Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VIII ❦ Reinado de Carlos III
Capítulo XV
Menorca. Gibraltar
Fin de la guerra
De 1781 a 1783
Resuélvese la reconquista de Menorca.– Admirable secreto con que se preparó y condujo la empresa.– Parten de Cádiz las escuadras francesa y española reunidas.– Lleva el mando en jefe el duque de Crillón.– Sobresalto de los ingleses, y regocijo de los naturales.– Bloqueo del castillo de San Felipe.– Conducta heroica de Crillón.– Firmeza y pundonor del gobernador Murray.– Ataque a la plaza con ciento once cañones y treinta y tres morteros.– Rendición de la plaza y castillo.– Capitulación honrosa.– Vuelve toda la isla al dominio de España.– Recompensa.– Conviértese en sitio el bloqueo de Gibraltar.– Planes diversos, y extravagantes invenciones para rendirla.– Son desechados.– Se adopta el famoso proyecto de las baterías flotantes de Mr. d'Arzon.– Descripción de estos navíos monstruos.– Ejército de cuarenta mil hombres en el campo de San Roque.– Obras admirables de ataque y defensa.– Curiosidad y ansiedad pública.– Expectación de toda Europa.– Pónense en juego con soberbio aparato las baterías flotantes.– Horrible estruendo causado por cuatrocientas piezas de grueso calibre disparadas a un tiempo.– Incéndianse las flotantes.– Noche funesta y terrible.– Malógrase la empresa naval.– Continuación del sitio.– Contratiempo de la escuadra española.– Llegada y maniobras de la escuadra inglesa.– Introduce socorros en la plaza.– Combate, y se salva de las escuadras combinadas.– Proyecto de minar el Peñón.– Nuevas negociaciones para la paz.– Cambio en el ministerio inglés.– Agentes británicos en París.– Conducta del gobierno francés.– Condiciones que exigía España.– Modifica sus proposiciones.– Frústranse sus esperanzas de la restitución de Gibraltar.– Prepárase una formidable expedición contra Jamaica.– Se firman los preliminares para la paz.– Adhesión del gobierno español.– Desapruébalos el parlamento británico.– Ministerio Fox.– Se ajusta el tratado definitivo de paz.– Sus principales capítulos.– Ventajas que reportó España.– Fin de la guerra.– Conducta del ministro Floridablanca.
Sucesos de grande interés para España se realizaron en la campaña que siguió a estas negociaciones. Inglaterra, comprendiendo la desventajosa situación del aislamiento en que la neutralidad armada la había colocado, hizo nuevos esfuerzos por granjearse la amistad de la emperatriz de Rusia halagando su pasión marítima y mercantil. En estos tratos, y como precio de su mediación para la paz volvió a jugar la cesión de la isla de Menorca, tan codiciada de Catalina II como tan conveniente a sus designios. Aunque conducido este proyecto con la posible reserva, no se ocultó a la vigilancia y a la sagacidad del conde de Floridablanca, y desde entonces concibió el pensamiento de apresurar la reconquista de aquella isla, que era al propio tiempo asilo de corsarios, único refugio de los buques ingleses en el Mediterráneo, y peligroso cebo para apartar a Rusia de la amistad de España, y moverla cuando menos a abandonar la neutralidad.
Por muerte del ministro de la Guerra conde de Ricla, y aunque encomendado interinamente este ministerio al de Gausa, los negocios de gravedad a él pertenecientes corrían a la sazón a cargo de Floridablanca por disposición y mandato expreso del rey{1}. Esto le facilitó los medios de preparar con todo sigilo su proyectada empresa de apoderarse de Menorca, que el monarca aprobó, resuelto como estaba a no arriesgar más sus fuerzas marítimas en las costas de Inglaterra. De dos cosas hacía depender aquel hábil ministro el buen éxito de su idea: de hacer los preparativos de la expedición con tales precauciones y tal disimulo que nadie imaginara su verdadero designio, y de asegurarse de las buenas disposiciones de los naturales de la isla en favor de España, para no contar al tiempo del desembarco más enemigos que las tropas de la guarnición. Uno y otro requería gran discreción y pulso. Túvole Floridablanca en enviar a la isla para explorar los ánimos de los naturales al marqués de Sollerich, persona de grande influencia en ella, el cual desempeñó felizmente su delicada comisión, con la satisfacción de poder asegurar al ministro de Carlos III que aquellos isleños continuaban siendo amigos de España y de su soberano, no pudiendo nunca olvidar que habían sido españoles.
Difícil era guardar secreto en los preparativos. Sin embargo, aunque se veía reunirse naves y tropas en Cádiz, como que estaba pendiente el bloqueo de Gibraltar, todo el mundo atribuía la reunión de aquellas fuerzas al pensamiento de convertir en sitio formal el bloqueo, o sospechábase cuando más alguna expedición a las Indias Occidentales. Nadie se fijaba en Menorca, pues no se observaba movimiento alguno ni en Barcelona, ni en Alicante, ni en Cartagena, puertos fronterizos a aquella; además que Mahón y su castillo eran mirados como inexpugnables. De esta manera consiguió Floridablanca deslumbrar a todos, no estando en el secreto sino el rey, el príncipe de Asturias, y el duque de Crillón, teniente general francés al servicio de España, acreditado en las campañas de Italia, a quien confió el mando de las tropas de la expedición.
Ni al gobierno francés mismo se dio conocimiento del plan, habiendo de concurrir a su realización sus navíos y sus soldados. He aquí lo que respecto a este particular nos ha dejado dicho el ministro español en su Memoria: «Aunque la Francia mostró algún resentimiento del secreto que se guardó, se consiguió aplacarla, recordando habérsele dicho que veríamos lo que podríamos hacer en el Mediterráneo, lo cual pendía de muchos accidentes que no se podían preveer o adivinar. En efecto, V. M. sabe que no teníamos desconfianza de nuestro aliado, sino de las muchas manos por las cuales debía pasar el secreto si lo comunicábamos. En fin, la Francia no solamente se aquietó con mis oficios practicados con su embajador, sino que nos envió dos mil hombres a Menorca, los cuales servían a lo menos para guardar los puestos que nuestras pocas tropas no podían cubrir.»
Partieron pues de Cádiz las dos escuadras reunidas, francesa y española (23 de julio, 1781), compuestas de cincuenta y dos velas, y escoltadas por dos navíos de línea, dos fragatas y varios otros buques de guerra, llevando a bordo ocho mil hombres de tropa, sin que nadie hubiera penetrado el de aquella expedición misteriosa. Y aunque los vientos impidieron a Crillón ejecutar de lleno el plan que llevaba meditado, todavía logró saltar a tierra sin obstáculo en la playa de la mezquita (19 de agosto, 1781), y avanzar con tres mil quinientos hombres sobre Mahón, obligando a los sobrecogidos ingleses a encerrarse en el castillo de San Felipe. El marqués de Peñafiel y don Ventura Caro se apoderaron del fuerte de Fornell y de la ciudadela. Los habitantes mostraron la mayor alegría, apresurándose a prestar el juramento de fidelidad al rey de España, y Crillón a nombre del rey Católico declaraba restablecidos los privilegios de que habían gozado antes aquellos insulares.
Aunque reducidos los ingleses al castillo de San Felipe, la naturaleza de aquella expedición había hecho que faltaran muchas de las cosas más precisas para ponerle un sitio formal, de modo que se limitó la operación a un bloqueo por espacio de algunos meses; y en tanto que llegaron artillería y pertrechos de Cartagena y Barcelona, y los refuerzos que de Tolón envió el rey Luis XVI, eran ya principios de diciembre cuando se comenzó a levantar las baterías. Gala de arrojo hizo el intrépido Crillón subiendo a plantar por su mano la bandera española en la torre de las Señales; y el ejemplo del valeroso general francés no fue perdido para los soldados, pues cuando se trató de crear una compañía denominada de Voluntarios de Crillón para colocarla en el puesto del mayor peligro, todos se disputaban el honor de ser inscritos en ella, y fue menester, para evitar altercados y piques, que el jefe resolviera escogerlos y nombrarlos por sí mismo. Lástima que Crillón empañara el lustre de su heroica conducta en esta empresa con un lunar que desdice de la grandeza de su ánimo. Hablamos del hecho que un historiador afirma, de haber intentado hacer flaquear la fidelidad del general inglés Murray, gobernador del castillo, prometiéndole por la entrega de la plaza una recompensa de quinientos mil pesos, y un alto puesto en el ejército español o francés, a lo cual dio el pundonoroso general británico la siguiente digna y vigorosa respuesta:
«Cuando vuestro valiente abuelo recibió la orden de su soberano para asesinar al duque de Guisa, dio la respuesta que vos hubierais dado si el rey de España os hubiera encargado asesinar a un hombre cuyo nacimiento es tan ilustre como el vuestro, o como el del duque de Guisa. Con vos no puedo yo tener tratos sino con las armas en la mano. Si abrigáis sentimientos de humanidad, enviad vestidos para los miserables prisioneros que tengo en mi poder; que los dejen en un punto apartado, y yo enviaré a buscarlos, porque en lo sucesivo no consentiré más relaciones con vos que las más estrictas que imponen los deberes de la guerra.»– Como hombre de honor le contestó Crillón diciendo: «Vuestra carta nos deja a cada uno en su lugar, y fortifica la estimación con que siempre os he mirado; acepto con gozo vuestra proposición.»– Veremos luego cómo el general francés desagravió con usura al gobernador británico con su generoso comportamiento de la ofensa que antes le hubiera inferido con una proposición vituperable entre soldados de honra.
Estrechábase y se apretaba de cada día más el cerco, y entre los contratiempos de los sitiados no fue el menor el estrago que comenzó a hacer el escorbuto en la ya poco numerosa tropa de la guarnición, a causa de la falta de alimentos frescos, y del aire enfermizo de las casamatas. En tal estado el día 6 de enero (1782) quiso Crillón solemnizar el aniversario del nacimiento del delfín de Francia, haciendo jugar contra el castillo de San Felipe ciento once cañones y treinta y tres morteros, que atronaban la isla y arruinaban las fortificaciones. Por bastantes días sostuvo todavía la guarnición una defensa vigorosa, y Murray en medio de la desolación que le rodeaba conservó su heroica serenidad, alentaba a todos, y se mantuvo a la altura de la reputación militar de que ya gozaba. Mas llegó a ser tanto el estrago del fuego, de las ruinas y de la epidemia, que faltándole gente hasta para cubrir los puestos ordinarios, y llevada la defensa hasta donde los deberes del honor podían exigir sin rayar en infructuosa y reprensible temeridad, pidió capitulación (15 de febrero, 1782), que el duque de Crillón le otorgó con condiciones más honrosas y más suaves de lo que le prescribían las instrucciones de la corte de España. Con los honores militares salieron las tropas inglesas del castillo; Murray y los suyos quedaron prisioneros de guerra, con la condición de ser trasladados a Inglaterra, donde no volverían a tomar las armas hasta el ajuste de la paz o que se hiciera el canje oportuno. Hallaron los rendidos la más afectuosa acogida en las tropas francesas y españolas. Veamos cómo se expresó el mismo Murray en su parte oficial (16 de febrero):
«Tal vez no se ha visto jamás (decía) una escena más noble y al mismo tiempo más trágica que el desfile de la guarnición del fuerte de San Felipe por entre los ejércitos francés y español: componíase tan solo de seiscientos veteranos quebrantados por la edad y las fatigas, doscientos marineros, ciento y veinte artilleros, veinte hijos de Córcega y veinte y cinco de Grecia, turcos, moros, judíos, &c. Los dos ejércitos estaban formados en dos filas una frente a la otra, formando una hilera por donde pasábamos nosotros. Ascendían a catorce mil hombres, que se extendían desde el glacis hasta Jorge Tolon, en donde nuestros batallones entregaron sus armas, declarando que no las entregarían más que a Dios solo, y con el consuelo de saber que los vencedores no podían estar muy ufanos con la toma de un hospital. Nuestros soldados estaban a tal punto desfigurados y desconocidos, que a muchos soldados españoles y franceses se les escapaban las lágrimas al verlos pasar: esto lo afirman el duque de Crillón y el barón de Talkenhayn; pero aunque yo no lo haya notado, esta compasión me parece natural. Por lo que a mí toca, no tenía en aquella ocasión más inquietud que la que me daba la enfermedad funesta que nos amenazaba a todos con una muerte inevitable.
«¡Bendito sea el Señor! Ya mis temores no son tan grandes; la humanidad del duque de Crillón, cuyo corazón se ha conmovido al ver las desgracias de hombres tan valientes, ha sobrepujado mis esperanzas y deseos; porque nada omitió de cuanto pudiera contribuir a nuestro restablecimiento. Los cirujanos franceses y españoles nos prestan sus auxilios en nuestros hospitales, y debemos muchos favores al barón de Talkenhayn que mandó las tropas francesas. También estamos muy agradecidos al duque de Crillón, y ninguno de nosotros podrá olvidar a estos dos generales. Me atrevo a esperar que este último joven, lleno de ardimiento y lealtad, no volverá a mandar ejércitos contra mi soberano, porque la bondad y magnanimidad de su corazón igualan la superioridad de su capacidad militar.{2}»
Cuando las tropas vencedoras entraron en la plaza, prorrumpieron los naturales de la isla en alegres vivas al monarca español. En toda España se hicieron vivas demostraciones de regocijo, por la recuperación de una isla que desde la gloriosa conquista de don Jaime I de Aragón había pertenecido constantemente a España, que los ingleses nos habían arrebatado durante la funesta guerra de sucesión de Felipe V, que conquistada después por los franceses había vuelto por el tratado de París al dominio de la Gran Bretaña, que suspiraba hacía setenta y cuatro años por volver a la corona de Castilla, y cuya recuperación, así como la de Gibraltar, eran los dos sueños dorados de Carlos III. Este monarca recompensó el gran servicio que le hizo el duque de Crillón nombrándole capitán general, y dándole algo más tarde la grandeza de España con título de duque de Mahón. También remuneró con mercedes y ascensos a todos los que se habían distinguido en aquella gloriosa empresa. Menorca ha continuado desde entonces formando parte integrante del territorio español.
Faltaba Gibraltar, presa también de ingleses desde aquellas famosas guerras que señalaron el advenimiento del primer Borbón a España; cuya recuperación había sido objeto de tan repetidas como costosas y malhadadas tentativas; perenne motivo de desavenencias, de negociaciones, de promesas nunca cumplidas, de condiciones o de ofrecimientos nunca aceptados entre Inglaterra y España; una de las empresas en que no había cesado de pensar un instante el patriótico celo del tercer Borbón español; cuya plaza por lo mismo tenía bloqueada hacía tres años, y que defendía con bizarría innegable lord Elliot, pero que en la situación apurada en que llegó a verse se hubiera visto acaso obligado a rendir sin el oportuno socorro del almirante Rodney, como en otro lugar dejamos referido. Recobrada Menorca, resolvió el monarca español convertir en sitio el bloqueo de Gibraltar, empleando en él las tropas y las naves que acababan de recoger los laureles del triunfo de Mahón, y con unas y otras se aumentó considerablemente así la fuerza naval como el ejército de tierra acantonado en las líneas de San Roque.
Tiempo habían tenido los ingleses para hacer más fuerte con las obras del arte aquella formidable roca, ya harto fuerte por la naturaleza. Erizada por todas partes de cañones, y defendida a la sazón por siete mil veteranos, con un general de corazón, entendido y experimentado, a su cabeza, no sin fundamento era tenida por inexpugnable. Habíanse apurado los ingenios para inventar y discurrir proyectos, sistemas y planes diversos para ver de rendir y recuperar la terrible fortaleza, y cada cual había presentado el suyo al rey y a los ministros como el más hacedero y aceptable.
Proponía el conde de Aranda que a la entrada de los fondeaderos se pusieran escollos artificiales, donde tropezaran los buques que iban en socorro de la plaza. El valeroso marino don Antonio Barceló aseguraba que batiendo los muros un día y otro llegaría a rendirla, siempre que se le dieran para ello lanchas cañoneras, cada una con un mortero de a placa. El almirante francés conde de Estaing era de opinión que se debería construir orilla del Mediterráneo y costeando todo lo posible el Peñón una línea de aproche con baterías de morteros, cuyas bombas pasaran por encima de la montaña y estragaran el puerto y la ciudad, y con esto y un espaldón construido muy al alcance de la plaza, y con soltar brulotes contra los navíos y arrojar bombas y balas las barcas cañoneras, no podrían los ingleses resistir acampados al raso y entre peñas. Diferente de todos estos era el sistema del director del real cuerpo de ingenieros don Silvestre Abarca, y también más complicado, pues consistía por una parte en el incendio y ruina de las casas y almacenes de la ciudad, no habiendo paraje que se viese libre de las bombas y de los rebotes de las balas, y por otra en la destrucción de la escuadra inglesa que viniese en socorro de los sitiados por las fuerzas navales reunidas de España y Francia. Por este orden se habían presentado al gobierno otros proyectos, entre ellos uno que consistía en rellenar las bombas de una materia mefítica, y tal que al reventar asfixiara con su pestilencia a los sitiados, o los emponzoñara, o ahuyentara por lo menos{3}.
Ninguno de estos proyectos había sido aceptado, por parecer todos, cual más cual menos, o quiméricos y fantásticos, o llenos de inconvenientes o dificultades de ejecución. Y en tanto que menudeaban planes sin ponerse en práctica ninguno, alentado lord Elliot con los refuerzos y socorros que a pesar del bloqueo recibía, se determinó a hacer salidas nocturnas contra las obras más avanzadas de los españoles, en alguna, de las cuales (26 de noviembre, 1781) logró destruir varias baterías enemigas, así como en otras fue vigorosamente rechazado, tal como en la que hizo la noche del 27 de febrero siguiente{4}. En este estado se hallaban las cosas cuando sucedió la toma de Menorca, y se resolvió poner formal sitio a Gibraltar.
Para los ataques por tierra se reunieron en el campo de San Roque cerca de cuarenta mil hombres, que incesantemente se ocupaban en construir obras de ataque y defensa, y sostenían diarias refriegas con los de la plaza. General en jefe de todo el ejército sitiador se nombró al duque de Crillón. Para combinar las operaciones de mar con las de tierra se adoptó un nuevo plan, diferente de todos los anteriores proyectos, idea del caballero d'Arzon, ingeniero francés de gran capacidad y renombre, que recomendada de Francia por el rey, el ministerio y el conde de Aranda, y prohijada aquí por Carlos III y su primer ministro, fue la que prevaleció, y que con el nombre de sistema de las baterías flotantes ha adquirido una inmortal celebridad, aunque funesta para España. Consistían las baterías flotantes en unos enormes buques de tal construcción y solidez que fuesen invulnerables a las bombas y a las balas rasas, y que al mismo tiempo que fueran invulnerables no pudieran irse a fondo. Construyéronse diez de estos gigantescos buques, y se emplearon en ellos doscientos mil pies cúbicos de madera. Sus costados tenían vara y media de espesor, y estaban defendidos por sacos de lana encajonados entre corcho: la cubierta forrada de planchas de hierro, de modo que rodaran al mar las bombas que sobre ellos cayeran: para preservarlos del incendio de las balas rojas que pudieran entrar por las troneras se hizo un ingenioso aparato de tubos interiores, por los cuales con el auxilio de las bombas circulaba incesantemente el agua, como la sangre por las arterias y venas del cuerpo humano, conservando la madera en un estado permanente de saturación. Entre todas las baterías llevaban doscientos veinte cañones a una sola banda, y a la otra la correspondiente cantidad de plomo para nivelar el peso. No tenía cada una más que una vela, pero sí bastantes anclas y cables para retirarlas y detenerlas cuando fuese necesario. Todas estas ciudadelas flotantes, que nos traen a la memoria los navíos monstruos de Amberes, invención del italiano Giambelli en el siglo XVI, habían de vomitar por todas sus bocas balas y metralla a distancia de cuatrocientas varas entre el Muelle Viejo y el Baluarte Real, en tanto que los navíos de línea, y las lanchas cañoneras, y las baterías de tierra arrojarían también una incesante lluvia de balas y bombas contra la plaza, y que el resto detendría a la entrada del Estrecho la expedición que vendría de Inglaterra, y tropas embarcadas en balsas estarían esperando a que se derribara la muralla para dar el asalto. El equipo de las baterías flotantes se hizo en Algeciras con prodigiosa actividad y diligencia.
Entre las obras de tierra que se ejecutaron fue la más notable un espaldón de doscientas treinta toesas y de nueve pies de altura y diez de espesor, con un millón y seiscientos mil sacos de tierra, que se construyó en una sola noche (14 a 15 de agosto, 1782) y en el espacio de cinco horas, en cuya operación trabajaron diez mil hombres, de forma que cuando a la luz del nuevo día lo vieron los de la plaza se quedaron maravillados y absortos, pareciéndoles obra de encanto. Esfuerzos bélicos, que nos recuerdan los de los Reyes Católicos en el siglo XV al frente de Granada, los de Alejandro Farnesio en el XVI en los Países Bajos{5}.
Todo el mundo esperaba con confianza el más feliz resultado de tan gigantescos aprestos, excepto el duque de Crillón, que varias veces manifestó su desconfianza en las tan ponderadas baterías flotantes{6}; pero se resignó a ponerse al frente de los sitiadores. Toda Europa tenía fija la vista en esta formidable lucha empeñada por la posesión de un enorme peñasco. Príncipes y personajes franceses, entre ellos el duque de Borbón y el conde de Artois (después rey con el nombre de Carlos X); magnates españoles de la primera nobleza acudieron a presenciar función tan famosa. Muchedumbre de gentes de todas clases pernoctó en la estación del verano en las poblaciones y campiñas inmediatas para no perder el espectáculo grandioso que había de ofrecer aquel teatro bélico, y el monarca español desde su alcázar, ganando a todos en impaciencia, preguntaba y pedía cada mañana al levantarse noticias de Gibraltar. El momento decisivo se iba acercando, y en los semblantes de los espectadores se retrataba, el orgullo en unos, el temor en otros, en otros la confianza, y en todos una impaciente curiosidad.
La mañana del 8 de setiembre, cuando estaban ya terminadas todas nuestras baterías, el gobernador Elliot rompió el fuego contra ellas, disparando desde la montaña, plaza y muelle viejo, balas, bombas, granadas, metralla, balas rojas y carcasas, con que no dejó de experimentarse algún daño. A su vez al amanecer del 9 y a la señal de un cohete mandó el duque de Crillón comenzar el fuego general de todas nuestras baterías avanzadas y de la línea, jugando a un tiempo ciento noventa y tres piezas de todas clases{7}. Al cuarto día, 13 de setiembre{8}, se puso en movimiento desde Puente-Mayorga el soberbio aparato de las baterías flotantes{9}, y antes de las diez se hallaban colocadas a ciento cuarenta toesas de distancia de la plaza. Cinco mil hombres de servicio iban en ellas. El viento era fuerte, y fuerte también la marejada, de modo que ni las lanchas cañoneras y bombarderas de la escuadra podían cooperar convenientemente al ataque. Habíase además renunciado al preservativo de la circulación del agua por los tubos, por temor de que perjudicara tanta humedad a la pólvora; con lo que iban aquellas máquinas sin todos los requisitos que a juicio del inventor las hacia invulnerables. Lord Elliot las vio acercarse admirando el arrojo de los que las guiaban, pues conocía que ellos mismos no podían dejar de conocer la temeridad de su designio.
«Apenas anclaron las embarcaciones, dice un historiador, cuando empezó un fuego nutrido que sostenía toda la artillería, y los morteros de las trincheras en todas direcciones, y sin cesar un solo instante. También la plaza empezó el fuego sin pérdida de tiempo, y es imposible describir el estruendo que causaron tan horrorosas descargas, porque cuatrocientas piezas de grueso calibre maniobraban a un tiempo, lo cual no se había visto jamás desde la invención de la pólvora.» A muchas leguas de distancia se oía aquel horrísono estruendo que agitaba los mares y hacia retemblar el mismo Peñón. Largas horas llevaba de duración aquel terrible combate, y la noche vino aun a aumentar con sus sombras el horror de la gigantesca contienda, sin que ni el ataque ni la defensa aflojaran, ni se notara de una y otra parte superioridad. «¿De qué son esas máquinas, preguntaba ya lord Elliot asombrado, que no logran destruir las balas rojas?» Pero se aproximaba el fatal momento de su destrucción. Cerrada era ya la noche cuando comenzó a arder una de las monstruosas baterías flotantes que se tenían por incombustibles; logrose sin embargo con las bombas de agua apagar el incendio; mas la falta del preservativo de los tubos arriba dicho hizo que continuando el diluvio de tiros de bala roja, e internándose éstas en el revestimiento de los buques, se apoderara otra vez el fuego de aquella batería para no volverse ya a apagar. Para que no pueda decirse que exageramos el estrago, copiamos solo lo que el parte oficial decía, pálido como todos cuando tienen que anunciar calamidades.
«Bien avanzada ya la noche, volvió a incendiarse con mucha fuerza la flotante del príncipe de Nassau en términos de no poderse cortar, sucediendo de allí a poco lo mismo con la de don Buenaventura Moreno. En este conflicto, y el de no poderse usar de las velas ni del remolque, se trató de extraer la gente, de retirar o arrojar al mar la pólvora para precaver que se volasen, y dejarlas arder, de modo que el enemigo no pudiese aprovecharse de ellas: en cuyo caso se fueron hallando los demás buques por iguales motivos y circunstancias inevitables; tanto mas, que las baterías enemigas tiraban ya sin riesgo ni contradicción a puntos determinados muy visibles. Informados de esta situación, así el general del ejército duque de Crillón como el de la armada don Luis de Córdoba, dieron las más oportunas providencias para que pasasen todas las lanchas, faluchos, esquifes y demás pequeñas embarcaciones que hubiese a recoger toda la gente de las flotantes, y auxiliar en cuanto se pudiese ejecutar con ellas; en cuya brillante y arriesgada maniobra se hicieron prodigios de valor, despreciando el intensísimo fuego de metralla que hacían todas las baterías enemigas con el acierto que les permitía la claridad de la noche. Logrose en efecto retirar la mayor parte de la gente de aquellas embarcaciones, poner en algunas el fuego bien extendido para que se consumiesen, y dejar en otras competente repuesto de pólvora para que a su tiempo se volasen. A pesar de toda la actividad y diligencia con que se procedió por nuestra parte, consiguió el enemigo con su fuego echar a pique algunos de estos barcos, bien que mucha gente de ellos se salvó a nado o fue recogida por otros botes.
»Luego que los ingleses se aseguraron de que ya no podían hacer fuego las flotantes, echaron al agua algunas de sus cañoneras y barcos armados, con los cuales se apoderaron de varios de nuestros yentes y vinientes, haciéndose dueños en los mismos términos de los últimos restos de tropa o marinería que quedaban todavía en las flotantes para esperar su turno de ser socorridos: de suerte que por este medio al amanecer del día siguiente hicieron prisioneras trescientas treinta y cinco personas (inclusos varios heridos), a quienes se sabe que el general Elliot trataba con la mayor humanidad y agasajo. Las flotantes se fueron volando de allí a poco, a excepción de tres que quedaron consumidas del todo hasta las planchas de la superficie del agua.»– «De resultas, añadía la Gaceta, del incesante fuego enemigo durante este día y noche, así contra las baterías flotantes y sus tripulaciones, como contra el crecido número de chalupas y otras embarcaciones empleadas en el trasbordo, hubo la pérdida que manifiesta el estado que sigue a esta relación, la que no debemos concluir sin expresar que en los de los citados generales de mar y tierra, en los que da el señor conde de Artois como testigo ocular, y en todas las demás cartas particulares se hacen singularísimos elogios del valor, serenidad e inteligencia con que se han conducido en todos los lances y maniobras ocurridas en todo aquel día y noche, tanto los sujetos distinguidos que mandaban las baterías flotantes, como todos los demás oficiales de mar y tierra de ambos ejércitos y armadas que tuvieron diferentes encargos y comisiones.{10}»
Sobradamente se desprendía del contexto del parte toda la intensión de aquella gran calamidad. Mustios y apenados se retiraron todos los espectadores que habían acudido a presenciar el solemne y ruidoso combate{11}. Sin embargo los sitiadores no se abatieron tanto como era de temer; por el contrario, prosiguieron con vigor las operaciones del sitio, se construían nuevas obras, y diariamente jugaba la artillería, así de tierra como de las lanchas, y había un fuego casi constantemente sostenido entre la plaza y el campo, haciendo y recibiendo alternativamente daños de consideración, y no dándose apenas momento de reposo ni sitiadores ni sitiados. Así continuaron hasta cerca de mediado octubre (1782), en que se supo que estaba próxima a llegar la escuadra inglesa de socorro, de más de treinta navíos de línea con un considerable convoy de trasportes, al mando del almirante lord Howe. A fin de impedirle la entrada, y batirla si se podía, se situó a la boca del puerto la escuadra combinada, mucho más numerosa que la inglesa en navíos, fragatas, balandras, escampavías y otras embarcaciones destinadas a apresar los trasportes de los enemigos mientras se daba el combate{12}. Pero la noche del 10 sobrevino tan recio y espantoso temporal, que el navío San Miguel de 70 cañones fue arrojado sobre la costa enemiga, y encallándose en el paraje llamado Arenas-gordas fue apresado por la guarnición. Otras varias desgracias y averías causó la violencia del huracán, y aunque muchos buques se salvaron del conflicto a fuerza de actividad y de trabajo, y se rehabilitaron con la posible presteza, mucho padeció la expedición, y no se pudo evitar que la escuadra inglesa pasara el Estrecho formando dos líneas y haciendo rumbo a las costas de África, ni que cuatro buques de carga lograran entrar en el puerto.
La fuerza del viento y de las corrientes empujó la armada británica engolfándola en el Mediterráneo. En su busca partió la española y francesa mandada por don Luis de Córdoba la tarde del 13 de octubre (1782), al mes justo de la gran catástrofe de las flotantes, y tan pronto como el temporal y la necesaria reparación de los buques se lo permitieron. Queriendo darle caza anduvo bastantes días, luchando otra vez con tiempos borrascosos, que llevaron muchos de nuestros buques menores a la costa de Málaga con no pocas averías y descalabros, en tanto que la escuadra enemiga, o más afortunada o más diestra, evitando el combate, tuvo la habilidad o la fortuna de embocar otra vez el Estrecho y salir de nuevo al Océano, dejando surtida la plaza de Gibraltar de provisiones de todas clases y reforzada con mil cuatrocientos hombres. Siempre en busca de ella la escuadra de las dos naciones, la avistó la mañana del 20, cuando ya el convoy enemigo estaba en salvamento, y continuando la caza con toda diligencia, en la tarde de aquel día la alcanzó en actitud de esperar el combate, pero aprovechando su ventaja de vela para no ser atacada por todas nuestras fuerzas. En efecto, en la lucha que se empeñó, y en que pelearon vanguardia, retaguardia y centro, solo se encontraron treinta y tres navíos españoles y franceses, entre ellos el Santísima Trinidad que montaba el general de la expedición don Luis de Córdoba, contra los treinta y cuatro navíos ingleses, favorecidos de una ventajosa posición accidental. Así fue que después de algunas horas de combate sin resultado decisivo, la escuadra inglesa quedó fuera de fuego, retirándose con vela desigual, según le convenía para mantener su orden, y el general español, teniendo por infructuoso el perseguirla más tiempo, por la ninguna esperanza de alcanzarla, y por considerarlo arriesgado no conociendo aún las averías de su línea, determinó ceñir el viento, y aprovechar el primero oportuno para dirigirse con la armada a Cádiz{13}.
Por los partes siguientes se supo que la escuadra había sufrido en el combate la pérdida de trescientos ochenta y cinco hombres entre muertos y heridos. Excusado es decir que en el parte de lord Howe y en los periódicos de Londres se pintaron muy de otro modo las circunstancias y resultado de este combate, y ya lo pronosticaba bien don Luis de Córdoba cuando escribía: «La Inglaterra se gloriará de haber esperado con 34 navíos a 46; pero quien conozca el oficio sabe que la calidad de tanta ventaja de vela suple el mayor número, en grado que nunca pudieron entrar en fuego 13 o 14 navíos de la retaguardia, en que había dos de tres puentes, y dos de 80, y tres generales comandantes del cuerpo de la armada. Así no podrá decir el almirante inglés que combatió con más de 32 a 33 navíos, y diremos nosotros que estos batieron a 34 navíos con toda la desventaja de una situación accidental, &c.{14}» Pero es lo cierto que ni se pudo impedir el socorro de Gibraltar, ni menos se realizaron las lisonjeras esperanzas que se habían hecho concebir de la destrucción de la armada inglesa, y que esto unido al desastre de las baterías flotantes trocó en desánimo nacional lo que antes se había esperado con entusiasmo.
Y con todo eso, todavía no se desistió del sitio de Gibraltar. Por el contrario, construyéronse nuevos espaldones, se adelantaron trincheras, se trabajaba con ahínco en otras obras, y se sostenía el fuego. Objeto constante de los más extraños proyectos aquella plaza, el mismo Crillón que no había juzgado bien de los otros, adoptó ahora uno no menos extraño que cualquiera de ellos, a saber, el de practicar debajo de la enorme roca una mina de grande extensión a más de doscientos pies de profundidad, de cuyos estragos se prometía grandes portentos. En ella se trabajaba con ardor, sobre todo para vencer la gran dificultad de la ventilación; y el ministro Floridablanca confiaba mucho en dos o tres ideas que decía había sobre ella a cuál más útiles. Mas no llegó el caso de experimentar o el fruto o el desengaño de este nuevo plan, en razón a haber cesado las hostilidades por las causas que ahora expondremos.
Interés era del gobierno español y cálculo político mantener el sitio de Gibraltar y no desistir de él, siquiera los reveses sufridos hicieran ya improbable y casi imposible la conquista; después de aquellas adversidades se sostenía menos como empresa militar que como medio político para sacar el partido más ventajoso posible de los tratos de paz que hacía tiempo mediaban ya entre unas y otras potencias. En efecto, Inglaterra se había convencido de que en América, a pesar de sus extraordinarios esfuerzos, no le era posible seguir luchando sola contra los colonos insurrectos y contra las fuerzas auxiliares de los dos Borbones y de Holanda. La sorpresa de Trenton, y sobre todo el triunfo de los franceses y americanos sobre lord Cornwallis habían introducido el desaliento en el ejército inglés y hecho una sensación profunda en la Gran Bretaña. Los de los españoles en la Florida y en el golfo de Honduras, y la facilidad con que se apoderaron de las islas de Bahama, junto con otros contratiempos que experimentaron los ingleses durante el ministerio de lord North, produjeron en el pueblo británico un deseo ardiente de paz. Aquel gabinete tuvo que ceder su puesto a la oposición coligada que había clamado contra la guerra. Los nuevos ministros Rockingham y Fox eran bien conocidos por sus opiniones en este sentido, y lord Shelburne tuvo que modificar la suya conforme al sentimiento nacional. Gobierno y parlamento mostraban en sus disposiciones esta misma tendencia, y la medida de mandar regresar a Inglaterra al almirante Rodney y al general del ejército de América sir Enrique Clinton fue harto claramente significativa. Y por último, no confiando bastante en la mediación de Rusia y Austria para la paz con Holanda y con Francia, fue enviado directa y secretamente a París sir Tomas Grenville con autorización para entrar en relaciones con todas las potencias enemigas, y con encargo de proponer, como base preliminar para la paz, la independencia de los trece Estados-Unidos de América, volviendo las cosas a la situación en que se hallaban al firmarse la paz de París.
Exigencias y dificultades de parte de las potencias, y cambios en su virtud ocurridos en el ministerio británico, pero no extinguiéndose por eso el deseo de paz, produjeron el envío a París de otro agente, Alejandro Fitzherberz, después lord Santa Elena, en tanto que toda Europa tenía fija su atención en el sitio de Gibraltar. Entendíase al propio tiempo la Gran Bretaña directamente con los Estados-Unidos de América por medio de emisarios enviados ex-profeso. Los escritores ingleses censuran con bastante acritud el comportamiento de la corte de Francia, especialmente del ministro Vergennes, en estas negociaciones, no ya tanto por sus exigencias, cuanto por su doblez y sus misteriosas intrigas así con Holanda y España como con los anglo-americanos, para inflamar y sostener sus rivalidades con la Gran Bretaña; y pruebas de esta que califican de pérfida conducta dicen haber adquirido en comunicaciones interceptadas a Marbois, agente francés en Filadelfia{15}. No nos incumbe ser jueces de la exactitud o inexactitud de estos fundamentos, ni de la justicia o injusticia de estas acriminaciones, sino exponer la parte que tuvo y el papel que en estos tratos de paz cumplió desempeñar a España.
Pedía el gobierno español como condición indispensable para la paz, primeramente y sobre todo la cesión de Gibraltar, y además la conservación de Menorca, de las Floridas y de las islas de Bahama, con la evacuación de todos los establecimientos ingleses en el golfo de Méjico y una parte en la pesca de Terranova; y ofrecía en cambio la plaza de Orán con el puerto de Mazalquivir, y favorecer el comercio inglés en España, para lo cual se haría un convenio particular{16}. Esta pretensión, aunque apoyada por el agente americano Franklin, tuvo que ser modificada a causa del contratiempo de las baterías flotantes, proponiendo compensaciones más adecuadas a la importancia de la plaza en cuestión, Francia ofrecía indemnizar a Inglaterra con sus posesiones de la Martinica y Guadalupe, dando España a Francia un equivalente en la isla de Santo Domingo. Esta proposición fue muy bien acogida por lord Shelburne: mas cuando el monarca y el gobierno español esperaban con la llegada del primer correo de Londres anunciar a los pueblos que Gibraltar volvía a formar parte de la nación española, vieron con tanta indignación como sorpresa disipadas sus esperanzas, pues lo que trajo el correo (diciembre, 1782) fue la nueva de haber sido el proyecto aplazado, si no abandonado del todo{17}, que nada en el mundo era bastante para decidir a los ingleses a la restitución de Gibraltar.
Con tal motivo, al tiempo que el Parlamento británico declaraba la necesidad absoluta de reconocer la independencia de la América del Norte, las cortes de Madrid y de Versalles, sin abandonar las negociaciones de paz, resolvieron continuar con más ardimiento la guerra. Obra del conde de Estaing fue el plan para la nueva campaña; a tratarle con Floridablanca vino a Madrid, y de tal manera satisfizo al ministro español, que en su Memorial al rey le decía: «Este plan, si pudiera publicarse, haría un honor inmortal a V. M., a las dos cortes aliadas que le adoptaron, y al general conde de Estaing que lo trató. Baste decir, que jamás habían visto las Indias setenta navíos de línea juntos en una expedición, con cerca de cuarenta mil hombres de desembarco, y con todos los aprestos, municiones de guerra y boca, y demás necesario para dar sin resistencia los golpes que se habían meditado.» El golpe principal era una invasión en la Jamaica. General en jefe de las fuerzas combinadas para esta grande expedición se nombró al mismo conde de Estaing, que llevaría por su cuartel-maestre general al marqués de Lafayette, aquel ilustre joven francés que tantos laureles había recogido peleando como voluntario en favor de los anglo-americanos; y prontos estaban en Cádiz los cincuenta navíos que habían de reunirse a mas de otros veinte que esperaban en el Guárico, y corrientes y listas todas las tropas expedicionarias, cuando llegó la noticia de haberse firmado los preliminares para la paz (30 de enero, 1783).
Sustituía en ellos la cesión absoluta de Menorca a la de Gibraltar, pudiendo ser esta última objeto de negociaciones ulteriores. Daba Inglaterra a España la Florida Oriental, aunque nuestro gobierno no había exigido sino la Occidental conquistada por Gálvez; se relevaba a Francia de la recompensa que había de dar en sus islas por la plaza de Gibraltar, y a España del equivalente con que había de indemnizar a Francia en la de Santo Domingo, y se otorgaba a la nación francesa la facultad de pescar en el banco de Terranova bajo la misma base que en la paz de Utrech. El gabinete de París, que vino a ser el autor de estos preliminares{18}, fue también el que con sus instancias recabó la adhesión del monarca y del gobierno español, aunque no de buen grado otorgada. No de buen grado, porque Floridablanca insistía en que se llevara a cabo la expedición, para la cual estaban ya hechos inmensos gastos, como medio de obtener condiciones de paz más ventajosas y estables, sin destruir las esperanzas de la adquisición de Gibraltar. «No se hizo así, decía después lamentándolo, y V. M. se vio obligado a ceder a otras consideraciones que no es justo decir, firmándose los preliminares de paz, en que el celo de nuestro plenipotenciario el conde de Aranda sacó todo el partido posible con arreglo a las instrucciones que V. M. me mandó darle.
»Las resultas, prosigue, fueron como se temían, porque el partido de oposición en Londres logró desacreditar y hacer retirar a los ministros que tuvieron parte en la paz, y puesto en el ministerio Mr. Fox nos dio bien en que entender para venir después de ocho meses a la extensión del tratado definitivo en que consiguió dejar sentada con expresiones equívocas una semilla de nuevas discordias.» En efecto, el parlamento británico desaprobó los preliminares: el ministerio fue derribado por los dos partidos de oposición representados por North y Fox, y una de las primeras comunicaciones de este último ministro fue una declaración explícita de que la cesión de Gibraltar no se admitiría en lo sucesivo como punto de discusión. Continuaron no obstante las negociaciones, y el 3 de setiembre (1783) se concluyó en Versalles el tratado definitivo, en que a pesar de los esfuerzos de Fox no pudo Inglaterra dejar de otorgar a las naciones borbónicas casi todo lo que habían obtenido en los preliminares. Solo en lo relativo a España logró el plenipotenciario inglés introducir una frase que dio lugar a que el gobierno británico pretendiera no estar incluido el país de los Mosquitos entre los que los ingleses se obligaban a evacuar, por no hallarse comprendido en el Continente español (frase del tratado). Mas no pasó por la estudiada y capciosa cláusula el gobierno de Carlos III, y menos el sabio ministro que estaba a su cabeza, pues penetrado de que sin la reintegración del país de Mosquitos hasta el cabo de Gracias-a-Dios y más allá, quedaban desvirtuadas las utilidades del Tratado en aquella parte, y expuestos los establecimientos españoles a las devastadoras correrías de los indios y a grandes y temibles usurpaciones de los ingleses, encomendose al marqués del Campo nueva negociación sobre aquel punto, y felizmente se consiguió ampliar las explicaciones del tratado definitivo, el reconocimiento de la soberanía de España sobre el país de Mosquitos como parte de todo aquel continente, y la evacuación absoluta de todos aquellos establecimientos por los colonos ingleses{19}.
«La transacción más honorífica y más ventajosa de cuantas ha ajustado la corona de España desde la paz de San Quintín,» llama un historiador inglés a este tratado. Después de semejante confesión nadie puede ya extrañar que dijera el conde de Floridablanca con noble y justificada vanidad a su soberano: «Todo el mundo ha hecho justicia a V. M. confesando que de más de dos siglos a esta parte no se ha concluido un tratado de paz tan ventajoso a la España. La reintegración de Menorca, la de las dos Floridas, la de toda la gran costa de Honduras y Campeche, son objetos tan grandes y de tales consecuencias que a nadie se pueden ocultar... Sabe V. M. que desde el principio de la guerra fueron estos y el de Gibraltar los que se propuso su soberana comprensión, añadiendo el de libertar nuestro comercio y la autoridad de V. M. en sus puertos, aduanas y derechos reales de las prisiones en que los había puesto el poder inglés en los precedentes siglos y tratados. También esto se ha conseguido por el tratado presente, que nos ha abierto una puerta para aquella libertad...»
Así terminó aquella guerra de cinco años tan memorable como obstinada, si bien no sin sacrificios de parte de las naciones empeñadas en ella, pero con la admirable circunstancia, por lo que hace a España, de no haber dejado de pagarse puntualmente la tropa, los empleados públicos y la casa real, y de no haberse hecho una sola quinta extraordinaria. Contribuciones extraordinarias hubo necesidad de imponer; pero esto ni se hizo arbitrariamente, sino con acuerdo de una junta compuesta de todos los diputados del reino, del procurador general, y de muchos ministros y consejeros autorizados, satisfaciéndose en su mayor parte de arbitrios por roturas, cultivos y cerramientos de tierras concedidos a los pueblos, ni se cobraron sino el tiempo preciso que duró la guerra; pues habiéndose firmado el tratado definitivo en setiembre de 1783, el nuevo año siguiente comenzó sin otros impuestos que los ordinarios; merced a la buena administración, y a los muchos donativos con que pueblos, corporaciones y particulares quisieron a porfía contribuir a los gastos de una lucha que se consideró como de honor nacional.
Mercedes otorgó el rey, como acostumbraba, para galardonar a los que en ella habían prestado mejores servicios y trabajado con más celo, ya con el consejo y dirección, ya con las armas. Digno de aplauso fue el comportamiento del conde de Floridablanca en esta ocasión, pues habiendo remunerado el rey a propuesta suya a tres de sus compañeros en el ministerio{20}, pidió al soberano con mucho empeño una gracia para sí, a saber, la de que le permitiera retirarse del ministerio. Carlos se negó abiertamente a admitirle la dimisión{21}.
{1} Memoria de Floridablanca.
{2} Partes y capitulación del general Murray.– Diarios políticos de Hamburgo, 1782.– Gacetas de Madrid de enero y febrero de 1782.– Diario de Mahón.– Beccatini, Historia de Carlos III, libro IV.– Memorias militares de Crillón.– Noticia de la expedición hecha por España para la toma de la isla de Menorca en el año de 1781.– Memoria de Floridablanca.– En la Gaceta del 19 de febrero se insertó el texto de la primera capitulación propuesta por Murray, la respuesta de Crillón, y los artículos de la capitulación definitiva.– «Relación de las gracias que S. M. ha concedido en el ejército del mando del conde de Crillón, de resultas de la rendición de la plaza de San Felipe en la isla de Menorca.» Suplemento a la Gaceta del 5 de marzo, 1782.– «Noticia de los muertos, heridos, &c.»– Suplemento a la del 8 de marzo.
{3} Hay una obra, que cita Ferrer del Rio, titulada Sitio de Gibraltar, en que se hallan todos estos proyectos. Otros cita también Bourgoing, en el tomo III de su Cuadro de la España moderna.
{4} En esta pereció el coronel don José Cadalso, tan conocido en la república literaria por sus amenas producciones; «dando una nueva prueba con su ejemplo, dice otro erudito escritor español, de que no son incompatibles el valor y la literatura.» Era comandante de escuadrón del regimiento de Borbón y ayudante de campo del general.– Gaceta de 12 de marzo, 1782.
{5} Hay una lámina que representa este trabajo hecho por diez mil hombres en pocas horas de una sola noche.
{6} Memorias de Crillón.
{7} Parte oficial en la Gaceta de 17 de setiembre.
{8} «La superstición, dice un historiador extranjero, no dejó de augurar mal, a causa del número trece.»
{9} Eran sus nombres: Pastora, Talla-Piedra, Paula I, Rosario, San Cristóbal, Príncipe Carlos, San Juan, Paula II, Santa Ana, y Dolores. Guiaba la Pastora, de 24 cañones, el jefe de escuadra don Buenaventura Moreno, la Talla-Piedra, de 23 cañones, el príncipe de Nassau.– Parte oficial de la Gaceta de 24 de setiembre.
{10} Gaceta del 24 de setiembre, de 1782.– Seguía un estado individual de los muertos, heridos, prisioneros y extraviados, con expresión de los regimientos o de los buques a que pertenecían.
{11} Añade William Coxe, y repite Ferrer del Río, que los príncipes franceses, se retiraron también del campamento en cuanto ocurrió la terrible catástrofe, y vinieron a Madrid y al Escorial, donde se les hizo una acogida menos afectuosa que antes, y de donde tomaron la vuelta de su patria. Esto no es exacto, pues por lo menos el conde de Artois no solamente no se movió entonces del Campo de Gibraltar, sino que un mes más adelante anunciaban los partes oficiales haber partido de allí la madrugada del 15 de octubre para Cádiz, igualmente que el conde de Dammartin; y el 26 de setiembre se pasó una revista general a todo el ejército sitiador para que lo viera el conde de Artois.
{12} Sin embargo distaba mucho de componerse de 74 navíos de línea y muchas fragatas, como dice el historiador inglés William Coxe, que por otra parte rebaja a solos 30 los de la escuadra inglesa. Evidentemente el escritor inglés pecó de una inexactitud poco justificable, pues según todos los partes oficiales y muchas relaciones y cartas, la escuadra combinada, si bien superior, constaba de 46 a 50 navíos de línea, que pocas veces se vieron juntos.
{13} Parte de don Luis de Córdoba al marqués de Castejón, a 22 de octubre de 1782, en el navío Santísima Trinidad, a la vela, en latitud de 35º 37', y longitud de 2º 30' al O de Cádiz.– Extracto del Diario de las ocurrencias sustanciales de la navegación de la Armada combinada de mi mando desde su salida de Algeciras en 13 de octubre de 1782; por el mismo.
{14} En carta que escribía lord Howe el 21 de octubre a bordo del Victory en alta mar a Mr. Stephens concluía diciendo: «En tales circunstancias no puedo prudentemente pensar aun mucho tiempo en ir persiguiendo a la escuadra enemiga, que creo navega hacia Cádiz.» De manera que aquí aparecía él el perseguidor: siendo notable que el 22 aún no se había movido hacia Cádiz la escuadra española: y decía Córdoba aquel día: «Cada vez se alejan más los enemigos, y a las cinco y media se han perdido de vista.»
{15} William Coxe, España bajo los Borbones, cap. 75.
{16} «Orán y su puerto, decía con su acostumbrada vehemencia el embajador de París conde de Aranda, son más que una compensación, y deberían por consiguiente aceptarse con gratitud. Si quiere Inglaterra la paz, este es el medio de conseguirla, puesto que el rey mi amo, por motivos tanto personales como políticos, está muy decidido a no dar fin a la presente guerra hasta tanto que haya recobrado a Gibraltar, ya sea con las armas, ya por medio de una negociación.»
{17} Los escritores ingleses culpan de este resultado a la Francia, insistiendo en la doblez de su política, y atribuyéndole la intención de impedir que Inglaterra y España llegaran a reconciliarse sinceramente. No opinaba así Floridablanca, puesto que hablando de este punto dice en su Memoria: «Por una parte el ministerio inglés exigía nuevas cesiones gravosas a la Francia, y por otra el ministerio francés se halló rodeado de disgustos y dificultades, que excitaban los interesados en los terrenos de la isla de Santo Domingo, los cuales se oponían a nuevas adquisiciones en la isla que creían ser perjudiciales a sus intereses.»
{18} No pierde ocasión el historiador inglés de hacer resaltar la doble conducta de Francia en este negocio. «Aparentó Francia, dice, que quería entrar en este plan (el de la expedición)... se nombró a Estaing para mandar las fuerzas combinadas... y pasó a España con el objeto aparente de acelerar los preparativos necesarios.»
{19} Colección de Tratados de paz.– Memoria de Floridablanca.– Id. del conde de Aranda.– Raynneval, Instituciones, Apéndices.– Bourgoing, Cuadro de la España moderna.
{20} Se dio el título de conde de Gausa con la Gran Cruz de Carlos III a don Miguel de Múzquiz, la misma Gran Cruz a don José de Gálvez, ministro de Indias, y plaza efectiva de consejero de Estado al de Marina, marqués de Castejón.
{21} Memoria de Floridablanca.