Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo XIV
Negociaciones para la paz
La neutralidad armada
De 1779 a 1781

Origen de estos tratos.– Comunicación del comodoro Johnstone al gabinete de Madrid.– Comisión dada por Floridablanca al irlandés Hussey.– Pláticas de éste con los ministros ingleses.– Venida de Hussey a Madrid, y conferencias con Floridablanca.– Cuestión sobre la base de la devolución de Gibraltar.– Regreso de Hussey a Londres.– Proposiciones del gobierno británico al español.– Dicho célebre de lord Stormond.– Carta de Hussey a Floridablanca.– Respuesta de este ministro.– Venida de Cumberland a Madrid.– Insistencia de Floridablanca en exigir como condición preliminar la restitución de Gibraltar.– Retirada del agente inglés.– Cesa la negociación.– Proyecto de un convenio de Neutralidad armada entre las naciones europeas.– Causas que le hacían necesario.– Parte principal que en él tuvo el gobierno de España.– Pónese la emperatriz de Rusia al frente de las potencias neutrales.– Declaración solemne.– Adhesión de España, Francia, Dinamarca, Suecia, Holanda y otras potencias a la Neutralidad armada.– Aislamiento de Inglaterra.– Escasos resultados de esta confederación.– Impavidez heroica de la Gran Bretaña.– Continuación de la guerra.
 

En medio de las operaciones de la guerra en uno y otro hemisferio no había dejado de tratarse de paz en Europa, señaladamente entre los gabinetes de Londres y de Madrid. Principio de estos tratos fue una comunicación que en Madrid se recibió del comodoro Johnstone, que mandaba la estación inglesa en Lisboa, indicando que el ministerio presidido por lord North no tendría inconveniente en hacer el sacrificio de desprenderse de Gibraltar a trueque de restablecer la amistad con España (octubre, 1779). La proposición merecía ser tomada en consideración, y así el conde de Floridablanca, con anuencia de Carlos III, escribió reservadamente al clérigo irlandés Hussey, capellán del monarca español, y de la comitiva del conde de Almodóvar, que se había quedado en Londres, encomendándole insinuara al gobierno inglés que también había igual disposición por el de España, aun a costa de alguna compensación por lo de Gibraltar. Trasmitió aquel eclesiástico la propuesta a lord North y a lord Germaine, ministro éste último de la Guerra y de los negocios de América, por medio de su secretario particular Cumberland. Propiciamente la oyeron ambos ministros; y como en la situación desfavorable que a la sazón tenía para ellos la guerra de los Estados-Unidos esta negociación podía producir por lo menos desconfianza entre las cortes de Madrid y de París, creyeron conveniente proseguirla, y persuadieron a Hussey a que so pretexto de negocios personales viniese a Madrid a promover el restablecimiento de las buenas relaciones entre ambas potencias, pero prohibiéndole hacer promesa alguna relativa a Gibraltar{1}.

Vino en efecto Hussey a Madrid (29 de diciembre, 1779), y celebró varias conferencias con Floridablanca. En ellas manifestó el ministro español su desconfianza de la manera improcedente como había venido la proposición de Lisboa, y que parecía enderezada a excitar sospechas y desavenencias entre las cortes de Madrid y Versalles: declaró que España no estaba ligada con Francia para hacer la paz, sino que podría entenderse ella sola con Inglaterra y firmarla por sí y sin participación de aquella corte: que la condición indispensable para venir a un ajuste habría de ser la devolución de Gibraltar, pero que desconfiaba mucho de la sinceridad del gabinete inglés en este punto: algo se habló de compensación y de cesiones recíprocas, pero de un modo indeterminado: de sus disposiciones a favor de la paz le habló y aseguró mucho el ministro español, así de palabra como en las instrucciones de la carta que también le entregó a imitación de lord Germaine, con lo cual salió otra vez Hussey de Madrid (9 de enero, 1780).

Tan pronto como regresó a Londres (29 de enero), juntose el gabinete para tratar de la entablada negociación; y después de consagrar a ella cuatro sesiones y de ponderar la importancia de la plaza de Gibraltar y el interés del honor nacional en conservarla, se acordó que la cesión solo se podría hacer bajo las condiciones siguientes: España cederá a Inglaterra la isla de Puerto-Rico, la fortaleza de Omoa y su territorio, y un puerto y una extensión de terreno suficiente para edificar una fortaleza en la bahía de Orán: –además de comprar por su valor real toda la artillería y pertrechos que existen en Gibraltar, aprontará una suma de dos millones de libras esterlinas (diez millones de pesos), como compensación de los gastos de fortificación que se han hecho: –hará una paz separada con Inglaterra, renunciando a todos sus compromisos con Francia: –se comprometerá a no prestar socorro a las colonias inglesas, y a no admitir, ni agentes, ni buques, ni refugiados que de ellas procedan. El resultado de esta deliberación se comunicó a Hussey delante de lord Stormont, secretario del departamento del Norte, el cual, para significar la importancia que daba a la posesión de Gibraltar, pronunció aquellas célebres palabras, que acompañó con cierta vehemencia de entonación y de gesto: «Si el rey de España me pusiera delante de los ojos el mapa de sus dominios para que buscara un equivalente de Gibraltar, dándome tres semanas para la decisión, no podría en tan largo plazo encontrar entre todas sus posesiones ninguna que bastara a compensar la cesión de aquella plaza.{2}»

Declararon también entonces los ministros ingleses que el comodoro Johnstone no había recibido autorización alguna para hacer su primera proposición relativa a Gibraltar, que había obrado en ello de su cuenta y sin poderes de nadie, y que extrañaban que el conde de Floridablanca hubiera dado crédito a proposición tan informal. Todas estas declaraciones causaron profundo disgusto y enojo al mediador Hussey, que no dejó de quejarse agriamente de ello a Cumberland, dándose por engañado, y añadiendo que iba a escribir a Floridablanca rogándole le perdonase, y reconociendo la razón con que había desconfiado de la buena fe del gabinete inglés. Esforzose Cumberland por calmarle, y sobre todo, le hizo en tono serio la reflexión, de que estando resuelto el gobierno británico a hacer declaraciones oficiales y solemnes contrarias a sus aseveraciones, el comprometido a los ojos de España sería él mismo, porque pasaría por un hombre ardiente y ligero, y poco fiel y exacto en el modo de presentar las disposiciones para la negociación. Esta amenaza no solo contuvo a Hussey, sino que trocó su primer calor y vehemencia en tibieza y blandura, y por último limitose a escribir a Floridablanca la carta siguiente:

«A mi llegada aquí, quince días hace, di cuenta al gobierno inglés de las instrucciones que V. E. me comunicó. Durante varios días se ha discutido el negocio sin descanso; pero la cesión de Gibraltar como artículo preliminar y como condición sine qua non del tratado pareció al gabinete que no puede aceptarse. Lo único que ofrece Inglaterra es negociar tomando por base el tratado de París, y en este caso podría España entrar en la cuestión dándole el aspecto de cambio de territorio. De este modo entrará en tratos la Gran Bretaña, y el resultado dará a conocer al mundo la sinceridad de sus deseos en lo que se refiere a un arreglo con España. Si piensa V. E. que basta esta declaración para entablar una negociación en forma, nombrará la Gran Bretaña una persona que trate de este negocio secretamente y con celeridad, nombrando también otra España por su parte; y si V. E. me permite que emita mi parecer acerca del estado de los asuntos, creo que se accederá a la cesión de Gibraltar con tal de que convengan las condiciones; aunque no tengo autorización ni verbal ni escrita para declararlo así positivamente. Niega el gobierno inglés que haya dado instrucciones algunas ni encargo a Johnstone para hacer proposiciones a España, añadiendo empero que confía en que la imprudencia del comodoro no sea un obstáculo para que se lleve a cabo la negociación.»

Por más que la carta del presbítero irlandés fuese poco satisfactoria al ministro español, como en aquel tiempo hubiese ocurrido la derrota fatal de la escuadra de Lángara y el socorro introducido en Gibraltar por Rodney, la corte de España se creyó en la necesidad de continuar los tratos, siquiera no se sacara ya de ellos otra ventaja que excitar la rivalidad entre Francia e Inglaterra. Siguiéronse pues en virtud de la respuesta dada por Floridablanca; mas como este ministro se limitara mañosamente a protestar de un modo público sus vehementes deseos de llegar a un resultado ventajoso para ambas partes, resolvió el gobierno inglés enviar a Cumberland a Madrid con el pretexto de restablecer su salud (junio, 1780). También el secretario del ministro inglés tuvo sus conferencias con Floridablanca, en que se trató un proyecto de arreglo; mas como antes de debatirse el punto de Gibraltar llegaran noticias de los alborotos de Londres promovidos por lord Gordon, de cuyas resultas esperaba el ministro español la caída del ministerio británico, y como coincidiera la llegada del almirante francés Estaing a Cádiz con su escuadra ofreciendo una cooperación activa a la guerra y manifestando confianza en la próxima reducción de Gibraltar, al propio tiempo que la nueva de la captura de los dos convoyes ingleses hecha por Córdoba en la altura de las Azores, cambió repentinamente de lenguaje el ministro de Carlos III, e insistió más en que la restitución de aquella plaza fuese una de las condiciones preliminares de la paz (julio y agosto, 1780).

En una de estas pláticas, viendo al agente británico defender con firmeza sus pretensiones, le dijo: «Gibraltar es un objeto por el cual el rey mi amo rompería el Pacto de Familia o cualquier otro compromiso que tuviese con Francia.» Y como después le preguntase aquél si conocía las disposiciones del gobierno francés, o estaba dispuesto a trasmitir alguna proposición de su parte, meditando un rato le respondió: «No tenemos proposición ninguna que hacer a nombre de Francia... Si Inglaterra desea sinceramente la paz, que ceda a las indicaciones de los que apetecen lo mismo, que es lo que tarde o temprano han de apetecer todos... Nada pedimos que pueda ofender su dignidad... así pues, que no pierda de vista el decoro que se debe a sí misma respecto a Francia, pero que se una a S. M. Católica a fin de terminar una guerra que no puede menos de extenuar a todas las naciones que se hallan empeñadas en ella; y como conoce mejor que nadie lo que a sus intereses conviene, que nos indique las condiciones que aceptaría si las propusiera Francia, y que combine con ellas las condiciones que exige España. Si son justas y racionales por ambos lados, si son tales que pueda aceptarlas España con honra, S. M. Católica firmará la paz separadamente con ella, y empleará el influjo que pueda tener con su aliado para obtener la paz general: unámosnos de corazón, y trabajemos de consuno para llegar a un resultado feliz. Por mi parte siempre estaré dispuesto a entenderme con vos francamente y sin subterfugios, y deseo de corazón que no altere ninguna diferencia de opinión nuestras buenas intenciones recíprocas.{3}»

Honran ciertamente al ministro de Carlos III tales sentimientos y expresiones trasmitidas por el mismo agente diplomático inglés: mas no bastando a hacer que Cumberland traspasara una línea la letra estricta de sus instrucciones, encomendó de nuevo a Hussey que prosiguiera en Londres la gestión de este negocio. El gobierno británico, «convencido, dice el historiador de aquella nación, de que el gabinete español no se separaría de Francia por sencillas y naturales que fueran las condiciones que se le ofreciesen,» se negó ya a continuar estos tratos, en cuya virtud se dio orden a Cumberland para que se retirara de Madrid, al cabo de ocho meses que llevaba de permanencia en esta corte (1781), sin que por entonces se volviera a hablar más de convenio. Así, la guerra continuó con más ardor y encarnizamiento que antes: pero Floridablanca consiguió uno de los fines que diestramente se había propuesto desde el principio de esta negociación, a saber, que Francia se adhiriera más a las miras de España por temor de perder una aliada de que tanta necesidad tenía, y que prestara más eficaz cooperación a los ataques que se meditaban contra Gibraltar, Menorca y Jamaica{4}.

Otra negociación de diferente índole se seguía también por este tiempo, no ya solo entre las potencias empeñadas en la guerra, sino entre todas las de Europa, en la cual el gabinete español se atribuyó el mérito de la iniciativa, y en que los escritores extranjeros no le niegan haber tenido la principal parte. Hablamos de aquella actitud que con motivo de esta guerra tomaron las potencias europeas, nueva en la historia de las naciones, y a que se dio el nombre de Neutralidad armada. El origen, la marcha y el término de este memorable tratado lo explica bien el mismo conde de Floridablanca en su célebre Memoria, y esta explicación, en la esencia del relato, no ha sido desmentida ni contradicha por nadie que sepamos. He aquí sus palabras:

«Para desnudar (dice) a nuestros enemigos de todo aliado marítimo que pudiese incomodarnos en el caso de un rompimiento, cultivé de orden de V. M. la corte de Rusia, con la que había muchos motivos de frialdad y desconfianza, nacidos de las etiquetas de los tratamientos imperiales, y de las ceremonias y pretensiones de aquella corte. Entró la Francia en iguales ideas, y se consiguió que la Rusia no solo no se aliase con la Inglaterra durante la guerra, sino que nos enviase de propósito dos fragatas de su marina cargadas de efectos navales, en el tiempo que la misma guerra impedía el paso de ellos, para surtimiento de nuestra armada.

»También se consiguió que la emperatriz de Rusia se pusiese a la frente de casi todas las naciones neutrales para sostener los respetos de su pabellón, que es lo que se ha llamado Neutralidad armada. Con esto faltaron a la Inglaterra todos los recursos de las potencias marítimas, hasta de la Holanda su antigua aliada. Permítame V. M. recordar aquí el manejo que se llevó para dar este golpe, que aunque atribuido a la Rusia, y sostenido por ella con tesón, tuvo su principio en el gabinete político de V. M. y en las máximas que adoptó y supo conducir sagazmente.

»La regla reconocida en todos los tratados de casi todas las naciones de libertar el pabellón neutral o amigo de la confiscación de los bienes o mercaderías pertenecientes a enemigos, jamás había sido observada por la marina inglesa, o llevada de los principios altivos de su pretendida soberanía del mar, o fundada en las particulares leyes del Almirantazgo.

»Cuando se refundió y publicó por V. M. la nueva ordenanza de corso para la última guerra{5}, se estableció que las embarcaciones de bandera neutral o amiga que condujesen efectos de enemigos se detendrían y conducirían a nuestros puertos, para usar con ellas y su carga de la misma ley de que usasen los ingleses con las que llevasen efectos pertenecientes a españoles o sus aliados. Por este medio se pensó conseguir una de dos cosas, o contener la conducta inglesa contra el pabellón neutral, o compensar por vía de represalia la pérdida que en él hiciésemos con la mayor del comercio inglés que harían nuestros enemigos.

»Con la ejecución de este artículo de la ordenanza, y con la proporción que nos dio el bloqueo de Gibraltar para detener cuantas embarcaciones condujesen efectos ingleses de las muchas que pasan al Mediterráneo, se levantó un clamor universal de parte de las potencias marítimas neutrales, acometiéndome los ministros de Suecia, Dinamarca, Holanda, Rusia, Prusia, Génova y otros, para que se cortase el perjuicio que padecía su comercio en la detención de tanto número de embarcaciones.

»A estos clamores y oficios respondí constantemente, que en defendiendo las potencias neutrales su pabellón contra ingleses, cuando estos quisiesen apoderarse bajo de él de efectos españoles, entonces respetaríamos nosotros el mismo pabellón, aunque condujese mercaderías inglesas; porque no estaría ya en manos de la potencia neutral, ni vendría a consentir el abuso del poder que hiciese la Inglaterra. Pero que tolerando, como toleraban, a la marina inglesa la detención y confiscación de efectos nuestros bajo su bandera amiga o neutral, no debían esperar que la España cediese, ni dejase de hacer lo mismo.

»Preparada así la materia para hacer recaer el odio, como era justo, sobre la conducta inglesa, y disponer los ánimos de las potencias neutrales a la defensa de su pabellón, se presentó la Rusia con una especie de que nos valimos oportunamente. El canciller de aquel imperio nos hizo insinuar lo mucho que conduciría a la quietud y buena correspondencia de las potencias comerciantes la formación de un código general marítimo, que abrazase los puntos necesarios en la materia para evitar dudas y controversias, y que fuese adoptado de las naciones, en lo que la emperatriz de Rusia empleará con mucho gusto sus oficios y autoridad.

»Conocí al instante el deseo de la Rusia de adquirirse la gloria de dar leyes marítimas a la Europa comerciante, y respondí, que aunque la formación de un tal código tendría muchas dificultades para ser adoptado, no habría tantas en persuadir a las potencias marítimas neutrales que defendiesen su pabellón contra los beligerantes que quisiesen ofenderlo, estableciendo reglas para ello fundadas en los tratados. A esto añadí, que empezando por este medio la Rusia a mover las potencias neutrales, insultadas y deseosas de sostener la inmunidad de su bandera, de que dimanaba la prosperidad de su comercio, durante la guerra vendría insensiblemente a formarse una especie de código marítimo, y la emperatriz, poniéndose a la frente de esta especie de alianza o principio de neutralidad, se haría el honor de ser protectora de los derechos de las naciones marítimas.

»El difunto rey de Prusia, que deseaba refrenar los abusos del Almirantazgo inglés, apoyó y fomentó este pensamiento, y fue por consecuencia bien recibido del ministerio ruso, habiéndole yo asegurado que la España y Francia se acomodarían a estos principios, aunque la Inglaterra los rehusase; y en efecto, emprendió la zarina con el imperio que se ha visto el proyecto de la neutralidad armada, que se ha hecho tan famoso, y que tuvo su primer origen, como llevo dicho, en el gabinete político de V. M.»

Idea muy cumplida nos da esta relación, hecha por persona que tuvo tan principal parte en el plan, del modo como éste se fraguó y realizó. Restábale sin embargo añadir, que todavía estuvo algún tiempo indecisa y vacilante la emperatriz Catalina II, ya por alguna desconfianza que de Francia tenía, ya porque Inglaterra la entretenía y halagaba con la perspectiva de la cesión de Menorca, cuya adquisición le sería tan conducente para su designio de apoderarse un día de los Dardanelos. Pero dos incidentes la hicieron decidirse por el plan del gabinete español. El uno fue la detención de algunos buques holandeses por una escuadra inglesa, buques que conducían también efectos e intereses rusos, y que pasaron por la humillación de ser visitados, de lo cual se ofendió vivamente la emperatriz. El otro era la oposición de la escuadra española a que pasasen bajeles rusos por el Estrecho de Gibraltar, aunque fuese con mercaderías permitidas, en tanto que otras naciones no hiciesen a los ingleses respetar la bandera neutral. Entonces se decidió a publicar aquel famoso Manifiesto, en que se contenían tres bases que habían de constituir una especie de código marítimo general, a saber:

1.ª Los buques neutrales podrán navegar libremente por las costas de las naciones que están en guerra, y arribar sin obstáculo a sus puertos.

2.ª Les será lícito trasportar toda clase de artículos, a excepción de los que se especifican como de contrabando en los artículos 10 y 11 del tratado de comercio de la Gran Bretaña.

3.ª Será única excepción de esta regla el caso en que un puerto esté de tal manera bloqueado por buques de guerra que no sea posible acercarse a él sin peligro.

Terminaba esta declaración anunciando el armamento de su escuadra, y su resolución de mantener el honor de la bandera rusa y proteger el comercio de sus vasallos. El gobierno español, que se había anticipado a modificar su ordenanza de corso (13 de marzo, 1780), para acallar las quejas y reclamaciones de las potencias neutrales, fue el primero que se adhirió en todas sus partes al Manifiesto de la zarina (18 de abril), si bien advirtiendo que con respecto al bloqueo de Gibraltar existía el peligro de que se hablaba en la excepción, el cual podrían evitar las potencias neutrales conformándose a las reglas establecidas en la declaración de S. M. Católica de 13 de marzo último, comunicada por su ministro a la corte de Rusia{6}.

Francia se apresuró también a dar su adhesión (23 de abril). Inglaterra, sin abandonar los principios de su sistema marítimo, se limitó a manifestar su deseo de evitar la violación del derecho de gentes, de ser justa con los que hiciesen un comercio rigurosamente neutral, que interpretaba a su modo. Dinamarca aceptó hasta con entusiasmo la declaración rusa (8 de julio, 1780). Admitiéronla más tarde Suecia, Holanda, Nápoles y Portugal. El rey de Prusia solicitó formar parte de esta célebre confederación, y el emperador José de Austria siguió su ejemplo después de la muerte de la emperatriz reina María Teresa; y aunque al decir de un escritor inglés la incorporación de dos potencias sin marina no hizo sino aumentar el número, no la fuerza de los aliados, sin embargo el viejo Federico de Prusia hizo mucho daño a Inglaterra, ordenando a sus súbditos que retiraran cuanto antes los fondos que tenían en las cajas públicas de aquel reino, fundando la medida en que el gobierno inglés no podía contener la bancarrota nacional, y persuadiendo a la emperatriz de Rusia de que en la declaración de guerra que luego sobrevino entre Inglaterra y Holanda la agresión había venido de la primera.

Este convenio de tantas potencias en guardar una misma actitud y en observar una misma conducta en los mares durante la lucha de que en estos capítulos hablamos, fue el que constituyó el famoso pacto que se conoce en la historia con el nombre de Neutralidad armada. Convendremos en que esta ruidosa medida no produjo tan grandes ventajas ni resultados tan decisivos como parecía que eran de esperar, y sin duda el no haber correspondido sus efectos a lo que muchos esperaban fue lo que dio ocasión a que algunos la denominaran burlescamente la Nulidad armada{7}. Mas no puede negarse que por lo menos produjo el de dejar a Inglaterra sin aliados; y la prueba de lo que le perjudicaba aquella convención fue el empeño que había puesto en impedirla, y los esfuerzos que hizo después para granjearse el afecto de las grandes potencias de Europa.

Lo que en honor de la justicia y de la imparcialidad no puede menos de confesarse, y en ello estamos de acuerdo con la observación de un historiador contemporáneo{8}, es el grande aliento, la impavidez, la constancia y la magnanimidad que en esta ocasión mostró la nación inglesa, cuando aislada y desprovista de amigos y auxiliares, agobiada por las fuerzas marítimas y terrestres de Francia y España, casi vencida ya por sus colonias de América, hirviendo el reino en discordias intestinas, sublevada la opinión contra el gobierno de Jorge III en Londres, en todas las ciudades populosas y comerciantes, en los condados más apartados de la metrópoli, todavía tuvo arranques para ponerse en lucha con un enemigo más, declarando la guerra a la Holanda{9}, y para proseguir la que años hacía estaba consumiendo sus fuerzas desparramadas por el nuevo y por el antiguo mundo.




{1} La carta, especie de credencial, que le entregó lord Germaine, estaba escrita en este sentido, y como suponiendo que aprovechaba la ocasión de venir Hussey a Madrid a asuntos propios para confiarle este negocio, atendidas sus buenas relaciones en esta corte. Insértala William Coxe (cap. 72 de su Historia), que conoció la correspondencia que medió en esta negociación.

{2} Informe escrito por Cumberland; Papeles de Paoten.

{3} Memorias de Cumberland, citadas por William Coxe, que es quien da noticias más puntuales sobre esta negociación.

{4} Es extraño que Floridablanca no dijese nada de esta negociación en su Memoria. En su correspondencia con el conde de Aranda es donde se encuentran algunas especies importantes y curiosas sobre estos tratos. Por ejemplo, en carta de 7 de agosto de 1780 le decía que Cumberland le había traído carta de lord Hillborough, en que afirmaba haberle autorizado el rey de Inglaterra para la negociación, y se le recomendaba con las expresiones más eficaces. Y hablando de Francia, le decía: El rey quisiera tener esa corte en sujeción, no para faltarla, sino para que, recelosa de un ajuste nuestro, no aflojase en las disposiciones de la guerra, ni en tenernos consideración.»– Ferrer del Río cita estas cartas en el capítulo III del libro V de su Historia de Carlos III.

{5} Publicose esta ordenanza en 1.º de julio de 1779.

{6} El documento de adhesión está fechado en Aranjuez a 18 de abril de 1780.

{7} William Coxe atribuye a la misma emperatriz de Rusia el haber calificado con este nombre burlesco su propia obra, arrepentida, dice, de haberse empeñado en un momento de resentimiento en una marcha errada. Séanos permitido dudarlo, y no nos parece que el idioma ruso sea el que más se preste a este juego de voces en que consiste el donaire con que quiso ridiculizarse el convenio, y que en un caso se nos antoja más propio de las lenguas de Occidente.

{8} Ferrer del Río, en el capítulo III del libro V de su Historia de Carlos III.

{9} Las causas de este rompimiento fueron, el asilo que los corsarios americanos, especialmente el famoso Pablo Jones, terror del comercio británico, hallaban en los puertos holandeses; el haber eludido la Holanda el cumplimiento de los tratados de 1678 y 1716 con Inglaterra; su adhesión a la neutralidad armada; la predilección que mostraba a los anglo-americanos, y el haber descubierto que estaba ajustando con ellos un tratado de comercio. De los resultados y consecuencias del rompimiento entre estas dos potencias en los mares de la India y en el Báltico, y especialmente del combate de Dogger-Bank entre los almirantes Parker y Zoutman, dimos ya cuenta en el anterior capítulo.