío de nuevas tropas, pero Washington se apodera de Boston, abandonada por William-Howe por falta de víveres; aproxímase la escuadra inglesa; el congreso reconoce la urgente necesidad de tomar una resolución decisiva, y proclama la independencia de los Estados Unidos de la América del Norte (14 de octubre, 1776). Este paso no les permitía ya retroceder. Habían pasado el Rubicón, como dice un escritor extranjero. Uno de los primeros actos de soberanía fue enviar agentes diplomáticos a las cortes de Europa, y principalmente a Francia, cuya misión se encomendó a Silas Deane y Arturo Lee, y después al famoso Franklin, agente principal de la revolución y célebre por sus descubrimientos físicos. El gobierno francés los recibió, protegió y agasajó, aunque no los reconoció pública y oficialmente. Formaban entonces la Unión once provincias; después se les adhirieron otras dos. Algunas no solo rehusaron la adhesión, sino que se unieron al ejército inglés y combatieron contra sus propios paisanos. Inglaterra envió cincuenta mil hombres al mando del general Howe, que derrotó las mal armadas y mal disciplinadas tropas de la Unión; el terror se apoderó de los sublevados, que huyeron a los bosques y desiertos; el congreso abandonó a Filadelfia y se refugió a Baltimore; Washington, con solos tres mil infantes medio desnudos y casi desarmados, participó también del desánimo, porque la causa parecía desesperada. Pero el congreso le nombra dictador, y aquel hombre intrépido reúne hasta siete mil hombres, sorprende y hace prisionero en Trenton un cuerpo de tropas americanas; renace la esperanza y el valor en los americanos; el congreso vuelve a Filadelfia, y Washington triunfa en Saratoga del general Bourgoyne rindiendo a diez mil hombres que mandaba. Reanímanse más los americanos, y prorrogan a Washington su dictadura hasta la paz{1}.

Ocasión oportuna pareció esta al gobierno francés para abrazar abiertamente la causa de los anglo-americanos, que hasta entonces no habían hecho sino proteger secretamente bajo las formas de una aparente neutralidad. Y cuando la Inglaterra trataba de un arreglo que pudiera conciliar su supremacía con la libertad de las colonias, Francia procedió a celebrar un tratado de unión y amistad con los representantes americanos enviados a París, por el cual reconoció la independencia de la América del Norte, ofreciendo aquellos en cambio a nombre de las colonias no volver a someterse jamás a la corona de Inglaterra. La notificación de este ajuste hecha a la Gran Bretaña (13 de marzo, 1778) fue la señal de guerra. Una escuadra francesa de doce navíos al mando del conde de Estaing fue enviada a América, juntamente con un ministro residente para la nueva república. Otra escuadra de la misma nación de treinta y dos buques al mando del almirante Orvilliers sostuvo en el mismo año (17 de setiembre) en el canal de la Mancha un reñido combate con la inglesa de treinta y un buques de guerra que mandaba Keppel, en que los franceses proclamaron haber quedado vencedores, pero ambas armadas se retiraron con pérdida casi igual, la una al puerto de Brest, la otra al de Portsmouth. Ambas naciones trataron de encender la guerra en otras regiones del globo, en las cuales llevaron ventaja las fuerzas navales de los ingleses, viéndose los franceses obligados a restituir a Pondichery, único establecimiento que les quedaba en la India, y apoderándose aquellos primeramente de Santa Lucía y la Dominica en América, y después de Gorea y el Senegal en la costa de África.

Veamos ahora el papel que fue representando España en esta contienda. El tratado de límites con Portugal en 1777, la paz con aquella nación, la posesión en que quedó de la colonia del Sacramento y el señorío del Río de la Plata, y la garantía ofrecida por los portugueses respecto a la seguridad de los dominios españoles en la América Meridional, no solo contra los enemigos exteriores, sino también contra las sublevaciones intestinas{2}, la habían colocado en situación desembarazada y ventajosa. Así no es extraño que Francia e Inglaterra solicitaran a porfía su amistad como en los tiempos de Fernando VI; que el gobierno británico, entre otros medios, empleara el de representar al monarca español el peligro de la tranquilidad de sus colonias si veían el funesto ejemplo de triunfar la rebelión en el Norte de América; y que el gabinete francés se esforzara por persuadirle ser interés común de los Borbones aprovechar aquella ocasión para enflaquecer o destruir una nación rival y quitarle su influjo en América y en el continente europeo. Pero Carlos III manifestó al embajador inglés lord Grantham que era completamente extraño al ajuste entre Francia y los Estados-Unidos, ni había tenido noticia de él hasta después de hecho; y el ministro Floridablanda declaró que consideraba la independencia de las colonias americanas no menos perjudicial a España que a la misma Inglaterra.

«A pesar de estas seguridades reiteradas y solemnes, dice al llegar aquí un historiador inglés, continuó el ministro español haciendo preparativos de guerra, meditando ya unirse con Francia, a fin de repartirse los despojos de una nación que creían caminaba a su fin. El modo que se empleó para declarar el rompimiento no fue ni franco ni atrevido, sino insidioso, totalmente opuesto al carácter franco de la nación española, y poco honroso para un soberano que se jactaba de ser fiel observador de las reglas de la buena fe y de la justicia. El pretexto ostensible para intervenir en esta querella fue la trivial proposición de mediación, &c.{3}»

Creemos que el historiador inglés, al suponer esta mala fe en el monarca español y su primer ministro, no estuvo bien informado de lo que había mediado entre los ministros de Francia y España en este negocio, y cúmplenos a fuer de españoles reponer en su lugar la verdad según nuestros datos. Es cierto que al ver enardecida la guerra del Norte de América, el conde de Floridablanca, como hombre previsor, había propuesto al ministro de Francia Vergennes la conveniencia de que se enviaran algunas fuerzas francesas y españolas a las islas de Santo Domingo y de Cuba, ya como medida de prevención que la prudencia aconsejaba para la seguridad de aquellas colonias ardiendo tan cerca el fuego de la insurrección y de la guerra, ya porque poniéndose en actitud de ser respetados podría llegar el caso de negociar con utilidad. Pero esto había de hacerse lentamente, y sin ruido ni aparato de agresión: por el contrario, proponíase evitar que la Francia arrastrara nuestra nación a un rompimiento que el rey no quería, al propio tiempo que prevenirse para no verse en la necesidad de recibir la ley de aquella potencia.

Los ministros de Luis XVI se empeñaron en no acceder en manera alguna al envío de refuerzos a las Antillas, y esta falta de concierto produjo cierta frialdad entre las dos cortes, y que cada una diera distinto rumbo a su política en la cuestión americana. Floridablanca no disimulaba su desconfianza del gabinete francés. Y cuando más adelante el conde de Vergennes, por conducto del de Montmorin, embajador en Madrid, se manifestó dispuesto a seguir cualquier plan que se le propusiera de España para batallar con Inglaterra, todavía el ministro español mostró no abrigar semejante designio, y se abstuvo de dar respuesta satisfactoria{4}. Tan ajeno estaba el gobierno español de obrar de la manera insidiosa que supone el escritor citado.

Así fue que Francia se presentó sola en la lucha, sin que por eso España dejara de hacer preparativos de guerra, para que los sucesos que pudieran sobrevenir no la cogieran desapercibida. Verdad es que el conde de Aranda, nuestro embajador entonces en París, conforme a su carácter impetuoso y vehemente, opinaba por que se hiciera la guerra a los ingleses en unión con Francia para domar su poder tiránico en los mares, no de un modo insidioso, sino abierta, franca y rápidamente. Pero también lo es que Floridablanca era de contraria opinión, que anhelaba la paz y prefería las negociaciones, porque recelaba siempre que en el caso de unirse a Francia para la lucha, al cabo se hiciese una paz útil a las ideas de aquella nación, y de la cual no sacara España ningún provecho{5}. Así fue que España, en demostración de sus buenas intenciones, se ofreció a ser mediadora para la pacificación del Nuevo Mundo, a cuyo efecto se trasladó de Lisboa a Londres el conde de Almodóvar (17 de enero, 1779), por hallarse gravemente enfermo el embajador príncipe de Masserano, dando al propio tiempo una prueba de su neutralidad con no querer negociar con el agente de los Estados-Unidos en Madrid. Para facilitar más la negociación se ofreció la corte de España a entablarla la primera, a fin de ahorrar a las otras dos partes la repugnancia de dar los primeros pasos, y que cada gobierno enviara sus proposiciones a Madrid, donde podría abrirse una discusión franca y libre hasta venir a un tratado definitivo{6}.

Pero Inglaterra partía del principio de asistirle un derecho incontestable a entenderse sola con sus colonias sin intervención extraña, bien que declarando que se apresuraría a restablecer la buena armonía entre las dos potencias tan luego como Francia retirara su apoyo a los norte-americanos; y Francia pedía como condición preliminar que Inglaterra reconociera la independencia de las colonias. No era fácil negociar sobre bases tan opuestas sin una mediación arbitral, y esta fue la que quiso interponer España, presentando sucesivamente estos tres proyectos: 1.º Una tregua de veinte y cinco años entre Inglaterra y sus colonias, durante la cual se arreglarían en pacífico debate los puntos en litigio: 2.º Una tregua con Francia y sus colonias: 3.º Una tregua indefinida con las colonias y Francia, a condición de reunir, avisando con un año de antelación, un congreso en Madrid, compuesto de representantes de las tres partes, y además uno de España. Mas como quiera que en cada uno de estos proyectos viese Inglaterra implícitamente envuelto el pensamiento de que en tanto que se hiciera el ajuste habían de gozar las colonias de la independencia de hecho, los fue desechando todos, declarando por último, que si se la obligaba a asentir a semejantes condiciones, sería más honroso y menos humillante para la nación concederlas directamente a los americanos, que consentirlas mediando Francia, si bien a la negativa acompañaban expresiones de consideración y respeto al monarca español.

Mas antes que esta última respuesta llegara a Madrid, ya Carlos III había tomado una resolución; y la resolución fue abandonar el papel de mediador, declararse por la guerra en unión con la Francia, y enviar órdenes al embajador de Londres conde de Almodóvar para que se retirara de aquella corte, con instrucciones para cohonestar este paso (junio, 1779). Desde este punto no nos es dado justificar como hasta aquí la política de Carlos III y de su corte, bien que le incomodaran las respuestas ambiguas o evasivas de la de Londres a sus diferentes planes de acomodamiento, y que se quejara también de falta de atención a su persona. Cierto que en una carta que el de Almodóvar escribió al secretario de Estado lord Weymouth, acusaba a Inglaterra de proyectos de ataque contra Cádiz y de una invasión en las islas Filipinas, y que en la declaración que se envió a aquel embajador se acumularon multitud de ofensas e insultos que se decía recibidos de ingleses durante la negociación, tales como haber reconocido, robado y apresado sus navíos nuestros bajeles, haber abierto y despedazado los registros y pliegos de la corte en los mismos paquebotes correos de S. M., haber amenazado los dominios de su corona en América, haber usurpado su soberanía en varias provincias, apoderádose de casas y personas de españoles, y cometido otros muchos excesos y agravios{7}. Seguía a esta declaración la orden para cortar toda comunicación, trato o comercio entre los españoles y los súbditos del rey británico.

Pero no dejaba de parecer extraño que tantas acusaciones y quejas se acumularan de repente, cuando sobre tales y tamañas injurias se había guardado silencio durante ocho meses de negociaciones. Y es tanto más notable la resolución, cuanto que coincidía con un escrito dirigido desde París al ministro español (principios de mayo, 1779) por el embajador conde de Aranda, partidario fogoso de la guerra, en el cual proponía, para el caso en que se agotasen todos los medios de pacificación, un atrevido plan de campaña{8}, sobre la base de reunirse las escuadras francesa y española, que entre las dos compondrían una armada de setenta navíos, que podrían trasportar ochenta batallones y cuarenta o cincuenta escuadrones con la correspondiente artillería y pertrechos, los cuales desembarcarían cerca de Londres; y no pudiendo oponer la Inglaterra sino la mitad de las naves y sobre diez mil hombres de tropas veteranas, el terror que había de producir la invasión perturbaría al rey, al gobierno, al parlamento y al pueblo, y no habría condición a que no accedieran, y dentro de Inglaterra sin otros cañones que los de las plumas se conquistarían Menorca y Gibraltar. El plan era tan grandioso y atrevido como todos los del conde de Aranda, y no es aventurado atribuir a influjo de su escrito y de su empeño en la guerra la resolución que se tomó, y que pareció repentina y no conforme a las anteriores manifestaciones de Floridablanca y del rey.

Tenemos pues a Carlos III abandonando otra vez el sistema de neutralidad, con tanta constancia y tanta gloria sostenido por su hermano Fernando VI, y de nuevo comprometido en una lucha con Inglaterra, en unión con Francia, bien que ya no en virtud del Pacto de Familia, que aunque formalmente no abolido, tampoco lo encontramos como en otro tiempo invocado, ni aquella estipulación tenía en Floridablanca, aleccionado por sus fatales frutos, el patrono entusiasta que había tenido en Grimaldi. Lo que había hecho, y continuó haciendo Floridablanca, fue prevenirse para todo evento, así en los preparativos interiores para la guerra que podía sobrevenir, como en las alianzas y tratos con otras potencias, antes y después de tomada la resolución de pelear{9}. El mensaje del rey de Inglaterra a las cámaras con motivo de la retirada del embajador español y de la declaración de su gobierno, se publicó por suplemento a la Gaceta de Madrid{10}, con notas marginales, aclarando o contradiciendo el contexto de aquel documento.

En honor de la verdad no deja de admirarnos el gusto con que se recibió en España esta declaración de guerra a los ingleses, pues a juzgar por los ofrecimientos que prelados, cabildos, pueblos y particulares hicieron de sus intereses para atender a los gastos y sostenimiento de la lucha, aparece haber sido en su principio casi tan popular como la que se hizo a la misma nación en tiempo de Felipe V. La villa de Alcalá de los Gazules, los pueblos del valle de Salazar de Navarra, los de Sanlúcar de Barrameda y Jerez, se ofrecieron a dar gratuitamente las maderas de sus términos para construcción de buques. Cabildos y ayuntamientos brindaban con gruesas sumas de sus rentas o propios. Sevilla y Granada, en dos representaciones que dirigieron a S. M., ponían a su disposición sus personas y caudales y los de sus ayuntamientos. El consulado y comercio de Cádiz armaba a sus expensas veinte naves para el corso. El marqués del Vado, vecino de Málaga, ponía a los pies del rey su persona, su familia y todos sus bienes. El marqués de San Mancés de Arás, el coronel don Manuel Centurión, don Juan Antonio de los Heros, diputado de los Cinco Gremios mayores, daban el ejemplo, seguido después por muchos, de aprontar con el mayor desprendimiento, el uno un donativo de centenares de olmos de su hacienda, el otro de cien mil arrobas de vino de su cosecha, con mil reses vacunas, el otro una cantidad de trescientos mil reales, el otro un legado de treinta mil ducados, y así otros a este tenor, todo con destino a los gastos de la guerra. Y hasta las damas gaditanas pedían permiso para armar y mantener a su costa un navío de gran porte para hacer corso contra los enemigos{11}. Iguales o parecidas ofertas siguieron haciéndose en lo sucesivo por ciudades, villas, corporaciones y particulares de todos los estados y clases de la sociedad{12}.

Una vez resuelta la guerra, convínose en que se reunirían las escuadras francesa y española para comenzar la campaña. Componíase aquella de treinta y dos navíos de línea, de treinta y cuatro la española, con igual número de fragatas de una y otra parte: no pasaba de treinta y ocho la del almirante inglés Hardy, y no en el mejor estado, diseminados sus buques por todos los mares{13}. Pocas eran también las tropas disponibles de Inglaterra, y éstas en su mayor parte compuestas de milicias y reclutas, mientras que en las costas de Francia se reunía un ejército de cincuenta mil hombres con suficientes buques de trasporte. No era fácil a la Inglaterra poder resistir a las dos naciones aliadas, y el temor de un desembarque traía azorado a todo el pueblo británico, quebrantado también por intestinas discordias. Desde el puerto de Brest se hizo a la vela el almirante francés Orvilliers con sus treinta y dos navíos en dirección a las costas de España. Debía incorporársele en el Ferrol con una flotilla don Luis de Arce, mas el marino español no lo hizo, alegando primero serle contrarios los vientos, y disculpándose más adelante con ciertas dudas sobre cuestión de preeminencia en el mando. Dirigióse entonces el almirante francés a Cádiz, donde le esperaba el teniente general don Luis de Córdoba con más de treinta navíos de línea, y bastantes fragatas y buques menores, y por último se le agregó la pequeña escuadra del Ferrol, con lo que partió toda la armada reunida para el canal de la Mancha.

«Jamás, dice un escritor inglés, desde los tiempos de la famosa Armada Invencible, se habían visto las islas británicas amenazadas por una expedición tan formidable, y rara vez estuvieron menos preparadas para sostener una guerra marítima.» Y en efecto, al decir de otro historiador extranjero, el abastecimiento de las plazas marítimas se había descuidado de tal modo, que al aparecerse la escuadra combinada (agosto, 1779) no había en el puerto de Plymouth ni balas de cañón, ni piedras de fusil, ni municiones, «y si hubiera sido cañoneada habría tenido necesariamente que capitular.» Opinión era de los españoles apresurar el desembarque, antes que los ingleses se repusieran del susto, y sin darles tiempo a prepararse a la resistencia. Pero fuese que el almirante francés tuviera el pensamiento de destruir antes la escuadra inglesa, o que se propusiera solamente entretener las fuerzas de la Gran Bretaña para que no pudiera acudir a la guerra de América, el resultado fue que después de cruzar ostentosamente por delante de Plymouth, los impetuosos vientos de Levante obligaron a los aliados a navegar la vuelta de las Sorlingas, a cuya vista permanecieron sin poder evitar que la escuadra inglesa de Hardy, tan inferior en fuerza, entrara en el Estrecho, y sin poder utilizar su superioridad: de modo que cuando quisieron perseguir a Hardy, aun forzando velas no pudieron impedirle ganar el puerto de Spithead y ponerse a salvo. La pérdida de un tiempo tan precioso, el miedo a la proximidad de las tempestades equinocciales, las enfermedades que la mala calidad de los comestibles y el desaseo de los buques produjeron en tripulantes y soldados, en términos de llegar ya a doce mil los enfermos, la cuarta parte españoles, obligaron a unos y otros a regresar a Brest (de 12 a 14 de setiembre, 1779), en un estado de lamentable deterioro, sin otro trofeo que la captura del navío Ardiente de sesenta y cuatro cañones, y eso porque su capitán se metió por equivocación entre la escuadrilla ligera francesa. Tan deterioradas llegaron las escuadras, que pasaron meses antes que pudieran volver a salir al mar{14}.

Desde este revés no pudo ya haber buen acuerdo entre las dos naciones aliadas, y esta falta de armonía, oculta bajo una aparente fraternidad, fue en aumento con motivo de negarse Francia a prestar su apoyo para la recuperación de Gibraltar, de Menorca, de la Florida, y para la invasión de la Jamaica. Había en efecto Carlos III, de cuya mente no se apartaba nunca el pensamiento de la reconquista de Gibraltar, dispuesto desde fines de julio el bloqueo por mar y tierra de aquella importantísima plaza. Mandaba las fuerzas navales el veterano y célebre marino don Antonio Barceló; las de tierra, que ascendían a cerca de catorce mil hombres, el teniente general don Martín Álvarez y Sotomayor. Defendía la plaza lord Elliot, conocido por su serenidad imperturbable, con menos de dos mil soldados. En apuro tenían ya los españoles la guarnición inglesa, y para impedir los socorros que el almirante Rodney se preparaba a llevar a los sitiados, cruzaba el Estrecho con once navíos el jefe de escuadra don Juan de Lángara. A mayor abundamiento se convino entre las dos cortes que se destinarían cuarenta navíos de los de Brest, mitad españoles, mitad franceses, a interceptar el paso a la escuadra inglesa de Rodney. A activar este plan y combinar las operaciones pasó a Brest el conde de Aranda desde París. El proyecto estaba bien trazado, y el éxito no habría sido dudoso sin una serie de contratiempos que rápidamente se sucedieron.

Contra los cálculos y datos de Floridablanca, obtenidos por el de Almodóvar del mismo almirantazgo inglés, suministráronse a Rodney más de veinte navíos en vez de doce que se creía, con los cuales cruzó por delante de Brest antes que la escuadra combinada estuviera lista y en estado de servir para la nueva empresa. En las costas de España encontró y apresó un convoy de quince velas (8 de enero, 1780), que escoltado por un navío de sesenta y cuatro cañones y cuatro fragatas equipadas por la Compañía de Caracas, había sido expedido de San Sebastián a Cádiz, con gran cantidad de víveres y de provisiones para la marina. Ni uno solo de estos buques pudo salvarse, y aquella importante presa fue el preludio de mayores contratiempos para los españoles.

En tan críticos momentos, cuando la escuadra de bloqueo de don Juan de Lángara, obligada a tomar puerto en Cartagena para repararse de sus averías, pudo volver a su destino, y cuando la de Galicia que mandaba don Luis de Córdoba había tenido que retirarse a Cádiz después de padecer mucho en la travesía, soplando furioso el viento y en medio de una cerrada y tenaz llovizna, hallose Lángara impensadamente sorprendido por la escuadra de Rodney entre Cádiz y el cabo de Santa María, avanzando las naves inglesas como en media luna para rodear las suyas (16 de enero, 1780). Borrascoso el tiempo, alterado el mar, próxima la noche, y muy superior en fuerzas el enemigo, mandó Lángara volver proas hacia el puerto con acuerdo de los jefes de los demás buques. Adelantáronse y se alejaron los más veleros; mas siguiéndole Rodney, a quien el viento favorecía, y viendo inevitable el combate, se aprestó a sostener con los pocos que le quedaban una heroica lucha, que heroica fue por cierto. Empezó ésta a las cuatro de la tarde, y duró ocho horas en medio de una horrorosa tempestad y de una noche profundamente oscura. En el principio de la acción una llamarada alumbró de pronto el navío Santo Domingo de sesenta y cuatro cañones, que había perdido el palo mayor por un golpe impetuoso de viento: a los pocos instantes el navío desapareció sumergido en las olas. Fuerzas triplicadas inglesas cargaron entonces sobre cada uno de los buques españoles: el Princesa, el Diligente, y a su ejemplo los demás, se defendieron maravillosamente cada uno contra tres o cuatro navíos enemigos. Cuatro rodearon y embistieron el Fénix, que montaba Lángara, y más de seis horas se defendió vigorosamente este valeroso marino, hasta que perdido el palo mayor y el de mesana, herido él mismo en la cabeza y en un muslo, perdido el sentido por algunos instantes, hallose rendido y prisionero. Diez horas resistió a ataques igualmente rudos el San Julián, último que se rindió, herido su jefe el marqués de Medina no menos lastimosamente que Lángara.

Pero un incidente extraño hizo que este valeroso capitán hiciera prisioneros a los mismos que le apresaron a él. Los oficiales y marineros ingleses del Real Jorge que se apoderaron de su navío, se vieron tan perdidos en aquella noche terrible sin conocimiento de la costa, que tuvieron que apelar al experimentado marino español para que los sacara a salvo de situación tan apurada. El marqués puso por condición que se habían de hacer sus prisioneros, a lo cual ellos accedieron a trueque de salvar sus naves y sus propias vidas. De esta manera entraron en Cádiz los navíos San Julián y San Eugenio, llevando los vencidos prisioneros a sus mismos vencedores. Todos los capitanes, dice el historiador inglés, sostuvieron con denuedo el honor de la bandera nacional, pero nada pudo compararse a la defensa del general en jefe. Rodney y todos sus oficiales colmaron de elogios a Lángara y a la oficialidad española; y Carlos III, a pesar de la derrota, comprendiendo todo el mérito de aquella brillante defensa, ascendió a Lángara al empleo de teniente general, al de jefe de escuadra al brigadier don Vicente Doz, a los demás a los grados inmediatos, y otorgó pensiones vitalicias a las familias de los que perecieron en el Santo Domingo{15}.

Dueño Rodney del Estrecho, socorrió a los sitiados de Gibraltar, malográndose de este modo otra vez el siempre malhadado cerco de aquella fortaleza, envió cuatro navíos con refuerzos y víveres a Menorca, despachó otros a cargar de granos y ganados en Berbería, y reparó todos sus buques, inclusos los españoles apresados.

A pesar de lo dolorosa que fue esta desgracia a Carlos III, no por eso desmayó su espíritu, que siempre el monarca español había hecho ver al mundo, como dice un historiador italiano, que nunca se mostraba más firme que después de los infortunios. A reparar las consecuencias de aquel desastre se consagraron él y sus ministros. Lo que hizo fue negarse a cooperar con Francia a otra expedición contra Inglaterra, y dar orden a su escuadra para que no se apartara de las costas de la península. Y con razón: porque al modo que a los principios de febrero se presentó ya en las aguas de Cádiz don Miguel Gastro con veinte navíos españoles de los de Brest reparados, y con solos cuatro franceses, bien pudieran haber estado dispuestos otros tantos de los de aquella nación; y juntos habrían podido batir a Rodney cuando de Gibraltar hizo rumbo para las Indias Occidentales. Allá envió también Carlos III para asegurar sus posesiones del Nuevo Mundo al jefe de escuadra don José Solano, con doce navíos de línea y ocho fragatas, escoltando un convoy de cuarenta y dos embarcaciones, con el cual se dio a la vela desde Cádiz (28 de abril, 1780). Que ya el ejemplo de las colonias anglo-americanas comenzaba a hacerse sentir en las españolas. Solano logró llegar sin tropiezo burlando la vigilancia de Rodney que intentaba cortarle el paso, y allá se incorporó con el almirante francés Guichen cerca de la Dominica.

Dijimos que meditaba el gobierno español cómo reparar las consecuencias del desastre de Lángara, y no tardó en presentarse a Floridablanca una ocasión de vengarse de los ingleses. Con noticia que tuvo por conducto confidencial de que dos flotas con víveres y mercancías para las dos Indias estaban a punto de salir de Inglaterra escoltadas por una pequeña fuerza, concibió el proyecto de apresarlas al separarse a la altura de las Azores; y como a la sazón desempeñara interinamente el ministerio de Marina, escribió de su propio puño y trasmitió por expresos despachos a la ligera órdenes reservadas y apremiantes para que don Luis de Córdoba que cruzaba entonces el Estrecho saliera con su escuadra a darles caza. Partió pues Córdoba a todo trapo con el ansia de agarrar la presa, y la fortuna coronó sus deseos y los del ministro cumplidamente. A la primera hora de la mañana del 9 de agosto (1780), cuando descuidadamente navegaban a la dicha altura del mar las flotas británicas, no sospechando siquiera que pudieran andar por allí naves españolas, encontráronse envueltas y encerradas por diez y seis navíos. Sorprendidas con tan impensada aparición, no tuvieron tiempo para revolverse, y ambos convoyes, compuestos de más de cincuenta embarcaciones, cayeron enteros en poder de los navíos de España, salvándose solo con trabajo un navío y dos fragatas de la Escolta, el Ramilliers, la Tetis y la Southampton. Soldados, tripulaciones, armamentos, vestuarios, víveres y mercancías, todo cayó en poder de los españoles. Calculose en un millón de duros el valor de lo apresado. «Jamás, dice un escritor inglés, había entrado tan rica presa en el puerto de Cádiz.» Su importancia subía de punto por el apuro y miseria en que habían de verse los establecimientos ingleses de las Indias a que iba destinada{16}.

Con tanta celeridad se comunicaron a América los avisos de haber sido declarada la guerra, que pudieron comenzar allí las hostilidades aun antes que en Europa. En el momento que los franceses y los norte-americanos ocupaban las fuerzas de la Gran Bretaña, el gobernador interino de Campeche don Roberto de Rivas Betancourt destacó desde Bacalar dos expediciones (1779), con objeto de destruir y aniquilar, como lo hicieron, los establecimientos y rancherías de los ingleses en Río-Hondo y Río-Nuevo, derribando las casas y teniendo que refugiarse a la Jamaica las familias. El de la Luisiana, don Bernardo de Gálvez, invadió con menos de dos mil hombres la Florida Occidental, y después de reconocer la independencia de América subió por el Misisipi, y se apoderó de un fuerte a orillas del Iberbille (7 de setiembre, 1779). Siguiendo el río hasta Natchez, tomó igualmente, aunque con algún más trabajo, las fortalezas y las guarniciones de Baton-Rouge y de Paumure. Guarnecidos estos tres puntos, dio la vuelta a Nueva-Orleans, con objeto de esperar la buena estación para continuar sus operaciones de concierto con el gobernador de la Habana. Desde allí tuvo maña para saber atraerse hasta diez y siete caciques y cerca de quinientos guerreros de la tribu de los chactas, la más numerosa y temible de la Florida Occidental, que oportunamente agasajados por él, dejaron las insignias inglesas por las medallas españolas.

Luego que Gálvez pudo contar con los refuerzos de la Habana, embarcó sus tropas en Nueva-Orleans, y remontando otra vez el Misisipi (enero, 1780), dirigiose a la bahía de Mobile, cuya ría pudo ganar a duras penas, sufriendo sus buques terribles averías a causa de haber tenido que luchar con fuertes vendavales y tormentas: ochocientos hombres fueron arrojados a las playas de una isla desierta, sin abrigo y sin recursos de ningún género: todo lo sobrellevaron con una firmeza de ánimo maravillosa los españoles. De los despojos de los buques perdidos mandó hacer el impertérrito Gálvez unas escalas para asaltar el fuerte de Mobile. Mas por fortuna le llegaron cuatro buques de socorro de la isla de Cuba, con lo cual pudieron, reanimados todos, emprender en otra forma y con más confianza el sitio y ataque de la fortaleza (febrero, 1780). A pesar de la vigorosa resistencia que encontraron, tuvo que rendirse Mobile por capitulación (14 de marzo), quedando la guarnición prisionera, y llegando tarde el general inglés Campbell, comandante general de la provincia, que acudía con más de mil hombres en su socorro.

Trascurrieron algunos meses en refriegas y combates parciales, y en preparar las cosas para otro proyecto que Gálvez tenía, a saber, la sumisión de Panzacola, capital de aquel territorio. Al efecto, pasó a la Habana, de donde se hizo a la mar con cinco fragatas y siete navíos (octubre, 1780), pero otro temporal deshecho dispersó la flota, perdió sus principales buques, y tuvo que regresar a aquel puerto. En esta situación la llegada de don José Solano, de cuya expedición hablamos arriba, le deparó ocasión y medios de rehacerse para la prosecución de su propósito. De nuevo se hizo a la vela el intrépido Gálvez con cinco navíos de línea, otros quince buques que le seguían a alguna distancia, y mil trescientos quince soldados (28 de febrero, 1781), con los cuales a los pocos días se puso a la embocadura del puerto de Panzacola. Venciendo dificultades emprendió el ataque de la plaza por mar y tierra.

Íbanle refuerzos de Mobile y de Nueva-Orleans; de este último punto hasta diez embarcaciones, con que pudo interceptar toda comunicación entre la plaza y el castillo. Sin embargo hacíanle las baterías enemigas un fuego terrible: dos heridas recibió el caudillo español, acaecimiento que consternó al pronto sus tropas, pero que él sufrió imperturbable sin abandonar su puesto. Grande alegría experimentaron los sitiadores al ver aparecerse inopinadamente don José Solano con once bajeles y correspondiente dotación de tropa. Con esto aceleró el gobernador de la Luisiana las operaciones del cerco y redobló los ataques. Un obús estalló en los almacenes de pólvora ingleses, causando la muerte a más de cien hombres de la guarnición. Este accidente bastó a decidir de la suerte del sitio. Aprovecháronse los nuestros de la confusión y aturdimiento que esto produjo en los enemigos, para establecerse en los muros y obras inmediatas, y desde entonces los ingleses no pensaron sino en capitular. La guarnición, compuesta de ochocientos hombres, ingleses, indios y negros, salió con los honores de la guerra, el general Campbell y el almirante Chester quedaron prisioneros, y el 10 de mayo de 1781 tomaron los españoles posesión de la plaza. Con la rendición de Panzacola quedó sometida toda la Florida. El valeroso jefe de esta gloriosa expedición recibió del rey el título y merced de conde de Gálvez, y el nombramiento de capitán general de la Florida y la Luisiana{17}.

No con menos decisión que don Bernardo de Gálvez emprendió las hostilidades contra los ingleses, tan pronto como supo la declaración de guerra, su padre don Matías, presidente de Guatemala, y hermano del ministro de Indias. Como tuviese noticia de que los ingleses se habían apoderado del castillo de San Fernando de Omoa (20 de octubre, 1779) en la bahía de Honduras, marchó a rescatarle con las pocas tropas veteranas y las milicias que pudo reunir, y con algunos negros esclavos y gente condenada a presidio, y empleando alternativamente la estratagema, el valor y la amenaza, no había acabado noviembre cuando ya estaba en su poder el castillo. Con los socorros que luego recibió de Cuba y de Nueva-España dedicose, no solo a impedir nuevas invasiones de ingleses en las colonias españolas, sino a destruir los establecimientos británicos del golfo de Honduras, que muchos fueron destrozados por dos destacamentos que envió al intento, ahuyentando de paso a las montañas los indios enemigos de los españoles (abril, 1780). A la provincia de Nicaragua se encaminó después Gálvez apresuradamente, pero a pesar de su celeridad no llegó a tiempo de impedir que se rindiera a los ingleses el castillo de San Juan, que defendía con un puñado de valientes don Juan de Aysa. Lo que hizo fue estorbar a los enemigos el paso al mar del Sur, limpiar de ellos algunos puntos y destruirles algunas rancherías. Dolíale mucho ver en poder de ingleses el castillo de San Juan de Nicaragua, y no paró hasta recobrarle (5 de enero, 1781). Y por último al año siguiente (1782) se volvió a Guatemala después de haber rendido algunas otras fortalezas enemigas, y dejado la bahía de Honduras limpia de ingleses. Virrey de Nueva-España le nombró el rey en premio de tan importantes servicios.

Tales fueron las principales operaciones militares en que tomaron parte los españoles en la cuestión anglo-americana, hasta que comenzaron las negociaciones de otro género.

Tampoco en la guerra con sus colonos y con los franceses había llevado la Inglaterra la mejor parte, bien que los reveses y los triunfos solían alternar como en toda lucha. En 1779 los franceses se apoderaron de las islas de San Vicente y Granada, después de lo cual se volvió a Francia el almirante Estaing, dejando allá tres flotas mandadas por Grasse, La Motte-Pique y Vandreuil. En cambio el general inglés Mathews devastó completamente la Virginia, incendiando y talando, y no dejando en pos de sí sino ruinas, cenizas y sangre. Washington se mantenía en West-Point, que se consideraba como el baluarte de que dependían los destinos del país. Al año siguiente, con la ida del almirante Rodney después de haber socorrido a Gibraltar, mudó de semblante la guerra de América, mostrándosele propicio a los ingleses. Cayó en poder de sir Enrique Clinton la importante plaza de Charleston con siete mil prisioneros y cuatrocientos cañones, el terror se apoderó del país, y toda la Carolina del Sur se sometió a los ingleses. Lord Cornwallis, que quedó guarneciendo a Charleston, se mostró desapiadadamente cruel con prisioneros y habitantes, haciendo multitud de víctimas en los cadalsos, lo cual acabó de provocar el odio de los americanos, que no dejaban de tomar represalias siempre que encontraban ocasión. Habían éstos aflojado en la guerra por un exceso de confianza en los auxilios de Francia y de España; entró la indisciplina y la deserción en el ejército de las colonias: la defección del general americano Arnold, que tan grandes servicios había hecho a la causa de la independencia, fue también un golpe fatal para Washington, que por otra parte, a pesar de sus esfuerzos, tenía que sufrir las fatales consecuencias de la manera de reclutarse el ejército americano, porque siendo corto el plazo del empeño en el servicio, y no habiendo consideración capaz a detener a los soldados en las filas, cumplido que fuera aquél, veíase el general en jefe en la necesidad de mandar cada año un ejército nuevo, con todas las desventajas de capitanear siempre soldados bisoños. Al fin su íntimo amigo el general Greene tomó a su cargo reorganizar el indisciplinado y semidesnudo ejército de la Carolina, y un refuerzo de doce mil franceses al mando de Rochambeau llegó oportunamente a realentar a los caudillos de las colonias.

Mucho les favoreció también la declaración de guerra que por aquel tiempo se hizo entre Inglaterra y Holanda; porque eran ya tres potencias europeas las que entretenían en Europa y en América las fuerzas navales de la Gran Bretaña. Resultado de aquella declaración fue el encarnizado y famoso combate marítimo que se dio entre las escuadras inglesa y holandesa en el mar Báltico a la altura de Dogger-Bank (agosto, 1781), combate espantoso, en que los navíos se acercaron en el más imponente silencio sin disparar un cañonazo hasta pelear casi cuerpo a cuerpo, y en que unos y otros se separaron con pérdida igual, desmantelados y rotos los navíos que no se sumergieron de ambas naciones. En América tomó Rodney a los holandeses San Eustaquio, pero Grasse le reconquistó para ellos: Washington tuvo que aplacar con su prudencia y con su firmeza y el influjo de su prestigio una sublevación de americanos en la Pensilvania. Su compañero y amigo Greene volvió las dos Carolinas a la confederación; y sobre todo, lo que hizo cambiar el aspecto de la lucha en favor de los anglo-americanos fue el célebre triunfo de Washington sobre el inglés Cornwallis en York-Town (octubre, 1781), en que hizo prisioneros al mismo Cornwallis con todos sus oficiales, seis mil hombres de tropas disciplinadas y mil quinientos marinos. Ofreció Washington la espada del general inglés, primeramente al conde de Rochambeau, después al joven y ya célebre Lafayette, mas ni uno ni otro la aceptaron, diciendo que le pertenecía a Washington, pues ellos no eran sino simples auxiliares suyos. El triunfo de York-Town fue el que decidió la suerte de la guerra de América, y el preludio de la emancipación definitiva de los Estados Unidos{18}.




{1} Sobre el levantamiento y la independencia de aquellas colonias, cuyo importantísimo suceso nosotros no podemos hacer sino apuntar como fundamento para explicar la parte que en él tomó después la España, puede verse la obra de Mr. Guizot titulada: Washington; Fundación de la república de los Estados-Unidos de América: la Historia de América, de William Robertson; el Ensayo histórico y político sobre los anglo-americanos, y otras obras especiales sobre la materia.

Tampoco nos incumbe hacer la historia de aquella célebre guerra, sino fijar los antecedentes indispensables para juzgar y apreciar la política del gobierno español desde que comenzó a intervenir en aquel importantísimo acontecimiento. La marcha que fue llevando se puede ver en las Gacetas de Madrid de aquellos años, donde se publicaban todas las noticias que se tenían de los sucesos de la guerra, los discursos de las cámaras inglesas, las medidas de los gabinetes de la Gran Bretaña, de Francia, &c.

{2} Véase el capítulo 9 de este libro.

{3} William Coxe, España bajo el reinado de la casa de Borbón, cap. 70.

{4} Cartas del conde de Floridablanca al de Vergennes y al de Aranda, de abril, agosto y diciembre de 1777, y junio de 1778.

{5} Correspondencia entre Aranda y Floridablanca, agosto y setiembre de 1778.

{6} En todo esto conviene con nosotros William Coxe, pero insistiendo siempre en interpretar de capciosas y hechas de mala fe estas proposiciones del monarca y del gobierno español.– Ferrer del Río en el cap. 1º del libro V de su Historia de Carlos III, combate como nosotros esta acusación del historiador inglés, fundado en las muchas manifestaciones que en contrario sentido hizo entonces y había hecho antes el conde de Floridablanca, no a agente alguno extranjero, lo cual pudiera atribuirse a disimulo, sino al mismo embajador español en París, que no opinaba como él.

{7} Gacetas de Madrid de 25 y 29 de junio de 1779.– La real cédula que pasó al Consejo comenzaba: «A pesar de los vivos deseos que siempre he tenido de conservar para mis fieles y amados vasallos el imponderable bien de la paz, y a pesar también de los extraordinarios esfuerzos que he hecho en todos tiempos, pero especialmente en las actuales críticas circunstancias de Europa para conseguir objeto tan importante, llevando hasta el extremo mi moderación y sufrimiento, me he visto por último en la dura necesidad de mandar retirar de la corte de Londres a mi embajador el marqués de Almodóvar, &c.»

{8} Titulábase este escrito: «Idea para el caso de que la Inglaterra se negase a la mediación de la España, y ésta hubiese de tomar otro partido, formada en París a fines de abril de 1779 por el conde de Aranda.»

{9} Excusado es decir que el historiador inglés citado saca argumento de todos estos preparativos y arreglos para fundar su acusación al gobierno español de haber obrado de mala fe en las negociaciones de mediación, suponiéndolo hecho todo con un designio anticipado. Y así atribuye a este solo fin la amistad de España con Prusia, las gestiones para calmar el resentimiento pasajero de la corte de Viena con la de París con motivo de la disputa sobre la sucesión de Baviera, y el odio de la Rusia a la de Austria, el haber ayudado a Francia a sostener la rivalidad mercantil de Holanda con Inglaterra, el tratado de paz con el emperador de Marruecos, y el ajuste amistoso con Portugal. A todo lo da una sola significación y un propósito único, aunque algunas de aquellas transacciones fueran completamente ajenas a la cuestión de la América del Norte.– William Coxe, cap. 71 de su Historia.– Nosotros podríamos confirmar también con nuevos datos los antecedentes que en impugnación de aserto tan absoluto hemos sentado.

{10} Del 2 de julio de 1779.

{11} Gaceta de 17 de agosto de 1779.

{12} En la Gaceta de 3 de setiembre se puede ver los que hicieron las ciudades de Murcia, Alicante, Cuenca y otras, la real Maestranza de Granada, un inquisidor de Zaragoza, un vecino de Arenas de San Pedro, &c.– La del 17 contiene los ofrecimientos de Burgos, Valencia, Trujillo y Marbella, los del ayuntamiento, vecindario, comerciantes y operarios de Barcelona, los de los marqueses del Castillo de Torrente, de Campo Real, de Sollerich, &c.– Así por este orden las sucesivas.

{13} Leemos en la Gaceta de Madrid de 17 de agosto de 1779 la siguiente curiosa noticia acerca de las fuerzas marítimas de Francia e Inglaterra. «Cotejado, dice, el estado actual de la marina real británica con la francesa respecto del que tenían entre sí a principios de la última guerra, resulta que entonces (en setiembre de 1755) la inglesa consistía en 243 velas (que eran 140 más que la enemiga), y ahora al contrario la francesa consta de 235, que son 53 más que la británica, cuya superioridad se hace formidable, atendida su unión con las fuerzas respetables de España.»

{14} «Relación de la campaña de mar del año de 1779, escrita por Mr. Rosch.»– Memoria del conde de Floridablanca.– Adolphus, Historia de Jorge III.– Beccatini, Vida de Carlos III.– Fernán Núñez, Compendio.– Extracto de las ocurrencias diarias en la armada del Excmo. señor don Luis de Córdoba, en la campaña de 1779 contra Inglaterra.– Gaceta extraordinaria de Madrid de 8 de setiembre, y las ordinarias del mismo mes.

{15} Relación del combate del día 16 de enero de 1780, hecha por el marqués de Medina, comandante del navío San Julián.– Parte del almirante Rodney sobre el combate con Lángara.– Beccatini, Vida de Carlos III, libro IV.– Gaceta del 25 de enero de 1780.

{16} Parte de don Luis de Córdoba, en la Gaceta de 29 de agosto de 1780.– Memorial del conde de Floridablanca presentado a Carlos III y repetido a Carlos IV.– Beccatini, Vida de Carlos III, lib. IV.– William Coxe, España bajo los Borbones, cap. 71.– En la relación que envió don Luis de Córdoba se expresan los nombres de las fragatas, bergantines y paquebotes apresados, en número de 52, con el cargamento de cada nave, y el número de hombres y mujeres, así de tropa, como de equipaje y pasajeros.

{17} Partes oficiales en las Gacetas de Madrid de 1781.– Reales cédulas de Carlos III.– Beccatini, lib. IV.

{18} Historias de Inglaterra, de Francia y de Holanda.– Robertson, Historia de América.– Memoria del conde de Floridablanca.– Partes oficiales y noticias insertas en las Gacetas de aquel tiempo.